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LA
PRETENSIÓN
UNIVERSALISTA
DE
LA
TEORÍA
SOCIAL
DANIEL
CHERNILO
LOM
ediciones,
Santiago
de
Chile,
2011.
Sobre
el
autor
Daniel
Chernilo,
Licenciado
en
Sociología
(U.
de
Chile)
y
Doctor
en
Sociología
(U.
de
Warwick),
es
académico
del
Departamento
de
Ciencias
Sociales
de
la
Universidad
de
Loughborough
en
Inglaterra.
Miembro
del
comité
asesor
internacional
del
European
Journal
of
Social
Theory
y
del
British
Journal
of
Sociology,
entre
publicaciones
destacan
A
Social
Theory
of
the
Nation-State
(Routledge,
2007),
Nacionalismo
y
Cosmopolitismo
(UDP,
2010)
y,
de
próxima
aparición,
The
Natural
Law
Foundations
of
Modern
Social
Theory:
A
Quest
for
Universalism
(Cambridge
University
Press).
1
Agradecimientos
La
publicación
de
este
libro
ha
sido
posible
gracias
al
interés
inmediato
de
Claudio
Duarte,
así
como
por
todas
sus
gestiones
posteriores
para
que
el
texto
haya
entrado
(y
finalmente
salido)
de
imprenta.
En
1993
tuve
la
fortuna
de
encontrarme
con
Claudio
en
el
primer
día
de
mi
vida
universitaria
y
su
amistad
todos
estos
años
ha
sido
una
fuente
permanente
de
alegría
y
orgullo
por
razones
intelectuales,
personales
y
futbolísticas.
Por
más
de
una
década,
Robert
Fine
ha
sido
un
ejemplo
permanente
de
que
no
se
trata
tanto
de
decir
algo
que
parezca
nuevo
sino
de
volver
a
pensar
aquello
que
creemos
haber
aprendido
definitivamente.
Aldo
Mascareño
ha
venido
escuchando
por
años
mis
divagaciones
y
con
generosidad
me
las
ha
devuelto
siempre
mejoradas
con
su
enorme
talento
y
capacidad
de
abstracción.
Además,
Aldo
y
Robert
han
leído
y
comentado
en
innumerables
ocasiones
los
borradores
de
casi
todos
los
trabajos
que
aquí
se
publican:
ello
los
hace
parte
fundamental
de
todo
lo
bueno
que
hay
en
estas
páginas
sin
transformarlos
en
cómplices
de
sus
defectos.
Andrés
Haye
hizo
comentarios
muy
útiles
al
capítulo
1,
Luis
Campos
y
Omar
Aguilar
al
capítulo
2,
Sophie
Krossa
al
capítulo
4
y
George
Lawson
al
capítulo
7.
Quiero
además
agradecer
a
Andrés
Aedo,
Omar
Aguilar,
Rafael
Alvear,
Octavio
Avendaño,
Luis
Campos
y
Felipe
Padilla
por
la
forma
en
que
su
amistad
se
expresa
en
nuestras
conversaciones
sobre
sociología.
Gracias
también
a
Francisco
Mujica
por
la
primera
versión
de
la
traducción
de
los
capítulos
3,
4,
6,
7
y
8,
así
como
por
la
organización
de
la
bibliografía
del
libro.
Apoyo
material
para
estas
investigaciones
me
ha
sido
proporcionado
por
Fondecyt
(proyectos
3040004,
1070826,
1080213).
Entre
2006
y
2009,
el
doctorado
del
Departamento
de
Sociología
de
la
Universidad
Alberto
Hurtado
fue
un
laboratorio
ideal
para
discutir
las
ideas
que
aquí
se
esbozan
–mi
reconocimiento
a
sus
alumnos
por
haberse
entusiasmado
con
estas
ideas.
Versiones
preliminares
o
similares
de
los
argumentos
aquí
publicados
han
sido
presentadas
en
varios
foros
y
aprovecho
de
agradecer
a
los
organizadores
por
sus
invitaciones:
la
tercera
jornada
sobre
filosofía
del
derecho
organizada
por
los
estudiantes
de
la
Facultad
de
Derecho
de
la
Universidad
de
Chile
en
agosto
de
2008,
la
conferencia
internacional
de
la
Asociación
de
Realismo
Crítico
en
King’s
College,
Londres,
en
julio
de
2008
(Alan
Norrie
y
Marjo
Koivisto),
la
conferencia
de
la
Asociación
Internacional
de
Sociología
en
Barcelona
(Oliver
Kozlarek)
y
la
conferencia
del
grupo
de
Teoría
Social
de
la
Asociación
Europea
de
Sociología
en
Innsbruck
(Frank
Welz),
ambas
en
septiembre
de
2008,
el
coloquio
sobre
Niklas
Luhmann
coorganizado
por
las
Universidades
de
Chile,
Católica
y
Alberto
Hurtado
en
octubre
de
2008
(Aldo
Mascareño,
Nathaly
Mancilla,
Javier
Castillo,
Felipe
Padilla,
Anahí
Urquiza),
el
coloquio
de
Teoría
Sociológica
de
IUPERJ
en
Río
de
Janeiro
en
diciembre
de
2008
(José
Maurício
Domingues,
Frédéric
Vandenberghe),
la
escuela
de
verano
sobre
teoría
social
para
una
sociedad
global
del
Instituto
de
Estudios
Avanzados
de
la
Universidad
de
Warwick
en
julio
de
2009
(Robert
Fine,
Gurminder
Bhambra,
Rodrigo
Cordero),
el
coloquio
qué
sociología
hoy
coorganizado
por
las
Universidades
Alberto
Hurtado
y
Academia
de
Humanismo
Cristiano
en
septiembre
de
2009
(Aldo
Mascareño,
Kathya
Araujo),
el
seminario
sobre
Jürgen
Habermas
coorganizado
por
las
Universidades
Diego
Portales
y
Adolfo
Ibáñez
en
septiembre
de
2009
(Mauro
Basaure,
Gonzalo
Bustamante),
los
seminarios
departamentales
de
las
Universidades
de
Birmingham
(Justin
Cruickshank)
y
Surrey
(Cornel
Sandvoss,
Vivienne
Boon)
ambos
en
octubre
de
2009,
el
seminario
sobre
diferenciación
social
y
relaciones
internacionales
en
el
Centro
de
Investigaciones
Científicas
de
Berlín
en
diciembre
de
2009
(Michael
Zürn,
Mathias
Albert,
Barry
Buzan),
el
seminario
en
análisis
cultural
de
la
Universidad
Loughborough
en
mayo
de
2010
(John
Richardson),
la
conferencia
del
consorcio
internacional
de
teoría
social
en
la
Universidad
de
Sussex
(Gerard
Delanty),
el
seminario
sobre
derecho
humanos,
derecho
natural
y
2
teoría
social
en
el
centro
de
teoría
social
de
la
Universidad
de
Warwick
(Robert
Fine,
Rodrigo
Cordero),
el
coloquio
departamental
sobre
identidades
en
la
Universidad
de
Loughborough,
todos
en
junio
de
2010
(Cristian
Tileaga),
el
seminario
sobre
el
problema
de
la
emergencia
en
sociología
en
la
Universidad
Alberto
Hurtado
(Omar
Aguilar)
y
el
seminario
sobre
modernidad
global
en
la
Universidad
Nacional
de
Singapur
(Misha
Petrovic)
ambos
en
Septiembre
de
2010,
el
seminario
sobre
identidades
fracturadas
en
la
Universidad
Masarik
en
Brno,
República
Checa
(Radim
Marada,
Csaba
Szalo)
en
Octubre
de
2010
y
el
coloquio
departamental
en
la
Universidad
de
Newcastle,
también
en
octubre
de
2010
(Mónica
Moreno,
William
Outhwaite).
En
el
plano
personal,
Iván
Mlynarz,
María
José
Reyes
y
Andrés
Velasco
son
los
amigos
que
me
entregan
una
sensación
de
continuidad
vital
fundamental.
Mil
gracias
a
mi
familia
por
su
apoyo
permanente:
Jeannette
Steiner,
Paula
Mena,
Carla
Moscoso,
Raúl
Chernilo
y
Leonor
Chernilo.
Como
cada
proyecto
tiene
su
propia
historia,
le
dedico
este
libro
a
mi
madre
y
mi
hermano
porque
su
cariño
y
generosidad
le
gana
no
sólo
a
la
distancia
geográfica
sino
al
que
ya
no
se
decepcionan
con
mi
incapacidad
para
explicarles
como
se
merecen
sobre
qué
diablos
estoy
escribiendo.
D
Ch
Clarendon
Park,
Leicester,
octubre
de
2010
3
Índice
Agradecimientos
Introducción
PRIMERA
PARTE:
FUNDAMENTOS
FILOSÓFICOS
Capítulo
1.
El
rol
de
la
sociedad
como
ideal
regulativo
Capítulo
2.
Universalismo:
reflexiones
sobre
los
fundamentos
filosóficos
de
la
sociología
Capítulo
3.
Sobre
las
relaciones
entre
la
teoría
social
y
el
derecho
natural:
Karl
Löwith
y
Leo
Strauss
Capítulo
4.
El
cosmopolitismo
en
la
teoría
social:
una
defensa
ambivalente
Excurso.
Once
tesis
sobre
las
relaciones
entre
la
teoría
social
y
el
derecho
natural
SEGUNDA
PARTE:
TRADICIONES
GEOGRÁFICAS,
DISCIPLINARES
Y
TEÓRICAS
Capítulo
5.
Universalismo,
particularismo
y
sociedad
mundial:
obstáculos
y
perspectivas
de
la
sociología
en
América
Latina
(con
Aldo
Mascareño)
Capítulo
6.
La
crítica
al
nacionalismo
metodológico:
teoría
e
historia
Capítulo
7.
Nacionalismo
metodológico
y
analogía
doméstica:
recursos
clásicos
para
su
superación
Capítulo
8.
Teoría
social
y
procesos
de
diferenciación:
sus
fundamentos
universalistas
Capítulo
9.
Teoría
social
y
teoría
de
la
sociedad:
el
caso
de
Niklas
Luhmann
Epílogo
Referencias
de
las
Versiones
Originales
Bibliografía
4
Introducción
El
escepticismo
que
puede
generar
el
poco
modesto
título
de
este
libro
ha
tal
vez
morigerarse
en
algo
si
desde
el
inicio
se
reconoce
que
lo
que
se
ofrece
en
el
envoltorio
no
se
corresponde
exactamente
con
lo
que
contiene
su
interior.
Los
trabajos
aquí
reunidos
se
preguntan
por
el
rol
y
posición
del
universalismo
en
la
reflexión
sociológica
pasada
y
presente,
y
abordan
esas
reflexiones
en
tanto
asunto
imposible
de
responder
para
una
disciplina
que
debe
dar
cuenta
empíricamente
de
la
variabilidad
de
la
vida
social.
El
eje
central
que
da
título
al
libro
es
intentar
colocar
a
la
tradición
sociológica
frente
a
la
obligación,
si
se
la
puede
llamar
así,
de
enfrentar
conclusiones
que
desde
un
inicio
puede
afirmarse
no
se
verán
justificadas
adecuadamente.
Al
intentar
conectar
sociología
y
universalismo
de
esta
manera,
se
coloca
a
la
primera
en
un
plano
filosófico
que
si
bien
no
le
es
totalmente
ajeno,
sí
le
resulta
incómodo.
Y
a
partir
de
ello
se
intenta
extraer
la
conclusión,
difícilmente
fundamentable
en
los
términos
en
que
realmente
se
lo
requeriría,
que
es
en
esa
misma
pretensión
universalista
donde
radica
lo
realmente
sociológico
del
conocimiento
sociológico.
Más
aun,
en
la
medida
que
este
argumento
sobre
la
pretensión
universalista
se
usa
para
revisar
la
relación
y
posible
deuda
de
la
sociología
con
la
tradición
del
derecho
natural,
los
textos
que
aquí
se
ofrecen
podrían
interpretarse
como
una
refutación
de
la
idea
misma
de
sociología
que,
como
intento
de
explicación
empírica
de
lo
social,
se
ve
a
sí
misma
en
ruptura
con
el
tipo
de
pensamiento
dogmático
o
metafísico
al
que,
por
lo
general
legítimamente,
se
vincula
el
derecho
natural.
Quizás
se
debiera
incluso
reconocer
que
efectivamente
hay
una
intuición
antisociológica
en
la
idea
de
que,
en
realidad,
las
preguntas
más
importantes
de
la
disciplina
provienen
de
la
filosofía
y,
más
aun,
de
una
tradición
particular
dentro
de
ella.
Este
libro
invita
entonces
a
la
sociología
a
hacerse
preguntas
extrañas
si
se
las
ha
de
responder
con
su
arsenal
conceptual,
y
la
conecta
así
con
una
parte
de
la
tradición
filosófica
que
si
bien
no
le
es
totalmente
ajena
hace
ya
tiempo
que
no
es
la
propia.
La
reflexión
sociología
que
“trasladada”
a
un
plano
que
no
le
corresponde
realmente
y
en
el
que
por
lo
general
no
se
siente
especialmente
cómoda.
Hechos
ya
los
descargos,
el
texto
no
vuelve
a
pedir
disculpas
por
no
lograr
íntegramente
lo
que
promete.
Por
el
contrario,
dedica
su
energía
a
enfrentar
directamente
esos
problemas
en
la
expectativa
de
que
es
posible
y
necesario
reflexionar
decididamente
sobre
ellos
–
incluso
si
los
resultados
que
se
han
de
obtener
puedan
mantener
un
carácter
provisional.
Una
posibilidad
es
interpretar
este
proyecto
desde
la
perspectiva
de
la
desparadojización
de
este
problema
inicial,
puesto
que
de
lo
que
se
trataría
es
de
la
imposible
fundamentación
universalista
de
una
disciplina
dedicada
al
estudio
de
la
variabilidad,
contingencia
e
impredectibilidad
de
lo
social.
Prefiero
sin
embargo
entenderlo
como
el
despliegue
de
la
propia
contradicción
performativa
de
la
sociología:
la
sociología
ha
efectivamente
avanzado
en
su
intento
por
entender
la
naturaleza
de
lo
social
como
realidad
emergente,
pero
ese
avance
que
es
real
(en
términos
conceptuales,
metodológicos
y
empíricos)
se
paga
al
doble
precio
de
una
insuficiente
fundamentación
de
los
resultados
y
una
también
insuficiente
depuración
de
sus
rendimientos
normativos.
Los
presupuestos
sobre
los
que
se
basa
la
explicación
sociológica
se
vuelven
siempre
problemáticos
y
se
ven
refutados,
sus
consecuencias
normativas
se
vuelven
consistentemente
contra
las
intenciones
de
los
propios
sociólogos,
pero
aun
así
son
los
resultados
de
esas
explicaciones
los
que
nos
permiten
seguir
adelante
en
nuestro
trabajo
en
tanto
científicos
sociales.
En
sus
distintas
versiones,
la
tesis
del
estado
de
crisis
crónica
de
la
sociología,
tesis
por
lo
demás
tan
antigua
como
la
propia
disciplina,
remite
a
la
idea
de
que
la
sociología
no
ha
conseguido
aun
cumplir
su
promesa
de
transformarse
verdaderamente
en
la
ciencia
empírica
de
lo
social
–
algo
así
como
5
que
la
sociología
propiamente
tal
no
ha
empezado
aun
y
no
hubiese
sido
capaz
de
salir
de
un
estado
de
permanente
prehistoria
disciplinar
en
que
la
promesa
inicial
de
producir
conocimiento
fiable
sobre
lo
social
está
ya
asentada
pero
no
sabemos
como
comenzar
a
cumplirla.
Todo
lo
contrario,
yo
creo
que
la
sociología
sí
ha
cumplido
su
tarea
con
un
éxito
más
que
relativo,
pero
el
precio
que
se
paga
por
esos
logros
metodológicos
y
explicativos
es
el
de
terminar
afirmando
mucho
más
de
lo
que
puede
justificar
adecuadamente
(y
posiblemente
también
más
de
lo
que
se
quisiera
normativamente
afirmar).
Las
partes
y
capítulos
en
que
se
estructura
este
libro
se
explican
en
detalle
más
abajo,
pero
dado
que
los
textos
que
lo
conforman
no
han
sido
íntegramente
rescritos,
me
parece
buena
idea
formular
de
manera
resumida
las
intuiciones
que
están
a
su
base
y
que
se
desarrollan
en
detalle
a
lo
largo
de
estas
páginas.
1.
A
inicios
de
la
década
de
los
setenta
del
siglo
XX,
uno
de
los
más
destacados
historiadores
de
la
sociología
podía
hacer
la
siguiente
afirmación
al
inicio
de
su
estudio
sobre
distintas
filosofías
sociales:
“ninguna
tendencia
reciente
es
más
vital
en
las
ciencias
sociales
que
el
renacer
del
interés
en
las
fuentes
y
caminos
de
las
ideas,
perspectivas
y
valores
que
subyacen
a
la
variedad
de
teorías
y
metodologías
de
las
ciencias
sociales”
(Nisbet
1976:
9).
Evidentemente
ese
no
es
el
contexto
en
el
que
se
desarrollan
las
ciencias
sociales
y
sociología
contemporáneas,
pero
ese
es
justamente
el
tipo
de
trabajo
que
este
libro
propone
y
la
orientación
intelectual
que
busca
promover
(aunque
no
en
la
dirección
de
la
“búsqueda
de
la
comunidad”
que
proponía
Robert
Nisbet).
2.
Si
desde
un
punto
de
vista
histórico
el
problema
principal
de
la
sociología
consiste
en
determinar
en
qué
consiste
el
elemento
moderno
de
la
“sociedad
moderna”
(su
ruptura
con
la
tradición,
sus
orígenes
europeos
y
su
expansión
global,
su
concepción
de
primera
época
histórica
que
se
ve
a
sí
misma
como
tal),
desde
un
punto
de
vista
conceptual
una
formulación
similar
puede
plantearse
en
términos
de
que
lo
propio
de
la
reflexión
sociológica
es
preguntarse
en
qué
consiste
el
elemento
social
cuando
hablamos
de
“relaciones
sociales”.
¿En
qué
sentido
es
lo
social
efectivamente
un
dominio
ontológicamente
distinto
de
nuestra
psicología
individual,
de
nuestra
herencia
biológica
que
nos
“unifica”
como
especie
y,
por
cierto,
de
una
posible
autocomprensión
trascendente
que
nos
identifica
como
portadores
de
una
luz
racional
(cuando
no
divina)?
Y
suponiendo
que
lo
social
es
efectivamente
un
dominio
propio,
¿mediante
qué
herramientas
teóricas
y
procedimientos
metodológicos
podemos
llegar
a
conocer
las
características
principales
de
esa
realidad
sui
generis?
Tanto
a
la
pregunta
por
la
modernidad
como
a
la
pregunta
por
lo
social
subyace
entonces
la
idea
de
que
la
reflexión
sociológica
deviene
inseparable
de
una
orientación
universalista
que
la
fuerza
sistemáticamente
a
intentar
explicar
la
naturaleza
y
operaciones
de
la
realidad
social
en
tanto
resultado
emergente
de
la
interacción
humana.
La
sociología,
en
tanto
se
concibe
a
sí
misma
como
una
disciplina
que
ha
de
dar
cuenta
de
las
múltiples
expresiones,
formas
y
contenidos
de
las
relaciones
sociales
en
el
marco
de
una
explicación
de
lo
social
en
general,
se
constituye
a
partir
de
una
pretensión
universalista.
3.
La
sociología
puede
entonces
concebirse
como
una
reflexión
estrictamente
inmanente
de
lo
social.
Es
decir,
puede
entenderse
como
un
intento
por
explicar
lo
social
únicamente
mediante
causas
sociales,
donde
los
fundamentos
epistemológicos
de
las
propias
explicaciones
son
también
únicamente
sociales,
y
donde
los
rendimientos
normativos
de
estas
reflexiones
se
espera
habrán
de
contribuir
al
mejoramiento
de
lo
social
mediante
intervenciones
únicamente
sociales
(la
pregunta
sobre
si
dios
juega
o
no
a
los
dados
es
irrelevante
desde
el
punto
de
vista
de
una
6
explicación
sociológica).
Las
explicaciones
sociológicas
han
buscado
asentarse
en
la
eliminación
de
factores
no
sociales:
divinos,
naturales
o
de
psicología
individual.
El
problema
insoluble
de
este
esfuerzo
de
autofundación
radica
en
el
hecho
de
que
si
bien
lo
social
debe
entenderse
como
una
realidad
emergente,
ello
no
lo
hace
un
tipo
de
realidad
autosuficiente:
la
existencia
de
la
sociedad
presupone
seres
humanos
con
propósitos
y
que
actúan
en
razón
de
ellos.
En
el
sentido
que
lo
ha
propuesto
Margaret
Archer
(2009),
se
trata
de
un
concepto
de
emergencia
accionalista
en
el
sentido
de
que
se
basa
en
el
carácter
ontológicamente
impredecible
de
la
acción
social.
Puestas
así
las
cosas,
el
problema
que
se
plantea
es
cómo
responder
a
la
pregunta
por
lo
humano
en
la
sociología
(y
hacerlo
con
medios
sociológicos)
sin,
al
mismo
tiempo,
diluir
la
explicación
de
lo
social
como
realidad
emergente
en
reflexiones
sobre
en
qué
consisten
la
humanidad
de
los
seres
humanos.
4.
Preguntarse
por
lo
humano
al
interior
de
la
sociología
nos
coloca
nuevamente
frente
a
la
orientación
universalista
que
le
sirve
de
horizonte.
En
tanto
descubrimiento
relativamente
tardío
en
la
historia
del
género
humano
de
acuerdo
a
Levi-‐Strauss
(Finkielkraut
2001),
la
idea
universalista
de
humanidad
no
es
en
realidad
un
desafío
impuesto
externamente
a
la
reflexión
sociológica
sino
que
puede
interpretarse
como
parte
integral
del
esfuerzo
por
entender
a
qué
nos
estamos
refiriendo
exactamente
cuando
hablamos
de
la
sociedad
como
una
realidad
emergente.
Desde
un
punto
de
vista
analítico,
la
pregunta
que
surge
es
por
el
tipo
de
propiedades
que
se
asume
los
seres
humanos
tienen
en
relación
con
el
carácter
necesario
de
su
tener
que
vivir
en
sociedad.
Creatividad,
voluntad,
racionalidad,
morbilidad,
simbolización
son
todos
elementos
que
se
mencionan
en
este
contexto:
su
centralidad
depende
de
los
elementos
que
se
definan
como
portadores
últimos
de
nuestra
común
humanidad.
Desde
un
punto
de
vista
normativo,
por
su
parte,
la
pregunta
es
más
bien
por
los
rendimientos
que
distintas
concepciones
de
lo
humano
tienen
cuando
se
los
observa
a
partir
del
tipo
de
formaciones
institucionales
que
harían
posible
el
despliegue
de
aquellas
características
que
se
asumen
esenciales
para
el
desarrollo
de
las
potencialidades
de
la
especie
en
su
conjunto.
En
esta
reflexión
normativa
radica
el
momento
ineludiblemente
crítico
de
la
reflexión
sociológica
(que,
sin
embargo,
no
transforma
automáticamente
a
la
sociología
en
teoría
crítica):
por
más
que
lo
humano
no
constituya
el
centro
de
la
explicación
sociológica,
puesto
que
se
mantiene
como
condición
de
posibilidad
de
la
sociedad,
desde
punto
de
vista
universalista
es
posible
afirmar
la
existencia
de
prácticas
o
instituciones
que
atentan
contra
el
despliegue
universal
de
aquellas
propiedades
que
nos
hacen
la
especie
humana
que
hemos
efectivamente
llegado
a
ser.1
1 Esta es la manera en que, por ejemplo, lo plantea el filósofo francés Pierre Manent cuya conexión con la
sociología
viene
del
hecho
de
que
se
doctoró
con
Raymond
Aron:
“La
sociología
como
ciencia,
la
“ciencia
de
lo
humano”
como
se
la
ha
de
llamar,
solo
existe
en
tanto
se
rehusa
a
convertirse
en
la
ciencia
de
la
naturaleza
de
lo
humano
(…)
La
sociologia
presupone
la
humanidad
del
hombre
sin
preguntar
nada
mas
sobre
que
constitute
su
humanidad”
(Manent
1998:
54,
64).
En
relación
al
uso
de
la
idea
de
naturaleza
humana,
el
enfoque
que
me
interesa
desarrollar
puede
plantearse
de
la
siguiente
manera:
“los
conceptos
de
vida
y
naturaleza
humana
(…)
son
indicadores
epistemológicos
cuyas
funciones
tienen
efecto
en
las
discusiones
científicas
pero
no
en
su
objeto.
Lejos
de
representar
conceptos
científicos,
la
vida
y
la
naturaleza
humana
son
expresiones
indicativas
de
ciertos
tipos
de
discursos
que
están
en
relación
o
en
oposición
con
la
teología,
la
biología
o
la
historia”
(Pandolfi
2007:
11),
aunque
no
veo
razón
para
detenerse
allí
y
no
incluir
a
la
sociología
en
ese
listado.
Igualmente,
como
se
argumenta
en
los
capítulos
3
y
8,
lo
social
no
puede
estudiarse
con
total
independencia
de
lo
que
se
asume
somos
como
seres
humanos
–y
para
esos
efectos,
el
hecho
de
que
utilicemos
o
no
la
idea
de
naturaleza
humana
explícitamente
es
un
tema
que
debe
considerarse
en
su
propio
mérito
pero
no
es
lo
fundamental.
Para
un
panorama
sobre
distintas
concepciones
de
naturaleza
humana
en
la
historia
de
la
filosofía,
ver
Trigg
(1999).
7
5.
Cuando
el
horizonte
intelectual
de
la
sociología
queda
planteado
de
esta
forma,
salta
a
la
vista,
me
parece,
que
la
tradición
sociológica
guarda
una
deuda
que
no
ha
sido
aún
bien
comprendida
con
la
tradición
del
derecho
natural.
El
problema
parece
surgir
en
la
autocomprensión
heredada
del
desarrollo
disciplinar
que
entiende
la
historia
de
la
sociología
como
heredera
crítica
de
las
filosofías
de
la
ilustración
del
siglo
XVIII.
El
punto
ciego
de
esa
narrativa,
que
al
interior
de
la
sociología
es
compartida
por
la
más
amplia
variedad
de
enfoques
sociológicos
sobre
la
historia
de
la
disciplina
(ver
capítulos
2
y
3),
es
que
la
necesaria
ruptura
con
la
tradición
del
derecho
natural
es
algo
que
las
filosofías
de
la
ilustración
ya
habían
logrado
definitivamente
y,
por
lo
tanto,
se
trata
de
un
asunto
que
ya
no
concierne
a
la
novel
sociología
científica.
Pero
es
el
propio
Hegel
(1975)
quien
se
da
cuenta
que
la
ruptura
que
Kant
supuestamente
efectúa
con
esa
tradición
es
menos
radical
de
lo
que
parece,
y
la
propia
filosofía
de
Kant
no
puede
sin
más
prescindir
de
elementos
de
derecho
natural
(Schneewind
1998).
Así
las
cosas,
uno
de
los
problemas
más
serios
de
la
sociología
del
siglo
XX,
problema
que
nosotros
definitivamente
sí
hemos
heredado,
radica
en
haberse
tomado
demasiado
literalmente
la
autoproclamación
de
haber
trascendido
de
una
vez
y
para
siempre
la
tradición
del
derecho
natural
(de
hecho,
es
común
entre
quienes
discuten
sobre
derecho
natural
hacer
referencia
a
cuántas
veces
se
lo
ha
declarado
definitivamente
superado).
Por
el
contrario,
mi
impresión
es
que
queda
aún
mucho
por
aprender
de
una
indagación
más
sistemática
sobre
los
orígenes
de
esta
relación
entre
sociología
y
derecho
natural
–y
por
cierto
también
sobre
sus
consecuencias
para
el
presente
y
futuro
del
quehacer
sociológico.
No
se
trata,
me
atrevo
a
afirmar,
de
una
cuestión
con
implicaciones
puramente
epistemológicas
o
filosóficas,
sino
que
estamos
frente
a
un
tema
que
desafía
los
límites
mismos
del
conocimiento
sociológico
en
la
medida
que
se
vincula
a
las
concepciones
de
lo
humano
que
están
siendo
redefinidas,
por
ejemplo,
en
los
debates
sociológicos
sobre
biopolítica
(Habermas
2008,
Rose
2007).
2
6.
La
pregunta
por
el
horizonte
o
pretensión
universalista
de
la
sociología
no
queda
nunca
completamente
desligada
de
la
pregunta
por
el
fundamento
normativo
de
la
propia
actividad
sociológica.
En
un
mundo
global,
o
sociedad
mundial,
sólo
estándares
normativos
universalistas
pueden
aspirar
a
un
nivel
de
justificación
que
los
haga
relevantes
para
los
desafíos
de
los
tiempos
que
corren.
Si
el
universalismo
le
viene
impuesto
a
lo
sociología
desde
dentro
como
parte
de
sus
marcos
de
referencias
conceptuales,
se
derivan
de
ahí
consecuencias
normativas
para
la
propia
actividad
sociológica
que
deben
al
menos
ser
discutidas
explícitamente.
Muchos
han
sostenido
la
2 Este es tal vez el momento para explicar por qué se usa aquí la idea de “derecho natural” (natural right),
cuando
en
los
trabajos
escritos
originalmente
en
inglés
se
utiliza
la
idea
de
natural
law
que
perfectamente
podría
haberse
traducido
como
“ley
natural”.
Ambas
opciones
tienen
sus
propias
bondades
y
riesgos:
“ley
natural”
da
cuenta
efectivamente
de
una
tradición
de
pensamiento
altamente
heterogénea
que
arranca
en
la
Grecia
clásica
y
llega
hasta
el
día
de
hoy,
pero
el
precio
que
se
paga
con
su
uso
es
la
innegable
connotación
religiosa
del
término
(sobre
todo
a
partir
de
la
escolástica
medieval
de
la
cristiandad).
“Derecho
natural”,
por
su
parte,
establece
una
distancia
más
clara
con
esa
herencia
religiosa,
pero
lo
hace
al
costo
de
reducir
el
referente
temporal
e
ideológico
de
la
reflexión,
que
puede
quedar
demasiado
estrechamente
asociado
al
pensamiento
liberal
europeo
a
contar
del
siglo
XVIII.
En
ese
contexto,
me
parece
que
en
español
es
más
importante
resaltar
el
carácter
secular
de
la
tradición
filosófica
con
que
me
interesa
hacer
conversar
a
la
sociología
y
por
eso
preferí
la
idea
de
derecho
natural
(al
respecto,
ver
en
el
capítulo
3
argumento
de
Leo
Strauss).
Un
simple
ejemplo
muestra
las
complicaciones
a
las
que
me
refiero.
John
Finnis
(1980)
titula
su
trabajo
(que
se
ha
convertido
en
uno
de
los
textos
contemporáneos
más
importantes
de
esta
tradición)
Natural
Law
and
Natural
Rights,
aunque
en
realidad
el
objetivo
del
libro
es
desarrollar
una
teoría
de
la
ley
natural
y
la
noción
de
derecho
natural
pasa
sin
pena
ni
gloria.
Sobre
las
complejidades
de
distinguir
y
relacionar
entre
ambos
términos,
ver
también
Oakley
(2005).
8
tesis
de
que
en
el
programa
del
cosmopolitismo
contemporáneo
puede
encontrarse
el
correlato
político-‐institucional
del
tipo
de
pretensión
universalista
a
la
que
me
estoy
refiriendo
–y
algo
de
eso
se
discute
en
el
capítulo
4
abajo.
Pero
más
allá
de
rechazar
este
intento
por
asociar
demasiado
estrechamente
el
cosmopolitismo
con
proyectos
geográfico-‐institucionales
específicos
(el
más
claro
de
ellos
es
la
Unión
Europea),
el
problema
normativo
que
me
parece
más
importante
destacar
en
este
libro
es
la
defensa
y
refinamiento
del
universalismo
como
marco
de
referencia
general
que
hace
posible
la
idea
misma
de
diálogo,
aprendizaje
y
convivencia
pacífica
entre
distintos
grupos
humanos.
En
la
medida
que
asumimos
que
la
sociología
tiene
un
vínculo
fuerte
y
originario
con
el
universalismo,
la
disciplina
queda
bien
posicionada
para
realizar
una
contribución
en
esa
dirección.
7.
Reconectar
la
historia
de
la
sociología
con
la
tradición
del
derecho
natural,
más
aun
cuando
el
vínculo
entre
ambas
se
reconstruye
desde
el
punto
de
vista
de
una
pretensión
universalista,
coloca
sobre
la
mesa
la
pregunta
por
el
estatuto
moderno
de
la
reflexión
sociológica.
En
su
propia
autocomprensión,
la
sociología
surge
con
la
modernidad
para
dar
cuenta
de
transformaciones
históricas
que
a
su
vez
quedan
descritas
como
modernas.
Lo
que
podría
denominarse
como
la
“paradoja
constitutiva
del
pensamiento
sociológico”
es
justamente
que
la
sociología
es
tan
moderna
como
el
tipo
de
relaciones
que
intenta
explicar
y,
puesto
que
son
co-‐originarias,
el
horizonte
moderno
deviene
en
el
punto
ciego
constitutivo
de
la
reflexión
sociológica
(Wagner
1994,
Yack
1997).
Pero
si
la
sociología
guarda
efectivamente
una
deuda
importante
con
la
tradición
del
derecho
natural,
surge
entonces
un
argumento
distinto
respecto
de
dónde
radica
lo
propio
del
conocimiento
sociológico:
no
tanto
ya
en
su
carácter
específicamente
moderno
sino
en
la
capacidad
que
demuestra
para
traducir,
bajo
condiciones
modernas,
cuestiones
y
preocupaciones
que
son
propias
del
género
humano
en
general.
La
reflexión
sociológica
puede
entonces
comprenderse
como
la
continuación
de
una
tradición
de
pensamiento
de
larga
duración,
al
menos
en
occidente,
cuya
especificidad
refiere
menos
al
carácter
radicalmente
nuevo
de
los
cambios
históricos
de
los
últimos
doscientos
años
y
más
a
la
forma
en
que
preocupaciones
fundamentales
del
género
humano
sobre
la
naturaleza
de
la
vida
en
común
tienen
siempre
que
reformularse
para
adecuarse
a
condiciones
sociohistóricas
cambiantes.
El
éxito,
al
menos
relativo,
de
la
sociología
para
dar
cuenta
de
las
relaciones
sociales
se
explica
entonces
a
partir
de
la
combinación
de
sus
fundamentos
y
preocupaciones
universales
sobre
la
naturaleza
de
la
vida
en
común
(y
que
están
anclados
en
la
tradición
del
derecho
natural),
con
métodos
y
conceptos
que
sean
capaces
de
adecuarse
a
los
cánones
de
la
ciencia
moderna
–en
ello
consiste,
por
lo
demás,
lo
que
a
juicio
de
Habermas
(1990b)
define
el
carácter
postmetafísico
del
pensamiento
moderno.
8.
Las
nociones
de
“sociología”,
“teoría
social”
y
“teoría
sociológica”
se
usan
todas
a
lo
largo
del
libro,
pero
ninguna
de
ellas
me
satisface
plenamente
para
denominar
mi
propio
enfoque
–incluso
a
pesar
de
que
la
idea
de
teoría
social
figura
en
el
título
y
es
la
que
uso
de
manera
más
consistente.
Esto
puede
explicarse
a
partir
de
los
énfasis
que
los
distintos
términos
ofrecen:
destacar
una
dimensión
empírica,
científica
o
disciplinar
(sociología),
histórico-‐normativa
(teoría
social)
o
estrictamente
de
construcción
conceptual
(teoría
sociológica).
En
el
capítulo
3
se
presenta
brevemente
la
idea
de
sociología
filosófica
para
caracterizar
el
tipo
de
reflexión
que
a
juicio
de
Karl
Löwith
da
estatus
de
clásicos
a
Karl
Marx
y
Max
Weber
(ver
también
el
excurso
al
final
de
la
primera
parte).
Löwith
señala
que
la
noción
de
sociología
filosófica
le
parece
una
noción
adecuada
para
caracterizar
el
trabajo
de
Weber
y
Marx
en
tanto
refiere
a
la
intención
por
capturar
la
totalidad
de
la
experiencia
humana
en
el
capitalismo
moderno,
pero
Löwith
no
dice
mucho
más
al
respecto.
Al
parecer
Simmel
habría
ya
hecho
uso
del
término
(no
he
encontrado
9
referencias),
pero
no
debiera
haber
muchas
dudas
de
que
tras
su
uso
está
la
idea
de
antropología
filosófica,
tan
importante
durante
los
años
veinte
y
treinta
del
siglo
pasado
en
Alemania
(Cassirer
1974,
Honneth
y
Joas
1988).
Haber
agregado
la
noción
de
sociología
filosófica
como
un
cuarto
término
en
mi
exposición
no
sólo
habría
acrecentado
la
inconsistencia
que
acabo
de
comentar,
sino
que
habría
obligado
a
justificar
en
cada
capítulo
el
rendimiento
específico
que
ella
entrega.
Ello,
sumado
al
hecho
evidente
de
que
el
término
no
está
precisamente
en
boga,
me
hizo
desistir
de
la
idea.
En
esta
dirección,
aunque
por
supuesto
sin
usar
la
idea
de
sociología
filosófica,
Margaret
Archer
(2000:
18)
habla
de
la
importancia
de
“recuperar
una
noción
de
humanidad
común
(…)
recuperar
al
ser
humano
como
la
fons
et
origio
[fuente
y
origen,
D.Ch.]
fundamental
de
la
vida
social
o
de
estructuras
socioculturales
(emergentes)”.
Y
con
su
agudeza
característica,
este
es
su
argumento
a
favor
de
una
idea
universalista
de
humanidad
como
condición
de
posibilidad
del
conocimiento
científico
social:
La
Humanidad,
como
una
clase
natural,
rechaza
su
transformación
en
una
clase
distinta
y
de
otro
tipo.
Sobre
esto
se
sostiene
la
continuidad
de
la
inteligibilidad
entre
personas
en
distintos
tiempos
y
lugares
y
sin
ella
tal
continuidad
se
perdería.
Ella
es
también
la
que
sostiene
nuestras
responsabilidades
sociales
y
políticas
a
pesar
de
las
diferencias
socioculturales
entre
grupos
–puesto
que
tales
diferencias
no
son
nuca
tan
grandes
como
para
abandonar
la
familia
humana
y
liberarnos
de
nuestras
obligaciones
con
los
miembros
de
la
familia
(Archer
2000:
17)
Ahora
en
mis
términos,
entonces,
la
orientación
intelectual
que
inspira
los
distintos
trabajos
que
componen
este
libro,
lo
que
podría
llegar
a
llamarse
una
sociología
filosófica,
tiene
como
propósito
interrogar
sobre
las
imprescindibles
concepciones
de
lo
humano
que
están
a
la
base
de
nuestro
quehacer
sociológico
y,
a
partir
de
ello,
explorar
los
rendimientos
analíticos
y
normativos
de
esas
distintas
concepciones
de
lo
humano
en
y
para
la
sociología.
La
historia
de
la
elaboración
de
este
texto
no
tiene
una
narrativa
nítida
y
creciente
que
pueda
contarse
con
facilidad.
Los
trabajos
aquí
reunidos
fueron
escritos
como
artículos
independientes
entre
2003
y
2009
(las
fechas
de
sus
primeras
publicaciones
no
reflejan
con
exactitud
el
momento
en
que
fueron
concebidos)
y
sobre
todo
el
capítulo
1,
sobre
el
rol
de
la
idea
de
sociedad
como
ideal
regulativo,
no
fue
pensado
como
parte
de
la
empresa
mayor
de
reflexionar
sobre
el
problema
del
universalismo
para
la
tradición
sociológica
(mucho
menos
se
me
había
ocurrido
en
ese
entonces
explorar
la
herencia
de
derecho
natural
que
parece
residir
en
la
sociología
clásica
y
contemporánea
a
través
de
una
reconsideración
del
tema
del
universalismo).
Sin
embargo,
desde
hace
unos
cinco
años
he
venido
trabajando
a
partir
de
la
idea
de
que
el
universalismo,
la
justificación
de
una
pretensión
universalista,
es
el
problema
más
importante
que
enfrentamos
quienes
estamos
dedicados
a
la
revisión
de
los
fundamentos
conceptuales
de
la
sociología.
Asumiendo
esta
tarea
como
el
horizonte
amplio
que
orienta
el
conjunto
de
las
reflexiones
reunidas
en
este
volumen,
el
libro
intenta
hacerse
cargo
de
esta
tarea
desde
varios
ángulos
distintos,
en
relación
a
distintos
períodos
de
la
historia
de
la
sociología,
así
como
también
para
una
variedad
de
tradiciones
teóricas
y
disciplinares.
Agrupar
estos
trabajos
en
el
formato
de
colección
de
artículos
no
es
una
decisión
obvia.
Pero
en
la
medida
que
los
artículos
comparten
una
preocupación
por
los
fundamentos
filosóficos,
conceptuales,
y
normativos
del
conocimiento
sociológico,
su
publicación
conjunta
en
un
volumen
no
es
antojadiza
desde
el
punto
de
vista
de
su
contenido.
Y
más
allá
de
la
legítima
discusión
sobre
la
pertinencia
académica
de
este
formato,
que
yo
defiendo,
el
hecho
de
que
la
mayoría
de
estos
trabajos
fueron
escritos
originalmente
en
inglés
10
de
solución
que
podría
ofrecer
una
discusión
más
acabada
con
la
tradición
del
derecho
natural.
Los
capítulos
8
y
9
también
están
estrechamente
vinculados
entre
sí
puesto
que
ambos
dedican
su
atención
a
algunos
aspectos
de
la
sociología
de
Niklas
Luhmann.
Mientras
el
capítulo
8
intenta
hacer
presente
el
tipo
de
orientación
normativa
que
está
presente
en
las
ideas
de
diferenciación
social
o
funcional,
el
capítulo
9
se
pregunta
por
la
manera
en
que
Luhmann
caracteriza
la
tradición
sociológica
y
las
lecciones
que
él
cree
(no)
se
pueden
sacar
a
partir
de
una
discusión
exhaustiva
de
autores
pasados.
La
idea
no
es
tanto
intentar
“refutar”
a
Luhmann
sino
más
bien
contribuir
a
la
reflexivización
de
sus
propios
marcos
conceptuales.
En
ambos
casos,
se
intenta
“leer
a
Luhmann
contra
Luhmann”
en
la
medida
que
se
adoptan
argumentos
de
su
propia
teoría
general
para
discutir
con
su
tesis
de
que
no
es
necesario
reflexionar
sobre
los
presupuestos
filosóficos
implícitos,
orígenes
históricos
y
consecuencias
normativas
de
nuestros
planteamientos
sociológicos.
12
PRIMERA
PARTE:
FUNDAMENTOS
FILOSÓFICOS
13
Capítulo
1.
El
Rol
de
la
Sociedad
como
Ideal
Regulativo
En
el
contexto
de
los
desarrollos
teóricos
de
la
sociología
de
la
segunda
posguerra,
el
concepto
de
sociedad
moderna
ocupa
sin
duda
un
lugar
prioritario.
En
tanto
la
definición
de
sociedad
moderna
depende
de
como
se
entiendan
las
ideas
de
“modernidad”
y
“moderno”,
la
sociología
no
es
distinta
a
las
otras
ciencias
sociales
que
crean
una
forma
específica
de
conceptualizar
las
transformaciones
de
las
relaciones
sociales
que
se
gatillan
con
el
advenimiento
del
capitalismo
y
los
estados-‐nación,
a
partir
de
los
siglos
XVII
y
XVIII
(Wittrock,
Heilbron
y
Magnusson
1998).
En
su
sentido
técnico,
sin
embargo,
el
concepto
propiamente
sociológico
de
“sociedad
moderna”,
formulado
en
la
sociología
norteamericana
durante
la
década
de
los
cincuenta,
incluye
no
sólo
una
forma
específica
de
definir
la
modernidad
sino
también
la
formación
de
un
tipo
específico
de
relaciones
sociales:
la
sociedad
moderna.
Una
explicación
de
la
diferenciación
semántica
del
concepto
de
modernidad
debe
considerar,
a
lo
menos,
dos
aspectos.
Por
un
lado,
tanto
la
sociología
como
otras
disciplinas
sociales
han
venido
desarrollando
preocupaciones
intelectuales
que
les
son
específicas
y
en
esa
medida
la
idea
de
modernidad
comienza
a
adoptar
un
sentido
técnico
en
cada
una
de
ellas
(Yack
1997).
En
este
argumento,
el
advenimiento
del
concepto
de
sociedad
moderna
en
la
sociología
sería
simplemente
el
resultado
de
la
diferenciación
entre
formas
de
investigación
distintas
enfocadas
en
objetos
de
estudio
diferentes.
Por
otro
lado,
y
por
cierto
ligado
al
argumento
anterior,
se
constata
la
particularidad
del
uso
específicamente
sociológico
de
la
idea
de
modernidad,
que
vendría
dado
por
el
hecho
de
que
es
la
sociología
la
disciplina
que
ha
hecho
suya
la
pregunta
por
el
origen
y
las
características
principales
de
la
modernidad.
Con
matices
y
enfatizando
aspectos
tanto
positivos
como
negativos,
varios
autores
han
constatado
ya
una
fusión
entre
las
narrativas
sobre
el
surgimiento
de
sociología
y
el
de
la
modernidad
(Bauman
1991,
Habermas
1987,
Heilbron
1995,
Wagner
1994).
Un
resultado
especialmente
claro
de
tal
desarrollo
sería
el
doble
uso
que
la
sociología
puede
hacer
de
tal
categoría:
ya
sea
como
sustantivo,
“la
modernidad”,
o
en
tanto
adjetivo
que
se
predica
de
un
objeto
específico,
la
sociedad
“moderna”.
A
partir
de
este
diagnóstico
todavía
muy
general,
este
capítulo
se
sustenta
en
tres
premisas.
Primero,
desde
un
punto
de
vista
analítico,
se
constata
el
hecho
que
la
sociología
ha
dedicado
relativamente
menos
atención
a
reflexionar
sobre
la
sociedad
que
sobre
la
modernidad,
lo
que
refuerza
el
interés
que
puede
presentar
una
reconstrucción
del
concepto
de
sociedad
moderna
que
toma
como
referente
precisamente
el
término
“sociedad”
y
no
el
concepto
de
modernidad.
En
un
lenguaje
más
técnico,
se
trata
de
deslindar
las
características
principales
de
un
programa
de
investigación
basado
en
el
rol
de
la
sociedad
como
“ideal
regulativo”
(sección
1);
cuyo
origen
específicamente
sociológico
estaría
en
algunos
escritos
de
Georg
Simmel
(sección
2).
Segundo,
desde
un
punto
de
vista
histórico,
es
interesante
revisar
la
forma
en
que
la
sociología
arribó
a
un
concepto
técnico
de
sociedad
moderna
y
para
ello
se
propone
un
argumento
a
partir
de
algunos
de
los
teoremas
centrales
de
la
sociología
de
Talcott
Parsons
(sección
3).
Se
plantean
así
las
preguntas
de
cuándo,
en
qué
contexto,
y
en
razón
de
qué
problemas
socio-‐históricos,
surge
el
concepto
estrictamente
sociológico
de
sociedad
moderna.
Se
pasa
entonces
revista
a
los
rendimientos
que
esta
reflexión
sobre
el
concepto
de
sociedad
moderna
puede
tener
en
relación
con
el
debate
de
la
sociología
contemporánea
sobre
la
globalización
(sección
4).
Tercero,
desde
un
punto
de
vista
normativo,
se
reflexiona
sobre
el
potencial
“eurocentrismo
inmanente”
de
las
formulaciones
tradicionales
del
concepto
de
sociedad
moderna,
como
una
forma
de
renovar,
en
vez
de
tener
que
abandonar,
el
componente
universalista
que
está
a
su
base
(sección
5).
14
Pero
esta
tesis
de
la
función
regulativa
de
la
idea
de
sociedad
tiene
también
un
segundo
sentido
más
de
fondo.
Desde
un
punto
de
vista
filosófico,
Immanuel
Kant
define
los
“principios
regulativos”
como
formas
abstractas
con
las
que
la
razón
pura
se
vincula
con
los
objetos
empíricos.
Conceptos,
ideas
e
ideales
se
encuentran,
para
Kant,
en
una
gradiente
que
va
desde
lo
empírico
a
lo
abstracto:
mientras
los
conceptos
serían
la
representación
intelectual
de
objetos
empíricos
concretos,
las
ideas
se
encuentran
más
alejadas
de
la
realidad
observable
en
tanto
ellas
no
pueden
representarse
empíricamente
en
su
real
magnitud.
Los
ideales,
aún
más
abstractos
que
las
ideas,
tienen
un
“poder
creativo”,
lo
que
le
permite
a
la
razón
proponer
un
tipo
específico
de
“observación”
que
si
bien
no
es
empírica
en
un
sentido
estricto
no
es
tampoco
una
“invención
del
pensamiento”.
Los
ideales
o
principios
regulativos
entregan
a
la
razón
un
estándar
que
le
es
indispensable,
le
proveen
de
una
forma
de
representación
que
le
es
propia,
y
con
ello
le
permiten
estimar
los
“defectos”
de
un
objeto
empírico
cualesquiera
con
relación
al
ideal
puesto
por
la
razón
pura
(Kant
1973:
485-‐486).
Siguiendo
a
Kant,
entonces,
la
sociedad
moderna
podría
ser
entendida
como
un
“concepto”,
en
tanto
representación
empírica
de
algunos
países
particulares,
mientras
que
la
sociedad,
en
el
sentido
genérico
de
la
pregunta
de
en
qué
consiste
lo
social
de
las
relaciones
sociales,
podría
ser
definida
como
“ideal
regulativo”
(Chernilo
2007:
25-‐32,
Emmet
1994,
capítulo
4).
En
la
filosofía
contemporánea,
Karl-‐Otto
Apel
(1998)
ha
hecho
una
contribución
adicional
al
concepto
de
ideal
regulativo.
Para
nuestros
efectos,
el
argumento
central
de
Apel
es
que
los
ideales
regulativos
nos
permiten
reconocer
la
estructura
que
es
intrínseca
a
cualquier
tipo
de
reflexión
sobre
fenómenos
sociales:
nos
revelan
los
intereses
de
conocimiento
que
son
propios
del
quehacer
científico
(Apel
1994,
Habermas
1990a).
Tal
estructura
cognitiva
revela
que
las
características
empíricas
de
un
objeto
son
siempre
una
representación
imperfecta
de
su
definición
teórica.
Los
ideales
regulativos
serían
entonces
también
juicios
contrafácticos
que
nos
hablan
de
las
cualidades
de
un
objeto
mediante
una
referencia
a
lo
que
tal
objeto
no
es
pero
podría
llegar
a
ser
(Hawthorn
1991).
La
hipótesis
que
quisiera
plantear
ahora
es,
por
tanto,
que
al
entender
la
sociedad
como
ideal
regulativo,
la
sociología
no
puede
ya
fijarla
a
una
formación
histórica
o
geográfica
específica.
A
este
uso
de
la
sociedad
para
delimitar
formaciones
histórico-‐geográficas
lo
denominamos
aquí
la
tesis
del
rol
“referencial
de
la
sociedad”.
La
expresión
más
clara
de
tal
rol
se
encontraría
en
el
“nacionalismo
metodológico”
de
las
ciencias
sociales,
en
el
período
que
va
desde
la
segunda
posguerra
hasta
el
fin
de
la
guerra
fría,
donde
el
concepto
“histórico”
de
estado-‐nación
se
fusionó
con
la
idea
“abstracta”
de
sociedad
(Martins
1974,
Smith
1979).
Una
característica
central
de
la
sociología
contemporánea
sería
precisamente
la
crítica
a
tal
ecuación
entre
sociedad
y
estado-‐
nación
(Billig
1997,
Touraine
1998,
Beck
2000b,
capítulos
6
y
7).
Esta
crítica
contemporánea,
sin
embargo,
presenta
el
problema
de
mantener
una
comprensión
estrecha
de
la
función
teórica
que
la
sociedad
ha
desempeñado
como
ideal,
así
como
también
ha
tendido
a
la
reificación
de
las
características
históricas
de
los
estados-‐nación.
Entender
la
sociedad
como
un
ideal
regulativo
significa
comprender
la
función
que
la
sociedad
ha
desempeñado
de
hecho
como
parte
del
núcleo
reflexivo
de
la
disciplina,
rol
que,
sin
embargo,
ha
quedado
opacado
hasta
ahora,
posiblemente
en
razón
de
la
aplicación
más
directa
que
ha
tenido
su
uso
referencial.
El
primer
antecedente
estrictamente
sociológico
de
la
tesis
del
rol
de
la
sociedad
como
ideal
regulativo
lo
encontramos
en
la
obra
de
Georg
Simmel.
La
sociedad
como
problema
sociológico:
Georg
Simmel
Un
dato
de
la
historia
de
la
sociología
que
aun
merece
ser
reflexionado
con
mayor
profundidad
dice
relación
con
el
interés
relativamente
subordinado
que
despierta
el
estudio
sistemático
de
los
16
usos
de
una
de
sus
categorías
fundamentales:
la
sociedad.
Para
una
disciplina
que
dedica
tanto
esfuerzo
a
mirar
y
modelar
su
propio
pasado,
esta
carencia
podría
estar
relacionada
con
la
relevancia
que
han
adquirido
conceptos
alternativos.
“Clase”,
“capitalismo”
y
“sistema”,
por
mencionar
sólo
algunos,
sí
han
concitado
una
permanente
atención
disciplinar.
Es
posible
reconstruir,
no
obstante,
una
historia
de
trabajos
que
reflexionan
sobre
el
rol
de
la
idea
de
sociedad
en
la
sociología.3
Aunque
relativamente
ignorada
en
algunas
de
las
reconstrucciones
más
influyentes
del
canon
sociológico
(Collins
1994,
Giddens
1998,
Nisbet
1968,
Parsons
1968,
Zeitlin
1990),
es
posible
argumentar
la
existencia
de
un
proto-‐programa
de
investigación
(Lakatos
1983)
enfocado
en
el
desarrollo
de
una
definición
sociológica
de
la
sociedad
a
partir
de
la
figura
de
Georg
Simmel.
Se
trataría
de
un
proto-‐programa,
en
tanto
no
sólo
ha
sido
más
débil
institucionalmente
que
los
programas
que
surgen
a
partir
de
las
sociologías
de
orientación
weberiana
o
marxista,
ligados
a
los
conceptos
de
estado,
clase
y
capitalismo,
sino
también
porque
su
orientación
y
contenidos
fundamentales
no
han
sido
indagados
y
formalizados
con
igual
claridad.
La
pregunta
por
la
sociedad
es
un
tema
fundamental
de
la
sociología
de
Simmel
(1909,
1910,
1994,
Frisby
2002).
En
primer
término,
Simmel
desarrolló
explícitamente
una
agenda
de
trabajo
programática
para
la
sociología
–ese
es
su
aporte
principal,
incluso
más
que
el
despliegue
concreto
del
tal
proyecto.
Si
bien
el
desarrollo
de
tal
agenda
no
es
algo
estrictamente
original
de
Simmel,
su
novedad
radicaría
en
que
ese
programa
se
encuentra
sistemáticamente
vinculado
a
la
reflexión
sobre
las
condiciones
de
posibilidad
del
conocimiento
sociológico
y,
con
ello,
a
la
clarificación
del
rol
que
la
idea
de
sociedad
tiene
en
la
sociología
en
tanto
marco
general
dentro
del
cual
la
pregunta
por
las
relaciones
sociales
en
general
se
hace
posible
–o
para
decirlo
de
otra
manera,
como
forma
de
intentar
conceptualizar
en
qué
consiste
el
elemento
específicamente
social
de
las
relaciones
sociales.
Puede
decirse
que
para
Simmel
estamos
frente
a
dos
problemas
que
deben,
necesariamente,
reflexionarse
de
manera
simultánea.
La
pregunta
sobre
las
condiciones
de
posibilidad
del
conocimiento
sociológico
y
la
clarificación
del
rol
de
la
sociedad
al
interior
de
la
disciplina
son
dos
caras
de
un
mismo
asunto
en
el
sentido
de
que
la
delimitación
epistemológica
e
institucional
de
una
disciplina
encargada
de
estudiar
lo
social
no
puede
hacerse
con
independencia
de
la
clarificación
conceptual
de
cómo
han
de
entenderse
las
relaciones
sociales.
La
segunda
característica
de
este
programa
sociológico
es
entonces
que
la
pregunta
por
las
relaciones
entre
sociedad
y
sociología
se
lleva
a
cabo
en
un
plano
de
argumentación
filosófica.
Es
decir,
Simmel
se
pregunta
por
las
relaciones
entre
sociedad
y
sociología
con
abstracción
de
sus
formas
históricas
concretas.
Si
bien
ello
puede
interpretarse
en
el
sentido
de
que
su
reflexión
queda
establecida
en
un
nivel
estrictamente
formal,
es
importante
no
perder
de
vista
el
argumento
de
Simmel
de
que
es
sólo
con
la
modernidad
que
tal
relación
se
hace
visible:
lo
social
como
espacio
autónomo
o
emergente
aparece
sólo
con
el
surgimiento
de
la
modernidad
y
la
liberación
final
de
las
relaciones
sociales
que
se
inaugura
con
el
principio
del
fin
del
control
religioso
y
político
de
lo
social.
Puestas
así
las
cosas,
Simmel
es
consciente
de
que,
en
tanto
objeto
de
investigación
empírica,
“la
sociedad”
es
un
objeto
de
conocimiento
tanto
imposible
como
necesario
para
la
sociología.
La
sociedad
sería
un
objeto
de
estudio
imposible
desde
el
punto
de
3 Ver, cronológicamente, Simmel (1910 [1908]), Parsons (1956 [1934]), Adorno (2000 [1968]), Mayhew
(1968),
Frisby
y
Sayer
(1986),
Mann
(1986,
1992),
Archer
(2009
[1995]),
Freitag
(2002
[1995]),
Albrow
(1996),
Luhmann
(1998a),
Urry
(2000),
Rigney
(2001),
Wagner
(2001b),
Touraine
(2003)
y
Outhwaite
(2006).
17
vista
de
una
disciplina
empírica
como
la
sociología
que
aspira
a
describir
y
conceptualizar
lo
que
tiene
lugar
en
la
sociedad.
Desde
este
lado,
entonces,
la
sociedad
hace
las
veces
de
punto
ciego
del
conocimiento
sociológico
para
la
sociología,
pues
si
la
sociedad
es
la
forma
sociológica
de
plantearse
la
pregunta
por
las
relaciones
sociales
en
general,
ella
misma
no
puede
ser
objeto
de
investigación
sociológica
en
un
sentido
empírico.
Sin
embargo,
lo
interesante
de
la
formulación
de
Simmel
es
la
forma
en
que
él
mismo
resuelve
el
problema.
Junto
con
ser
un
objeto
imposible
de
conocimiento
para
la
sociología,
la
sociedad
es
también
su
condición
de
posibilidad,
su
objeto
de
estudio
necesario.
La
reflexión
sobre
qué
hace
social
a
las
relaciones
sociales
lleva
siempre
consigo
alguna
idea
–más
o
menos
explícita,
más
o
menos
abstracta
–de
sociedad
y
no
puede
pensarse
sociológicamente,
en
un
sentido
estricto,
más
allá
de
esos
límites.
Es
en
ese
sentido
que
el
trabajo
de
Simmel
ha
sido
interpretado
como
una
forma
de
mediación,
incluso
si
ello
tiene
lugar
a
pesar
de
sus
propias
intenciones,
entre
un
programa
marxista
de
sociología
que
ya
tomaba
cuerpo
a
inicios
del
siglo
XX
y
una
versión
científica
de
la
disciplina
(o
burguesa,
para
quienes
la
observan
desde
el
marxismo)
que
habría
emergido
con
Durkheim
y
Weber.
Gillian
Rose
(2009
[1981])
justamente
afirma
que
la
idea
de
sociedad
en
Simmel
es
arquetípica
de
un
enfoque
neo-‐kantiano,
como
a
su
juicio
lo
sería
en
realidad
toda
sociología,
puesto
que
el
punto
de
partida
explícito
de
la
sociología
de
Simmel
es
la
pregunta
por
las
condiciones
de
posibilidad
de
lo
social
en
general
–formulado
clásicamente
en
el
excurso
del
capítulo
1
de
su
sociología
(Simmel
1986).4
Al
mismo
tiempo,
sin
embargo,
la
importancia
que
Simmel
le
asigna
a
la
sociabilidad
como
expresión
material
de
relaciones
sociales
que
existen
objetivamente
y
con
independencia
de
su
observación
lo
vincula
también
con
el
tipo
de
epistemología
de
corte
más
bien
realista
que
es
propia
del
marxismo.
Por
supuesto,
la
tesis
misma
de
la
existencia
de
dos
sociologías,
una
marxista
y
una
científica,
se
ha
mostrado
altamente
problemática
y
no
es
para
nada
mi
intención
defender
semejante
proposición.5
Sin
embargo,
abrir
la
sociología
de
Simmel
a
esta
tensión
permite
comprender
el
gran
aporte
y
la
gran
aporía
que
la
y
el
proto-‐programa
de
investigación
sociológica
sobre
el
rol
de
la
idea
de
sociedad
que
se
fundaría
a
partir
de
su
trabajo.
Su
gran
aporte
radicaría
en
la
intuición
sobre
la
función
regulativa
que
la
idea
de
sociedad
desempeña
en
la
sociología.
Entendida
como
formas
de
interacción,
o
“sociación”,
la
idea
de
sociedad
queda
así
en
el
centro
de
las
preocupaciones
a
las
que
Simmel
se
dedicó,
si
bien
no
de
manera
prioritaria,
durante
toda
su
vida.
Simmel
descubre
4 La tesis de Rose (2009: 24) es en realidad que toda la sociología cae “por debajo” de la crítica de Hegel a
Kant
en
el
sentido
de
todavía
preguntar
por
las
condiciones
de
posibilidad
del
conocimiento.
A
su
juicio,
el
punto
de
partida
realmente
científico
de
la
sociología
debería
ser
una
metacrítica
tanto
del
punto
de
partida
trascendental
como
de
los
postulados
metodológicos
de
Kant;
es
decir,
una
metacrítica
de
la
idea
misma
de
que
tal
conocimiento
científico
de
lo
social
es
posible
y
deseable.
A
partir
de
lo
que
se
argumenta
en
los
capítulos
2,
3,
7
y
8,
esta
parte
del
diagnóstico
de
Rose
me
parece
insuficiente
puesto
que
crea
una
barrera
innecesariamente
rígida
entre
la
formación
de
la
sociología
en
tanto
disciplina
científica
y
sus
fundamentos
filosóficos
(que
en
este
libro
se
tematizan
a
partir
de
la
pregunta
por
el
derecho
natural).
5
En
su
Weber
y
Marx,
publicado
originalmente
en
1932,
Karl
Löwith
(1993)
señala
que
esa
polaridad
entre
dos
tipos
de
sociologías
esencialmente
opuestas
era
la
forma
convencional
de
describir
el
funcionamiento
de
la
disciplina
en
esa
época.
Sin
embargo,
su
argumento
central
en
ese
libro
es
precisamente
que
es
posible
encontrar
una
preocupación
intelectual
subyacente
que
si
bien
puede
no
llegar
a
unificar
a
la
disciplina,
sí
permite
hablar
de
ella
en
singular:
la
comprensión
por
el
destino
de
lo
humano
bajo
condiciones
capitalistas.
Como
se
discute
en
detalle
en
el
capítulo
3,
ese
es
justamente
el
tipo
de
proposiciones
que
me
interesa
defender,
y
por
tanto
rechazo
la
separación
estricta
entre
dos
(o
más)
sociologías.
18
6 Hoy en día me gustaría morigerar en algo esta afirmación –aunque no necesariamente replantarla. Si
bien
Simmel
estudia
el
surgimiento
y
características
principales
de
la
economía
capitalista
moderna
bajo
la
idea
de
una
Filosofía
(y
no
Sociología)
del
Dinero
(Simmel
1977),
ello
no
impide
que
su
análisis
de
las
formas
económicas
modernas
en
tanto
relaciones
sociales
pueda
entenderse
como
expresión
del
tipo
de
estudio
histórico
por
el
que
aquí
se
lo
critica,
incluso
tal
vez
exageradamente.
Sin
embargo,
la
cronología
de
sus
escritos
habla
a
favor
de
esta
interpretación
más
crítica:
La
Filosofía
del
Dinero
se
publicó
originalmente
en
1900,
y
si
bien
su
libro
Sociología
es
de
1908,
en
1894
y
1895
Simmel
ya
había
publicado
escritos
sistemáticos
no
sólo
sobre
sociología
sino
directamente
sobre
el
rol
de
la
idea
de
sociedad
en
la
formación
y
deslinde
de
un
enfoque
propiamente
sociológico.
Es
decir,
a
pesar
del
contenido
altamente
sociológico
de
su
análisis
del
dinero,
e
incluso
de
la
tesis
del
carácter
potencialmente
arquetípico
de
las
relaciones
sociales
monetarizadas
para
entender
las
relaciones
sociales
modernas
en
general,
Simmel
decide
enmarcar
tal
estudio
como
una
filosofía
antes
que
como
una
sociología.
19
reflexión
sociológica
sobre
el
orden
social
responde
a
la
interrogante
kantiana
sobre
la
tensión
entre
elementos
causales
y
normativos
en
la
explicación
del
orden
social,
en
general,
y
de
la
acción
social
en
particular.
El
interés
de
Parsons
por
lograr
una
síntesis
de
los
trabajos
de
la
primera
generación
de
sociólogos
es
ampliamente
conocido,
y
en
este
contexto
no
deja
de
ser
curioso
que
Parsons
no
reconozca
en
Simmel
una
figura
fundamental
en
La
Estructura
de
la
Acción
Social
(Parsons
1968,
Levine
1980,
1991,
Nichols
2001).
En
tanto
ha
venido
perdiendo
influencia
institucional
e
intelectual
en
la
sociología
de
las
últimas
dos
décadas,
la
recepción
contemporánea
de
la
obra
de
Parsons
ha
sufrido
un
cambio
importante.
El
paso
del
tiempo
ha
dado
paso
a
una
serie
de
interpretaciones
que
intentan
rescatar
otros
aspectos
de
su
sociología.
Bien
conocidas
son,
en
este
contexto,
las
reconstrucciones
de
Jeffrey
Alexander
(1987)
en
los
Estados
Unidos,
Richard
Münch
(1987)
en
Alemania,
François
Bourricaud
(1981)
en
Francia,
José
Almaraz
(1981)
en
España
o
Nicos
Mouzelis
(1995)
en
el
Reino
Unido
–todas
enfocadas
en
desentrañar
la
lógica
teórica
detrás
del
proyecto
parsoniano–
o
la
utilización
que
Jürgen
Habermas
(1989b)
y
Niklas
Luhmann
(1991)
han
hecho
de
la
sociología
parsoniana
al
nivel
de
una
construcción
teórica
original.
Otro
conjunto
de
publicaciones
muestra,
además,
un
rejuvenecido
interés
por
el
legado
de
Parsons
en
distintas
áreas
del
desarrollo
de
la
sociología:
este
artículo
se
hace
parte
de
tal
revisión
contemporánea
de
la
sociología
parsoniana
(Barber
y
Gerhardt
1999,
Gerhardt
1993,
2001,
2002,
Robertson
y
Turner
1991,
Treviño
2001).
En
específico,
se
sostiene
la
tesis
de
que
es
Parsons
(1956,
1961,
1966,
1969)
quien
provee
el
primer
concepto
sistemático
de
sociedad
en
la
sociología.
La
gran
novedad
de
la
sociología
de
Parsons,
y
la
razón
fundamental
para
revisar
en
detalle
su
trabajo
sobre
la
idea
de
sociedad,
es
que
propone
una
triple
conceptualización
de
la
idea
de
sociedad,
donde
se
la
define
como
sistema
social,
estado-nación
y
sociedad
moderna.
Para
Parsons,
la
idea
de
sociedad
se
encuentra
siempre
asociada
a
uno
o
más
de
estos
conceptos,
cada
uno
de
los
cuales
tiene
una
definición
técnica
y
precisa
en
su
obra.
Esto
le
permite,
a
diferencia
de
Simmel,
vincular
cuestiones
analíticas
e
históricas,
pero
al
mismo
tiempo,
siguiendo
a
Simmel,
no
caer
en
un
uso
puramente
referencial
de
la
sociedad.
Es
decir,
Parsons
no
trata
el
ideal
como
una
mera
representación
conceptual
o,
en
una
formulación
más
sociológica
del
mismo
argumento,
Parsons
no
fusiona
la
sociedad
con
ninguna
formación
histórico-‐geográfica
concreta.
Esto
es
consistente,
además,
con
su
permanente
precaución
respecto
de
la
“falacia
de
la
concreción
equivocada”:
los
postulados
teóricos
de
una
ciencia
concreta
no
deben
confundirse
con
proposiciones
ontológicas
sobre
la
realidad
empírica
(Whitehead
1949).7
A
continuación
se
introducen
brevemente
las
tres
definiciones
de
sociedad
de
Parsons.
El
concepto
de
sistema
social
es,
como
se
sabe,
central
en
la
sociología
parsoniana
en
tanto
fue
pensado
como
la
herramienta
analítica
más
abstracta
con
que
no
sólo
la
sociología
sino
las
ciencias
en
general
podrían
definir
sus
objetos
de
estudio
así
como
las
dimensiones
más
importantes
para
la
investigación
empírica
de
tales
objetos.
De
hecho,
Parsons
(1961,
1977)
argumenta
que
las
categorías
de
sociedad
y
sistema
social
deben
ser
definidas
una
con
relación
a
la
otra:
la
sociedad
es
un
caso
especial
de
sistema
social
que
comprende
la
mayor
complejidad
en
tres
dimensiones
principales.
(1)
Sus
relaciones
externas,
en
el
sentido
de
que
la
sociedad
debe
entenderse
como
una
unidad
distinguible.
(2)
Su
especificidad
histórica,
en
el
sentido
de
ser
distinguible
como
una
unidad
históricamente
relevante
por
un
período
relativamente
largo
de
7
Vista
desde
esta
perspectiva,
la
formulación
parsoniana
es
compatible
con
la
idea
de
Luhmann
de
obstáculos
epistemológicos
(capítulo
5).
20
tiempo.
Y
(3)
su
autosuficiencia,
en
el
sentido
de
que
la
sociedad
es
capaz
de
auto-‐proveerse
de
buena
parte
de
los
recursos
materiales
y
simbólicos
que
requiere
para
su
funcionamiento.
A
través
de
la
idea
de
sistema
social,
la
sociología
configura
una
unidad
de
análisis
abstracta,
lo
que
además
le
permite
al
sociólogo
comparar
entre
unidades
diferentes
pero
análogas.
Pero
más
importante
aun
es
el
hecho
de
que
la
idea
de
sistema
social
refiere
a
la
tesis
de
las
propiedades
emergentes
de
lo
social
en
tanto
objeto
científico:
un
sistema
social
es
más
que
la
suma
de
sus
elementos
componentes
en
tanto
remite
a
aquello
que
surge
como
realidad
propia
en
las
interrelaciones
entre
distintas
estructuras
y
funciones.
El
paradigma
de
las
cuatro
funciones
con
que
la
sociología
madura
de
Parsons
es
conocido,
incluido
el
teorema
de
la
diferenciación
funcional
mediante
la
aparición
de
medios
simbólicamente
generalizados,
es
justamente
la
expresión
más
acabada
de
esta
definición
de
la
sociedad
como
sistema
social.
El
carácter
formal
y
abstracto
de
la
idea
de
sociedad
entendida
como
sistema
social
hace
que
sea
precisamente
aquí
donde
las
definiciones
de
sociedad
de
Simmel
y
Parsons
se
encontrarían
más
estrechamente
relacionadas.
Del
mismo
modo,
es
esta
misma
condición
del
concepto
de
sistema
social
lo
que
“impediría”
a
Parsons
equiparar
la
sociedad
a
una
formación
histórico-‐geográfica
concreta.
Pero,
como
vimos,
las
tres
condiciones
de
relaciones
externas,
estabilidad
histórica
y
autosuficiencia
sí
apuntan
en
la
dirección
de
dar
mayor
viabilidad
empírica
a
la
idea
de
sociedad.
En
ese
marco,
debe
entenderse
que
para
Parsons
(1961,
Parsons
y
Smelser
1956)
los
estados-
nación
sí
son
la
representación
concreta
e
históricamente
más
importante
de
aquel
objeto
al
que
la
sociología
puede
dirigir
su
conocimiento
–al
menos
en
la
modernidad.
Tal
definición
de
sociedad
coincide,
además,
con
la
expansión
del
estado-‐nación
en
tanto
forma
de
organización
sociopolítica,
a
través
del
mundo,
a
contar
de
la
última
oleada
decolonizadora
y
el
inicio
de
la
guerra
fría
después
de
la
segunda
guerra
mundial.
