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Miguel Ángel

 Biografía

 Escultura
 Pintura
 Arquitectura

Michelangelo Buonarroti fue un hombre solitario, iracundo y soberbio,


constantemente desgarrado por sus pasiones y su genio. Dominó las
cuatro nobles artes que solicitaron de su talento: la escultura, la pintura,
la arquitectura y la poesía, siendo en esto parangonable a otro genio
polifacético de su época, Leonardo da Vinci. Durante su larga vida amasó
grandes riquezas, pero era sobrio en extremo, incluso avaro, y jamás
disfrutó de sus bienes. Si Hipócrates afirmó que el hombre es todo él
enfermedad, Miguel Ángel encarnó su máxima fiel y exageradamente,
pues no hubo día que no asegurase padecer una u otra dolencia.

Miguel Ángel (retrato de Baccio Bandinelli, 1522)

Quizás por ello su existencia fue una continua lucha, un esfuerzo


desesperado por no ceder ante los hombres ni ante las circunstancias.
Acostumbraba a decir en sus últimos días que para él la vida había sido
una batalla constante contra la muerte. Fue una batalla de casi noventa
años, una lucha incruenta cuyo resultado no fueron ruinas y cadáveres,
sino algunas de las más bellas y grandiosas obras de arte que la
humanidad afortunadamente ha conocido.

La dorada Florencia

En Caprese, hermosa aldea rodeada de prados y encinares, nació el 6 de


marzo de 1475 Miguel Ángel, hijo de Ludovico Buonarroti y de Francesa
di Neri di Miniato del Sera. Su padre descendía de artesanos y, quizás por
ello, siempre se opuso a la vocación de su hijo; consideraba que el
comercio era mucho más rentable y distinguido que cualquier actividad
manual plebeya. Miguel Ángel siempre estuvo agradecido a su nodriza,
mujer de un cincelador, pues aseguraba que con su leche había mamado
"el escoplo y el mazo para hacer las estatuas".

Cuando siendo apenas un adolescente el joven Buonarroti se trasladó a


Florencia, la ciudad vivía uno de sus momentos más esplendorosos.
Lorenzo de Médicis, llamado el Magnífico, reinaba sobre los florentinos
impregnándolo todo de belleza y sabiduría. Refinado y abrumadoramente
inteligente, Lorenzo era un extraordinario príncipe poeta, considerado un
erudito por los helenistas, un guerrero invencible por los soldados y un
amante insuperable por los libertinos.

En la corte de este dechado de virtudes, rodeado de pensadores de la talla


de Pico della Mirandola, Poliziano o Marsilio Ficino, y junto a maestros
como Domenico Ghirlandaio o Sandro Botticelli, Miguel Ángel dio sus
primeros pasos por el rutilante camino de las bellas artes. En el jardín de
San Marcos, que Lorenzo había hecho decorar con antiguas estatuas, el
joven escultor pudo estudiar a los autores del pasado e imbuirse de su
técnica. El lugar se había convertido en una especie de academia al aire
libre donde los jóvenes se ejercitaban bajo la dirección de un discípulo de
Donatello, el maestro Bertoldo. El talento precoz de Miguel Ángel se reveló
al cincelar una cabeza de fauno que suscitó el interés del propio príncipe,
siempre en busca de nuevos valores a los que acoger bajo su protección.
Inmediatamente, Miguel Ángel ingresó en la reducida y selecta nómina de
sus favoritos.

Un día, mientras Miguel Ángel admiraba los frescos de Masaccio en el


claustro de la iglesia del Carmine junto a Pietro Torrigiano, amigo y
condiscípulo, surgió entre ambos una agria disputa. A Buonarroti le
fascinaba la plasticidad de las figuras, que casi poseían relieve; para
Torrigiano, los frescos carecían de brillantez y expresividad. La discusión
acabó en reyerta: los muchachos intercambiaron algunos golpes y Pietro
propinó a Miguel Ángel un puñetazo que le fracturó la nariz. El rostro de
nuestro héroe quedó marcado por esa pequeña deformidad, que le
amargaría en lo sucesivo. Sin embargo, un dolor aún mayor se adueñó de
su corazón a raíz de la súbita muerte de Lorenzo el Magnífico, sobrevenida
cuando el príncipe acababa de cumplir cuarenta y tres años. Ni Florencia
ni Miguel Ángel volverían a ser como antes.