A
contar
de
ese
momento
surge
el
concepto
de
“sociedad
nacional”
(Smelser
1997)
que
puede
ser
representado
en
una
serie
de
procesos:
la
expansión
–al
menos
formal–
de
los
estados-‐nación
en
África,
la
implementación
del
Plan
Marshall
e
institucionalización
de
los
estados
de
bienestar
en
Europa,
el
inicio
del
ciclo
exitoso
de
los
estados
desarrollistas
en
Asia,
la
expansión
acelerada
de
una
economía
de
consumo
en
los
Estados
Unidos,
y
por
cierto
las
versiones
latinoamericanas
de
programas
industrializadores
y
desarrollistas.
Del
mismo
modo,
el
desarrollo
institucional
de
la
sociología
corresponde
también
a
este
período,
la
propia
sociología
se
organiza
nacionalmente
y,
en
el
marco
de
la
creciente
demanda
estatal
por
conocimiento
sociológico,
aumentan
los
programas
y
graduados
en
sociología
(Buxton
1985).
En
su
apasionado
análisis
sobre
el
Nazismo
en
tanto
amenaza
a
la
“civilización
occidental”,
Parsons
afirma
claramente
que
sólo
en
los
estados-‐nación
es
posible
institucionalizar
patrones
de
conducta,
normas,
e
instituciones
guiadas
por
valores
democráticos
y
universalistamente
orientados
(Gerhardt
1993,
Parsons
1993a,
b,
c).
Dicho
lo
anterior,
la
sociología
de
Parsons
no
cae
en
el
problema
del
nacionalismo
metodológico
–la
equiparación
acrítica
de
los
conceptos
de
sociedad
y
estado-‐nación–
justamente
porque
Parsons
ha
definido
la
sociedad
en
un
sentido
mucho
más
general
(Chernilo
2007:
77-‐93,
2010:
81-‐108).
La
sociedad
moderna
es
el
tercer
concepto
con
que
Parsons
(1966,
1971)
se
refiere
a
la
idea
de
sociedad.
Teóricamente,
la
sociedad
moderna
es
una
representación
más
abstracta
de
la
sociedad
que
el
estado-‐nación,
en
el
sentido
que
se
refiere
a
un
conjunto
mucho
más
amplio
y
general
de
practicas
institucionales
y
orientaciones
normativas.
Históricamente,
por
su
parte,
la
idea
de
sociedad
moderna
es
más
concreta
que
el
concepto
de
sistema
social
puesto
que
puede
entenderse
como
similar
a
la
idea
de
“occidente”
cuando
se
la
utiliza
en
un
sentido
lato.
Desde
un
punto
de
vista
normativo,
además,
el
concepto
de
sociedad
moderna
representa
aquellos
aspectos
de
Europa
occidental
y
Estados
Unidos
destacan
respecto
de
sí
mismos,
y
que
por
tanto
21
reflejarían
el
estado
futuro
al
que
se
espera
arribarán
los
países
menos
desarrollados.
En
este
sentido,
el
concepto
de
sociedad
moderna
destaca
el
carácter
“deseable”
y
en
algún
sentido
también
“necesario”
de
ciertos
tipos
específicos
de
formaciones
institucionales.
La
tesis
general
de
Parsons
es
que
la
formación
y
desarrollo
de
las
sociedades
modernas
puede
entenderse
mediante
el
estudio
de
sus
“tres
revoluciones”.
La
primera
de
ellas
es
la
revolución
económica
que
tuvo
lugar
en
Inglaterra
a
finales
del
siglo
XVIII
e
inicios
del
XIX.
La
revolución
industrial
es
fundamental
en
el
surgimiento
de
la
sociedad
moderna
en
tanto
afianza
el
funcionamiento
del
capitalismo
como
sistema
económico
y
de
la
tecnología
como
forma
sistemática
de
innovación.
La
segunda
es
la
revolución
política,
ejemplificada
en
los
eventos
políticos
en
Francia
y
Estados
Unidos
en
ese
mismo
período:
la
democracia
deviene
desde
ese
momento
la
forma
privilegiada
de
legitimación
del
orden
político
en
la
modernidad.
Dicho
de
otra
manera,
dictaduras
y
regímenes
totalitarios
se
ven
también
compelidos
a
usar
la
retórica
de
la
voluntad
popular
para
legitimarse.
Una
tercera
revolución
educativa,
menos
llamativa
pero
igualmente
importante
que
las
anteriores,
se
habría
completado
por
primera
vez
en
los
Estados
Unidos
cuando
en
la
década
de
los
sesenta
del
siglo
XX,
se
produce
el
crecimiento
masivo
del
sistema
de
educación
superior.
Su
historia
tiene
como
momentos
principales
la
alfabetización,
la
ampliación
del
sistema
educativo
y
esa
expansión
del
sistema
universitario
(Parsons
y
Platt
1973).
Estas
revoluciones
son
un
logro
evolutivo
de
las
sociedades
modernas,
pues
verdaderamente
modernas
serían
sólo
aquellas
sociedades
que
han
logrado
exitosamente
el
tipo
de
diferenciación
funcional
que
viene
aparejada
con
la
implementación
exitosa
de
las
consecuencias
institucionales
de
las
tres
revoluciones.
Sistema
económico,
sistema
político
y
sistema
fiduciario
quedan
“definitivamente”
separados
de
la
comunidad
societal
a
partir
y
en
razón
de
estas
tres
revoluciones.
En
síntesis,
si
bien
Parsons
define
la
idea
de
sociedad
de
manera
explícita,
más
que
sus
definiciones
altamente
formalizadas
lo
que
parece
ser
aun
de
mayor
interés
es
la
forma
en
que
él
las
aplica
diferenciadamente,
en
distintos
contextos
y
con
diversas
funciones,
a
través
de
estos
tres
conceptos
más
acotados.
Estado-‐nación
y
sociedad
moderna
son
dos
formas
de
definir,
históricamente,
el
objeto
de
estudio
de
la
sociología.
Al
mismo
tiempo,
el
concepto
de
sistema
social,
en
razón
de
la
tesis
de
la
diferenciación
funcional,
es
crucial
para
comprender
los
estados-‐
nación
y
las
sociedades
modernas
(capítulo
5).
Para
culminar
esta
sección,
quisiera
sacar
muy
brevemente
tres
conclusiones
sobre
los
usos
de
la
idea
de
sociedad
en
la
sociología
parsoniana.
Primero,
aparece
con
claridad
el
argumento
del
rol
de
la
sociedad
como
“ideal
regulativo”:
al
relacionar
su
definición
de
sociedad
con
la
categoría
de
sistema
social,
Parsons
demuestra
que
la
sociedad
no
puede
hacerse
equivalente
a
ninguna
formación
histórica
o
referente
geográfico
específico.
Por
el
contrario,
lo
social
en
general
es
aquello
a
lo
que
la
sociedad
apunta
y
por
eso
se
la
define
en
relación
a
la
idea
de
sistema
social.
Segundo,
esa
misma
formulación
resalta
el
papel
mediador
del
concepto
de
sociedad
moderna
entre
la
formulación
altamente
abstracta
de
sistema
social
y
la
formulación
más
empírica
de
estado-‐nación:
el
estudio
de
tal
mediación
aparece
entonces
como
una
empresa
interesante
que
no
ha
sido
llevada
a
cabo
hasta
ahora.
A
ello
se
suma
la
relevancia
creciente
que
el
concepto
de
sociedad
moderna
ha
tenido
en
el
desarrollo
posterior
de
la
sociología
(el
debate
sobre
la
postmodernidad,
al
menos
al
interior
de
la
propia
sociología,
parece
haber
servido
para
hacer
aun
más
fuerte
el
vinculo
entre
sociología
y
modernidad,
Wagner
2001b).
Tercero,
el
análisis
de
en
qué
medida
el
concepto
de
sociedad
moderna
trae
consigo
un
“eurocentrismo
inmanente”
aparece
como
una
tarea
de
especial
interés.
La
“crisis”
del
concepto
de
sociedad
moderna
en
la
sociología
contemporánea
El
concepto
de
sociedad
moderna
ha
sido
crucial
en
la
formulación
de
varios
de
los
diagnósticos
22
epocales
más
influyentes
de
la
sociología
de
la
post-‐parsoniana.
Conceptualizaciones
tales
como
“sociedad
post-‐industrial”
(Bell
1974;
Touraine
1971),
“sociedad
post-‐moderna”
(Kumar
1995),
“sociedad
del
riesgo”
(Beck
1992),
“sociedad
de
la
información”
(Castells
1996-‐8),
“sociedad
global”
(Albrow
1996)
o
“sociedad
mundial”
(Luhmann
2007)
son
herederas,
más
o
menos
críticas,
de
la
definición
de
sociedad
moderna
de
Parsons.
Para
los
efectos
de
este
capítulo,
sin
embargo,
es
interesante
destacar
que
lo
que
hasta
ahora
se
ha
sometido
a
reconstrucción
y
crítica
en
esas
conceptualizaciones
es
el
adjetivo
que
acompaña
al
sustantivo
“sociedad”
que
se
mantiene
constante.
Con
excepción
de
Luhmann,
es
posible
sostener
que
el
rol
de
la
sociedad
no
es
objeto
de
examen
crítico
en
esas
obras
por
lo
que
la
pregunta
en
qué
consiste
lo
específicamente
social
de
los
distintos
tipos
de
sociedad
que
se
observa
se
mantiene
sin
respuesta.
La
definición
de
la
idea
de
sociedad
queda,
más
bien,
implícitamente
asociada
a
alguna
de
las
tres
definiciones
de
sociedad
de
Parsons
–especialmente
a
una
reformulación
de
su
concepto
de
sociedad
moderna.
A
contar
del
cambio
de
siglo,
y
posiblemente
también
con
un
buen
sentido
de
oportunidad
producto
de
la
resonancia
mediática
de
afirmaciones
milenaristas,
una
parte
importante
de
la
discusión
sociológica
de
los
últimos
quince
años
ha
girado
en
torno
al
concepto
de
“globalización”
y
las
tesis
sobre
de
la
“pérdida
de
relevancia
del
estado-‐nación”,
la
“crisis
definitiva
de
la
modernidad”
(Albrow
1996,
Beck
2000a,
Castells
1996-‐8,
Lash
1999,
Giddens
1999,
Urry
2000).
Con
ello
se
implica
también
la
idea
de
una
creciente
crisis
de
la
sociología
que
bien
puede
culminar
en
su
crisis
terminal.
Se
impuso,
aunque
por
suerte
sólo
por
un
tiempo,
el
argumento
de
que
estamos
en
presencia
de
un
cambio
epocal
de
tal
magnitud
que
tanto
la
idea
de
sociedad
como
la
de
modernidad
ya
no
resultarían
heurísticamente
relevantes.
En
palabras
de
Robert
Fine
(2004),
son
las
ciencias
políticas
y
sociales
en
conjunto
las
que
estarían
asistiendo
al
renacer
de
un
“nuevo
cosmopolitismo”
(nuevo
en
relación
con
los
“viejos”
cosmopolitismos
de
la
Grecia
clásica,
primero,
y
del
propio
Kant
1999
hacia
finales
del
siglo
XVIII),
que
si
bien
reflejaría
una
preocupación
real
respecto
de
las
atrocidades
cometidas
en
nombre
de
los
estados-‐nación
y
el
nacionalismo,
es
al
mismo
tiempo
un
discurso
teóricamente
ingenuo,
ideológicamente
conservador
e
históricamente
inadecuado
(Stork
2002,
Webster
2002).
El
grado
de
cohesión
interna
y
alto
impacto
internacional
de
los
trabajos
de
los
autores
recién
mencionados
permite
describirlos
como
la
“nueva
ortodoxia
de
la
sociología
contemporánea”
–ortodoxia
que
por
cierto
rechazo
(Chernilo
2007,
2010,
capítulos
6
y
7).8
Para
los
efectos
de
mi
argumento,
las
características
principales
de
esta
nueva
ortodoxia
serían
tres.
a.
Se
trata,
en
sentido
estricto,
de
una
generación
de
sociólogos
europeos,
nacidos
inmediatamente
después
de
la
segunda
guerra
mundial,
que
crecieron
durante
el
“período
de
oro”
del
estado
de
bienestar,
cuyo
paso
por
la
universidad
está
marcado
por
los
temas
y
consecuencias
de
las
revueltas
estudiantiles
de
1968
y
que
en
la
actualidad
son
fuertes
partidarios
de
la
Unión
Europea
en
su
versión
socialdemócrata.
Desde
un
punto
de
vista
intelectual,
coinciden
en
su
pasado
cercano
al
marxismo,
en
su
diagnóstico
sobre
la
incapacidad
intelectual
del
marxismo
para
entender
el
mundo
contemporáneo
así
como
en
la
oposición
al
parsonianismo
y
la
influencia
de
Parsons
en
la
sociología.
Es
interesante
constatar,
sin
embargo,
8 Es precisamente en razón de tales debilidades que los filósofos pueden, con bastante razón, dejar de
poner
atención
a
nuestras
descripciones
sociológicas
de
la
sociedad
moderna:
los
problemas
conceptuales
que
“padecen
las
interpretaciones
sociológicas
más
sofisticadas
(…)
terminan,
en
el
mejor
de
los
casos,
por
resolverse
en
una
sistematización
‘tipológica’
de
las
doxai
[opiniones,
D
Ch],
de
los
lugares
comunes
y
de
las
opiniones
difundidas
en
torno
de
los
fenómenos
globales”
(Marramao
2006:
33).
23
que
la
sociología
no-‐europea
parece
más
escéptica
respecto
de
las
tendencias
que
la
nueva
ortodoxia
define
como
cruciales;
por
ejemplo
en
la
sociología
norteamericana
(Smelser
1997,
Calhoun
2002).
Y,
por
supuesto,
del
mismo
modo,
no
se
trata
de
una
tendencia
libre
de
crítica
al
interior
de
la
propia
sociología
europea
(Beriain
2002,
Fine
2007,
Habermas
2002,
Mouzelis
1999,
Outhwaite
2006,
Robertson
2000,
Turner
2006,
Wagner
2001a).
b.
La
nueva
ortodoxia
critica
la
inadecuación
de
las
herramientas
teóricas
tradicionales
de
la
sociología.
Las
estrategias
conceptuales
de
la
disciplina
durante
el
siglo
XX
se
mostrarían
crecientemente
obsoletas
para
dar
cuenta
de
la
actual
situación
histórica.
El
cambio
epocal
que
significaría
la
crisis
del
estado-‐nación
implicaría
también
la
obsolescencia
de
las
categorías
y
modos
de
análisis
de
la
sociología.
Con
independencia
de
sus
diferencias
terminológicas,
conceptos
como
“el
mundo
en
disolución”
de
Giddens,
“la
era
global”
de
Albrow
o
“la
segunda
modernidad”
de
Beck,
apuntan
justamente
hacia
la
crisis
o
cambio
radical
que
el
mundo
estaría
viviendo
y,
por
lo
tanto,
a
la
supuesta
necesidad
de
redefinir
las
formas
en
que
hemos
de
comprender
tal
cambio.
Paradójicamente,
sin
embargo,
se
vuelve
sobre
una
visión
típicamente
positivista
respecto
de
las
dinámicas
de
producción
de
conocimiento
sociológico.
Se
asume
que
la
investigación
empírica
es
la
única
forma
de
dar
respuesta
a
las
transformaciones
de
las
sociedades
contemporáneas;
sólo
la
sistematización
de
cantidades
formidables
de
investigación
empírica
haría
posible
una
comprensión
adecuada
del
cambio
epocal
(Castells
2000).
En
vez
de
reconocer
el
carácter
conceptual
de
las
herramientas
analíticas
con
las
que
la
propia
crítica
se
lleva
a
cabo,
se
acusa
a
la
sociología
de
estar
transformándose
en
una
pieza
de
museo
y
se
cae
en
una
forma
decepcionantemente
ingenua
de
argumentación
positivista.
c.
Estos
autores
presentan
su
tesis
sobre
el
cambio
epocal
a
partir
de
la
“desintegración”
de
los
estados
de
bienestar
europeos,
a
la
vez
que
reconstruyen
el
pasado
reciente
de
sus
sociedades
nacionales
de
forma
tal
de
evidenciar
aquellos
elementos
que
refuerzan
las
tesis
de
la
disolución
de
las
formas
nacionales
de
solidaridad.
De
la
misma
forma
en
que
la
sociología
clásica
habría
formado
su
concepto
de
sociedad
moderna
a
través
de
una
idealización
de
las
formas
comunales
de
asociación
(ya
sea
como
comunidad/sociedad
o
tradición/modernidad,
Bendix
1967),
la
nueva
ortodoxia
pareciera
reificar
la
solidez
interna
de
los
estados-‐nación
europeos
durante
la
segunda
mitad
del
siglo
XX
para
con
ello
reafirmar
la
radicalidad
del
cambio
epocal
actual
(replicando
entonces
las
dicotomías
clásicas
en
la
versión
“estado-‐nación/sociedad
del
riesgo”).
Se
constata
así
un
creciente
culto
a
lo
nuevo,
la
llamada
“falacia
del
presentismo”
(Webster
2002:
267).
Se
produce
además
el
interesante
fenómeno
de
que
estos
autores
comienzan
a
encontrar
en
una
serie
de
eventos
de
alta
relevancia
mediática
una
prueba
irrefutable
de
la
veracidad
de
sus
marcos
analíticos
–el
atentado
del
11
de
septiembre
de
2001
en
Nueva
York
es
el
ejemplo
más
claro
(Bauman
2002,
Beck
2002,
Urry
2002).
Sin
embargo,
la
imagen
de
solidez
de
las
sociedades
europeas
de
la
posguerra
que
estos
autores
consideran
está
declinando
no
se
corresponde
con
un
análisis
más
acucioso
de
las
principales
tendencias
de
las
sociedades
europeas
y
norteamericana
de
ese
tiempo
(Baehr
2002,
Parsons
1993d,
Arendt
1958).
Tal
imagen
de
solidez
y
necesidad
histórica
de
los
estados-‐nación,
además,
no
da
cuenta
de
la
amplitud
de
formaciones
sociales
y
políticas
que
han
acompañado
el
desarrollo
de
los
estados-‐nación
más
allá
de
Europa
y
los
Estados
Unidos.
Se
trataría,
más
bien,
de
una
interpretación
inadecuada
de
tal
período
histórico,
lo
que
resultaría
en
el
fortalecimiento,
inadecuadamente
fundamentado,
de
la
tesis
del
cambio
epocal.
Tal
imagen
“cuasi
mítica”
de
los
estados-‐nación
durante
la
época
de
oro
de
los
estados
de
bienestar
europeos
se
corresponde,
además,
con
períodos
de
alta
inestabilidad
económica
y
política
en
los
estados-‐nación
“nacientes”
(África,
Asia)
y/o
“dependientes”
(América
Latina,
Cardoso
y
Faletto
1990).
En
síntesis,
los
supuestos
fundamentales
de
esta
nueva
ortodoxia
no
son
24
de
base.
Conclusión
El
argumento
central
de
este
capítulo
dice
relación
con
reflexionar
sobre
el
concepto
de
sociedad
moderna
en
función
no
sólo
del
uso
sociológico
de
la
idea
de
modernidad,
sino
también
a
partir
del
interés
y
relevancia
que
presentaría
llevar
a
cabo
su
reconstrucción
pero
concentrándose
ahora
en
los
usos
de
la
idea
de
sociedad.
Para
ello,
en
primer
lugar
se
establecieron
los
lineamientos
básicos
de
la
tesis
de
la
sociedad
como
ideal
regulativo,
tanto
desde
el
punto
de
vista
de
su
relevancia
en
el
desarrollo
de
la
sociología,
para
la
reconstrucción
de
la
teoría
sociológica,
como
desde
un
punto
de
vista
filosófico,
a
partir
de
Kant,
como
posible
fundamentación
para
la
pregunta
sobre
las
condiciones
de
posibilidad
del
conocimiento
sociológico.
Segundo,
se
presentaron
un
conjunto
de
razones
para
justificar
el
rol
de
Georg
Simmel
como
antecedente
sociológico
fundamental
para
la
profundización
de
la
tesis
de
la
sociedad
como
ideal
regulativo.
En
tercer
término,
se
propuso
una
reinterpretación
de
los
elementos
centrales
de
la
sociología
de
Parsons
a
partir
de
su
triple
definición
de
sociedad
(sistema
social,
estado-‐nación
y
sociedad
moderna).
Por
su
intermedio,
se
argumentó
sobre
el
rol
de
Parsons
en
la
formulación
de
una
conceptualización
sistemática
de
la
idea
de
sociedad
que
ha
permeado
buena
parte
de
la
discusión
sociológica
a
contar
de
la
segunda
mitad
del
siglo
XX.
La
cuarta
sección
presentó
una
lectura
crítica
de
la
evolución
reciente
de
la
corriente
principal
en
la
sociología
europea,
que
fue
caracterizada,
y
evaluada
críticamente,
como
una
nueva
ortodoxia.
Finalmente,
se
introdujo
una
diferenciación
entre
eurocentrismo
normativo
y
eurocentrismo
empírico
con
miras
a
intentar
empezar
a
deslindar
entre
los
componentes
puramente
europeos
de
la
modernidad
occidental
y
aquellos
que
pueden
efectivamente
entenderse
desde
un
horizonte
propiamente
universalista.
Cualquier
intento
por
reconstruir
el
concepto
de
sociedad
moderna
debe,
bajo
las
condiciones
socio-‐históricas
presentes,
hacerse
cargo
de
estos
desafíos.
La
relevancia
y
posibles
implicaciones
del
desarrollo
de
investigaciones
más
exhaustivas
en
estos
temas
pueden
tal
vez
intuirse
como
sigue.
Desde
un
punto
de
vista
conceptual,
se
trata
de
establecer
con
claridad
el
rol
que
la
idea
de
sociedad
ha
desempeñado
y
puede
seguir
teniendo,
en
la
comprensión
de
qué
hace
social
a
las
relaciones
sociales.
Asimismo,
la
tesis
del
rol
de
la
sociedad
como
ideal
regulativo
se
presenta
como
un
antídoto
contra
la
igualación
de
sociedad
y
estado-‐nación
que
se
usa
(injustamente
en
mi
opinión)
no
sólo
para
criticar
a
Parsons
sino
a
la
teoría
sociológica
en
general.
Desde
un
punto
de
vista
metodológico,
y
en
respuesta
a
la
ya
canónica
división
entre
orientaciones
teóricas
y
empíricas,
el
enfoque
aquí
propuesto
intenta
mantener
vinculadas
las
narrativas
históricas
y
teóricas
sobre
el
desarrollo
de
las
sociedades
modernas
en
tanto
ambas
resultan
igualmente
relevantes
a
la
hora
de
entender
en
qué
consiste
efectivamente
un
enfoque
sociológico.
Desde
un
punto
de
vista
normativo,
finalmente,
la
reflexión
sobre
las
distintas
formas
en
que
hoy
en
día
se
expresa
el
fenómeno
del
eurocentrismo
en
la
sociología
y
ciencias
sociales
contemporáneas
nos
lleva
decididamente
a
enfrentar
los
momentos
universales
y
particulares
no
sólo
de
nuestra
propia
reflexión
sociológica
sino,
mucho
más
importante
aún,
del
tipo
de
sociedad
en
que
vivimos
y
aquellas
que
queremos
construir.
Es
este
último
asunto,
la
relación
entre
universalismo
y
sociología,
el
que
se
discute
en
los
próximos
dos
capítulos.
26
Capítulo
2.
Universalismo:
Reflexiones
sobre
los
Fundamentos
Filosóficos
de
la
Sociología
La
afirmación
de
Theodor
Adorno
de
que
la
sociología
es
víctima
de
un
tabú
antifilosófico
no
es
autoexplicativa
–incluso
para
los
estándares
de
la
propia
sociología
de
Adorno
que
es,
por
cierto,
cualquier
cosa
menos
autoexplicativa.
Por
un
lado,
en
el
contexto
de
las
ciencias
sociales
la
sociología
es
la
disciplina
que
mantiene
la
relación
más
ambivalente
con
su
propia
auto-‐
comprensión
de
ciencia.
La
dimensión
científica
de
la
sociología
–también
en
su
variante
positivista–
es
parte
fundamental
de
su
historia
e
identidad
disciplinar.
Pero
al
mismo
tiempo
esa
misma
identidad
científica
se
mantiene
bajo
el
permanente
escrutinio
–sino
ataque–
de
las
versiones
más
normativas,
teóricas
e
incluso
historicistas
de
la
propia
sociología.
Por
el
otro,
el
comentario
de
Adorno
es
también
curioso
porque
nadie
mejor
que
él
mismo
representa
una
tradición
altamente
reflexiva
y
filosóficamente
orientada
en
la
sociología.
Adorno
es
posiblemente
el
más
filósofo
de
los
sociólogos
del
siglo
XX
–tal
vez
un
verdadero
exponente
de
lo
que
podría
llamarse
una
sociología
filosófica–
por
lo
quizás
su
comentario
deba
en
realidad
ser
entendido
con
algo
de
ironía,
cuando
no
decididamente
como
una
autocrítica.
En
este
capítulo
no
voy
a
intentar
refutar
o
validar
el
juicio
crítico
de
Adorno.
Su
advertencia
me
interesa
más
bien
como
una
invitación
a
reflexionar
sobre
una
característica
específica
del
trasfondo
filosófico
de
la
sociología
que
tiende
a
quedar
de
lado
puesto
que
hay
otras
tareas
que
son
siempre
más
apremiantes.
Lo
tomo
como
una
invitación
para
empezar
a
analizar
y
reconstruir
tal
pasado
filosófico
para,
desde
allí,
hacerse
también
la
pregunta
sobre
su
rol
en
el
presente
y
el
futuro
de
la
disciplina.
Hacia
el
interior
de
la
disciplina,
me
interesa
proponer
una
vía
para
conectar
la
historia
de
la
sociología
con
su
propio
pasado
filosófico;
hacia
su
exterior,
esta
reflexión
me
parece
que
coloca
a
la
disciplina
frente
a
fuertes
desafíos
conceptuales
y
normativos
en
su
intento
por
comprender
la
sociedad
contemporánea.
Este
doble
movimiento
me
parece
nos
puede
ayudar
a
desentrañar
algunas
de
las
razones
que
llevan
a
la
sociología
a
intentar
resolver
preocupaciones
que
no
sólo
desbordan
su
autocomprensión
científica,
sino
que
también
son
constantemente
reintroducidas
al
interior
de
su
propia
práctica
científica.
Me
refiero
al
vínculo
entre
sociología
y
universalismo.
La
tesis
central
del
capítulo
es
que
una
marcada
pretensión
universalista
caracteriza
aquello
que
podemos
denominar
conocimiento
propiamente
sociológico.
En
tanto
heredera
crítica
de
las
teorías
del
derecho
natural
y
de
la
ilustración
en
los
siglos
XVII
y
XVIII,
la
sociología
adopta
una
pretensión
universalista
basada
en
ellas
y
no
puede
deshacerse
sin
más
de
ese
horizonte
universalista.
Pero
ese
anclaje
histórico
le
obliga
a
la
propia
tradición
sociológica,
si
no
quiere
transformarse
en
una
pieza
de
museo
con
relevancia
sólo
para
quien
se
interese
en
la
historia
de
las
ideas,
a
repensar
constantemente
en
qué
consiste,
cuáles
son
las
virtudes
y
defectos,
y
cómo
ha
de
renovar
su
propia
pretensión
universalista.
El
capítulo
procede
de
la
siguiente
manera.
La
primera
sección
explora,
bajo
la
guía
de
Reinhart
Koselleck,
el
vínculo
tripartito
entre
la
noción
de
crisis
en
uso
en
los
albores
de
la
modernidad,
el
surgimiento
de
la
sociología
y
el
problema
del
universalismo.
Desde
ahí
se
explican,
por
un
lado,
las
dimensiones
centrales
de
la
pretensión
universalista
de
la
sociología
y,
por
el
otro,
se
exploran
las
consecuencias
de
esa
pretensión
para
la
tensión
entre
descripción
y
normatividad
que
se
expresa
al
interior
de
la
propia
disciplina.
La
segunda
parte
intenta
desentrañar
las
relaciones
que
pueden
efectivamente
encontrarse
entre
el
derecho
natural
moderno
y
el
pensamiento
sociológico
a
través
de
la
idea
de
afinidad
electiva
(en
el
capítulo
siguiente,
como
se
verá,
este
vínculo
se
explora
bajo
la
figura
dialéctica
de
la
Aufhebung,
conservación
y
trascendencia).
Algunos
trabajos
de
Leo
Strauss,
Robert
Fine,
Johannes
Messner
y
Jürgen
27
Habermas
hacen
de
puente
entre
ambas
tradiciones
y
permiten
sugerir
que
si
bien
la
sociología
surge
con
la
promesa
de
romper
con
los
presupuestos
metafísicos
del
derecho
natural,
la
primera
establece
una
relación
ambivalente
con
el
segundo
a
partir
de
la
pretensión
universalista
que
comparten.
La
tercera
sección
se
centra
en
la
crítica
más
extendida
a
la
expresión
de
esa
pretensión
universalista
en
la
obra
de
los
sociólogos
clásicos:
su
eurocentrismo.
Se
intenta
mostrar
que
la
respuesta
a
los
defectos
eurocéntricos
de
la
sociología
no
pasa
por
el
abandono
de
su
pretensión
universalista
original,
sino
por
su
creciente
refinamiento
y
reflexivización.
El
texto
culmina
con
algunas
consideraciones
sobre
los
desafíos
que
la
crítica
postmoderna
y
la
nueva
ortodoxia
globalista
le
plantean
a
la
forma
tradicional
en
que
la
sociología
ha
entendido
su
propio
contenido
y
orientación
universalista.
Crisis,
sociología,
universalismo
El
argumento
central
de
esta
primera
sección
es
que
el
diagnóstico
de
crisis
con
que
la
sociología
ha
operado
tradicionalmente
puede
explicarse
como
consecuencia
de
la
orientación
universalista
en
que
se
funda
y
que
la
acompaña
hasta
el
día
de
hoy.
El
contexto
en
el
que
surgen
los
conceptos
centrales
de
la
disciplina
está
marcado
por
la
idea
de
crisis
y
es
desde
allí
que
se
pueden
derivar
una
serie
de
características
distintivas.
El
rol
de
la
idea
de
crisis
en
la
autocomprensión
del
surgimiento
de
la
modernidad
ha
sido
rastreado
magistralmente
por
Reinhart
Koselleck,
y
si
bien
su
reconstrucción
de
los
sentidos
premodernos
del
término
no
es
nuestro
foco
directo,
una
breve
revisión
es
ilustrativa
para
determinar
los
posibles
usos
del
la
idea
de
crisis
en
la
sociología
y
de
los
ámbitos
en
que
resulta
aplicable.
En
el
período
de
la
Grecia
clásica,
la
idea
de
crisis
era
“parte
de
los
conceptos
centrales
de
la
política”
y
se
refería
a
la
determinación
del
ordenamiento
jurídico
justo
de
la
comunidad
política
(Koselleck
2007:
241).
A
ello
se
agrega,
también
en
ese
período,
su
referencia
médica
a
un
estado
de
enfermedad.
La
crisis
en
este
sentido
implica
“tanto
el
estado
observable
como
el
juicio
(judicium)
sobre
el
curso
de
la
misma
que,
en
un
número
determinado
de
días,
lleva
a
la
decisión
de
si
el
enfermo
sobrevive”
(Koselleck
2007:
243).
Y
hay
aún
otra
connotación,
de
corte
más
bien
teológica,
donde
el
mismo
juicio
ya
referido
“contiene
también
una
promesa
de
salvación”
(Koselleck
2007:
242).
La
posterior
transformación
latina
del
término
la
inserta
aún
más
en
el
contexto
de
los
asuntos
sociopolíticos
para
pasar
a
indicar
“aquel
período
del
tiempo
en
el
que
la
decisión
es
inminente,
pero
aún
no
ha
recaído”
(Koselleck
2007:
243).
En
los
albores
de
la
modernidad,
la
idea
de
crisis
comienza
a
adquirir
una
creciente
centralidad.
Koselleck
distinguirá
para
ese
período
tres
campos
principales
en
los
que
se
apela
al
concepto
de
crisis
y
con
ello
nos
acercamos
al
momento
en
que
su
inclusión
en
el
léxico
sociológico
se
hace
detectable:
una
función
“histórico-‐discriminante
y
sentenciadora”,
una
“médico-‐diagnóstica”
y
una
“teológico-‐evocativa”
(Koselleck
2007:
253).
Desde
el
punto
de
vista
histórico,
ya
desde
finales
del
siglo
XVIII
“
‘crisis’
se
convierte
en
signatura
estructural
de
la
Época
Moderna”
(Koselleck
2007:
251).
La
noción
misma
de
crisis
“se
convierte
en
el
concepto
supremo,
temporalmente
elástico
de
los
modernos”
(Koselleck
2007:
255).
El
resultado
es
que
la
crisis
es
simplemente
otra
forma
de
referirse
al
tiempo
presente,
con
lo
que
“
‘crisis’
pasa
a
ser,
sencillamente,
un
concepto
estable
para
‘historia’
”
(Koselleck
2007:
250)
y
la
modernidad
deviene
en
aquel
período
histórico
marcado
por
una
crisis
crónica,
un
presente
eterno.
La
función
médico-‐diagnóstica
de
la
idea
de
crisis
se
refiere
a
la
acción
de
agentes
internos
o
externos
al
cuerpo
político
o
social
que
desencadenan
un
estado
de
cosas
nuevo.
Pero
la
adopción
del
juicio
crítico
respecto
a
en
qué
consiste
la
crisis
no
es
lo
central:
más
importante
es
cómo
ha
28
de
tratarse
al
paciente
ya
sea
para
restaurar
el
status
quo
ante
o
para
establecer
un
nuevo
orden.
Y
en
su
orientación
teológica,
lo
que
prima
es
la
recurrente
apelación
a
un
orden
superior
u
objetivo
con
el
que
se
intenta
dar
sentido
no
sólo
a
eventos
específicos
sino
también
al
decurso
histórico
como
un
todo:
“sobre
la
base
de
la
promesa
del
‘último
día’
que
habrá
de
venir,
‘crisis’
puede
definirse
como
la
última
decisión
histórica,
tras
la
que
la
cualidad
de
la
historia
experimenta
un
cambio
fundamental”
(Koselleck
2007:
251).
La
forma
específica
en
que
la
historia
de
la
sociología
se
enlaza
con
la
del
concepto
de
crisis
dice
relación
con
su
condición
de
ser
la
ciencia
dedicada
a
ella
de
manera
prioritaria.
Comte
da
un
paso
al
frente
y
hace
suya
la
tarea:
“se
precisa
una
especie
de
ciencia
de
la
crisis,
que
conozca
la
sociedad
y
las
leyes
de
su
historia”
(Koselleck
2007:
255).
Habiendo
abusado
del
trabajo
de
Koselleck,
quiero
ahora
sacar
algunas
consecuencias
de
esta
breve
discusión:
cuando
la
sociología
habla
de
crisis,
por
lo
general
está
haciendo
mención
a
dos
tipos
distintos
de
crisis.
Por
un
lado,
la
gran
mayoría
de
los
diagnósticos
epocales
de
la
sociología
refieren
a
un
estado
de
crisis
social
–más
o
menos
agudo
y
con
un
contenido
o
causa
específica
también
cambiante.
La
crisis
se
expresa
tanto
en
el
rompimiento
traumático
con
un
estado
de
cosas
anterior
como
también
en
la
comparación
entre
ese
estado
de
cosas
que
se
constata
empíricamente
y
las
posibilidades
últimas
a
él
asociado
y
que
se
asume
como
situación
ideal
con
valor
universal.
En
otras
palabras,
no
se
trata
sólo
de
que
países
periféricos
y
zonas
subdesarrolladas
sean
la
versión
imperfecta
de
aquello
que
tiene
lugar
en
Europa
–aunque
el
eurocentrismo
es
sin
duda
parte
del
problema
y
más
adelante
algo
tendremos
que
decir
sobre
él
(ver
también
el
capítulo
1).
Respecto
de
la
forma
en
que
opera
la
pretensión
universalista
de
la
sociología,
es
igualmente
importante
comprender
que
la
crisis
con
que
la
disciplina
opera
dice
relación
también
con
que
aquello
que
tiene
empíricamente
lugar
en
Europa
es
expresión
insuficiente
de
sus
propias
posibilidades
evolutivas:
“El
trasfondo
de
esta
crisis
permanente
es
la
discrepancia
entre
una
estructura
social
cambiante
y
los
siempre
inadecuados
regímenes
políticos,
que
por
eso
mismo
han
perdido
su
legitimidad”
(Koselleck
2007:
260).
El
diagnóstico
de
crisis
dice
entonces
relación
con
las
consecuencias
negativas
que
esta
situación
de
potencialidades
internas
no
realizadas
ha
de
tener
a
todo
nivel
(social,
cultural,
individual).
Pero
la
sociología
opera
igualmente
con
otro
diagnóstico
de
crisis
que
no
se
enfoca
en
la
descripción
de
la
sociedad
sino
que
refiere
a
los
fundamentos
de
su
propio
quehacer
como
disciplina
científica
–y
a
este
respecto
la
utilidad
de
la
reconstrucción
de
Koselleck
es
algo
más
indirecta.
Se
trata
de
una
crisis
de
tipo
más
cognitivo
que
se
expresa
en
un
escepticismo
sobre
la
validez
de
sus
propios
conceptos
centrales
y
estrategias
metodológicas.
La
sociología
sufre
con
el
hecho
de
tener
que
hacer
afirmaciones
sobre
la
base
de
presupuestos
crónicamente
problemáticos,
sufre
con
las
imperfecciones
e
impurezas
de
los
métodos
con
los
que
intenta
registrar
las
relaciones
sociales,
y
vuelve
a
sufrir
con
el
hecho
de
que
sus
explicaciones
son
recibidas
con
frialdad
por
los
actores
en
sus
mundos
de
la
vida
cotidianos.
Sin
duda,
esta
interrogación
sobre
la
inadecuación
de
los
procedimientos
para
la
generación
del
conocimiento
sociológico
puede
tornarse
cínica
–con
la
igualación
entre
sociología
e
ideología–
o
tener
asimismo
consecuencias
paralizantes
–con
la
disolución
de
la
sociología
en
epistemología.
La
crisis
cognitiva
de
la
sociología
debe
entonces
entenderse
como
la
aporía
generada
a
partir
de
la
afirmación
del
carácter
histórico
y
socialmente
condicionado
de
su
saber,
por
un
lado,
y
del
intento
por
trascender
ese
mismo
postulado
para
hacer
posible
el
desarrollo
de
explicaciones
que
sean
efectivamente
superiores
a
las
del
sentido
común
de
los
actores
legos
–y
que
los
propios
actores
habrán
de
reconocer
como
tales,
por
el
otro
(Habermas
1990a,
Kim
2005).
29
Un
elemento
común
de
esta
peculiar
forma
que
la
sociología
tiene
de
entender
tanto
el
mundo
social
como
sus
propios
procedimientos
es
la
orientación
universalista
que
hace
de
fundamento
de
la
disciplina.
Tanto
en
el
caso
de
la
observación
de
la
sociedad
como
en
el
de
la
autorreflexión
sobre
la
validez
del
conocimiento
sociológico,
el
postulado
de
la
crisis
presupone
una
distancia
entre
el
registro
empírico
de
lo
que
se
observa
y
aquel
estado
de
cosas
ideal
que
se
habría
esperado
encontrar
o
conseguir:
la
sociedad
no
se
mueve
en
la
dirección
supuesta,
las
metas
alcanzadas
no
producen
las
consecuencias
esperadas,
los
actores
se
resisten
a
reconocer
la
primacía
del
conocimiento
sociológico,
que
a
su
vez
duda
sobre
sí
mismo
una
y
otra
vez.
En
otras
palabras,
la
problemática
autocomprensión
científica
de
la
sociología
la
lleva
a
concentrarse
en
el
registro
de
lo
que
es,
pero
sus
preguntas,
conceptos
y
métodos
la
hacia
la
filosofía
y
con
ello
a
ir
más
allá
para
incluir
una
serie
de
explicaciones,
comparaciones
y
evaluaciones
con
el
fin
de
intentar
comprender
y
resolver
la
distancia
entre
lo
que
es
y
lo
que
podría
o
debiera
ser.
Nuevamente
puede
salir
Koselleck
a
nuestro
rescate:
“
‘Crisis’
se
convierte
en
un
punto
de
intersección
de
la
situación
actual
y
sus
condiciones
histórico
universales,
sin
cuyo
conocimiento
no
es
posible
efectuar
un
pronóstico”
(Koselleck
2007:
255).
Se
reafirma
así
no
sólo
el
vínculo
inmanente
entre
sociología,
modernidad
y
la
propia
noción
de
crisis,
sino
que
este
concepto
moderno
de
crisis
no
puede
entenderse
como
independiente
de
la
pretensión
universalista
de
la
propia
modernidad:
“el
concepto
de
crisis
adquiere
la
función
de
describir,
y
aun
de
evocar,
una
transición
histórico-‐universalmente
única,
pero
también
progresivamente
consolidada”
(Koselleck
2007:
257).
El
registro
exhaustivo
de
eventos
empíricos,
la
explicación
de
las
causas
últimas
de
esos
eventos
como
tendencias
generales
de
la
sociedad
moderna,
la
validación
de
los
métodos
con
que
se
llevó
a
cabo
tal
registro
y
explicación,
así
como
la
evaluación
normativa
de
esos
eventos
y
tendencias
respecto
de
un
estándar
superior,
se
han
mostrado
todas
como
tareas
propias
de
la
disciplina.
Planteadas
las
cosas
de
esta
manera,
el
argumento
que
quiero
sostener
es
que
el
conocimiento
sociológico
se
constituye
en
el
intento
por
hacer
más
abstractas,
reflexivas
o
refinadas:
(a)
las
definiciones
sobre
el
elemento
conceptual
que
ha
de
permitir
capturar
la
naturaleza
última
o
momento
fundante
de
lo
social
–es
decir,
contestar
la
pregunta
de
en
qué
consiste
el
elemento
social
de
las
relaciones
sociales;
(b)
los
métodos
para
controlar
las
distorsiones
que
se
producen
en
el
intento
por
registrar
de
manera
fidedigna
lo
social
y;
(c)
la
comprensión
de
la
crisis
social
que
surge
del
despliegue
insuficiente
o
incorrecto
de
las
propias
posibilidades
evolutivas
de
la
sociedad
moderna.
En
el
nivel
conceptual,
el
trabajo,
el
sentido
mentado
de
la
acción,
la
conciencia
colectiva,
la
intersubjetividad,
la
sociedad,
la
interacción
lingüística
o
las
selecciones
comunicativas
son
todas
formas
de
referirse
a
aquel
componente
definitivo
que
ha
de
permitir
explicar
en
qué
consiste
lo
social
de
las
relaciones
sociales
desde
un
punto
de
vista
universalista.
Cada
una
de
estas
posibles
definiciones
de
lo
social
guía
la
investigación
sociológica
en
direcciones
distintas,
pero
todas
tienen
en
común
el
intento
por
definir
aquel
elemento
fundante
de
lo
social
que
habría
de
permitir
a
la
sociología
investigar,
en
los
contextos
históricos
y
socio-‐culturales
más
diversos,
aquello
que
surge
cuando
dos
o
más
seres
humanos
se
relacionan.
A
nivel
metodológico,
la
sociología
intenta
construir
aquel
conjunto
de
estrategias,
protocolos
y
reglas
con
las
que
validar
sus
propias
observaciones
y
explicaciones
de
lo
social.
Desde
la
dialéctica
hasta
la
encuesta,
pasando
por
los
tipos
ideales
y
los
relatos
etnográficos,
los
métodos
de
investigación
sociológica
operan
bajo
el
supuesto
universalista
de
la
comprensibilidad
de
las
acciones
humanas
por
30
individuos
que
no
forman,
ni
llegarán
nunca,
a
ser
parte
del
grupo
en
estudio.
Y
aún
cuando
se
asume
que
inevitablemente
se
producirán
distorsiones
importantes,
igualmente
se
ha
de
operar
bajo
la
expectativa
fuerte
de
que
a
pesar
de
todas
las
dificultades,
los
sentidos,
motivaciones,
actitudes,
valoraciones,
expectativas
y
prejuicios
de
los
actores
pueden
ser
registrados,
compartidos
intersubjetivamente
y
finalmente
estudiados
con
posterioridad
por
el
observador
sociológico.
Y
en
lo
que
respecta
a
la
crisis
social
que
la
sociología
diagnostica,
la
pretensión
universalista
dice
relación
con
el
develamiento
de
los
obstáculos
que
impiden
la
expresión
cabal
del
momento
fundante
de
lo
social:
alienación
en
el
caso
del
trabajo,
jaula
de
hierro
en
el
caso
del
sentido
de
la
acción,
la
desdiferenciación
para
la
diferenciación
funcional,
o
la
comunicación
sistemáticamente
distorsionada
en
el
caso
de
la
interacción
lingüística.
Una
consecuencia
que
se
deriva
de
este
entendimiento
de
la
pretensión
universalista
de
la
sociología
es
que
permite
acercarse
al
problema
de
la
difícil
relación
entre
descripción
y
normatividad
en
la
disciplina.
Como
ya
se
dijo,
la
propia
autocomprensión
científica
de
la
sociología
incluye
una
dimensión
normativa
que
tradicionalmente
le
ha
estado
cerrada
no
sólo
a
las
ciencias
naturales,
sino
que
se
ha
ido
cerrando
progresivamente
también,
durante
el
siglo
XX,
para
disciplinas
afines
como
la
ciencia
política
o
la
economía
(Habermas
1989a).
La
pretensión
universalista
con
que
la
sociología
opera,
tanto
a
nivel
conceptual
como
metodológico,
da
impulso
a
una
reflexión
que
no
puede
mantenerse
ni
resolverse
dentro
de
parámetros
que
son
propios
de
las
disciplinas
científicas.
Al
mismo
tiempo,
esa
autoidentidad
científica
está
fuertemente
integrada,
y
no
puede
nunca
desaparecer
completamente,
sino
a
riesgo
de
que
la
sociología
“involucione”
en
filosofía
primera
(y
el
quehacer
y
modo
de
reflexión
de
la
sociología
se
haga
irreconocible
como
práctica
propiamente
científica).
La
ilusión
de
abandonar
toda
pretensión
normativa
se
ha
probado
insuficiente
para
los
propios
practicantes
de
la
disciplina
–incluso
como
mera
expresión
de
voluntad
respecto
de
cómo
debiera
comportarse
la
sociología
en
tanto
sociología.
A
su
vez,
ello
podría
explicar
el
por
qué
la
disciplina,
a
pesar
de
su
permanente
interés
por
cuestiones
normativas,
cuando
se
deja
instrumentalizar
políticamente
lo
hace
siempre
de
manera
imperfecta.
No
es
sólo,
como
bien
lo
ha
señalado
Habermas
(1987:
278),
porque
la
sociología
conservadora
y
la
sociología
crítica
son
co-‐originarias
desde
su
fundación
en
el
período
de
la
revolución
francesa:
la
sociología
“ha
surgido
en
la
misma
medida
tanto
el
espíritu
de
la
Revolución
como
el
de
la
Restauración;
cada
uno
de
los
bandos
de
la
guerra
civil
la
reclamó
para
sí”.
La
causa
de
esa
instrumentalización
política
imperfecta
radica
también
en
el
hecho
de
que
si
bien
la
sociología
se
interesa
en
la
dimensión
normativa
de
la
vida
social,
y
presta
constantemente
sus
servicios
a
distintas
causas
políticas,
en
el
proceso
de
abrazar
posiciones
normativas
termina
por
defraudar
tanto
a
quienes
fueron
en
su
busca
(porque
su
conocimiento
no
produce
los
resultados
esperados)
como
a
sí
misma
(porque
tiende
a
transformarse
en
sociología
poco
reflexiva
y
“de
mala
calidad”).
Parte
de
su
vocación
fundamental
está
simplemente
en
otro
lado
y,
para
seguir
siendo
sociología,
no
puede
sino
abandonar
la
causa
política
a
mitad
de
camino,
cuando
empieza
a
hacer
exigencias
poco
convenientes
para
la
coyuntura
o
a
exponer
verdades
incómodas
–o,
para
decirlo
con
Norbert
Elias
(1978),
en
su
carácter
de
destructora
de
mitos.
Pero
esa
no
es
la
única
consecuencia
de
la
tensión
entre
elementos
normativos
y
descriptivos.
En
la
medida
que
el
ingreso
permanente
de
la
sociología
en
cuestiones
normativas
se
entiende
como
consecuencia
de
su
universalismo
cognitivo,
ese
mismo
universalismo
cognitivo
impone
restricciones
al
tipo
de
orientaciones
normativas
que
pueden
efectivamente
justificarse
desde
una
perspectiva
sociológica.
El
interés
sociológico
por
cuestiones
normativas
resulta
de
una
suerte
de
rebalse
de
su
universalismo
cognitivo:
es
la
pretensión
de
conocimiento
sociológico
la
31
que
la
empuja
hacia
cuestiones
que
no
pueden
resolverse
sólo
como
cuestiones
descriptivas
o
explicativas,
sino
que
comprende
de
manera
integral
asuntos
valorativos
(capítulo
3=.
El
ingreso
de
la
sociología
al
debate
normativo
se
hace
desde
dentro
del
marco
de
referencia
que
su
universalismo
cognitivo
crea.
Y
si
bien
la
sociología
no
puede
desde
allí
derivar
la
existencia
de
una
única
normatividad
social
que
encarne
su
proyecto,
tampoco
es
posible
justificar
cualquier
clase
de
proposición
normativa
con
medios
sociológicos.
El
universalismo
cognitivo
de
la
sociología
ha
tendido
–aunque
no
siempre,
lamentablemente–
a
bloquear
el
desarrollo
de
explicaciones
y
posiciones
normativas
particularistas
de
todo
tipo:
culturalistas
(identidades
esenciales
que
impiden
o
garantizan
actitudes
de
tal
o
cual
tipo),
nacionalistas
(cuerpos
colectivos
con
rasgos
de
personalidad
distintivos),
raciales
(sólo
algunos
grupos
califican
como
seres
humanos
para
todo
efecto),
de
género
(diferencias
entre
hombres
y
mujeres
que
en
sí
mismas
explican
diferencias
de
comportamiento)
o
incluso
de
clase
(finalmente,
no
hay
ni
una
ciencia
proletaria
ni
una
burguesa).
Los
conceptos
y
métodos
de
la
sociología
requieren
de,
y
a
la
vez
presuponen,
una
concepción
universalista
de
la
especie
humana
que
abarca
a
todos
los
individuos
y
grupos
humanos.
La
pretensión
universalista
de
la
sociología
debe
poder
registrar,
conceptualizar
y
explicar
toda
clase
de
relaciones
sociales
–realmente
todas–
como
expresión
universalista
de
nuestra
condición
de
seres
humanos.
Sólo
aquellas
posiciones
que
abrazan
el
universalismo
normativo
que
asume
la
idea
de
una
única
especie
humana
cumplen
con
esta
condición,
y
ellas
surgen
del
universalismo
cognitivo
en
que
se
funda
la
sociología.
Por
cierto,
el
argumento
que
aquí
se
propone
no
dice
relación
con
la
determinación
de
cuántos
colegas,
y
en
qué
períodos,
han
privilegiado
posiciones
de
un
tipo
u
otro
–una
evaluación
preliminar
de
cuán
extendidas
están
ese
tipo
de
explicaciones
particularistas
en
la
sociología
de
América
Latina
se
lleva
a
cabo
en
el
capítulo
5
(Mascareño
y
Chernilo
2009).
Más
bien,
me
interesa
sostener
que
la
pretensión
universalista
cognitiva
puede
ser
reconstruida
a
partir
del
corpus
central
de
la
disciplina,
y
que
su
correlato
normativo,
aunque
menos
aparente,
puede
ser
igualmente
reconstruido.
La
orientación
cognitiva
fundamental
de
la
sociología
tiende
a
privilegiar
aquellos
conceptos,
métodos
y
proposiciones
normativas
que
son
capaces
de
referirse
al
desarrollo
de
la
modernidad
como
logro
evolutivo
de
la
especie
humana
en
su
conjunto
–la
idea
de
humanidad
como
un
dato
reciente
y
nada
trivial
de
la
evolución
de
la
propia
especie
(Finkielkraut
2001).
Y
a
partir
del
dato
básico
de
la
modernidad
como
constatación
de
la
impredecible
variabilidad
socio-‐cultural
y
normativa
de
las
relaciones
sociales,
la
sociología
enfrenta
esta
tarea
desde
un
universalismo
que
no
puede
ser
homogeneizante
sino
que
es
pluralista
desde
el
inicio
(capítulo
4).
Parafraseando
a
C.
W.
Mills
(1986),
esta
pretensión
universalista
puede
entenderse
como
la
gran
promesa
de
futuro
de
la
sociología.
Pero
me
interesa
mostrar
que
es
una
promesa
de
futuro
que
se
basa
en
el
hecho
de
ser
también
su
orientación
intelectual
fundacional.
Para
ello,
debemos
explorar
el
origen
de
la
pretensión
universalista
de
la
sociología
en
la
tradición
del
derecho
natural.
Universalismo,
derecho
natural,
sociología
El
tema
de
los
orígenes
intelectuales
de
la
sociología
no
es
por
cierto
un
tema
nuevo
y
son
varias
las
respuestas
que
se
han
entregado
al
respecto.
A
la
sociología
se
la
presenta
por
lo
general
como
la
heredera
algo
díscola
de
la
filosofía
de
la
ilustración
(Aron
1965,
Cassirer
1979,
Gay
1973,
Heilbron
1995,
Parsons
1968,
Seidman
1983),
como
parte
de
la
reacción
romántica
contra
la
propia
ilustración
(Hawthorn
1976,
Nisbet
1967)
y
por
cierto
como
reflexión
crítica
sobre
el
carácter
intrínsecamente
contradictorio
del
capitalismo
como
expresión
fundamental
de
la
vida
social
moderna
(Giddens
1998,
Marcuse
1979,
Zeitlin
1990).
Sin
pretender
necesariamente
32
contradecir
estas
interpretaciones,
la
hipótesis
que
me
interesa
explorar
en
este
capítulo
dice
relación
con
una
afinidad
electiva
entre
derecho
natural
y
sociología,
afinidad
electiva
que
viene
dada
justamente
por
la
pretensión
universalista
que
ambas
compartirían.
No
se
trata,
por
cierto,
de
afirmar
que
la
sociología
es
un
mero
apéndice
del
derecho
natural
moderno
–como
sí
se
lo
ha
hecho,
por
ejemplo,
en
relación
con
la
filosofía
política
(d’Entrèves
1973).
Tampoco
es
mi
intención
establecer
un
vínculo
causal
que,
saltándose
el
período
de
la
ilustración
en
el
siglo
XVIII,
conecte
directamente
el
surgimiento
de
la
sociología
con
las
teorías
del
derecho
natural
del
siglo
XVII:
como
ya
dije,
estoy
en
contra
de
la
idea
de
una
posible
disolución
de
la
sociología
en
filosofía
primera
o
incluso
epistemología.
Se
trata
de
intentar
establecer
una
conexión
entre
ambas
tradiciones
donde
compatibilidades
y
diferencias,
así
como
sus
posibles
interrelaciones,
puedan
todas
desplegarse
y
desde
allí
contribuir
a
mejorar
nuestro
trabajo
como
sociólogos.
Siguiendo
el
estudio
de
Michael
Löwy
sobre
la
afinidad
electiva
entre
el
pensamiento
mesiánico
judío
que
surge
durante
la
edad
media
y
las
utopías
radicales
de
principio
del
siglo
XX
en
Europa
central,
la
idea
de
afinidad
electiva
puede
entenderse
como
“una
relación
interna
rica
y
llena
de
sentido
entre
dos
configuraciones”
que
se
asumen
como
distintas
(Löwy
1992:
9).
La
tesis
de
Löwy
es
instructiva
en
este
contexto
porque
a
su
juicio
tanto
el
mesianismo
judío
como
el
radicalismo
de
inicios
del
siglo
XX
comparten
una
cierta
noción
de
redención
que
si
bien
se
expresa
de
manera
distinta
en
cada
tradición
–religiosa
(y
por
ello
trascendente)
en
el
primer
caso
y
política
(y
por
ello
inmanente)
en
el
segundo–
comparten
una
visión
restauradora
del
pasado,
la
idea
de
un
evento
crítico
que
transforma
de
manera
radical
el
presente
y
entrega
un
sentido
de
utopía
futura.9
De
manera
análoga,
la
idea
de
afinidad
electiva
como
estrategia
metodológica
para
estudiar
el
vínculo
entre
sociología
y
derecho
natural
se
justifica
a
partir
de
que
ambas
tienen
una
pretensión
universalista.
Esa
pretensión
universalista
le
permite
tanto
a
la
sociología
como
al
derecho
natural
hacer
frente
al
problema
de
la
distancia
entre
estándares
suprahistóricos
y
diferencias
socio-‐culturales
–tanto
desde
una
perspectiva
primordialmente
normativa,
para
el
caso
del
derecho
natural,
o
desde
una
perspectiva
de
corte
más
cognitivo
para
el
caso
de
la
sociología.
La
afinidad
electiva
se
expresa
en
las
similitudes
y
continuidades
entre
los
dos
momentos
que
se
espera
estudiar;
en
una
“cierta
clase
de
conexión
entre
fenómenos
aparentemente
distintos
dentro
del
mismo
campo
cultural
(religión,
filosofía,
literatura)”
(Löwy
1992:
10).
Pero
intenta
al
mismo
tiempo
capturar
sus
diferencias
y
especificidades
en
una
“elección
mutua
que
implica
una
distancia
previa,
un
vacío
intelectual
que
debe
llenarse,
una
cierta
heterogeneidad
ideológica”
(Löwy
1992:
12).
Vistas
las
cosas
de
este
modo,
lo
primero
que
se
constata
es
que
ambas
tradiciones
son
efectivamente
distintas.
La
literatura
recién
referida
sobre
el
surgimiento
de
la
sociología
poco
y
nada
se
interesa
en
el
derecho
natural;
y
entre
quienes
han
reconstruido
la
tradición
del
derecho
natural,
la
sociología
simplemente
parece
no
existir
(Haaknossen
1996,
Hochstrasser
2000,
Tuck
1981).10
En
todo
caso,
sí
es
posible
encontrar
trazos
de
este
vínculo
en
relación
a
temas
concretos.
Las
teorías
de
los
sentimientos
morales
de
Adam
Smith
se
han
discutido
en
relación
sociología
y
derecho
natural
que
no
se
explora
en
este
capítulo
pero
sí
en
el
siguiente.
10
Si
bien
no
se
trata
de
un
tratamiento
sistemático,
John
Finnis
(1980:
3)
sí
inicia
su
libro
sobre
una
teoría
contemporánea
de
la
ley
natural
indagando
en
las
estrategias
de
construcción
de
conceptos
de
las
ciencias
sociales
tomando
como
referencia,
entre
otros,
a
Max
Weber.
Pero
la
adopción
de
ese
punto
de
partida
no
lleva
a
Finnis
a
preguntarse,
siquiera
de
manera
indirecta,
por
las
posibles
relaciones
entre
ambas
tradiciones.
33
11 Sin embargo, un antecedente parcial lo encontramos en la obra de Ernst Troeltsch, quien publicó dos
ensayos
sobre
el
tema
del
derecho
natural
desde
una
perspectiva
sociológica
a
inicios
del
siglo
XX
(1958
[1922]
y
2005
[1911]).
El
segundo
de
estos
trabajos
fue,
de
hecho,
la
ponencia
de
Troeltsch
en
el
Primer
Congreso
Alemán
de
Sociología
en
1910
(Harrington
2004).
34
Natural”
(ese
es
justamente
el
título
de
su
libro).
La
tesis
central
de
Messner
es
que
la
sociología
debe
prestar
más
atención
a
los
problemas
filosóficos
y
morales
que
están
en
el
centro
de
la
tradición
del
derecho
natural
porque
de
su
mejor
comprensión
ha
de
resultar,
a
su
vez,
una
mejor
comprensión
sociológica
de
la
sociedad
moderna.
En
ese
sentido,
su
argumento
sobre
las
relaciones
entre
ambas
tradiciones
tiene
relevancia
para
el
asunto
que
nos
convoca
aquí.
Primero,
Messner
sostiene
que
el
vínculo
puede
explorarse
por
el
lado
de
una
sociología
del
derecho
natural;
es
decir,
mediante
un
análisis
sociológico
del
derecho
natural
tanto
desde
el
punto
de
vista
de
sus
doctrinas
jurídicas
(en
tanto
sociología
del
derecho),
como
desde
el
punto
de
vista
de
su
relación
con
otras
formas
de
conocimiento
sobre
la
sociedad
en
distintos
contextos
y
períodos
(como
rama
de
la
sociología
del
conocimiento,
si
se
quiere).
En
segundo
lugar,
Messner
(1964:
9)
señala
que
el
período
del
surgimiento
de
la
sociología
hacia
finales
del
siglo
XIX
coincide
con
uno
de
los
momentos
de
mayor
rechazo
hacia
las
doctrinas
del
derecho
natural,
lo
que
podría
explicar
la
falta
de
interés,
o
incluso
desdén,
que
la
sociología
y
quienes
se
dedican
a
reconstruir
su
historia
han
mostrado
por
el
derecho
natural.
Tercero,
Messner
(1964:
24)
argumenta
que,
a
lo
largo
del
siglo
XX,
la
sociología
ha
sido
incapaz
de
comprender
el
derecho
natural
porque
se
ha
visto
presa
de
un
tipo
de
reducción
nacionalista
donde
el
derecho
positivo
estatal-‐nacional
es
visto
como
la
única
fuente
legitima
de
legalidad
y
legitimidad
(la
relación
entre
nacionalismo
metodológico
y
derecho
natural
se
explora
en
detalle
en
el
capítulo
7).
Así
las
cosas,
el
texto
de
Messner
apunta
en
una
dirección
que
nos
interesa
–más
aun
cuando
él
vincula
la
tradición
del
derecho
natural
a
temas
como
la
justica,
la
dignidad
humana
y
el
derecho
a
la
resistencia
(que
es
también
la
forma
en
que
esta
tradición
es
rescatada
desde
el
marxismo,
por
ejemplo,
en
Bloch
1999,
Douzinas
2000).
Sin
embargo,
el
problema
con
el
enfoque
de
Messner
radica
en
su
propia
concepción
del
derecho
natural
como
una
versión
aun
sólo
parcialmente
secularizada
de
las
enseñanzas
de
las
doctrinas
de
la
iglesia
católica.
Para
él,
el
centro
de
las
doctrinas
del
derecho
natural
está
en
una
concepción
de
naturaleza
humana
en
un
sentido
fuerte
(Messner
1964:
33),
así
como
en
la
invocación
dogmática
de
la
familia
como
núcleo
fundamental
de
la
sociedad:
“la
visión
social
científica
de
la
posición
de
la
familia
como
fuente
primigenia
de
todo
ser
plenamente
humano”
(Messner:
1964:
59).
Tampoco
es
especialmente
útil
para
nuestros
intereses
presentes,
ni
era
especialmente
intelectualmente
sofisticado
ya
en
su
momento,
el
que
Messner
sitúe
el
horizonte
normativo
del
derecho
natural
como
la
última
esperanza
del
“occidente
democrático”
en
contra
del
totalitarismo
soviético
(Messner
1964:
65-‐67).
Otro
intento
por
desplegar
esta
conexión
entre
teoría
social
y
derecho
natural
lo
encontramos
en
Robert
Fine
(2002),
quien
hizo
de
este
tema
el
hilo
conductor
de
su
reconstrucción
de
la
problemática
relación
de
Marx
con
la
tradición
que
él
llama
“jurisprudencia
clásica”:
Hobbes,
Montesquieu,
Rousseau,
Adam
Smith,
Kant
y
Hegel.
La
tesis
de
Fine
en
ese
trabajo
es
que
la
ruptura
de
la
jurisprudencia
clásica
–el
derecho
natural
moderno–
es
tan
radical
como
insuficiente:
“El
problema
con
la
jurisprudencia
clásica
no
fue
su
rompimiento
con
la
teoría
tradicional
del
derecho
natural
sino
más
bien
el
que
no
consiguió
completar
tal
rompimiento.
Abolió
la
teoría
del
derecho
natural
en
su
forma
tradicional
sólo
para
hacerla
resucitar
en
una
forma
moderna”
(Fine
2002:
21).
Fiel
a
su
forma
de
entender
el
desarrollo
de
la
moderna
teoría
social,
el
argumento
de
Fine
en
este
caso
es
que
entre
mientras
más
dos
formas
de
pensamiento
intentan
explícitamente
separarse,
más
crece
la
posibilidad
de
una
inesperada
e
incómoda
confluencia
entre
ellas.
De
esa
manera,
“tomados
como
unidad,
los
teóricos
de
la
jurisprudencia
clásica
demolieron
las
concepciones
tradicionales
del
derecho
natural,
pero
al
hacerlo
naturalizaron
la
ley
positiva”
(Fine
2002:
66).
Fine
demuestra
de
esta
forma
que,
lejos
de
rechazar
esa
tradición
de
pensamiento
jurídico
como
simple
ideología
burguesa,
Marx
habría
batallado
por
encontrar
el
elemento
racional
y
universal
que
allí
se
encuentra
para
integrarlo
a
35
su
propia
teoría.
En
ese
proceso,
el
momento
en
que
Marx
rompe
con
la
tradición
del
derecho
natural
–dada
su
forma
ingenua
o
ideológica
de
entender
las
relaciones
de
clase,
así
como
el
idealismo
ahistórico
de
sus
explicaciones
supuestamente
históricas–
debe
entenderse
como
complemento
y
no
como
negación
absoluta
de
los
temas
fundacionales
de
la
misma:
la
búsqueda
de
una
organización
justa
de
las
relaciones
sociales
sobre
la
que
fundar
un
(nuevo)
orden
social
racional
(Fine
2001:
85-‐98).
Un
último
antecedente
para
indagar
en
las
conexiones
entre
derecho
natural
y
sociología
lo
encontramos
en
los
estudios
sobre
las
relaciones
entre
teoría
y
praxis
del
entonces
treintañero
Jürgen
Habermas.
En
su
caso,
el
énfasis
está
en
la
forma
en
que
los
primeros
conceptos
de
historia,
orden,
progreso
y
derecho
con
que
surge
la
sociología
se
encuentran
fuertemente
anclados
en
la
tradición
del
derecho
natural:
“el
concepto
de
una
historia
natural
de
la
humanidad
en
progreso
hacia
lo
cada
vez
mejor
(…)
apadrinó
a
la
sociología”
desde
su
período
de
formación
(Habermas
1987:
287).
Desde
un
punto
de
vista
filosófico,
el
acto
fundacional
de
la
modernidad
política
es
un
acto
de
restauración
donde
los
preceptos
del
derecho
natural
tradicional
se
invocan
para
reestablecer
un
(imaginario
antes
que
real)
status
quo
ante:
“
‘evolución
del
derecho
natural’
fue
el
concepto
filosófico
que
la
revolución
se
formó
de
sí
misma
tan
pronto
como
fue
conceptuada
como
revolución
–en
la
separación
de
las
colonias
americanas
de
la
madre
patria
y,
sobre
todo,
en
la
caída
de
Ancien
Régime”
(Habermas
1987:
87).
En
los
hechos,
sin
embargo,
el
acto
fundante
que
se
expresa
en
la
declaración
de
derechos
fundamentales
no
sólo
debe
hacer
frente
a
un
nuevo
tipo
de
relaciones
sociales
–la
liberación
del
tráfico
de
mercancías
entre
las
que
se
comienza
a
incluir
el
propio
trabajo
humano–
sino
que
problematiza
también
la
forma
en
que
este
nuevo
tipo
de
orden
social
ha
de
buscar
legitimidad:
Este
acto
de
declaración
debía
exigir
para
sí
engendrar
el
poder
político
exclusivamente
a
partir
de
la
comprensión
filosófica.
Esta
idea
de
la
realización
política
de
la
filosofía,
a
saber:
la
creación
autónomo-‐contractual
de
la
coerción
jurídica
a
partir
tan
sólo
de
la
coerción
de
la
razón
filosófica,
es
el
concepto
de
revolución
que
se
sigue
inmanentemente
de
los
principios
fundamentales
del
derecho
natural
moderno
(Habermas
1987:
90)
Habermas
muestra
con
ello
que
la
pregunta
sobre
el
fundamento
normativo
del
orden
social
moderno
se
separa,
pero
también
descansa
y
presupone,
el
fundamento
de
racionalidad
que
le
provee
el
marco
normativo
del
derecho
natural.
Ello
podría
explicar
por
qué
buena
parte
de
las
reconstrucciones
y
los
análisis
sobre
la
tradición
del
derecho
natural
enfatizan
que
aún
cuando
parece
habérselo
matado
una
y
mil
veces,
el
derecho
natural
reaparece
en
la
modernidad
de
distintas
formas
y,
por
cierto,
con
distintos
colores
políticos
(d’Entrèves
1973,
la
Torre
2006,
Oakley
2005,
Rommen
1998).
Para
terminar
de
hacer
plausible
mi
argumento
sobre
la
afinidad
electiva
entre
sociología
y
derecho
natural
a
partir
de
la
pretensión
universalista
que
ambas
comparten,
es
aún
necesario
decir
algo
más
sobre
la
propia
pretensión
universalista.
Como
ya
se
anunció,
en
las
teorías
del
derecho
natural
la
pretensión
universalista
se
expresa
primordialmente
en
el
nivel
normativo,
mientras
que
en
la
sociología
prima
el
nivel
descriptivo.
Que
el
derecho
natural
privilegie
lo
normativo
y
la
sociología
lo
descriptivo,
de
más
está
decirlo,
no
significa
que
cada
una
se
interese
exclusivamente
en
ese
plano
sino
simplemente
que
es
allí
donde
ha
hecho
su
contribución
principal.
Véase,
por
ejemplo,
la
forma
en
que
Heinrich
Rommen
–un
abogado
católico
alemán
que
terminó
en
el
exilio
durante
el
régimen
Nazi–
expresaba
en
1936
el
problema
del
surgimiento
de
la
tradición
temprana
del
derecho
natural:
36
La
idea
de
una
ley
natural
sólo
puede
surgir
cuando
los
hombres
empiezan
a
percibir
que
no
toda
ley
es
una
ley
divina
inalterable
e
inmutable.
Puede
surgir
sólo
cuando
la
razón
crítica
se
da
cuenta,
al
mirar
históricamente
para
atrás,
de
los
cambios
profundos
que
han
acaecido
en
la
ley
y
costumbres
reales
y
se
hace
consciente
de
la
diversidad
de
instituciones
morales
y
legales
de
su
propio
pueblo
en
el
transcurso
de
la
historia.
Y
cuando,
además,
al
mirar
más
allá
de
los
confines
de
su
propia
ciudad
estado
o
tribu,
se
da
cuenta
de
la
diferencia
con
las
instituciones
de
los
pueblos
vecinos.
Cuando,
por
lo
tanto,
la
razón
humana
sorprendida
al
constatar
esta
diversidad,
llega
por
primera
vez
la
distinción
entre
la
ley
divina
y
la
ley
humana
(Rommen
1998:
4)
Si
se
eliminan
las
referencias
a
la
ley
divina
y
se
las
reemplazan
por
referencias
más
racionalistas,
el
argumento
aparece
de
un
modo
similar
en
el
propio
Leo
Strauss.
A
su
juicio,
la
historia
parece
probar
la
tesis
de
que
todo
el
pensamiento
humano,
y
sin
duda
todo
el
pensamiento
filosófico,
se
refiere
a
los
mismos
temas
o
problemas
fundamentales;
existe,
por
lo
tanto,
un
marco
de
referencia
inmutable
que
permanece
frente
a
todos
los
cambios
del
conocimiento
humano
tanto
de
hechos
como
de
principios.
Esta
inferencia
es
obviamente
compatible
con
el
hecho
de
que
la
claridad
sobre
estos
problemas,
el
cómo
se
los
enfoca
y
las
soluciones
que
se
sugieren
cambian
de
pensador
a
pensador
y
de
época
en
época.
Si
los
problemas
fundamentales
permanecen
frente
a
todo
cambio
histórico,
el
pensamiento
humano
es
capaz
de
trascender
sus
limitaciones
históricas
o
de
capturar
algo
que
es
transhistórico.
Este
sería
verdad
incluso
si
fuese
cierto
que
todos
los
intentos
por
resolver
estos
problemas
están
destinados
a
fallar
y
que
están
destinados
a
fallar
en
razón
de
la
‘historicidad’
de
todo
el
pensamiento
humano
(Strauss
1974:
23-‐24)
Hay
dos
cuestiones
que
me
importa
destacar
antes
de
cerrar
esta
sección.
Primero,
la
sociología
surge,
en
ruptura
con
el
corpus
de
la
filosofía
política
anterior,
con
el
objeto
de
dar
cuenta
de
la
variabilidad
histórica
y
sociocultural
que
caracteriza
la
vida
moderna.
Se
hace
necesario
comprender,
comparar
y
en
definitiva
evaluar
esas
diferencias
y
la
observación
sociológica
se
transforma
un
una
forma
de
pensamiento
crecientemente
afinada
para
el
cumplimiento
de
esa
tarea.
Pero
esta
nueva
forma
de
filosofía
política
empírica
(Wagner
2001c),
intenta
tan
decididamente
romper
con
su
herencia
que
termina
por
rejuvenecerla.
Dicho
en
la
terminología
que
prefiere
Koselleck
(2007:
253),
la
modernidad
como
crisis
es
“histórico-‐conceptualmente”
posible
sólo
porque
“el
concepto
político
de
crisis,
mediante
un
enriquecimiento
teológicamente
alimentado,
en
el
sentido
del
juicio
final,
fue
elevado
a
la
categoría
de
concepto
filosófico-‐
histórico
epocal”.12
La
naciente
sociología
es
todavía
una
forma
de
filosofía
política
que
no
renuncia
a
la
pretensión
universalista
que
está
en
el
centro
de
su
propia
tradición.
Pero
ya
no
es
sólo
filosofía
política
sino
que
es
también
la
naciente
ciencia
empírica
de
lo
social.
Segundo,
con
la
idea
de
afinidad
electiva
se
intenta
hacer
presente
tanto
la
inserción
de
la
sociología
en
una
12 Esta referencia teológica es relevante para el argumento que se desarrolla en el capítulo 3 a través de la
tesis
de
la
secularización
de
Karl
Löwith.
Koselleck
es
estudiante
de
filosofía
en
Heidelberg
en
la
segunda
mitad
de
la
década
de
los
cincuenta,
la
época
en
que
Karl
Löwith
vuelve
a
enseñar
en
Alemania
(y
en
Heidelberg)
después
de
su
exilio
en
Japón
y
Estados
Unidos.
Koselleck
es
el
encargado
de
traducir
del
inglés
al
alemán
partes
del
libro
Meaning
in
History
en
que
Löwith
(1964)
explora
este
tema
(Donaggio
2006:
175).
37
tradición
intelectual
de
más
larga
duración
como
el
tipo
de
aporte
específico
que
el
derecho
natural
le
hace
a
la
sociología.
Ambas
intentan
proponer
estándares
suprahistóricos
con
alcance
universal
e
intentan
poner
esos
estándares
a
funcionar
para
la
comprensión
de
la
evidente
variabilidad
histórica
y
sociocultural
de
la
experiencia
humana
Pero
para
que
sea
propiamente
afinidad
electiva
debe
notarse
también
la
distancia
real
que
hay
entre
los
elementos
que
se
relacionan:
en
el
derecho
natural
el
universalismo
es
predominantemente
normativo
o
religioso
y
en
la
sociología
predominantemente
cognitivo
o
científico.
De
ello
se
sigue
que
los
modos
de
operar
y
preocupaciones
centrales
de
ambas
son
distintas
y
tienen
consecuencias
distintas.
La
pretensión
científica
de
la
sociología
indica
que
son
sus
conceptos
y
procedimientos
metodológicos
los
que
guían
su
orientación
normativa.
El
universalismo
normativo
de
la
sociología
clásica
–su
orientación
cosmopolita
basada
en
el
supuesto
de
la
unidad
de
la
especie
humana–
es
resultado
del
universalismo
cognitivo
con
que
se
fundan
sus
conceptos
y
métodos
más
importantes.
En
las
teorías
del
derecho
natural
se
opera
en
un
sentido
contrario:
es
la
pretensión
normativa
de
la
unidad
del
mundo
–natural,
social
y
trascendente–
así
como
la
existencia
de
leyes
generales
que
valen
para
todos
los
seres
humanos,
lo
que
obliga
a
buscar
evidencias
empíricas
que
permitan
reforzar
tal
creencia
en
una
unidad
original.
Dicho
de
otra
manera,
mientras
que
para
la
sociología
el
universalismo
normativo
es
una
exigencia
del
universalismo
con
que
se
orientan
sus
conceptos
centrales
y
métodos
de
investigación,
para
las
teorías
del
derecho
natural
el
universalismo
normativo
es
el
punto
de
partida
y
el
esfuerzo
cognitivo
que
puede
llegar
a
desplegar
se
encuentra
subordinado
a
esa
fe.
A
la
sociología
le
pasa
que,
tal
vez
sin
proponérselo,
no
puede
sino
terminar
afirmando
la
unidad
de
la
especie
humana
porque
así
se
lo
indica
el
desarrollo
de
unas
reglas
del
método
o
tipos
ideales
que
pretenden
organizar
los
resultados
de
investigaciones
sobre
lo
social
de
las
relaciones
sociales
en
distintos
contextos
culturales
y
períodos
históricos.
Puesto
que
los
métodos
y
conceptos
han
de
mostrar
su
utilidad
universal,
entonces
todos
quienes
pueden
ser
estudiados
con
esos
métodos
han
de
poseer
al
menos
alguna
característica
común
que
los
haga
parte
de
la
misma
especie
(humana).
Universalismo,
eurocentrismo,
sociología
clásica
Hasta
aquí
he
intentado
hacer
plausible
la
conexión
entre
universalismo
y
sociología
tanto
en
lo
que
se
refiere
al
contexto
de
crisis
en
que
la
disciplina
surge
–y
se
propone
estudiar–
como
en
su
relación
con
la
tradición
intelectual
del
derecho
natural.
Una
posibilidad
sería
ahora
entregar
apoyo
textual
para
mi
tesis
en
la
obra
de
la
primera
generación
de
sociólogos,
desde
Marx
a
Simmel.
Pero
puesto
que
eso
lo
he
realizado
en
otra
parte
(Chernilo
2007,
2010),
aquí
simplemente
voy
a
repasar
los
lineamientos
más
generales
de
esa
discusión
con
el
objetivo
de
reflexionar
sobre
el
desafío
que
la
crítica
de
eurocentrismo,
tal
vez
si
la
más
representativa
de
las
críticas
que
se
le
han
hecho
a
la
sociología
clásica,
le
plantea
a
la
tesis
de
la
pretensión
universalista
que
me
interesa
desarrollar.
Posiblemente
como
consecuencia
de
la
poca
atención
que
le
prestó
a
su
relación
con
las
teorías
del
derecho
natural,
los
trabajos
mencionados
al
inicio
de
la
sección
anterior
sobre
el
surgimiento
de
la
sociología
tampoco
hicieron
mayor
asunto
de
la
pretensión
universalista
que
orienta
la
actividad
intelectual
de
los
sociólogos
clásicos.
Sin
llegar
a
sostener
que
esa
literatura
pasó
completamente
por
alto
el
rol
de
la
pretensión
universalista
de
la
sociología
clásica,
sí
es
cierto
que
no
fue
lo
suficientemente
explícita
en
su
tratamiento.
La
forma
en
que
esa
reflexión
se
encuadra
es
instructiva.
El
reconocimiento
de
la
posible
pretensión
universalista
de
la
sociología
clásica
es
algo
equívoca
puesto
que
cuando
se
la
reconoce
queda
subordinada,
cognitiva
y
38
respecto
a
la
cuestión
nacional
–su
defensa
del
colonialismo
británico
en
la
India,
su
aceptación
del
tratamiento
despectivo
de
Engels
hacia
las
nacionalidades
eslavas
como
“pueblos
sin
historia”,
la
ironía
con
que
se
refiere
a
los
procesos
de
independencia
latinoamericana,
así
como
su
ambivalente
internacionalismo
al
interior
de
Europa
-‐
serían
todas
expresión
de
la
misma
naturalización
del
fenómeno
nacional
que
no
se
había
nunca
tomado
como
objeto
de
investigación
sistemático
(Larraín
1989,
Rosdolsky
1980,
Sayer
1991).
Los
problemas
de
esta
visión
sobre
el
surgimiento
de
la
sociología
no
fueron
objeto
de
revisión
durante
bastante
tiempo,
pero
en
el
último
tiempo
sus
imprecisiones
han
comenzado
a
hacerse
evidentes
(Turner
1990,
2006,
Fine
2004,
Inglis
y
Robertson
2004,
Inglis
2009).
Primero,
porque
la
historia
de
la
disciplina
no
puede
narrarse
desde
el
punto
de
vista
del
nacionalismo
metodológico:
para
la
sociología
el
estado-‐nación
es
sin
duda
la
forma
más
importante
de
organización
socio-‐política
de
la
vida
moderna,
pero
no
es
su
forma
natural
o
necesaria
(capítulo
6).
El
legítimo
interés
por
la
formación
y
expansión
de
los
estados-‐nación
europeos
no
es
el
asunto
que
guía
la
agenda
de
la
sociología
clásica
y
a
partir
del
cual
subordina
el
resto
de
su
programa
intelectual.
Segundo,
porque
la
sociología
clásica
sí
ofrece
un
concepto
de
estado-‐
nación
como
aquella
formación
sociopolítica
moderna
que
es
capaz
de
manejar
con
éxito
su
propia
opacidad
histórica,
sociológica
y
normativa.
El
estado-‐nación
ha
sido
exitoso
porque
históricamente
está
en
un
estado
de
crisis
permanente,
casi
a
punto
de
desaparecer,
y
sin
embargo
consigue
reinventarse
constantemente
y
con
ello
evitar
su
propio
ocaso;
porque
socioculturalmente
reclama
para
sí
lealtad
absoluta
pero
es
capaz
de
convivir
e
incluso
someterse
a
una
diversidad
de
identidades
sociales
de
clase,
religiosas
o
étnicas
cuando
se
ve
amenazado;
y
porque
normativamente
se
basa
en
una
idea
de
soberanía
inviolable
que
paradójicamente
sólo
puede
justificarse
por
referencia
a
principios
cosmopolitas
que
lo
trascienden.
Y
es
en
este
contexto,
tercero,
que
reaparece
con
fuerza
el
problema
del
universalismo
en
la
constitución
de
la
mirada
y
objeto
de
estudio
de
la
sociología.
Ese
sí
es,
me
parece
a
mí,
el
tema
que
marca
el
surgimiento
de
la
sociología:
la
explicación
del
surgimiento
geográfica
e
históricamente
situado
de
la
modernidad
europea
en
el
contexto
del
alcance
y
orientación
universal
de
la
misma:
El
hijo
de
la
moderna
civilización
occidental
que
trata
de
problemas
histórico-‐universales,
lo
hace
de
modo
inevitable
y
lógico
desde
el
siguiente
planteamiento:
¿qué
encadenamiento
de
circunstancias
ha
conducido
a
que
aparecieran
en
occidente,
y
sólo
en
occidente,
fenómenos
culturales
que
(al
menos
tal
y
como
tendemos
a
representárnoslos)
se
insertan
en
una
dirección
evolutiva
de
alcance
y
validez
universales?
(Weber
2001b:
11,
cursivas
en
el
original)
Este
es
el
párrafo
con
que
Weber
abre
su
Sociología
de
la
Religión.
Y
aunque
posiblemente
lo
hemos
escuchado
varias
veces,
no
está
de
más
repetir
que
la
mención
inicial
a
occidente,
con
la
que
da
inicio
a
su
estudio
sobre
las
relaciones
entre
ética
económica
y
religiosa
en
el
protestantismo,
no
es
una
referencia
endógena
o
autocontenida.
Por
el
contrario,
es
un
capítulo
más,
y
comparativamente
breve,
de
sus
estudios
sobre
las
relaciones
entre
ética
económica
y
las
distintas
religiones
mundiales:
Judaísmo
Antiguo,
Confucionismo,
Taoísmo,
Hinduismo,
Budismo
e
Islam.
Cierto,
se
trata
de
la
frase
con
que
se
abre
el
estudio
de
todas
las
religiones
con
alcance
civilizatorio
y
ello
indica
el
ángulo
desde
el
cual
se
hace
la
observación.
Pero
el
interés
de
Weber
por
el
protestantismo
no
sólo
es
similar
al
que
tiene
por
las
otras
religiones,
sino
que
su
proyecto
trata
justamente
de
explorar
qué
es
específico
de
esas
religiones
y
dónde
radica
su
propio
potencial
universal.
Además,
la
frase
deja
traslucir
también
las
dudas
con
que
el
propio
Weber
se
acerca
al
problema
del
universalismo:
su
nota
de
precaución
entre
paréntesis
y
el
uso
de
la
40
modernidad
europea
no
es
capaz
de
romper
el
círculo
vicioso
entre
relativismo
y
eurocentrismo
y,
por
el
contrario,
puede
caer
en
una
peligrosa
tentación
“Wikipedia”
donde
todas
las
opiniones
tienen
por
principio
el
mismo
valor
por
el
mero
hecho
de
expresarse.
Evitar
un
riesgo
tal
requiere
de
una
pretensión
decididamente
universalista.
Primero,
la
crítica
al
carácter
autocontenido
y
endógeno
de
las
visones
eurocéntricas
es
en
realidad
una
extensión
de
la
crítica
al
nacionalismo
metodológico
que
en
su
momento
se
concentró
en
la
falacia
de
entender
los
procesos
de
desarrollo
nacional
también
de
forma
endógena
(Martins
1974,
Smith
1979).
El
problema,
sin
embargo,
es
que
el
enemigo
no
es
únicamente
el
endogenismo
per
se
(capítulo
8)
sino
la
disolución
de
las
explicaciones
sociológicas
en
asuntos
geográficos
(Luhmann
2007)
o
en
problemas
de
escala
micro/macro
(Archer
2009).
Pero
hay
otra
dificultad
que
quizás
sea
aun
más
de
fondo.
Al
atribuir
a
esa
unidad
cualidades
que
no
posee
–coherencia
interna,
continuidad
temporal,
autocontención
normativa–
y
al
hacerla
coextensiva
con
la
tradición
intelectual
con
que
se
la
estudia
–la
sociología–
se
hace
en
los
hechos
imposible
proponer
cualquier
afirmación
o
explicación
adecuada
sobre
el
objeto
que
se
intenta
estudiar
(capítulo
6).
En
este
caso,
la
exagerada
crítica
de
eurocentrismo
dice
más
sobre
quien
hace
el
comentario
–es
decir,
la
lectura
de
Bhambra
de
la
tradición
sociológica–
que
sobre
las
especificidades
del
objeto
que
se
propone
estudiar:
el
origen
local
pero
potencialmente
universal
de
la
modernidad
que
surge
en
Europa.
¡El
eurocentrismo
se
ha
transformado
en
un
fantasma
tan
paralizante
que
su
miedo
simplemente
impide
cualquier
mención
a
Europa
y
su
rol
en
la
formación
de
la
modernidad!
En
definitiva,
el
asunto
se
juega
en
que
es
necesario
profundizar
en
vez
de
abandonar
la
pretensión
universalista
de
la
sociología.
Y
eso
es
tal
vez
lo
que
explica
que
cuando
se
enfrenta
a
la
disyuntiva
entre
relativismo
y
eurocentrismo,
Bhambra
utilice
expresiones
incómodas
del
tipo
“proto-‐universalismo”,
como
en
una
cita
anterior
o,
en
el
último
párrafo
de
su
libro,
“falso-‐
universalismo”
(Bhambra
2007:
155).
Pero
contra
esos
universalismos
de
segunda
clase,
lo
que
necesitamos
es
un
universalismo
más
refinado
y
reflexivo.
La
vocación
intelectual
de
la
naciente
disciplina
sociológica
que
ella
critica
puede
entonces
expresarse
en
una
tensión
que
se
mueve
entre
entender
el
universalismo
como
una
pretensión
inalcanzable
pero
que
sirve
de
guía
para
la
investigación
y
concebirlo
como
la
determinación
definitiva
de
un
conjunto
de
contenidos
específicos.
Cuando
se
cae
en
la
segunda
versión
lo
que
surge
es
el
eurocentrismo,
pero
cuando
se
expresa
la
primera
la
sociología
hace
del
universalismo
su
propio
ideal
regulativo
(Kant
1973,
capítulos
1
y
4).
La
orientación
universalista
de
la
sociología
se
ve
entonces
satisfecha
a
un
nivel
más
abstracto
y
no
en
el
hecho
de
quedar
anclada
a
una
u
otra
visión
particular.
Se
refiere
a
un
estándar
general
e
inalcanzable
que
orienta
la
investigación
sin
llegar
él
mismo
a
satisfacerse
nunca
en
un
objeto
de
investigación
empírico.
Es
por
eso
que
a
lo
largo
de
este
libro
se
lo
refiere
como
una
pretensión,
como
una
aspiración
que
puede
verse
defraudada
una
y
mil
veces
pero
que
no
por
eso
deja
de
tener
un
rol
que
jugar
en
la
orientación
de
la
acción.
La
crítica
de
eurocentrismo
contra
la
sociología
clásica
dice
relación
con
la
reificación
de
su
pretensión
universalista
de
conocimiento;
con
el
intento
por
encontrar,
de
una
vez
y
para
siempre,
el
contenido
último
de
ese
universalismo
en
un
conjunto
bien
delimitado
de
características
esencialmente
europeas.
Pero
el
eurocentrismo
no
consiste
sólo
en
el
intento
por
poner
a
Europa
como
centro
organizativo
y
horizonte
futuro
de
la
sociedad
moderna.
También
es
eurocéntrica
aquella
formulación
que,
en
vez
de
justificar
argumentativamente
su
aspiración
de
universalidad,
se
contenta
con
afirmarla
en
razón
de
una
prioridad
histórica,
ubicación
geográfica
o
acomodación
cultural
–lo
mismo
da
que
tal
característica
sea
supuesta
o
real.
La
42
postmoderna,
obligó
en
los
hechos
a
hacer
frente
a
varios
de
sus
resultados
más
importantes.
El
más
reciente
debate
sobre
la
globalización
vino
a
evidenciar
que
muchas
de
las
tendencias
históricas
más
importantes
de
las
últimas
décadas
tienen
en
los
hechos
consecuencias
análogas
a
lo
largo
y
ancho
del
globo.
Si
bien
el
globalismo
ha
sido
descrito
como
la
llegada
tardía
de
la
crítica
postmoderna
a
las
corrientes
principales
de
la
sociología
(Wagner
2001c),
esta
caracterización
esconde
el
hecho
de
que,
en
la
práctica,
la
agenda
de
la
nueva
ortodoxia
globalista
fue
más
bien
anti-‐postmoderna
en
su
énfasis
en
las
consecuencias
homogenizadoras
de
prácticas
sociales
y
culturales,
la
expansión
del
capitalismo
y
flujos
de
información
por
todo
el
globo
en
tiempo
real,
el
surgimiento
de
un
nuevo
régimen
transnacional
de
derechos
humanos,
etc.
Al
mismo
tiempo,
como
se
argumentó
en
el
capítulo
1,
la
nueva
ortodoxia
globalizadora
mantiene
una
inaceptable
creencia
positivista
en
la
validez
de
sus
investigaciones
empíricas,
creencia
que
difícilmente
puede
caracterizarse
como
postmoderna.
Así,
desde
un
marco
de
referencia
teórico
débil
y
deficientemente
fundamentado,
las
afirmaciones
globalistas
tienen
al
menos
el
mérito
de
mostrar
la
vanidad
algo
vacía
que
se
esconde
en
los
argumentos
sobre
la
diferencia
e
inconmensurabilidad
de
la
crítica
postmoderna.
Eso,
aunque
ya
en
la
década
de
los
sesenta,
mientras
era
profesor
en
Ghana,
Norbert
Elías
(1995)
decía
que,
nos
guste
o
no,
los
aviones
vuelan
de
la
misma
manera
en
África
y
en
Europa.
Y
a
inicios
del
siglo
XX,
el
propio
Max
Weber
(2001a)
rechazaba
una
idea
fuerte
de
empatía
al
insistir
que
si
su
sociología
comparada
no
le
hacía
sentido
a
un
investigador
proveniente
de
China,
entonces
se
trataba
de
una
disciplina
sin
valor
intelectual
ni
mucho
menos
sentido
práctico.
En
lo
que
se
refiere
al
refinamiento
y
reflexivización
de
la
pretensión
universalista
de
la
sociología,
el
desafío
que
tenemos
entre
manos
puede
plantearse
de
la
siguiente
manera.
Debemos,
primero,
rechazar
los
excesos
que
se
derivan
tanto
de
la
noción
postmoderna
del
fin
de
todo
lo
moderno,
como
los
de
la
idea
globalizadora
de
que
las
nuevas
tendencias
mundiales
son
un
fenómeno
socioculturalmente
homogenizador
e
históricamente
sin
precedente.
El
postmodernismo
hierra
al
enfocar
sus
dardos
contra
toda
clase
de
pretensión
universalista
y
el
globalismo
al
pretender
reintroducirlo
sin
las
necesarias
precauciones.
Ambos
postulados
se
parecen
no
sólo
en
su
unilateralismo
sino
en
su
carácter
reduccionista
y,
vistas
así
las
cosas,
la
imagen
postmoderna
del
“fin
de
la
modernidad”
es
mortalmente
parecida
a
la
imagen
globalista
de
la
“consumación
de
la
modernidad”.
Sin
embargo,
debemos
ser
igualmente
capaces
de
extraer
el
momento
de
verdad
que
se
aloja
en
cada
una
de
las
críticas:
la
tesis
postmoderna
de
que
es
injustificado
hacer
descansar
la
confianza
epistemológica
de
nuestras
proposiciones
en
posiciones
sociales
o
históricamente
privilegiadas
y
la
tesis
globalizadora
de
que
la
condición
actual
de
la
modernidad
debe
conceptualizarse
desde
la
perspectiva
de
una
sociedad
que
se
ha
hecho
efectivamente
mundial
(capítulo
5).
Al
despejar
los
excesos
tanto
del
postmodernismo
como
del
globalismo,
se
nos
abre
la
posibilidad
de
conceptualizar
la
encrucijada
actual
de
la
modernidad
como
un
desacoplamiento
entre
el
particularismo
histórico
y
geográfico
de
sus
orígenes
europeos
y
el
hecho
de
que
sus
desarrollos
y
tendencias
principales
han
empezado
a
lograr
el
tipo
de
impacto
universalista
que
parecía
estar
alojado
en
su
vocación
original.
El
desafío
es
intentar
una
reevaluación
del
proceso
simultáneo
de
expansión
universal
de
la
modernidad
justamente
en
conjunción
con
el
declive
progresivo
de
su
matriz
europea
original.
Es
preciso
abandonar
una
idea
de
universalismo
como
fundamento
incuestionado,
conjunto
de
contenidos
fijo
o
protocolo
estricto
de
medidas
a
cumplir,
pero
en
vez
de
reemplazarlo
por
la
idea
de
universalismos
en
plural
(o
distinguir
entre
universalismos
buenos
y
malos,
ver
el
capítulo
4)
me
parece
más
adecuado
hablar
de
una
pretensión
de
conocimiento
universalista
que
opera
como
un
horizonte
cognitivo.
Este
paso
tiene
al
menos
las
siguientes
dos
bondades.
Primero,
nos
44
lleva
a
aceptar
que
estamos
en
presencia
de
una
exigencia
ineludible
si
queremos
entender
las
tendencias
principales
de
la
modernidad
actual.
Ello
implica
la
búsqueda
de
posiciones
de
observación
y
análisis
que
no
se
identifiquen
o
mimeticen
con
los
espacios
locales
u
actores
desde
los
que
esas
posiciones
necesariamente
han
de
emerger.
El
desafío
ahora
es
rechazar
el
eurocentrismo,
pero
no
para
reemplazarlo
con
formas
aparentemente
alternativas
pero
igualmente
reduccionistas
como
el
indigenismo,
o
los
así
llamados
“valores
asiáticos”
(Sen
1997):
una
interpretación
estratégicamente
particularista
de
la
declaración
de
los
Derechos
Humanos
para
hacerla
compatible
con
los
abusos
a
las
libertades
políticas
y
civiles
que
se
dan
en
varios
de
los
así
llamados
tigres
asiáticos
(Singapur,
Corea
del
Sur,
Taiwán).
Segundo,
que
esa
pretensión
universalista
sólo
puede
justificarse
si
se
la
entiende
como
una
pretensión
falible
y
que
permanece
abierta
a
la
posibilidad
de
encontrar
formas
más
abstractas
desde
las
que
fundamentarse.
La
pretensión
universalista
que
aquí
se
intenta
justificar,
entendida
como
un
ideal
regulativo,
no
se
traduce
nunca
en
una
afirmación
única
o
definitiva
sobre
lo
que
es,
o
sobre
las
vías
de
acceso
al
conocimiento
de
lo
que
es,
sino
que
se
mantiene
a
un
nivel
más
abstracto
como
aquella
inquietud
sobre
las
condiciones
de
posibilidad
del
conocimiento
sociológico
–sobre
cómo
entender
qué
tienen
de
efectivamente
social
lo
que
llamamos
relaciones
sociales.
Si
la
entiendo
bien,
esa
es
justamente
la
seducción
que
la
idea
de
“post-‐universalismo”
ejerce
en
autores
contemporáneos
como
Gerard
Delanty
o
Ulrich
Beck
(Fine
2007:
14-‐17).
Con
ese
término
paradójico,
ambos
autores
parecen
querer
expresar
justamente
el
tránsito
desde
una
concepción
sustancialista
de
universalismo
a
lo
que
en
este
libro
se
apunta
con
la
idea
de
la
pretensión
universalista
del
conocimiento
sociológico.
La
forma
espuria
de
universalismos
que
ellos
rechazan
no
es
otra
cosa
que
el
contenido
eurocéntrico
de
la
sociología,
mientras
que
noción
de
post-‐universalismo
sería
crítica,
dialógica
y
abierta
al
reconocimiento
de
la
pluralidad
de
cosmovisiones
que
cohabitan
en
el
mundo
moderno
(Delanty
2006:
35).
Si
aquí
se
prefiere
la
idea
de
pretensión
universalista
no
es
sólo
para
evitar
los
problemas
asociados
al
uso
del
prefijo
“post”
(Alexander
1995),
sino
también
para
hacer
ver
que
se
trata
de
una
radicalización
o
incluso
reflexivización
de
los
postulados
y
formas
de
proceder
científicas
de
la
sociología
pasada
y
presente,
pero
no
de
su
radical
abandono
o
superación;
se
trata
de
la
profundización
en
una
tradición
intelectual
y
no
de
una
separación
tajante
entre
historia
de
la
ideas
y
teoría
sistemática.
Debemos
intentar
comprender
la
condición
verdaderamente
moderna
de
la
modernidad
actual
sin
reintroducir,
por
la
ventana
o
la
puerta
de
atrás,
el
tipo
de
generalizaciones
espurias
que,
con
tanto
esfuerzo
y
tan
lentamente,
han
ido
lentamente
mostrando
sus
insuficiencias.
Pero
la
sociedad
contemporánea
no
se
hace
cada
vez
más
moderna
porque
se
parezca
cada
vez
menos
a
Europa
o
Estados
Unidos.
Y
su
modernidad
no
radica
tampoco
en
el
hecho
de
haber
adquirido
recientemente
un
carácter
supuestamente
híbrido:
la
modernidad
de
la
sociedad
contemporánea
se
expresa
en
que
se
recrea
permanente
y,
en
ese
proceso,
sólo
se
parece
cada
vez
más
a
sí
misma.
45
Capítulo
3.
Sobre
las
Relaciones
entre
la
Teoría
Social
y
el
Derecho
Natural:
Karl
Löwith
y
Leo
Strauss
En
este
capítulo
quiero
explorar
las
conexiones
entre
la
tradición
del
derecho
natural
y
el
desarrollo
de
la
moderna
teoría
social
y
en
el
proceso
aprovechar
de
hacer
una
crítica
a
la
idea
que
la
sociología
surge
a
partir
de
una
ruptura
total
con
el
derecho
natural.
Sin
duda,
el
estudio
de
las
interrelaciones
entre
ambas
tradiciones
ha
aparecido
de
forma
intermitente
en
la
literatura
(Fine
2002,
Habermas
1987,
Koselleck
2007,
Rose
1984,
2009,
Toulmin
1990,
Voegelin
2000).
No
obstante,
es
posible
afirmar
que
este
tema
no
ha
adquirido
centralidad
en
las
interpretaciones
propiamente
sociológicas
sobre
el
nacimiento
de
la
teoría
social.
El
argumento
de
una
posible
herencia
de
derecho
natural
en
la
teoría
social
figura
sólo
parcialmente
en
la
gran
mayoría
de
los
estudios
sobre
el
surgimiento
de
la
sociología
que,
durante
el
siglo
XX,
han
intentado
reconstruir
y
reevaluar
la
historia
de
la
propia
sociología
(Giddens
1998,
Hawthorn
1976,
Marcuse
1973,
Nisbet
1967,
Seidman
1983,
Zeitlin
1990,
capítulo
2).13
Los
debates
sobre
la
postmodernidad
y
la
globalización
que
han
cruzado
la
teoría
social
de
las
últimas
cuatro
décadas
se
han
caracterizado
por
una
radicalización
de
la
idea
fundante
de
la
modernidad
de
que
“todo
lo
sólido
se
desvanece
en
el
aire”
(Marx
y
Engels
1976,
Wagner
2001c).
Con
su
llamado
a
proponer
afirmaciones
transhistóricas
y
objetivas,
además
de
su
pesada
carga
metafísica,
la
tradición
del
derecho
natural
bien
puede
ser
vista
como
el
núcleo
mismo
de
la
evanescente
solidez
que
la
modernidad
sistemáticamente
ha
querido
superar.
Al
margen
de
que
sus
enfoques
se
dirigen
a
aspectos
diferentes
del
proyecto
moderno,
los
debates
sobre
la
postmodernidad
y
la
globalización
tuvieron
lugar
después
de
una
cierta
modernización
de
la
modernidad
–la
radicalización
de
la
modernidad
sobre
la
base
de
sus
propias
premisas
e
instituciones
(Beck,
Giddens
y
Lash
1994).
Hasta
cierto
punto,
es
razonable
argumentar
que
es
solamente
cuando
el
quiebre
total
con
los
antiguos
modos
de
pensar
metafísicos
que
son
propios
del
derecho
natural
se
asumen
como
logrados
que
resulta
a
su
vez
posible
enfocar
la
mirada
sociológica
a
los
puntos
ciegos
de
la
modernidad
misma.
La
tesis
de
que
la
teoría
social
puede
entenderse
como
una
forma
moderna
de
reflexión
dedicada
al
estudio
del
surgimiento
y
los
aspectos
más
característicos
de
la
modernidad
sin
duda
está
fundada
en
la
idea
de
disolver
y
superar
ilusiones
metafísicas.
La
teoría
social,
así
como
la
propia
sociedad
moderna,
pudo
afianzarse
como
consecuencia
de
aquel
quiebre
histórico
que,
luego
de
haberse
consumado
al
menos
parcialmente
en
Europa
en
algún
momento
entre
finales
del
siglo
XVIII
y
comienzos
del
XIX,
ha
ido
expresando
cada
vez
más
sus
potencialidades
(negativas
y
positivas)
a
lo
largo
y
ancho
del
globo.
Lo
que
hoy
nos
parece
verdadero
puede
demostrar
ser
13 Una excepción parcial a esta tendencia la representa el texto La tradición sociológica de Robert Nisbet
(1967:
48):
“toda
la
teoría
secular
del
derecho
natural,
desde
1500
hasta
1800,
estuvo
comprometida
en
desarrollar
poco
menos
que
una
teoría
de
la
sociedad.
Pero
detrás
de
esta
concepción
racionalista
de
la
sociedad,
en
este
período
siempre
permaneció
la
imagen
fundamental
de
individuos
naturalmente
libres
que
se
vinculaban
racionalmente
entre
sí
a
través
de
una
forma
específica
y
determinada
de
asociación.
El
hombre
era
lo
principal
y
las
relaciones
lo
secundario.
Las
instituciones
no
eran
más
que
las
proyecciones
de
lo
establecido,
una
suerte
de
sentimiento
minúsculo
innato
en
el
hombre.
La
volición,
la
conformidad,
y
el
contrato
–éstos
eran
los
términos
claves
en
la
visión
iusnaturalista
de
la
sociedad”.
No
obstante,
en
tanto
su
argumento
sobre
el
surgimiento
de
la
teoría
social
está
estructurado
como
una
crítica
conservadora
en
contra
de
esta
forma
de
“derecho
natural
ilustrado”,
la
obra
de
Nisbet
en
la
práctica
anticipa,
en
vez
de
indagar
explícitamente,
el
vínculo
entre
las
dos
tradiciones
que
a
mí
me
interesa
reconstruir.
46
falso
mañana,
pero
ni
el
uso
crítico
de
la
razón
ni
los
permanentes
impactos
de
su
aplicación
social
se
ven
jamás
cuestionados.
Cuando,
en
sus
versiones
extremas,
la
postmodernidad
decretó
que
la
visión
moderna
de
la
razón
y
del
progreso
no
eran
más
que
formas
alternativas
de
ilusiones
metafísicas,
ella
paga
el
precio
de
que
al
suponer
que
es
capaz
de
poner
fin
a
todas
las
ilusiones
está,
en
la
práctica,
haciéndose
eco
de
uno
de
los
actos
de
fe
constitutivos
de
la
propia
modernidad
(Habermas
1993).
Lo
mismo
puede
decirse
con
respecto
a
las
teorías
de
la
globalización:
sus
teóricos
se
han
abocado
a
buscar
las
tendencias
empíricas
que
objetivamente
han
transformado
las
relaciones
sociales
en
la
dirección
de
constituir
el
mundo
en
un
espacio
más
pequeño.
Sin
embargo,
al
hacer
esto,
parecen
haberse
olvidado
de
que
esta
expansión
global
es
justamente
una
tendencia
fundacional
de
la
propia
modernidad.
Una
comparación
previa
con
la
tradición
del
derecho
natural
pudo
perfectamente
haber
evitado
algunos
de
los
ingenuos
traspiés
de
los
teóricos
de
la
postmodernidad,
así
como
haber
ayudado
a
matizar
las
tesis
de
la
novedad
y
el
quiebre
histórico
de
los
teóricos
de
la
globalización.
Puede
entonces
resultar
sorprendente
que,
hacia
finales
de
la
primera
década
del
nuevo
siglo,
cuestiones
que
claramente
pueden
situarse
en
la
tradición
del
derecho
natural
–las
relaciones
entre
metafísica
y
política,
las
pretensiones
religiosas
por
constituir
una
racionalidad
propia,
los
debates
sobre
distintas
concepciones
de
la
naturaleza
humana
a
la
luz
de
divergencias
culturales–
comienzan
lentamente
a
alcanzar
posiciones
de
preeminencia
en
la
teoría
social
contemporánea
(Badiou
2003,
Taylor
2007).
En
esta
línea,
uno
de
los
desarrollos
críticos
de
esta
forma
de
pensar
puede
rastrearse
al
intento
de
ruptura
de
Kant
con
la
tradición
del
derecho
natural
anterior
a
él
(Fine
2001,
2003).
Así,
un
autor
que
no
es
precisamente
admirador
de
Kant,
ni
por
cierto
del
derecho
natural,
ha
expuesto
recientemente
este
asunto
de
la
siguiente
manera:
el
imperativo
categórico
de
Immanuel
Kant
implicaba
que
–a
partir
del
despliegue
de
la
razón;
nuestra
propiedad
inalienable–
podríamos
llevar
el
juicio
moral
y
las
formas
de
conducta
universalmente
deseables
al
rango
de
ley
natural.
Así
fue
como
se
esperaba
que
los
asuntos
humanos
se
desarrollarían
en
los
inicios
de
la
época
moderna
y
en
buena
parte
de
su
historia.
Sin
embargo,
como
parece
mostrar
la
experiencia
presente
en
la
actualidad,
ellos
se
han
estado
desplegando
en
una
dirección
contraria
a
esa
esperanza.
Más
que
promover
la
conducta
racionalmente
guiada
al
rango
de
ley
natural,
sus
consecuencias
se
degradan
al
nivel
de
la
naturaleza
irracional
(Bauman
2009:
80-‐81,
cursivas
en
el
original)
Una
postura
completamente
diferente,
pero
de
igual
importancia
para
mi
argumento
sobre
la
centralidad
del
derecho
natural
para
entender
la
teoría
social
clásica
y
contemporánea,
la
ofrece
Jürgen
Habermas
(2008:
102-‐103):
Entiendo
el
liberalismo
político
(que
defiendo
en
la
forma
específica
de
republicanismo
kantiano)
como
una
justificación
no
religiosa,
post-‐metafísica
de
los
fundamentos
normativos
de
la
democracia
constitucional.
Esta
teoría
se
sitúa
en
la
tradición
del
derecho
natural
racional
que
limita
los
supuestos
cosmológicos
o
soteriológicos
fuertes
del
derecho
natural
clásico
y
religioso
(…)
La
justificación
post-‐kantiana
de
los
principios
constitucionales
liberales
en
el
siglo
XX
encontró
menos
problemas
en
los
residuos
del
derecho
natural
objetivo
(y
la
ética
material
de
los
valores)
que
en
las
críticas
en
forma
de
historicismo
y
empirismo
(cursivas
mías)
Estos
dos
comentarios,
expresados
por
un
crítico
y
un
defensor
igualmente
conocidos
del
47
proyecto
moderno,
apuntan
coincidentemente
hacia
una
mirada
más
sutil
sobre
las
relaciones
entre
la
teoría
social
y
la
tradición
del
derecho
natural.
Es
más,
ni
Bauman
ni
Habermas
están
interesados
en
entender
el
derecho
natural
como
la
llave
maestra
para
la
comprensión
intelectual
del
presente
–posición
que
comparto
plenamente.
Pero
la
reflexión
más
amplia
que
me
interesa
plantear
se
ubica
en
lo
que
considero
es
un
interés
creciente
por
reevaluar
la
visión
convencional
de
que
la
teoría
social
no
le
debe
nada
a
la
tradición
del
derecho
natural.
La
razón
para
dar
cuenta
de
este
asunto
tiene
menos
que
ver,
entonces,
con
el
interés
de
una
renovación
acrítica
del
derecho
natural
y
más
con
el
hecho
de
que
ciertos
elementos
de
la
tradición
del
derecho
natural
pueden
mostrarse
como
constituyentes
de
lo
que,
en
los
hechos,
la
propia
teoría
social
ha
devenido.
La
teoría
social
como
Aufhebung
del
derecho
natural
La
hipótesis
que
guía
este
capítulo
es
que
las
relaciones
entre
ambas
tradiciones
quedan
mejor
descritas
como
el
intento
constante
de
la
teoría
social
por
superar,
pero
en
cuyo
proceso
termina
invariablemente
por
reintroducir,
la
orientación
universalista
que
está
en
el
corazón
de
la
tradición
del
derecho
natural.
El
desarrollo
de
la
teoría
social
puede
entonces
ser
reconstruido
como
la
Aufhebung
–la
superación
así
como
la
conservación,
la
supresión
y
preservación–
de
la
pretensión
universalista
que
hereda
del
derecho
natural.
Con
miras
a
comprender
la
amplísima
gama
de
variaciones
religiosas,
étnicas
y
socioculturales
existentes
en
la
modernidad,
la
teoría
social
está
forzada
a
encontrar
siempre
mejores
justificaciones
para
sus
planteamientos
universalistas
sobre
la
unidad
de
la
especie
humana
y
la
igualdad
fundamental
de
todos
los
seres
humanos.
En
este
sentido,
la
teoría
social
sigue
haciendo
suyos,
aunque
de
distinta
manera,
varios
temas
clave
de
la
tradición
del
derecho
natural:
en
qué
consiste
la
justicia
humana,
cuál
es
el
elemento
social
de
la
vida
social
(moderna),
a
través
de
qué
forma
o
principios
se
pueden
cuestionar
racionalmente
distintas
formas
de
ordenamientos
sociopolíticos.
En
sus
variadas
expresiones
e
implicaciones
normativas,
la
tradición
del
derecho
natural
no
se
inscribe
en
ninguna
perspectiva
filosófica
particular
–por
lo
tanto,
puede
afirmarse
que
constituye
una
parte
fundamental
del
canon
intelectual
de
occidente
(Glacken
1967,
Tuck
1981)
desde
los
tiempos
del
estoicismo
y
del
derecho
romano
(d’Entrèves
1970)
así
como
también
atribuírsele
a
otras
cosmologías
antiguas
(Voegelin
1962).
Junto
con
ello,
los
supuestos
del
derecho
natural
se
pueden
encontrar
en
una
amplísima
gama
de
formas
de
pensamiento
moderno:
catolicismo
(Rommen
1998),
liberalismo
(Haakonssen
1996,
Schneewind
1998),
conservadurismo
(Gierke
1927),
marxismo
(Bloch
1996)
republicanismo
(Arendt
1958,
Bohman
2004,
Skinner
1998),
estudios
legales
críticos
(Douzinas
2000)
y
cosmopolitismo
(Fine
2007).
En
todas
estas
corrientes
es
posible
encontrar
una
orientación
explícitamente
universalista
como
componente
fundamental
de
la
tradición
del
derecho
natural.14
Habiendo
develado
la
ubicuidad
del
derecho
natural,
resulta
aun
más
intrigante
que
el
enfoque
convencional
al
interior
de
la
sociología
haga
coincidir
su
propia
emergencia
con
el
desvanecimiento
definitivo,
o
al
menos
con
una
ruptura
radical,
con
tal
tradición.
En
un
sentido
contrario,
propongo
considerar
que
buena
14 Vale la pena destacar aquí el argumento metodológico de Costas Douzinas (2000: 15) con respecto a la
relevancia
de
una
reevaluación
contemporánea
del
derecho
natural:
“El
derecho
natural
representa
una
constante
en
la
historia
de
la
ideas;
a
saber,
la
lucha
por
la
dignidad
de
las
libertades
humanas
contra
el
desprecio,
la
degradación
y
las
humillaciones
perpetradas
contra
el
pueblo
por
los
poderes
establecidos,
las
instituciones
y
las
leyes
(…)
Ésta
tradición
unifica
críticos
y
disidentes
más
que
ningún
otro
programa
político
o
filosófico”.
48
parte
del
valor
intelectual
de
la
teoría
social
descansa
precisamente
en
cómo
ella
es
capaz
de
redefinir
las
preocupaciones
normativas
que
son
características
del
derecho
natural,
aquella
que
refieren
a
nuestra
vida
en
común
como
seres
humanos,
de
manera
de
hacerlas
aceptables
con
nuestras
experiencias
y
estilos
de
vida
modernos.
Es
imposible
otorgarle
aquí
el
crédito
debido
a
la
diversidad
histórica
y
filosófica
que
es
propia
de
cada
tradición.
Y
si
bien
este
tema
reaparece
en
otros
momentos
de
este
libro
(capítulos
2,
4
y
7),
aun
así
la
versión
de
sus
interrelaciones
que
presento
es
inevitablemente
parcial.
Dicho
de
otra
manera,
no
asumo
que
el
favorecer
concepciones
universalistas
sea
la
llave
maestra
para
explicar
por
si
y
ante
si
el
surgimiento
y
los
aspectos
centrales
de
la
moderna
teoría
social.
Pero
estoy
convencido
de
que
el
problema
de
intentar
establecer
una
perspectiva
universalista
es
un
sendero
que
vale
la
pena
recorrer
en
tanto
la
teoría
social
y
el
derecho
natural
pretenden
igualmente
responder
a
la
pregunta
por
la
diversidad
sociocultural,
en
el
nivel
de
las
observaciones
empíricas,
y
por
el
relativismo,
al
nivel
de
sus
fundamentos
filosófico-‐normativos.
Es
más,
puede
argumentarse
sin
pudor
que
la
moderna
teoría
social
emerge
como
un
intento
moderno
de
superar
las
limitaciones
del
derecho
natural.
Marx,
Weber,
Durkheim
o
Simmel
estaban
decepcionados,
cada
uno
por
sus
propias
razones,
de
que
las
estrategias
anteriores
para
realizar
afirmaciones
“universalistas”
fuesen,
por
lo
general,
poco
más
que
generalizaciones
espurias
de
instancias
particulares
(de
ahí
vine
el
lado
negativo,
de
superación
o
supresión,
de
la
Aufhebung
entre
ambas
tradiciones).
No
obstante,
por
estos
días
es
común
leer
que
los
teóricos
sociales
clásicos
fueron
de
hecho
representantes
célebres
justamente
del
tipo
de
metafísica
dogmática
y
prejuicios
eurocéntricos
que
se
asumen
como
constitutivos
de
la
tradición
del
derecho
natural
(Connell
1997,
2007).
Pero
entonces
la
pregunta
no
es
tanto
si
los
teóricos
sociales
clásicos
pretendían
explícitamente
liberarse
y
cortar
sus
vínculos
con
el
derecho
natural
anterior
(cosa
que
sí
ocurrió)
o
si
tuvieron
un
éxito
definitivo
en
ello
(cosa
que
no
ocurrió).
La
pregunta
mucho
más
normativamente
desafiante,
e
intelectualmente
más
apasionante,
es
por
qué
la
teoría
social
clásica
evitó
explícitamente
el
relativismo
y
fijó
su
programa
intelectual
como
una
crítica
a
las
distintas
formas
de
chauvinismo
esencialista
o
particularista
que
estaban
tan
en
boga
en
la
época.
Tales
respuestas
relativistas
eran
de
hecho
muy
populares,
y
sin
embargo
ese
fue
un
camino
que
los
teóricos
sociales
clásicos
no
siguieron
–Marx
(y
Engels
1970)
en
La
Ideología
alemana,
y
Weber
(1949)
en
su
crítica
a
Roscher
y
Knies,
dejaron
caer
sus
críticas
más
severas
contra
quienes
pensaban
y
teorizaban
partir
de
esas
visiones
tan
estrechas.
Muy
por
el
contrario,
ellos
buscaban
salvaguardar
ciertas
formas
de
orientación
universalista
precisamente
para
hacer
frente
a
la
impensada
intensidad
de
las
distintas
expresiones
de
diversidad
sociocultural
de
la
vida
moderna
(y
este
puede
entonces
entenderse
como
el
lado
positivo,
de
conservación
y
preservación,
de
la
Aufhebung).
Aunque
problemáticas
en
términos
epistemológicos,
empíricos
o
incluso
geopolíticos,
las
respuestas
de
la
teoría
social
clásica
a
la
pregunta
por
la
heterogeneidad
de
las
formas
de
vida
moderna
consistieron
en
pensar
en
términos
de
una
condición
humana
unitaria
que
habría
crecientemente
de
incluir
al
globo
en
su
totalidad:
todos
los
seres
humanos
son
aptos
y
están
en
condiciones
de
producir
y
reproducir
las
relaciones
sociales
(Chernilo
2010:
133-‐153,
Turner
2006).
Para
nosotros,
la
lección
fundamental
es
que
por
su
intermedio
podemos
pensar
sobre
los
desafíos
y
conexiones
entre
universalismo
y
particularismo
desde
una
perspectiva
diferente
a
la
del
derecho
natural
tradicional.
Y
dichas
respuestas
consiguieron
esto
gracias
a
que
comenzaron
a
adoptar
una
forma
de
universalismo
que
iba
a
operar
más
como
un
estándar
general
que
como
un
conjunto
de
proposiciones
abstractas
establecidas
a
priori:
el
universalismo
empezó
a
operar
49
más
como
una
“pretensión
universalista”.
Esta
renovada
orientación
universalista
no
puede
asumir
haber
alcanzado,
con
éxito
y
definitivamente,
un
punto
atemporal
a
partir
del
cual
declarar
la
validez
transcultural
y
transhistórica
de
sus
concepciones
o
posiciones
normativas.
En
tanto
pretensión,
toma
la
forma
de
ideal
regulativo:
es
un
estándar
o
meta
a
alcanzar
en
vez
de
un
conjunto
ya
definido
de
generalizaciones
de
instancias
particulares.
En
este
sentido,
por
lo
mismo,
el
universalismo
no
puede
ser
impuesto
externa
o
jerárquicamente
a
los
actores
sino
que
debe
ser
dialógicamente
constituido
e
internamente
justificado
por
los
propios
actores.15
Los
desafíos
del
relativismo,
del
particularismo
y
de
la
inconmensurabilidad
están
inscritos
en
la
forma
en
que
la
pretensión
universalista
de
la
moderna
teoría
social
busca
conceptualizar
la
heterogeneidad
del
mundo
social
que
está
constituido
por
una
única
especie
humana.
Los
dos
autores
en
quienes
se
centra
nuestra
atención
en
las
páginas
siguientes
son
fuentes
poco
tradicionales
para
el
proyecto
de
renovación
de
la
teoría
social,
posiblemente
porque
fueron
altamente
críticos
de
ella
en
tanto
tradición
intelectual
y
del
papel
que
ha
jugado
en
definir
la
imagen
que
la
modernidad
se
ha
hecho
de
sí
misma.
Quisiera
entonces
proponer
que
leamos
a
Karl
Löwith
(1897–1973)
y
a
Leo
Strauss
(1899–1973)
en
contra
de
sus
propias
interpretaciones,
por
así
decirlo.
Necesitamos
sus
intuiciones
para
reexaminar
algunos
de
los
supuestos
metafísicos
más
fundamentales
de
la
teoría
social,
pero
ello
no
nos
obliga
a
sacar
las
consecuencias
que
ellos
mismos
sacaban;
a
saber,
el
ocaso
definitivo
de
la
moderna
teoría
social
producto
de
sus
insalvables
aporías.
En
su
indignación
frente
a
la
arrogancia
de
la
teoría
social,
sus
puntos
ciegos
y
sus
insostenibles
presupuestos,
la
crítica
a
la
teoría
social
que
Löwith
y
Strauss
llevan
a
cabo
se
vuelve
en
ocasiones
tan
extrema
y
unilateral
–la
teoría
social
es
poco
más
que
una
forma
“sucedánea”
o
“alternativa”
de
derecho
natural–
como
la
tesis
exagerada
sobre
el
ocaso
definitivo
del
derecho
natural
que
ellos
criticaron
de
manera
tan
elegante
como
implacable.16
En
términos
biográficos,
tanto
Löwith
como
Strauss
compartieron
la
experiencia
de
emigrantes
que
huyeron
de
la
Alemania
Nazi
y
que
finalmente
arribaron
a
Estados
Unidos.17
Ambos
filósofos
pertenecen
a
la
misma
generación
y
se
mantuvieron
en
contacto
durante
toda
su
adultez.
Estas
similitudes
permiten
por
cierto
dar
cuenta
de
algunas
de
las
preocupaciones
coincidentes
que
se
15 La distinción entre teorías “excluyentes” e “incluyentes” del derecho natural puede servir para aclarar la
distancia
entre
las
apelaciones
a
postulados
universalistas
del
derecho
natural
temprano
(a
saber,
“la
naturaleza
humana
consiste
en
X”)
y
la
moderna
convicción
procedimentalista
de
la
teoría
social
como
una
pretensión
universalista
(por
ejemplo,
la
racionalidad
comunicativa
de
Habermas
como
estrategia
para
la
resolución
argumentativa
de
pretensiones
de
validez).
Mientras
la
primera
pretendió
fundamentar
sus
postulados
universalistas
sobre
la
base
del
contenido
último
de
sus
argumentos,
la
segunda
ha
de
favorecer
aquel
procedimiento
que
permita
incorporar
la
perspectiva
de
todos
los
potencialmente
afectados
con
vistas
a
que
el
resultado
de
cualquier
decisión
se
mantenga
siempre
abierto
frente
a
posibles
revisiones
(capítulo
4).
16
No
es
objetivo
de
este
texto
realizar
una
crítica
in
extenso
de
estos
autores,
por
lo
que
evitaré
referirme
a
discusiones
anexas
sobre
sus
proyectos
teóricos:
el
supuesto
“complejo
freudiano”
de
Löwith
frente
al
director
de
su
tesis
doctoral,
Martin
Heidegger
(Wolin
1995),
y
la
influencia
“esotérica”
de
Strauss
sobre
la
política
neoconservadora
reciente
en
los
Estados
Unidos
(Norton
2004).
17
Sobre
la
situación
de
Löwith
en
Alemania
y
su
temprano
exilio
en
Japón,
ver
su
narración
autobiográfica
sobre
ese
período
(Löwith
1992).
Ese
texto
fue
preparado
para
una
competencia
de
ensayos
organizada
por
la
Universidad
de
Harvard
para
intentar
comprender
mejor
las
condiciones
de
vida
en
Alemania
en
el
período
inmediatamente
anterior
a
la
llegada
de
Hitler
al
poder
en
1933
(Löwith
presentó
el
texto
a
la
competencia
y,
por
supuesto,
no
obtuvo
ningún
premio).
50
encuentran
en
sus
obras,
la
mayoría
de
las
cuales
remiten
a
una
crítica
de
la
modernidad
en
tanto
promesa
incumplida
y
a
la
distancia
entre
tales
promesas
y
sus
resultados
tan
amargos:
sus
embestidas
contra
la
noción
ilustrada
de
progreso,
sus
críticas
a
la
cultura
moderna
en
la
forma
de
historicismo,
relativismo,
hedonismo
o
nihilismo;
el
escepticismo
hacia
la
convicción
de
la
ciencia
moderna
en
la
estricta
separación
entre
juicios
de
hecho
y
juicios
de
valor;
por
mencionar
sólo
algunos.18
Es
más,
los
textos
en
que
me
enfocaré
principalmente
en
lo
que
sigue
–El
sentido
de
la
historia
de
Löwith
y
Derecho
natural
e
historia
de
Strauss–
fueron
escritos
originalmente
en
inglés,
para
ambos
un
idioma
recientemente
adquirido,
y
prácticamente
en
el
mismo
período
(los
libros
datan
de
1949
y
1950,
respectivamente).
Es
posible
entonces
argumentar
que
más
que
haber
contrastado
argumentos
análogos
como
son
de
hecho
los
de
Löwith
y
Strauss,
habría
sido
tal
vez
más
provechoso
revisar
sus
controversias
más
conocidas
–muy
especialmente
la
crítica
de
Hans
Blumenberg
(1983)
a
la
tesis
Löwith
sobre
la
secularización
y
la
(i)legitimidad
de
la
modernidad.
Esta
alternativa
habría
tenido
además
la
ventaja
de
entregar
una
explicación
más
balanceada
de
algunos
de
los
temas
clave
en
cuestión.
Pero
en
este
capítulo
me
interesa
una
lectura
integrada
de
sus
trabajos
justamente
porque
apuntan
contra
muchos
de
los
supuestos
de
la
teoría
social
que
están
entre
los
más
valorados
para
la
concepción
sociológica
tradicional:
la
tesis
de
la
secularización
de
Löwith
pone
en
cuestión
la
visión
radicalmente
antirreligiosa
del
quiebre
histórico
moderno
así
como
su
fe
en
el
progreso;
la
reconstrucción
de
Strauss
del
derecho
natural
reconoce
su
deuda
con
los
orígenes
seculares
de
la
modernidad,
pero
al
precio
de
quitarle
aún
más
autonomía
a
la
modernidad
(con
lo
que
la
teoría
social
deviene
en
poco
más
que
un
apéndice
menor
de
la
tradición
del
derecho
natural).
Además,
ninguno
de
los
autores
tiene
un
desarrollo
sistemático
sobre
trabajos
sociológicos,
aunque
ambos
realizaron
revisiones
ocasionales
de
ciertos
aspectos
de
la
sociología
moderna
que
examinaremos
con
algún
detalle
en
lo
que
sigue.
Max
Weber
es
la
figura
que
representa,
tanto
para
Löwith
como
para
Strauss,
la
versión
más
avanzada
de
las
ciencias
sociales
del
siglo
XX.
Ambos
examinan
el
trabajo
de
Weber
con
una
motivación
más
paradigmática
que
exegética:
saldar
cuentas
con
Weber
era
importante
no
sólo
en
tanto
tarea
académica
que
sería
propia
de
la
filosofía
o
de
la
historia
de
las
ideas,
sino
como
una
forma
de
reevaluar
los
desarrollos
tanto
de
las
ciencias
sociales
modernas
como
de
la
propia
sociedad
contemporánea
(Roth
1965).19
Mediante
su
distinción
entre
juicios
de
hecho
y
juicios
de
valor,
su
preocupación
por
la
racionalidad
occidental,
su
interpretación
del
capitalismo
moderno
y
el
papel
de
las
religiones
mundiales,
así
como
en
su
tesis
sobre
el
desencantamiento
del
mundo,
Weber
es
leído
como
la
encarnación
de
todo
aquello
a
lo
que
las
ciencias
sociales
legítimamente
aspiraban,
aunque
ambos
creían
que
jamás
podrían
efectivamente
realizar:
un
conocimiento
verdaderamente
empírico
(es
decir,
inmanente
y
sin
supuestos
metafísicos)
de
lo
social,
por
lo
social
y
para
lo
social.
18
Por
lo
menos
en
este
ámbito,
sus
trabajos
forman
parte
del
conjunto
más
amplio
de
intelectuales
alemanes
en
el
exilio
como
Theodor
Adorno,
Max
Horkheimer,
Herbert
Marcuse,
Eric
Voegelin
y
Hannah
Arendt
quienes,
como
parte
de
la
misma
generación,
se
vieron
enfrentados
a
experiencias
políticas
e
intelectuales
similares
(Kielmansegg
et.
al.
1997,
Wolin
2001,
Young-‐Bruehl
2004).
19
Véase
también
el
número
especial
del
European
Journal
of
Political
Theory
(volumen
3,
número
2,
2004)
sobre
distintas
interpretaciones
de
Max
Weber
realizadas
por
intelectuales
alemanes
en
Estados
Unidos,
durante
el
mismo
período,
como
una
forma
de
intentar
comprender
el
fracaso
de
la
república
de
Weimar
e
insertar
esas
preocupaciones
en
la
discusión
académica
norteamericana.
51
Sin
duda
que
pueden
encontrarse
compatibilidades
importantes
entre
Löwith
y
Strauss
si
se
trata
de
revelar
las
afinidades
entre
la
teoría
social
y
el
derecho
natural,
pero
más
adelante
mostraré
también
que
las
ideas
de
ambos
apuntan
en
direcciones
diferentes,
incluso
contradictorias,
respecto
a
como
entender
tales
relaciones.
En
el
caso
de
Löwith,
el
problema
tiene
que
ver
con
uno
de
los
asuntos
predilectos
de
la
autocomprensión
moderna:
la
declaración
de
la
teoría
social
de
que
no
guarda
ninguna
deuda
con
sus
fuentes
premodernas,
fuentes
que
yo
interpreto
como
su
propia
versión
del
núcleo
constitutivo
de
la
tradición
del
derecho
natural.
Löwith
considera
que
la
modernidad
no
ha
interrogado
seriamente
la
cuestión
de
su
propio
origen
religioso,
lo
que
en
definitiva
le
habría
impedido
obtener
la
disposición
reflexiva
y
crítica
que
reclama
para
sí
misma.
El
centro
de
la
crítica
de
Löwith
a
la
teoría
social
es
que
pierde
buena
parte
de
su
valor
intelectual
tan
pronto
como
se
desentiende
de
su
herencia
de
derecho
natural.
Strauss,
por
su
parte,
argumenta
que
el
derecho
natural
(en
su
caso,
derecho
natural
en
sentido
estricto
por
oposición
a
la
idea
de
ley
natural)
es
un
aspecto
perenne
de
nuestros
intentos
humanos
por
entender
los
asuntos
humanos
exclusivamente
a
través
de
medios
humanos.
Ninguna
exploración
relevante
sobre
cuestiones
sociales
o
políticas
es
posible
a
menos
que
esa
reflexión
se
mantenga
vinculada
con
el
derecho
natural.
En
su
muy
original
pero
igualmente
problemática
interpretación
de
Weber,
Strauss
concluye
argumentando
que
el
valor
intelectual
de
la
sociología
está
supeditado
a
sus
presupuestos
de
derecho
natural
–presupuestos
que
claramente
no
pueden
justificarse
en
términos
que
resulten
internamente
aceptables
para
las
propias
ciencias
sociales
modernas.
Partiendo
desde
la
misma
perspectiva
crítica
–la
teoría
social
debe
reconocer
su
deuda
con
el
derecho
natural
de
manera
más
profunda
y
reflexiva
de
como
usualmente
lo
hace–
emergen
entonces
dos
argumentos
distintos.
Mientras
que
Löwith
desestima
el
valor
intelectual
de
la
teoría
social
a
partir
de
que
es
incapaz
de
reconocer
su
deuda
derecho
natural,
Strauss
disuelve
todo
lo
verdaderamente
específico
de
la
teoría
social
en
tanto
sólo
podría
aspirar
a
constituirse
en
la
reencarnación
(moderna)
de
derecho
natural.
Karl
Löwith:
la
modernidad
como
secularización
y
la
idea
de
una
“sociología
filosófica”
Karl
Löwith
sitúa
el
tipo
de
transformación
intelectual
que
es
necesaria
para
el
surgimiento
de
la
moderna
teoría
social
firmemente
dentro
de
la
tradición
del
derecho
natural.
En
ese
sentido,
le
entrega
un
papel
especial
a
La
nueva
ciencia
de
Giambatista
Vico
en
tanto
él
habría
sido
el
primero
en
postular
que
el
verdadero
conocimiento
histórico
es
de
hecho
posible
porque
la
historia
misma
es
hecha
por
el
hombre.
Las
ciencias
naturales
estudian
un
mundo
que
es
materialmente
autosuficiente
y
carente
de
sentido,
por
lo
que
sus
fenómenos
no
podrán
jamás
ser
íntegramente
comprendidos
a
través
de
medios
únicamente
humanos:
“La
naturaleza
permanece
necesariamente
opaca”
(Löwith
1964:
118).
Por
su
parte,
las
ciencias
históricas
pueden
fundarse
sobre
una
base
más
sólida
en
tanto
son
disciplinas
humanas
abocadas
estrictamente
al
estudio
de
asuntos
humanos.
Vico
representa
un
punto
de
inflexión
en
el
surgimiento
de
la
teoría
social
moderna
ya
que
La
nueva
ciencia,
que
es
a
la
vez
una
filosofía
y
una
historia
de
la
humanidad,
es
posible
porque
la
‘naturaleza’
del
hombre
y
de
las
naciones
es
ella
misma
una
naturaleza
históricamente
humana,
no
delimitada
por
propiedades
físicas,
sino
en
un
devenir
(…)
de
lo
que
es
a
partir
de
una
ley
y
un
desarrollo
históricos
(Löwith
1964:
120)
Vico
estuvo
cerca
de
alcanzar
una
comprensión
verdaderamente
moderna
de
la
historia,
es
decir,
de
“un
mundo
hecho
por
hombres
y,
al
mismo
tiempo,
sobrepasado
por
todos
lados
por
algo
que
es
más
cercano
al
destino
que
al
libre
albedrío
y
la
acción.
La
historia
no
es
sólo
hazaña
y
acción
52
20
Para
una
discusión
más
extensa
véase
Barash
(1998),
Harrington
(2008)
y
Wallace
(1981,
1983).
53
21
De
hecho,
Löwith
no
está
sólo
si
se
trata
de
proponer
esta
conexión.
Una
revisión
similar,
aunque
ofrecida
con
intenciones
analíticas
y
normativas
completamente
diferentes,
puede
encontrarse
en
la
reciente
reconstrucción
que
Hauke
Brunkhorst
(2005:
3)
hace
de
las
bases
premodernas
de
la
solidaridad
moderna:
“Mientras
el
universalismo
ético
del
fraternalismo
cristianismo
y
el
amor
al
prójimo
se
convirtieron
en
la
supraestructura
ideológica
de
la
caridad
de
una
clase
políticamente
dominante
en
las
sociedades
aristocráticas
tradicionales
de
la
Europa
premoderna
(…)
los
movimientos
emancipatorios
que
fueron
incitados
por
las
ideas
de
la
revolución
francesa
(…)
adoptaron
el
mensaje
cristiano
al
pie
de
la
letra:
de
la
‘fraternidad’
de
1789,
pasando
por
la
‘hermandad
proletaria’
y
la
‘solidaridad
internacional’
de
1848
y
1871,
hasta
el
catolicismo-‐sindicalista
de
Solidarnosc
en
1989”.
54
“hombre
en
cuanto
tal”
no
era
seguramente
la
meta
de
ambos
autores
aunque
esa
es,
a
pesar
de
todo,
“su
motivación
original
(…)
se
debe
volver,
en
ultimo
término,
a
esta
idea
del
hombre
si
las
investigaciones
‘sociológicas’
de
Weber
y
Marx
han
de
ser
comprendidas
en
su
significación
profundamente
radical”
(Löwith
1993:
43).
De
aquí
que
sus
contribuciones
más
importantes
sean
haber
conectado
a
la
sociología
con
la
tradición
filosófica
sin
que
ninguna
haya
de
perder
su
especificidad.
Löwith
elogia
a
Weber
y
a
Marx
por
diferenciar
sus
propios
proyectos
intelectuales
de
la
filosofía
especulativa
(es
decir,
de
la
metafísica)
así
como
también
de
una
concepción
estrecha
de
ciencia
positivista.
Por
sobre
todo,
hay
una
aspiración
universalista
en
el
centro
de
la
ciencia
social
que
ellos
pretendían
establecer.
Siguiendo
la
interpretación
de
Karl
Jaspers
(1989)
de
que
la
sociología
es
la
ciencia
social
mejor
equipada
para
continuar
la
tradición
filosófica
aunque
con
medios
modernos
y
empíricos,
Löwith
(1993:
48)
afirma
que
“la
sociología
es
una
ciencia
especializada
que
en
la
práctica
deviene
universal.
Como
la
‘gran’
filosofía
del
pasado,
se
subsume
completamente
en
sí
misma
y
fertiliza
todas
las
ciencias,
en
la
medida
en
que
estas
ciencias
(…)
están
en
todas
sus
formas
relacionadas
con
el
hombre”.
Esta
referencia
al
potencial
universalista
de
la
sociología
puede
por
cierto
interpretarse
en
el
sentido
del
proyecto
de
una
gran
teoría
en
el
sentido
de
la
explicación
de
las
causas
últimas
de
la
vida
social.
Sin
embargo,
mi
visión
es
que
no
es
éste
el
sentido
crítico
que
Löwith
le
da
a
la
idea
de
universalismo
en
Weber
y
Marx:
“sería
completamente
erróneo
construir
la
universalidad
fundamental
de
sus
problemáticas
sociológicas
como
un
mero
‘sociologismo’
que
excede
los
límites
de
la
sociología
en
tanto
disciplina
especializada.
En
realidad,
sus
aproximaciones
expresaban
la
transformación
de
la
filosofía
del
espíritu
objetivo
de
Hegel
en
un
análisis
de
la
sociedad
humana”
(Löwith
1993:
47).
El
tipo
de
universalismo
a
ser
rechazado
bajo
el
nombre
de
sociologismo
corresponde
a
la
idea
de
que
la
vida
social
puede
ser
esquematizada
de
forma
adecuada
mediante
la
formulación
de
leyes
como
las
de
las
ciencias
naturales.
Por
el
contrario,
la
pregunta
fundamental
no
consistiría
sólo
en
explicar
cuál
es
el
elemento
social
de
la
vida
social
moderna,
sino
en
alcanzar
a
comprehender
los
problemas
particulares
de
nuestra
condición
humana
compartida
tal
y
como
se
expresan
en
la
modernidad.
En
un
diagnóstico
que
se
asemeja
al
que
en
esa
misma
época
Husserl
(1970)
comenzaba
a
delinear,
y
que
se
resume
en
su
La
crisis
de
las
ciencias
europeas,
Löwith
cree
aceptable
la
pretensión
universalista
en
que
se
basan
las
aspiraciones
de
las
ciencias
empíricas
modernas
en
la
medida
en
que
no
caigan
en
un
tipo
de
empirismo
que
finalmente
obstaculice
plantear
preguntas
últimas
sobre
el
sentido
de
la
vida
–tales
preguntas
nunca
pueden
ser
completamente
separadas
de
la
investigación
filosófica
y,
como
tales,
se
mantienen
como
las
interrogantes
más
importantes
de
la
existencia
humana.
Las
intuiciones
y
el
legado
de
Weber
y
Marx
han
sido
mejor
continuados
por
la
sociología
en
tanto
ella
mantiene
un
compromiso
por
intentar
responder
estas
preguntas
fundamentales
–en
la
medida
en
que
la
sociología
permanece
fuertemente
conectada
con
la
filosofía–
o,
como
la
llamamos
nosotros,
en
la
medida
en
que
la
sociología
se
mantiene
en
diálogo
con
la
moderna
teoría
social.
Ambos
pueden
entenderse
como
los
verdaderos
fundadores
de
la
moderna
teoría
social
porque
se
embarcaron
en
la
empresa
de
crear
lo
que
podríamos
llamar
un
nuevo
género
intelectual
que
es
capaz
de
entender
la
vida
social
contemporánea
de
forma
empíricamente
comprehensiva
y
filosóficamente
sofisticada:
Marx
y
Weber
eran
ambos
esencialmente
sociólogos,
a
saber,
sociólogos
filosóficos;
no
porque
fundaran
algún
tipo
particular
de
“filosofía
social”
sino
porque
ellos
en
la
práctica,
siguiendo
el
principios
básico
de
sus
obras
de
cara
a
los
problemas
reales
de
nuestra
56
22 Puede resultar necesario aclarar que la apreciación de Löwith sobre la obra de Marx se hizo cada vez
más
unilateral
y
que
finalmente
perdió
de
vista
algunas
de
sus
mejores
apreciaciones
iniciales.
Así,
Löwith
terminó
por
disolver
la
economía
política
de
Marx
en
una
forma
disfrazada
de
derecho
natural
religioso:
“Marx
ve
en
el
proletariado
el
instrumento
histórico-‐mundial
para
lograr
el
objetivo
escatológico
de
toda
la
historia
a
través
de
la
revolución
mundial.
El
proletariado
es
el
pueblo
elegido
del
materialismo
histórico
justamente
por
la
razón
de
que
está
excluido
de
los
privilegios
de
la
sociedad
establecida”
(Löwith
1964:
37).
Asimismo,
Löwith
interpreta
el
antagonismo
entre
burguesía
y
proletariado
de
la
siguiente
forma:
“una
clase
es
hija
de
las
tinieblas
y
la
otra
hija
de
la
luz
(…)
la
crisis
final
del
mundo
burgués
que
Marx
profetiza
en
términos
de
una
predicción
científica
es
un
juicio
final,
aunque
decretado
por
la
inexorable
ley
del
proceso
histórico”
(Löwith
1964:
44).
57
radical
entre
la
“ley”
natural
y
el
“derecho”
natural.23
En
términos
históricos,
Strauss
enfatiza
la
necesidad
de
rastrear
los
orígenes
de
esta
tradición
en
la
Grecia
clásica
y
el
tipo
de
preguntas
filosóficas
que
dicha
filosofía
planteaba:
“el
descubrimiento
de
la
naturaleza
es
equivalente
con
la
actualización
de
una
posibilidad
humana
que,
al
menos
de
acuerdo
con
su
propia
interpretación,
es
transhistórica,
trans-‐social,
trans-‐moral
y
trans-‐religiosa”
(Strauss
1974:
89).
Analíticamente,
se
sigue
que
tal
énfasis
en
el
derecho
natural
aleja
a
la
filosofía
de
la
religión
a
partir
de
a
una
comprensión
puramente
inmanente
de
los
asuntos
humanos:
“toda
doctrina
del
derecho
natural
proclama
que
los
fundamentos
de
la
justicia
son,
en
principio,
accesibles
al
hombre
en
tanto
hombre”
(Strauss
1974:
28,
cursivas
mías).
Es
la
diversidad
real
de
las
actitudes
humanas
hacia
el
bien
y
el
mal
a
lo
largo
de
la
historia,
y
no
la
existencia
de
una
única
concepción
proveniente
desde
fuera
de
la
historia,
lo
que
Strauss
concibe
como
momento
fundamental
de
la
condición
humana:
“el
conocimiento
de
la
variedad
indefinidamente
extensa
de
nociones
de
bien
y
mal
está
muy
lejos
de
ser
incompatible
con
la
idea
de
derecho
natural,
es
más
bien
la
condición
esencial
de
su
emergencia
como
idea:
la
realización
de
la
variedad
de
nociones
de
bien
es
el
incentivo
para
la
misión
del
derecho
natural”
(Strauss
1974:
10).
Pero
la
afirmación
es
aun
más
ambiciosa
ya
que
si
bien
“la
posibilidad
de
la
filosofía
no
exige
más
que
los
problemas
fundamentales
sean
siempre
los
mismos
(…)
no
puede
haber
derecho
natural
si
el
problema
fundamental
de
la
filosofía
política
no
puede
resolverse
de
forma
definitiva’
(Strauss
1974:
35,
cursivas
mías).
Para
decirlo
con
claridad,
no
soy
de
la
idea
de
que
Strauss
salga
airoso
al
hacer
su
argumento
sobre
la
centralidad
y
ubiquidad
del
derecho
natural
en
lo
que
se
refiere
a
conseguir
respuestas
definitivas
a
preguntas
últimas
(y
tampoco
los
expertos
en
su
filosofía
están
convencidos
respecto
al
grado
en
que
Strauss
alcanza
efectivamente
su
objetivo
en
sus
otros
escritos
sobre
la
materia,
Drury
1987,
Pippin
1992).
Es
por
eso
que
me
parece
más
interesante
explorar
su
formulación
menos
categórica
de
que
el
corazón
de
la
tradición
del
derecho
natural
reside
el
carácter
necesario
de
ciertas
preguntas
filosóficas
y
el
intento
por
contestarlas
consistentemente.
Es
en
esta
línea,
pienso,
que
su
crítica
a
la
modernidad
y
a
la
moderna
teoría
social
se
vuelven
más
instructivas.