Primeras obras maestras

Tras la desaparición del Magnífico, Buonarroti dejó la corte y regresó a la


casa paterna durante algunos meses. El nuevo señor de la ciudad, Piero
de Médicis, tardó en acordarse de él, y cuando lo hizo fue para proponerle
una efímera fama mediante un encargo sorprendente: había nevado en
Florencia y quiso que Miguel Ángel modelara en el patio de su palacio una
gran estatua de nieve. El blanco monumento fue tan de su agrado que,
de un día para otro, el artista se convirtió por voluntad suya en un notorio
personaje. Miguel Ángel aceptó los honores en silencio, ocultando el
rencor que le producía tal afrenta, y luego decidió marcharse de Florencia
antes que seguir soportando a aquel estúpido que en nada se parecía a
su predecesor.

La Piedad (1498-1499)
Además, negros nubarrones se cernían sobre la ciudad. Los ejércitos
franceses y españoles luchaban muy cerca de las murallas y, en el interior,
un terrible fraile dominico llamado Girolamo Savonarola agitaba a las
masas con su verbo ardiente contra el lujo pagano de los Médicis. Piero
de Médicis acabó huyendo y Savonarola se apresuró a instaurar una
república teocrática, pródiga en autos de fe y piras purificadoras donde se
consumían libros, miniaturas, obras de arte y otros objetos impuros.
Miguel Ángel nunca olvidó las prédicas de aquel iluminado, ni las llamas
que terminaban para siempre con el sueño de una Florencia joven, alegre,
culta y confiada.

Buonarroti se trasladó por primera vez a Roma en 1496. Allí estudió a


fondo el arte clásico y esculpió dos de sus mejores obras juveniles: el
delicioso Baco y la conmovedora Piedad, en las que su personalísimo estilo
empezaba a manifestarse de manera rotunda e incontrovertible. Luego,
de regreso a Florencia, acometió uno de sus proyectos más valientes,
aceptando un desafío que ningún creador había osado hasta entonces:
trabajar en un bloque de mármol de casi cinco metros de altura que yacía
abandonado desde un siglo antes en la cantera del "duomo" florentino.
Con abrumadora seguridad, Miguel Ángel hizo surgir de él el monumental
David, como si la figura se hallase desde siempre en el interior de la
piedra, creando para sus contemporáneos una imagen orgullosa e
impresionante del joven héroe, en clara rivalidad con las dulces y
adolescentes representaciones anteriores de Donatello y Verrocchio.

La Capilla Sixtina

En marzo de 1505 el artista fue requerido de nuevo en Roma por el papa


Julio II. Se trataba de un pontífice de fuerte personalidad, vigoroso y
tenaz, que iba a presidir el gran momento artístico e intelectual de la Roma
renacentista, en la que destacarían por encima de todos dos artistas
sublimes: Miguel Ángel Buonarroti y Rafael Sanzio de Urbino.

Julio II encargó a Buonarroti la realización de su monumento funerario. El


proyecto original elaborado por Miguel Ángel preveía un vasto conjunto
escultórico y arquitectónico con más de cuarenta estatuas destinadas a
enaltecer el triunfo de la Iglesia. Pero algunos consejeros interesados
susurraron al oído del papa que no podía ser de buen agüero construirse
un mausoleo en vida, y Julio II arrinconó el proyecto de su monumento
funerario para dedicarse a los planos que Bramante había realizado para
la nueva basílica de San Pedro.
La creación de Adán (Capilla Sixtina, 1508-1512)

Miguel Ángel, despechado, abandonó Roma dispuesto a no regresar nunca


más. Sin embargo, en mayo de 1508 aceptó un nuevo cometido del papa,
quien deseaba mitigar su disgusto y compensarle de algún modo
confiándole la decoración de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel aceptó,
aunque estaba seguro de que el inspirador del nuevo encargo no podía
ser otro que Bramante, su enemigo y competidor, que ansiaba verle
fracasar como fresquista para sustituirle por su favorito, Rafael.