Strauss
distingue
tres
versiones
principales
de
la
tradición
del
derecho
natural.
La
primera,
que
rastrea
en
la
filosofía
griega
(básicamente
Platón
y
Aristóteles),
se
basa
en
la
idea
de
virtud
natural
e
intenta
encontrar
respuestas
sustantivas
a
la
pregunta
por
la
vida
buena.
En
relación
a
lo
que
nos
convoca
aquí,
el
aspecto
central
a
identificar
en
esta
tradición
temprana
es
que
se
basa
en
una
idea
teleológica
de
virtud
natural
que
en
último
término
se
basa
en
elementos
cosmológicos
o
trascendentales
para
justificar
el
carácter
de
dicha
virtud.
En
otras
palabras,
en
la
medida
en
que
puede
hablarse
de
un
concepto
de
individuo
en
aquel
entonces,
esta
noción
resulta
inaceptable
para
los
estándares
modernos
en
tanto
presuponía
una
desigualdad
natural
de
los
hombres
cuya
valía
dependía
de
los
contenidos
de
la
vida
buena
en
la
polis
o
de
una
idea
23 Ver, a este respecto, la nota 2 en la introducción. La distinción entre derecho natural y ley natural en
Strauss
puede
ser
esbozada
como
“la
oposición
entre
los
derechos
humanos
y
la
doctrina
clásica
y
medieval
de
la
ley
natural.
En
la
doctrina
moderna,
el
derecho
toma
el
lugar
de
la
ley
y
el
hombre
reemplaza
a
la
naturaleza
como
fundamento”
(Tanguay,
2007:
227
n16).
Como
este
libro
no
ha
usado
la
distinción
entre
ley
natural
y
derecho
natural,
el
argumento
de
Strauss
puede
aparecer
como
algo
más
débil
que
en
su
contexto
original.
Pero
en
la
medida
en
que
se
optó
por
usar
únicamente
la
idea
de
derecho
natural,
debiera
tal
vez
afirmarse
que
mi
argumento
general
es
straussiano
en
lo
que
se
refiere
a
la
importancia
de
los
elementos
no
religiosos
en
esta
tradición.
En
todo
caso,
lo
que
realmente
me
interesa
capturar
es
la
idea
de
que
un
conjunto
de
posiciones
muy
diversas
tienen
en
común
una
orientación
universalista
relativa
a
las
preguntas
sobre
el
conocimiento
de
lo
humano
y
la
justicia
humana.
58
trascendente
de
cosmos
natural.
La
segunda
forma
de
pensar
el
derecho
natural
que
Strauss
distingue
es
la
ley
divina
del
cristianismo.
Con
su
máxima
expresión
en
la
obra
de
Tomás
de
Aquino,
las
ideas
de
deber
y
obediencia
a
la
ley
divina
serían
el
núcleo
de
esta
variante
cristiana
del
derecho
natural.
La
clave
de
la
interpretación
de
Strauss
con
respecto
a
este
segundo
momento
es
que
resulta
inexacto
referirse
a
ella
estrictamente
como
ley
o
derecho
natural,
puesto
que
sus
fundamentos
no
se
encuentran,
de
forma
inmanente,
en
el
domino
de
la
naturaleza
sino
que
están
alojados
en
una
voluntad
divina
inalterable
e
inexpugnable
que
es
por
supuesto
trascendente.
Dado
que
esa
es
la
clase
de
derecho
natural
más
conocida
y
discutida
entre
los
estudiosos
del
tema,
Strauss
separa
tajantemente
su
propia
doctrina
de
derecho
natural
en
sentido
estricto
de
esta
comprensión
religiosa
de
la
ley
natural.
La
tercera
y
última
variante
que
Strauss
distingue
es
el
derecho
natural
moderno.
Tomando
a
Machiavello
y
Hobbes
como
sus
fundadores,
Strauss
(1952)
reconstruye
esta
forma
de
pensar
también
a
partir
de
los
escritos
de
Locke
y
Rousseau.
La
esencia
de
la
doctrina
moderna
se
encuentra
en
la
noción
de
derechos
individuales
subjetivos:
es
sólo
con
el
despliegue
de
la
modernidad,
argumenta
Strauss,
que
encontramos
una
concepción
íntegra
“de
derecho
natural
igualitario
(…donde…)
todos
los
hombres
son
libres
e
iguales
por
naturaleza”
(Strauss
1974:
118,
cursivas
mías).
Podemos
entonces
usar
la
siguiente
afirmación
para
sintetizar
la
visión
de
Strauss
sobre
la
tensión
entre
elementos
religiosos
y
no
religiosos
en
la
tradición
del
derecho
natural
(por
oposición
a
la
tesis
de
Löwith
sobre
la
secularización):
“explicar
la
génesis
de
la
modernidad
concebida
a
partir
de
la
secularización
de
ideas
cristianas
manifiesta
un
falso
espíritu
acomodaticio
característico
del
período
en
que
la
ilustración
ya
había
triunfado
sobre
la
religión.
Se
desconoce
entonces
la
naturaleza
esencial
de
la
modernidad
–esto
es,
la
voluntad
de
romper
con
el
antiguo
mundo
teológico”
(Tanguay
2007:
100-‐101).
Al
margen
de
cuán
adecuado
sea
este
argumento
en
relación
al
propio
Strauss,
mi
enfoque
sobre
este
asunto
apunta
en
una
dirección
ligeramente
diferente.
Más
que
preguntar
por
la
voluntad
deliberada
de
la
modernidad
de
romper
con
la
religión,
es
justamente
la
reaparición
constante
de
tópicos
e
inquietudes
del
derecho
natural
lo
que
genera
dudas
sobre
en
qué
medida
la
modernidad
ha
logrado
efectivamente
separarse
de
ella.
Esta
última
preocupación
es
algo
que
ambos
autores
comparten
y
ello
genera
un
espacio
para
una
lectura
combinada
de
Löwith
y
Strauss
sin
que
se
pierda
la
especificad
de
sus
argumentos.
Otra
pista
para
resolver
este
problema
parece
venir
de
la
noción
de
Strauss
de
que
es
solamente
en
la
modernidad
cuando
emerge
la
visión
del
“proceso
histórico
como
un
proceso
singular
en
el
que
el
hombre
deviene
humano
sin
proponérselo”
(Strauss
1989:
90).
De
hecho,
este
es
precisamente
el
tipo
de
trabajo
intelectual
al
que
la
teoría
social
aspira
en
sus
momentos
de
mayor
lucidez
(tal
como
lo
sugiere,
por
lo
demás,
la
caracterización
que
Löwith
hace
de
Weber
y
Marx
como
“sociólogos
filosóficos”).
Y
esta
es
justamente
la
clase
de
proyecto
que
estoy
interesado
en
recuperar
al
intentar
redibujar
las
relaciones
entre
teoría
social
y
derecho
natural:
seres
humanos
que
entran
en
relaciones
sociales
cada
vez
más
intensas
en
diversos
tipos
de
ámbitos
a
pesar
de
que
los
individuos
no
pueden
nunca
preveer
o
controlar
voluntariamente
los
resultados
de
tales
interacciones.
Y
sin
importar
cuán
alienados
puedan
sentirse
los
seres
humanos
en
relación
a
sus
propias
acciones,
la
convicción
moderna
permanece
de
que
la
comprensión
y
transformación
de
las
relaciones
sociales
sólo
es
posible
si
estas
tareas
se
enfrentan
en
términos
estrictamente
inmanentes.
El
proyecto
de
una
ciencia
exclusivamente
abocada
al
estudio
de,
por
y
para
lo
social
a
la
que
nos
referimos
anteriormente
parece
señalar
el
punto
en
el
que
se
intersectan
la
moderna
teoría
social
y
el
derecho
natural
straussiano.
59
Por
cierto,
el
desarrollo
de
la
moderna
teoría
social
desde
finales
del
siglo
XIX
no
muestra
un
camino
único
o
exclusivo
en
esta
dirección;
más
bien,
éste
queda
mejor
retratado
a
partir
de
la
ausencia
de
un
intento
por
capturar
sus
interrelaciones,
como
ya
se
mencionó
a
inicio
de
este
capítulo.
Strauss,
por
su
parte,
intenta
directamente
reevaluar
los
términos
en
los
que
se
da
la
crítica
de
las
ciencias
sociales
hacia
el
derecho
natural
a
través
de
una
lectura
de
Weber,
a
quien
como
ya
vimos
considera
“el
más
grande
científico
social
de
nuestro
siglo”,
incluso
a
pesar
de
que
la
sociología
de
Weber
es
interpretada
como
en
completa
oposición
con
la
idea
de
derecho
natural
(Strauss
1974:
36,
Behnegar
1997).
Strauss
sitúa
a
Weber
como
parte
de
la
escuela
histórica
alemana,
pero
concluye
correctamente
que
Weber
se
aleja
de
las
respuestas
de
esa
escuela
no
porque
ella
“hubiese
disuelto
la
idea
de
derecho
natural,
sino
porque
había
preservado
al
derecho
natural
bajo
una
apariencia
histórica,
en
vez
de
rechazarlo
en
su
conjunto”
(Strauss
1974:
37).
La
noción
de
derecho
natural
histórico
aparece
como
una
contradicción
en
los
términos
y
Strauss
explica
convincentemente
que
esa
no
es
la
posición
de
Weber.
Pero
si
el
enfoque
intelectual
de
Weber
fuera
tan
sólo
otro
intento
de
refutación
del
derecho
natural,
su
obra
apenas
llamaría
la
atención.
Bajo
este
aparente
rechazo,
Strauss
encuentra
una
ambigüedad
fundamental
en
lo
que
Weber
entiende
por
“valores”
y
es
allí
donde
a
su
juicio
radicaría
la
importancia
de
Weber
para
las
ciencias
sociales
del
siglo
XX:
es
desde
ese
argumento
que
podemos
intentar
plantear
una
visión
más
sutil
de
las
relaciones
entre
moderna
teoría
social
y
derecho
natural.
Por
una
parte,
es
bien
conocido
que
para
Weber
los
fenómenos
históricos
son
el
material
fundamental
de
las
ciencias
sociales.
La
selección
de
los
datos
empíricos
está
determinada
siempre
por
las
inquietudes
del
presente,
las
que
asimismo
son
históricas,
y
es
sobre
esa
base
que
los
científicos
sociales
deciden
qué
tema
específico
estudiar
y
cómo
estudiarlo.
Por
otra
parte,
sin
embargo,
Weber
es
también
de
la
idea
de
que
hay
un
elemento
transhistórico
no
tanto
en
los
descubrimientos
de
las
ciencias
sociales
como
en
la
pretensión
de
conocimiento
con
que
se
fundamentan
sus
conceptos
y
enfoques
metodológicos.
Mientras
que
los
descubrimientos
particulares
dependen
de
“ideas
de
valor
y
por
lo
tanto
son
en
principio
históricamente
cambiantes
(…)
lo
transhistórico
es
la
validez
de
estos
hallazgos”
(Strauss
1974:
39).
Con
formulaciones
como
esta,
cree
Strauss,
Weber
habría
sobrepasado
los
límites
explícitos
de
su
propio
marco
de
referencia
general.
Weber
habría
estado
operando
en
la
práctica
con
presupuestos
que
lo
acercan
a
las
posiciones
universalistas
de
la
tradición
del
derecho
natural
en
lo
que
se
refiere
a
los
principios
que
efectivamente
guían
las
estrategias
metodológicas
de
las
ciencias
sociales:
las
ideas
de
valor
concretas
e
históricas,
de
las
cuales
hay
una
variedad
indefinidamente
amplia,
contienen
elementos
de
carácter
transhistórico:
los
valores
últimos
son
tan
atemporales
como
los
principios
de
la
lógica.
Es
el
reconocimiento
de
valores
atemporales
lo
que
distingue
más
fundamentalmente
la
posición
de
Weber
del
historicismo.
No
tanto
el
historicismo
sino
la
noción
peculiar
de
valores
atemporales
es
la
base
de
su
rechazo
del
derecho
natural
(Strauss
1974:
39,
cursivas
mías)
La
idea
general
es
que
ningún
esfuerzo
intelectual
serio
tiene
sentido,
o
es
incluso
posible,
sin
la
presencia
de
ciertos
presupuestos
de
derecho
natural
–al
margen
de
que
ellos
sean
reintroducidos
involuntariamente,
como
Strauss
cree
es
el
caso
de
Weber.
Ninguna
separación
absoluta
entre
ciencias
sociales
(empíricas)
y
derecho
natural
(normativo)
es
verdaderamente
posible
–de
allí
que
nuevamente
la
figura
de
la
Aufhebung
se
muestre
útil
para
destacar
las
interrelaciones
entre
ambas
tradiciones.
60
La
reconstrucción
de
Strauss
reconoce
que,
en
la
modernidad,
todas
las
apelaciones
a
valores
últimos
son
problemáticas
–a
pesar
de
que
ya
hemos
visto
que
Strauss
mismo
no
está
preparado
para
aceptar
que
los
valores
últimos
son,
finalmente,
incognoscibles
o
irracionales.
Asimismo,
Strauss
destaca
que
la
ruptura
de
Weber
con
la
escuela
histórica
alemana
se
debe
a
las
concepciones
de
derecho
natural
de
esta
última
bajo
la
pretensión
de
relativismo
cultural
y,
mucho
peor
aún,
de
un
nacionalismo
particularista
y
extremo
(Weber
1949).
No
obstante,
Strauss
descubre
también
una
inconsistencia
fuerte
en
el
pensamiento
del
propio
Weber,
en
tanto
la
premisa
sobre
la
que
se
sostiene
su
investigación
socio-‐histórica
–su
historicismo
radical–
es
en
sí
misma
una
proposición
con
pretensión
de
validez
transhistórica.
La
distancia
de
Weber
tanto
respecto
del
relativismo
histórico
como
de
la
metafísica
de
derecho
natural
surge
de
su
convicción
ontológica
de
que
si
bien
los
valores
últimos
existen,
éstos
son
parte
de
un
dominio
fundamentalmente
irracional
sobre
el
cual
no
puede
conseguirse
ningún
conocimiento
verdaderamente
fiable.
En
otras
palabras,
la
preferencia
de
Weber
por
una
ciencia
éticamente
neutral
se
basa
en
“la
creencia
de
que
no
puede
haber
ningún
conocimiento
genuino
sobre
el
deber”
(Strauss
1974:
41),
y
que
los
valores
realmente
se
muestran
en
conflictos
que
“la
razón
humana
no
puede
resolver”
(Strauss
1974:
74).
Su
conclusión
es
que
Weber
fue
incapaz
de
desarrollar
una
solución
satisfactoria
al
dilema
formado
por
una
interpretación
historicista
de
la
investigación
social
guiada
a
partir
de
las
inquietudes
del
presente
–una
variante
del
irracionalismo
ontológico
en
el
plano
de
los
valores
últimos–
y
un
marco
de
referencia
metodológico
que
favorece
un
saber
empírico
cuyos
procedimientos
han
de
poder
justificarse
adecuadamente
frente
a
distintas
épocas
y
culturas.
Hijo
pródigo
de
la
modernidad,
Weber
termina
pagando
el
alto
precio
que
la
modernidad
fija
para
quienes
se
aferran
decididamente
a
sus
diferentes
manifestaciones
y
luchan
por
darles
coherencia:
Él
se
inclinaba
a
creer
que
el
hombre
del
siglo
XX
había
comido
la
fruta
del
árbol
del
conocimiento,
que
podía
estar
libre
de
las
ilusiones
que
habían
cegado
a
todos
los
hombres
pasados:
nosotros
vemos
la
situación
del
hombre
sin
distorsiones,
estamos
desencantados.
Pero
bajo
la
influencia
del
historicismo,
se
volvió
dubitativo
sobre
si
se
puede
hablar
de
la
situación
del
hombre
en
tanto
hombre
o,
en
caso
que
se
pueda,
si
dicha
situación
no
es
vista
de
forma
diferente
en
diferentes
épocas
de
forma
tal
que,
en
principio,
la
visión
de
cualquier
época
es
tan
legítima
o
ilegítima
como
la
de
cualquier
otra.
Se
preguntaba,
por
ende,
si
lo
que
parecía
ser
la
situación
del
hombre
en
tanto
hombre
no
era
otra
cosa
que
la
situación
del
hombre
de
la
actualidad,
o
“el
dato
ineludible
de
nuestra
circunstancia
histórica”.
Por
lo
tanto,
lo
que
originalmente
aparecía
como
liberación
frente
a
las
ilusiones
mostró
ser
finalmente
poco
más
que
la
cuestionable
premisa
de
nuestra
época
como
una
actitud
que
será
reemplazada,
cuando
llegue
el
momento,
por
una
actitud
que
habrá
de
estar
en
conformidad
con
la
época
siguiente.
El
pensamiento
de
la
época
presente
está
caracterizado
por
el
desencantamiento,
o
la
absoluta
“intramundanización,”
o
irreligiosidad.
Aquello
que
afirma
estar
libre
de
ilusiones
es
fundamentalmente
igual
a
una
ilusión,
tal
y
como
sucede
con
las
creencias
que
prevalecieron
en
el
pasado
y
las
que
pueden
prevalecer
en
el
futuro
(Strauss
1974:
73)
Strauss
afirma
que
la
solución
definitiva
de
esta
evidente
aporía
no
puede
encontrarse
en
el
marco
de
referencia
del
propio
Weber.
Más
bien,
es
necesario
buscarla
en
la
idea
del
propio
Strauss
de
derecho
natural
que
introdujimos
arriba
–el
develamiento
de
aquellos
“fundamentos
de
la
justicia”
que
son
“accesibles
al
hombre
en
tanto
hombre”.
La
limitada
comprensión
de
61
Weber
de
hasta
qué
punto
su
propia
aproximación
científica
pertenece
a
la
tradición
intelectual
más
general
del
derecho
natural
le
impide,
según
Strauss,
sugerir
una
solución
bastante
más
simple
y
que,
por
lo
demás,
es
consistente
con
el
enfoque
del
propio
Weber:
La
ciencia
social
es
conocimiento
humano
sobre
la
vida
humana
(…)
Una
vez
que
está
establecido
que
las
ciencias
sociales,
o
esta
interpretación
intramundana
de
la
vida
humana,
es
evidentemente
legítima,
las
dificultades
expuestas
por
Weber
demuestran
ser
irrelevantes.
Pero
él
se
rehusó
a
establecer
dicha
premisa.
Postulaba
que
la
ciencia
o
la
filosofía
descansaban,
en
última
instancia,
no
en
premisas
evidentes
que
están
a
disposición
del
hombre
en
tanto
hombre
sino
en
el
destino
(Strauss
1974:
71,
cursivas
mías)
Strauss
llega
a
la
conclusión
de
que,
más
que
un
rechazo
definitivo
a
la
tradición
del
derecho
natural,
el
proyecto
de
las
ciencias
sociales
modernas
tiene
una
conexión
insalvable
con
ella.
Las
ciencias
sociales
tienen
elementos
de
derecho
natural
inscritos
en
su
funcionamiento
y
que
son
necesarios
para
que
su
pretensión
de
conocimiento
puede
siquiera
comenzar
a
desplegarse.
Más
radicalmente,
en
la
medida
en
que
han
sido
exitosas
en
proveer
sus
propias
explicaciones
empíricas
sobre
las
condiciones
de
la
vida
moderna,
las
ciencias
sociales
pueden
ser
vistas
como
una
suerte
de
encarnación
moderna
de
la
tradición
del
derecho
natural.
El
lenguaje
y
las
formas
para
enfrentar
estas
cuestiones
han
sido
alteradas
radicalmente,
pero
las
disciplinas
modernas
dedicadas
al
estudio
de
lo
social
pueden
ser
entendidas
como
una
forma
específica
de
plantearse
preguntas
similares
a
las
que
la
tradición
del
derecho
natural
ha
procurado
responder
a
lo
largo
de
la
historia
de
la
civilización
occidental.
Por
supuesto
que
la
gran
mayoría
de
los
científicos
sociales,
así
como
quienes
trabajan
en
teoría
sociológica,
no
se
considerarían
a
sí
mismos
como
herederos
de
la
tradición
del
derecho
natural
en
el
marco
de
sus
labores
cotidianas
de
investigación
–y
probablemente
están
en
lo
cierto.
Sin
embargo,
la
afirmación
altamente
contraintuitiva
de
Strauss
es
que
mientras
más
avanzan
en
sus
tareas
de
investigación
empírica,
y
justamente
en
la
medida
en
que
llegan
a
ser
exitosos
en
ellas,
más
se
ven
forzados
a
trascender
posturas
científicas
convencionales
y
comienzan
a
tener
que
lidiar
con
preguntas
fundamentales
de
la
condición
humana.
La
importancia
o
relevancia
de
la
teoría
social
en
la
modernidad
puede
entonces
ser
vista
a
partir
de
cuán
eficaz
o
inteligentemente
es
capaz
de
captar
las
antiguas
preguntas
de
la
tradición
del
derecho
natural
–y
en
ese
proceso
hacerlas
inteligibles
a
los
formatos
que
se
han
vuelto
aceptables
en
la
modernidad.24
Strauss
ve
en
la
idea
de
ciencia
social
moderna
de
Weber
el
punto
más
alto
de
una
tendencia
intelectual
que,
a
pesar
de
que
ha
pretendido
socavar
la
tradición
del
derecho
natural,
puede
convertirse
en
uno
de
sus
principales
vehículos
en
la
modernidad.
En
su
intento
por
rechazar
simultáneamente
el
derecho
natural
temprano
y
el
más
reciente
relativismo
cultural
(es
decir,
afirmaciones
normativamente
dogmáticas
y
afirmaciones
ingenuamente
descriptivas),
Weber
se
habría
enfrascado,
y
llevado
adelante,
precisamente
el
tipo
de
proyecto
que
él
pensaba
ya
no
era
viable.
Mientras
más
consistente
fue
Weber
en
construir
su
programa
de
investigación
empírica
a
partir
de
premisas
históricas,
más
se
hizo
víctima
de
su
propio
éxito
dado
que,
en
la
práctica,
se
vio
crecientemente
forzado
a
aceptar
la
validez
transhistórica
de
su
propio
proyecto
científico.
No
tan
distante
del
caso
de
Löwith
que
ya
discutimos,
con
respecto
a
esta
dimensión
por
lo
menos,
Strauss
también
vincula
esta
pretensión
universalista
a
la
incipiente
tradición
moderna
del
derecho
natural:
24 Puede incluso afirmarse que Strauss está aquí invirtiendo el argumento más convencional de que la
importancia
de
la
teoría
social
en
la
modernidad
dice
relación
justamente
con
que
teoría
social
y
modernidad
se
requieren
necesariamente
(Wagner
1994,
Yack
1997).
Ver
también
mi
comentario
en
el
punto
7
en
la
introducción.
62
En
el
espíritu
de
una
tradición
de
tres
siglos,
Weber
habría
rechazado
la
proposición
de
que
las
ciencias
sociales
deben
estar
basadas
en
un
análisis
de
la
realidad
social
tal
como
es
experimentada
en
la
vida
social,
o
como
es
conocida
a
partir
del
‘sentido
común’.
De
acuerdo
con
esta
tradición,
el
‘sentido
común’
es
un
híbrido,
engendrado
por
el
mundo
puramente
subjetivo
de
las
sensaciones
individuales
y
el
verdadero
mundo
objetivo
es
descubierto
progresivamente
por
la
ciencia.
Este
enfoque
proviene
del
siglo
XVII,
cuando
el
pensamiento
moderno
emergió
gracias
al
quiebre
con
la
filosofía
clásica.
Pero
los
iniciadores
del
pensamiento
moderno
todavía
coincidían
con
los
clásicos
en
la
medida
en
que
concebían
la
filosofía
o
la
ciencia
como
la
perfección
del
entendimiento
natural
del
hombre
sobre
el
mundo
natural
(Strauss
1974:
78,
cursivas
mías)
Strauss
interpreta
a
Weber
como
representante
de
un
intento
altamente
sofisticado
por
desarrollar
una
ciencia
de
lo
social
exenta
de
presupuestos
pero
que,
en
último
término,
tuvo
que
desarrollar
una
pretensión
universalista
incluso
a
pesar
de
sus
mismas
intenciones.
Las
tensiones
que
Strauss
identifica
en
los
postulados
de
Weber
expresan
complicaciones
que
son
fundamentales
pero
que
se
encuentran
“por
detrás”
de
los
supuestos
explícitos
y
autodeclarados
de
la
sociología
–de
ahí
que
la
figura
de
la
Aufhebung
pueda
sugerirse
nuevamente
(aunque
en
este
caso
se
aplique
en
un
sentido
diferente
que
en
Löwith).
Weber
fue
incapaz
de
reconciliar
los
argumentos
contra
el
relativismo
que
subyacen
a
su
obra
con
algunos
de
los
requerimientos
científicos
más
categóricos
de
su
época
que
lo
llevaron
a
rechazar
cualquier
tipo
de
postura
universalista.
No
es
sólo
la
tesis
evidente
de
que
la
sociología
intenta
romper
con
el
derecho
natural
lo
que
Strauss
rechaza.
Es
la
tesis
de
que
el
valor
intelectual
de
la
sociología
efectivamente
depende
de
sus
conexiones
con
la
tradición
del
derecho
natural
lo
que
resulta
particularmente
interesante,
aunque
problemático,
para
la
autocomprensión
más
convencional
de
las
ciencias
sociales.
El
verdadero
valor
intelectual
de
la
moderna
teoría
social,
en
esta
lectura
straussiana,
radicaría
en
la
medida
en
que
puede
contribuir
a
hacer
consciente
la
deuda
de
las
ciencias
sociales
con
el
núcleo
universalista
de
la
tradición
del
derecho
natural
–incluso
si
eso
llegase
a
incluir
el
costo,
en
definitiva
impagable,
de
terminar
disolviéndose
a
sí
mismas
para
convertirse
en
un
apéndice
(moderno)
de
la
tradición
del
derecho
natural.
Consideraciones
finales
En
tanto
indagación
sobre
el
rol
de
la
tradición
del
derecho
natural
en
el
surgimiento
y
desarrollo
de
la
moderna
teoría
social,
este
capítulo
buscó
proponer
una
exploración
de
sus
posibles
interrelaciones
a
partir
de
la
pregunta
por
la
orientación
universalista
que
ambas
persiguen.
Comencé
argumentando
que
cierto
interés
por
estudiar
las
relaciones
entre
ambas
tradiciones
se
encuentra
en
debates
recientes
y
propuse
que
pueden
extraerse
implicaciones
generales
a
partir
de
los
comentarios
de
Bauman
y
Habermas
sobre
cómo
la
tradición
del
derecho
natural
sigue
siendo
parte
de
nuestros
dilemas
y
desafíos
modernos
–tanto
en
términos
intelectuales
como
sociohistóricos.
La
elección
de
Löwith
y
Strauss,
cuyo
interés
primario
no
descansa
en
el
desarrollo
de
la
moderna
teoría
social
sino
en
el
derecho
natural,
dice
relación
con
reevaluar
si
la
teoría
social
puede
narrar
su
propia
trayectoria
con
independencia
del
derecho
natural.
Un
primer
objetivo
crítico
de
este
capítulo
apunta
entonces
hacia
la
corrección
del
desbalance
en
aquellos
argumentos
que
sostienen
que
la
teoría
social
se
ha
separado
completa
y
definitivamente
del
derecho
natural.
Un
segundo
resultado,
más
positivo,
destaca
que
los
presupuestos
normativos
universalistas,
aquí
conectados
con
la
tradición
del
derecho
natural
en
un
sentido
amplio,
han
de
seguir
jugando
un
rol
crucial
en
la
teoría
social
en
tanto
ellos
remiten
a
63
preguntas
esenciales
que
dirigen
cualquier
intento
intelectual
por
captar
nuestras
inquietudes
humanas
existenciales.
A
la
hora
de
criticar
el
enfoque
más
convencional
de
que
la
moderna
teoría
social
no
tiene
deudas
pendientes
con
el
derecho
natural,
y
que
por
ello
no
tendría
nada
que
ganar
al
reevaluar
sus
deudas
con
éste,
los
argumentos
de
Löwith
y
Strauss
resultan
especialmente
instructivos.
En
el
caso
de
Löwith,
el
valor
de
las
ciencias
sociales
depende
de
su
inconsistente
confianza
en
el
derecho
natural
–por
ejemplo,
la
idea
de
secularización
de
la
modernidad
desconoce
su
deuda
respecto
de
fuentes
religiosas
más
allá
de
que
su
motivación
original
haya
sido
efectivamente
antirreligiosa.
Para
Strauss,
por
su
parte,
las
disciplinas
modernas
dedicadas
al
estudio
de
las
relaciones
sociales,
cuando
son
exitosas
en
la
tarea
que
explícitamente
fijan
para
sí
mismas,
terminan
justamente
tratando
de
responder
el
tipo
de
preguntas
que
suponían
haber
dejado
atrás.
Ambos
argumentos
son
problemáticos
en
sus
propios
términos
y
no
pretendo
apoyarlos
acríticamente.
La
conclusión
altamente
unilateral
de
que
el
valor
de
la
moderna
teoría
social
depende
exclusivamente
de
si
es
capaz
es
de
“recapitular”
el
derecho
natural
–posiblemente
el
corolario
lógico
más
fuerte
de
los
argumentos
de
Löwith
y
Strauss–
no
es
el
camino
que
estoy
proponiendo.
Aunque
estoy
convencido
de
que
la
indiferencia
sistemática
de
la
sociología
respecto
de
su
deuda
con
el
derecho
natural
ha
probado
ser
igualmente
nociva,
si
no
más,
para
el
desarrollo
de
su
propia
autocomprensión
teórica.
El
proyecto
intelectual
de
la
sociología
sólo
se
mantiene
como
el
de
una
disciplina
estrictamente
inmanente
de
lo
social,
por
lo
social
y
para
lo
social
–y
para
ello
ha
de
adoptar
como
intuición
directriz
una
pretensión
universalista.
Pero
entonces
no
podemos
seguir
esquivando
una
discusión
seria
con
la
tradición
del
derecho
natural
bajo
la
premisa
falsa
de
que
es
meramente
una
forma
de
metafísica
dogmática
y
pasada
de
moda
–la
figura
de
la
Aufhebung
se
propuso
entonces
para
ayudar
en
la
caracterización
de
las
interconexiones
entre
estas
dos
tradiciones.
Más
que
explorar
el
grado
en
el
que
la
moderna
teoría
social
ha
sido
realmente
capaz
de
liberarse
del
derecho
natural,
me
parece
mucho
más
provechoso
partir
del
supuesto
que
tal
intento
jamás
podrá
ser
completamente
exitoso.
Podemos
observar
directamente
sus
relaciones
poniendo
de
manifiesto
todos
sus
problemas,
complicaciones
y,
por
qué
no
decirlo,
sus
resultados
altamente
ambivalentes.
En
el
espíritu
de
rescatar
el
esfuerzo
de
la
teoría
social
por
dotar
de
sentido
cognitiva
y
normativamente
a
nuestra
condición
histórica
actual,
es
necesario
mantener
su
compromiso
de
seguir
intentando
responder
a
las
inquietudes
y
temas,
finalmente
irresolubles,
que
son
constitutivos
de
nuestra
común
existencia
humana.
64
Capítulo
4.
El
Cosmopolitismo
en
la
Teoría
Social:
Una
Defensa
Ambivalente
El
cosmopolitismo
está,
hoy
por
hoy,
ampliamente
presente
en
las
ciencias
sociales
contemporáneas
en
tanto
ha
superado
exitosamente
todas
las
vallas
que
los
nuevos
paradigmas
deben
saltar
para
ser
reconocidos
al
interior
de
una
comunidad
académica.
Sus
credenciales
históricas
han
sido
reconstruidas
y
puestas
al
día
(Chernilo
2010,
Fine
2003,
Inglis
2009,
Inglis
and
Robertson
2008,
Turner
1990,
2006),
su
vigor
crítico
para
rearticular
los
problemas
tradicionales
de
los
enfoques
anteriores
ha
sido
debatido
extensamente
(Beck
2000a,
Beck
and
Sznaider
2006,
Habermas
1999),
sus
potenciales
usos
están
apareciendo
en
una
serie
de
contextos
disciplinarios
y
empíricos
distintos
(Chea
2006,
Delanty
2009,
Derrida
2001,
Fine
2006,
2007,
Harvey
2009,
Skirbs
et
al.
2004),
sus
fortalezas
y
debilidades
normativas,
así
como
sus
implicancias
colaterales,
están
siendo
sistemáticamente
revisadas
y
cuestionadas
(Benhabib
2004a,
Bohman
2007,
Habermas
2006,
Pogge
2008).
La
ciencia
social
cosmopolita,
o
más
directamente
relacionado
con
mi
objetivo
en
este
capítulo,
la
teoría
social
cosmopolita,
puede
reclamar
ya
una
ciudadanía
con
plenos
derechos
en
el
marco
de
nuestro
crecientemente
cosmopolita
panorama
intelectual.
No
hay
dudas
de
que
el
surgimiento
de
la
literatura
científico-‐social
sobre
el
cosmopolitismo
a
fines
del
siglo
pasado
fue
consecuencia,
en
un
grado
importante
al
menos,
de
los
debates
sobre
globalización
que
prevalecieron
durante
la
década
precedente
(Held
1995).
A
pesar
de
que
sería
errado
concebir
los
debates
sobre
el
cosmopolitismo
simplemente
como
el
lado
normativo
de
las
discusiones
previas
sobre
la
globalización
económica,
la
temporalidad
de
su
surgimiento
sí
apunta
en
esa
dirección,
y
algunos
de
los
pensadores
más
destacados
del
cosmopolitismo
han
destacado
el
hecho
de
que
tanto
su
pertinencia
empírica
como
su
alcance
normativo
actual
depende
de
la
centralidad
de
las
tendencias
globalizadoras
en
el
mundo
(Habermas
2002).
Mientras
no
la
entendamos
en
la
forma
profundamente
irreflexiva
en
que
las
teorías
de
la
globalización
fueron
originalmente
concebidas
y
puestas
en
práctica,
la
tesis
de
que
las
actuales
condiciones
estructurales
de
nuestra
modernidad
global
tenderán
a
profundizarse
en
el
futuro
previsible
me
merece
razonable
–esta
fue,
después
de
todo,
la
intuición
original
del
propio
Kant
(1999)
cuando
se
interesó
en
redefinir
la
idea
de
cosmopolitismo
en
un
contexto
moderno
caracterizado
por
la
circulación
creciente
de
bienes,
personas
e
ideas.
Así,
mientras
los
enfoques
cosmopolitas
seguirán
teniendo
intuiciones
relevantes
que
ofrecer
a
quienes
están
interesados
en
entender
la
vida
social
en
el
presente,
el
panorama
al
interior
de
la
gran
familia
de
la
teoría
social
cosmopolita
es
altamente
heterogéneo
y
no
puede
evaluarse
unívocamente
como
positivo.
Quisiera
afirmar
desde
un
comienzo
que
este
capítulo
se
escribe
desde
la
convicción
de
que
el
cosmopolitismo
es
un
programa
intelectual
relevante
y
que
debe
continuar
desarrollándose.
El
cosmopolitismo
es
un
marco
de
referencia
útil
e
importante
para
la
teoría
social
actual
y
este
capítulo
pretende
ofrecer
una
evaluación
crítica
de
algunas
de
las
fortalezas
y
debilidades
del
reciente
giro
cosmopolita
en
la
teoría
social.
Sin
duda,
muchos
de
los
problemas
sociales,
económicos
y
políticos
de
nuestro
tiempo
difícilmente
apuntan
en
la
dirección
cosmopolita
de
concepciones
fuertes
de
ciudadanía
mundial
o
derechos
humanos
cada
vez
más
profundos
y
extendidos.
Los
críticos
pueden
fácilmente
señalar
hacia
las
ambiciones
neo-‐imperiales
de
los
estados
poderosos
–tanto
las
supuestas
como
las
reales–
así
como
también
a
la
facilidad
con
la
que
organizan
sus
discursos
en
una
retórica
de
cosmopolitismo
y
derechos
humanos
(Douzinas
2007).
También
se
ha
hecho
muy
conocida
la
referencia
al
cosmopolitismo
como
un
enfoque
básicamente
elitista,
y
algunos
de
sus
más
célebres
defensores
no
le
hacen
necesariamente
un
favor
a
la
causa
cosmopolita
en
tanto
lo
han
equiparado
prematuramente
con
programas
65
específicos
para
las
necesarias
reformas
institucionales
que
enfrenta
la
Unión
Europea
(ver
más
abajo).
Asimismo,
la
heterogeneidad
interna
de
las
orientaciones
cosmopolitas
hace
que
quienes
en
último
término
podrían
seguir
empatizando
con
su
orientación
terminen
preguntándose
a
qué
se
debe
en
realidad
tanto
cacareo.25
Estas
y
otras
dificultades
son
sin
duda
reales
y
pueden
servir
para
explicar
por
qué
elegí
la
idea
de
una
defensa
ambivalente
del
cosmopolitismo
como
subtítulo
para
este
capítulo.
Lo
que
quiero
argumentar
es,
entonces,
es
una
comprensión
particular
del
cosmopolitismo
a
partir
de
una
pretensión
universalista,
esto
es,
como
un
ejercicio
reflexivo
permanente
que
nos
permite
evaluar
diferentes
formaciones
sociopolíticas
e
institucionales
ya
que,
en
definitiva,
no
está
realmente
asociado
a
ninguna.
Esta
orientación
universalista,
me
parece,
sigue
estando
en
una
posición
demasiado
defensiva
después
de
décadas
de
ataques
positivistas,
postmodernos
y
culturalistas;
una
de
las
tareas
decisivas
de
la
teoría
social
cosmopolita
radica
en
su
contribución
para
reequilibrar
tal
desbalance.
Esta
pretensión
universalista
deberá
jugar
un
papel
cada
vez
más
determinante
para
que
el
cosmopolitismo
siga
siendo
un
programa
de
investigación
relevante.
Hay
dos
consecuencias
fundamentales
de
esta
reasociación
entre
cosmopolitismo
y
universalismo
y
ambas
conforman
el
marco
general
de
este
capítulo.
Primero,
la
evaluación
de
cuán
“cosmopolita”
es,
o
puede
llegar
a
ser,
un
enfoque
teórico
tiene
menos
que
ver
con
el
uso
efectivo
de
la
palabra
–o
de
los
compromisos
explícitos
con
el
término–
y
más
con
cuánto
se
vincula
efectivamente
con
la
pregunta
por
el
universalismo
y
los
desafíos
a
él
asociados.
Quisiera
ensayar
una
respuesta
a
partir
de
una
frase
acuñada
por
Hans-‐Georg
Gadamer
en
el
contexto
de
su
defensa
de
la
hermenéutica
de
la
acusación
de
relativismo:
la
máxima
metodológica
de
la
hermenéutica,
según
Gadamer,
se
encuentra
en
“la
habilidad
de
escuchar
al
otro
con
la
convicción
de
que
podría
tener
razón”
(Grodin
2003:
250).
La
pretensión
universalista
del
cosmopolitismo
puede
interpretarse
en
el
sentido
de
que
el
diálogo
verdadero,
más
allá
de
cualquier
límite,
exige
que
todos
los
participantes
conciban
a
los
otros
como
potencialmente
en
lo
correcto.
Para
ser
sociológicamente
útil,
esta
máxima
debe
ajustarse
al
problema
de
la
doble
contingencia:
en
todo
diálogo,
las
posiciones
de
oyente
y
hablante
cambian
muchas
veces,
y
en
cada
ocasión
cambia
también
la
carga
de
tener
que
demostrar
que
se
está
errado
o
en
lo
correcto.26
Segundo,
y
posiblemente
más
problemático,
me
parece
necesario
desacoplar
el
proyecto
cosmopolita,
al
menos
en
la
teoría
social,
de
cualquier
programa
específico
de
reforma
institucional.
En
el
intento
de
actualizar
el
potencial
universalista
del
cosmopolitismo
en
realidades
particulares,
su
apoyo
irrestricto
puede
terminar
erosionando
las
causas
mismas
que
los
partidarios
buscan
promover.
El
cosmopolitismo
no
puede
satisfacer
su
rol
normativo
como
ideal
regulativo,
en
el
sentido
de
permanecer
abierto
a
la
posibilidad
de
que
el
otro
esté
en
lo
correcto,
cuando
se
lo
carga
de
contenido
sustantivo
y,
con
ello,
se
lo
hipostatiza.
Pero
soy
conciente
de
que
esta
orientación
25 En su evaluación crítica aunque en último término favorable del cosmopolitismo en las ciencias sociales
escuchadas
en
tanto
no
están
preparadas
para
demostrarse
equivocadas
(lo
que
podría
ser
una
forma
diferente
de
explicar
su
“contradicción
performativa”
como
forma
moderna
de
discurso
y
práctica
política).
66
regulativa
puede
ser
un
fundamento
demasiado
débil
como
para
transformar
el
cosmopolitismo
en
una
perspectiva
sociológicamente
relevante.
No
tengo
una
respuesta
definitiva
a
este
problema,
pero
es
una
pregunta
sobre
la
que
volveré
hacia
el
final
del
capítulo.
Las
siguientes
tres
proposiciones
constituyen
el
centro
de
mi
argumento
y
serán
desarrollas
con
mayor
detalle
en
lo
que
sigue,
en
tanto
ellas
estructuran
las
secciones
en
que
organiza
lo
que
sigue:
• El
cosmopolitismo
en
la
teoría
social
debe
ser
observado
menos
en
relación
al
uso
particular
de
la
palabra,
o
a
su
vinculación
con
proyectos
específicos
de
reforma
institucional,
y
más
en
relación
a
cómo
un
enfoque
específico
se
hace
cargo
de
la
pregunta
por
el
universalismo.
• El
cosmopolitismo
debe
continuar
defendiendo
proposiciones
universalistamente
orientadas
que,
por
más
problemáticas
que
hayan
llegado
a
ser,
constituyen
su
núcleo
intelectual
último
y
la
condición
de
posibilidad
para
la
justificación
de
proposiciones
normativas.
• La
relevancia
contemporánea
del
cosmopolitismo
radica
en
cómo
es
capaz
de
mantener
unidas,
aunque
sin
fusionarlas,
preocupaciones
analíticas
y
normativas.
Cosmopolitismos
cosmopolitas
Metodológicamente
hablando,
el
uso
de
la
palabra
“cosmopolitismo”
no
constituye
una
aproximación
confiable
para
evaluar
los
debates
actuales.
Incluso
cuando
la
misma
palabra
(por
ejemplo,
el
estado)
ha
sido
utilizada
consistentemente
a
lo
largo
de
la
historia,
esto
no
significa
que
estemos
en
presencia
de
su
comprensión
homogénea
como
concepto
(Cassirer
1955).
En
el
caso
del
cosmopolitismo,
su
extenso
pedigrí
histórico
desde
la
época
de
la
filosofía
griega
clásica
implica
un
uso
altamente
heterogéneo
del
término.
Asimismo,
en
tanto
siempre
ha
apuntado
más
a
una
orientación
intelectual
que
a
un
hecho
claramente
definido
en
el
mundo
real,
las
posiciones
sobre
el
cosmopolitismo
varían
ampliamente,
desde
su
defensa
incondicional
(como
en
la
idea
de
Kant
de
la
paz
perpetua
cosmopolita),
hasta
el
rechazo
radical
(como
en
comentarios
antisemitas
contra
los
judíos
como
“cosmopolitas
apátridas”,
Fine
2009b).
Seguiré
entonces
una
estrategia
distinta
y
no
me
voy
a
ocupar
directamente
del
uso
positivo
o
negativo
que
los
autores
hacen
de
la
idea
de
cosmopolitismo.
Más
bien,
me
interesa
comprender
qué
entienden
ciertos
autores
contemporáneos
por
cosmopolitismo
y,
más
precisamente,
cómo
se
relacionan
con
lo
que
me
parece
es
el
compromiso
universalista
irrenunciable
del
cosmopolitismo.
En
su
agudo
libro
sobre
la
globalización,
por
ejemplo,
el
sociólogo
británico
Dennis
Smith
hace
uso
explícito
de
la
idea
de
cosmopolitismo
como
un
aspecto
clave
de
nuestros
actuales
tiempos
globalizados.
En
tanto
están
orientadas
descriptivamente,
sus
observaciones
sobre
el
cosmopolitismo
no
se
refieren
a
una
forma
de
identidad
idealizada
o
a
un
futuro
estado
mundial.
Smith
ocupa
el
término
para
intentar
capturar
determinadas
condiciones
sociohistóricas
de
nuestros
días
y,
en
particular,
para
referirse
a
la
“víctimas
anónimas”
de
los
recientes
procesos
de
globalización
que
han
sido
“desarraigadas
por
procesos
de
transformación
sociopolítica
(…y,
por
ende,
han…)
quedado
atrapadas
entre
lo
viejo
y
lo
nuevo.
Son
propensas
a
sentirse
simultáneamente
liberadas
y
humilladas:
liberadas
por
el
debilitamiento
de
las
restricciones
a
su
conducta;
humilladas
por
la
pérdida
de
apoyo
hacia
su
sentido
de
identidad
y
propósito”
(Smith
2006:
12).
Un
poco
más
adelante
en
su
libro,
Smith
se
explaya
sobre
este
asunto
y
se
refiere
a
restricciones
tales
como
el
desarraigo,
el
desdén,
la
venganza
y
la
determinación
a
luchar
como
las
determinantes
clave
de
la
condición
cosmopolita
actual
(Smith
2006:
106-‐108).
A
primera
vista,
por
lo
tanto,
hay
poco
de
que
alegrarse
en
su
uso
del
término
“cosmopolita”
puesto
que
se
refiere
principalmente
a
aquellas
limitaciones
y
restricciones
que
han
quedado
íntimamente
relacionadas
67
a
los
actuales
procesos
de
globalización.27
Podemos
hacer
una
comparación
fructífera
entre
el
uso
más
bien
escéptico
de
Smith
de
la
expresión
cosmopolitismo
y
la
influyente
idea
de
Craig
Calhoun
de
que
el
cosmopolitismo
se
ha
convertido,
incluso
a
pesar
de
sí
mismo,
en
la
“conciencia
de
clase
del
viajero
frecuente”.
El
argumento
de
Calhoun
critica
con
razón
algunos
de
los
discursos
cosmopolitas
que
emergieron
en
la
década
de
los
noventa,
no
con
vistas
a
erosionar
el
proyecto
cosmopolita
en
su
conjunto
sino
para
revigorizarlo
y
hacerlo
más
sensible
a
cuestiones
sobre
el
sentido
de
pertenencia
y
la
solidaridad.
Lejos
de
“un
rechazo
al
cosmopolitismo”,
su
intención
es
“pensar
más
cabalmente
qué
clase
de
temas
requieren
mayor
atención
si
han
de
ser
realizados
avances
en
la
democracia
(…)
un
llamado
a
lo
local
y
lo
particular
–también
como
base
para
la
democracia
y
no
menos
importante
por
ser
necesariamente
incompleto”
(Calhoun
2002:
88).
La
dificultad
a
la
que
Calhoun
se
refiere,
entonces,
no
dice
relación
con
el
cosmopolitismo
per
se
sino
con
la
aparente
subestimación
cosmopolita
de
lo
particular
y
lo
local.
Junto
a
eso,
plantea
dudas
sobre
el
horizonte
intelectual
del
cosmopolitismo
en
tanto
sería
“un
discurso
centrado
en
una
visión
occidental
del
mundo”
(Calhoun
2002:
90)
y
con
ello
se
habría
convertido,
como
ya
dijimos,
en
“una
perspectiva
elitista
sobre
el
mundo”
(Calhoun
2002:
91).
Partiendo
de
puntos
de
vista
distintos,
ambas
aproximaciones
parecen
defender
la
idea
de
que
un
uso
sociológicamente
relevante
del
cosmopolitismo
ha
de
implicar
una
indagación
sobre
si
es
capaz,
y
cómo,
de
volverse
más
abierto
a
procesos
profundamente
ambivalentes
que
plantean
tanto
oportunidades
como
restricciones;
las
particularidades
de
los
contextos
y
experiencias
vitales
en
el
marco
de
contextos
sociohistóricos
cada
vez
más
amplios.
Sin
embargo,
hay
una
diferencia
entre
ambos
enfoques
que
me
parece
resulta
aun
más
instructiva:
mientras
la
mayoría
de
los
habitantes
de
la
tierra
raramente
podrán
experimentar
subjetivamente
privilegios
similares
a
aquellos
de
los
viajeros
frecuentes,
es
mucho
más
probable
que
muchos
de
nosotros,
con
independencia
de
nuestros
bienes
materiales,
poder
o
influencia,
sí
habremos
de
experimentar
en
algún
punto
de
nuestras
vidas
situaciones
fuertes
de
injusticia,
sí
no
directamente
la
humillación
–y
con
ello
la
clase
de
resentimiento
que
viene
asociada
a
estas
experiencias.28
El
argumento
que
estoy
tratando
de
defender
es
que
el
valor
del
cosmopolitismo
está
basado
en
su
capacidad
para
hacer
referencia
a
aspectos
potencialmente
universales
de
nuestras
experiencias
humanas.
El
enfoque
cosmopolita
en
teoría
social
que
intento
proponer
enfatiza
menos
el
uso
explícito
del
término
y
se
concentra
en
aquellos
fundamentos
filosóficos
que
se
basan
en
postulados
o
proposiciones
potencialmente
universales
sobre
nuestra
condición
humana
compartida.
Por
lo
tanto,
la
pregunta
decisiva
es
si,
y
hasta
qué
punto,
el
propio
marco
de
referencia
teórico
permite
este
tipo
de
fundamentos
al
menos
potencialmente
universales,
marcos
en
cuyo
contexto
siga
siendo
posible
escuchar
al
otro,
y
ser
escuchado
como
otro,
en
la
convicción
de
que
realmente
se
puede
estar
en
lo
correcto.
A
fin
de
ilustrar
este
asunto
con
más
detalle,
quisiera
ahora
dirigir
la
mirada
a
una
clase
diferente
de
argumentos
en
los
que
el
cosmopolitismo
está
directamente
asociado
a
proyectos
de
es
un
tema
central
de
uno
de
los
héroes
intelectuales
del
Smith:
Barrington
Moore
(1978,
Smith
1983).
28
Experiencias
sistemáticas
y
de
largo
plazo
de
degradación
o
humillación
son
por
cierto
situaciones
de
una
naturaleza
completamente
diferente.
Pero
en
un
nivel
cotidano
podemos
pensar,
por
ejemplo,
en
los
problemas
de
bullying
o
“acoso”
en
las
escuelas,
también
por
cierto
el
las
escuelas
privadas
a
las
que
asisten
las
elites
en
todo
el
mundo,
donde
niños
y
niñas
experimentan
sentimientos
agudos
de
vulnerabilidad
a
una
edad
que
unánimemente
se
considera
como
de
importancia
decisiva
para
su
desarrollo
individual.
68
transformación
sociopolítica
y
reforma
institucional
–de
manera
prioritaria
en
relación
con
los
desafíos
que
enfrenta
hoy
la
Unión
Europea.
En
su
acostumbrado
lenguaje
entusiasta,
Ulrich
Beck
y
su
co-‐autor
Edgar
Grande
no
sólo
argumentan
que
“Europa
es
la
última
utopía
política
efectiva”,
sino
que
afirman
aun
más
categóricamente
que
“cuando
hablamos
de
una
Europa
cosmopolita
no
pretendemos
implicar
la
disolución
y
el
reemplazo
de
la
nación
sino
su
reinterpretación
a
la
luz
de
los
ideales
y
principio
por
los
cuales,
en
esencia,
Europa
siempre
ha
luchado
y
lucha,
esto
es,
dar
luz
de
una
nueva
concepción
del
cosmopolitismo
político”
(Beck
y
Grande
2007a:
2,
5).
Dejando
a
un
lado
la
formulación
altamente
problemática
de
haber
“luchado
siempre”
por
ideales
y
principios
que
son
también
“nuevos”,
el
proyecto
de
Beck
y
Grande
intenta
explícitamente
desacoplar
el
cosmopolitismo
de
nociones
universalistamente
orientadas
de
ciudadanía
mundial
o
global,
porque
sólo
en
tal
caso
puede
el
cosmopolitismo
dejar
de
ser
el
discurso
vacío
de
élites
políticas
y
filósofos
y
volverse
entonces
una
forma
“real”
de
tratar
las
diferentes
perspectivas
nacionales
que
dan
vida
a
la
Unión
Europea.
Su
proyecto
es
el
de
un
cosmopolitismo
restringido
con
vistas
a
convertirlo
en
el
foco
de
una
única
entidad
sociopolítica:
el
cosmopolitismo
no
es,
y
no
puede
ser,
un
enfoque
que
lo
cubra
todo
y
a
todos.
A
su
juicio,
es
“importante
enfatizar
que,
en
esta
interpretación,
el
concepto
de
cosmopolitismo
no
es
definido
en
términos
espaciales.
No
está
ligado
al
‘cosmos’
o
al
‘globo’;
no
tiene
ninguna
intención
de
incluir
‘todo’
”
(Beck
y
Grande
2007b:
72).
De
forma
aun
más
enfática,
su
doble
argumento
se
plantea
de
la
siguiente
manera:
Primero,
la
introducción
de
una
inédita
aproximación
cosmopolita
a
la
integración
[europea,
D
Ch],
que
ya
no
está
preocupada
por
armonizar
reglas
y
eliminar
diferencias
(nacionales),
sino
en
reconocerlas.
Segundo,
una
transición
hacia
un
modelo
de
democracia
nuevo
y
postnacional
que
deja
de
privar
de
derechos
a
los
ciudadanos
y,
en
cambio,
les
otorga
un
rol
activo
en
los
procesos
europeos
de
toma
de
decisiones
(Beck
y
Grande
2007b:
72)
No
obstante
la
orientación
abierta
y
democrática
de
tales
propuestas,
sus
limitaciones
son
fácilmente
observables.
A
pesar
de
toda
su
retórica
sobre
el
reconocimiento
de
las
diferencias
y
la
otredad,
en
las
trescientas
páginas
de
este
libro
no
se
hace
ninguna
mención
sobre
asuntos
tan
importantes
en
Europa
y
para
un
enfoque
cosmopolita
que
intenta
trascender
los
presupuestos
nacionalistas
del
pensamiento
moderno,
como
el
status
legal
de
los
extranjeros,
migrantes
y
refugiados.29
Para
ser
justo,
la
(con)fusión
de
Beck
y
Grande
de
la
identidad
europea
con
el
cosmopolitismo
es
algo
que
en
sí
mismo
puede
ser
rastreado
en
la
recuperación
decimonónica
de
los
ideales
cosmopolitas
de
Kant.30
En
cualquier
caso,
hay
una
serie
de
problemas
que
son
específicos
de
su
enfoque.
Primero,
porque
reclamar
el
cosmopolitismo
para
Europa,
y
sólo
para
29
Así,
por
ejemplo,
en
el
índice
temático
del
libro
no
hay
entrada
para
“extranjeros”,
“asilados”
o
“refugiados”,
y
las
referencias
a
la
migración
están
restringidas
a
aquellos
que
pueden
moverse
libremente
al
interior
de
la
Unión
Europea
o
a
trabajadores
altamente
calificados.
Asimismo,
el
texto
no
ofrece
ningún
argumento
sobre
las
relaciones
entre
el
imperialismo
europeo
durante
los
siglos
XIX
y
XX
y
los
procesos
actuales
de
migración,
o
cómo
las
distintas
tradiciones
imperiales
europeas
se
vinculan
con
el
estatus
político
de
los
migrantes
en
distintos
contextos
nacionales.
Véase
William
Smith
(2008)
para
una
crítica
más
acabada
de
la
idea
de
Europa
en
la
sociología
de
Beck.
30
Véase
la
colección
de
ensayos
de
M.
Perkins
y
M.
Liebscher
(2006)
sobre
la
forma
en
que
una
serie
influyentes
intelectuales
alemanes
fusionaron,
durante
el
siglo
XIX,
ideas
sobre
la
identidad
europea,
el
cosmopolitismo
y
el
universalismo
(una
conexión
que
los
propios
editores
repiten
sin
pudor).
En
relación
al
sesgo
eurocentrista
del
pensamiento
de
Kant,
estoy
a
favor
de
una
interpretación
en
la
que
es
precisamente
la
orientación
universalista
de
su
obra
la
que
le
hace
rechazar,
por
ejemplo,
el
imperialismo
europeo
(Muthu
2003,
Benhabib
2004b,
Fine
2003).
69
Europa,
sobre
la
base
de
su
“derecho
de
propiedad
original”
(tanto
imaginario
como
real)
sobre
los
ideales
cosmopolitas,
es
conceptualmente
erróneo
en
tanto
esencialización
de
la
identidad
europea
como
algo
que
alguna
vez
se
creó
de
manera
endógena
y
cuyo
núcleo
ha
permanecido
inmaculado
desde
entonces
(Bhambra
2007).
Segundo,
la
tesis
es
políticamente
problemática
en
la
medida
en
que
ya
se
ha
mostrado
como
altamente
divisiva
tanto
dentro
como
fuera
de
la
Unión
Europea
(Outhwaite
2008).
El
elemento
“realista”
del
cosmopolitismo
de
Beck
y
Grande
parece
apoyar
a
aquellos
que
lo
entienden
como
no
demasiado
distante
de
discursos
abiertamente
neoimperiales.31
Y,
finalmente,
porque
el
intento
de
desacoplar
cosmopolitismo
y
universalismo
no
sólo
se
sustenta
en
su
visión
restrictiva
de
la
historia
e
identidad
europeas,
sino
porque
que
la
noción
misma
de
universalismo
que
ellos
utilizan
es
altamente
problemática.
Y
es
precisamente
a
este
problema
al
que
ahora
dirigiremos
nuestra
atención.
La
pretensión
universalista
Puesto
que
es
sin
duda
uno
de
los
tópicos
centrales
de
la
tradición
filosófica
occidental,
aquí
puedo
únicamente
enfocarme
en
aquellos
aspectos
del
problema
del
universalismo
que
están
directamente
relacionados
con
el
cosmopolitismo
y
la
teoría
social.
Sin
embargo,
una
cosa
es
segura:
en
la
última
década,
y
después
de
veinte
o
treinta
años
bajo
constate
ataque,
las
preguntas
sobre
el
universalismo
(más
que
su
total
abandono)
están
afortunadamente
de
regreso
en
la
agenda
de
la
teoría
social
(Badiou
2003,
Badiou
and
Zizek
2009,
Habermas
2008,
Shijun
2009,
capítulos
2
y
3).
Este
es
un
desarrollo
positivo
en
tanto
parece
expresar
un
incipiente
cambio
en
el
estado
de
ánimo
respecto
a
que
debemos
plantearnos
preguntas
más
importantes
y
tratar
de
encontrar
respuestas
que
sean,
al
mismo
tiempo,
empíricamente
adecuadas,
teóricamente
consistentes
y
normativamente
justificables.
En
otras
palabras,
nadie
puede
por
estos
días
plantear
asuntos
relativos
al
universalismo
sin
prestar
atención
a
las
lecciones
que
vienen
de
la
epistemología
post-‐positivista,
del
postcolonialismo
y
distintas
formas
de
“política
de
la
identidad”.
Una
investigación
sistemática
de
la
idea
misma
de
universalismo,
en
términos
de
sus
fundamentos
históricos,
su
orientación
cognitiva
y
su
capacidad
para
la
inclusión
política
real
es
sin
duda
precondición
para
su
renovación
–escucharse
cuidadosamente
unos
con
otros
no
es
meramente
una
cuestión
de
obligación
moral,
sino
de
valor
estratégico
real
ya
que
nos
hemos
visto
obligados
a
aprender
que
el
otro
no
está
siempre
equivocado
(y
tampoco
nosotros).
He
elegido
hablar
de
una
“pretensión
universalista”
en
el
espíritu
de
intentar
evitar
la
reificación
que
puede
venir
aparejada
a
referencias
excesivamente
particularistas
o
concretas.
Si
ello
es
así,
es
necesario
aceptar
que
esta
es
una
versión
más
“delgada”
del
argumento
universalista
en
relación
a
lo
que
puede
realmente
lograr.
El
cosmopolitismo
no
es
el
ápice
de
la
modernidad,
el
momento
sintético
en
el
cual
todas
las
luchas
previas
de
la
modernidad
necesariamente
se
resolverán
o
disolverán.
Pero
cuando
se
lo
observa
desde
este
punto
de
vista,
tal
capacidad
sociológicamente
reducida
puede
compensarse
por
una
permanente
orientación
de
autorreflexión
a
través
de
la
cual
un
enfoque
cosmopolita
nos
ayuda
a
sacar
a
relucir
los
aspectos
conflictivos
clave
de
las
relaciones
sociales
modernas
(Fine
2009a):
conflictos
potencialmente
irresolubles
entre
principios
o
valores
morales,
realidades
que
no
están
a
la
altura
de
sus
propios
31
Inmediatemente
después
del
fin
de
la
segunda
guerra
mundial,
Hannah
Arendt
hacía
notar
que
el
proyecto
de
una
futura
federación
de
estados
europeos
debía
evitar,
por
todos
los
medios,
caer
en
una
clase
de
“chauvinismo
europeo”
similar
al
nacionalismo
de
sus
estados
miembros
y
que
había
llevado
a
consecuencias
tan
desastrozas
(Young-‐Bruehl
2004:
209,
283).
La
advertencia
no
ha
perdido
nada
de
vigencia.
70
estándares
ideales,
buenas
intenciones
que
llevan
a
resultados
indeseados
(si
no
directamente
perversos).
Una
formulación
de
este
tipo
es
también,
me
parece,
preferible
a
la
alternativa
de
hablar
sobre
universalismos
en
plural
o
incluso
la
alternativa
más
común
de
distinguir
entre
dos
clases
de
universalismo;
uno
que
es
bueno
y
auténticamente
universal
(y
que
por
tanto
ha
de
ser
apoyado);
el
otro
negativo
y
que
es
en
realidad
una
forma
disfrazada
de
particularismo
o
imperialismo
(y
que
por
lo
tanto
ha
de
ser
rechazado,
como
veremos
más
abajo).
Me
voy
a
quedar
entonces
con
la
idea
de
una
pretensión
universalista
debido
a
su
potencial
auto-‐correctivo
o,
en
términos
de
Kant,
a
su
rol
regulativo.32
Estén
o
no
a
favor
del
universalismo,
hemos
visto
que
los
escritos
recientes
en
el
área
sí
reconocen
las
interconexiones
entre
cosmopolitismo
y
universalismo.
Beck
y
Grande,
por
ejemplo,
argumentan
precisamente
que
su
idea
de
una
Europa
cosmopolita
transciende
las
limitaciones
tanto
del
nacionalismo
como
del
particularismo,
por
un
lado,
y
del
universalismo,
por
el
otro:
“la
noción
de
que
en
nuestro
pensamiento,
nuestras
acciones,
y
nuestra
vida
en
común,
el
reconocimiento
de
la
otredad
y
la
renuncia
de
la
insistencia
egoísta
en
nuestros
intereses
debiera
ser
adoptada
como
máxima.
Las
diferencias
no
debieran
solucionarse
jerárquicamente
ni
debieran
reemplazarse
por
normas,
valores
y
estándares
compartidos:
más
bien,
debieran
aceptarse
como
tales
e
incluso
entregarles
un
valor
positivo”
(Beck
y
Grande
2007b:
71).
En
tanto
rechazan
cualquier
interpretación
potencialmente
relativista
de
esta
formulación,
igualmente
señalan
que:
La
tolerancia
cosmopolita
debe
basarse
en
una
cierta
cantidad
de
normas
universales
que
son
comunes
y
compartidas.
Son
estas
normas
universalistas
las
que
permiten
regular
el
trato
con
los
otros
así
como
no
poner
en
peligro
la
integridad
de
la
comunidad.
Formulado
brevemente,
el
cosmopolitismo
combina
la
tolerancia
de
la
otredad
con
normas
universales
indispensables;
combina
unidad
y
diversidad
(…)
Podríamos
llamarlo
realismo
cosmopolita.
No
apela
al
sacrificio
de
los
intereses
de
cada
uno,
ni
tampoco
a
un
sesgo
único
hacia
ideas
e
ideales
más
elevados.
Por
el
contrario,
acepta
que
en
gran
parte
la
acción
política
está
basada
en
intereses.
Pero
insiste
en
un
enfoque
en
el
que
la
persecución
de
los
intereses
personales
sea
compatible
con
aquellos
de
una
comunidad
más
amplia
(Beck
y
Grande
2007b:
71)
El
problema
de
cómo
conectar
la
idea
de
normas
universales
con
las
prácticas
de
los
distintos
grupos
e
individuos
está
en
el
centro
de
cualquier
idea
de
cosmopolitismo.
El
desafío
entonces
no
es
tanto
reconocer
que
ello
realmente
es
así
sino
ofrecer
alternativas
específicas
mediante
las
cuales
intentar
esa
reconexión
con
algún
grado
de
detalle;
y
una
vía
ilustrativa
para
encarar
estas
interrelaciones
se
encuentra
en
los
escritos
recientes
de
Immanuel
Wallerstein
sobre
las
relaciones
entre
eurocentrismo
y
universalismo.33
Wallerstein
parte
de
la
afirmación
de
que
32
Giacomo
Marramao
(2006:
27)
usa
una
expresión
interesante
en
este
contexto,
la
idea
de
un
“universalismo
de
la
diferencia”.
En
relación
a
Kant,
es
digno
de
mención
que
uno
de
sus
ejemplos
preferidos
al
referirse
a
este
tema
es
precisamente
la
idea
de
humanidad:
“A
pesar
de
que
no
podemos
concederle
realidad
objetiva
a
estos
ideales
(existencia),
no
son
por
esto
concebibles
como
invenciones
de
la
mente;
ellos
suministran
a
la
razón
de
un
criterio
indispensable
para
ella,
al
proveerle,
como
de
hecho
lo
hacen,
de
un
concepto
que
es
íntegramente
abarcador
en
su
género
y
a
través
del
cual
le
permite
estimar
y
medir
el
grado
y
los
defectos
de
lo
incompleto”
(Kant
1973:
485-‐486,
capítulo
1).
33
Como
señalé
arriba,
en
la
medida
en
que
Wallerstein
está
enfrentando
los
mismos
temas
en
los
que
estoy
interesado,
el
hecho
de
que
no
discuta
explícitamente
la
idea
de
cosmopolitismo
no
impide
discutir
su
trabajo
en
este
contexto.
71
Así,
la
pregunta
clave
es
cómo
comprender
el
universalismo
y
Wallerstein
enfrenta
el
asunto
de
la
siguiente
forma:
“hay
un
sentido
en
el
que
todos
los
sistemas
históricos
conocidos
han
decretado
estar
basados
en
valores
universales
(…)
por
lo
que
podríamos
empezar
con
el
argumento
paradójico
de
que
no
existe
nada
tan
eurocéntrico,
tan
particularista,
como
la
pretensión
universalista”
(Wallerstein
2006:
39-‐40).35
Pero
en
realidad
no
hay
paradoja
aquí.
El
desafío
estriba
más
bien
en
cómo
entender
no
sólo
la
diversidad
de
sistemas
intelectuales
que
buscan
otorgar
sentido
a
nuestras
vidas
como
seres
humanos,
sino
también,
y
tanto
más
importante,
de
arribar
a
una
idea
de
universalismo
mucho
más
inclusiva.
Sin
embargo,
este
aspecto
inclusivo
es
precisamente
lo
que
está
totalmente
ausente
en
la
controversia
entre
las
Casas
y
Sepúlveda.
Pero
aun
cuando
su
concepción
del
universalismo
no
es
lo
suficientemente
abarcadora,
Wallerstein
claramente
no
se
hace
parte
de
la
idea
de
reemplazar
el
universalismo
por
el
relativismo.
Él
está
honestamente
interesado
en
recrear
el
universalismo
y,
en
ese
contexto,
el
tipo
específico
de
“universalismo
universal”
que
favorece
implica
aceptar
la
continua
tensión
entre
la
necesidad
de
universalizar
nuestras
percepciones,
análisis
y
juicios
de
valor,
y
la
necesidad
de
defender
sus
raíces
particularistas
contra
la
incursión
de
las
percepciones
particularistas,
análisis
y
juicios
de
valor
provenientes
de
otros
que
reclaman
estar
postulando
universales.
Tenemos
la
exigencia
de
universalizar
nuestros
particulares
y
particularizar
nuestros
universales
de
forma
simultánea
mediante
un
constante
intercambio
dialéctico
que
nos
permita
encontrar
nuevas
síntesis
que
sean
entonces
puestas
en
cuestión.
No
es
un
juego
para
nada
fácil
(Wallerstein
2006:
48-‐49)
No
tengo
mucho
con
lo
que
estar
en
desacuerdo
en
esta
formulación
pero,
así
expresada,
la
verdad
es
el
argumento
no
nos
lleva
demasiado
lejos.
Analíticamente,
no
se
clarifica
qué
significan
exactamente
universalismo
y
particularismo;
metodológicamente,
quedamos
a
la
deriva
sobre
cómo
vamos
a
abordar,
en
la
práctica,
la
“dialéctica”
universalización
de
nuestros
particulares
y
la
particularización
de
los
universales.
Por
supuesto,
esto
es
cualquier
cosa
menos
que
un
juego
fácil,
pero
esa
es
precisamente
la
razón
de
por
qué
necesitamos
ser
muchísimo
más
precisos.
Algunos
de
los
trabajos
de
la
filósofa
estadounidense
Seyla
Benhabib
son
útiles
en
esta
dirección.
Su
punto
de
partida
es
cuestionar
los
términos
bajo
los
cuales
los
debates
sobre
universalismo
y
particularismo
tienden
a
llevarse
a
cabo.
En
el
centro
de
la
redefinición
que
a
ella
le
interesa
está
la
exigencia
de
reconocer,
tanto
por
razones
empíricas
como
normativas,
la
radical
hibridez
y
polivocalidad
de
todas
las
culturas;
las
culturas
mismas,
tanto
como
las
sociedades,
no
son
entidades
holistas
sino
polivocales,
de
múltiples
niveles,
descentradas,
y
sistemas
fracturados
de
acción
y
sentido.
En
términos
políticos,
el
derecho
a
la
autoexpresión
cultural
debe
estar
fundamentado
sobre,
más
que
ser
considerado
una
alternativa
a,
derechos
ciudadanos
universalmente
reconocidos
(Benhabib
2002:
25-‐26,
cursivas
mías)36
35
La
tesis
de
que
todas
las
religiones
mundiales
tienen
cimientos
universalistas
ha
sido
desarrollada
también
por
Eric
Voegelin
(1962).
36
A
partir
de
argumentos
exclusivamente
sociológicos,
Margaret
Archer
(1988)
realizó
hace
veinte
años
una
crítica
similar
a
lo
que
llamó
“el
mito
de
la
integración
cultural”
que
está
presente
en
muchos
textos
canónicos
de
la
sociología
y
la
antropología.
Más
recientemente,
Aldo
Mascareño
(2007)
ha
demostrado
73
Su
argumento
es
que
al
enfatizar
la
porosidad
de
las
culturas
podemos
empezar
a
comprender
que
no
son
totalidades
unificadas
o
cerradas,
ni
carentes
de
conflictos
o
desencuentros
internos.
Este
es
un
postulado
general
que
se
aplica
a
todos
los
grupos
y
formas
de
identidad
cultural.
En
otras
palabras,
el
argumento
sobre
la
heterogeneidad
que
es
posible
encontrar
en
su
interior
remite
a
la
complejidad
interna
de
toda
clase
de
identidades
socioculturales,
incluyendo
a
occidente,
y
a
uno
de
sus
artefactos
culturales
más
problemáticos
–la
idea
de
universalismo.
Volvemos
entonces
al
problema
de
cuán
etnocéntrico
es
el
universalismo,
pero
los
términos
en
que
esto
se
replantea
han
quedado
redefinidos:
“La
sugerencia
de
que
el
universalismo
es
etnocéntrico
también
presupone
a
menudo
una
visión
homogeneizante
de
otras
culturas
y
civilizaciones,
negando
elementos
en
ellas
que
podrían
ser
perfectamente
compatibles
con,
e
incluso
podrían
estar
en
la
raíz
del
propio
descubrimiento
del
universalismo
por
parte
de
occidente”
(Benhabib
2002:
24).
En
otras
palabras,
las
culturas,
las
cosmovisiones
o
las
sociedades
no
son,
y
por
lo
mismo
no
pueden
ser
descritas,
como
íntegramente
particularistas
o
universalistas37:el
otro
a
quien
necesitamos
escuchar,
y
que
podría
ciertamente
estar
en
lo
correcto,
puede
también
vivir
en
el
interior
de
estas
sociedades
(¡y
ha
estado
viviendo
ahí
por
mucho
tiempo!).
Está
en
la
naturaleza
misma
de
las
proposiciones
universalistamente
orientadas
el
que
cuentan
con
elementos
analíticos
y
normativos
fuertemente
asociados.
Lo
que
debemos
hacer
ahora
es
lidiar,
simultánea
pero
cuidadosamente,
con
ambas
dimensiones.
La
pretensión
universalista:
cuestiones
analíticas
y
normativas
Desde
el
punto
de
vista
de
una
teoría
de
la
democracia,
Benhabib
se
concentra
específicamente
en
aquellas
formas
de
diferenciación
al
interior
de
las
culturas
que
remiten
específicamente
a
los
aspectos
normativos
de
la
vida
social.
La
cultura,
a
su
juicio,
permite:
variados
grados
de
diferenciación
entre
lo
moral,
que
incluye
qué
es
correcto
o
justo
para
todos
en
la
medida
en
que
somos
considerados
simplemente
como
seres
humanos;
lo
ético,
que
involucra
qué
es
apropiado
para
todos
en
tanto
somos
miembros
de
una
colectividad
específica,
con
su
historia
y
tradición
únicas;
y
lo
evaluativo,
cuya
preocupación
remite
a
qué
definimos
como
valioso,
por
lo
que
vale
la
pena
luchar
y
qué
es
esencial
para
la
felicidad
humana,
tanto
individual
como
colectivamente
(Benhabib
2002:
40)
Su
idea
sobre
como
las
“culturas”
diferencian
internamente
dimensiones
normativas
está
construido
sobre
fundamentos
sociológicos.
Pertenece
claramente
a
la
familia
de
argumentos
sobre
la
diferenciación
de
esferas
o
ámbitos
de
la
vida
social
–y
en
ese
sentido
no
está
pensado
como
una
evaluación
normativa
sobre
cómo
ese
proceso
debiera
operar
(capítulo
8).
Podemos
que
los
científicos
sociales
tienden
a
recurrir
al
concepto
de
cultura
cuando
no
consiguen
realmente
entender
los
procesos
sociales
que
están
intentando
explicar.
37
Hasta
cierto
punto,
un
motivo
similar
subyace
a
mi
propia
crítica
a
la
crítica
del
nacionalismo
metodológico
en
las
ciencias
sociales
contemporáneas:
al
margen
de
cuán
fuertes,
poderosos
y
exitosos
han
sido
los
estados-‐nación
durante
los
últimos
doscientos
años,
ellos
no
son,
y
no
han
sido
jamás,
unidades
sociopolíticas
autónomas
y
autocontenidas.
Mis
discuplas
a
Robert
Fine
por
haberme
demorado
tanto
en
entender
su
argumento
de
que
el
desafío
no
es
solamente
desplegar
una
crítica
al
nacionalismo
metodológico
sino
también
dar
cuenta
cuán
inadecuadas
resultan
muchas
de
las
críticas
contemporáneas
(capítulos
6
y
7).
74
por
cierto
cuestionar
la
precisión
del
argumento
empírico,
pero
no
debemos
perder
de
vista
el
hecho
de
que
el
diagnóstico
se
hace
apelando
a
cuestiones
sociológicas.
Surge
entonces
la
pregunta
sobre
cómo
hemos
de
establecer
las
conexiones
entre
estos
niveles.
Uno
de
los
argumentos
que
vimos
arriba
sugería
que
“la
autoexpresión
cultural
debe
fundamentarse
sobre,
más
que
considerarse
una
alternativa
más,
a
derechos
ciudadanos
universalmente
reconocidos”.
Formulaciones
similares
se
encuentran
en
distintas
partes
de
su
trabajo
y
el
término
preferido
de
Benhabib
es
la
noción
de
“sostener”
para
explicar
tales
interrelaciones:
“normas
de
respeto
universal
y
reciprocidad
igualitaria
se
sostienen
siempre
en
prácticas
de
argumentación
discursiva:
en
cierta
forma,
están
presupuestas
en
el
discurso
práctico.
Esto
no
refleja
un
círculo
vicioso
sino
uno
virtuoso:
el
diálogo
entre
moral
y
política
comienza
con
la
presunción
de
respeto,
igualdad
y
reciprocidad
entre
los
participantes”
(Benhabib
2002:
11,
cursivas
mías).38
Para
quienes
trabajamos
en
teoría
social
resulta
instructivo,
aunque
en
cierta
forma
es
también
vergonzoso,
que
sea
una
pensadora
normativa
quien
queda
mejor
posicionada
para
establecer
sus
argumentos
en
fundamentos
históricos
y
sociológicos
y
no
solamente
normativos.
Una
actitud
cosmopolita
emerge
entonces
en
el
sentido
de
que
“la
norma
de
respeto
universal
presupone
una
actitud
moral
generalizada
de
igualdad
hacia
otros
seres
humanos.
Los
lazos
de
la
comunidad
de
discurso
moral
están
abiertos:
‘todos
aquellos
cuyos
intereses
se
ven
afectados’
son
parte
de
la
conversación
moral”
(Benhabib
2002:
38).
Este
es
el
tipo
de
orientación
universalista
que
a
mi
juicio
debe
situarse
en
el
centro
del
cosmopolitismo,
y
una
de
sus
fortalezas
fundamentales
radica
en
intentar
alcanzar
sistemáticamente
un
equilibrio
entre
cuestiones
analíticas
o
conceptuales,
por
un
lado,
y
proposiciones
y
juicios
normativos,
por
el
otro.
El
argumento
de
Benhabib
sobre
el
proceso
de
aprendizaje
moral
se
mueve
en
territorio
familiar
en
términos
de
un
tipo
de
racionalidad
procedimental
de
orientación
kantiana
o
habermasiana:
Considero
que
una
actitud
generalizada
de
igualdad
moral
se
expande
en
la
historia
humana
tanto
a
través
de
conversaciones
así
como
de
confrontaciones
entre
culturas,
a
través
del
comercio
así
como
de
la
guerra;
tanto
los
tratados
internacionales
como
las
amenazas
internacionales
contribuyen
a
su
surgimiento.
Esta
es
una
observación
sociológica
e
histórica.
Creo
en
el
aprendizaje
moral
mediante
la
transformación
moral
y
asumo
que
no
es
la
estructura
profunda
de
la
mente
o
psiquis
la
que
nos
hace
creer
en
el
universalismo,
sino
que
son
más
bien
experiencias
morales
e
históricas.
Por
lo
tanto,
además
de
debilitar
el
trascendentalismo,
yo
defendería
un
universalismo
históricamente
ilustrado
(Benhabib
2002:
38-‐39,
cursivas
mías)39
38 De la misma forma: “el derecho a igual dignidad –la autonomía– sostiene el derecho a la autenticidad”
(Benhabib
2002:
53,
cursivas
mías).
Y
también:
“La
pretensión
de
reconocimiento
de
la
individualidad
debe
sostenerse
en
la
premisa
moral
de
que
tal
individualidad
es
igualmente
valiosa
de
respeto
en
la
búsqueda
de
su
propia
autorrealización;
de
otro
modo,
la
aspiración
del
yo
hacia
la
autorrealización
y
la
búsqueda
de
la
autenticidad
no
pueden
generar
pretensiones
morales
recíprocas
para
que
otros
respeten
tales
aspiraciones”
(Benhabib
2002:
56-‐57,
cursivas
mías).
39
Una
nota
de
precaución
me
parece
necesaria.
Un
autor
puede
perfectamente
afirmar
que
ha
dejado
atrás
los
presupuestos
metafísicos
problemáticos
de
las
tradiciones
filosóficas
a
partir
de
los
cuales
sus
conceptos
están
construidos,
pero
algo
muy
distinto
es
nuestro
derecho
(y
deber)
de
examinar
exhaustivamente
si
ello
se
ha
logrado
efectivamente
–ese
es,
por
lo
demás,
el
rol
que
una
sociología
filosófica
en
el
sentido
que
a
mí
me
interesa
podría
cumplir
y
es
por
esa
razón
también
que
afirmo
la
importancia
de
indagar
en
las
relaciones
entre
la
sociología
y
el
derecho
natural
(capítulos
2
y
3).
Entre
los
autores
que
se
han
discutidos
en
este
capítulo,
sólo
Wallerstein
(2006:
1)
hace
una
conexión
explícita
entre
las
ciencias
modernas
y
la
tradición
del
derecho
natural,
pero
dado
que
él
se
refiere
a
sus
75
Para
tomar
plena
conciencia
del
potencial
universalista
del
cosmopolitismo
en
la
teoría
social
necesitamos
someter
a
un
escrutinio
aun
más
riguroso
los
fundamentos
filosóficos
de
nuestros
conceptos
científico-‐sociales.
La
teoría
social
no
surgió
a
partir
de
un
programa
cosmopolita
previamente
diseñado,
ni
es
tampoco
la
encarnación
normativa
y
teleológicamente
asegurada
de
un
programa
científico
social.
No
obstante,
en
la
medida
en
que
se
ha
desplegado
con
el
proyecto
de
entender
las
relaciones
sociales
modernas
de
forma
general
y
abstracta,
el
cosmopolitismo
contiene
en
sus
fundamentos
una
orientación
universalista
que
se
ha
venido
mostrando
especialmente
relevante
para
los
tiempos
que
corren.
Sin
embargo,
este
es
un
legado
que
aun
requiere
ser
debatido,
reflexionado
y
por
supuesto
renovado
en
vista
de
nuestros
desafíos
presentes.
Con
independencia
de
cuán
críticamente
podemos
evaluar
los
compromisos
anteriores
de
la
moderna
teoría
social
en
relación
con
lo
que
hoy
en
día
nos
parece
metafísica
injustificada,
se
hace
cada
vez
más
evidente
que
las
actuales
condiciones
de
globalización
no
dan
lugar
a
complacencia
en
lo
que
respecta
a
interpretar,
así
como
intentar
influir,
en
el
tipo
de
sociedad
mundial
o
modernidad
global
en
la
que
queremos
vivir.
En
tal
sentido,
el
cosmopolitismo
sigue
siendo
un
marco
de
referencia
normativo
abstracto
y
relativamente
distante,
y
sin
embargo
se
está
volviendo
también
un
hecho
inevitable
de
nuestra
época:
incluso
si
decidimos
no
reconocer
las
diferencias
socioculturales
y
discrepancias
normativas
como
legítimas,
todavía
habremos
de
enfrentar
el
desafío
sociocultural
de
que
personas
que
encarnan
tales
diferencias
viven
una
al
lado
de
otra,
y
que
sólo
se
puede
dar
cuenta
de
tales
diferencias
si
las
observamos
desde
el
punto
de
vista
de
una
única
humanidad.
Debemos
escuchar
a
los
otros
porque
muchos
pueden
estar
equivocados
la
mayor
parte
del
tiempo,
pero
alguien
estará,
en
algún
momento,
en
lo
correcto.
Posiblemente
la
crítica
más
común
a
este
tipo
de
formulaciones
se
refiere
al
hecho
de
que
los
modelos
normativos
universalistamente
orientados
se
aplican
de
manera
muy
deficiente
o
imperfecta
a
cuestiones
políticas
reales
y
a
las
relaciones
de
poder
en
general.
Los
modelos
normativos
altamente
estilizados
(por
ejemplo,
la
situación
ideal
de
habla
de
Habermas
o
la
teoría
ideal
de
Rawls)
son
criticados
porque
quedan
“refutados”
una
y
otra
vez
tanto
en
sus
rendimientos
predictivos
como
práctico-‐normativos.
Sin
embargo,
Benhabib
está
en
lo
correcto
cuando
señala
que
el
escepticismo
respecto
de
estos
modelos
no
es
lo
que
está
realmente
en
juego:
“el
hecho
de
que
un
modelo
normativo
no
coincida
con
la
realidad
no
es
razón
para
interconexiones
de
modo
enteramente
negativo,
no
es
mucho
el
rendimiento
analítico
que
de
ahí
puede
derivarse.
Formulaciones
postmetafísicas
como
las
de
Benhabib
no
sólo
deben
ser
explícitas
sobre
sus
fundamentos
de
base
sino
que
deben
también
estar
preparadas
para
reconocer
que
pueden
permanecer
ancladas
en
presupuestos
sobre
los
que
no
pueden
dar
efectivamente
cuenta.
Postmetafísico,
me
parece
a
mí,
sólo
puede
significar
en
este
contexto
una
aproximación
reflexiva
hacia
los
presupuestos
metafísicos
que
necesaria
(y
para
algunos
lamentablemente)
han
de
permanecer
pero
que
no
pueden
ni
deben
aceptarse
acríticamente.
Vistas
así
las
cosas,
ello
no
permite
afirmar
la
tesis
mucho
más
fuerte
de
haber
trascendido
definitivamente
el
horizonte
metafísico
de
las
formulaciones
conceptuales
de
las
ciencias
sociales.
Es
así
como
interpreto
la
tesis
de
Habermas
(1993)
sobre
el
pensamiento
postmetafísico,
y
por
cierto
esa
es
la
forma
en
que
el
propio
Habermas
justifica
su
argumento
sobre
la
constelación
“postnacional”:
la
organización
estrictamente
nacional
de
la
democracia
y
de
la
solidaridad
social
puede
o
no
tener
futuro,
pero
lo
central
es
que
los
marcos
de
referencias
nacionales
ya
no
son
aceptados
automática
o
naturalmente
(Habermas
2001).
Aún
así,
la
pregunta
se
mantiene
sobre
por
qué
se
eligen
en
primera
instancia
términos
como
“postmetafísico”
o
“postnacional”
cuando
en
realidad
no
se
está
realmente
implicando
una
superación
definitiva
de
lo
nacional
o
lo
metafísico
en
ningún
plano:
histórico,
empírico,
analítico
o
normativo.
Ver
J.
Alexander
(1995)
para
una
discusión
en
este
sentido.
76
Excurso.
Once
Tesis
sobre
las
Relaciones
entre
la
Teoría
Social
y
el
Derecho
Natural
Tesis
1:
Universalismo
Ambas
tradiciones
comparten
la
búsqueda
de
explicaciones
que
vayan
más
allá
del
nivel
de
las
apariencias
o
el
sentido
común.
Ambas
intentan
vincular
las
formas
particulares
y
específicas
de
la
vida
en
sociedad
con
nociones
generales
o
universales
de
aquello
que
la
sociedad
y
lo
humano
efectivamente
son.
Ambas
asumen,
por
tanto,
que
todos
los
seres
humanos
son
miembros
de
la
misma
especie
en
la
medida
que
son
capaces
de
crear
y
recrear
la
sociedad
(por
supuesto,
en
condiciones
que
no
son
de
su
elección).
Tesis
2:
La
ilustración
La
moderna
teoría
social
surge
como
heredera
crítica
de
la
ilustración
tanto
de
un
punto
de
vista
temporal
como
intelectual.
Pero
contra
su
propia
autointerpretación,
el
pensamiento
ilustrado
no
consigue
romper
definitivamente
con
el
derecho
natural
y
se
mantiene
anclado
en
versiones
más
o
menos
secularizadas
de
historia,
progreso,
justicia
y
ser
humano.
Y
puesto
que
la
teoría
social
es
ella
misma
hija
díscola
de
la
ilustración,
tampoco
se
separa
completamente
de
la
tradición
filosófica
del
derecho
natural.
Tesis
3:
Racionalidad
Ambas
tradiciones
fundan
buena
parte
de
sus
pretensiones
cognitivas
en
nociones
fuertes
de
racionalidad.
Esos
conceptos
de
racionalidad
no
dicen
relación
sólo
con
criterios
de
adecuación
formal
entre
medios
y
fines,
sino
que
intentan
justificar
estándares
generales
con
los
que
evaluar,
desde
el
punto
de
vista
de
su
contenido
normativo,
distintas
clases
de
ordenamientos
sociopolíticos.
Aun
así,
un
principio
fuerte
de
racionalidad
–primaria
más
no
únicamente
sustantiva
en
el
derecho
natural,
primaria
más
no
únicamente
procedimental
en
la
teoría
social–
se
mantiene
como
fundamento
analítico
y
normativo
de
ambas
tradiciones.
Tesis
4:
Cientificidad
La
teoría
social
hereda
de
la
tradición
del
derecho
natural
la
idea
de
que
es
posible
y
deseable
la
cognoscibilidad
total
de
los
fenómenos
sociales.
Entendido
como
un
término
técnico
y
no
de
manera
peyorativa,
el
positivismo
es
una
característica
central
de
la
sociología
no
sólo
desde
un
punto
de
vista
formal
(el
origen
comteano
de
la
disciplina),
sino
en
la
medida
en
que
la
mantiene
asociada
a
una
decida
vocación
empírica.
Tesis
5:
Conservación
y
trascendencia
No
hay
duda
de
que
la
teoría
social
ha
intentado
explícitamente
romper
con
la
dogmática
metafísica
que
ha
sido
una
de
las
características
centrales
del
derecho
natural
a
lo
largo
de
la
historia.
Pero
en
razón
de
la
radicalidad
misma
de
tal
esfuerzo,
y
producto
de
que
el
rompimiento
anterior
se
completó
sólo
de
forma
parcial
(tesis
2),
la
teoría
social
termina
reintroduciendo
varios
de
los
temas
más
característicos
de
la
tradición
del
derecho
natural.
Las
relaciones
entre
ambas
tradiciones
puede
entonces
comprenderse
bajo
este
doble
movimiento
de
conservación
y
trascendencia.
79
Tesis
11:
¿Y
entonces?
Hasta
ahora
la
sociología
ha
intentado
romper
por
todos
los
medios
con
los
presupuestos
metafísicos
y
dogmáticos
que
se
le
atribuyen
a
la
tradición
del
derecho
natural.
Ahora,
de
lo
que
se
trata
es
de
intentar
entender
cuáles
son
realmente
los
vínculos
entre
ambas
tradiciones.
Corolario:
Hacia
una
sociología
filosófica
La
tarea
de
la
sociología
filosófica
puede
definirse
como
el
intento
de
fundamentación,
pero
ahora
en
un
lenguaje
y
bajo
condiciones
que
son
propias
de
la
modernidad,
de
las
estrategias
universalistas
de
argumentación
que
han
sido
tradicionales
al
derecho
natural
(racionalidad,
justicia,
sociabilidad).
La
sociología
filosófica
no
pretende
redefinir
radicalmente,
ni
menos
reemplazar,
las
formas
institucionalizadas
del
quehacer
sociológico
en
ninguno
de
sus
planos
–
teórico,
metodológico
o
empírico.
Tampoco
aspira
a
delimitar,
de
una
vez
y
para
siempre,
una
cierta
normatividad
que
sea
específica
de
la
sociología
(con
lo
que
se
diferencia
también
del
proyecto
de
la
teoría
crítica).
Su
tarea
última
es
un
compromiso
por
comprender
aquello
que
nos
constituye
e
identifica
como
seres
humanos
en
la
medida
en
que
entender
mejor
las
concepciones
de
lo
humano
que
están
efectivamente
en
operación
al
interior
de
la
sociología
es
una
tarea
ineludible
para
enfrentar
el
desafío
propiamente
sociológico
de
explicar
en
qué
consiste
el
elemento
estrictamente
social
de
aquello
que
denominamos
relaciones
sociales.
81
SEGUNDA
PARTE:
TRADICIONES
GEOGRÁFICAS,
DISCIPLINARES
Y
TEÓRICAS
82
40
Un
intento
más
reciente
en
esta
misma
direccion
se
encuentra
en
Mascareño
y
Chernilo
(2009).
83
Abrimos
con
una
reflexión
sobre
la
pretensión
de
conocimiento
universalista
que
es
propia
del
canon
sociológico
a
partir
de
la
referencia
inmanente
a
la
idea
de
sociedad,
para
desde
aquel
punto
de
vista
abstracto
formular
los
obstáculos
epistemológicos
a
los
que
ha
de
hacer
frente
la
sociología
latinoamericana
del
siglo
XXI.
El
artículo
continúa
con
una
crítica
a
lo
que
denominamos
el
obstáculo
estructural
de
la
sociología
latinoamericana:
la
búsqueda
de
una
identidad
sustantiva
que
ha
conducido
a
la
sociología
continental
a
observar
América
Latina
como
versión
limitada
de
la
modernidad
europea,
y
que
a
su
vez
dificulta
comprenderla
como
una
trayectoria
posible
de
la
modernidad.
Revisamos
después
el
obstáculo
normativo,
es
decir,
una
crítica
a
la
adopción
de
los
estados-‐nación
o
del
ethos
identitario
regional
como
equivalentes
de
la
idea
de
sociedad,
lo
que
en
un
contexto
contemporáneo
puede
situarse
frente
a
los
principios
del
cosmopolitismo:
la
semántica
universalista
de
la
sociedad
mundial
a
la
que
la
sociología
latinoamericana
no
logra
(aun)
acceder
con
claridad.
Ambos
obstáculos
dan
así
vida
a
al
tercer
desafío,
el
de
la
autonomía
del
saber
sociológico
en
América
Latina.
Una
crítica
a
la
autocomprensión
de
la
disciplina
en
la
región
como
una
tecnología
de
transformación
social
al
servicio
de
particularismos
políticos
antes
que
como
un
modo
de
interpretación,
descripción
y
crítica
de
la
creciente
interpenetración
entre
los
contextos
regionales
y
el
contexto
global
de
una
emergente
sociedad
mundial.
La
sociología
y
sus
obstáculos
epistemológicos
Desde
su
nacimiento,
la
sociología
buscó
siempre
un
alto
nivel
de
abstracción
en
sus
formulaciones.
Mientras
los
antropólogos
recorrían
el
mundo
en
busca
de
lo
exótico
y
el
historicismo
de
las
humanidades
se
fascinaba
con
los
principios
ideográficos
culturalmente
densos
y
potencialmente
impenetrables,
las
primeras
generaciones
de
sociólogos
que
hoy
reconocemos
como
clásicos
de
la
disciplina
(desde
Marx
a
Parsons,
pasando
por
Weber,
Durkheim
y
Simmel),
buscaban
un
fundamento
universalista
que
permitiera
examinar
la
unidad
de
las
diferencias
observadas.
Por
cierto,
cada
uno
de
ellos
desarrolló
estrategias
metodológicas
diferentes
para
responder
a
esa
pretensión
—poco
nos
importa
aquí
si
este
desafío
se
resolvió
mediante
una
dialéctica
entre
esencia
y
apariencia,
tipos
ideales
o
positivismo.
Todos,
no
obstante,
cimentaron
con
claridad
el
fundamento
de
que
cuando
se
trata
de
la
sociedad,
la
mirada
debe
situarse
en
el
más
alto
nivel
de
abstracción.
En
ello
radica
lo
clásico
de
la
sociología
clásica:
en
la
pretensión
universalista
que
opera
como
principio
regulativo
del
análisis
social
(Chernilo
2007,
2010).
Esta
pretensión
universalista
implica
hacerse
la
pregunta
respecto
de
qué
hace
a
la
sociología
el
tipo
de
reflexión
que
efectivamente
es
o,
en
otras
palabras,
requiere
hacerse
cargo
del
problema
del
nivel
de
abstracción
en
que
ha
de
fundarse
la
reflexión
sociológica
para
merecer
tal
apelativo.
En
ello,
el
universalismo
de
la
sociología
no
es
una
renuncia
o
negación
de
la
particularidad
cultural
ni
del
acontecimiento
histórico.
Es
más
bien
el
intento
de
establecer
las
condiciones
de
posibilidad
de
algo
que
podamos
denominar
conocimiento
sobre
lo
social
a
partir
de
la
incontestable
variabilidad
empírica
del
mundo
después
del
quiebre
del
antiguo
régimen.
Un
ordenamiento
social
estratificado
resuelve
la
unidad
en
su
interior
calificando
como
anomalía
lo
ajeno
o
como
ajeno
lo
anómalo.
Un
ordenamiento
moderno
busca
otro
camino.
La
sociología
es
la
ciencia
de
ese
camino;
es
la
ciencia
de
la
sociedad
que
se
expande
por
todo
el
globo
y
que
hoy
llamamos
sociedad
mundial.
84
La
idea
de
sociedad
se
mueve
así
en
un
equilibrio
precario
entre
lo
particular
y
específico
que
es
propio
de
la
descripción
de
cualquier
fenómeno
empírico,
y
el
momento
universal,
general
e
incluso
necesario
en
que
el
caso
particular
se
hace
presente.
Con
la
idea
de
sociedad
lo
concreto
y
único
adquiere
sentido
universal:
se
hace
empíricamente
relevante
aquello
que
ya
es
filosóficamente
plausible
y
filosóficamente
necesario
aquello
que
ya
es
empíricamente
urgente.
En
este
sentido,
la
sociedad
puede
entenderse
como
ideal
regulativo,
como
el
objeto
de
conocimiento
tanto
imposible
como
necesario
de
la
sociología
(Schrader-‐Klebert
1994,
capítulo
1).
Imposible
porque
su
unidad
no
puede
ser
aprehendida
empíricamente,
ni
la
abstracción
de
su
concepto
descrita
exhaustivamente;
necesario
porque
sin
la
sociedad
no
hay
posibilidad
de
formular
lo
particular
como
variación
o
como
momento
de
lo
universal;
no
hay
posibilidad
de
dar
cuenta
de
las
relaciones
sociales
en
cuanto
tales
(y
mucho
menos
al
nivel
de
la
sociedad
mundial).
En
cada
trazo
de
sociología
se
activa
esta
diferencia,
en
cada
descripción
concreta
se
elude
y
a
la
vez
se
alcanza
la
sociedad,
pues
toda
reflexión
sobre
las
relaciones
sociales
lleva
siempre
consigo
alguna
idea
—más
o
menos
explícita,
más
o
menos
abstracta—
de
ella.
Sólo
por
esto,
la
sociología
puede
describir
lo
local
reencontrando
en
ello
lo
universal
y
de
ese
modo
criticar
lo
particular
como
momento
incompleto
de
lo
universal;
se
convierte
así
en
una
disciplina
de
la
descripción
estructural
tanto
como
de
la
crítica
normativa
de
la
sociedad
mundial
desde
una
perspectiva
universalista.
¿Qué
sucede,
sin
embargo,
cuando
la
sociología
se
ve
presa
de
particularismos
y
renuncia
a
encontrar
lo
universal
en
su
objeto?,
¿qué
sucede
cuando
las
exigencias
políticas
y
los
pesos
ideológicos
se
instalan
por
sobre
las
consideraciones
teóricas,
las
evidencias
empíricas
y
las
consecuencias
normativas?,
¿qué
ha
de
hacerse
ante
conclusiones
y
opciones
sociológicas
de
pretensión
generalista
formuladas
desde
y
para
rincones
nacionales
o
resguardos
éticos
autovalidantes?,
¿cuál
es
el
camino
que
se
debe
seguir
cuando
lo
universal
se
confunde
con
homogeneidad
y
la
diferencia
con
atraso?
Desde
los
días
arcaicos
del
pensamiento
proto-‐
sociológico
decimonónico,
pasando
por
el
ensayismo
para-‐sociológico
de
la
primera
mitad
del
siglo
XX
y
los
esfuerzos
disciplinarios
por
consolidarse
en
la
segunda
mitad,
buena
parte
de
la
sociología
latinoamericana
ha
visto
lo
universal
como
un
horizonte
que
debe
ser
negado
por
la
fuerza
de
una
particularidad
sustentada
en
liberación
política,
convencionalismo
moral
o
eticidad
esencialista.
Sin
duda
en
cada
momento
han
existido
excepciones.
Largos
pasajes
en
las
obras
de
Germani,
Lechner,
Larraín,
Cardoso
y
Faletto,
por
ejemplo,
expresan
el
más
claro
sentido
de
abstracción
que
permite
captar
la
universalidad
del
acontecimiento,
su
interdependencia
con
el
mundo,
su
contribución
a
la
formación
de
la
sociedad
mundial
tanto
en
el
plano
estructural
como
normativo.
Sin
embargo,
en
buena
parte
de
la
tradición
sociológica
latinoamericana,
la
reificación
de
lo
propio
ha
prevalecido.
Por
compromisos
políticos,
convencionalismos
éticos
o
incluso
simple
desconocimiento,
se
oscurece
el
componente
universal
de
los
clásicos
y
se
califica
sus
intentos
de
aplicación
en
América
Latina
como
colonialismo
teórico;
se
degrada
a
Marx
al
estatus
de
activista,
a
Durkheim
al
de
pequeñoburgués,
a
Weber
y
Parsons
al
de
reaccionarios;
algo
similar
a
lo
que
parece
comenzar
a
suceder
hoy
con
la
calificación
de
Habermas
como
moralista
y
de
Luhmann
como
tecnólogo.
El
empleo
de
sus
categorías
sería
sólo
prueba
de
la
alienación
de
quien
las
usa
respecto
del
verdadero
sentido
de
América
Latina.
Con
una
visión
de
este
tipo
es
difícil
constituir
en
América
Latina
una
sociología
que
quiera
entender
la
particularidad
de
la
región
como
momento
de
la
universalidad
de
la
sociedad
mundial,
tanto
en
un
sentido
estructural
como
normativo.
La
sociología
latinoamericana
se
ve,
en
85
reiteradas
ocasiones,
impedida
de
la
descripción
estructural
y
de
la
crítica
normativa
que
tiene
lugar
en
la
sociedad
mundial
pero
desde
la
especificidad
de
lo
local,
pues
tiende
a
ver
lo
local
como
una
imagen
autocontenida
sin
sustrato
de
universalidad.
Así,
cualquier
descripción
estructural
es
preferentemente
de
nivel
estatal-‐nacional
y
generalmente
entendida
en
términos
de
características
demográficas
y
datos
económicos,
y
las
evaluaciones
normativas
son
regularmente
prescripciones
concretas
de
carácter
preconvencional
o
convencional,
rara
vez
postconvencional.
En
la
tradición
de
Gaston
Bachelard
y
que
Luhmann
(2007)
ha
popularizado
para
la
sociología
contemporánea,
queremos
hablar
aquí
de
los
obstáculos
epistemológicos
de
la
sociología
latinoamericana
que
le
dificultan
la
descripción
estructural
y
la
crítica
normativa
de
la
sociedad
mundial.
Las
consecuencias
específicas
de
cada
obstáculo,
sus
principales
representantes
y
lo
que
no
observan,
se
discutirá
en
los
apartados
que
siguen.
Ahora,
formulados
sintéticamente,
los
obstáculos
de
la
sociología
en
América
Latina
para
enfrentar
la
descripción
estructural
y
crítica
normativa
de
la
sociedad
mundial
suponen:
• que
la
modernidad
latinoamericana
es
una
versión
limitada
de
la
modernidad
europea
(o
de
la
derivada
norteamericana)
y
que,
por
tanto,
ésta
señala
el
camino
futuro
de
aquella
o
su
punto
de
fuga
(obstáculo
estructural);
• que
la
sociedad
de
la
sociología
latinoamericana
adquiere
la
forma
de
la
unidad
territorial
del
estado-‐nación
o
de
comunidades
éticas
de
carácter
particularista
(obstáculo
normativo);
• que
el
conocimiento
sociológico
es
un
instrumento
al
servicio
de
la
modelación
política
de
la
sociedad
y
que,
consecuentemente,
debe
transformarse
en
programa
de
acción
para
ser
aplicable
al
contexto
latinoamericano
(obstáculo
de
falta
de
autonomía).
Los
obstáculos
pueden
distinguirse
analíticamente
pero
funcionan
integradamente.
Si
el
conocimiento
sociológico
es
entendido
desde
el
primer
obstáculo
—la
versión
limitada
de
la
modernidad
europea—
la
pregunta
será
en
qué
medida
el
estado-‐nación
o
la
comunidad
ética
se
adapta,
o
rechaza,
ese
estándar
y,
consecuentemente,
qué
tipo
de
conocimiento
sociológico
es
útil
para
uno
u
otro
propósito.
Si,
en
cambio,
la
sociología
es
observada
desde
el
segundo
obstáculo
—desde
la
unidad
del
estado-‐nación
o
de
la
comunidad
ética—
se
le
exigirá
un
determinado
tipo
de
elección
política
que
identifique
a
esa
nación
o
a
esa
comunidad,
así
como
consecuencia
ideológica
y
práctica
con
tal
elección
y
un
posicionamiento
ante
modelos
europeos
de
aceptación
(desarrollismo,
liberalismo,
democratización)
o
de
rechazo
(indigenismo,
esencialismo,
populismo).
Finalmente,
si
el
punto
de
entrada
es
el
tercer
obstáculo
—la
sociología
como
instrumento
de
modelación
política—
ella
se
pone
al
servicio
de
los
actores
en
el
plano
nacional
para
entregarles
justificaciones
acerca
de
decisiones
ideológicas
sobre
cómo
avanzar
hacia
estándares
europeos,
o
sobre
cómo
realizar
en
la
práctica
las
utopías
de
las
comunidades
que
las
sustentan
(católicos,
proletarios,
indigenistas,
feministas,
liberales).
Si
la
sociología,
en
tanto
disciplina
de
la
descripción
estructural
y
crítica
normativa
de
la
sociedad
mundial,
opera
con
un
concepto
de
sociedad
lo
suficientemente
abstracto
como
para
acceder
a
un
nivel
autónomo
de
discusión
sociológica
y
que,
además,
permita
hacer
comparables
los
diagnósticos
en
distintas
regiones
del
globo,
una
sociología
sometida
a
los
obstáculos
descritos
tendrá
dificultades
para
cumplir
estos
objetivos.
No
logrará
la
suficiente
abstracción
para
describir
las
condiciones
de
interpenetración
y
acoplamiento
de
lo
local
y
lo
global
y,
por
tanto,
no
podrá
tampoco
ejercer
una
crítica
normativa
de
esas
condiciones
bajo
criterios
universalistas.
86
La
presencia
de
estos
obstáculos
no
debe
ser
vista
como
la
imposibilidad
absoluta
de
la
sociología
latinoamericana
para
poner
en
relación
el
particularismo
de
sus
descripciones
empíricas
con
la
pretensión
de
conocimiento
universalista
a
que
aspira
el
canon
disciplinar.
Del
mismo
modo,
la
adopción
de
esta
posición
universalista
no
implica
ni
propicia
desconocer
la
importancia
de
lo
particular
en
la
búsqueda
de
lo
universal.
Tal
vez
si
lo
propio
de
la
sociología
del
siglo
XXI
—que
se
nutre
de
aquello
que
constituye
lo
clásico
de
la
sociología
clásica—
no
sea
otra
cosa
que
buscar
procedimientos
con
los
que
trascender
tanto
el
particularismo
que
se
cierra
a
lo
universal
en
razón
de
una
esencia
histórica,
comunidad
ética
o
Sonderweg,
como
el
universalismo
abstracto
que
ve
en
lo
particular
la
mera
aplicación,
derivación
o
ejemplificación
de
lo
que
postula
la
teoría
general.
Ambas
posiciones
resultan
igualmente
inviables.
Hoy
en
día,
no
parece
posible
concebir
lo
particular
fuera
de
lo
universal
ni
lo
universal
con
abstracción
de
lo
particular;
estamos
condenados
a
pensar
lo
universal
y
lo
particular
como
los
dos
lados
de
una
misma
distinción
(capítulo
4).
Estructuralmente,
producto
de
la
emergencia
de
una
única
sociedad
mundial
con
múltiples
trayectorias;
normativamente,
porque
el
cosmopolitismo
de
la
sociedad
mundial
es
condición
de
posibilidad
de
una
convivencia
pacífica;
metodológicamente,
porque
contribuir
sociológicamente
al
mundo,
exige
autonomía
de
las
operaciones
científicas
frente
a
particularismos
normativos.
El
tipo
de
sociología
en
que
estamos
interesados
busca
trascender
los
obstáculos
mencionados
arriba.
Formulados
programáticamente,
éstos
se
despliegan
en
oportunidades
y/o
posibilidades
para
pensar
sociológicamente
sobre
América
Latina.
• El
obstáculo
estructural
de
la
modernidad
latinoamericana
como
versión
limitada
de
la
europea
se
desdobla
en
descripción
estructural
de
la
trayectoria
latinoamericana
a
la
modernidad
como
diferenciación
funcional
ordenada
concéntricamente.
• El
obstáculo
normativo
de
la
reificación
de
los
particularismos
nacionalistas
o
identitarios
se
desdobla
en
el
establecimiento
de
las
condiciones
de
posibilidad
de
una
crítica
normativa
a
partir
de
los
principios
universalistas
del
cosmopolitismo.
• El
obstáculo
de
la
instrumentalización
política
del
conocimiento
sociológico
se
desdobla
en
el
reconocimiento
de
que,
dado
que
la
sociedad
es
un
orden
emergente,
ella
no
se
deja
modelar
por
los
actores,
sino
que
se
presta
crecientemente
a
la
neutralidad
procedimental.
Las
secciones
siguientes
buscan
caracterizar
estos
obstáculos,
cómo
operan
en
la
sociología
latinoamericana
y
la
forma
en
que
ella
ha
buscado
superarlos.
Obstáculo
estructural:
la
trayectoria
latinoamericana
de
la
modernidad
El
primer
obstáculo
al
que
nos
enfrentamos
es
de
orden
estructural
y
constituye
una
crítica
al
modo
de
comprender
la
modernidad
latinoamericana
como
una
versión
limitada
de
la
modernidad
europea
o
norteamericana.
Nos
enfrentamos
a
la
paradoja,
ya
expresada
en
todo
su
dramatismo
por
Weber,
de
que
el
surgimiento
de
la
modernidad
está
anclado
y
puede
especificarse
temporal,
geográfica
y
culturalmente,
pero
que
lo
distintivo
y
más
esencial
de
la
propia
modernidad
es
el
horizonte
y
alcance
universal
de
su
proyecto
(Weber
1998,
capítulo
2).
Dos
distinciones
han
caracterizado
el
pensamiento
social
del
siglo
XIX
y
el
sociológico
del
siglo
XX
en
América
Latina:
respectivamente,
la
distinción
civilización/barbarie
y
la
distinción
desarrollo/subdesarrollo.
Con
ellas,
se
construyó
una
imagen
de
mundo
que
observaba
el
lado
externo
de
la
civilización
y
el
desarrollo
como
negatividad,
como
lo
que
debía
ser
suprimido
y
87
absorbido
por
su
forma
positiva.
En
ese
horizonte,
América
Latina
quedó
situada
primero
como
ausencia
y
después
como
incompletitud.
Su
misión,
por
tanto,
era
hacer
el
cruce
de
un
lado
al
otro
de
la
distinción,
desde
la
barbarie
a
la
civilización,
desde
el
subdesarrollo
al
desarrollo,
es
decir,
se
vio
exigida
a
pensar
el
problema
en
términos
de
la
transformación
de
la
alteridad
de
lo
propio
en
la
unidad
de
lo
que
no
se
es.
La
lógica
de
ese
tipo
de
pensamiento
siguió
regularmente
un
impulso
lineal,
jerárquico,
progresivo,
y
por
cierto
no
únicamente
presente
en
el
pensamiento
latinoamericano.
La
distinción
civilización/barbarie,
adquiere
su
forma
en
el
siglo
XIX
gracias
al
evolucionismo,
especialmente
de
Morgan,
quien
había
formalizado
su
visión
en
una
teoría
de
los
estadios
que
distinguía
salvajismo,
barbarie
y
civilización
en
una
secuencia
unilineal
e
incremental.
La
idea
positivista
francesa
de
un
progreso
enmarcado
en
estructuras
de
orden
que
había
logrado
formular
Comte,
era
complementaria
a
tal
imagen
de
la
evolución
que
acontecía
hacia
arriba
y
adelante
(Harris
2003).
Ese
era
el
prisma
con
que
había
que
observar
la
sociedad,
pues
la
combinación
de
evolucionismo
y
positivismo
dejaba
poco
espacio
para
cuestionar
la
necesariedad
e
identidad
de
la
evolución,
el
progreso
y
la
civilización.
A
su
vez,
un
hegelianismo
materialista
de
Engels,
pero
desprovisto
de
las
relaciones
dinámicas
entre
ideas
y
realidad
de
Hegel,
hacía
que
los
pueblos
sin
historia
fuesen
ahora
aquellos
que
no
mostraban
una
estructura
capitalista
y
que,
por
tanto,
no
podían
aspirar
a
acceder
al
momento
de
unidad
final.
Con
mayor
fuerza
se
trató
entonces,
también
desde
el
marxismo,
de
impulsar
el
avance
de
los
atrasados,
pues
la
unidad
del
mundo
sin
clases
requería
unidad
en
las
precondiciones
revolucionarias.41
En
definitiva,
el
evolucionismo
y
el
positivismo
decimonónicos,
en
sus
múltiples
formas,
buscaron
universalizar
lo
particular,
universalizar
la
civilización
eliminando
la
barbarie,
y
no
lograron
observar
el
suplemento
que
diversas
trayectorias
nacientes
de
la
modernidad
podían
representar
en
el
marco
de
una
sociedad
como
la
moderna
que
tiene
desde
el
inicio
un
horizonte
mundial.42
Eso
es
lo
que
sucedió
precisamente
en
América
Latina.
Lo
propio
del
continente
fue
siempre
la
ausencia
total
o
parcial
de
lo
que
representaba
la
civilización
(europea
o
norteamericana).
Era,
en
muchos
casos
literalmente,
su
lado
oscuro.
Mediante
la
distinción
civilización/barbarie,
popularizada
por
Sarmiento
en
la
región,
la
conclusión
era
una
paradoja:
lo
latinoamericano
debe
ser
excluido
de
América
Latina.
Elementos
autóctonos
como
la
cultura
gaucha
son
calificados
como
una
condición
de
barbarie
que
en
nada
contribuye
al
progreso
de
la
nación.
Se
trata
de
un
proyecto
urbano
que
refleja
un
orden
territorial
centralizado
y
un
correlato
geográfico
de
lo
civilizado
y
lo
bárbaro:
la
distinción
entre
ciudad
y
campo.
Una
sociedad
dual
que
define
a
la
ciudad
como
centro
del
progreso,
del
gobierno,
de
las
leyes,
de
los
medios
de
instrucción.
Más
allá
de
ella,
la
barbarie
es
la
condición
normal
(Sarmiento
1972).
41 Engels era particularmente crudo en la expresión de esta “verdad histórica”. Así, por ejemplo, celebra
que
los
norteamericanos
le
hayan
“arrancado
la
magnífica
California
a
los
haraganes
mexicanos
(…)
con
ello
podrá
sufrir
la
‘independencia’
de
algunos
californianos
y
texanos
de
origen
español,
y
ser
vulnerados
aquí
o
allá
otros
postulados
morales,
pero
¿qué
vale
eso
contra
tales
hechos
de
trascendencia
histórica
mundial?”
(Engels
citado
en
Rosdolsky
1980:
161).
42
Interesante
es
que
los
“bárbaros”
aplicaban
la
misma
distinción
a
los
“civilizados”.
Por
ejemplo,
en
el
caso
japonés
del
siglo
XIX,
los
samurai
se
oponían
a
la
construcción
de
nuevos
puertos
pues
la
“expulsión
de
los
bárbaros
sería
entonces
imposible
(…)
Tendríamos
que
doblar
el
pliegue
izquierdo
sobre
el
derecho,
ponernos
a
escribir
de
un
lado
a
otro
de
la
página
y
usar
su
hediondo
calendario”
(Moore
2002:
343)
En
América
Latina
un
ejemplo
de
fines
del
siglo
XIX
es
Juan
Enrique
Rodó,
quien
define
al
americano
latino
como
opuesto
a
la
“barbarie
utilitaria”
de
Estado
Unidos
(Rojas
1991:
362).
88
De
ello
se
deriva
el
rol
central
del
estado
como
instancia
de
intermediación,
cuando
no
conducción
del
proceso
civilizatorio,
en
la
educación,
el
ordenamiento
institucional,
el
comercio
y
también
la
transformación
cultural.
Sarmiento
y
Bello
asumen
fervientemente
la
importancia
radical
de
la
educación
para
alcanzar
la
civilización.43
Lastarria
(1980:
172)
por
su
parte,
fascinado
con
la
revolución
americana,
indicaba
que
“el
primer
deber
del
hombre
de
Estado
en
América
Latina
es
imitar
a
Estados
Unidos,
acelerando,
como
ellos
lo
han
hecho,
los
efectos
benéficos
de
las
leyes
naturales
que
gobiernan
la
humanidad”,
con
miras
a
construir
una
institucionalidad
como
la
del
país
del
norte.
Alberdi,
en
tanto,
es
quien
mayor
énfasis
pone
en
el
comercio
y
la
transformación
cultural.
Su
idea
de
progreso
es
la
idea
de
una
Europa
industrializada
y
civilizada
a
la
que
América
Latina
podía
acceder
vía
comercio,
aunque
no
sólo
materialmente,
sino
también
espiritualmente
gracias
al
continuo
contacto
comercial
y
a
la
inmigración
europea
en
el
continente
(Hale
1996).
América
Latina
como
ausencia
o
limitación
de
la
civilización
es
la
fórmula
que
podría
caracterizar
tanto
el
lineal
pensamiento
evolucionista
decimonónico
como
los
modos
de
organización
política
que
de
ahí
se
derivaron.
El
evolucionismo,
de
cualquier
modo,
a
pesar
de
su
unilinealidad
y
en
parte
gracias
a
ella,
logró
establecer
un
principio
que
parecía
operar
con
independencia
de
variaciones
regionales
y
sociohistóricas,
un
principio
cognitivamente
universal
aunque
ideologizado
y
particularizado
por
la
semántica
de
superioridad
europea
propia
de
la
modernidad
temprana
(Stichweh
2004).
Sólo
con
las
obras
de
Spencer
(1884),
aunque
especialmente
con
La
división
del
trabajo
social
de
Durkheim
(1995),
se
sientan
las
bases
para
comenzar
a
desjerarquizar
la
relación
entre
Europa
y
otras
latitudes,
al
dar
forma
crecientemente
técnica,
en
términos
de
una
teoría
de
la
diferenciación
social,
a
la
transformación
estructural
que
sufría
la
sociedad
moderna.
Si
Kant
había
sido
el
primero
que
llamó
la
atención
sobre
el
decantamiento
moderno
de
principios
normativos
universales,
fue
Durkheim
quien
por
primera
vez
logró
sistemáticamente
formular
una
teoría
sociológica
de
la
emergencia
y
evolución
estructural
de
la
sociedad
moderna
basada
en
el
principio
del
aumento
combinado
de
complejidad
y
diferenciación.
No
cabe
duda
que,
históricamente,
el
proceso
de
diferenciación
funcional
se
inicia
sólo
una
vez
en
Europa
y
desde
ahí
expande
su
dimensión
institucional
y
su
semántica
hacia
otros
espacios
regionales.
El
pensamiento
social
decimonónico
(el
evolucionismo
unilineal
o
el
positivismo)
entendió
esto,
sin
embargo,
como
un
principio
que
justificaba
y
garantizaba
la
superioridad
europea
sobre
el
resto
del
mundo
y,
en
base
a
esa
creencia,
se
propuso
eliminar
(nuevamente
de
manera
literal
en
innumerables
ocasiones)
la
barbarie
en
nombre
de
la
civilización.
La
novedad
de
la
teoría
de
la
división
del
trabajo
de
Durkheim
es
justamente
que
no
excluye
la
barbarie
de
su
interpretación
estructural
y
normativa
de
la
sociedad
moderna.
La
sociedad
tradicional
no
es
lo
otro
de
la
sociedad
moderna
sino
que
está
integrada
con
ella
en
su
funcionamiento
estructural
—
por
ejemplo,
en
modos
anómicos
de
división
del
trabajo—
y
en
su
comprensión
normativa
—por
ejemplo,
en
la
permanencia
de
estados
fuertes
de
conciencia
colectiva
en
forma
de
derecho
penal.
Con
ello
comienza
a
abrirse
la
posibilidad
de
distinguir
entre
momentos
al
interior
de
una
misma
unidad.
De
la
exclusión
de
la
barbarie
por
la
civilización
se
podía
pasar
ahora
a
la
dialéctica
de
desarrollo
y
subdesarrollo.
43 En fórmulas famosas de la época: “Gobernar es educar” (Sarmiento), “la educación es la base de todo
progreso”
(Bello).
89
44 En la primera mitad del siglo XX había una segunda corriente sociológica que podríamos denominar de
taburete,
de
menor
presencia
intelectual,
probablemente
sólo
de
impacto
en
aulas,
y
que
si
bien
sigue
presa
de
la
semántica
decimonónica
del
progreso
y
la
civilización
ya
no
emplea
el
concepto
de
barbarie.
Su
idea
de
incompletitud
de
América
Latina
es
formulada
en
términos
de
“civilizaciones”
de
distinto
nivel
de
desarrollo
(véase,
Centro
de
Estudiantes
de
Derecho
de
la
Universidad
de
Buenos
Aires
1909,
Venturino
1927,
de
la
Cuadra
1957).
45
Todavía
en
la
década
de
los
ochenta
se
hablaba
de
América
Latina
como
“reflejo
deformado
de
la
hacía
en
los
Grundrisse
entre
los
cuatro
caminos
alternativos
que
seguían
al
“sistema
comunal
primitivo”:
el
oriental,
el
antiguo,
el
germánico
y
el
eslavo,
cada
uno
con
“modificaciones
esenciales,
localmente,
históricamente,
etc.”.
Esta
imagen
evolutiva
multilineal
contrasta
con
la
versión
mucho
más
popular
del
Prólogo
a
la
Contribución
de
la
Crítica
de
la
Economía
Política
que
distingue
épocas
en
progreso
sucesivo
y
secuencial:
el
modo
de
producción
asiático,
antiguo,
feudal
y
moderno
burgués
(Marx
1980).
90
forma
que
adopta
la
lucha
de
clases
en
cada
ruta.
Lo
propio
de
la
ruta
democrática
(Inglaterra,
Estados
Unidos,
Francia)
es
que
ahí
se
experimentó
una
revolución
burguesa
exitosa
que
resultó
en
la
instalación
de
instituciones
liberales
y
representativas.
Si
las
revoluciones
burguesas
son
derrotadas,
el
triunfo
de
las
antiguas
aristocracias
da
vida
a
la
ruta
fascista
(Japón,
Alemania)
y
si
las
que
priman
son
las
clases
populares,
surge
la
ruta
comunista
(Rusia
y
China).
Lo
que
nos
importa
destacar
no
es
tanto
las
rutas
que
Moore
distingue
empíricamente
sino
que
mediante
la
noción
de
rutas
Moore
afirma
que
si
bien
la
modernidad
consiste
en
la
aparición
de
un
conjunto
de
atributos
universales
—el
estado
centralizado,
la
diferenciación
de
clases
sociales
y
una
economía
capitalista—
desde
un
punto
de
vista
evolutivo
estos
atributos
se
expresan
en
(tres)
formas
particulares,
todas
igualmente
legítimas,
de
ser
parte
del
mundo
moderno.
Ninguna
de
ellas
constituye
una
“versión
limitada”
o
un
“espejo
invertido”
de
lo
que
sucede
en
las
otras
–
incluso
más
allá
de
las
legítimas
preferencias
normativas
por
una
u
otra
ruta.
En
la
misma
línea,
en
la
sociología
contemporánea
Göran
Therborn
habla
de
rutas
“a”
y
“a
través”
de
la
modernidad.
Pretende
con
ello
oponerse
a
lo
que,
según
él,
es
el
carácter
unilineal
del
pensamiento
de
los
primeros
sociólogos
así
como
al
progresismo
secuencial
de
las
teorías
de
la
modernización.
Therborn
propone
una
“distinción
global
de
cuatro
grandes
rutas
a
y
a
través
de
la
modernidad”(Theborn
1995:
5):
la
endógena
europea;
la
del
nuevo
mundo
que
resulta
de
las
migraciones
europeas
tempranas
(Estados
Unidos
y
América
Latina);
la
colonial
que
resulta
de
los
imperios
europeos
de
finales
del
siglo
XIX
y
la
primera
mitad
del
siglo
XX
y,
finalmente,
la
modernización
externamente
inducida,
representada
con
el
caso
de
Japón
y
los
“tigres”
del
sudeste
asiático.
En
rigor,
no
se
trata
realmente
de
una
distinción
pues
para
Therborn
cada
ruta
a
la
modernidad
constituye
también
un
camino
histórico
específico.
Al
igual
que
en
el
caso
de
Moore,
entonces,
lo
que
importa
es
destacar
que
cada
una
de
estas
rutas
marca
efectivamente
una
trayectoria
histórica
actualmente
existente
y
que
todas
son
igualmente
modernas
e
irreductibles
entre
sí.
En
la
discusión
sobre
América
Latina
ha
sido
Jorge
Larraín
quien
ha
formulado
esta
idea
en
detalle.
El
argumento
de
Larraín
es
similar
al
que
esgrimíamos
para
destacar
la
universalidad
de
la
teoría
durkheimiana:
“con
frecuencia,
se
piensa
que
la
modernidad
es
un
fenómeno
esencialmente
europeo
occidental
y
se
olvida
que
su
propia
tendencia
globalizadora
hace
que
se
extienda
por
todo
el
mundo,
obligando
a
esa
modernidad
a
relacionarse
con
diferentes
realidades
y
adquirir
diferentes
configuraciones
y
trayectorias”
(Larraín
2000:
37).
Larraín
distingue
cinco
trayectorias
(estadounidense,
japonesa,
africana,
europea
y
latinoamericana)
y
las
describe
históricamente,
es
decir,
tomando
como
base
de
cada
trayectoria
acontecimientos
o
eventos
históricos
propios
de
cada
espacio.
Asumiendo
esta
idea
de
trayectoria
de
la
modernidad,
pero
situándola
en
un
nivel
de
mayor
abstracción
al
histórico,
esto
es,
en
el
plano
evolutivo
de
la
diferenciación
funcional
como
proceso
de
constitución
de
la
sociedad
mundial,
queremos
hablar
de
los
tipos
ideales
de
diferenciación
policéntrica
y
concéntrica.
La
sociedad
mundial
es
una
sociedad
que
opera
estructuralmente
bajo
el
primado
de
la
diferenciación
funcional,
pero
sus
distintos
espacios
regionales
muestran
combinaciones
desiguales
de
orientaciones
policéntricas
y
concéntricas
de
la
diferenciación
funcional.
Por
orientaciones
policéntricas
hay
que
entender
arreglos
evolutivos
heterárquicos
de
sistemas
autónomos
relacionados
mediante
acoplamiento
estructural
(Luhmann
2007,
Glagow
y
Willke
1987)
o
por
indiferencia
estructural
de
cada
esfera
operativamente
clausurada
(Willke
1995,
1996b).
Las
orientaciones
concéntricas,
por
su
parte,
surgen
cuando
las
operaciones
de
estos
sistemas
autónomos
están
cruzadas
por
episodios
de
desdiferenciación
de
alta
frecuencia
e
91
En
este
segundo
obstáculo
de
orientación
normativa,
el
vínculo
entre
lo
universal
y
lo
particular
se
traduce
en
la
cuestión
de
si
la
pretensión
de
conocimiento
universalista
de
la
sociología
puede
hacerse
compatible
con
una
idea
de
sociedad
definida
en
términos
geográficos
(estado-‐nación)
o
culturales
(ethos
latinoamericano
propio).
Nos
preguntamos
por
cómo
hemos
de
entender
la
idea
de
“América
Latina”
en
su
relación
con
cada
una
de
las
“sociedades
nacionales”
del
continente,
por
una
parte,
y
con
la
idea
de
sociedad
mundial,
por
la
otra.
En
el
debate
sociológico
de
los
últimos
treinta
años,
la
discusión
sobre
la
reducción
geográfica
del
concepto
de
sociedad
ha
girado
en
torno
al
problema
del
nacionalismo
metodológico
(Chernilo
2007,
2010).
La
pregunta
que
se
plantea
es
en
qué
medida
las
ciencias
sociales
en
general,
y
la
sociología
en
particular,
operan
con
una
igualación
entre
el
desarrollo
histórico
del
estado-‐nación
y
el
concepto
teórico
de
sociedad.
El
supuesto
más
problemático
del
nacionalismo
metodológico
es
que
las
“sociedades
nacionales”
evolucionan
desde
dentro:
su
desarrollo
social
debe
ser
explicado
a
partir
de
factores
internos
a
la
propia
sociedad
(capítulos
6
y
7).
En
el
marco
del
estudio
de
los
procesos
de
globalización
durante
los
últimos
quince
años,
el
problema
del
nacionalismo
metodológico
ha
sido
discutido
en
dos
planos
distintos.
Desde
el
punto
de
vista
del
desarrollo
conceptual
de
las
ciencias
sociales,
por
un
lado,
la
pregunta
es
si
las
teorías,
conceptos
y
metodologías
de
estas
disciplinas
han
asumido
al
estado-‐nación
como
su
presupuesto
natural
y
necesario.
La
discusión
gira
en
torno
a
la
revisión
de
los
marcos
de
referencia
tradicionales
de
las
ciencias
sociales
ante
las
condiciones
crecientes
de
globalización
y
constitución
de
una
sociedad
mundial.
A
este
nivel,
el
problema
surge
y
ha
de
ser
resuelto
teóricamente
por
los
propios
científicos
sociales
(Fine
2004,
2006,
capítulo
1).
Desde
el
punto
de
vista
de
la
evolución
histórica
de
la
modernidad,
por
el
otro
lado,
surge
la
interrogante
por
el
surgimiento
y
características
centrales
del
estado-‐nación
como
formación
sociopolítica.
En
este
caso,
se
trata
de
evaluar
la
posición
y
desarrollo
reciente
del
estado-‐nación
en
relación
con
la
evolución
estructural
de
la
modernidad.
El
asunto
no
radica
en
lo
que
sucede
al
interior
de
las
ciencias
sociales
sino
en
la
forma
en
que
las
mismas
“sociedades
nacionales”
se
autodescriben
—
o
dejan
de
hacerlo—
como
estados-‐nación.
Ello
se
expresa,
por
ejemplo,
en
la
forma
en
que
distintos
actores
políticos
y
sociales
discuten
sobre
si
el
estado-‐nación
estaría
viendo
afectadas
sus
capacidades
respecto
del
conjunto
de
actividades
que
habrían
constituido
lo
propio
de
su
quehacer
en
el
pasado
(Smith
1979).
Para
la
sociología,
de
esta
polémica
se
deriva
un
cuestionamiento
del
programa
de
carácter
universalista
que
se
inaugura
con
los
clásicos,
pues
la
reducción
de
la
sociedad
a
la
idea
de
estado-‐nación
no
dejaría
a
la
sociología
otra
alternativa
que
reconocer
la
impotencia
de
la
pretensión
universalista
frente
a
la
diversidad
histórica,
heterogeneidad
cultural
y
particularismo
normativo
que
así
se
impone.
Mientras
la
sociología
clásica
nace
con
la
formulación
de
una
idea
universalista
de
sociedad,
el
pensamiento
social
latinoamericano
del
siglo
XIX
surge
en
una
tensión
entre
una
dimensión
normativa
de
solidaridad
y
unidad
continental
y
una
dimensión
estructural
asociada
a
la
formación
de
distintas
repúblicas
formalmente
independientes.
Esta
tensión
se
mantiene
en
el
siglo
XX
a
través
de
la
distinción
entre
identidad
y
desarrollo,
y
si
bien
con
ella
se
puede
situar
a
América
Latina
en
el
mundo,
sea
identitariamente
como
“lo
otro”
de
Europa
y
estructuralmente
como
su
incompletitud,
la
negatividad
de
ambas
formulaciones
impide
observar
a
América
Latina
normativamente
desde
el
universalismo
del
proyecto
cosmopolita
o,
estructuralmente,
desde
la
unidad
de
diferentes
(trayectorias)
de
la
sociedad
mundial.
93
Una
doble
distinción
caracterizó
la
formación
de
la
independencia
americana
hacia
finales
del
siglo
XVIII
y
comienzos
del
XIX:
la
distinción
América/España,
que
sitúa
a
la
región
como
unidad
con
un
referente
externo,
y
la
distinción
Hispanoamérica/estado-‐nación,
que
reflexiona
sobre
la
unidad
regional
ante
su
fragmentación
interna.
El
americanismo
decimonónico
tiene
su
origen
en
el
sentimiento
americanista
de
finales
del
siglo
XVIII
que
se
oponía
a
la
presión
política
y
económica
española
sobre
las
colonias
(Guerra
1994).
Esa
unidad
semántica
subsiste
en
el
siglo
XIX
a
través
de
la
idea
bolivariana
de
Hispanoamérica.
Esta
es
la
primera
fórmula
que
intenta
equilibrar
la
fragmentación
americana
provocada
por
las
“sociedades
nacionales”
con
un
constructo
supranacional
operacionalizado
en
términos
de
“una
misma
lengua,
una
misma
raza,
formas
de
gobierno
idénticas,
creencias
religiosas
y
costumbres
uniformes,
multiplicados
intereses
análogos,
condiciones
geográficas
especiales,
esfuerzos
comunes
para
conquistar
una
existencia
nacional
e
independiente”
(Rojas
1991:
63).
Por
contrapartida,
el
proyecto
civilizatorio
de
los
estados
americanos
del
siglo
XIX,
cruzado
por
la
semántica
del
progreso
de
Sarmiento
y
Alberdi
—a
la
que
nos
hemos
referido
más
arriba—
no
puede
sino
funcionar
nacionalmente:
se
trata
del
control
territorial,
de
la
presencia
del
estado
vía
transporte,
comunicaciones,
ocupación
militar
y
subordinación
política
centralizada
de
los
espacios
que
comienzan
a
formar
los
límites
geográficos
de
los
distintos
estados-‐nación
latinoamericanos.
El
siglo
XX
observa
esta
tensión
en
términos
de
identidad
y
desarrollo
(Larraín
1997).
El
diagnóstico
cepalino
de
la
década
de
los
cincuenta,
leído
en
los
términos
de
este
obstáculo,
revela
una
de
las
paradojas
de
todo
el
pensamiento
desarrollista
de
la
segunda
mitad
del
siglo
XX:
el
problema
es
comprendido
en
términos
mundiales
(centro-‐periferia,
desequilibrio
en
los
términos
de
intercambio,
sistema
mundial),
pero
su
propuesta
de
solución
se
centra
exclusivamente
en
el
nivel
nacional.
La
industrialización
sustitutiva
de
importaciones
es
la
gran
tarea
de
cada
estado
latinoamericano
(Boisier
2005,
Larraín
1989).
Las
teorías
de
la
dependencia,
incluso
en
la
versión
más
compleja
de
Cardoso
y
Faletto,
muestran
un
movimiento
similar
al
afirmar
que
el
diagnóstico
de
dependencia
es
global,
pero
su
explicación
final
es
nacional:
“fuerzas
internas
son
las
que
redefinen
el
sentido
y
el
alcance
político-‐social
de
la
diferenciación
‘espontánea’
del
sistema
económico”
(Cardoso
y
Faletto
1990:
27).
En
este
sentido,
en
la
sociología
latinoamericana
el
marxismo
pareció
estar
siempre
en
mejores
condiciones
que
el
desarrollismo
para
superar
el
nacionalismo
metodológico.
Ruy
Mauro
Marini,
por
ejemplo,
inspirado
en
“los
gérmenes
de
un
nuevo
orden
social”
que
representaban
Chile
y
Cuba,
escribe
en
la
década
de
los
sesenta:
“La
visión
del
Che
de
una
revolución
continental,
que
exprese
en
los
hechos
el
internacionalismo
proletario,
se
está
pues
haciendo
realidad
en
América
Latina”
(Marini
1985:
204).
La
dimensión
continental
aparece
vinculada
afirmativamente,
ya
no
como
negatividad,
al
espacio
mundial
expresado
en
términos
de
internacionalismo
proletario.
Las
reflexiones
identitarias
del
siglo
XX,
en
buena
medida
producto
de
la
afirmación
tanto
estructural
como
normativa
del
estado-‐nación,
fueron
abandonando
la
semántica
de
la
unidad
racial
o
lingüística
y
la
desplazaron
al
de
una
unidad
ética
fundamental.
Con
ello
lograron
ir
más
allá
de
la
semántica
del
estado-‐nación,
pero
no
superaron
el
particularismo
de
la
observación
en
tanto
se
concentraron
ahora
en
encontrar
lo
propio
y
definitorio
de
“lo
latinoamericano”.
La
literatura
fue
la
que
más
contribuyó
a
ello,
desde
las
formulaciones
del
“alma
latinoamericana”
en
el
Ariel
de
Rodó,
hasta
la
unidad
de
lo
real-‐maravilloso
en
Carpentier
y
García
Márquez
(Matzat
1996).
En
las
ciencias
sociales,
una
expresión
especialmente
nítida
en
este
campo
la
entrega
Claudio
Véliz,
quien
en
principio
pareciera
querer
acercar
a
América
Latina
a
criterios
universalistas
con
su
metáfora
del
“nuevo
mundo
del
zorro
gótico”.
No
obstante,
a
poco
andar
emerge
el
verdadero
objetivo:
el
reemplazo
del
particularismo
ético
barroco
de
América
Latina
(y
94
denominador
del
que
nadie
puede
ser
despojado
si
ha
de
ser
considerado
como
un
ser
humano.
Así,
ninguna
característica
particular
(étnica,
nacional,
religiosa,
política
o
de
otra
clase)
ha
de
impedir
el
trato
digno
y
justo
al
forastero.
El
principio
de
hospitalidad
usa
aquello
que
nos
diferencia
del
forastero
como
fundamento
para
tener
que
tratarlo
como
uno
de
los
“nuestros”.
El
derecho
cosmopolita
se
funda
tanto
en
el
reconocimiento
de
la
diferencia
entre
el
forastero
y
el
local,
como
en
la
filiación
común
de
todos
los
individuos
como
miembros
de
la
misma
especie
humana.
En
el
contexto
contemporáneo,
el
horizonte
normativo
de
la
idea
kantiana
de
cosmopolitismo
retiene
tanto
su
encanto
como
su
relevancia.
El
horizonte
del
sentido
de
pertenencia
de
los
individuos
parece
ampliarse
crecientemente,
por
lo
que
la
noción
de
cosmopolitismo
toma
fuerza
ya
no
sólo
en
el
plano
de
las
ideas
sino
que
también
en
el
de
los
hechos.
Sin
embargo,
en
lo
que
respecta
a
su
estrategia
de
fundamentación,
la
cuestión
ha
dado
un
giro
importante.
Hacia
finales
del
siglo
XVIII
Kant
todavía
podía
confiar
en
que
la
Providencia
habría
necesariamente
de
guiar
la
“insociable
socializad”
de
los
seres
humanos
hacia
un
estado
de
paz
perpetua
cosmopolita.
Kant
puede
echar
mano
al
derecho
natural
y
así
justificar
que
el
horizonte
cosmopolita
es
tanto
deseable
como
posible
puesto
que
se
adecua
a
esa
naturaleza
humana
conocida
e
inmutable.
Las
condiciones
que
hacen
pertinente
el
cosmopolitismo
como
marco
normativo
de
la
sociedad
mundial
implican,
como
lo
señala
Habermas
(1999:
172),
intentar
mantener,
renovándolo,
el
horizonte
universalista
del
cosmopolitismo
kantiano:
“La
puesta
en
práctica
de
un
derecho
cosmopolita
expuesto
de
manera
conceptual
requiere
obviamente
algo
más
de
imaginación
institucional.
Pero,
en
cualquier
caso,
permanece
como
una
intuición
reguladora
del
universalismo
moral
que
guió
a
Kant
en
su
proyecto”.
El
corazón
del
proyecto
cosmopolita
es
el
universalismo
moral
que
se
encuentra
a
su
base:
los
individuos
han
de
ser
tratados
conforme
a
derecho
única
y
exclusivamente
en
razón
de
su
condición
de
individuos.
El
trato
discriminatorio
en
función
de
características
o
adscripciones
particulares
ha
de
ser
rechazado.
La
renovación,
sin
embargo,
viene
por
el
lado
de
la
estrategia
de
fundamentación
de
ese
universalismo
moral,
lo
que
a
su
vez
implica
asumir
que
la
transformación
de
la
estrategia
de
fundamentación
del
cosmopolitismo
modifica
también
el
contenido
del
propio
proyecto
cosmopolita.
Se
trata,
usando
libremente
la
terminología
que
sido
propuesta
por
el
propio
Habermas,
del
tránsito
desde
un
cosmopolitismo
metafísico
—que
como
en
el
caso
de
Kant
hacía
depender
la
pertinencia
y
plausibilidad
de
sus
argumentaciones
en
una
concepción
de
naturaleza
humana
conocida,
universalmente
aceptable
y
con
una
direccionalidad
histórica
que
viene
garantizada
por
la
Providencia—
a
uno
postmetafísico,
es
decir,
un
cosmopolitismo
que
sólo
puede
surgir
y
justificarse
como
resultado
de
un
procedimiento
discursivo:
“las
determinaciones
positivas
se
han
tornado
imposibles
porque
todo
producto
cognitivo
sólo
puede
ya
acreditarse
merced
a
la
racionalidad
del
camino
por
el
que
se
ha
obtenido,
merced
a
procedimientos,
y
en
última
instancia
a
los
procedimientos
que
implica
el
discurso
argumentativo”
(Habermas
1990b:
48).47
A
juicio
de
Habermas,
el
equivalente
contemporáneo
de
la
idea
kantiana
del
derecho
de
la
humanidad
son
los
derechos
humanos
puesto
que
ellos
“representan
el
único
fundamento
reconocido
para
la
legitimidad
política
de
la
comunidad
internacional”
(Habermas
2002:
154).
El
cosmopolitismo
de
los
derechos
humanos
radica
justamente
en
que
responden
a
un
“sentido
de
47 Ver la nota 39, arriba, en relación a los problemas asociados a este uso de la idea de justificaciones
postmetafísicas.
De
igual
modo,
la
reflexión
en
el
capítulo
4
sobre
las
dificultades
de
una
asociación
demasiado
estrecha
entre
un
programa
cosmopolita
y
proyectos
de
reforma
político-‐institucionales.
96
validez
que
transciende
los
ordenamientos
jurídicos
de
los
estados
nacionales”
(Habermas
1999:
175).
Esta
particularidad
les
otorga
la
apariencia
de
máximas
morales:
“estos
derechos
fundamentales
comparten
con
las
normas
morales
esa
validez
universal
referida
a
los
seres
humanos
en
cuanto
tales”
(Habermas
1999:
176),
pero
a
diferencia
de
las
máximas
morales
los
derechos
humanos
han
de
ser
considerados
también
como
derechos
positivos
pues
aspiran
a
una
validez
jurídica
que
es
también
cosmopolita
porque
aspira
a
ser
independiente
(e
incluso
llegar
a
oponerse)
a
los
ordenamientos
de
las
agencias
estatales.
Por
cierto,
Habermas
reconoce
que
no
hemos
llegado
a
un
punto
en
que
se
pueda
hablar
de
la
institucionalización
efectiva
de
una
arquitectura
institucional
internacional
con
orientación
cosmopolita,
sino
que
hemos
de
describir
nuestra
situación
como
una
época
de
transición
hacia
el
derecho
cosmopolita).
Vivimos
en
una
época
de
cosmopolitismo
—como
certeramente
lo
ha
formulado
Robert
Fine
(2006)—
en
la
medida
que
el
cosmopolitismo
aparece
de
modo
creciente
como
el
único
marco
normativo
posible
de
la
sociedad
mundial.
Nunca
antes
la
expresión
cosmopolita
“ciudadano
del
mundo”
parecía
haber
tenido
al
menos
alguna
clase
de
resonancia
institucional.
Sin
embargo,
no
es
ésta
aun
una
época
propiamente
cosmopolita
en
tanto
las
instituciones
y
prácticas
actualmente
existentes
no
responden
—y
en
muchos
casos
ni
siquiera
se
acercan—
a
esos
ideales.
La
discusión,
por
tanto,
se
lleva
a
cabo
tanto
a
nivel
normativo
como
institucional.
En
el
primer
caso,
la
pregunta
central
indaga
en
las
posibilidades
de
fundamentación,
en
un
contexto
contemporáneo,
de
aquel
principio
universalista
que
ha
de
servir
de
base
al
proyecto
cosmopolita
de
los
derechos
humanos.
En
el
segundo,
el
tema
es
de
qué
forma
han
de
reformarse
las
actuales
instituciones
internacionales
para
hacerse
potencialmente
consistentes
con
principios
cosmopolitas
(pero
sin
llegar
a
hipostasiarlas,
como
lo
vimos
en
el
capítulo
4
en
los
argumentos
de
Beck
y
Grande
sobre
una
Europa
cosmopolita).
La
sociología
latinoamericana
y
el
pensamiento
social
continental
que
logró
mantener
su
distancia
con
la
semántica
del
progreso,
estuvo
en
mucho
mejor
posición
que
aquellas
posturas
guiadas
por
la
distinción
civilización/barbarie
o
desarrollo/subdesarrollo
para
avanzar
en
la
construcción
de
las
bases
de
una
perspectiva
cosmopolita
a
nivel
continental
–y
de
paso
avanzar
en
la
superación
del
nacionalismo
metodológico.
Entre
quienes
se
acercaron
a
ello
en
el
siglo
XIX
está
Eugenio
María
de
Hostos
(1983:
59-‐60),
cuando
señala
que
“hubo
en
los
tiempos
anteriores
a
la
civilización
cosmopolita
que
conocemos
una
sociedad
establecida
en
una
península
insignificante
por
su
extensión
(…)
De
todas
las
sociedades
antiguas,
la
única
que
reconcilia
a
la
razón
humana
con
la
especie
humana
es
aquella
sociedad
helénica
que
todo,
hasta
su
propia
genialidad
intelectual,
se
lo
debió
a
su
situación
geográfica”.
Para
Hostos
la
posición
de
Cuba
y
“las
Antillas”
es
análoga
a
la
de
la
antigua
Grecia;
ello
les
define
“el
ideal
que
pueden
y
deben
realizar.