Pero Buonarroti no se arredró. Tras mandar construir un portentoso


andamio que no tocaba la pared de la Sixtina por ningún punto, despidió
con soberbia infinita a los expertos que se habían ofrecido a aconsejarle y
comenzó los trabajos completamente solo, ocultándose de todas las
miradas y llegando a enfermar del esfuerzo que suponía pintar durante
horas recostado en aquellas duras tablas a la luz de un simple candil.

Sólo Julio II estaba autorizado a contemplar los progresos de Miguel Ángel


y, aunque el artista trabajaba con rapidez, el pontífice comenzó a
impacientarse, pues sentía cercano el día de su muerte. "¿Cuándo
terminaréis?", preguntaba el papa, y Miguel Ángel respondía: "¡Cuando
acabe!" En cierta ocasión, el Santo Padre amenazó a Buonarroti con tirarle
del andamio, y éste repuso que estaba dispuesto a abandonar Roma y
dejar los frescos inacabados. Las disputas entre ambos menudearon a lo
largo de los cuatro años que duró la decoración de la bóveda de la capilla,
concluida finalmente el día de Todos los Santos de 1512, cuatro meses
antes del fallecimiento de Julio II.
A juicio de Giorgio Vasari, historiador del arte, arquitecto y pintor
contemporáneo de Miguel Ángel, los frescos de la Capilla Sixtina eran "una
obra cumbre de la pintura de todos los tiempos, con la que se desvanecían
las tinieblas que durante siglos habían rodeado a los hombres y oscurecido
el mundo". Julio II, en su lecho de muerte, se declaró feliz porque Dios le
había dado fuerzas para ver terminada la obra de Miguel Ángel, pudiendo
así conocer de antemano a través de ella cómo era el reino de los cielos.

Buonarroti se había inspirado en la forma real de la bóveda para insertar


en ella gigantescas imágenes de los profetas y las sibilas, situando más
arriba el desarrollo de la historia del Génesis y dejando la parte inferior
para las figuras principales de la salvación de Israel y de los antepasados
de Jesucristo. Mediante una inmensa variedad de perspectivas y la
adaptación libre de cada personaje a la profundidad de la bóveda, Miguel
Ángel consiguió crear uno de los conjuntos más asombrosos de toda la
historia del arte, una obra de suprema belleza cuya contemplación sigue
siendo hoy una experiencia inigualable.

Misterio y poesía

Desaparecido Julio II y finalizada la Capilla Sixtina, Miguel Ángel quiso


reemprender los trabajos para el mausoleo del pontífice, pero una serie
de modificaciones sobre el proyecto primitivo y de pleitos con los
herederos del fallecido impidieron su consecución, lo que contribuyó a
mortificar su ya de por sí amargado carácter. De la célebre tumba
quedarían tan sólo dos obras, insignificantes comparadas con la
grandiosidad del conjunto pero extraordinarias por sí mismas: los
portentosos Esclavos que se conservan en el Museo del Louvre y el famoso
Moisés, que expresa con su atormentada energía el mismo ideal de
majestad que había inspirado las figuras de la Capilla Sixtina.

A partir de 1520 trabajaría principalmente en la Capilla Médicis de San


Lorenzo, preparando los sepulcros de los hermanos Juliano y Lorenzo de
Médicis y de sus descendientes homónimos, Juliano, duque de Nemours,
y Lorenzo, duque de Urbino. Es una de sus obras más orgánicas y
armoniosas, en la que arquitectura y escultura se funden en un todo
excepcionalmente unitario y equilibrado. Las estatuas del Día, la Noche,
la Aurora y el Crepúsculo están envueltas en un halo de misteriosa
hermosura que ya en su tiempo y durante siglos sería objeto de conjeturas
e interpretaciones contradictorias.
La Noche (1526-1531)

Miguel Ángel, halagado por la admiración que suscitaban y a la vez


cansado de escuchar hipótesis sobre lo que podían significar, quiso dar
voz a sus esculturas y acallar a los parlanchines que tanto disputaban con
estos hermosos y delicados versos:

Me es grato el sueño y más ser de piedra;


mientras dura el engaño y la vergüenza,
no sentir y no ver me es gran ventura;
mas tú no me despiertes; ¡habla bajo!