Más
grandioso,
más
estimulante,
más
benéfico
jamás
sociedad
alguna
lo
tuvo
en
el
horizonte
de
su
espíritu”
(Hostos
1983:
60).
En
el
siglo
XX,
el
historicismo
indigenista
de
Mariátegui
apunta
en
un
sentido
que
si
bien
no
es
de
alcance
universal
al
menos
permite
una
transnacionalización
de
la
observación
sin
caer
en
la
idea
de
América
como
comunidad
ética
que
caracteriza
al
obstáculo:
“Únicamente
la
lucha
de
los
indios,
proletarios
y
campesinos,
en
estrecha
alianza
con
el
proletariado
mestizo
y
blanco
contra
el
régimen
feudal
y
capitalista,
puede
permitir
el
libre
desenvolvimiento
de
las
características
raciales
indias
(y
especialmente
de
las
instituciones
de
tendencias
colectivistas)
y
podrá
crear
la
ligazón
entre
los
indios
de
diferentes
países,
por
encima
de
las
fronteras
actuales
que
dividen
antiguas
entidades
raciales”
(Mariátegui
1988:
86).
El
vínculo
que
así
se
plantea
no
es
ético
sino
histórico:
el
problema
de
la
tierra
y
el
enfrentamiento
de
condiciones
semifeudales
(Rojas
1991),
una
idea
que
Ernesto
Laclau
(1997)
llevaría
posteriormente
a
nivel
97
embargo,
lo
distintivo
de
los
clásicos
es
que,
en
lo
que
respecta
al
nivel
de
teoría
sociológica,
ese
impulso
originario
se
subordina
a
la
autonomía
de
la
construcción
conceptual
en
el
proceso
de
producción
de
teoría.
Marx
es
sin
duda
el
más
claro
ejemplo.
Como
ninguno
en
la
historia
del
pensamiento
económico
de
los
siglos
XVIII
y
XIX,
él
logra
describir
el
fundamento
último
de
la
economía
capitalista
clásica
con
la
teoría
del
valor.
A
partir
de
ello
diseña
una
construcción
política
para
la
transformación
de
ese
estado
de
cosas
que
tiene
consecuencias
determinantes
para
la
historia
del
siglo
XX.
Las
condiciones
de
complejidad
y
la
evolución
normativa
de
las
sociedades
contemporáneas
han
descartado
la
aplicabilidad
de
estos
principios
políticos
en
la
forma
prevista
por
Marx,
pero
las
descripciones
acerca
del
funcionamiento
del
capitalismo
clásico,
de
su
correspondencia
con
una
determinada
estructura
de
clases
y
de
su
relación
con
componentes
valorativos,
son
independientes
de
cualquier
predefinición
política
y
son
sin
duda
parte
del
arsenal
de
la
teoría
sociológica
como
tal
(capítulo
9).
Con
Durkheim
sucede
algo
parecido.
Su
opción
de
modelamiento
político
protocorporativista
a
través
de
las
asociaciones
profesionales,
no
parece
tener
mayor
resonancia
en
la
actualidad,
pero
el
universalismo
de
su
teoría
sociológica
de
la
diferenciación
funcional
y
sus
consecuencias
para
el
individuo
son
hoy
tal
vez
aun
más
claras
que
en
su
propia
época
(Durkheim
1973,
Poggi
2000).
Por
su
parte,
el
pronóstico
valórico-‐político
más
bien
sombrío
de
Weber,
visible
en
sus
tesis
del
desencantamiento
y
la
burocratización,
son
un
resultado
de
sus
análisis
sociológicos
acerca
de
la
universalización
de
la
racionalidad
orientada
a
fines
como
proceso
fundamental
de
la
modernidad,
análisis
que
siguen
estrictamente
la
máxima
weberiana
de
distinguir
entre
juicios
de
hecho
y
de
valor
(Weber
2001a,
Turner
1992).
Parsons
participó
muy
activamente
de
los
debates
políticos
de
su
tiempo
y
tomar
partido
decididamente
por
la
vía
política
democrática.
Tanto
en
su
oposición
al
nazismo,
en
los
debates
sobre
la
reconstrucción
democrática
de
Alemania
y
Japón
después
de
la
Segunda
Guerra,
como
en
las
discusiones
acerca
de
una
sociedad
diferenciada,
inclusiva
y
de
bienestar
en
los
años
60
y
70,
Parsons
no
mostró
la
más
mínima
ambigüedad
en
su
opción
política
(Parsons
1993a,
b,
c,
d,
Gerhardt
2002).
Su
teoría
sociológica,
sin
embargo,
no
se
vio
restringida
por
particularismo
alguno,
al
punto
de
constituirse
en
el
momento
de
mayor
abstracción
y
universalidad
al
que
pudo
llegar
la
teoría
sociológica
del
siglo
XX
y
erigirse
como
la
“segunda
mejor
teoría
después
de
la
de
Newton”,
al
decir
del
propio
Parsons
(Luhmann
2002).
Que
paradójicamente
ese
nivel
de
abstracción
le
haya
valido
ser
calificado
como
conservador
o
reaccionario
(Mills
1986,
Dahrendorf
1958),
no
tiene
que
ver
con
el
pretendido
particularismo
de
la
teoría
parsoniana,
sino
con
el
principio
particularista
que
opera
en
quien
lo
observa.
En
la
teoría
social
contemporánea,
la
reacción
a
este
problema
ha
venido
por
el
reconocimiento
explícito
de
que
la
sociedad
es
un
orden
emergente
y
para
los
efectos
de
este
obstáculo
lo
emergente
de
la
sociedad
se
expresa
en
su
resistencia
a
ajustarse
a
un
programa
de
acción
determinado.
Cuando
la
sociedad
cambia,
lo
hace
en
una
dirección
que
nunca
coincide
exactamente
con
el
plan
que
los
actores
se
habían
trazado
(Archer
2009,
Luhmann
1991,
Mascareño
2008).
El
hecho
de
que
la
sociedad
sea
un
orden
emergente
explica
las
frustraciones
que
este
tercer
obstáculo
provoca
a
los
sociólogos
tanto
como
a
los
propios
actores.
Es
la
propia
condición
de
la
sociedad
como
orden
emergente
la
que
interpela
permanentemente
a
los
actores
a
formular
sus
pretensiones
normativas.
Si
la
normatividad
es
un
dato
del
carácter
emergente
de
la
sociedad,
ésta
siempre
le
retorna
a
la
sociología
como
problema,
como
desafío,
a
pesar
de
que
(o
posiblemente
dado
que)
la
emergencia
de
la
sociedad
constantemente
la
neutraliza.
Así,
lo
único
que
la
sociología
puede
hacer
es
afirmar,
sin
claudicar,
que
el
reconocimiento
de
que
la
sociedad
cambia
no
nos
permite
controlar
la
forma,
sentido
o
consecuencias
de
ese
cambio,
pero
99
48
La
racionalidad
científica
y
las
argumentaciones
morales
se
tocan
al
nivel
postconvencional
de
la
formulación
de
procedimientos:
“las
modernas
ciencias
experimentales
y
una
moral
que
se
ha
vuelto
autónoma
sólo
se
fían
ya
de
la
racionalidad
de
su
propio
avance
y
de
su
procedimiento,
a
saber:
de
método
del
conocimiento
científico
o
del
punto
de
vista
abstracto
desde
el
que
es
posible
resolver
algo
en
moral”
(Habermas
2000:
45).
Como
lo
demuestra
la
discusión
sobre
los
planteamientos
de
Seyla
Benhabib
en
el
capítulo
anterior,
sin
embargo,
una
consecuencia
que
se
deriva
de
esto
es
la
carga
de
derecho
natural
que
los
discursos
cognitivos
y
morales
siguen
utilizando,
cuando
no
requiriendo.
La
pregunta
que
permanece
abierta
es,
entonces,
si
esta
carga
metafísica
es
condición
de
posibilidad
de
argumentaciones
normativas
incluso
cuando
éstas
se
justifican
postmetafísicamente
mediante
procedimientos.
100
a
gusto
de
los
proyectos
normativos
particularistas,
que
la
modernidad
podía
ser
“inducida”
en
América
Latina
a
imagen
y
semejanza
de
una
Europa
que
siempre
era
distinta.
Las
teorías
de
la
modernización,
en
tanto,
abandonaron
la
semántica
racial,
hereditaria
y
de
progreso,
pero
la
sustituyeron
por
la
del
desarrollo.
Como
hemos
dicho,
con
ello
lograron
situar
en
un
continuum
lo
europeo
(desarrollo)
y
lo
latinoamericano
(subdesarrollo);
dejaron
de
definir
a
América
Latina
como
ausencia
y
la
caracterizaron
como
incompletitud.
Sin
embargo,
su
empleo
de
la
teoría
sociológica
llegó
sólo
hasta
el
punto
necesario
para
sustentar
la
teorización
de
situaciones
históricas
concretas,
lo
ya
conocido
como
decisión
política:
que
el
camino
del
desarrollo
era
el
de
la
industrialización
y
la
democratización.
Es
decir,
la
pretensión
de
modelamiento
de
la
emergencia
continuó
tan
fuertemente
expresada
como
lo
había
estado
en
el
siglo
XIX.
Para
el
caso
chileno
reciente,
Tomás
Moulian
puede
ser
el
más
claro
y
coherente
representante
de
esta
posición.
En
sus
reflexiones
en
torno
a
por
qué
escribir
Chile
actual,
indica:
“se
puede
decir
que
el
acto
práctico
de
apropiación
histórica,
esto
es
de
intervención
sobre
lo
dado,
especialmente
de
historicidad
o
de
transformación,
requiere
de
una
conciencia
historiográfica
entendida
como
mito
movilizador
más
que
como
teoría”
(Moulian
1997:
380).
Moulian
no
niega
la
teorización
—incluso
la
señala
como
requisito
previo
a
la
acción—
pero
puesto
que
el
fin
es
la
apropiación
histórica
por
los
sujetos,
la
teoría
queda
relegada
a
una
posición
secundaria
en
relación
a
su
utilidad
política.
Algo
análogo
ocurre
con
Manuel
A.
Garretón,
cuya
sociología
tiene
como
propósito
contribuir
a
los
procesos
de
democratización
política,
lo
que
sólo
le
permite
un
nivel
donde
sociedad
y
estado-‐nación
quedan
igualados
en
la
idea
de
matriz
socio-política,
es
decir,
una
idea
hiper-‐politizada
de
sociedad
que
se
centra
en
la
resolución
de
problemas
entre
la
ciudadanía,
los
actores
colectivos
y
el
gobierno
(Garretón
1992,
Mascareño
2010).
La
falta
de
autonomía
de
la
sociología
latinoamericana
puede
referirse
entonces
como
una
permanente
subordinación
de
la
dimensión
descriptiva
a
la
normativa.
En
todos
los
casos,
el
proyecto
normativo
de
los
actores
controla
la
pretensión
de
conocimiento
universalista
de
la
sociología:
es
el
convencionalismo
del
proyecto
de
los
actores
el
que
define
los
objetivos,
orienta
y
legitima
la
investigación
sociológica,
y
es
esa
misma
falta
de
autonomía
cognitiva
la
que
impide
capturar
el
carácter
emergente
de
la
sociedad.
Más
que
el
pensamiento
cepalino
—que
en
sus
fundamentos
técnicos
está
más
cerca
de
la
teoría
económica
que
de
la
sociológica—
ha
sido
la
teoría
de
la
dependencia,
en
especial
Cardoso
y
Faletto,
quienes
en
el
marco
de
la
distinción
desarrollo/subdesarrollo
han
logrado
posiciones
de
mayor
nivel
de
abstracción
a
través
de
la
combinación
de
descripciones
económicas,
sociológicas
e
históricas.
Y
en
las
últimas
décadas,
observamos
indicios
en
esta
dirección
tanto
en
algunos
de
los
trabajos
del
Instituto
de
Sociología
de
la
Pontificia
Universidad
Católica
de
Chile
(Morandé
1987,
Cousiño
y
Valenzuela
1994),
como
en
el
Informe
del
PNUD
de
1998
sobre
las
paradojas
de
la
modernización
(PNUD
1998).
En
el
primer
caso,
se
constata
el
posicionamiento
del
particularismo
católico
en
el
marco
del
universalismo
sistémico.
Es
posible
preguntarse,
sin
embargo,
qué
ha
de
suceder
con
la
pretensión
universalista
del
marco
sistémico
cuando
le
llegue
el
turno
de
escudriñar
en
temas
como
el
vínculo
prerreflexivo
o
la
persona
humana.
En
el
caso
del
PNUD,
el
diagnóstico
sociológico
del
Informe
de
1998
prima
y
orienta
la
pretensión
normativa
sobre
qué
hacer
con
las
consecuencias
negativas
de
los
procesos
de
modernización.
Sin
embargo,
lo
que
siguió
a
ese
informe
es
más
bien
teoría
social
puesta
al
servicio
del
modelamiento
de
la
sociedad
chilena
ahora
en
términos
de
desarrollo
humano.
101
Posiblemente
fue
Norbert
Lechner
quien
más
claramente
ha
observado
en
América
Latina
el
carácter
emergente
y
universalista
de
la
sociedad
y
sólo
frente
a
ello
elevó
claramente
la
pregunta
normativa.
Lechner
explícitamente
acepta
la
descripción
de
la
sociedad
moderna
como
funcionalmente
diferenciada
y
acepta
así
su
carácter
emergente.
Pero
ante
ello
mantiene
la
inquietud
por
la
“unidad
social
necesaria”
que
caracteriza
la
búsqueda
normativa
desde
la
razón
práctica
y
le
atribuye
al
estado
un
rol
neutro
y
procedimental
en
esta
tarea.
En
una
formulación
que
recuerda
la
concepción
durkheimiana
de
el
estado
como
órgano
de
volición
social,
a
su
juicio
debemos
“concebir
al
Estado
como
un
proceso
de
reflexividad
social
mediante
el
cual
la
sociedad
piensa
sobre
sí
misma”
(Lechner
1991:
52).
Este
procedimentalismo
le
permitirá
tomar
en
consideración
“las
demandas
y
motivaciones,
los
sentimientos
y
afectos
de
la
gente”
y,
a
la
vez,
reconocer
que
la
“autonomía
relativa
de
los
sistemas
funcionales
es,
hoy
por
hoy,
un
‘dato
duro’
de
la
realidad
que
el
Estado
debe
respetar
so
peligro
de
un
colapso
de
la
vida
social”
(Lechner
1991:
52).
Es
decir,
normatividad
procedimentalizada
y
emergencia
de
la
sociedad
simultáneamente.
Si
como
obstáculo
constatamos
la
subordinación
de
la
descripción
sociológica
a
la
pretensión
de
modelación
de
la
sociedad,
como
propuesta
aspiramos
al
reconocimiento
del
carácter
emergente
de
la
sociedad
y
con
ello
a
una
creciente
autonomización
de
la
sociología
como
espacio
de
producción
de
conocimiento
disciplinariamente
relevante
en
el
marco
de
la
sociedad
mundial.
De
ello
no
se
deriva
la
clausura
de
la
sociología
a
las
demandas
de
su
entorno,
pero
sí
la
subordinación
de
esas
demandas
a
los
criterios
que
son
propios
de
la
disciplina
–criterios
que
por
lo
demás
son
ya
globales.
No
se
rechaza
la
utilización
del
conocimiento
sociológico
en
otras
esferas,
pero
sí
se
ha
de
cautelar
la
forma
en
que
eso
se
hace;
no
se
les
niega
a
los
sociólogos
su
rol
en
el
debate
público,
pero
sí
se
los
llama
a
integrase
a
tal
discusión
haciéndose
cargo
de
que
sus
propias
pretensiones
normativas
no
vienen
garantizadas
en
razón
de
su
condición
de
sociólogos
sino
que
han,
como
toda
pretensión
normativa,
de
ser
sometidas
al
escrutinio
público
en
tanto
actores
que
participan
del
debate
público.
Tampoco
en
esto
nuestra
situación
es
tan
distinta
a
aquella
que
ya
Weber
diagnosticara
a
principios
del
siglo
pasado:
quien
intenta
ser
fiel
a
dos
dioses
simultáneamente
—la
ciencia
y
la
política—
termina
traicionándolos
a
ambos
(Weber
1993).
La
principal
demanda
ética
que
pesa
hoy
sobre
la
sociología
no
es
más,
ni
menos,
que
hacer
buena
sociología.
Conclusiones
Este
capítulo
ha
presentado
los
obstáculos
de
la
sociología
latinoamericana
y
desplegado
programáticamente
opciones
para
su
posible
superación.
Hemos
visto
como
cada
uno
de
ellos
opera
a
un
nivel
distinto
y
hemos
insinuado
también
como,
al
combinarse,
se
refuerzan
mutuamente.
El
desafío
parece
radicar,
sin
embargo,
en
transitar
desde
el
círculo
vicioso
que
se
produce
cuando
los
obstáculos
se
entrelazan
al
circulo
virtuoso
que
se
inaugura
cuando
se
combinan
sus
posibilidades
de
superación.
Observado
desde
el
despliegue
del
primer
obstáculo,
la
comprensión
de
la
trayectoria
latinoamericana
de
la
modernidad
como
diferenciación
funcional
ordenada
concéntricamente
abre
los
particularismo
normativos
—nacionalistas
o
identitarios—
al
horizonte
cosmopolita
de
la
sociedad
mundial
y
permite
que
el
conocimiento
sociológico
sobre
América
Latina
reconozca
también
el
carácter
emergente
de
lo
social.
Si,
por
su
parte,
el
punto
de
partida
es
el
segundo
obstáculo,
las
condiciones
de
posibilidad
de
una
crítica
normativa
a
partir
de
los
principios
universalistas
del
cosmopolitismo
llevan
a
entender
lo
específico
de
la
trayectoria
latinoamericana
de
la
modernidad
como
parte
de
la
sociedad
mundial,
con
lo
que
el
universalismo
normativo
queda
crecientemente
anclado
y
reforzado
por
la
102
neutralidad
procedimental.
Finalmente,
cuando
el
tercer
obstáculo
se
despliega
en
una
sociología
que
entiende
la
normatividad
como
resultado
de
las
propiedades
emergentes
de
lo
social,
es
el
propio
procedimentalismo
que
desde
allí
se
deriva
el
que
ha
de
permitir
su
acople
con
el
sistema
científico
de
la
sociedad
mundial.
La
sociedad
es
condición
de
posibilidad
del
conocimiento
sociológico;
la
sociedad
hace
posible
que
lo
universal
emerja
como
marco
de
sentido
y
no
como
negación
de
lo
particular
y
lo
particular
se
despliegue
como
momento
y
no
como
subordinación
de
lo
universal.
En
ese
sentido,
no
hay
nada
realmente
nuevo
en
preguntarse
sociológicamente
por
el
alcance
global
de
la
modernidad
o
por
el
fundamento
normativo
de
lo
social.
Sin
embargo,
hacia
inicios
del
siglo
XXI
se
constata
que
la
diferenciación
funcional
y
los
principios
cosmopolitas
de
la
sociedad
mundial
se
imponen
crecientemente
ya
no
sólo
como
ideas
sino
que
también
como
hechos
sociales
efectivos
—y
esta
es
una
condición
que
sí
puede
evaluarse
como
novedosa.
Ello
posiblemente
explica
el
hecho
de
que,
tanto
en
su
operación
como
obstáculos
o
desplegados
como
posibilidad,
el
rápido
balance
que
hemos
realizado
de
la
sociología
latinoamericana
contiene,
en
sus
distintos
momentos
y
en
los
distintos
niveles,
tanto
luces
como
sombras.
En
cada
sección
hemos
esbozado
que
la
superación
de
los
obstáculos
no
pasa
ni
por
adoptar
ingenuamente
alguna
(o
varias)
versiones
del
canon,
ni
por
una
tozuda
afirmación
de
lo
latinoamericano,
su
identidad
propia
y
su
trayectoria
particular.
Apostamos
por
aquella
sociología
que
encuentra
su
posición
entre
lo
universal
y
lo
particular
y
batalla
para
hacer
sentido
de
uno
a
partir
el
otro.
Las
ideas
centrales
de
este
artículo,
sociedad
mundial,
diferenciación
funcional
y
cosmopolitismo,
vienen
dadas
por
las
propias
condiciones
estructurales
y
normativas
del
contexto
contemporáneo:
sólo
el
universalismo
estructural
y
normativo
al
que
apuntan
está
en
condiciones
de
hacerse
cargo
de
la
exigencias
para
que
la
reflexión
sociológica
sobre
la
vida
en
sociedad
pueda
llevar
con
orgullo
el
apelativo
de
ser
conocimiento
realmente
sociológico.
103
49 Una adición obvia a esta lista es la disciplina de las relaciones internacionales y esa revisión se lleva
cabo
en
el
capítulo
7.
Además
de
las
áreas
del
conocimiento
que
comento
aquí,
el
debate
sobre
el
nacionalismo
metodológico
ha
demostrado
ser
iluminador
en
geografía
(Agnew
2007,
Antonsich
2008),
educación
comparada
(Robertson
y
Dale
2008),
los
“estudios
de
memoria”
(Levy
y
Szanider
2002),
de
medios
(Mihelj
2008),
estudios
sobre
desarrollo
(Gore
1996)
y
biopolítica
(Rose
2007).
Más
allá
de
las
ciencias
sociales,
el
debate
se
ha
mostrado
relevante
también
en
la
filosofía
política
contemporánea
en
términos
de
teoría
democrática
(Benhabib
2002,
2004b,
capítulo
4).
104
efectivamente
un
aspecto
fundamental,
cuando
no
el
aspecto
central,
de
la
historia
de
las
ciencias
sociales.
El
nacionalismo
metodológico
en
las
ciencias
sociales:
el
paradójico
estado
del
debate
actual
El
nacionalismo
metodológico
puede
entenderse
como
resultado
de
la
formación
histórica
tanto
de
la
modernidad
como
de
las
ciencias
sociales,
en
la
medida
que
ambas
tuvieron
lugar
en
el
contexto
de
la
conformación
del
sistema
europeo
estados-‐nación
(Calhoun
1999,
Smelser
1997,
Wagner
1994).
En
su
forma
más
simple,
entonces,
el
nacionalismo
metodológico
aparece
cuando
el
estado-nación
se
trata
como
la
representación
natural
y
necesaria
de
la
sociedad
moderna.
Una
definición
más
acabada
adoptaría
la
siguiente
forma:
la
igualación
entre
la
idea
de
sociedad
como
referente
conceptual
clave
de
la
sociología
y
los
procesos
históricos
de
formación
del
estado-nación
moderno.
Reducida
entonces
a
la
imagen
del
estado-‐nación,
la
idea
de
sociedad
se
convierte
en
el
presupuesto
omnipresente
desde
el
cual
explicar
todas
las
tendencias
sociales
modernas;
el
estado-‐nación
y
la
sociedad
moderna
se
vuelven
indistinguibles,
tanto
en
términos
conceptuales
como
históricos
(capítulo
1).
El
nacionalismo
metodológico,
la
existencia
de
presupuestos
nacionalistas
implícitos
en
nuestra
forma
de
referirnos
al
mundo
moderno,
es
un
problema
real
que
se
encuentra
tanto
al
interior
de
las
ciencias
sociales
como
en
su
exterior.
De
hecho,
un
aspecto
llamativo
de
la
literatura
que
ha
intentado
explícitamente
interpretar
el
surgimiento
y
los
aspectos
principales
del
estado-‐nación
en
la
modernidad
es
que
nadie
se
posiciona
a
sí
mismo
como
en
favor
del
nacionalismo
metodológico.
La
polémica
no
está
dividida
entre
quienes
creen
que
el
nacionalismo
metodológico
abre
nuevos
caminos
para
nuestro
conocimiento
del
estado-‐nación
y
aquellos
que
argumentarían
que
más
bien
obstaculiza
nuestra
capacidad
para
dar
cuenta
de
él.
Incluso
si
uno
considera
el
hecho
de
que
no
hay
consenso
en
lo
relativo
a
sus
causas,
consecuencias
y
posibles
soluciones,
sí
hay
acuerdo
en
que
el
nacionalismo
metodológico
ha
de
ser
rechazado
–y
por
supuesto
que
debe
serlo.
En
algún
sentido,
este
rechazo
generalizado
no
es
del
todo
sorprendente
puesto
que
el
nacionalismo
metodológico
es
visto
como
una
forma
de
pensamiento
reificado
y
de
reduccionismo
metodológico,
pero
aun
así
no
deja
de
llamar
la
atención
que
nadie
esté
preparado
a
rechazar
la
tesis
de
que
el
nacionalismo
metodológico
es,
de
hecho,
una
forma
reduccionista
de
pensar.
Pero
la
constitución
paradójica
del
actual
debate
contiene
aun
otra
dimensión:
la
etiqueta
“nacionalismo
metodológico”
se
usa,
entre
quienes
participamos
de
la
discusión,
como
un
epíteto.
Estamos
en
presencia
de
un
tipo
de
enfoque
que
es
unánimemente
rechazado
pero
que
está,
al
menos
al
nivel
de
las
apariencias,
igualmente
expandido
en
una
serie
de
campos
distintos
en
las
ciencias
sociales
contemporáneas.
El
nacionalismo
metodológico
es
generalmente
asumido
como
un
pecado,
pero
todos
nos
hemos
vuelto
pecadores
incluso
sin
quererlo
en
el
instante
mismo
en
que
intentamos
captar
los
aspectos
fundamentales
del
estado-‐nación
y
la
naturaleza
problemática
de
su
posición
en
la
modernidad.50
La
paradoja
del
debate
actual
sobre
el
50
No
hay
hipérbole
aquí.
He
criticado
a
Ulrich
Beck
por
reintroducir
una
forma
de
nacionalismo
metodológico
en
su
conceptualización
del
estado-‐nación
incluso
a
pesar
de
sus
mejores
intenciones
(Chernilo
2010:
24-‐29),
y
él
se
defiende
señalando
que
el
problema
es
mi
nacionalismo
metodológico
porque,
en
realidad,
su
idea
de
nacionalismo
metodológico
ha
siempre
metafórica
(Beck
2008:
228).
No
es
de
extrañar
que
frente
a
tal
circulo
vicioso
tal
discusión
haya
finalizado
ahí
(y
este
es
justamente
el
tipo
de
problemas
que
me
propongo
reabrir).
105
nacionalismo
metodológico
consiste
entonces
en
que
nadie
admite
estar
a
favor
del
nacionalismo
metodológico
y,
sin
embargo,
su
presencia
se
asume
como
omnipresente
en
el
escenario
contemporáneo
de
las
ciencias
sociales.
Los
distintos
trabajos
que
ahora
voy
a
revisar
fueron
escogidos
porque,
desde
sus
distintas
disciplinas,
todos
han
hecho
una
importante
contribución
a
nuestra
comprensión
de
qué
es
un
estado-‐nación
y
cómo
hemos
de
entender
su
relación
con
la
formación
y
el
desarrollo
de
la
modernidad.
Tengo
sincera
admiración
para
con
ellos
y
su
interés
explícito
por
evitar
los
tipos
de
reificación
y
naturalización
que
están
en
el
espíritu
de
la
crítica
del
nacionalismo
metodológico.
No
obstante,
mi
postura
es
que
todavía
persisten
dificultades
serias
y
que
éstas
son
igualmente
instructivas.
Si
la
siguiente
presentación
de
diferentes
perspectivas
disciplinarias
parece
a
ratos
innecesariamente
descriptiva,
ello
me
parece
en
alguna
medida
ineludible
puesto
que
se
intenta
demostrar:
(a)
que
el
debate
ha
efectivamente
comenzado
a
moverse
en
círculos
y
(b)
que
el
nacionalismo
metodológico
presenta
problemas
reales
para
cualquier
enfoque
interesado
en
estudiar
el
estado-‐nación.
Mi
propia
contribución
para
intentar
reordenar
el
debate
se
presenta,
hacia
el
final
de
esta
sección,
con
la
distinción
entre
una
versión
histórica
y
una
versión
teórica
del
argumento
del
nacionalismo
metodológico.
Puedo
empezar
por
uno
de
los
primeros
intentos
por
conceptualizar
el
estado-‐nación
que
intenta
hacerlo
sin
naturalizar
su
surgimiento
y
aspectos
clave.
Anthony
Giddens
fue
probablemente
uno
de
los
precursores
en
las
ciencias
sociales
contemporáneas
en
enfrentar
directamente
los
asuntos
de
fondo
asociados
al
nacionalismo
metodológico:
qué
es
un
estado-‐nación
y
cuál
es
su
rol
al
momento
de
conceptualizar
el
surgimiento
y
características
principales
de
la
modernidad.
Ya
en
1973
Giddens
afirmaba
que
“la
unidad
fundamental
del
análisis
sociológico,
la
‘sociedad’
de
los
sociólogos
–por
lo
menos
con
respecto
al
mundo
industrializado–
ha
sido
siempre,
y
debe
continuar
siendo,
el
estado-‐nación
administrativamente
cohesionado”
(Giddens
1973:
265).
Pocos
años
más
tarde
proponía
que
el
estado-‐nación
y
el
capitalismo
modernos
son
co-‐originales
y
han
co-‐evolucionado:
“los
estados
capitalistas
emergieron
como
estados
nacionales:
la
asociación
entre
capitalismo
y
estado-‐nación
no
fue
el
‘accidente
de
la
historia’
que
ha
parecido
ser”.
Añade
entonces
que,
a
pesar
sus
orígenes
europeos,
“el
sistema
del
estado-‐nación
se
ha
convertido
en
uno
de
carácter
mundial
(…)
la
emergencia
del
estado-‐nacional
estuvo
íntegramente
ligada
con
la
expansión
del
capitalismo”
(Giddens
1981:
12).
Para
Giddens,
la
clave
está
en
la
capacidad
del
estado-‐nación
para
conjugar
aquellos
recursos
que
lo
convierten
efectivamente
en
un
“
‘contenedor
de
poder’
que
da
forma
al
desarrollo
de
las
sociedades
capitalistas”.
La
conclusión
central
de
su
estudio
sobre
la
posición
del
estado-‐nación
en
la
modernidad
es,
sin
embargo,
bastante
cercana
al
nacionalismo
metodológico:
“las
‘sociedades’
modernas
son
estados-‐nación
que
existen
en
un
sistema
de
estados-‐nación
(…)
las
‘sociedades’
han
sido
frecuentemente
entendidas
por
los
sociólogos,
implícitamente
o
no,
como
un
sistema
claramente
delimitado
con
un
conjunto
de
características
obvio
y
fácilmente
identificable”
(Giddens
1985:
1,
17).
La
caracterización
de
la
modernidad
que
Giddens
realiza
es
consistente
con
la
idea
de
estado-‐nación
que
acaba
de
ofrecer:
el
éxito
del
estado-‐nación
en
tanto
formación
sociopolítica
moderna
remite
justamente
a
que
devino
en
el
centro
organizativo
de
la
modernidad
misma.
Pero
al
mismo
tiempo
en
que
llega
a
estos
resultados,
Giddens
parece
evitar
caer
en
el
nacionalismo
metodológico
en
la
medida
en
que
el
éxito
del
estado-‐nación,
en
tanto
formación
sociopolítica
moderna,
se
basa
en
lo
que
él
llama
las
cuatro
dimensiones
estructurales
clave
de
la
modernidad:
burocratización,
industrialización,
capitalismo
y
militarización/vigilancia
(Giddens
1985).
Es
más,
ya
en
sus
escritos
tempranos
Giddens
había
morigerado
su
compromiso
con
la
evidente
centralidad
del
estado-‐nación
en
la
modernidad
al
106
argumentar
que
la
idea
de
sociedad,
entendida
como
sociedad
nacional,
“nunca
ha
sido
el
elemento
aislado,
el
sistema
‘internamente
en
despliegue’,
que
comúnmente
ha
sido
supuesto
en
la
teoría
social”
(Giddens
1973:
265).
El
punto
que
me
interesa
destacar
es
que
el
argumento
histórico
de
que
el
estado-‐nación
se
vuelve
central
en
la
modernidad,
independientemente
de
si
es
o
no
correcto,
es
autónomo
de
la
proposición
explicativa
de
que
la
modernidad
misma
puede
ser
adecuadamente
definida
como
la
sumatoria
de
distintas
trayectorias
nacionales
que
se
despliegan
desde
su
interior
y
hacia
afuera.
La
relación
causal
que
Giddens
establece
en
su
explicación
es
que
la
expansión
universal
del
sistema
de
estado-‐nación
es
el
resultado
antes
que
la
causa
del
desarrollo
de
la
modernidad.
Si
ahora
dirigimos
nuestra
atención
hacia
los
estudios
sobre
nacionalismo,
una
alternativa
relativamente
obvia
a
explorar
la
representa
el
trabajo
de
Anthony
D.
Smith,
cuyo
interés
en
las
naciones
y
el
nacionalismo
deriva
de
su
propia
reconstrucción
previa
de
las
concepciones
de
desarrollo
y
evolución
en
la
historia
de
la
sociología
(Smith
1973).
Smith
diagnostica
ahí
serias
dificultades
en
tales
concepciones
–también,
como
en
Giddens,
en
razón
de
su
sesgo
endogenista
e
internalista–
y
a
partir
de
ese
análisis
llega
a
la
conclusión
de
que
el
modernismo
ingenuo
de
la
sociología
simplemente
le
ha
negado
centralidad
al
nacionalismo
y
a
las
identidades
nacionales
para
comprender
la
vida
social
moderna.
Su
afirmación
más
fuerte
es
que
el
surgimiento
de
los
estados-‐nación
modernos
debe
ser
rastreado
en
la
historia
profunda
de
los
orígenes
étnicos
premodernos
de
los
pueblos
que
se
van
a
estudiar
(Smith
1991).
Asimismo,
en
términos
del
desarrollo
disciplinar
de
la
sociología,
su
tesis
central
es
que
la
sociología
clásica
fue
simplemente
incapaz
de
captar
los
problemas
de
la
nacionalidad
y
la
formación
del
estado-‐nación
(Smith
1983).
Más
recientemente,
y
sin
hacer
mayor
caso
a
los
argumentos
sobre
la
globalización
y
su
impacto
en
el
estado-‐nación,
Smith
ha
postulado
que
“la
inédita
insistencia
occidental
en
el
multiculturalismo
y
la
nación
poliétnica”
no
ha
socavado
para
nada
la
importancia
del
estado-‐
nación
en
la
escena
internacional
en
tanto
no
se
han
“disuelto
la
centralidad
de
las
etnias
dominantes
o
principales,
cuya
cultura,
mitos,
costumbres
y
memorias
continúan
definiendo
al
estado
nacional”
(Smith
2006:
179).
Cuando
se
discute
el
enfoque
de
Smith,
la
crítica
tradicional
en
su
contra
es
que
no
puede
hablarse
de
naciones
como
tales
con
anterioridad
al
surgimiento
de
los
movimientos
políticos
de
masas
de
mediados
del
siglo
XIX.
Pero
el
foco
de
la
crítica
no
es
sólo
rechazar
la
proposición
de
que
las
naciones
–en
su
forma
étnica
primordial–
son
premodernas.
Su
objetivo
remite,
de
manera
aun
más
fundamental,
a
la
consecuencia
ontológica
del
enfoque
etno-‐simbolista
de
Smith:
las
naciones
no
son
las
portadoras
definitivas
de
las
identidades
humanas
que,
por
lo
tanto,
han
de
ser
rastreadas
interminablemente
a
lo
largo
de
la
historia
y
en
cada
rincón
del
globo.
De
ahí
que,
por
ejemplo,
desde
la
vereda
modernista
de
la
discusión
sobre
las
naciones
Walker
Connor
rechaza
el
reduccionismo
asociado
a
concepciones
trans-‐históricas
de
la
identidad
humana.
Si
bien
las
naciones
no
se
asimilan
ya
con
la
long
durée,
sí
se
han
convertido
en
una
forma
incontrarrestable
de
identidad
social
en
la
modernidad:
la
historia
de
las
naciones
se
ha
vuelto,
en
la
práctica,
equivalente
con
la
historia
de
la
modernidad
misma.
Tan
pronto
como
los
dos
conceptos
modernos
de
nación
–ciudadanía
política
e
identidad
étnica–
se
fusionan,
puede
entonces
afirmarse
que
“a
contar
de
las
guerras
napoleónicas,
la
historia
política
del
mundo
ha
sido
un
extenso
relato
de
la
tensión
entre
las
dos
identidades,
cada
una
con
su
exigencia
a
partir
de
su
propia,
exclusiva
e
irrefutable
exigencia
de
legitimidad
política”
(Connor
2004:
38).
Los
enfoques
modernista
de
Connor
y
etno-‐simbolista
de
Smith
argumentan
en
direcciones
opuestas
cuando
se
trata
de
datar
la
emergencia
de
la
nación,
pero
con
respecto
a
la
tesis
crucial
de
comprender
la
centralidad
de
las
naciones
y
del
estado-‐nación
en
la
modernidad,
sus
puntos
de
vista
no
son
tan
distantes.
Nuevamente
en
este
caso,
vemos
que
no
hay
una
107
particulares
en
sí
mismas”
(Billig
1995:
28).
Más
aun,
Billig
es
claramente
consciente
de
las
complicaciones
en
juego
cuando
argumenta
que
“las
fuerzas
históricas
pueden
haberse
combinado
para
producir
el
estado-‐nación
como
la
forma
lógica
de
gobernabilidad
moderna.
Sin
embargo,
una
testaruda
anarquía
parece
haber
acompañado
la
forma
en
que
el
principio
lógico
se
ha
establecido
en
la
práctica”
(Billig
1995:
24).
En
último
término,
Billig
está
interesado
en
denunciar
la
falacia
que
percibe
en
buena
parte
de
las
ciencias
sociales
del
siglo
veinte
entre
“nuestro
patriotismo”
y
“su
nacionalismo”
(Billig
1995:
55),
separación
que
es
ella
misma
fruto
de
los
prejuicios
ideológicos
a
partir
de
los
que
estas
disciplinas
habrían
sido
establecidas
y
que
en
buena
medida
ha
tendido
a
reforzar
la
naturalización
del
estado-‐nación.
Pero
la
teorización
de
Billig
tampoco
está
exenta
de
las
dificultades
del
nacionalismo
metodológico
y
ello
aparece
tan
pronto
como
él
se
hace
eco
del
reclamo
de
que
el
nacionalismo
metodológico
no
es
nunca
más
evidente
que
en
el
uso
que
la
sociología
hace
de
la
idea
de
sociedad:
“la
‘sociedad’
que
se
encuentra
en
la
definición
misma
de
la
sociología
está
creada
a
partir
de
la
imagen
del
estado-‐
nación
(…)
el
énfasis
en
la
‘sociedad’
y
el
modelamiento
implícito
de
la
‘sociedad’
a
partir
de
la
nación,
han
reificado
así
como
ocultado
lo
nacional”
(Billig
1995:
53-‐54).
Me
parece
a
mí
que
los
argumentos
de
Billig
funcionan
mejor
en
tanto
se
apegan
a
los
resultados
de
sus
propios
estudios
empíricos,
por
ejemplo,
en
su
análisis
de
la
utilización
profundamente
acrítica
del
“nosotros
nacional”
en
la
prensa
amarilla
inglesa.
No
obstante,
Billig
termina
reproduciendo
al
menos
en
parte
el
objeto
de
su
crítica,
en
tanto
basa
su
estudio
precisamente
en
la
clase
de
dicotomías
que
pretende
superar.
Lo
que
tenemos
ahora
es
“su
actitud
crítica
y
reflexiva”
hacia
el
nacionalismo
banal
y
la
naturalización
que
los
“otros”
–esto
es,
las
ciencias
sociales
convencionales–
hacen
del
estado-‐nación.
Como
dijimos,
esta
revisión
simplemente
ha
intentado
darle
contenido
a
la
tesis
de
la
constitución
paradójica
del
actual
debate
sobre
el
nacionalismo
metodológico
–nadie
está
a
favor
de
él
y
sin
embargo
se
lo
encuentra
presente
por
todas
partes.
El
estado-‐nación
se
ha
mostrado
elusivo
para
las
ciencias
sociales
en
su
conjunto
por
lo
que
las
dificultades
que
emergen
cuando
se
lo
estudia
deben
ser
sopesadas
y
discutidas
con
seriedad.
Sería
injusto
imputarle
el
cargo
de
nacionalismo
metodológico
a
cualquiera
de
los
trabajos
que
acabamos
de
revisar,
tanto
en
términos
de
sus
intenciones
explícitas
como
desde
el
punto
de
vista
de
sus
contribuciones
más
de
fondo,
puesto
que
en
todos
los
casos
nos
encontramos
con
investigaciones
que
justamente
nos
ayudan
a
desnaturalizarlo
y
a
reflexionar
más
críticamente
sobre
él.
Sin
embargo,
hemos
visto
también
cómo
en
todos
los
casos
subsisten
tensiones
no
resueltas
y,
al
parecer
al
menos,
algunas
de
las
complicaciones
tienen
que
ver
con
la
necesidad
de
especificar
aún
más
los
diferentes
proyectos
y
dimensiones
que
están
en
juego
en
el
debate.
De
hecho,
Peter
Beilharz
(2008)
ha
preguntado,
con
razón
a
mi
entender,
si
el
debate
se
centra
efectivamente
en
aspectos
“metodológicos”
o
si
en
realidad
el
asunto
que
realmente
nos
convoca
no
es
más
bien
un
problema
de
nacionalismo
“teórico”
cuando
no
directamente
de
nacionalismo
“ontológico”.
Empezar
a
llamar
las
cosas
por
su
nombre
es
por
lo
general
un
buen
consejo,
pero
por
el
momento
prefiero
apegarme
a
un
término
que
nos
ha
servido
razonablemente
bien
–por
lo
menos
porque
trajo
al
primer
plano
una
serie
de
cuestiones
que
habían
permanecido
tras
bambalinas
por
mucho
tiempo:
el
uso
de
sentido
común
de
la
idea
de
sociedad
en
la
sociología
y
la
pregunta
por
el
rol
del
estado-‐nación
en
la
modernidad.
Aun
así,
debemos
reconocer
que
no
hay
en
juego
cuestiones
puramente
metodológicas.
De
hecho,
es
justamente
la
dimensión
estrictamente
metodológica
la
que
me
parece
más
fuerte
entre
las
propuestas
de
Ulrich
Beck.
Mientras
se
sigan
recolectando
estadísticas
a
nivel
nacional
de
manera
acrítica,
y
éstas
se
sigan
organizando
para
realizar
comparaciones
inter-‐nacionales,
seguiremos
siendo
incapaces
de
llevar
a
cabo
investigaciones
que
vayan
más
allá
de
la
caja
negra
nacional
(Beck
y
Sznaider
2006).
Una
109
serie
de
aspectos
de
la
vida
social
moderna
–tendencias
antiguas,
así
como
también
otras
más
recientes–
no
quedan
registradas,
o
se
mantienen
subrepresentadas,
a
partir
de
las
estadísticas
nacionales.
Desde
las
experiencias
centenarias
de
clanes
familiares
transnacionales
cuyas
historias
y
vidas
presentes
están
divididas
en
distintas
nacionalidades
y
estados
a
la
vertiginosa
transformación
de
clubes
de
fútbol
en
que
el
barrio,
la
ciudad,
la
región
y
distintos
países
quedan
implicados
en
el
destino
de
un
mismo
equipo;
desde
las
duraderas
redes
cosmopolitas
de
protección
que
intelectuales
y
revolucionarios
se
han
proveído
a
sí
mismos
en
tiempos
de
crisis
hasta
las
estrategias
de
constitución
de
instituciones
científicas
de
elite
que
deben
más
a
los
criterios
locales
y
globales
que
a
sus
propios
gobiernos
nacionales.
Necesitamos
empezar
a
recoger
y
ordenar
nuestra
información
empírica
de
forma
tal
que
haga
posible
estudiar
procesos
que
han
sido
tradicionalmente
ignorados
en
tanto
las
categorías
nacionales
se
aceptan
acríticamente
en
el
proceso
de
recolección
de
datos.
Sin
embargo,
acabamos
de
ver
que
las
cuestiones
de
metodología
de
la
investigación
no
son
las
dimensiones
más
importantes
sobre
las
que
se
centra
el
debate.
De
lo
que
se
trata
realmente
es
de
entender
el
surgimiento,
los
aspectos
principales
y
el
legado
normativo
del
estado-‐nación
en
la
modernidad.
Quisiera,
por
lo
tanto,
proponer
una
distinción
entre
una
forma
teórica
y
una
histórica
de
entender
el
problema
del
nacionalismo
metodológico
que,
espero,
pueda
ayudarnos
a
hacer
avanzar
la
discusión.
La
versión
teórica
del
nacionalismo
metodológico
surge
cuando
se
asume
que
la
estructura
conceptual
profunda
de
las
ciencias
sociales
permite
sólo
pensar
desde
dentro
del
contenedor
nacional:
las
tendencias
y
aspectos
estructurales
más
importantes
de
la
modernidad
son
vistos
como
la
sumatoria
de
distintas
trayectorias
nacionales.
Las
ciencias
sociales
habrían
adoptado
al
estado-‐nación
como
su
punto
ciego
fundamental
con
lo
que
cualquier
conceptualización
de
la
modernidad
se
hace
tan
dependiente
del
estado-‐nación
que
ya
no
puede
ostentar
valor
efectivamente
explicativo
por
sí
mismo.
Si
tratamos
ahora
de
resumir
las
distintas
posiciones
que
parecen
ajustarse
a
esta
versión
teórica
del
nacionalismo
metodológico,
surgen
los
siguientes
cinco
argumentos:
1. Argumento
explicativo:
El
surgimiento
y
aspectos
centrales
del
estado-‐nación
se
utilizan
para
explicar
el
surgimiento
y
aspectos
centrales
de
la
propia
modernidad.
La
modernidad
deviene
en
la
sumatoria
de
trayectorias
nacionales.
2. Argumento
de
la
centralidad:
La
cultura
moderna
es
nacional
y
la
modernidad
de
describe
en
términos
nacionales.
3. Argumento
del
contenedor:
El
estado-‐nación
ha
triunfado
en
dar
forma
y
sentido
a
todos
los
aspectos
de
la
vida
social
moderna.
4. Argumento
internalista:
El
estado-‐nación
es
una
entidad
autónoma
que
se
desarrolla
endógenamente
y
es
autosuficiente.
5. Argumento
del
sistema
internacional:
El
mundo
está
naturalmente
dividido
en
un
número
indefinido
de
unidades
nacionales
formalmente
análogas
(y
el
sistema
internacional
actual
está
compuesto
por
alrededor
de
200
de
aquellas
unidades
equivalentes).
Por
su
parte,
la
versión
histórica
del
nacionalismo
metodológico
sugiere
que,
dado
que
el
período
fundacional
de
la
moderna
teoría
social
coincide
con
el
del
surgimiento
del
estado-‐nación,
nuestras
disciplinas
han
tendido
a
definir,
explícita
o
implícitamente,
todos
sus
conceptos
principales,
como
sociedad,
cultura
o
estado,
a
partir
de
una
noción
ideal
de
estado-‐nación.
La
centralidad
del
nacionalismo
metodológico
en
las
ciencias
sociales
se
sustenta
en
que
la
tendencia
histórica
más
importante
de
la
modernidad
son
los
procesos
de
unificación
del
estado-‐
nación
en
razón
de
criterios
territoriales,
culturales
y
normativos.
Nuevamente
en
este
caso,
110
podemos
encontrar
una
serie
de
argumentos
que
representan
variantes
de
la
forma
histórica
de
nacionalismo
metodológico:
6. Argumento
de
la
omnipresencia:
El
estado-‐nación
es
el
punto
ciego
principal
del
canon
de
las
ciencias
sociales.
7. Argumento
de
la
ignorancia:
La
gran
teoría
ha
menospreciado
dramáticamente
la
importancia
del
estado-‐nación
en
el
desarrollo
de
la
modernidad.
8. Argumento
de
la
reificación:
Cualquier
tentativa
de
estudiar
el
estado-‐nación
con
herramientas
científico-‐sociales
convencionales
está
destinada
a
naturalizar
sus
aspectos
más
importantes.
9. Argumento
del
eurocentrismo:
El
nacionalismo
metodológico
es
otra
expresión
del
eurocentrismo
de
las
ciencias
sociales.
10. Argumento
del
declive:
La
crisis
actual
de
las
ciencias
sociales
se
explica
por
la
pérdida
de
importancia
del
estado-‐nación
después
de
consolidadas
las
tendencias
globalizadoras
de
la
modernidad
actual.
Los
argumentos
del
1
al
5
enfatizan
el
problema
teórico
de
interpretar
la
modernidad
como
la
sumatoria
de
trayectorias
nacionales,
mientras
que
los
argumentos
del
6
al
10
resaltan
la
coyuntura
histórica
que
vincula
el
auge
de
las
ciencias
sociales
con
el
de
la
modernidad
y
del
estado-‐nación
(y
así
también
su
pérdida
de
relevancia
conjunta).
Ambos
grupos
de
argumentos
pueden
complementarse
mutuamente,
pero
no
se
requieren
automáticamente
ni
se
presuponen
necesariamente.
Creo
que
esta
distinción
puede
ayudarnos
a
enfrentar
fructíferamente
algunas
de
las
dificultades
que
hemos
encontrado
en
las
páginas
precedentes
y
por
ello,
en
lo
que
sigue,
me
propongo
explicar
en
detalle
las
dos
clases
de
nacionalismo
metodológico.
Teoría:
¿Puede
el
estado-‐nación
explicar
el
surgimiento
de
la
modernidad?
Los
argumentos
del
2
al
5
tienen
en
común
en
hecho
de
entender
el
estado-‐nación
como
el
núcleo
de
articulación
clave
de
la
modernidad,
como
el
espacio
alrededor
del
cual
se
organiza
el
proyecto
moderno
de
manera
cuasi-‐natural
–eso
es
lo
que
Stephen
Toulmin
(1990)
denomina
el
“andamio”
de
la
modernidad.
En
relación
con
los
argumentos
que
revisamos
en
la
sección
anterior,
entonces,
Wimmer
cae
en
el
argumento
2,
mientras
que
Giddens
y
Billig
parecen
más
cercanos
a
los
argumentos
3
y
5.
No
obstante,
todos
ellos
rechazan
el
nacionalismo
metodológico
como
clave
explicativa
en
la
medida
en
que
sus
argumentos
se
mueven
desde
los
aspectos
centrales
de
la
modernidad
hacia
los
procesos
de
formación
del
estado-‐nación.
Aun
cuando
el
estado-‐nación
es
observado
en
estos
trabajos
como
el
contendor
principal
de
las
relaciones
sociales
modernas,
su
aparición
y
características
fundamentales
son
entendidas,
por
así
decirlo,
desde
afuera
hacia
el
interior
del
estado-‐nación.
Así,
aunque
hay
una
clara
tendencia
a
la
naturalización
del
estado-‐nación
en
esas
formulaciones,
la
forma
realmente
problemática
de
reificación
del
estado-‐nación
es
la
que
se
expresa
en
el
argumento
1.
Esta
forma
fuerte
de
nacionalismo
metodológico
explicativo
aparece
cuando
el
surgimiento
y
los
aspectos
centrales
del
estado-nación
se
utilizan
para
explicar
el
surgimiento
y
aspectos
centrales
de
la
propia
modernidad.
En
otras
palabras,
la
tesis
fuerte
de
este
tipo
de
nacionalismo
metodológico
es
que
el
estado-‐
nación
puede
por
sí
mismo
ser
utilizado
para
sistematizar
las
características
distintivas
de
la
modernidad
en
general.
Esta
proposición
me
parece
particularmente
problemática
porque,
más
que
concebir
al
estado-‐nación
como
el
formidable
resultado
institucional
de
las
tendencias
constitutivas
de
la
modernidad
(como
lo
es
realmente),
toma
al
estado-‐nación,
por
el
contrario,
como
la
causa
fundamental
que
explica
el
surgimiento
de
la
modernidad.
El
estado-‐nación
se
111
convierte
en
la
variable
independiente
más
importante
con
cuya
ayuda
cualquier
aspecto
de
la
modernidad
puede
ser
definido
y
explicado.
Cuando
la
nación
deviene
en
un
actor
al
que
se
le
otorga
estatus
ontológico,
ya
sea
a
lo
largo
de
la
historia
de
la
humanidad
(Smith)
o
sólo
en
la
modernidad
(Connor),
lo
que
resulta
es
precisamente
el
argumento
1
de
un
nacionalismo
metodológico
explicativo.51
Más
aún,
puesto
que
la
reflexión
sobre
el
nacionalismo
metodológico
surge
para
contrarrestar
ciertas
tendencias
que
prevalecían
en
la
sociología
de
los
años
setenta,
su
preocupación
ha
sido
siempre
el
rol
del
estado-‐nación
a
la
hora
de
explicar
las
tendencias
clave
en
el
desarrollo
de
la
modernidad.
El
punto
que
hace
la
diferencia
es
si
estamos
dispuestos
a
entregarle
valor
causal
al
estado-‐nación
en
lo
que
respecta
a
la
explicación
de
la
modernidad
misma:
desde
los
Sonderwegs,
que
dan
cuenta
de
las
peculiaridades
de
costumbres
y
gustos
nacionales
hasta
la
forma
en
que
el
currículum
nacional
y
la
salud
pública
son
organizados;
desde
fenotipos
milenarios
hasta
las
distintas
legislaciones
que
regulan
el
acceso
de
niños
y
mascotas
a
los
restaurantes.
Las
formas
de
pensamiento
nacionalista,
y
el
nacionalismo
metodológico
es
sin
duda
una
de
ellas,
dan
por
sentada
la
división
del
mundo
en
naciones
y,
por
ende,
explican
la
increíble
expansión
del
estado-‐
nación
a
lo
largo
y
ancho
del
mundo
como
la
expansión
de
un
número
indefinido
de
espíritus
nacionales.
Las
estrategias
nacionalistas
caen
en
la
falacia
lógica
de
presuponer
la
existencia
de
lo
que
en
la
práctica
deberían
estar
explicando:
el
éxito
del
estado-‐nación
como
forma
de
organización
sociopolítica
en
los
dos
últimos
siglos.
La
superación
de
este
tipo
de
nacionalismo
metodológico
requiere
entonces
de
una
conceptualización
sólida
de
la
modernidad
como
logro
evolutivo
de
la
especie
humana
en
su
conjunto.
Sólo
desde
ahí
podemos
comenzar
a
describir
y
explicar
sus
diferencias
internas
en
relación
a
diversos
criterios
–regionales,
religiosos,
socioeconómicos
y,
por
supuesto,
nacionales.
Más
que
la
inconmensurabilidad
entre
visiones
de
mundo
esencialmente
distintas,
el
desafío
consiste
en
reevaluar
las
aspiraciones
auténticamente
universalistas
de
la
modernidad
a
partir
de
su
definitiva
expansión
global
y
poner
ambas
en
relación
con
la
matriz
eurocéntrica
original
de
la
propia
modernidad:
la
tarea
es
aprehender
aquellas
tendencias
generales
y
acontecimientos
que
definen
la
condición
actual
de
la
modernidad
sin
por
ello,
en
el
mismo
movimiento,
seguir
propiciando
generalizaciones
apresuradas
y
mal
justificadas
que
parten
desde
occidente
y
desde
allí
se
expanden
hacia
el
resto
del
mundo.
Si
atraer
interés
multidisciplinario
puede
considerarse
como
indicador
al
menos
de
potencial
explicativo,
creo
que
el
énfasis
de
la
sociología
histórica
sobre
las
múltiples
trayectorias
de
la
modernidad
es
un
camino
que
vale
la
pena
explorar
(Arnason
2002,
Einsenstadt
2000,
Larraín
2000,
Moore
2002,
Mouzelis
1999,
Therborn
1995,
Wittrock
2000).
Asimismo,
la
noción
de
sociedad
mundial
se
ha
prestado
para
analizar
la
extensión
global
de
la
modernidad
en
relación
con
sus
variaciones
regionales
no
sólo
en
sociología
(Luhmann
2007,
Stichweh
2000,
Mascareño
2010,
capítulo
5)
sino
también
en
51 Una versión extrema de este argumento, posiblemente la más cercana a una posición explícitamente
favorable
al
nacionalismo
metodológico
(aunque
sin
utilizar
el
término
o,
por
supuesto,
aceptar
que
se
trata
de
una
forma
deificada
de
teorización)
la
entrega
Liah
Greenfeld.
En
su
opinión,
el
nacionalismo
no
es
sólo
“el
elemento
constitutivo
de
la
modernidad
(sino
también…)
de
la
cultura
moderna.
Es
el
formato
simbólico
de
la
realidad
moderna,
la
forma
en
que
vemos,
y
por
tanto
construimos,
el
mundo
a
nuestro
alrededor,
el
estado
de
conciencia
específicamente
moderno”
(Greenfeld
2006:
159
y
161).
El
problema
con
los
estudios
sobre
el
nacionalismo
parece
ser,
simplemente,
que
su
preocupación
por
los
árboles
le
impiden
ver
el
bosque:
el
problema
de
conceptualizar
el
estado-‐nación
ha
demostrado
ser
tan
complejo
que
simplemente
se
pierde
de
vista
la
tesis
básica
de
que
el
estado-‐nación
es
un
resultado
antes
que
una
causa
de
la
modernidad.
112
relaciones
internacionales
(Albert
y
Hilkermeier
2004,
Buzan
2004,
capítulo
7).
Con
respecto
a
la
crítica
del
nacionalismo
metodológico,
sin
embargo,
ambas
tradiciones
todavía
tienen
que
demostrar
que
son
capaces
de
explicar
el
surgimiento
y
los
aspectos
capitales
del
estado-‐nación
sin
reificarlo,
por
un
lado,
o
simplemente
pasarlo
por
alto,
por
el
otro,
El
problema
con
el
enfoque
de
las
modernidades
múltiples
es
que
parece
exigir
una
noción
demasiado
sustantiva
de
las
distintas
culturas
o
naciones
porque
sólo
así
puede
llegar
a
comprender
realmente
qué
hace
a
las
modernidades
múltiples
expresiones
diferentes
de
una
modernidad
única:
un
enfoque
más
abarcador,
fuertemente
universalista,
en
relación
a
las
conexiones
entre
sus
distintos
derroteros
sigue
siendo
necesario.
Por
contrapartida,
la
teoría
de
la
sociedad
mundial,
que
hasta
el
momento
ha
sido
exitosa
en
dotar
de
fundamentos
conceptuales
más
sólidos
a
los
siempre
mal
definidos
procesos
de
globalización,
ha
sin
embargo
prestado
insuficiente
atención
a
los
logros
reales
del
estado-‐nación
como
uno
de
los
ordenamientos
sociopolíticos
cruciales
de
la
modernidad.
¿Pueden
las
naciones
concebirse
como
la
forma
natural
y
necesaria
de
comunidad
humana
a
través
de
la
historia?
¿Es
el
estado-‐nación
una
formación
natural
y
necesaria
de
configuración
sociopolítica
únicamente
en
la
modernidad?
Ya
hemos
señalado
que
en
la
medida
en
que
ambas
preguntas
presuponen
igualmente
la
centralidad
incontrarrestable
de
las
naciones
para
distintos
períodos
de
la
historia
humana
ambas
formulaciones
no
parecen
estar
tan
alejadas.
El
carácter
presuposicional
de
esta
discusión
ontológica
sobre
el
estatus
de
las
naciones
como
actores
colectivos
encuentra
expresión
en
la
pregunta
normativa
de
si
el
estado-‐nación
era,
es,
y
seguirá
siendo,
la
fuente
última
de
legitimación
política
moderna.
Mi
argumento
a
este
respecto
es
que
la
idea
moderna
de
nación
no
ha
sido
nunca
el
locus
indiscutido
de
la
legitimación
política
en
la
modernidad.
Por
el
contrario,
la
nación
emergió
junto
con
otras
dos
formas,
igualmente
importantes.
Una
son
las
clases
sociales
modernas
(Mann
1993,
Hobsbawm
1994,
Chernilo
2010:
37-‐62),
la
otra
es
la
concepción
universalista
de
humanidad
en
que
se
basa
el
cosmopolitismo
(Durkheim
1966,
Fine
2007,
Habermas
2002).
Nación,
clase
y
cosmopolitismo
no
emergieron
primariamente
en
competencia
las
unas
de
las
otras
sino
como
formas
complementarias
de
legitimación
sociopolítica.
Más
aun,
la
idea
del
estado-‐nación
moderno
pudo
desplegarse
plenamente
únicamente
gracias
al
apoyo
que
recibió
tanto
de
transformaciones
socioeconómicas
en
términos
de
clase
como
de
la
vocación
normativa
del
cosmopolitismo
en
tanto
principio
de
autodeterminación
universalista.
Si
nación,
clase
y
cosmopolitismo
se
requirieron
mutuamente,
entonces
la
nación
no
ha
sido
nunca
capaz
de
monopolizar
las
lealtades
políticas
modernas.
Los
tres
han
coevolucionado
en
la
modernidad,
y
los
momentos
en
que
efectivamente
se
comenzaron
a
tornar
incompatibles
deben
ser
explicados
en
detalle
en
vez
de
ser
considerados
como
asuntos
evidentes.
Podemos
tomar
un
ejemplo
de
la
primera
guerra
mundial,
cuando
incluso
autores
tan
chauvinistas
como
Friedrich
Meinecke
eran
capaces
de
reconocer
que
el
cosmopolitismo
y
el
estado-‐nación
moderno
son
co-‐constitutivos.
La
tesis
de
Meinecke
es
que
la
relación
entre
ambos
habría
de
colapsar
en
algún
momento
futuro,
pero
no
tenía
ningún
problema
en
sostener
que
el
vínculo
originario
entre
ambos
había
sido
necesario:
“el
concepto
de
nación
y
el
de
su
autonomía
estuvo
emparentado
y
entrelazado
con
ideas
que
amenazaban
con
asfixiarlo.
El
pensamiento
cosmopolita
universal
era
una
parte
tan
constitutiva
de
esta
generación
que
reapareció
incluso
cuando
una
predilección
romántica
por
lo
nacional
parecía
haberse
sobrepuesto
al
iluminismo
cosmopolita”
(Meinecke
1970:
69).
Lo
que
así
se
intenta
capturar
es
un
movimiento
que
va
desde
una
concepción
indiferenciada
de
humanidad,
basada
en
la
tradición
religiosa
del
derecho
natural,
pasando
por
un
proceso
de
diferenciación
cultural
basado
en
criterios
nacionales,
para
llegar
a
la
fusión
de
naciones
y
estados
como
en
el
caso
del
Reich
alemán
en
1870
(Meinecke
113
1970:
48).52
Pero
incluso
la
constitución
tardía
de
este
“estado-‐nación”
alemán
le
debía
mucho
a
la
pretensión
universalista
original
que
vincula
nación
y
humanidad
y
que
está
a
la
base
de
la
revolución
francesa:
“el
sentimiento
nacional
alemán
auténtico
y
más
alto
incluye
el
ideal
cosmopolita
de
una
humanidad
más
allá
de
la
nacionalidad
(…)
es
‘anti-‐alemán
ser
puramente
alemán’
”
(Meinecke
1970:
21).
Con
formulaciones
como
esta
Meinecke
puede
estar
cayendo
en
los
argumentos
del
2
al
5
del
nacionalismo
metodológico,
y
sus
posiciones
políticas
pueden
también
ser
criticadas
severamente,
pero
su
análisis
del
supuesto
éxito
del
estado-‐nación
a
la
hora
de
darle
forma
a
la
vida
sociopolítica
moderna
no
se
basa
en
explicar
la
modernidad
a
partir
del
estado-‐nación.
Los
principios
universales
del
cosmopolitismo
siguen
siendo,
por
el
contrario,
un
punto
determinante
en
su
explicación.
En
contra
del
nacionalismo
metodológico,
entonces,
Meinecke
rechaza
el
punto
de
vista
de
que
el
grado
de
desarrollo
de
las
naciones
es
el
vehículo
a
través
del
cual
se
establecen
definitivamente
los
otros
aspectos
de
la
vida
social
moderna.53
La
concepción
moderna
de
la
nación
y
del
sistema
de
estados-‐nación
exige
este
tipo
de
fundamento
cosmopolita.
Una
versión
menos
politizada
y
más
analítica
de
este
argumento
la
presenta
Norbert
Elias
cuando
incluye
explícitamente
a
las
clases
sociales
en
la
relación
entre
la
nación
y
el
cosmopolitismo,
para
desde
allí
empezar
a
explicar
el
origen
histórico
de
la
modernidad:
El
sentimiento
prerrevolucionario
del
“nosotros”
en
las
clases
altas
europeas,
que
sobrepasó
las
fronteras
estatales,
fue
probablemente
más
intenso
que
cualquier
sentimiento
de
“nosotros”
–que
cualquier
sentimiento
de
identidad–
que
los
hombres
de
esas
clases
altas
tenían
por
las
clases
inferiores
de
su
propio
país.
Su
apego
a
su
propio
estado
no
tenía
aún
el
carácter
de
un
apego
hacia
la
nación.
Salvo
contadas
excepciones,
los
sentimientos
nacionales
eran
extraños
a
los
nobles
europeos
con
anterioridad
a
la
Revolución
Francesa
y
en
algunos
países
durante
un
largo
período
con
posterioridad
a
ella
(…)
Fue
sólo
en
las
sociedades
de
clases,
no
en
las
sociedades
interestatales,
que
los
sentimientos
de
identidad
de
las
élites
dominantes,
y
con
el
tiempo
también
en
estratos
más
amplios,
adquirieron
el
sello
específico
del
sentimiento
nacional
(Elias
1996:
143-‐
144)
Elias
intenta
explicar
la
transición
desde
lo
que
podríamos
llamar
una
estructura
cosmopolita
“tradicional”
o
premoderna
a
una
nacional
moderna
a
partir
de
la
expansión
de
las
clases
sociales
capitalistas.
Lo
que
está
en
juego
es
lo
que
él
llama
la
“dualidad”
de
códigos
normativos
del
estado-‐nación:
Un
código
moral
descendió
de
los
sectores
emergentes
del
tiers
état,
de
carácter
igualitario,
y
cuyo
valor
más
alto
es
“el
hombre”
–el
individuo
humano
como
tal–
y
un
código
nacionalista
que
viene
desde
el
código
maquiavélico
de
los
príncipes
y
las
aristocracias
gobernantes,
de
carácter
no-‐igualitario,
y
cuyo
más
alto
valor
es
la
colectividad
–el
estado,
el
país,
la
nación
a
la
cual
pertenece
el
individuo
(Elias
1996:
154-‐
155)
52 Ver Langeweische (2000: 122) para una opinión totalmente contraria en el sentido de que el Reich
alemán
ha
de
ser
entendido,
y
así
lo
fue
incluso
en
su
propio
tiempo,
como
la
negación
práctica
de
la
idea
de
un
estado-‐nación
alemán
puesto
que
los
límites
administrativos
del
estado
no
coincidían
con
las
fronteras
étnicas
o
culturales
de
la
nación.
53
Es
interesante
que
poco
después
Ernst
Troeltsch
(1958
[1922])
llevó
a
cabo
una
revisión
de
las
Normativamente,
por
lo
tanto,
la
nación
es
valorada
en
la
medida
en
que
puede
ser
el
espacio
para
la
realización
efectiva
de
las
tendencias
inclusivas
y
las
esperanzas
democráticas
de
la
modernidad.
La
nación
era
bien
mirada
dado
que
parecía
ser
un
vehículo
adecuado
para
esta
clase
de
proyecto
universalista
en
términos
del
propio
grupo
étnico,
los
“compañeros”
y
el
conjunto
de
los
seres
humanos.
La
democracia
política
y
social
no
era
preferida
porque
fuera
primeramente
nacional;
por
el
contrario,
la
importancia
de
la
nación
dependía
de
su
compromiso
inclusivo
y
democrático,
es
decir,
universalista.
Por
supuesto,
estas
expectativas
no
se
reconcilian
fácilmente
con
el
lado
más
perverso
de
la
nación
que
ha
quedado
en
evidencia
durante
el
siglo
XX
(Arendt
1958,
Bauman
1991,
Mann
2005,
Wimmer
2002).
Sin
embargo,
el
abandono
de
los
principios
universalistas
normativos
en
nombre
de
políticas
étnicamente
orientadas
justamente
incrementa
el
riesgo
de
regresiones
particularistas
y
autoritarias.
La
evaluación
de
en
qué
medida
la
Liga
de
Naciones,
primero,
y
las
Naciones
Unidas,
después,
han
estado
a
la
altura
de
los
estándares
y
promesas
a
partir
de
las
cuales
fueron
instituidas
originariamente
es
ciertamente
debatible
(Suganami
1989).
Por
un
lado,
puede
afirmarse
que
los
estados
aprendieron
con
rapidez
a
defenderse
militarmente
en
la
medida
en
que
buenos
argumentos
jurídicos
no
ganan
las
guerras
en
el
campo
de
batalla.
Asimismo,
las
naciones
aprendieron
igualmente
rápido
que
interpretaciones
altamente
“creativas”
de
sus
antecedentes
históricos
para
reforzar
imágenes
y
mitos
nacionales
es
muy
útil
para
reforzar
la
unidad
interna,
exigir
y
reclamar
territorios,
así
como
para
apelar
a
toda
clase
de
chivos
expiatorios.
Aquí,
la
auto-‐presentación
del
estado-‐nación
como
homogéneo
e
íntegramente
soberano
tiende
a
derivar
en
reducciones
nacionalistas
como
el
nacionalismo
metodológico.
Por
el
otro
lado,
quisiera
sostener
que
la
arquitectura
interestatal
del
siglo
XX,
deficiente
como
es,
sigue
siendo
inconcebible
sin
una
interpretación
universalista
del
derecho
a
la
autodeterminación
que,
en
tanto
principio,
concede
a
todos
los
pueblos
sin
excepción
la
posibilidad
de
convertirse
en
estados-‐nación
en
pleno
derecho.
Hay
un
fundamento
cosmopolita
a
la
base
del
sistema
de
estados
nacionales
sin
el
cual
ningún
estado-‐nación
puede
reclamar
su
derecho
a
la
autodeterminación
en
el
sentido
fuerte
del
término.
Éste
es
justamente
el
tipo
de
orientación
que
sostiene
los
intentos
recientes
de
reconceptualización
de
la
teoría
democrática
a
la
luz
de
criterios
globales
(Brunkhorst
2005,
Habermas
2002,
Benhabib
2004a,
Bohman
2007).
En
este
plano,
entonces,
la
clave
para
superar
el
nacionalismo
metodológico
se
encuentra
en
explicar
el
estado-‐nación
como
una
forma
moderna
de
organización
socio-‐política
en
vez
de
concebir
la
modernidad
como
el
resultado
de
un
conjunto
de
desarrollos
nacionales
distintos
y
endógenos.
La
concepción
universalista
de
la
modernidad
que
es
necesaria
para
trascender
el
nacionalismo
metodológico
debe
buscar
apoyo
teórico
en
nociones
como
las
de
“trayectorias
múltiples
de
la
modernidad”
y
“sociedad
mundial”.
Pero
en
lo
que
respecta
a
entender
el
surgimiento
y
los
aspectos
centrales
del
propio
estado-‐nación,
el
análisis
combinado
de
clase,
nación
y
cosmopolitismo
todavía
puede
demostrar
ser
de
la
más
alta
importancia.
Historia:
La
omnipresencia
del
nacionalismo
metodológico
La
dimensión
central
de
esta
segunda
versión
del
nacionalismo
metodológico
remite
a
su
supuesta
omnipresencia
a
lo
largo
de
la
historia
de
las
ciencias
sociales
(argumento
6)
–y
esto
es
algo
en
lo
que
coinciden
la
mayoría
de
los
autores
que
revisamos
en
la
primera
parte
del
capítulo.
Pero
si
miramos
las
cosas
más
de
cerca,
es
curioso
notar
que
en
realidad
se
plantean
dos
críticas
distintas
contra
la
así
llamada
“gran
teoría”.
Mientras
Wimmer
y
Schiller
critican
a
la
teoría
social
115
clásica
por
haber
ignorado
el
estado-‐nación
(argumento
7)
para
Smith,
Giddens
y
Billig
el
problema
es
más
bien
la
reificación
o
naturalización
del
estado-‐nación
en
la
teoría
social
clásica
(argumento
8).
En
otras
palabras,
la
tradición
de
la
moderna
teoría
social
estaría
en
deuda
por
haber
dicho
demasiado
y
al
mismo
tiempo
demasiado
poco
sobre
el
estado-‐nación;
por
operar
con
presupuestos
nacionalistas
demasiado
pesados
así
como
por
haber
pasado
por
alto
esos
mismos
elementos
nacionalistas
implícitos.
En
todos
los
casos,
los
argumentos
9
(sobre
el
eurocentrismo)
y
10
(sobre
la
crisis
de
las
ciencias
sociales
a
partir
del
declive
reciente
del
estado-‐nación)
se
mantienen
como
trasfondo
implícito.
Pero
en
los
últimos
años
ha
comenzado
a
emerger
una
perspectiva
diferente;
a
saber,
la
tesis
de
que
una
lectura
conjunta
de
las
figuras
más
renombradas
de
la
teoría
social
sí
es
capaz
de
ofrecer
una
conceptualización
del
estado-‐nación
que
puede
contribuir
a
detener
y
trascender
el
nacionalismo
metodológico
(capítulo
7).