Fue precisamente en esta época cuando Miguel Ángel empezó a


prodigarse como poeta. En 1536 emprendió la realización de un grandioso
fresco destinado a cubrir la pared del altar de la Capilla Sixtina: el Juicio
Final. Ese mismo año conoció a Vittoria Colonna, marquesa de Pescara. A
ella iba a dedicarle sus mejores sonetos, en los que refleja al mismo
tiempo su pasión platónica y su admiración por la que sería la única mujer
de su vida.

Vittoria Colonna representó, para el alma desilusionada y solitaria de


Miguel Ángel, un consuelo y un remanso de paz; se erigió en guía
espiritual y moral del artista y dio un nuevo sentido a su vida. Incluso
después de la muerte de su amiga, quizás el único ser que supo
comprenderle y amarle, Miguel Ángel mantuvo una actitud muy distinta
al constante y angustiado batallar que había caracterizado hasta entonces
su existencia, con lo que pudo afrontar con un insólito sosiego el paso de
la madurez a la ancianidad.
Arquitectura precursora

En los últimos años de su vida, Buonarroti se reveló como un gran


arquitecto. Fue en 1546 cuando el papa Paulo III le confió la dirección de
las obras de San Pedro en sustitución de Antonio da Sangallo el Joven.
Primero transformó la planta central de Bramante y luego proyectó la
magnífica cúpula, que no vería terminada.

La cúpula de la Basílica de San Pedro, una de las piezas más perfectas y


más felizmente unitarias jamás concebidas, es junto al proyecto de la
Plaza del Campidoglio y al Palacio Farnesio la culminación de las ideas
constructivas de Miguel Ángel, que en este aspecto se mostró, si cabe,
aún más audaz y novedoso que en el ámbito de la pintura o la escultura.
En su arquitectura buscaba ante todo el contraste entre luces y sombras,
entre macizos y vacíos, logrando lo que los críticos han denominado
"fluctuación del espacio" y anticipándose a las grandes creaciones
barrocas que más tarde llevarían a cabo grandes artistas como Bernini o
Borromini.

Cúpula de la Basílica de San Pedro


A partir de 1560, el polifacético e hipocondríaco genio comenzó a padecer
una serie de dolencias y achaques propios de la ancianidad. Mientras los
expertos empezaban a considerarle superior a los clásicos griegos y
romanos y sus detractores le acusaban de falta de mesura y naturalidad,
Buonarroti se veía obligado a guardar cama y era víctima de frecuentes
desvanecimientos. A finales de 1563 se le desencadenó un proceso
arteriosclerótico que le mantuvo prácticamente inmóvil hasta su muerte.
Poco antes, aún tuvo tiempo de reunir, ayudado por su discípulo Luigi
Gaeta, cuantos bocetos, maquetas y cartones había diseminados por su
taller, con objeto de quemarlos para que nadie supiese jamás cuáles
habían sido los postreros sueños artísticos del genio.

Apenas dos meses después, el 18 de febrero de 1564, se extinguió


lentamente. Sus últimas palabras fueron: "Dejo mi alma en manos de
Dios, doy mi cuerpo a la tierra y entrego mis bienes a mis parientes más
próximos." Cuatro hombres le acompañaron en esos instantes: Daniello
da Volterra, Tomaso dei Cavalieri y Luigi Gaeta, sus más fieles ayudantes,
y su criado Antonio, que fue el único capaz de cerrar sus párpados cuando
expiró. Con él moría toda una época y concluía ese portentoso momento
histórico que conocemos como Renacimiento italiano.

Su epitafio bien podría ser aquel que el mismo Miguel Ángel escribió para
su amigo Cechino dei Bracci, desaparecido en la flor de la edad:

Por siempre de la muerte soy, y vuestro


sólo una hora he sido; con deleite
traje belleza, mas dejé tal llanto
que valiérame más no haber nacido

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