A
pesar
de
todas
sus
imprecisiones
y
limitaciones,
se
afirma
que
el
núcleo
de
la
moderna
teoría
social
apunta
a
la
crítica
de
visiones
de
mundo
particularistas
tales
como
el
eurocentrismo,
y
de
paradigmas
analíticos
estrechos
tales
como
el
nacionalismo
metodológico.
El
asunto
más
importante
es
que
debemos
dejar
de
imponer
retroactivamente
un
sentido
de
necesidad
del
estado-‐nación
que
los
autores
del
pasado
simplemente
no
tenían:
una
revisión
del
período
fundacional
de
las
ciencias
sociales
es
precondición
para
superar
el
nacionalismo
metodológico
puesto
que
sólo
así
nuestras
comparaciones
históricas
sobre
las
situaciones
pasadas
y
presentes
tendrán
real
asidero.
No
estoy
sugiriendo
aquí
la
mejor
estrategia
para
investigar
el
presente
sea
leer
libros
del
pasado.
Tampoco
es
mi
argumento
que
nos
concentremos
en
un
único
autor
particular,
quienquiera
que
sea,
en
la
esperanza
que
ahí
encontraremos
todas
las
herramientas
que
necesitamos
para
comprender
el
estado-‐nación
(capítulo
9).
Mi
invitación
es
a
poner
entre
paréntesis
lo
que
creemos
que
sabemos
sobre
el
período
fundacional
de
las
ciencias
sociales
para
que
nuevas
perspectivas
y
propuestas
puedan
emerger.
Tanto
las
dificultades
como
las
soluciones
que
vamos
a
encontrar
habrán
de
resultar
instructivas
para
dar
cuenta
de
las
complejidades
en
la
posición
y
características
centrales
del
estado-‐nación
en
la
modernidad.
El
tipo
de
enfoque
en
que
estoy
interesado
es
hábilmente
capturado
por
Norbet
Elias
(1996:
123):
“La
tendencia
creciente
a
conceptualizar
procesos
como
si
fueran
objetos
inmodificables
representa
un
patrón
de
desarrollo
conceptual
muy
extendido
que
avanza
en
la
dirección
contraria
al
de
la
sociedad
en
general,
cuyo
despliegue
y
dinámica
se
han
acelerado
notablemente
entre
los
siglos
XVIII
y
XX”.
En
otras
palabras,
las
referencias
a
la
idea
de
nación
han
sido
parte
del
léxico
filosófico
y
teológico
del
pensamiento
occidental
moderno
por
mucho
tiempo,
pero
la
utilización
de
la
palabra
no
dice
nada
sobre
cómo
su
significado
ha
ido
cambiando
en
el
tiempo.
Cierta
unidad
puede
por
supuesto
encontrarse,
posiblemente
en
lo
que
se
refiere
a
un
grupo
que
comparte
uno
o
más
aspectos
por
lo
que
su
descripción
como
grupo
es
efectivamente
plausible.
Pero
esta
identificación
o
reconocimiento
no
refiere
para
nada
a
una
supuesta
inmutabilidad
transhistórica,
homogeneidad
cultural,
necesidad
evolutiva
ni
tampoco
la
“obligatoriedad”
de
su
unificación
política
en
un
estado
propio.
No
debemos
pasar
por
alto
las
diferencias
entre
una
imagen
irreflexiva
–en
realidad
insostenible–
del
estado-‐nación
en
el
pasado
y
la
sólida
y
estable
autopresentación
de
los
propios
estados-‐nación
que
es
un
fenómeno
de
la
segunda
mitad
del
siglo
veinte.
Por
ejemplo,
ya
a
inicios
del
siglo
XVIII
Giambattista
Vico
hablaba
en
La
nueva
ciencia
“del
principio
de
una
teología
civil”
que
era
“capaz
de
describir
la
“historia
ideal
eterna”
recorrida
en
el
tiempo
por
la
historia
de
cada
nación”
(Löwith
1964:
124).
En
la
obra
de
Vico,
la
nación
no
116
refiere
“al
estado-‐nación
moderno
como
tal”
ni
mucho
menos
a
sus
“instituciones
políticas”
(Fisch
1970:
xxiii).
Más
bien,
su
interés
es
en
un
mundo
“constituido
por
todas
las
naciones
gentiles
tomadas
en
su
conjunto
(…)
‘la
gran
ciudad
de
las
naciones,
fundada
y
gobernada
por
dios’
”
(Fisch
1970:
xxv).
La
nación
es
para
Vico
una
forma
de
referirse
a
aquellas
poblaciones
humanas
cuyas
diferencias
históricas
fueron
resultado
de
los
planes
de
dios
y
en
ese
respecto
su
concepción
de
la
nación
aun
es
claramente
parte
de
la
tradición
del
derecho
natural:
“el
principio
de
la
naturaleza
común
de
las
naciones
revela
los
principios
del
nuevo
sistema
del
derecho
natural
de
gentes”
(Fisch
1970:
xxxi).
Este
enfoque
sobre
la
nación
es
ya
diferente
a
las
referencias
más
seculares
de
Voltaire
–apenas
una
generación
más
tarde–
en
donde
la
nación
es
una
forma
empírica
de
registrar
las
civilizaciones
culturalmente
diferentes
sobre
la
base
de
un
enfoque
basado
en
el
progreso
humano
universal
(Löwith
1964:
105).
Y,
de
nuevo,
este
enfoque
es
diametralmente
distinto
al
uso
que
Kant
(1999)
da
al
término
en
sus
escritos
cosmopolitas
en
la
dirección
de
la
creación
de
una
Federación
Voluntaria
de
Naciones
–la
asociación
de
comunidades
políticas
organizadas
como
repúblicas
que
entrarían
por
propia
voluntad
en
relaciones
de
cooperación
pacífica
entre
ellas
con
el
objetivo
de
establecer
las
condiciones
que
hagan
posible
una
paz
perpetua.
Estas
concepciones
tempranas
de
la
nación
no
pueden
ni
deben
ser
acríticamente
relacionadas
con
las
nociones
románticas
y
aquellas
posteriores
a
la
Segunda
Guerra
Mundial
que
enfatizaban
su
rol
político,
su
integridad
étnica,
su
homogeneidad
cultural
y
su
inagotable
misión
histórica
(Kohn
1961).
Aun
cuando
imprecisas
y
discutibles
desde
nuestro
punto
de
vista
contemporáneo,
las
referencias
a
la
nación
y
al
estado-‐nación
durante
el
período
fundacional
de
la
modernidad
no
apuntan
en
la
dirección
del
nacionalismo
metodológico
que
sí
comienza
a
aparecer
durante
hacia
finales
del
siglo
XIX
–y
con
mayor
fuerza
después
de
la
segunda
guerra
mundial.
Puesto
que
creo
que
revisar
la
historia
de
las
ciencias
sociales
en
lo
que
respecta
a
los
usos
de
la
idea
de
nación
puede
producir
resultados
tan
fructíferos
como
insospechados,
quisiera
concluir
esta
sección
con
dos
ejemplos
adicionales
que
apuntan
en
esa
dirección.
La
crítica
al
imperialismo
y
al
colonialismo,
ahora
lo
sabemos,
fue
un
tema
clave
para
pensadores
ilustrados
tan
importantes
como
Rousseau,
Kant
y
Herder
(Muthu
2003).
Este
argumento
viene
a
equilibrar
las
reconstrucciones
estándares
de
estos
autores
y
demuestra
que
sus
críticas
al
imperialismo
fueron
una
tendencia
tan
constitutiva
de
la
Ilustración
como
cualquiera
de
las
otras
que
se
enfatizan
más
comúnmente
(desde
el
racionalismo
hasta
el
eurocentrismo
pasando
por
el
universalismo
y
el
machismo).
El
argumento
de
Muthu
(2003:
9)
es
que
mientras
más
se
enfatizó
la
particularidad
y
la
diversidad,
más
inclusivas
se
volvían
estas
teorías:
“en
tanto
la
particularidad
y
la
inconmensurabilidad
parcial
de
las
vidas
humanas
se
ubicó
en
el
centro
de
un
conjunto
de
escritos
políticos
de
finales
del
siglo
XVIII,
el
universalismo
moral
que
había
ocupado
una
posición
formal,
pero
finalmente
vacía
en
las
teorías
políticas
más
tempranas,
devino
más
genuinamente
universal”.
La
reducción
nacionalista
que
nos
convoca
en
tanto
antecedente
del
nacionalismo
metodológico
tuvo
entonces
lugar
después
de
la
Ilustración
y
ello
constituye
un
antecedente
muy
importante
para
explicar
la
invisibilidad
relativa
del
nacionalismo
metodológico
en
las
ciencias
sociales
del
siglo
XX:
“en
general,
los
sentimientos
antiimperialistas
quedaron
en
el
camino
a
medida
en
que
el
siglo
XVIII
llegó
a
su
fin
(…)
A
mediados
del
siglo
XIX
el
pensamiento
antiimperialista
estaba
virtualmente
ausente
de
los
debates
intelectuales
de
Europa
occidental”
(Muthu
2003:
5).
De
manera
análoga,
Robert
Fine
ha
propuesto
una
reevaluación
de
las
relaciones
entre
Kant
y
Hegel
que
rompe
con
la
imagen
heredada
según
la
cual
el
primero
es
el
representante
ingenuo
del
cosmopolitismo,
mientras
que
el
segundo
representaría
el
momento
inaugural
e
irremontable
de
un
nacionalismo
chauvinista
que
busca
establecer
un
estado
fuerte
a
cualquier
precio.
Tal
argumento
habría
malinterpretado
la
forma
en
que
“Hegel
critica
la
117
asociación
de
Kant
entre
nacionalismo
con
inmadurez
y
pasión
ciega
para
así
explorar
los
fundamentos
racionales
del
patriotismo”
(Fine
2003:
616).
En
vez
de
rechazar
el
cosmopolitismo
de
Kant
como
un
todo,
Hegel
habría
estado
de
hecho
preocupado
por
la
transformación
del
cosmopolitismo
en
un
mero
ideal
abstracto
y
carente
de
todo
contenido
sociohistórico
y
legal
en
la
práctica.
Hegel
“vuelve
real
el
cosmopolitismo
y
le
abre
un
espacio
para
la
acción
sobre
la
base
de
una
comprensión
más
compleja
de
la
realidad
social”
(Fine
2003:
610).
El
mismo
Hegel
que
supuestamente
reificaba
el
estado
y
le
atribuía
cualidades
cuasi
divinas,
puede
entonces
entenderse
como
un
filósofo
interesado
en
igual
medida
por
los
derechos
universales
y
por
la
autodeterminación
nacional.
En
la
medida
en
que
se
alejan
de
las
lecturas
convencionales
de
la
historia
de
las
ciencias
sociales,
estas
interpretaciones
sin
duda
están
tratando
de
redimir
a
sus
propios
héroes
de
lo
que
consideran
ha
sido
un
tratamiento
injusto
de
su
obra.
Pero
a
pesar
de
que
no
puedo
seguir
aquí
las
implicaciones
últimas
de
sus
reflexiones,
sí
me
interesa
sacar
una
consecuencia
metodológica
de
estos
enfoques:
la
importancia
de
reexaminar
trabajos
y
explicaciones
anteriores
que
supuestamente
ya
conocemos
demasiado
bien.
En
otras
palabras,
la
naturalidad
del
estado-nación
que
ahora
se
le
atribuye
a
la
teoría
social
del
pasado
puede
en
realidad
referirse
a
la
propia
falta
de
perspectiva
histórica
de
los
investigadores
presentes
sobre
el
período
fundacional
de
las
ciencias
sociales.
Hay
un
razonamiento
en
operación
cuya
lógica
perversa
refuerza
la
supuesta
omnipresencia
del
nacionalismo
metodológico
en
la
moderna
teoría
social.
Al
simplificar
las
representaciones
del
pasado
estamos
también
reduciendo
el
alcance
analítico
de
nuestras
investigaciones
actuales.
Una
única
tendencia
o
evento
es
concebido
como
constitutivo
del
período
anterior
en
el
que
estamos
interesados
y
es
ese
aspecto,
tomado
aisladamente,
el
que
se
convierte
en
el
único
aspecto
de
indagación
relevante,
lo
que
a
su
vez
nos
permite
sentirnos
justificados
a
pasar
por
alto
las
tendencias
en
conflicto
que
efectivamente
lo
constituyen.54
En
la
medida
en
que
aun
carecemos
de
un
marco
de
referencia
teórico
consistente
desde
el
cual
conceptualizar
el
estado-‐nación,
se
nos
hace
difícil
conseguir
una
explicación
adecuada
de
aquello
que
está
en
el
centro
de
nuestro
interés
pero
que
sólo
parecemos
encontrar
de
manera
reificada.
Con
ello,
hemos
dado
la
vuelta
completa:
el
conjunto
de
tendencias
históricas
que
pretendíamos
explicar
en
primer
lugar
–a
saber,
el
surgimiento
y
aspectos
centrales
del
estado
nacional
moderno–
queda
ahora
hipostasiado
por
un
omnipresente
nacionalismo
metodológico
de
las
ciencias
sociales
pasadas
y
presentes.
En
la
medida
en
que
la
moderna
teoría
social
y
el
estado-‐nación
supuestamente
se
reflejan
mutuamente
en
términos
históricos,
la
primera
está
crónicamente
expuesta
a
la
reificación
y
los
segundos
quedan
transformados
en
el
único
proceso
o
tendencia
moderna
que
resulta
necesario
explicar.
El
estado-‐nación
se
ha
convertido
en
el
centro
de
la
modernidad
y
la
modernidad
queda
reconstruida
como
la
sumatoria
de
aquellas
trayectorias
nacionales
que
pueden
ser
sistematizadas
con
la
ayuda
de
la
teoría
social
(y
mala
suerte
para
las
que
no
alcanzan
tal
umbral).
Así,
no
es
difícil
ver
por
qué
esta
forma
de
pensar
permitió
a
las
teorías
de
la
globalización
argumentar
que
el
inicio
del
declive
del
estado-‐nación
necesariamente
habría
de
significar
la
superación
tanto
de
la
modernidad
como
de
la
propia
tradición
intelectual
de
la
moderna
teoría
social.
Tales
teorías
surgieron
y
se
desplegaron
sobre
un
terreno
fértil
para
la
aparición
de
tal
clase
de
concepciones
altamente
problemáticas.
Conclusiones
54
Un
excelente
ejemplo
es
el
estudio
de
Darrin
McMahon
(2001)
sobre
el
movimiento
de
oposición
a
la
ilustración
que
tuvo
lugar
durante
el
siglo
XVIII
en
Francia.
118
La
relevancia
contemporánea
del
debate
sobre
el
nacionalismo
metodológico
radica
en
que
sus
implicaciones
se
sienten
tanto
al
interior
de
la
moderna
teoría
social
como
en
la
investigación
empírica,
en
la
autopresentación
de
los
estados
y
en
los
discursos
nacionales
de
la
vida
cotidiana.
La
constitución
paradójica
del
debate
actual
refleja
propiedades
reales
del
propio
estado-‐nación
–la
opacidad
de
su
posición
en
la
modernidad.
Los
trabajos
de
finales
del
siglo
XX
sobre
la
globalización
que
dieron
un
nuevo
ímpetu
al
debate
sobre
el
nacionalismo
metodológico
han
de
ser
criticados
por
haber
fusionado
la
necesaria
crítica
conceptual
del
nacionalismo
metodológico
con
la
afirmación
empírica
de
la
pérdida
de
relevancia
del
estado-‐nación
producto
de
una
serie
de
procesos
económicos
y
tecnológicos
muy
relevantes
durante
las
últimas
cuatro
décadas.
Por
el
contrario,
mi
argumento
en
este
capítulo
ha
sido
que
debemos
dedicarle
más,
y
no
menos,
atención
al
propio
estado-‐nación
–incluso
en
un
contexto
de
modernidad
global
donde
en
principio
parecería
estar
perdiendo
relevancia.
Necesitamos
de
una
comprensión
más
profunda
de
los
aspectos
clave
del
estado-‐nación
para
poder
teorizarlo
efectivamente
en
vez
de
naturalizarlo
o
reificarlo.
Para
superar
realmente
el
nacionalismo
metodológico,
debemos
profundizar
en
la
búsqueda
de
aquellas
características
que
nos
permitan
entender
cómo
y
por
qué
ha
sido
tan
exitoso
en
convertirse
en
un
centro
organizador
fundamental
de
la
vida
social
moderna.
Pero
un
aspecto
crucial
de
este
mismo
éxito
que
aun
nos
exige
una
mejor
explicación
es
cómo
el
estado-‐nación
ha
sido
capaz
de
lidiar,
de
forma
tan
creativa
como
adecuada
para
sus
propios
fines,
con
el
hecho
de
que
nunca
ha
sido
tan
exitoso
y
homogéneo
como
se
ha
presentado
a
sí
mismo.
Necesitamos
de
estrategias
conceptuales
que
nos
permitan
tomar
conciencia
de
su
pasado
y
características
fundamentales,
pero
que
al
mismo
no
le
atribuyan
un
nivel
tal
de
coherencia
y
autosuficiencia.
Igualmente,
hemos
visto
que
las
soluciones
que
encontramos
en
distintas
disciplinas
tienen
sus
propios
problemas
y
plantean
sus
propios
desafíos.
Con
respecto
a
la
reevaluación
de
la
tesis
de
la
supuesta
omnipresencia
del
nacionalismo
metodológico
en
la
historia
de
las
ciencias
sociales,
mi
argumento
tiene
tres
partes.
En
primer
lugar,
que
la
tarea
de
profundizar
en
la
historia
de
la
teoría
social
no
es
una
empresa
intelectual
de
segunda
clase.
Sin
duda,
no
se
trata
de
abandonar
la
investigación
empírica,
ni
puede
tampoco
entenderse
como
la
celebración
acrítica
de
alguna
clase
de
sentido
común
disciplinario
que
mantenga
en
posición
de
privilegio
una
serie
de
textos
canónicos.
Sin
embargo,
es
preciso
reconocer
que
se
trata
de
una
tarea
que
demanda
tiempo,
cuidado
y
un
sentido
apertura
crítica
y
cognitiva
que
por
lo
demás
debiera
ser
constitutiva
de
cualquier
clase
de
proyecto
intelectual.
Mi
invitación
a
lo
largo
de
todo
este
libro
ha
sido
entregarle
un
rol
más
importante
a
la
historia
de
las
ideas
dentro
de
la
teoría
social
con
miras
a
obtener
una
comprensión
más
profunda
de
sus
presupuestos
filosóficos,
y
con
ello
entender
mejor
la
forma
en
que
las
ciencias
sociales
llevan
a
cabo
su
tarea
explicativa
–lo
que
a
su
vez
habla
a
favor
de
la
idea
de
una
sociología
filosófica.
En
segundo
lugar,
propongo
que
debemos
mantenernos
escépticos
frente
a
aquellas
distinciones
que
se
refieren
con
demasiada
confianza
“nuestros”
aciertos
y
“sus”
errores.
Quedamos
en
una
mejor
posición
cuando
integramos
nuestras
propias
contribuciones
al
debate
como
parte
integrante
de
las
tradiciones
intelectuales
de
las
que
efectivamente
somos
parte
–en
vez
de
adoptar
una
falsa
posición
externa,
de
crítica
cerrada
y
de
permanente
reinvención
de
la
rueda
(capítulo
9).
Puede
que
esto
no
nos
ayude
a
capturar
atención
pública
o
a
hacernos
más
famosos,
pero
sí
contribuye
a
reforzar
la
coherencia
epistemológica,
el
rendimiento
explicativo
y
la
plausibilidad
normativa
de
nuestro
trabajo.
En
tercer
lugar,
una
interpretación
más
sutil
de
escritos
anteriores
sobre
el
estado-‐nación
puede
seguir
siendo
uno
de
nuestros
mejores
antídotos
contra
la
reintroducción
119
del
nacionalismo
metodológico
por
la
ventana
o
la
puerta
trasera:
los
usos
actuales
de
la
nación
parecen
tener
poco
que
ver
con
sus
referencias
del
siglo
XVIII.
Y
la
teoría
social
anterior
constituye
un
recurso
extremadamente
rico
en
lo
que
respecta
a
dar
cuenta
de
esta
dificultad.
Necesitamos
todavía
de
una
comprensión
más
refinada
del
desarrollo
del
estado-‐nación
en
relación
con
la
evolución
de
sus
diferentes
concepciones
a
lo
largo
de
la
historia
de
la
modernidad.
Debemos
encontrar
una
forma
de
definir
y
explicar
los
aspectos
permanentes
del
estado-‐nación,
aquellos
que
efectivamente
lo
convirtieron
en
una
forma
de
organización
sociopolítica
única
en
la
modernidad.
Pero
esta
es
una
estrategia
que
simultáneamente
debe
ser
capaz
de
dar
cuenta
de
sus
formas
cambiantes.
La
distinción
entre
las
dos
versiones
y
críticas
del
nacionalismo
metodológico
aquí
ofrecida
puede
servirnos
para
corregir
ciertos
desequilibrios
y
dificultades.
Mientras
más
refinemos
nuestro
conocimiento
sobre
el
período
fundacional
de
las
ciencias
sociales,
menos
plausibles
se
vuelven
las
explicaciones
nacionalistas
de
la
modernidad;
mientras
más
centralidad
adquiere
la
perspectiva
universalista
de
la
teoría
social,
menor
la
influencia
oculta
de
su
eurocentrismo
normativo
y
empírico
(capítulos
1
y
2).
A
su
vez,
esta
forma
de
trascender
el
nacionalismo
metodológico
es
mucho
más
exigente
para
la
propia
teoría
social.
Es
una
actitud
que
le
obliga
a
reevaluar
permanentemente
sus
propios
presupuestos
y
a
preguntarse
si
el
nacionalismo
metodológico
está
siendo
subrepticiamente
reintroducido.
Es
un
compromiso
con
el
intento
de
entender
los
aspectos
más
relevantes
del
estado-‐nación
como
una
forma
moderna
de
organización
sociopolítica,
pero
estando
preparados
para
resistir
la
tentación
de
convertirlo
en
la
variable
explicativa
clave
de
la
modernidad
en
su
totalidad.
Implica
mantener
un
sano
escepticismo
tanto
respecto
a
los
éxitos
como
a
los
fracasos
del
estado-‐nación,
sus
extraordinarias
potencialidades
así
como
sus
peligrosísimos
demonios;
se
trata
de
evitar
tanto
el
elogio
ingenuo
como
su
condena
igualmente
acrítica.
Se
requiere
de
la
disposición
de
mantenerse
alerta
sin
volverse
cínico,
de
la
capacidad
de
conservar
una
postura
abierta
que
a
la
vez
no
caiga
en
el
relativismo,
del
intento
por
comprender
lo
que
está
realmente
teniendo
lugar,
pero
sin
pasar
por
alto
la
evidencia
que
contradice
nuestro
sentido
común
o
nuestros
compromisos
más
sentidos.
120
55 El uso de la expresión relaciones internacionales en este capítulo refiere a la ciencia social dedicada al
estudio
de
las
relaciones
interestatales
y
no
al
objeto
de
estudio
de
esa
disciplina.
121
organizarse
de
forma
bastante
natural,
aunque
también
artificial,
ya
que
por
sobre
la
evidente
heterogeneidad
de
inquietudes
en
torno
a
los
problemas
asociados
con
la
conceptualización
de
las
naciones
y
el
estado-‐nación,
el
enemigo
común
eran
las
insuficiencias,
tanto
reales
como
supuestas,
del
modelo
sistémico
de
Parsons.
Así,
y
de
manera
similar
a
lo
que
sucedió
con
los
malentendidos
y
errores
en
torno
al
debate
más
amplio
sobre
la
sociología
parsoniana
(Alexander
1987,
Gerhardt
2002),
una
serie
de
prejuicios
o
incluso
acusaciones
contradictorias
se
esgrimían
de
manera
simultánea
en
ese
entonces
contra
Parsons.
De
aquí
que,
cuando
en
un
excelente
artículo
sobre
el
problema
del
tiempo
en
la
sociología
contemporánea
Herminio
Martins
(1974:
247)
acuñara
la
noción
de
“nacionalismo
metodológico”,
ese
mismo
texto
afirma
con
evidente
ironía
que
“la
destrucción
del
funcionalismo
es
algo
así
como
la
iniciación
de
un
rito
de
pasaje
hacia
la
adultez
sociológica,
o
al
menos
hacia
la
adolescencia.
Si
el
funcionalismo
no
existiera
–o
no
hubiese
existido–
habría
tenido
que
ser
inventado”.56
Más
concretamente,
Martins
se
refería
a
la
forma
en
que
un
conjunto
de
sociólogos
había
lanzado
una
serie
de
fuertes
ataques
contra
el
parsonianismo
–o
incluso
contra
la
persona
del
propio
Parsons–
en
una
serie
de
ámbitos
distintos:
Ralf
Dahrendorf
(1958)
y
su
crítica
al
supuesto
utopismo
conservador
de
la
visión
parsoniana
del
sistema
social;
el
intento
de
David
Loockwood
(1992)
de
darle
al
funcionalismo
un
giro
“radical”
a
partir
de
la
distinción
entre
integración
social
e
integración
sistémica,
la
crítica
de
Gianfranco
Poggi
(1965)
frente
a
la
incapacidad
de
Parsons
para
estudiar
las
relaciones
interestatales,
el
ataque
de
Anthony
Giddens
(1977)
sobre
las
inconsistencias
lógicas
y
epistemológicas
del
funcionalismo
–por
nombrar
sólo
aquellos
comentarios
que
pueden
relacionarse
directamente
con
los
problemas
del
nacionalismo
metodológico.57
Si
intentamos
formalizar
los
principales
aspectos
en
discusión
durante
esta
primera
oleada,
vemos
que
la
crítica
al
nacionalismo
metodológico
implicó
tres
acusaciones
relacionadas,
aunque
distintas,
sobre
la
comprensión
del
estado-‐nación
en
las
ciencias
sociales.
Estas
disciplinas
eran
consideradas
culpables
de:
(1)
comprender
al
estado-‐nación
como
el
contenedor
necesario
de
las
relaciones
sociales
modernas
(Martins
1974);
(2)
concebirlo
como
la
representación
de
la
“sociedad”
moderna
(Giddens
1985)
y;
(3)
reificar
la
nación
y
por
tanto
desconocer
el
activo
rol
del
nacionalismo
como
ideología
política
moderna
(Smith
1983).
Una
dimensión
clave
de
este
debate
temprano
era
que
la
evidencia
histórica
parecía
reforzar
la
observación
de
que
el
mundo
moderno
estaba
claramente
organizado
en
estados-‐nación.
En
el
contexto
del
proceso
de
descolonización
de
la
década
de
los
sesenta,
ninguno
de
estos
autores
estaba
preparado
para
poner
en
duda
que
el
estado-‐nación
se
estaba
convirtiendo,
en
la
práctica,
en
un
factor
cada
vez
más
determinante
del
mundo
moderno.
Más
bien,
les
preocupaban
las
formas
en
que
el
estado-‐
nación
estaba
siendo
conceptualizado
por
aquel
entonces.
Su
intención
era
rechazar
la
tendencia
56 La cita exacta en la que Martins acuña el término “nacionalismo metodológico” deja también ver rastros
de
la
crítica
a
Parsons:
“Durante
las
últimas
tres
décadas,
el
principio
del
cambio
inmanente
ha
coincidido
ampliamente
con
la
presunción
general
–apoyada
por
una
gran
gama
de
investigadores
de
todo
el
espectro
de
enfoques
sociológicos–
de
que
la
‘sociedad
inclusiva’
o
‘total’,
en
efecto
el
estado-‐nación,
se
considera
el
estándar,
la
‘aislación’
óptima
o
incluso
máxima
para
el
análisis
sociológico
(…)
una
suerte
de
nacionalismo
metodológico
(…)
se
impone
en
la
relación
con
la
comunidad
nacional
en
tanto
unidad
definitiva
y
condición
vinculante
para
la
demarcación
de
los
problemas
y
fenómenos
de
las
ciencias
sociales”
(Martins
1974:
276,
cursivas
mías).
57
A
mi
entender,
estas
críticas
no
comprenden
adecuadamente
la
sociología
parsoniana.
Y
lo
que
es
más
grave,
en
lo
que
se
refiere
a
la
explicación
del
estado-‐nación
y
su
posición
en
la
modernidad,
ellas
parecen
haber
impedido
que
las
contribuciones
del
propio
Parsons
sobre
los
temas
que
justamente
dieron
pie
a
la
crítica
del
nacionalismo
metodológico
se
hayan
aprovechado
de
mejor
manera
(Chernilo
2007:
77-‐93,
2010:
81-‐108
y
capítulo
1).
122
tesis
de
que
reflexionar
sobre
el
estado-‐nación
con
los
medios
convencionales
de
las
ciencias
sociales
nos
condena
inevitablemente
a
reificarlo
y
naturalizarlo
(capítulo
6).
Pero
el
nuevo
milenio
trae
consigo
la
emergencia
de
una
tercera
oleada
de
discusión
sobre
el
nacionalismo
metodológico.
Quisiera
utilizar
una
idea
de
Luke
Martell
(2007)
sobre
el
surgimiento
de
una
tercera
ola
de
estudios
sobre
la
globalización
que
está
transformando
carencias
y
exageraciones
previas
en
argumentos
más
matizados
y
sobrios,
para
sostener
que
somos
testigos
de
un
movimiento
similar
en
relación
a
las
críticas
al
nacionalismo
metodológico.
Existe
hoy
un
número
creciente
de
autores
que
cuestionan
la
exactitud
de
la
representación
del
nacionalismo
metodológico
en
la
sociología
del
pasado
y,
al
hacer
esto,
ofrecen
una
nueva
imagen
tanto
de
la
historia
de
la
disciplina
como
del
propio
estado-‐nación
(Fine
2003,
2007,
Inglis
y
Robertson
2008,
Inglis
2009,
Outhwaite
2006,
Turner
1990,
2006).
Sin
duda,
el
leitmotiv
de
esta
tercera
oleada
es
también
que
el
nacionalismo
metodológico
debe
ser
rechazado
y
trascendido.
En
contra
de
la
primera
oleada
del
debate,
sin
embargo,
ya
no
observamos
al
estado-‐nación
como
la
representación
cuasi
natural
y
necesaria
de
la
sociedad
en
la
modernidad
–y
también
somos
concientes
de
que
no
hay
un
perjuicio
internalista
anexado
a
las
concepciones
sociológicas
sobre
el
desarrollo.
En
contraposición
a
la
segunda
oleada,
por
su
parte,
la
tesis
sobre
el
declive
definitivo
del
estado-‐nación
es
obviamente
tan
unilateral
como
aquel
diagnóstico
que
afirmaba
su
necesidad
histórica.
Y,
asimismo,
la
acusación
de
que
el
nacionalismo
metodológico
es
un
aspecto
fundamental
en
la
historia
de
la
sociología
ha
sido
refutada.
En
realidad,
parte
de
lo
que
está
ahora
en
juego
se
refiere
al
hecho
de
que
la
acusación
sobre
el
nacionalismo
metodológico
inmanente
de
la
teoría
social
dice
en
realidad
más
sobre
las
deficiencias
de
quienes
realizan
tal
crítica
que
sobre
la
historia
de
la
propia
teoría
social.
Más
aun,
se
afirma
que
el
uso
de
conceptos
con
pretensiones
universalistas
como
el
de
“sociedad”
debe
ser
revisado
y
redefinido
pero
en
ningún
caso
dejado
de
lado.
En
la
sección
final
de
este
capítulo
voy
a
argumentar
que
un
recurso
clave
con
el
que
contamos
para
la
tarea
de
profundizar
nuestra
comprensión
de
la
situación
actual
del
estado-‐nación
se
encuentra
precisamente
en
la
recuperación
y
actualización
de
la
vocación
universalista
original
que
la
teoría
social
hereda
de
la
tradición
del
derecho
natural.
La
modernidad
global
de
hoy
es
sin
duda
diferente
a
aquella
de
la
expansión
del
capitalismo
en
el
siglo
XVIII.
Pero
para
poder
reevaluar
tanto
sus
continuidades
como
sus
discontinuidades
sigue
siendo
necesario
un
recuento
más
equilibrado
de
la
tradición
de
la
teoría
social
–y
de
los
fundamentos
filosóficos
sobre
los
que
se
cimientan
sus
conceptos
centrales.
Pero
antes
de
dar
tal
paso,
quisiera
referirme
a
cómo
un
debate
similar
se
ha
ido
desarrollando
en
la
disciplina
de
las
relaciones
internacionales.
¿Nacionalismo
metodológico
en
relaciones
internacionales?
El
problema
de
la
analogía
doméstica
La
conexión
entre
estos
debates
en
las
dos
disciplinas
no
es
difícil
de
establecer.
Martin
Shaw,
por
ejemplo,
ha
comentado
explícitamente
sobre
las
relaciones
entre
nacionalismo
metodológico
y
su
contraparte
en
relaciones
internacionales,
la
analogía
doméstica:
Buena
parte
de
la
ciencia
social
caracterizó
las
relaciones
sociales
(…)
simplemente
asumiendo
la
coincidencia
de
los
lazos
sociales
con
los
lazos
estatales
y
asumiendo
que
la
acción
social
sucedía
primariamente
en,
y
secundariamente
a
través
de,
estas
divisiones
(…)
Las
disciplinas
principales
de
las
ciencias
sociales,
cuyas
tradiciones
intelectuales
son
puntos
de
referencia
unas
para
las
otras
y
para
otros
campos,
fueron
entonces
domesticadas
–en
el
sentido
de
que
su
inquietud
no
era
occidente
y
las
civilizaciones
mundiales
como
un
todo,
sino
las
formas
“domésticas”
de
las
sociedades
nacionales
124
58 Es curioso, por ejemplo, como Rosenberg (2005) se hace eco casi palabra por palabra del tipo de críticas
a
la
sociología
clásica
que
han
sido
expuestas
por
los
mismos
teóricos
de
la
globalización
que
él
tan
acertada
y
vehementemente
ha
criticado.
El
problema
reside,
en
mi
opinión,
en
su
estrategia
metodológica.
Rosenberg
encuentra
una
falla
en
todo
el
canon
de
la
teoría
social
–“Montesquieu,
Rousseau,
Smith,
Condorcet,
Malthus,
Saint-‐Simon,
Comte,
Tocqueville,
Marx,
Mill,
Spencer,
Tönnies,
Weber,
Durkheim,
Pareto
y
Simmel”–
sólo
para
darle
luego
el
crédito
a
una
única
figura
(en
su
caso,
León
Trotsky,
Rosenberg
2006:
336-‐337).
Desde
el
punto
de
vista
de
una
sociología
del
conocimiento,
hay
algo
fascinantemente
problemático
en
esta
obsesión
por
criticar
a
la
teoría
social
clásica
por
no
haber
tenido
una
teoría
de
lo
nacional
(Smith
1983),
del
estado-‐nación
(Wimmer
y
Schiller
2002),
de
lo
internacional
(Rosenberg
2006),
de
lo
global
(Shaw
2000,
Scholte
2000)
o
lo
cosmopolita
(Beck
2006).
125
En
la
formulación
clásica
de
Hedley
Bull
(1977:
46),
la
analogía
doméstica
se
define
como
“el
argumento
desde
la
experiencia
de
los
hombres
individuales
en
la
sociedad
doméstica
hacia
la
experiencia
de
los
estados,
a
partir
de
la
cual
los
estados
están
capacitados
para
la
vida
ordenada
en
sociedad
sólo
si,
de
acuerdo
a
la
expresión
de
Hobbes,
se
fundan
en
el
temor
a
un
poder
común”.
La
analogía
doméstica
refiere
entonces
a
si
una
“sociedad
internacional”
puede
fundarse,
así
como
establecer
las
fuentes
de
su
propia
legitimidad,
mediante
la
inferencia
analógica
de
sus
aspectos
centrales
a
partir
de
lo
que
ocurre
“internamente”
en
la
organización
de
las
“sociedades
nacionales”.
Aunque
sin
mencionarlo
explícitamente,
el
propio
Bull
parece
entender
cómo
el
nacionalismo
metodológico
y
la
analogía
doméstica
se
refuerzan
mutuamente:
La
primera
función
del
derecho
internacional
ha
sido
identificar,
en
tanto
principio
normativo
supremo
de
la
organización
política
de
la
humanidad,
la
idea
de
una
sociedad
de
estados
soberanos
(…)
El
orden
en
la
gran
sociedad
de
la
humanidad
se
ha
conseguido,
durante
la
fase
presente
del
sistema
de
estados
modernos,
a
través
de
la
aceptación
general
del
principio
de
que
hombres
y
territorios
están
separados
en
estados,
cada
cual
con
su
propia
esfera
de
autoridad,
pero
vinculados
entre
ellos
a
través
de
un
conjunto
de
reglas.
El
derecho
internacional,
afirmando
y
elaborando
este
principio
y
excluyendo
principios
alternativos
(…)
establece
este
ámbito
particular
de
ideas
como
determinante
para
el
pensamiento
humano
y
la
acción
en
el
presente
(Bull
1977:
140)
Vale
la
pena
mencionar
que
las
reflexiones
de
Bull
sobre
la
analogía
doméstica
tienen
lugar
prácticamente
al
mismo
que
las
primeras
críticas
al
nacionalismo
metodológico
en
la
sociología
–
finales
de
la
década
de
los
sesenta
e
inicios
de
los
setenta
del
siglo
pasado.
Pero
la
relevancia
de
esta
coincidencia
temporal
descansa
en
un
plano
más
sustantivo.
Ambos
debates
toman
forma
en
relación
directa,
aunque
implícita,
con
las
ya
populares
críticas
a
los
problemas
del
individualismo
metodológico
en
sus
explicaciones
de
los
fenómenos
sociales
(Lukes
1973,
Macpherson
1962).
El
sentido
original
de
la
noción
“nacionalismo
metodológico”
replicaba
la
idea
de
individualismo
metodológico,
cuyos
problemas
eran
entendidos
como
de
conflación
ascendente
(las
relaciones
sociales
como
sumatoria
agregada
de
las
interacciones
entre
individuos)
–y
problemas
similares
se
encontraban
también
ahora
al
conceptualizar
el
estado-‐
nación.
Se
sigue
entonces
que
las
relaciones
internacionales
no
pueden
ser
adecuadamente
estudiadas
si
se
conciben
exclusivamente
a
partir
del
resultado
de
interacciones
entre
estados-‐
nación
individuales.
No
está
demás
decir
que
este
es
justamente
el
foco
de
la
crítica
de
Bull
a
la
analogía
doméstica
–así
como
la
base
de
su
noción
del
sistema
internacional
y
de
la
sociedad
internacional.
Sin
embargo,
ni
en
los
años
setenta
ni
en
las
discusiones
más
recientes
esta
conexión
entre
las
dos
clases
de
reduccionismo
metodológico
ha
sido
explorada
como
se
debiera
(cosa
que
lamentablemente
no
puedo
tampoco
yo
seguir
aquí).59
59 Indagar de manera sistemática este asunto me parece un asunto cada vez mas importante, al menos por
las
siguientes
tres
razones:
(1)
la
idea
de
lo
social
como
una
realidad
sui
generis
o
fenómeno
emergente
ha
sido
criticada,
desde
Durkheim
en
adelante,
por
su
tendencia
a
“reificar”
lo
social
como
una
“sustancia”
que
es
ontológicamente
distinta
a
las
conciencias
y
acciones
de
los
individuos.
El
propio
Durkheim
(2003)
se
queja
amargamente
sobre
esto
en
el
prefacio
a
la
segunda
edición
de
Las
Reglas
del
Método
Sociológico,
pero
que
él
mismo
no
lo
resolvió
adecuadamente
con
su
distinción
entre
lo
“colectivo”
y
lo
“general”
en
el
capítulo
1
de
ese
mismo
libro.
Por
lo
demás,
esta
distinción
debe
rastrearse
al
menos
hasta
la
idea
del
contrato
social
de
Rousseau
(1993)
donde
la
voluntad
general
es
cualitativamente
distinta
incluso
a
un
acuerdo
unánime.
(2)
En
relación
al
problema
de
la
analogía
domestica,
porque
como
lo
señala
Giacomo
Marramao
(2006:
112)
“nunca
se
insistirá
lo
suficiente
(…)
sobre
el
debido
contrato
de
la
iuspublicística
126
Si
ahora
dirigimos
nuestra
atención
a
la
proposición,
que
para
Bull
es
central,
de
que
“el
sistema
internacional”
queda
mejor
descrito
como
una
“sociedad
anárquica”,
resulta
evidente
que
él
busca
entender
la
naturaleza
más
bien
paradójica
del
fenómeno
de
las
relaciones
estables
entre
estados
a
partir
de
la
ausencia
de
una
autoridad
única
y
central
que
intentase
y
sea
capaz
de
imponer
tal
orden.
La
analogía
doméstica
no
es
capaz
de
dar
cuenta
de
la
peculiar
naturaleza
de
“lo
internacional”
desde
ambos
extremos:
desde
el
extremo
anárquico,
debido
a
que
la
inexistencia
de
un
Leviatán
internacional
no
puede
ser
descrita
simplemente
como
un
“estado
de
naturaleza”
caótico
o
anómico.
Y
lo
mismo
ocurre
desde
el
extremo
de
la
sociedad,
dado
que
el
tipo
de
orden
realmente
existente
en
las
relaciones
interestatales
es
una
comunidad
de
propósitos,
intereses
y
en
ocasiones
también
valores
cuyos
componentes
normativos
son
bastante
más
profundos
que
el
miedo
compartido
a
un
estado
mundial
potencialmente
omnipotente.
En
otras
palabras,
la
crítica
de
Bull
a
la
analogía
doméstica
está
supeditada
a
una
crítica
más
fundamental
al
nacionalismo
metodológico
porque,
para
él,
el
núcleo
conceptual
de
las
relaciones
internacionales
sólo
puede
salvaguardarse
si
lo
internacional
se
define
como
un
ámbito
autónomo
de
relaciones
sociales
cuya
existencia
y
especificidad
puede
acreditarse
con
independencia
del
rol
de
los
estados.
Por
cierto
que
los
estados
juegan
un
rol
central
la
“sociedad
internacional”
de
Bull,
pero
en
lo
que
respecta
a
su
crítica
a
la
analogía
doméstica
el
punto
clave
es,
a
mi
juicio,
el
de
la
independencia
tanto
lógica
como
ontológica
entre
estado
y
sociedad.
Nuevamente
en
este
caso,
sociología
y
relaciones
internacionales
enfrentan
problemas
similares.
Es
en
ese
contexto
que
Bull
intenta
teorizar
las
distintas
fuentes
del
orden
que
constituyen
efectivamente
la
sociedad
internacional,
y
para
ello
retoma
la
distinción
de
Martin
Wight
entre
tres
tradiciones
(Wight
y
Wight
1992).
Entre
las
posiciones
extremas
de
un
realismo
hobbesiano,
basado
en
el
miedo
a
la
guerra,
y
un
universalismo
kantiano,
fundado
en
una
“potencial
comunidad
de
la
humanidad”,
Bull
(1977:
24)
opta
por
una
tercera
vía,
intermedia,
que
él
denomina
el
internacionalismo
grociano:
La
prescripción
grociana
para
un
sistema
internacional
es
que
todos
los
estados,
en
su
relación
con
los
demás,
se
encuentran
unidos
por
las
reglas
e
instituciones
de
la
sociedad
que
entre
ellos
forman.
En
contra
del
enfoque
hobbesiano,
los
estados
en
el
enfoque
grociano
no
sólo
están
vinculados
por
reglas
de
prudencia
o
conveniencia
sino
también
por
imperativos
morales
y
legales.
No
obstante,
en
oposición
a
la
concepción
de
los
universalistas,
lo
que
estos
imperativos
prescriben
no
es
el
derrumbe
del
sistema
de
estados
y
su
reemplazo
por
una
comunidad
universal
humana,
sino
más
bien
la
aceptación
de
los
requisitos
de
coexistencia
y
cooperación
en
una
sociedad
de
estados
(Bull
1977:
27,
cursivas
mías)60
moderna
con
el
derecho
canónico
en
la
elaboración
del
‘concepto
ficcional
de
Estado-‐persona’
”.
Es
decir,
la
posibilidad
misma
de
crítica
a
la
analogía
doméstica
y
el
nacionalismo
metodológico
implica
explorar
los
presupuestos
de
derecho
natural
premoderno
que
están
aun
presentes
en
los
marcos
conceptuales
de
las
ciencias
sociales
modernas.
(3)
En
esa
misma
línea,
pero
desde
el
punto
de
vista
de
sus
consecuencias
normativas,
porque
el
uso
inadecuado
de
conceptos
colectivos
para
responsabilizar
o
culpabilizar
a
poblaciones
o
grupos
humanos
completos
es
una
estrategia
que
se
ha
probado
muy
peligrosa
(como
lo
demuestra
clásicamente
Karl
Jaspers
(2001)
en
su
ensayo
sobre
la
“culpa
colectiva
alemana”
por
las
atrocidades
nazis)
y
que
está
lejos
de
haber
desaparecido
de
los
debates
contemporáneos,
como
lo
demuestra
Robert
Fine
(2009b,
2010).
60
Bull
presenta
la
posición
de
Kant
como
un
universalismo
sin
mediaciones,
pero
ello
no
me
parece
correcto
pues
para
Kant
la
formación
institucional
ideal
es
justamente
una
“Federación
Voluntaria
de
127
El
hecho
de
que
Bull
base
su
defensa
de
la
idea
de
la
sociedad
internacional
en
la
crítica
a
la
analogía
doméstica
quiere
decir
que,
como
forma
de
pensar,
la
existencia
y
relevancia
de
tal
analogía
para
el
conjunto
de
las
relaciones
internacionales
se
encontraba
más
allá
de
todo
cuestionamiento.
El
marco
de
referencia
teórico
de
Bull
rechaza
de
plano
la
analogía
doméstica
pero,
lo
que
es
igualmente
importante,
le
interesaba
contribuir
a
coloca
a
la
disciplina
sobre
bases
lo
suficientemente
sólidas
como
para
evitar
su
eventual
reintroducción
–implícita
o
explícitamente.
De
allí
la
importancia
estratégica
que
él
le
atribuye
a
conceptualizar
“lo
internacional”
como
un
campo
autónomo
de
relaciones
sociales.
Es
por
eso
importante
revisar
cómo,
y
con
independencia
de
las
propias
intenciones
de
Bull,
los
intentos
por
trascender
la
analogía
doméstica
se
han
venido
realizando
con
posterioridad.
Barry
Buzan
se
ha
concentrado
precisamente
en
este
problema
en
su
reciente
reexamen
de
la
así
llamada
“escuela
inglesa
de
relaciones
internacionales”,
que
está
asociada
a
los
nombres
de
Martin
Wight
y
el
propio
Bull.
Por
un
lado,
Buzan
reconoce
que
la
noción
clave
de
sociedad
internacional
en
esta
escuela
“no
está
basada
en
la
idea
cruda
de
una
‘analogía
doméstica’
(…)
que
simplemente
aumenta
la
sociedad
entre
estados
hasta
el
nivel
global”
(Buzan
2004:
26).
Sin
embargo,
por
el
otro
lado,
su
argumento
es
que
tal
afirmación
es
menos
nítida
de
lo
que
parece
en
primera
instancia
porque
la
“idea
básica
de
la
sociedad
internacional
es
muy
simple:
tal
como
los
seres
humanos
en
tanto
individuos
viven
en
sociedades
que
ellos
moldean
y
por
la
que
son
moldeados,
así
también
los
estados
viven
en
una
sociedad
internacional
que
moldean
y
por
la
que
son
moldeados”
(Buzan
2004:
8).
Para
él,
entonces,
las
tres
tradiciones
que
hemos
visto
que
Wight
y
Bull
identifican
como
fuentes
intelectuales
de
las
relaciones
internacionales
están
todas
igualmente
disponibles
para
sustentar
formas
de
pensamiento
basadas
en
la
analogía
doméstica:
los
individuos,
así
como
los
estados-‐nación,
pueden
entablar
relaciones
legítimas
o
incluso
legales
entre
ellos
a
partir
del
miedo
(la
versión
hobbesiana
de
la
analogía),
intereses
compartidos
(la
versión
grociana)
o
deber
moral
(la
versión
kantiana).
La
pregunta
crucial
deviene
entonces
si
algún
tipo
de
analogía
doméstica
está
efectivamente
en
operación,
incluso
a
pesar
de
las
intenciones
explícitas
de
algún
autor
o
escuela
de
pensamiento
en
particular.
De
hecho,
un
argumento
central
en
la
reevaluación
que
el
propio
Buzan
hace
de
la
escuela
inglesa
es
que
la
noción
que
parece
mejor
equipada
para
conceptualizar
los
desafíos
y
transformaciones
actuales,
la
idea
de
“sociedad
mundial”,
es
poco
más
que
una
“categoría
residual”
o
un
“basurero
analítico”
para
la
escuela
inglesa
de
Bull
y
Wight
(Buzan
2004:
28,
44).
Ante
la
ausencia
de
una
noción
consistente
de
sociedad
mundial,
la
puerta
trasera
sigue
abierta
para
la
reintroducción
de
la
analogía
doméstica
–a
saber
“la
creación
de
un
equivalente
global
de
la
política
doméstica”
(Buzan
2004:
35).
Tengo
dos
comentarios
preliminares
que
hacer
sobre
estas
propuestas
en
relación
a
lo
que
argumentaré
en
la
sección
final
de
este
capítulo.
En
primer
lugar,
es
cierto
que
no
hay
realmente
un
concepto
de
sociedad
mundial
en
la
obra
de
Bull.
No
obstante,
Bull
habla
consiste
y
sistemáticamente
de
aquellos
compromisos
normativos
más
profundos
que
permitirían
sustentar
no
sólo
una
posible
concepción
de
sociedad
mundial,
sino
también
aquellas
nociones
que
sí
son
centrales
en
su
argumento:
el
sistema
internacional
y
la
sociedad
internacional.
Una
“justicia
mundial
o
cosmopolita”
no
puede
aun
afirmarse
como
fenómeno
social
empírico
pero,
a
pesar
de
ello,
puede
ser
identificada
como
“la
finalidad
o
valor
común
de
la
sociedad
universal
de
Naciones”
organizadas
internamente
como
repúblicas
bajo
el
imperio
de
la
ley
(Bottici
2003,
Habermas
2001,
Huntley
1996,
Fine
2007).
Este
tema
se
discute
nuevamente
más
adelante
en
este
mismo
capítulo.
128
toda
la
humanidad,
cuyos
miembros
constitutivos
son
los
seres
humanos
individuales”
(Bull
1977:
84).
Buzan
(2004:
36)
está
en
lo
correcto
al
señalar
que
la
idea
de
sociedad
mundial
que
requerimos
no
puede
basarse
meramente
en
la
primacía
ontológica
y
normativa
del
individuo
y
más
adelante
en
este
capítulo
retomaré
la
idea
de
Bull
sobre
la
presencia
de
ciertos
compromisos
universalistas
subyacentes
que
son
de
la
más
alta
importancia,
a
saber,
el
fundamento
de
derecho
natural
la
teoría
social.61
Y
de
forma
similar
a
lo
que
ocurre
con
la
noción
de
sociedad
internacional,
en
el
caso
de
la
sociedad
mundial
la
pregunta
es
si
dicho
concepto
remite
a
un
dominio
propio
cuya
existencia
autónoma
puede
establecerse
unívocamente.
En
segundo
lugar,
el
planteamiento
del
propio
Buzan
sobre
la
recurrencia
del
derecho
natural
es
reveladora
de
las
dificultades
que
enfrentamos:
“una
de
las
curiosidades
en
este
caso
es
que
tanto
la
primacía
de
los
individuos
y
la
asunción
del
universalismo
provienen
de
la
tradición
del
derecho
natural
que
Bull
rechaza
y
que,
sin
embargo,
es
aun
fuerte
en
sus
concepción
de
la
sociedad
internacional
y
mundial”
(Buzan
2004:
39).
Como
lo
he
venido
sugiriendo
a
lo
largo
de
este
libro,
la
tradición
de
la
teoría
social
es
una
rica
fuente
intelectual
a
partir
de
la
cual
reconstruir,
y
desde
ahí
desplegar,
la
pretensión
universalista
que
pienso
es
necesaria
para
cualquier
noción
contemporánea
de
sociedad
mundial.
Todavía
debemos
comprender
mejor
la
herencia
de
derecho
natural
de
la
teoría
social,
y
ello
sólo
puede
hacerse
si
evitamos
presuponer
que
la
moderna
teoría
social
ya
ha
logrado
definitivamente
dejar
atrás
su
herencia
de
derecho
natural
(capítulos
2,
3
y
8).
A
la
fecha,
sin
embargo,
el
recuento
más
sistemático
que
se
encuentra
disponible
sobre
el
rol
de
la
analogía
doméstica
en
relaciones
internacionales
parece
apoyar
la
idea
de
que
comprender
su
importancia
en
la
disciplina
rechaza
soluciones
simplistas.
La
definición
de
Hidemi
Suganami
de
la
analogía
no
sólo
es
diferente
de
la
Bull
sino
que
ayuda
también
a
explicitar
algunas
de
las
dificultades
reales
que
el
uso
de
la
analogía
doméstica
trae
consigo:
la
“analogía
doméstica”
es
un
razonamiento
presunto
que
sostiene
que
hay
ciertas
similitudes
entre
los
fenómenos
domésticos
y
los
internacionales;
en
particular,
que
las
condiciones
del
orden
al
interior
de
los
estados
son
similares
a
las
del
orden
entre
ellos
y
que,
por
lo
tanto,
aquellas
instituciones
que
sustentan
el
orden
domésticamente
deberían
reproducirse
al
nivel
internacional
(Suganami
1998:
1)
De
hecho,
parte
fundamental
de
su
argumento
es
que
ningún
debate
real
ha
tenido
lugar
sobre
los
orígenes,
rol
y
centralidad
de
la
analogía
doméstica
en
relaciones
internacionales.
Por
el
contrario,
“aparte
de
instancias
excepcionales
donde
el
debate
parece
ciertamente
haber
tenido
lugar
(…)
la
idea
de
un
‘debate’
es
metafórica.
Lo
que
podemos
decir
que
realmente
ha
tenido
lugar
son
disposiciones
intelectuales
en
competencia
en
la
larga
línea
de
especulaciones
sobre
el
sistema
de
estados”
(Suganami
1989:
22-‐23).
Sin
embargo,
de
manera
semejante
a
lo
que
ocurre
con
el
debate
sociológico
sobre
el
nacionalismo
metodológico,
ese
ya
no
es
el
caso
y
el
debate
sí
parece
haber
comenzado.
Como
hemos
venido
revisando,
la
tesis
de
que
las
relaciones
internacionales
descansan
en
una
analogía
doméstica
está
ahora
en
el
centro
de
las
objeciones
disciplinarias
relativas
a
la
fragilidad
de
sus
propios
fundamentos
teóricos
(Bottici
2003,
Buzan
2004,
Rosenberg
2006,
Shaw
2000,
61 En la sociología, la posibilidad de una idea de sociedad mundial que no se basa en los individuos sí está
actualmente
disponible
(Luhmann
2007,
capítulo
5).
La
obra
de
Luhmann
está
también
siendo
discutida
en
relaciones
internacionales
(Albert
y
Hilkermeier
2004).
Ver
también
Aldo
Mascareño
(2010)
donde
el
concepto
se
refina
y
reelabora
tanto
conceptual
como
geográficamente.
129
Walzer
1977).
La
afirmación
de
Suganami
apunta,
sin
embargo,
en
una
dirección
diferente
a
la
del
consenso
reinante
en
relaciones
internacionales:
“contra
la
aparente
legitimidad
intelectual
en
la
creencia
de
la
decadencia
de
la
analogía
doméstica,
particularmente
entre
los
especialistas
contemporáneos
en
relaciones
internacionales,
persiste
la
idea
de
que
tal
vez
ciertas
formas
de
analogía
doméstica
resultan
aceptables
después
de
todo
(…y…)
algún
grado
de
concesión
a
la
analogía
es
beneficiosa”
(Suganami
1989:
10-‐11,
cursivas
mías).
Si
lo
entiendo
correctamente,
el
desafío
que
Suganami
plantea
es
que
las
relaciones
internacionales
legítimamente
aspiran
a
establecer
con
decisión
la
autonomía
de
“lo
internacional”
como
campo
autónomo
de
lo
social,
por
lo
que
como
disciplina
está
condenada
a
rechazar
cualquier
tipo
o
forma
de
analogía
doméstica.
Sin
embargo,
la
pregunta
que
se
mantiene
es
¿por
qué
las
relaciones
internacionales
han
sido
incapaces
de
eliminar
completamente
este
dispositivo
heurístico
y
continúan
no
sólo
reintroduciéndolo
sino
además,
como
señala
Suganami,
dándole
incluso
un
“cierto
grado
de
aprobación”?
Aunque
él
no
lo
desarrolla
realmente,
el
propio
Suganami
propone
un
ángulo
diferente
para
reexaminar
el
problema
de
la
analogía
doméstica
y
desde
ahí
empiezan
a
surgir
algunas
pistas.
Sugiere
que
los
investigadores
contemporáneos
pueden
haber
malinterpretado
el
grado
en
que
los
autores
clásicos
en
relaciones
internacionales,
durante
de
los
siglos
XVII
y
XVIII,
habrían
supuestamente
inaugurado
el
uso
de
la
analogía
doméstica
al
considerar
su
razonamiento
legal
como
una
entidad
específicamente
analógica
y
así
proclamar
que
determinados
principios
conducían
las
relaciones
de
los
soberanos.
En
tales
enfoques
estos
principios
eran
axiomáticos
y
gobernaban
la
conducta
humana
universalmente.
Era
en
virtud
de
su
validez
axiomática
que,
a
su
juicio,
el
derecho
natural
guiaba
las
relaciones
internacionales
(Suganami
1989:
19,
cursivas
mías)
La
intuición
de
Suganami
es
que
el
debate
sobre
la
analogía
doméstica
no
puede
centrarse
sólo
en
la
plausibilidad
de
su
dimensión
doméstica
sino
que
su
elemento
analógico
también
debe
ser
cuestionado.
Chiara
Bottici
(2003:
402)
ha
elaborado
este
punto
con
mucha
fuerza
y
sutileza
en
su
aguda
lectura
del
enfoque
cosmopolita
de
Kant
en
tanto
crítica
a
la
analogía
doméstica:
Kant
nunca
pudo
haberse
movido
desde
la
experiencia
doméstica
para
afirmar
que,
en
la
medida
que
ésta
había
sido
exitosa,
los
estados
debieran
seguirla
y
asimismo
alcanzar
una
condición
legal
–como
Bull
lo
sugiere
en
su
interpretación.
Por
el
contrario,
Kant
se
mueve
desde
un
postulado
de
la
razón
a
priori
y
luego
lo
aplica
a
todos
los
casos
posibles:
los
individuos
al
interior
de
una
nación,
los
estados
en
sus
relaciones
entre
ellos
y,
finalmente,
los
individuos
y
los
estados
en
la
medida
en
que
los
seres
humanos
son
vistos
como
ciudadanos
de
un
estado
universal
de
la
humanidad
Sin
entrar
aquí
en
la
discusión
sobre
los
problemas
del
razonamiento
a
priori
o
trascendental,
para
mi
argumento
sobre
la
relevancia
de
la
analogía
doméstica
en
relaciones
internacionales
es
suficiente
hacer
notar
que,
en
la
medida
en
que
las
analogías
son
una
forma
de
pensar
que
utiliza
evidencia
empírica
que
se
asume
como
válida
dentro
de
un
ámbito
particular
y
la
extrapola
hacia
otros
distintos,
no
puede
decirse
que
haya
analogía
doméstica
en
Kant.
Por
el
contrario,
la
forma
preferida
de
conceptualización
de
Kant
se
basa
en
la
aplicación
sistemática
de
principios
fundamentales
que
pretenden
validez
en
todas
las
dimensiones
de
la
vida
humana.
En
relación
a
las
dificultades
de
las
relaciones
internacionales
con
la
analogía
doméstica,
la
pregunta
por
la
autonomía
ontológica
de
lo
internacional
por
oposición
a
lo
nacional
y
lo
global
sigue
siendo
un
asunto
fundamental.
Pero
por
ahora
podemos
suspenderlo
hasta
que
130
respondamos
la
pregunta
previa
sobre
si
las
similitudes
y
diferencias
entre
estos
niveles
pueden
de
hecho
pensarse
de
forma
analógica.
Lo
que
en
un
principio
parecía
mostrarse
como
una
analogía
ha
demostrado
no
serlo;
existe
un
plano
más
profundo
de
fundamentos
filosóficos
que
apunta
hacia
una
comprensión
de
lo
social
como
tal.
Es
sólo
en
el
marco
de
una
teoría
general
de
lo
social
donde
tiene
sentido
distinguir
entre
dominios
diferentes
y
autónomos
–el
nacional,
el
internacional,
el
regional
y
el
global
(aunque
también,
por
qué
no,
otros
más).
La
analogía
doméstica
genera
serios
problemas
en
relaciones
internacionales
no
debido
a
las
diferencias
de
contenido
entre
lo
doméstico
y
lo
internacional
(en
la
medida
que
tales
diferencias
existen
realmente)
sino
porque,
metodológicamente
hablando,
no
puede
desplegarse
ninguna
analogía
cuando
se
trata
de
mirar
lo
que
tiene
lugar
a
nivel
doméstico
para
desde
ahí
interpretar
lo
internacional.
Lo
que
en
realidad
debemos
hacer
es
reflexionar
sobre
los
presupuestos
filosóficos
más
profundos
en
que
se
sostienen
nuestras
conceptualizaciones
científico-‐sociales
sobre
en
qué
consiste
la
vida
social
en
general.
Es
sólo
en
la
medida
que
seamos
capaces
de
decir
algo
significativo
sobre
qué
es
lo
que
constituye
las
relaciones
sociales
en
general
que
podremos
empezar
a
comprender
en
qué
consiste
la
diferenciación
entre
los
niveles
local,
nacional,
internacional
y
global.
El
evidente
círculo
vicioso
en
relaciones
internacionales
relativo
al
rechazo
explícito
y
la
reintroducción
implícita
de
la
analogía
doméstica
sólo
podrá
empezar
a
romperse
cuando
la
analogía
doméstica
se
quiebre
simultáneamente
desde
ambos
extremos
–el
doméstico
y
el
analógico.
Para
el
propósito
más
amplio
de
este
capítulo,
y
del
libro
en
general,
mi
argumento
es
que
una
pretensión
universalista,
tanto
analítica
como
normativa,
es
intrínseca
al
proyecto
de
intentar
conceptualizar
la
vida
social
moderna
en
sus
distintos
niveles
y
escalas.
Quisiera
concluir
esta
sección
recordando
que
la
analogía
doméstica
parece
ser
el
nombre
particular
que
en
la
disciplina
de
las
relaciones
internacionales
ha
tomado
un
debate
más
extenso
sobre
el
nacionalismo
metodológico
en
la
sociología
y
la
moderna
teoría
social.
En
tanto
campo
de
investigación
empírico,
todas
intentan
comprender
los
aspectos
centrales
del
estado-‐nación
en
relación
con
la
constitución
global
de
la
modernidad.
La
interpretación
reduccionista
de
la
dependencia
integrada
de
la
sociología
y
las
relaciones
internacionales
en
supuestos
y
perjuicios
internalistas,
puede
y
debe
ser
refutada:
ni
el
nacionalismo
metodológico
ni
la
analogía
doméstica
se
encuentran
en
el
corazón
de
estas
disciplinas.
Su
crítica
requiere,
entonces,
no
sólo
de
un
rechazo
explícito
sino
de
evitar
también
que
ambas
sean
reintroducidas
implícitamente.
Es
necesario
comprender
mejor
las
concepciones
universalistamente
orientadas
a
partir
de
las
cuales
se
fundamentan
las
distintas
escalas
con
que
la
moderna
teoría
social
estudia
las
relaciones
sociales.
Sin
embargo,
para
ello
tenemos
que
lidiar
aun
con
el
fundamento
de
derecho
natural
de
la
propia
teoría
social.
La
pretensión
universalista:
el
fundamento
de
derecho
natural
de
la
teoría
social
El
estudio
de
las
relaciones
entre
derecho
natural
y
el
surgimiento
de
la
teoría
social
dista
de
ser
novedoso
(capítulos
2
y
3).
Pero
hemos
visto
también
que
este
asunto
no
tiene
una
figuración
prominente
en
las
revisiones
sociológicas
sobre
el
origen
de
la
teoría
social.
Y
como
nuestro
breve
recuento
en
la
sección
anterior
deja
en
claro,
a
los
teóricos
de
las
relaciones
internacionales
tampoco
les
parece
una
moda
interesante
hablar
del
derecho
natural
por
estos
días.
Pero
en
la
medida
en
que
los
primeros
teóricos
modernos
del
derecho
natural
como
Suárez,
Grotius
y
Puffendorf
manifestaban
una
inquietud
explícita
por
los
fundamentos
y
el
funcionamiento
del
sistema
internacional,
es
posible
que
las
relaciones
internacionales
nos
ayuden
en
algo
a
explorar
este
vínculo
(García
y
García
1997,
Haakonssen
1996,
Hochstrasser
131
2000,
Tuck
1981).
Para
decirlo
de
la
manera
más
clara
posible,
mi
argumento
para
relacionar
el
universalismo
de
la
teoría
social
y
derecho
natural
remite
a
los
siguientes
cuatro
niveles:
(a)
su
interés
en
la
posibilidad
de
establecer
estándares
normativos
suprahistóricos;
(b)
su
igualitarismo
en
tanto
afirmación
de
que
todo
ser
humano
individual
pertenece
a
la
misma
especie;
(c)
su
rol
crítico
para
establecer
criterios
a
partir
de
los
cuales
evaluar
distintas
formaciones
sociales
y;
(d)
su
noción
de
una
ontología
estratificada
en
tanto
el
mundo
(social)
es
interpretado
como
compuesto
por
ámbitos
diferenciados
y
autónomos.62
Estoy
consciente
que
afirmar
la
importancia
de
la
tradición
del
derecho
natural
para
el
funcionamiento
de
la
teoría
social
contemporánea
está
lejos
de
ser
aproblemático.
No
está
de
más
repetir
que
no
es
mi
intención
revivir
el
derecho
natural
por
su
propio
mérito
o
sostener
que
esta
tradición
nos
entrega
la
llave
maestra
para
resolver
todos
los
problemas
de
la
teoría
social
actual.
Pero
los
llamados
contemporáneos
a
partir
desde
cero
nuevamente
han
probado
ser
nocivos
para
la
reflexión
histórica,
conceptual
y
normativa
de
la
propia
teoría
social.
El
reexamen
de
su
deuda
con
el
derecho
natural
puede
servir,
a
lo
menos,
al
noble
propósito
de
hacer
más
explícita
la
estructura
filosófica
de
la
teoría
social.
Y
en
lo
que
respecta
a
mi
intención
específica
en
este
capítulo,
tengo
la
esperanza
que
esta
reflexión
nos
ayudará
a
ir
más
allá
del
nacionalismo
metodológico
y
de
la
analogía
doméstica.
Con
vistas
a
hacer
mi
argumento
más
plausible
en
términos
de
las
relaciones
internacionales,
podemos
optar
nuevamente
por
Hedley
Bull
en
lo
que
considero
es
una
actitud
prudente
para
dar
cuenta
del
rol
del
derecho
natural
en
la
moderna
teoría
social
sin
con
ello
afirmar
que
la
tradición
del
derecho
natural
tiene
valor
intelectual
o
normativo
intrínseco:
No
quisiera
abrazar
el
punto
de
vista
de
los
exponentes
de
la
doctrina
del
derecho
natural
de
que
(…)
las
metas
primarias
o
universales
de
la
vida
social
son
obligatorias
para
todos
lo
hombres,
o
que
el
carácter
vinculante
de
las
normas
de
conducta
que
las
sostienen
es
autoevidente
para
todos
los
hombres.
Es
verdad
que
la
posición
que
he
adoptado
aquí
puede
entenderse
en
parte
como
un
“equivalente
empírico”
de
la
teoría
del
derecho
natural
que
buscó
explicar
las
condiciones
elementales
o
primarias
de
la
existencia
social
con
el
lenguaje
de
una
época
diferente.
De
hecho,
la
tradición
del
derecho
sigue
siendo
una
de
las
fuentes
más
ricas
de
introspección
teórica
en
las
materias
atingentes
al
presente
estudio.
Pero
no
es
parte
de
mi
intención
revivir
las
creencias
principales
del
derecho
natural
por
sí
mismas
(Bull
1977:
6-‐7)
62
La
tradición
del
derecho
natural
es
por
cierto
enormemente
heterogénea
y
cualquier
intento
por
desplegar
una
definición
general
está
destinado
a
causar
controversia
(capítulo
3).
Mi
tesis
de
que
una
pretensión
universalista
sirve
para
caracterizarla
como
un
todo
puede
criticarse
por
excluir
autores
del
derecho
natural
moderno
que
fueron
de
importancia
decisiva
para
el
establecimiento
de
las
concepciones
modernas
de
la
soberanía
estatal
(por
ejemplo,
Hobbes
y
Locke).
Contra
esta
posible
objeción,
creo
que
en
tanto
ellos
estaban
preocupados
por
establecer
principios
fundacionales
que
sirvieran
para
constituir
cualquier
forma
moderna
de
orden
social
y
estatal,
la
fundación
de
una
pretensión
universalista
se
mantiene
incluso
si
debe
reconocerse
que
el
umbral
de
tal
universalismo
ha
quedado
rebajado.
132
Bull
no
busca
apoyar
ni
repotenciar
el
derecho
natural,
pero
aun
así
se
da
cuenta
de
que
no
basta
simplemente
con
ignorarlo.
Quisiera
tomar
en
serio
su
idea
de
que
tenemos
la
obligación
intelectual
de
reconocer
que
el
derecho
natural
juega
un
rol
mucho
más
importante
que
aquel
que
se
le
reconoce
comúnmente,
y
del
que
quisiéramos
que
jugase,
en
la
tradición
intelectual
de
las
ciencias
sociales.
Mi
discrepancia
con
Bull
remite
a
que
más
que
describir
mi
posición
como
un
“equivalente
empírico”
del
derecho
natural,
estoy
interesado
en
comprender
su
rol
como
una
orientación
o
fundamento
sin
el
cual
los
conceptos
y
métodos
de
las
ciencias
sociales
difícilmente
podrían
operar.
Es
más,
en
un
párrafo
que
se
ha
descrito
como
“espectacular”
en
el
contexto
de
su
obra
(Vincent
1988:
198),
Bull
señala
justamente:
“se
ha
sostenido
que
el
orden
mundial,
o
el
orden
en
la
gran
sociedad
de
toda
la
humanidad,
no
es
sólo
más
extenso
que
el
orden
internacional
o
el
orden
entre
los
estados
sino
que
es,
asimismo,
más
fundamental
y
primordial
que
aquél
y
moralmente
previo
que
él”
(Bull
1977:
319,
cursivas
mías).
Que
una
afirmación
como
esta
se
encuentre
al
final
del
libro
más
importante
de
Bull,
La
sociedad
anárquica,
muestra
que
el
autor
parece
haber
tropezado
con
un
resultado
que
va
más
allá
de
su
propio
diagnóstico
estructural
sobre
el
sistema
internacional
y,
asimismo,
que
va
más
allá
de
las
consecuencias
normativas
que
él
mismo
esperaba
desde
allí
derivar.
Para
decirlo
de
algún
modo,
Bull
se
convierte
en
un
pensador
cosmopolita
a
pesar
de
sí
mismo,
en
la
medida
en
que
se
da
cuenta
que
las
relaciones
internacionales
no
pueden
siquiera
ser
concebidas
sin
la
clase
de
presupuestos
universalistas
que
son
propios
de
la
tradición
del
derecho
natural.63
La
agenda
de
investigación
de
largo
plazo
de
la
teoría
social
–el
examen
empírico
del
surgimiento
y
de
los
aspectos
principales
de
la
vida
social
moderna–
se
deriva
de
una
pretensión
universalista
cuyo
controvertido
origen
se
encuentra
en
la
tradición
del
derecho
natural
(capítulos
2
y
3).
Pero
las
mismas
tendencias
críticas
que
pueden
interpretarse
como
desafíos
fundamentales
a
la
creencia
del
derecho
natural
en
la
unidad
de
la
especie
humana
–el
cambio
histórico,
la
variación
socio-‐cultural
y
discrepancia
normativa–
han
sido
ellas
mismas
presentadas
como
las
experiencias
más
importantes
que
dieron
surgimiento
al
derecho
natural.
Así,
son
las
relaciones
entre
unidad
y
diversidad,
o
universalismo
y
particularismo,
en
los
orígenes
de
la
tradición
del
derecho
natural
las
que
quisiera
explorar
muy
brevemente
aquí.
Podemos
volver
sobre
un
argumento
que
ya
usamos
en
el
capítulo
2.
Vimos
en
ese
contexto
como
Heinrich
Rommen
(1998:
4)
explicaba
en
la
década
de
los
treinta
del
siglo
pasado
que
la
emergencia
del
derecho
natural
se
remite
de
modo
fundamental
a
la
experiencia
de
cambio
histórico
y
sociocultural
que
lleva
ya
en
la
antigüedad
a
la
conclusión
de
que
“no
toda
ley
remite
a
una
ley
divina
inalterable
e
inmodificable”,
sino
que
desde
un
inicio
busca
hacerse
cargo
de
la
experiencia
de
la
diversidad.
El
derecho
natural
tradicional
ingresó
entonces
en
el
pensamiento
moderno,
y
por
ende
en
la
teoría
social,
a
través
de
la
secularización
de
sus
presupuestos.
La
tesis
del
surgimiento
de
la
modernidad
en
tanto
proceso
de
secularización,
la
forma
en
que
las
referencias
trascendentales
hacia
un
cosmos
divinamente
organizado
son
transformadas
en
una
concepción
inmanente
de
la
historia
entendida
exclusivamente
en
términos
de
progreso
humano,
fue
magistralmente
recuperada
por
Karl
Löwith
a
finales
de
los
años
cuarenta:
Una
historia
universal
orientada
hacia
un
fin
unificando,
al
menos
potencialmente,
el
curso
completo
de
los
acontecimientos,
no
fue
ideada
por
Voltaire
sino
por
el
mesianismo
judío
y
la
escatología
cristiana
sobre
la
base
distintiva
de
un
monoteísmo
exclusivista.
Una
63 De hecho, en sus textos tardíos, Bull (1984) se acercó cada vez más a la “corriente normativa” de la
escuela
inglesa
en
relaciones
internacionales.
Agradezco
a
George
Lawson
el
haber
llamado
mi
atención
sobre
este
punto.
133
vez
que
esta
creencia
había
sido
universalmente
adoptada
y
hubo
prevalecido
por
siglos,
el
hombre
pudo
descartar
la
doctrina
de
la
providencia,
junto
con
la
de
la
creación,
el
juicio
final
y
la
salvación;
aunque
no
volvería
a
las
concepciones
que
habían
satisfecho
a
los
antiguos.
El
hombre
buscará
reemplazar
a
la
providencia,
pero
dentro
del
horizonte
establecido,
secularizando
la
esperanza
cristiana
de
salvación
en
el
marco
de
una
esperanza
indefinida
de
superación
y
fe
en
la
providencia
divina,
bajo
la
creencia
en
la
capacidad
humana
de
proveerse
su
propia
felicidad
terrenal
(Löwith:
1964:
111)
Siguiendo
a
Löwith,
parte
de
mi
argumento
a
lo
largo
de
todo
este
libro
ha
sido
que
la
teoría
social
clásica
retoma
un
desafío
que
es
similar
al
que
aquí
se
describe
como
decisivo
para
el
derecho
natural.
Con
la
modernidad,
la
idea
de
humanidad
sólo
puede
ser
significativamente
aprehendida
si
se
la
trata
como
un
sujeto
histórico
individual
y
este
es
un
supuesto
que
la
moderna
teoría
social
y
la
tradición
del
derecho
natural
comparten.
Sin
embargo,
no
estoy
de
acuerdo
con
otro
aspecto
de
la
tesis
de
Löwith;
a
saber,
que
la
teoría
social
no
retiene
autonomía
cognitiva
y,
por
lo
mismo,
termina
disuelta
y
se
transforma
simplemente
en
una
forma
deficiente
de
derecho
natural
(capítulo
3).
Como
hemos
visto,
además,
Leo
Strauss
es
de
la
idea
de
que
para
comprender
la
tradición
del
derecho
natural
debemos
hacerlo
con
total
independencia
de
sus
fuentes
religiosas
y
esa
es
precisamente
la
razón
de
por
qué
Strauss
prefiere
la
noción
de
“derecho”
natural
por
sobre
la
idea
de
“ley”
natural
para
referirse
a
su
propio
proyecto
intelectual:
“el
conocimiento
de
la
indefinidamente
extensa
variedad
de
nociones
de
bien
y
mal
está
lejos
de
resultar
incompatible
con
la
idea
de
derecho
natural,
es
más
bien
condición
esencial
de
la
emergencia
de
dicha
idea:
la
realización
de
la
multiplicidad
de
nociones
de
bien
es
el
incentivo
para
la
pregunta
por
el
derecho
natural”
(Strauss
1974:
10).
Strauss
va
más
allá
de
la
cristiandad
y
busca
los
orígenes
de
la
tradición
iusnaturalista
en
Sócrates
y
Platón.
Es
aquí,
argumenta
Strauss
(1974:
89),
que
“el
descubrimiento
de
la
naturaleza
es
equivalente
con
la
actualización
de
la
posibilidad
humana
que,
al
menos
de
acuerdo
con
su
propia
interpretación,
es
transhistórica,
trans-‐social,
trans-‐moral
y
trans-‐religiosa’
(Strauss
1974:
89).
A
Strauss
le
interesa
comparar
las
teorías
del
derecho
natural
de
la
Grecia
clásica
con
aquellas
que
dieron
lugar
al
pensamiento
moderno
en
las
obras
de
Maquiavelo
y
Hobbes.
El
aspecto
central
que
ambas
tradiciones
comparten
es
que
ambas
se
basan
en
premisas
antropológicas
(inmanentes)
más
que
religiosas
(trascendentes).
Las
preguntas
sobre
qué
constituye
la
humanidad
de
los
seres
humanos,
y
cuál
es
la
mejor
forma
de
llevar
a
cabo
nuestra
vida
mejor
en
común,
están
ambas
basadas
en
la
tesis
de
que
“toda
la
doctrina
del
derecho
natural
proclama
que
los
fundamentos
de
la
justicia
son,
en
principio,
accesibles
al
hombre
en
tanto
hombre”
(Strauss
1974:
28).
Sin
embargo,
Strauss
también
enfatiza
las
diferencias
entre
las
doctrinas
griegas
y
modernas
del
derecho
natural,
entre
las
cuales
la
más
importante
es
que
sólo
los
modernos
tienen
una
concepción
de
“derecho
natural
igualitario
(…para
el
que…)
todos
los
hombres
son
por
naturaleza
libres
e
iguales.
Libertad
natural
e
igualdad
natural
son
inseparables
la
una
de
la
otra”
(Strauss
1974:
118,
cursivas
mías).64
Sin
duda,
la
teoría
social
ha
intentado
superar
el
derecho
natural
en
sus
distintas
versiones
pero,
en
ese
afán,
tiende
a
presuponer
y
volver
sobre
algunas
de
sus
formulaciones
centrales.
En
relación
a
la
pregunta
por
el
fundamento
de
derecho
natural
de
la
moderna
teoría
social,
por
lo
64 Al arribar a esta formulación, Strauss (1974: 181-‐182) señala que el derecho natural moderno está
tanto,
me
importa
hacer
visible
una
conexión
filosófica
más
profunda
que
parece
encontrase
operativa
con
independencia
de
si
se
la
reconoce
o
desea
explícitamente.
En
la
medida
que
su
surgimiento
coincide
con
la
expansión
e
impacto
globales
de
la
modernidad,
la
moderna
teoría
social
tiene
una
suerte
de
“interés
creado”
en
captar
qué
es
lo
que
constituye,
parafraseando
la
fórmula
de
Bull,
nuestra
“gran
sociedad
de
la
humanidad”:
¿qué
es
lo
que
hace
sociales
a
las
relaciones
sociales
modernas?,
¿por
qué
se
expanden
en
todo
el
mundo?,
¿cómo
pueden
estudiarse
tales
relaciones
sociales
en
permanente
cambio?,
¿seremos
capaces
de
determinar
inequívocamente
la
mejor
forma
posible
de
organizar
nuestra
vida
en
común?
Incluso
en
la
medida
en
que
es
inapropiado
entender
a
la
sociología,
o
en
este
caso
a
las
relaciones
internacionales,
como
la
encarnación
científico-‐social
de
las
doctrinas
filosóficas
de
la
tradición
del
derecho
natural,
me
parece
fundamental
explicitar
los
presupuestos
de
derecho
natural
que
parecen
aun
ser
parte
de
sus
fundamentos
teóricos
de
forma
tal
de
poder
reflexionar
crítica
y
explícitamente
sobre
ellos.
Mi
posición
es
que
la
teoría
social
que
emerge
en
el
siglo
XIX
se
constituye
a
partir
de
este
fundamento
de
derecho
natural
puesto
que
las
ciencias
sociales
operan
bajo
los
presupuestos
normativos
y
analíticos
de
la
unidad
fundamental
de
la
especie
humana
y
la
igualdad
de
todos
los
seres
humanos
individuales.
Este
presupuesto
de
derecho
natural
hace
de
fundamento
–aunque
por
lo
general
implícito–
de
la
obra
de
los
teóricos
sociales
clásicos
no
sólo
en
lo
que
se
refiere
a
sus
posturas
normativas
sino
también
en
lo
que
respecta
a
sus
conceptos
y
métodos
propiamente
científicos.
Y
para
los
efectos
específicos
de
este
capítulo,
la
tesis
que
propongo
es
que
este
fundamento
de
derecho
natural
no
sólo
opera
en
un
nivel
más
profundo
que
el
nacionalismo
metodológico
y
la
analogía
doméstica,
sino
que
ha
de
jugar
también
un
rol
central
para
su
crítica
en
sociología
y
relaciones
internacionales.
Más
aun,
la
narrativa
que
he
introducido
esquemáticamente
aquí
puede
entregar
apoyo
a
la
tesis
de
que
la
moderna
teoría
social
debe
generar
una
concepción
más
sutil
y
diferenciada
del
universalismo
con
miras
a
intentar
explicar
el
gigantesco
avance
e
importancia
de
los
particularismos
culturales
y
discrepancias
éticas
que
se
experimentan
en
la
modernidad
–y
aun
mas
cuando
esta
modernidad
se
vuelve
efectivamente
global.
La
idea
misma
de
lo
social
a
partir
de
la
cual
nuestras
disciplinas
se
han
establecido
históricamente
presupone
la
unidad
de
la
especie
humana
y
la
igualdad
de
los
seres
humanos
individuales.
El
género,
la
etnia,
la
cultura,
la
nacionalidad
o
las
diferencias
religiosas
son
todas
teorizadas
como
diferenciaciones
internas
a
una
unidad
sustantiva
de
la
humanidad
que
es
más
fundamental;
la
existencia
misma
de
tales
diferencias
(el
hecho
de
que
los
seres
humanos
tienen
formas
distintas
de
expresarse
religiosa,
cultural
o
estéticamente)
es
vista
entonces
como
la
expresión
más
radical
de
su
igualdad
fundamental.
Todo
puede
ser
diferente
entre
las
agrupaciones
humanas
–normas
y
valores,
olores
y
sabores–
pero
la
idea
de
que
algo
que
llamamos
propiamente
social
emerge
a
partir
de
la
interacción
entre
seres
humanos
que
son
distintos
pero
miembros
de
la
misma
especia
es
el
elemento
sobre
el
que
tales
diferencias
se
sostienen.
La
teoría
social
pretende
explícitamente
dejar
atrás
al
derecho
natural
pero,
en
los
hechos,
todavía
parece
necesitar
de
él
en
la
medida
que
sus
conceptos
clave
presuponen
una
idea
sobre
la
unidad
última
de
la
humanidad.
La
tradición
de
la
teoría
social
requiere
de
una
pretensión
universalista
que
opera
en
tres
niveles
distintos
pero
que
se
refuerzan
mutuamente:
(a)
la
idea
normativa
de
una
única
sociedad
moderna
que
se
expande
a
lo
largo
y
ancho
del
globo
y
que
abarca
a
todos
los
seres
humanos;
(b)
la
definición
conceptual
de
cuál
es
el
elemento
propiamente
social
de
las
relaciones
sociales
modernas
y;
(c)
la
justificación
metodológica
sobre
cómo
generar
conocimiento
empírico
adecuado
sobre
las
relaciones
sociales
(Chernilo
2010:
133-‐153).
135
Puesto
que
una
justificación
más
detallada
de
estos
argumentos
fue
presentada
en
los
capítulos
2
y
3,
quisiera
concluir
este
capítulo
utilizando
nuevamente
la
obra
de
Bull.
Un
elemento
fundamental
en
sus
consideraciones
sobre
la
naturaleza
del
orden
en
la
sociedad
internacional
es
la
forma
en
que,
desde
sus
orígenes
en
el
marco
más
general
del
derecho
natural
del
siglo
XVII,
el
derecho
internacional
ha
tratado
de
situarse
a
sí
mismo
más
allá
del
derecho
natural.
Pero
el
resultado
fundamental
de
ese
movimiento
ha
sido
que
autores
posteriores
terminan
enfrentándose
a
él
de
manera
renovada.
De
hecho,
Bull
explica
que
el
término
mismo
“derecho
internacional”
se
acuñó
para
expresar
una
suerte
de
“declive
final”
del
derecho
natural
y
el
advenimiento
de
una
ciencia
verdaderamente
positiva
de
las
relaciones
internacionales:
Al
identificar
las
fuentes
de
las
reglas
a
partir
de
las
cuales
los
estados
están
vinculados,
los
teóricos
de
la
sociedad
internacional
de
los
siglos
XVIII
y
XIX
le
dieron
la
espalda
al
derecho
natural
para
moverse
hacia
el
derecho
positivo
internacional
(…)
Cuando
formularon
estas
reglas
de
coexistencia,
los
teóricos
de
ese
período
fueron
capaces
de
liberarse
a
sí
mismos
de
los
supuestos
universalistas
o
solidaristas
heredados
de
la
época
medieval
y
de
dar
cuenta
de
la
característica
distintiva
de
la
sociedad
anárquica.
Los
términos
“derecho
de
naciones”,
derecho
de
gentes,
Volkrrecht,
no
sólo
expulsaron
el
término
“derecho
natural”,
con
el
cual
éstos
siempre
habían
estado
emparentados;
ahora
debían
claramente
entenderse
no
como
un
derecho
común
a
todas
las
naciones
sino
como
un
derecho
entre
las
naciones.
La
transición
se
completó
cuando
la
formulación
misma
“derecho
de
naciones”
le
dio
lugar
al
“derecho
internacional”,
término
acuñado
por
Bentham
en
1789
en
su
Introducción
a
los
Principios
de
la
Moral
y
la
Legislación
(Bull
1977:
35-‐36)
El
argumento
me
parece
fascinante.
Por
un
lado,
Bull
reconoce
cuán
efímero
fue
este
rechazo
aparentemente
definitivo
del
derecho
natural,
tanto
explícita
como
implícitamente:
“una
característica
de
los
teóricos
del
derecho
natural
fue
que
en
ningún
caso
se
liberaron
totalmente
de
las
ambigüedades
de
la
expresión
romana
ius
gentium,
en
relación
a
su
significado
moderno
de
“derecho
internacional”
–o
de
derecho
entre
estados
y
naciones–
y
su
sentido
original
de
derecho
común
de
todas
las
naciones”
(Bull
1977:
30).
En
otras
palabras,
cuanto
más
buscó
el
derecho
internacional
ir
más
allá
y
superar
sus
orígenes
en
la
tradición
del
derecho
natural,
más
tendía
a
volver
sobre
tales
orígenes.
Pero
simultáneamente,
por
el
otro
lado,
“las
ideas
de
sociedad
internacional
en
el
siglo
XX
pueden
entenderse
como
más
cercanas
a
aquellas
que
se
mantenían
durante
los
primeros
siglos
del
sistema
de
estados
que
a
aquellas
que
prevalecieron
en
los
siglos
XVIII
y
XIX”
(Bull
1977:
38).
Más
que
un
camino
lineal
–ya
sea
hacia
el
apogeo
del
derecho
natural,
ya
hacia
su
declive
definitivo–
el
análisis
de
Bull
apunta
en
dirección
de
una
permanente
Aufhebung,
de
un
movimiento
constante
de
conservación
y
trascendencia,
de
los
presupuestos
del
derecho
natural
en
el
derecho
internacional.
Puesto
que
las
tentativas
de
conectar
la
teoría
social
y
el
derecho
natural
han
de
ser
siempre
problemáticas,
mi
postura
es
que
podemos
liberarnos
de
las
versiones
más
profundamente
conservadoras
o
metafísicas
del
derecho
natural
sólo
si
estamos
decididos
a
lidiar
con
ellas
de
frente
y
decididamente.
El
derecho
natural
no
se
desvanecerá
simplemente
en
el
aire,
pero
su
pretensión
universalista
puede
ciertamente
ser
refinada,
volverse
más
reflexiva
y
convertirse
en
asunto
susceptible
de
revisión
crítica.
Mientras
más
reconozcamos
este
fundamento
de
derecho
natural,
y
empecemos
a
explicitar
lo
que
hasta
el
momento
ha
tendido
a
permanecer
implícito,
más
sofisticadas
y
sutiles
pueden
volverse
nuestras
revisiones
tanto
del
nacionalismo
metodológico
como
de
la
analogía
doméstica.
Forzosamente
tentativas,
las
soluciones
que
136
necesitamos
remiten
en
todo
caso
a
investigar
de
manera
cada
vez
más
detallada
y
reflexiva
la
pretensión
universalista
de
la
teoría
social.
Conclusiones
El
nacionalismo
metodológico
y
la
analogía
doméstica
son
sin
duda
reales,
pero
no
son
las
proposiciones
más
fundamentales
de
sus
respectivas
disciplinas,
ni
mucho
menos
los
aspectos
clave
de
la
moderna
teoría
social
en
tanto
tradición
intelectual.
Como
lo
he
argumentado
tanto
en
este
capítulo
como
a
lo
largo
de
todo
este
libro,
mi
tesis
es
que
el
corazón
intelectual
de
la
teoría
social
radica
más
bien
en
una
pretensión
universalista
cuyo
fundamento
de
derecho
natural
todavía
requiere
ser
entendido
de
mejor
forma.
El
tipo
de
revisión
que
estoy
sugiriendo
exige
que
seamos
capaces
de
ver
más
allá
del
nacionalismo
metodológico
y
de
la
analogía
doméstica
a
partir
de
la
reconstrucción
y
reevaluación
de
los
elementos
del
derecho
natural
que
aun
permanecen
en
la
moderna
teoría
social.
La
apertura
para
entender
lo
que
está
cambiando
en
la
actual
coyuntura
histórica
exige
asimismo
que
reconozcamos
aquello
que
permanece
relativamente
estable.
Las
tentativas
de
la
sociología
y
de
las
relaciones
internacionales
para
conceptualizar
lo
global
en
relación
con
lo
nacional
y
lo
internacional
pertenecen
íntegramente
a
la
tradición
de
la
teoría
social
clásica
y
su
pretensión
universalista.
Por
oposición
a
lo
que
ocurre
en
muchos
de
los
escritos
contemporáneos
en
ambas
disciplinas,
mi
tesis
es
que
no
presenciamos
ningún
cambio
de
paradigma
radical
en
la
actualidad.
Las
nociones
de
sociedad
mundial,
modernidad
global
o
cosmopolitismo
que
encontramos
en
la
teoría
social
clásica
están
por
supuesto
llenas
de
promesas
y
dificultades;
ello
hace
necesario
una
serie
de
correcciones
importantes
para
poder
hacer
un
uso
realmente
beneficioso
de
ellas
en
la
actualidad.
Pero
el
punto
decisivo
es
que,
más
que
declaraciones
más
o
menos
grandilocuentes
sobre
su
obsolescencia,
las
herramientas
que
necesitamos
se
encuentran
más
profundamente
y
en
el
interior
del
canon
de
la
propia
teoría
social.
Más
profundamente,
porque
su
fundamento
de
derecho
natural
no
resulta
evidente
a
primera
vista
y
sólo
se
revela
cuando
se
lo
reconstruye
con
cuidado.
En
su
interior,
porque
implica
la
depuración
de
uno
de
los
aspectos
más
duraderos
de
la
teoría
social
–lo
que
a
lo
largo
de
este
texto
he
llamado
su
orientación
universalista.
Una
cosa
en
todo
caso
es
segura:
no
vamos
a
avanzar
si
a
lo
que
se
tiende
es
a
la
simplificación
de
nuestra
comprensión
histórica
y
filosófica
de
los
conceptos
clave
de
las
ciencias
sociales.
La
sociología
y
las
relaciones
internacionales
tienen
mucho
que
aprender
la
una
de
la
otra
–entre
ello,
respecto
a
cómo
reconciliarse
con
su
propia
historia
común.
Las
relaciones
internacionales
han
experimentado
problemas
crónicos
para
llegar
a
un
concepto
afinado
de
“lo
internacional”.
Y
su
contribución
clave
en
la
investigación
de
los
aspectos
globales
y
cosmopolitas
de
la
sociedad
mundial
parece
encontrarse,
incluso
a
pesar
de
sí
misma,
en
su
conciencia
más
clara,
aunque
también
fugaz,
de
su
deuda
con
el
derecho
natural.
Este
potencial
sólo
puede
empezar
a
realizarse,
sin
embargo,
si
deja
de
estar
asustada
o
avergonzada
del
derecho
natural
y
empieza
a
estudiarlo
por
lo
que
verdaderamente
es
–con
sus
luces
y
sombras.
En
el
caso
de
la
sociología,
por
su
parte,
ella
debe
revisar
la
forma
en
que
describe
su
propio
pasado
como
si
no
guardara
ninguna
deuda
pendiente
con
el
derecho
natural.
A
pesar
de
su
preocupación
duradera
por
la
vocación
universalista
de
la
modernidad,
así
como
su
inquietud
por
una
definición
cada
vez
más
abstracta
de
lo
social,
la
contribución
de
la
sociología
sigue
siendo
irremplazable
a
la
hora
de
entender
en
qué
consiste
el
elemento
social
de
las
relaciones
sociales
modernas.
Las
discusiones
en
ambas
disciplinas
muestran
que
no
hay
necesidad
de
ver
a
ninguna
de
las
dos
como
137
intrínsecamente
deficientes.
Parece
mejor
idea
que,
al
reconstruirlas,
dejemos
que
las
dificultades
reales
se
muestren
por
lo
que
realmente
son
e
intentemos
arribar
a
soluciones
que
sabemos
permanecerán
tentativas.
Necesitamos
una
revisión
de
nuestra
comprensión
del
período
fundacional
de
las
ciencias
sociales
para
que
dejemos
de
imponerle
una
idea
sobre
la
centralidad
y
necesidad
del
estado-‐nación
que,
simplemente,
nunca
ha
sido
el
caso.
138
Capítulo
8.
Teoría
Social
y
Procesos
de
Diferenciación:
Sus
Fundamentos
Universalistas
En
un
artículo
reciente
sobre
los
desafíos
actuales
en
teoría
de
las
relaciones
internaciones
y
del
derecho
internacional,
Martti
Koskenniemi,
sin
duda
uno
de
los
académicos
más
destacados
en
esas
disciplinas,
hace
la
siguiente
afirmación:
Las
palabras
son
política
–y
durante
los
últimos
20
años,
nuevas
palabras
han
emergido
para
articular
la
realidad
de
la
vida
internacional.
Expresiones
técnicas
tales
como
“regulación”,
“conformidad”,
“governance”
y
otras
se
reconducen
hacia
nuevas
sensibilidades
y
prioridades,
elevando
a
nuevos
expertos
a
posiciones
de
autoridad.
He
querido
analizar
este
cambio
de
lenguaje
trazando
un
paralelo
con
un
momento
análogo
a
finales
del
siglo
XVII.
Entonces,
como
ahora,
un
nuevo
lenguaje
empíricamente
“realista”
(derecho
natural/
relaciones
internacionales)
apareció
para
dar
voz
a
nuevas
preferencias,
formas
de
autoridad,
jerarquía
o
influencia.
Este
nuevo
vocabulario
–un
nuevo
derecho
natural–
le
da
voz
a
intereses
especiales
en
los
regímenes
funcionalmente
diversificados
de
gobierno
y
control
global,
y
se
alimenta
de
la
costumbre
de
los
abogados
internacionalistas
de
articular
las
certezas
fundacionales
de
la
profesión
en
términos
instrumentales,
sociológicos.
Esta
nueva
orientación
asume
seriamente
estas
articulaciones
y,
como
las
ideas
de
ius
naturae
y
gentium
en
el
siglo
XVII,
construye
un
estado
de
naturaleza
que
se
abstrae
a
partir
de
la
observación
de
los
seres
humanos
tal
y
como
ahora
son.
En
la
forma
más
sofisticada
disponible,
el
estado
de
naturaleza
se
articula
en
la
anarquía
de
sistemas
funcionales
autónomos:
comercio,
derechos
humanos,
medioambiente,
seguridad,
diplomacia,
y
otros.
Dado
que
no
existe
una
verdad
superior
a
aquella
derivada
de
estos
sistemas
o
lenguajes,
cada
uno
recreará
por
sí
mismo
la
soberanía
perdida
del
estado-nación
(Koskenniemi
2009:
411,
cursivas
del
autor,
negrillas
mías)
Para
mis
propósitos
en
este
capítulo,
este
pasaje
resulta
iluminador,
aunque
también
relativamente
problemático,
puesto
que
vincula
directamente
la
pregunta
por
los
desafíos
más
importantes
que
actualmente
enfrentan
las
teorías
sociales
de
lo
internacional
en
su
relación
con
los
procesos
de
diferenciación
(social
o
funcional).
Quisiera
reflexionar
sobre
las
conexiones
entre
estos
dos
campos
de
investigación,
la
teoría
social
y
los
procesos
de
diferenciación,
a
partir
de
las
intuiciones
de
Koskenniemi.
De
hecho,
su
argumento
sobre
la
importancia
de
la
teoría
de
la
diferenciación
es
muy
distinto
de
aquellos
más
conocidos
en
la
literatura
sociológica.
Por
un
lado,
la
teoría
de
la
diferenciación
no
es
para
él
un
paradigma
general
que
permite
comprender
la
vida
social
como
tal;
más
bien,
Koskenniemi
dirige
su
atención
a
la
pregunta
por
la
diferenciación
en
tanto
resultado
o
conclusión
de
su
estudio
sobre
las
formas
cambiantes
de
lo
internacional.
La
importancia
de
los
procesos
de
diferenciación
se
vuelve
aun
más
central
en
la
medida
en
que,
para
decirlo
de
algún
modo,
se
le
imponen
al
observador
científico-‐social
a
partir
de
la
constatación
empírica
de
las
tendencias
en
estudio.
En
tal
sentido,
el
argumento
de
Koskenniemi
apunta
a
reforzar
la
importancia
de
las
ideas
sobre
la
diferenciación
como
un
marco
explicativo
adecuado
para
el
necesario
análisis
empírico
de
lo
internacional.
Por
el
otro
lado,
su
conceptualización
de
los
procesos
de
diferenciación
busca
explícitamente
incluir,
más
que
excluir,
la
siempre
difícil
pregunta
sobre
sus
fundamentos
filosóficos
y
presupuestos
normativos.
De
hecho,
el
argumento
más
fuerte
de
Koskenniemi
es
que
existen
presupuestos
de
derecho
natural
profundamente
enraizados
en
las
conceptualizaciones
científico-‐sociales
actuales
de
los
procesos
internacionales
en
la
medida
en
que
se
los
conceptualizan
como
procesos
de
139
diferenciación
social
o
funcional.
Para
él,
derecho
natural
y
procesos
de
diferenciación
han
devenido
inextricablemente
vinculados
–incluso
si
no
son
realmente
las
dos
caras
de
la
misma
moneda.
Cualquier
tentativa
de
explicar
la
interrelación
entre
ambos
debe
dar
cuenta
de
aquellas
consideraciones
normativas
que
están
efectivamente
en
uso
(explícitamente
o
no).
Más
aun,
su
argumento
se
basa
en
trazar
una
comparación
entre
el
siglo
XVII,
la
época
en
que
aparece
el
lenguaje
del
derecho
internacional
en
términos
de
derecho
natural
moderno,
y
nuestra
propia
época
en
tanto
también
nosotros
presenciamos
reconfiguraciones
rápidas
e
intensas
de
las
relaciones
internacionales
y
sus
fundamentos
normativos.
De
más
está
decir
que
esta
tesis
es
radicalmente
distinta
no
sólo
de
muchas
de
las
revisiones
más
rimbombantes
de
las
teorías
de
la
globalización
de
la
década
pasada
–todas
las
cuales
coincidían
en
la
premisa
de
un
quiebre
histórico
radical
en
tanto
las
antiguas
soberanías
nacionales
y
compromisos
normativos
anteriores
se
encontraban
definitivamente
en
decadencia.
Pero
la
tesis
es
también
diferente
a
la
idea
de
Niklas
Luhmann
de
que
el
presente
y
futuro
de
la
sociología
están
relacionados
con
el
abandono
del
“pensamiento
véteroeuropeo”
(vale
decir,
el
derecho
natural,
capítulo
9).
Si
intentamos
formalizar
las
distintas
dimensiones
que
se
derivan
del
argumento
de
Koskenniemi,
me
parece
que
al
menos
los
siguientes
planos
merecen
una
consideración
más
detallada:
Primero,
hay
una
dimensión
metodológica
en
el
intento
de
trazar
un
paralelo
entre
los
cambiantes
lenguajes
que
han
buscado
dar
cuenta
de
lo
internacional
desde
el
siglo
XVII
hasta
la
actualidad.
Este
es
un
asunto
metodológico
dado
que
refiere
no
tanto
a
una
comparación
entre
estos
períodos
desde
el
punto
de
vista
de
sus
contenidos
sino
que
Koskenniemi
se
pregunta
en
qué
consiste
efectivamente
establecer
tal
comparación.
Me
parece
que
surge
entonces
la
pregunta
sobre
cómo
aproximarse
de
mejor
forma
a
la
historia
de
aquellos
elementos
que
intentaremos
entender,
simultáneamente,
en
término
de
continuidades
y
discontinuidades.
Quisiera
por
ende
sugerir
que
estamos
adoptando
lo
que
podría
llamarse
un
enfoque
reconstructivo
de
la
historia
de
la
teoría
social.
Segundo,
surge
la
cuestión
del
diagnóstico
actual
de
la
modernidad
global
como
una
sociedad
(mundial)
funcionalmente
diferenciada.
En
el
mismo
sentido
en
que
en
el
siglo
XVII
se
creó
un
nuevo
lenguaje
que
buscaba
ayudar
a
superar
el
estado
de
naturaleza,
tanto
en
el
nivel
doméstico
como
en
el
internacional,
en
la
actualidad
un
nuevo
estado
de
naturaleza
se
articula
en
lo
que
Koskenniemi
denomina
la
anarquía
de
los
sistemas
funcionales
autónomos.
Su
pregunta
es
si
las
investigaciones
sociológicas
sobre
los
procesos
de
diferenciación,
en
la
medida
en
que
aceptan
el
lenguaje
aparentemente
no-‐normativo
de
la
teoría
de
sistemas,
aun
mantienen
o
incluso
exigen
presupuestos
claramente
normativos.
Al
respecto,
trataré
de
mostrar
que
el
teorema
de
diferenciación
social
es
uno
de
los
pilares
“cuasi-trascendentales”
de
la
imaginación
sociológica
–al
interior
pero
también
más
allá
de
la
propia
teoría
de
sistemas–
para
luego
reflexionar
también
sobre
algunas
de
sus
implicancias
normativas.
Tercero,
hay
un
elemento
estrictamente
filosófico
ha
ser
descifrado:
tanto
entonces
como
ahora,
sostiene
Koskeniemmi,
el
nuevo
lenguaje
en
elaboración
se
retrotrae
a
la
tradición
del
derecho
natural.
Si
entiendo
su
argumento
correctamente,
él
se
pregunta
cómo,
y
por
qué,
ciertas
concepciones
de
derecho
natural
han
probado
ser
clave
para
la
formalización
teórica,
no
sólo
de
aquellos
campos
de
investigación
empírica
ya
diferenciados
(política,
economía,
derecho,
ciencia,
etc.),
sino
para
la
conceptualización
de
la
lógica
misma
de
la
diferenciación
social.
La
proposición
puede
parecer
más
bien
contraintuitiva
en
tanto
sugiere
que
ambos
campos
–la
teoría
social
y
los
procesos
de
diferenciación–
exigen
de
una
fundamentación
universalista
análoga
que
aun
tiene
que
ser
mejor
sistematizada
en
términos
de
sus
presupuestos
de
derecho
natural.
140
Cuarto,
algo
habremos
de
decir
sobre
el
argumento
de
que
cada
subsistema
busca
recrear
dentro
de
sí
mismo
la
soberanía
perdida
del
estado-nación.
Los
argumentos
sobre
la
diferenciación
social
pueden
entregar
nuevas
luces
sobre
el
problema
de
la
crítica
del
nacionalismo
metodológico
que
ha
estado
en
el
centro
de
ciertos
debates
sociológicos
en
las
últimas
décadas:
la
lógica
de
sistemas
diferenciados
puede
servir
como
antídoto
contra
la
interpretación
del
estado-nación
como
el
único
centro
organizativo,
sociopolítica
y
normativamente
hablando,
de
la
modernidad.
En
lo
que
sigue,
entonces,
voy
a
referirme
a
cada
una
de
estas
cuatro
dimensiones
en
el
mismo
orden
en
que
las
acabo
de
presentar:
(I)
un
enfoque
reconstructivo
sobre
la
historia
de
la
teoría
social,
(II)
el
diagnóstico
sociológico
de
la
modernidad
como
procesos
de
diferenciación
social,
(III)
las
relaciones
entre
sociología,
derecho
natural
y
universalismo
y,
(IV)
la
posición
del
estado-‐
nación
en
la
modernidad.
Un
enfoque
reconstructivo
sobre
la
historia
de
la
teoría
social
Esta
primera
dimensión
metodológica
nos
coloca
la
pregunta
de
cómo
entender
la
tradición
de
la
moderna
teoría
social
cuando
se
trata
de
conceptualizar
procesos
de
diferenciación
social.
En
tanto
la
tarea
es
reflexionar
metodológicamente
sobre
cuestiones
relativas
al
cambio
histórico,
quisiera
comenzar
con
una
de
las
estrategias
más
convencionales
que
la
teoría
social
ha
usado
para
intentar
distinguir
períodos
históricos.
La
distinción
entre
Gemeinschaft
y
Gesellschaft
–
comunidad
y
sociedad–
es
sin
duda
uno
de
los
motivos
constitutivos
clave
no
sólo
del
período
fundacional
de
la
sociología
(Tönnies
2001)
sino
también
durante
el
siglo
XX
(Bendix
1967),
e
incluso
de
un
gran
número
de
autores
contemporáneos
(Chernilo
2010:
155-‐174).
Se
puede
argumentar
que
nunca
ha
estado
del
todo
claro
en
qué
medida
la
distinción
se
plantea
en
términos
fundamentalmente
históricos
–y,
por
lo
tanto,
la
temporalidad
de
la
modernidad
queda
constituida
por
la
transición
real
que
vuelve
obsoleta
a
la
primera
y
da
vida
a
la
segunda–
o
si
su
énfasis
es
en
realidad
analítico
–y
entonces
lo
que
está
en
juego
tiene
más
que
ver
con
la
conformación
estructural
de
la
vida
moderna
en
tanto
tal.65
Mientras
el
argumento
histórico
puede
tal
vez
atribuirse
a
las
formulaciones
tempranas
de
Tönnies
y
Durkheim,
a
mediados
de
la
década
del
sesenta
del
siglo
XX
Parsons
postulaba
ya
claramente
que
la
utilidad
de
la
distinción
radica
sólo
en
términos
analíticos,
puesto
que
tanto
los
elementos
societales
como
los
comunitarios
siguen
siendo
de
relevancia
en
el
presente.
En
el
contexto
de
una
discusión
del
concepto
de
integración
de
Durkheim,
Parsons
propone
que
debemos
refinar
la
clasificación
de
Durkheim.
Si
la
solidaridad
orgánica
y
la
solidaridad
mecánica
son
términos
correlativos,
debiéramos
referirnos
a
una
clase
de
solidaridad
que
se
enfoca
en
la
legitimación
de
las
instituciones
políticas
y
otra
que
se
enfoca
al
tipo
de
instituciones
económicas.
Expresado
en
términos
generales,
podríamos
decir
que
aunque
la
situación
varía
sustancialmente
a
partir
del
tipo
de
estructura
social,
ambas
existen
simultáneamente
como
partes
del
mismo
sistema
social,
partes
que
pueden
distinguirse
sobre
la
base
de
la
estructura
y
a
través
del
análisis,
y
no
parece
haber
una
tendencia
general
para
que
una
reemplace
a
la
otra
(Parsons
1967a:
24,
cursivas
mías)
65 Es la fusión de estas dos estrategias lo que condujo a Bernard Yack (1997) a objetar que la teoría social
ha
transformado
en
un
fetiche
la
idea
de
modernidad.
Me
parece
que
su
crítica
hace
sentido,
pero
como
no
quisiera
llevarla
hasta
sus
últimas
consecuencias,
intentaré
reformular
la
dificultad
que
él
plantea
más
que
criticar
como
un
todo
a
la
tradición
de
la
moderna
teoría
social.
141
Más
aun,
es
claro
que
todos
los
conceptos
sociológicos
basados
en
la
idea
de
Gesellschaft,
como
división
del
trabajo,
solidaridad,
burocracia
o
esferas
de
valor,
se
refieren
igualmente
a
una
cierta
noción
de
diferenciación:
como
sea
que
se
las
defina,
las
nociones
fuertes
de
sociedad
moderna
presuponen
que
los
antiguos
centros
unificadores
de
las
relaciones
sociales
pierden
su
relevancia
y
que
las
nuevas
formas
de
orden
social
se
expresan
en
diferentes
racionalidades
cuya
congruencia
no
puede
más
ser
presupuesta
por
principio,
así
como
tampoco
controlarse
en
su
totalidad
de
un
supuesto
lugar
“central”.
Más
que
seguir
preocupados
por
distinguir
entre
“antes
y
después”,
las
clasificaciones
de
la
modernidad
en
períodos,
regiones
o
tendencias
estructurales
de
largo
plazo
deben
entonces
concentrarse
en
explicitar
continuidades
y
discontinuidades,
similitudes
y
diferencias,
entre
los
dominios
que
intentan
comparar.
Mi
sugerencia
es
entonces
desconfiar
de
la
lógica
teórica
en
que
se
basa
la
distinción
comunidad
/
sociedad
y
que
es
aun
tan
popular
en
la
literatura
sociológica
reciente
(centro
/
periferia,
modernidad
temprana
/
modernidad
tardía,
primera
modernidad
/
segunda
modernidad,
sociedad
industrial
/
sociedad
post-‐industrial
/
sociedad
de
la
información).
Debemos
evitar
el
uso
de
conceptualizaciones
basadas
en
este
tipo
de
quiebres
históricos
–tanto
supuestos
como
reales–
dado
que
ellos
hacen
más
difícil
observar
el
despliegue
de
las
relaciones
sociales
modernas
en
términos
de
un
movimiento
constante
de
continuidades
y
discontinuidades.
Y
me
parece
que
este
argumento
habla,
además,
en
favor
de
una
noción
fuerte
de
modernidad
global
y
sociedad
mundial
tanto
en
términos
históricos
como
analíticos.
Desde
la
aparición
de
La
Estructura
de
la
Acción
Social
de
Talcott
Parsons
en
1937
–o
posiblemente
desde
su
republicación
en
1968–
una
estrategia
extremadamente
influyente
para
observar
desarrollos
conceptuales
en
la
sociología
se
refiere
al
desarrollo
de
paradigmas
teóricos
unificados
como
el
objetivo
último
o
verdadero
de
la
teoría
sociológica.
Tanto
los
enfoques
marxistas
como
los
funcionalistas,
a
pesar
de
sus
diferencias
últimas
a
la
hora
de
conceptualizar
lo
social
y
sus
orientaciones
normativas
opuestas
respecto
de
los
usos
de
la
teorización
social,
coinciden
en
entregar
un
papel
protagónico
a
la
separación
estricta
entre
la
historia
de
la
sociología,
por
un
lado,
y
la
construcción
teórica
sistemática
propiamente
hablando,
por
el
otro
(capítulo
9).
A
modo
de
ejemplo,
podemos
ver
que
este
es
precisamente
el
tipo
de
debate
que
está
teniendo
lugar
en
la
actualidad
en
relaciones
internacionales.
Desde
el
lado
marxista,
Justin
Rosenberg
(2005,
2006,
2010)
ha
argumentado
enérgicamente
–y
de
manera
exitosa
al
menos
en
términos
de
la
atracción
que
sus
trabajos
han
generado–
que
una
nueva
“teoría
social
de
lo
internacional”
puede
establecerse
firmemente
a
partir
de
la
noción
de
“desarrollo
combinado
y
desigual”
que
fue
originalmente
desarrollada
por
León
Trotsky.
En
el
capítulo
anterior
ya
mencionamos
que
Rosenberg
encuentra
problemático
el
canon
de
la
teoría
social
debido
a
su
total
negación
de
lo
internacional
como
dominio
autónomo,
y
a
su
juicio
Trotsky
bastaría
para
remediar
esta
insuficiencia.
Desde
el
lado
sistémico,
Mathias
Albert
(2007,
2009)
hace
un
argumento
no
tan
distinto
cuando
invita
a
adoptar
una
serie
de
argumentos
clave
de
la
teoría
sociológica
de
Luhmann.
Si
bien
sus
argumentos
tienden
a
adoptar
un
tono
algo
dogmático
en
la
defensa
de
posiciones
convencionalmente
luhmanianas,
es
justo
reconocer
también
que
la
tesis
central
de
Albert
no
es
simplemente
que
una
teoría
unificada
de
la
globalización
ha
de
establecerse
exclusivamente
en
los
términos
de
Luhmann.
Su
preocupación
es
dar
centralidad
a
los
procesos
de
diferenciación
(y
racionalización)
a
la
hora
de
caracterizar
la
sociedad
mundial
actual.
Si
duda,
esa
era
en
buena
medida
la
postura
del
propio
Luhmann
–al
menos
en
lo
que
se
refiere
a
su
escepticismo
con
respecto
a
la
utilidad
de
llevar
a
cabo
investigaciones
en
sociología
clásica
como
algo
que
en
realidad
está
fuera
del
campo
de
la
construcción
teórica
en
sentido
142
fuerte
(Luhmann
1994).66
Sin
embargo,
Albert
plantea
un
argumento
adicional
sobre
la
conexión
entre
historia
de
la
teoría
y
teoría
sistemática
cuando
se
declara
en
favor
de
disociar
las
preguntas
sobre
la
posible
preponderancia
de
preconcepciones
nacionalistas
de
los
asuntos
que
se
refieren
a
la
integración
normativa
en
un
sentido
más
amplio.
En
su
opinión
debemos
prestar
más
atención
a
estas
últimas
preguntas
en
tanto
son
ellas
las
que
realmente
nos
están
impidiendo
captar
la
novedad
de
las
tendencias
globalizadoras
recientes:
el
problema
aquí
parece
ser
no
tanto
la
clase
de
nacionalismo
metodológico
como
es
tratado
por
Beck,
sino
más
bien
el
hecho
que,
de
una
forma
u
otra,
las
teorías
clásicas
de
la
sociedad
se
amparan
constitutivamente
en
una
estrategia
de
integración
normativa
(incluyendo,
por
ejemplo,
la
“comunidad
societal”
de
Parsons)
con
vistas
a
determinar
qué
hace
que
la
sociedad
se
mantenga
cohesionada
a
pesar
de
su
heterogeneidad,
y
que
tanto
las
formas
teóricas
como
empíricas
de
integración
normativa
no
parecen
ser
sostenibles
si
en
la
práctica
uno
acepta
que
tiene
sentido
hablar
de
sociedad
a
escala
efectivamente
“mundial”
(Albert
2009:
127)
Quisiera
reflexionar
sobre
este
argumento
a
partir
de
un
desarrollo,
por
cierto
aun
esquemático,
de
lo
que
puede
llamarse
un
“enfoque
reconstructivo
para
la
historia
de
la
teoría
social”.
Mi
punto
de
partida
es
que,
en
la
medida
en
que
la
tarea
de
crear
una
teoría
unificada
para
la
sociología
o
las
ciencias
sociales
raramente
ha
sido
una
empresa
consensuada,
las
posibilidades
de
alcanzar
un
acuerdo,
tan
delgado
como
se
quiera,
sobre
este
problema
son
cada
vez
más
improbables.
Dicho
directamente,
me
parece
que
necesitamos
renunciar
a
la
idea
de
que
una
teoría
sociológica
unificada
es
una
meta
alcanzable
–renunciar,
en
realidad,
a
la
idea
de
que
es
un
objetivo
deseable.
Por
el
contrario,
sugiero
considerar
el
canon
de
la
teoría
sociología
clásica
(así
como
también
el
de
la
teoría
social
contemporánea)
como
“observaciones
especialmente
agudas”
en
términos
de
su
habilidad
para
registrar
e
interpretar
las
tendencias
estructurales
y
normativas
más
importantes
en
distintas
coyunturas
históricas.
Tales
teorizaciones
por
cierto
permanecerán
siempre
conectadas
a
sus
contextos
socio-‐históricos
originales,
pero
la
razón
de
por
qué
leemos
estos
trabajos
en
otros
contextos
socioculturales
y
momentos
históricos
es
precisamente
porque
sí
son
capaces
de
trascender
sus
motivos
originales:
necesitamos
descubrir
la
orientación
universalista
en
esas
obras
y
ser
capaces
de
evaluar
qué
sigue
siendo
de
interés
para
aquellos
de
nosotros
que
no
vivimos
en
las
épocas
y
lugares
para
las
que
fueron
originalmente
pensadas.
Propongo
que
observemos
la
historia
de
la
teoría
social
como
una
empresa
intelectual
de
largo
plazo
que
ha
buscado
responder
una
serie
de
problemas
relativos
a
los
aspectos
fundamentales
de
la
experiencia
humana
en
la
modernidad.
Pero
con
vistas
a
evitar
el
pecado
teórico
del
eclecticismo
que
mezcla
inconsistentemente
lo
que
le
place
de
cada
enfoque,
necesitamos
de
algún
dispositivo
con
el
que
distinguir
qué
argumentos
teóricos
son
de
utilidad
real
y
cómo
han
de
ser
combinados.
Ese
es
el
rol
que
le
atribuyo
a
la
pretensión
universalista
de
la
teoría
social
que
está
en
el
centro
de
este
libro
(y
sobre
la
que
habré
de
volver
más
adelante
en
este
mismo
capítulo).
Me
parece
que
las
siguientes
tres
proposiciones
son
importantes
para
empezar
a
delinear
este
enfoque
reconstructivo:
66
La
revisión
extremadamente
original
e
influyente
que
Luhmann
hace
de
la
teoría
de
los
medios
simbólicamente
generalizados
de
Parsons
refuta
a
mi
juicio
su
propio
escepticismo
respecto
de
la
utilidad
de
revisar
las
teorías
de
la
sociedad
anteriores
(Chernilo
2002,
capítulo
9).
Además,
esta
forma
de
entender
el
trabajo
teórico
a
partir
de
paradigmas
autocontenidos
y
en
competencia,
en
vez
de
comprenderlos
como
la
formación
de
un
corpus
disciplinar
en
permanente
movimiento,
se
asemeja
al
viejo
y
dañino
debate
entre
marxismo
y
sociología
burguesa
que
ya
hemos
criticado
(capítulos
1
y
3).
143
• Debemos
dejar
atrás
la
idea
de
que
el
nacionalismo
metodológico
es
un
aspecto
constitutivo
o
permanente
de
la
teoría
social,
puesto
que
este
argumento
distorsiona
nuestra
comprensión
del
conjunto
de
las
posiciones
involucradas:
la
tradición
de
la
teoría
social,
la
constitución
de
la
modernidad
global
y
la
formación
del
propio
estado-‐nación
(capítulos
1,
6
y
7).
Más
aun,
hemos
de
responder
a
las
preguntas
sobre
la
integración
normativa
de
forma
más
tentativa:
soluciones
estáticas
o
ingenuas
no
son
privilegio
del
pasado
sino
que
han
probado
ser
igualmente
problemáticas
en
el
presente.
• Este
tipo
de
enfoque
es
pertinente,
me
parece,
dado
que
el
desafío
es
comprender
la
sociedad
moderna
como
formada
de
manera
inestable
y
desigual
por
tendencias
antiguas
y
nuevas
que
no
se
separan
con
facilidad
en
períodos
claramente
definibles.
En
lo
que
respecta
a
teorizar
los
aspectos
globales
de
la
vida
social,
más
y
no
menos
profundidad
histórica
es
importante
en
la
medida
que
refuerza
nuestro
sentido
de
pertenencia
a
una
única
especie
humana.
• Las
teorías
sociales
que
apuntan
en
esta
dirección
son
aquellas
que
buscan
capturar
teóricamente
la
naturaleza
última
de
la
vida
social
como
tal
y,
mientras
lo
hacen,
se
hacen
cargo
del
carácter
emergente
y
socioculturalmente
diverso
de
lo
social.
Sin
importar
cuán
distintas
sean
en
sus
concepciones
últimas
de
las
relaciones
sociales,
mientras
más
abstractas
y
generales
las
teorías
de
la
sociedad
en
consideración,
mayor
su
rendimiento
con
vistas
a
capturar
las
tendencias
constitutivas
de
la
sociedad
moderna.
El
objetivo
es
refinar,
descentrar
y
destilar
cada
vez
más
lo
que
habría
de
constituir
su
potencial
universalista
–
aquello
que
hace
social
a
las
relaciones
sociales
y
humanos
a
los
seres
humanos.
Los
diagnósticos
sociológicos
de
la
modernidad
como
procesos
de
diferenciación
El
problema
de
la
diferenciación
social
o
funcional
es
tan
antiguo
como
la
sociología
misma;
comprender
a
las
sociedades
en
términos
de
procesos
de
diferenciación
social
ha
estado
siempre
en
el
núcleo
de
las
interpretaciones
sociológicas
sobre
el
surgimiento
de
la
modernidad.
En
la
primera
tradición
funcionalista,
representada
por
Herbert
Spencer
y
Emile
Durkheim,
el
concepto
de
diferenciación
es
utilizado
explícitamente
y
se
le
entrega
un
alto
potencial
explicativo
tanto
en
términos
del
despliegue
de
procesos
evolutivos
como
en
relación
a
sus
consecuencias
para
la
integración
social.
La
idea
de
la
diferenciación
de
la
sociedad
moderna
(que
por
cierto
adquiere
existencia
sociológica
como
herencia
de
la
idea
de
división
del
trabajo
que
todavía
no
ha
roto
completamente
su
vínculo
con
la
tradición
del
derecho
natural)
fue
central
para
la
novel
concepción
sociológica
de
la
sociedad.
También
lo
hallamos
en
el
diagnóstico
de
Georg
Simmel
(1986)
sobre
los
procesos
de
formación
de
grupos
y
ciertamente
subyace
a
la
interpretación
de
Max
Weber
sobre
los
procesos
de
racionalización
social
y
cultural,
en
sus
reflexiones
intermedias
sobre
la
diferenciación
de
esferas
de
valor
y
la
tragedia
de
la
cultura
moderna
(Weber
1970,
Schluchter
1981,
Turner
1992).
En
la
sociología
de
la
postguerra,
no
sólo
Parsons
y
Luhmann,
sino
también
Habermas
y
Bourdieu,
despliegan
sus
diagnósticos
sociológicos
a
partir
de
la
tesis
de
la
centralidad
de
la
diferenciación
para
comprender
la
vida
social
moderna.
Sin
duda,
la
interpretación
sociológica
entiende
los
procesos
de
diferenciación
como
un
diagnóstico
empírico
de
tendencias
de
largo
plazo
y
profundamente
asentadas
que
entonces
dan
a
la
sociedad
moderna
su
forma
estructural
actual.
Dicho
de
otra
manera,
el
valor
teórico
de
los
teoremas
de
la
diferenciación
social
depende
de
su
valor
descriptivo
y
explicativo
antes
que
de
un
supuesto
rol
fundacional
o
filosófico.
Sin
embargo,
la
misma
generalidad
de
las
tesis
sobre
la
diferenciación,
por
un
lado,
y
su
notoriedad
en
los
diagnósticos
sociológicos
sobre
la
modernidad,
144
por
el
otro,
pueden
interpretarse
como
indicadores
de
su
estatus
filosófico
algo
más
pesado
en
tanto
uno
de
los
cimientos
clave
del
análisis
sociológico:
la
idea
misma
de
un
campo
de
investigación
estrictamente
sociológico
parece
definirse
en
referencia
a
la
comprensión
de
las
relaciones
sociales
en
tanto
procesos
de
diferenciación.
Me
parece
que
podemos
distinguir
cuatro
argumentos
distintos
a
este
respecto,
y
los
necesitamos
todos
para
hacer
visible
el
estatus
“cuasi-‐
trascendental”
de
la
noción
de
diferenciación
para
la
sociología.
• La
diferenciación
es
uno
de
los
universales
evolutivos
de
la
vida
orgánica
y
que
conecta
procesos
humanos
y
no
humanos
(Parsons
1961,
1967b).
Más
concretamente,
en
términos
de
la
sociología
moderna,
la
diferenciación
apunta
a
una
condición
dinámica
si
no
de
la
vida
social
en
cuanto
tal,
por
lo
menos
de
la
vida
social
moderna
según
la
cual
existe
una
tendencia
inmanente
hacia
una
creciente
especialización.
• Como
ya
dijimos,
la
noción
de
diferenciación
refiere,
de
manera
no
convencional,
a
una
dimensión
ontológica
a
la
que
podemos
efectivamente
referirnos
como
“lo
social”:
los
procesos
de
diferenciación
se
encuentran
inextricablemente
asociados
al
teorema
de
la
emergencia
de
lo
social.
Se
trata
de
un
argumento
no
convencional
dado
que
la
existencia
efectiva
de
tal
dimensión
no
puede
ser
puesta
en
duda
si
la
empresa
sociológica
ha
de
seguir
teniendo
capacidad
explicativa
sobre
algún
objeto
“en
el
mundo
real”.
• Es
la
lógica
de
la
diferenciación,
más
que
el
número
específico
de
subsistemas
ya
diferenciados,
lo
que
es
considerado
importante
en
la
mayor
parte
de
las
teorías
sociológicas.
La
conceptualización
última
de
tales
procesos
puede
tener
distintos
fundamentos
epistemológicos
o
implicancias
políticas,
pero
la
centralidad
de
la
lógica
de
la
diferenciación
raramente
se
pone
en
duda.
• Todos
los
sistemas
funcionalmente
diferenciados
operan
a
partir
del
principio
de
inclusión
total
(Stichweh
2008).
Es
decir,
los
seres
humanos
pueden
tener
acceso
a
las
prestaciones
sistémicas
sin
más
excepciones
que
aquellas
que
son
inherentes
al
funcionamiento
de
los
propios
sistemas.
En
un
contexto
de
modernidad
global,
además,
empieza
a
ser
empíricamente
cierto
que
las
operaciones
de
estos
sistemas
comienzan
a
tener
un
alcance
efectivamente
mundial.
Desde
las
formulaciones
tempranas
de
Spencer,
las
nociones
de
diferenciación
se
han
vuelto
cada
vez
más
“delgadas”
respecto
a
la
existencia
de
un
centro
integrador
que
pueda
mantener
cohesionada
a
la
sociedad.
Pero
es
la
noción
misma
de
diferenciación
la
que
refiere
a
la
idea
de
que
no
puede
haber
una
racionalidad
general
en
la
sociedad:
la
concepción
sociológica
de
la
sociedad
moderna
se
funda
en
la
tesis
de
que
la
integración
social
es
siempre
problemática
y
provisional
en
vez
de
estar
garantizada
de
antemano.
La
noción
sociológica
de
sociedad
moderna
carece
de
centro
y
no
presupone
un
estado
teleológico
o
definitivo
de
integración.
Se
ha
objetado,
con
razón,
que
en
las
formulaciones
sociológicas
tradicionales
no
todas
las
esferas
societales
ostentan
la
misma
dignidad;
por
ejemplo,
en
el
rol
particular
que
Weber
atribuía
a
la
política
y
la
religión
dentro
de
su
diagnóstico
más
amplio
sobre
la
tragedia
de
la
cultura
moderna.
Y
si
bien
ello
puede
interpretarse
en
el
sentido
de
que
algunas
esferas
son
“más
importantes”
que
otras,
se
puede
igualmente
argumentar
que,
incluso
en
la
tesis
de
Marx
sobre
la
primacía
de
la
reproducción
de
la
vida
material,
primacía
no
implica
necesariamente
derivación
y,
por
tanto,
tampoco
centralidad
en
un
sentido
fuerte
(Fine
2001,
2002).
Por
cierto,
el
argumento
de
la
importancia
de
la
integración
por
sobre
la
diferenciación
está
basado
en
una
doble
reducción
nacionalista
(capítulos
6
y
7).
La
primera
reducción
es
igualar
la
noción
teórica
de
sociedad
con
la
referencia
geográfica
de
un
estado-‐nación
–dando
lugar
a
lo
que
145
La
moderna
teoría
social,
en
tanto
tradición
intelectual
que
intenta
explicar
la
emergencia
y
aspectos
fundamentales
de
la
modernidad,
surge
con
la
misión
de
ayudarnos
a
abandonar
las
ilusiones
metafísicas
del
pasado.
Aun
así,
su
estrategia
de
investigación
teórica
de
largo
plazo
–el
estudio
empírico
del
surgimiento
y
los
aspectos
centrales
de
la
vida
social
moderna–
se
sustenta
en
una
pretensión
universalista
cuyo
origen
se
encuentra
en
la
tradición
del
derecho
natural
(capítulos
2
y
3).
Los
conceptos
fundacionales
y
las
estrategias
teóricas
de
la
teoría
social
aparecen
con
la
intención
de
comprender
lo
social
en
cuanto
tal
(es
decir,
sin
restricción
de
época,
lugar
o
cultura).
Y
si
bien
las
críticas
postmodernas
han
señalado
varias
de
las
insuficiencias
y
limitaciones
de
aquellas
aproximaciones
iniciales,
propongo
que
la
lección
que
no
debemos
extraer
de
tales
críticas
es
abandonar
definitivamente
la
orientación
intelectual
universalista
con
la
que
la
teoría
social
fue
concebida.
Más
bien,
se
trata
de
refinarla.
Hemos
visto
como,
en
sus
diversas
formas,
la
tradición
del
derecho
natural
no
pertenece
a
ninguna
perspectiva
filosófica
y
su
conexión
con
la
teoría
social
está
lejos
de
ser
bien
conocida.
Así,
por
ejemplo,
Niklas
Luhmann
(2008:
24)
sostiene
que
“nada
resulta
de
la
deducción
histórica
del
derecho
natural”
dado
que,
a
su
juicio,
“el
derecho
natural
permanece
sólo
como
la
cáscara
vacía
de
una
expresión
que
se
utiliza
en
frases
pomposas”.
En
contra
de
un
argumento
tal,
a
lo
largo
de
este
libro
he
venido
argumentando
que
un
elemento
que
sí
puede
reevaluarse
históricamente
en
el
interior
de
la
tradición
del
derecho
natural
es
el
despliegue,
o
evolución,
de
su
orientación
universalista.
Pero
nuevamente
Luhmann
(2008:
25)
apunta
en
una
dirección
contraria
cuando
afirma
que
la
idea
de
derecho
natural
“es
correlativa
con
el
imperativo
inmanente
de
una
sociedad
noble,
por
ende
con
el
imperativo
de
una
diferenciación
estratificada”.67
Pero
en
este
mismo
contexto
es
interesante
que,
en
la
medida
que
intenta
contestar
directamente
la
pregunta
por
la
posibilidad
de
normas
indispensables
en
la
sociedad
moderna,
Luhmann
presenta
su
argumento
de
la
siguiente
forma:
es
recomendable
limitar
la
discusión
sobre
los
derechos
humanos
a
los
problemas
de
atropello
de
la
dignidad
humana
(…)
Al
atropello
de
los
derechos
humanos
experimentados
globalmente
de
forma
unificada;
sólo
se
puede
hablar
de
eventos
indudablemente
inaceptables
cuando
la
ponderación
de
los
pro
y
los
contra
no
es
más
una
alternativa
y
en
el
mejor
de
los
casos
la
comprensión
de
las
opciones
trágicas
aún
puede
esperarse.
Injusticia,
en
cualquier
caso
(Luhmann
2008:
34,
cursivas
mías)
La
formulación
me
parece
extremadamente
interesante.
Primero,
porque
la
tesis
de
Luhmann
sobre
los
derechos
humanos
como
atropellos
a
la
dignidad
humana
está
muy
cerca
de
algunas
de
las
formulaciones
de
derecho
natural
más
convencionales
que
él
justamente
había
venido
descartando.68
En
segundo
lugar,
Luhmann
coloca
su
argumento
en
términos
de
aquello
que
es
“recomendable”,
es
decir,
se
trata
de
una
decisión
normativa
del
propio
Luhmann
antes
que
de
una
exigencia
interna
de
la
propia
descripción
sociológica.
Tercero,
Luhmann
introduce
una
67 A este respecto, Luhmann está más cerca de la posición (minoritaria) de Gierke (1927), en el sentido de
asociar
el
derecho
natural
a
principios
de
jerarquización
social
antes
que
al
universalismo.
Véase
Kessler
(2009)
para
una
discusión
de
las
insuficiencias
de
los
presupuestos
de
derecho
natural
en
las
relaciones
internacionales
contemporáneas
desde
una
perspectiva
luhmaniana.
68
Como
hemos
visto,
la
idea
de
justicia
es
central
a
la
tradición
del
derecho
natural.
Y
no
deja
de
ser
curioso
que
el
intento
más
sistemático
por
estudiar
las
relaciones
entre
marxismo
y
derecho
natural
sea
el
trabajo
de
Ernst
Bloch
(1996)
que
justamente
lleva
por
título
Derecho
natural
y
dignidad
humana.
147
fuerte
cláusula
universalista
bajo
la
cual
los
atropellos
a
la
dignidad
humana
deben
ser
universalmente
experimentados
como
negativos
(vale
decir,
global
y
unánimemente).
Y
cuarto,
porque
en
el
texto
usa
el
lenguaje
de
las
“posibilidades
trágicas”
que
ciertamente
resuena
con
los
diagnósticos
de
Weber
y
Simmel
sobre
la
diferenciación
de
esferas
valor
en
tanto
tragedia
constitutiva
de
la
cultura
moderna
a
inicios
del
siglo
XX.
Dentro
de
este
marco
general,
ya
he
expresado
mi
posición
de
que
buena
parte
del
valor
intelectual
de
la
teoría
social
radica
en
la
forma
en
que
ella
es
capaz
de
redefinir
las
inquietudes
normativas
tradicionales
del
derecho
natural
sobre
nuestra
vida
en
común
como
seres
humanos
en
términos
que
resulten
aceptables
a
nuestras
experiencias
y
estilos
de
vida
modernos:
en
qué
consiste
la
justicia
humana,
cuál
es
el
componente
social
de
las
relaciones
sociales
modernas,
acaso
es
posible
(y
cómo)
justificar
racionalmente
nuestros
presupuestos
cognitivos
y
normativos.
En
otras
palabras,
en
la
medida
en
que
una
concepción
universalistamente
orientada
de
la
humanidad
es
el
supuesto
más
importante
que
la
teoría
social
hereda
de
la
tradición
del
derecho
natural,
las
propuestas
descriptivas
y
normativas
pueden
y
deben
ser
nítidamente
distinguidas
aun
cuando
puedan
verse
obligadas
a
permanecer
relacionadas.
Como
ya
debiera
estar
claro
a
partir
de
las
discusiones
de
los
distintos
capítulos,
mi
argumento
es
que
difícilmente
podemos
hacer
sociología,
así
como
observar
el
desarrollo
de
las
relaciones
internacionales
modernas,
sin
una
concepción
sólida
de
la
humanidad
como
especie
única,
concepción
que
nunca
es
del
todo
independiente
de
presupuestos
del
derecho
natural.
Las
proposiciones
analíticas
gemelas
a
partir
de
las
cuales
surge
la
teoría
social,
la
variación
sociocultural
y
lo
social
como
un
dominio
emergente,
presuponen
igualmente
que
hay
seres
humanos
que
actúan,
que
son
ellos
los
que
siempre
pueden
actuar
de
manera
distinta,
y
que
sus
acciones
están
destinadas
a
volverse
autónomas
de
los
motivos
e
intenciones
originales.
Todos
los
seres
humanos
individuales
han
de
ser
considerados
como
dotados
con
determinados
atributos
universales
que
los
hacen
capaces
de
crear
y
recrear
la
vida
social
(aunque,
por
cierto,
nunca
a
su
propia
voluntad).
Una
lista
de
estos
atributos
será
sin
duda
distinta
en
distintas
perspectivas
sociológicas,
pero
ya
que
en
este
capítulo
hemos
estado
trabajando
con
Luhmann
podemos
usar
en
este
contexto
su
triple
clasificación
del
sentido
en
las
dimensiones
objetiva,
temporal
y
social.
Surgen
así
los
siguientes
siete
atributos:
• en
la
dimensión
objetiva:
(1)
la
satisfacción
de
las
necesidades
orgánicas
y
(2)
una
sensación
de
acoplamiento
con
el
mundo
exterior
que
incluye
a
la
propia
especie;
• en
la
dimensión
temporal:
(3)
una
sensación
de
identidad
propia
y
(4)
un
sentido
de
identidad
comunitaria
–ambas
con
algún
grado
de
continuidad
en
el
tiempo;
• en
la
dimensión
social:
(5)
pensamiento
racional
y
creativo,
(6)
emociones
y
(7)
lenguaje.69
Para
la
teoría
social,
el
rol
del
universalismo
no
dice
relación
con
perspectivas
normativas
pretenciosas
que
hablan
desde
una
supuesta
posición
de
superioridad
que
habría
de
permitirnos
observar
el
mundo
social
desde
arriba
o
desde
afuera
–y
en
eso
se
separa
de
posiciones
importantes
durante
la
historia
del
derecho
natural.
Su
universalismo
tampoco
está
basado
exclusivamente
en
la
naturaleza
abierta
e
inclusiva
de
determinados
procedimientos
que
pretenden
aplicabilidad
universal
(como
el
imperativo
categórico
de
Kant).
Más
bien,
el
69 He adoptado estos atributos, aunque modificándolos libremente, a partir de la revisión que Steven
Lukes
(2008)
hace
de
la
obra
de
Martha
Nussbaum.
Véase
también
John
Finnis
(1980)
para
un
catastro
alternativo
aunque
no
del
todo
diferente.
Mis
agradecimientos
a
Aldo
Mascareño
por
sugerirme
esta
forma
de
enfocar
este
problema
a
partir
de
las
tres
dimensiones
del
sentido
de
Luhmann.
148
argumento
que
quisiera
ofrecer
aquí
es
que
una
orientación
universalista
apunta
a
la
existencia
efectiva
de
ciertos
presupuestos
filosóficos
fuertes
sin
los
cuales
nuestras
concepciones
sociológicas
simplemente
no
podrían
llevar
a
cabo
su
labor;
se
trata
de
presuposiciones
sin
las
cuales
la
empresa
sociológica
misma
comenzaría
a
parecer
crecientemente
como
carente
de
sentido,
si
no
directamente
imposible.
La
variación
socio-‐cultural
y
la
emergencia
de
lo
social
pueden
ser
vistas
como
hechos
sociológicos
gemelos
dado
que
se
refuerzan
mutuamente
en
términos
de
tratar
de
captar
la
especificidad
de
lo
social.
Y
frente
a
ellas
la
pretensión
universalista
de
la
teoría
social
nos
invita
a
pensar
en
términos
del
rol
activo
y
creativo
de
la
conducta
humana
como
hecho
fundamental
que
se
debe
explicar:
las
personas
se
comportan
de
distinta
manera
a
la
hora
de
perseguir
sus
intereses
y
esa
es
una
capacidad
que
no
puede
obviarse
sin
alterar
fundamentalmente
lo
que
efectivamente
somos
como
seres
humanos.
En
relación
al
carácter
emergente
de
lo
social,
la
pretensión
universalista
de
la
teoría
social
remite
a
su
impredectibilidad
en
términos
de
contingencia
–las
cosas
siempre
pueden
ser
de
otra
forma–
y
a
su
autonomía,
una
vez
activado
por
motivaciones
y
objetivos
internos
a
los
individuos,
lo
que
tiene
lugar
en
la
sociedad
poco
tiene
que
ver
con
lo
que
fue
originalmente
pretendido
por
los
actores
(Mascareño
2006a).
En
la
medida
en
que
la
diversidad,
la
variabilidad,
la
impredectibilidad
y
la
autonomía
son
todos
aspectos
claves
de
nuestras
explicaciones
sociológicas,
son
condición
de
posibilidad
de
las
explicaciones
sociológicas,
mi
postura
es
que
su
universalismo
es
más
fundamental
que
su
registro
empírico
exhaustivo.
La
conclusión
que
quisiera
extraer
de
esta
sección
es,
entonces,
que
los
conceptos
sociológicos
que
requerimos
deben
ser
lo
suficientemente
fuertes
como
para
sostener
el
tipo
de
orientación
universalista
que
está
efectivamente
en
operación
tanto
descriptivamente
(la
diversidad
existe
y
las
tendencias
sociales
no
pueden
ser
definitivamente
predichas)
como
normativamente
(la
forma
en
que
los
seres
humanos
“hacen”
sociedad
nos
demuestra
que
somos
parte
de
una
única
especie
humana).
A
su
vez,
esto
significa
que
el
peso
de
la
prueba
no
descansa
en
la
afirmación
de
esta
orientación
universalista
de
las
concepciones
sociológicas
y
se
traslada
hacia
quienes
buscan
derivar
consecuencias
radicalmente
relativistas
a
partir
únicamente
del
registro
empírico
de
la
diversidad
e
impredectibilidad
de
la
conducta
humana
(capítulo
4).
Sin
embargo,
una
consecuencia
ciertamente
más
polémica
de
mi
argumento
es
que
alguna
concepción
de
humanidad,
de
seres
humanos
e
incluso
de
naturaleza
humana
parece
ser
necesaria
(o
permanecer
subrepticiamente
en
uso)
en
la
sociología.
Aun
si
ellas
son
parcialmente
desconocidas,
y
en
último
término
podríamos
llegar
a
afirmar
que
son
incognoscibles,
la
explicación
sociológica
asume
la
existencia
de
un
conjunto
de
cualidades
que
todos
los
seres
humanos
poseen.
Con
vistas
a
entender
la
variabilidad
religiosa,
étnica
y
sociocultural
que
encontramos
en
la
modernidad,
la
moderna
teoría
social
intenta
encontrar
justificaciones
cada
vez
mejores
para
las
proposiciones
universalistas
sobre
la
unidad
última
de
la
especie
humana
y
la
igualdad
fundamental
de
todos
los
seres
humanos.
Es
sólo
desde
allí
que
la
sociología
puede
efectivamente
iniciar
su
pedregoso
viaje
para
tratar
de
entender
lo
social.
La
posición
del
estado-‐nación
en
la
modernidad
El
estado-‐nación
moderno
es
por
cierto
uno
de
los
desarrollos
institucionales
más
importantes
de
la
modernidad,
por
lo
que
cualquier
descripción
de
la
misma
debiera
tomar
en
cuenta
el
rol
extremadamente
influyente
del
estado-‐nación
en
los
dos
últimos
siglos.
A
partir
de
este
hecho,
autores
como
Stephen
Toulmin
(1990)
han
sacado
la
conclusión
de
que
buena
parte
de
la
moderna
teoría
social
se
sostiene
por
reducciones
nacionalistas
y
que
tal
reducción
es
de
una
importancia
tal
que
ellas
constituyen
nada
menos
que
el
“andamiaje”
fundamental
de
la
propia
149
modernidad.
Hemos
visto
ya
que
hay
efectivamente
una
doble
reducción
nacionalista
en
operación:
la
reducción
de
conceptos
sociológicos
en
geográficos,
por
un
lado,
y
la
atribución
de
excesivos
poderes
integradores
al
estado-‐nación,
por
el
otro.
La
formulación
del
propio
Koskenniemi
al
inicio
de
este
capítulo
se
hace
eco
de
esto
cuando
sugiere
que
cada
subsistema
busca
recrear
dentro
de
sí
mismo
la
soberanía
perdida
del
estado-‐nación.
Por
contraposición,
me
parece
que
la
noción
de
sociedad
mantiene
un
rol
teórico
fuerte
en
tanto
pregunta
por
lo
social
en
general
(capítulo
1)
y,
con
respecto
al
estado-‐nación,
los
postulados
sobre
su
capacidad
integradora
y
autosuficiencia
normativa
han
sido
profundamente
exagerados
(capítulo
6).
En
relación
al
argumento
de
Koskenniemi,
entonces,
la
lógica
de
la
diferenciación
no
reemplaza
ni
puede
reemplazar
la
autosuficiencia
normativa
del
estado-‐nación
moderno
(aunque,
para
decirlo
nuevamente,
el
estado-‐nación
nunca
contó
realmente
con
la
capacidad
integradora
que
ahora
se
le
atribuye).
Más
específicamente,
sostengo
que
ninguno
de
los
sistemas
diferenciados
propugna,
ni
necesita,
de
tal
clausura
nacionalista.
Más
aun,
los
fundamentos
filosóficos
del
sistema
internacional
del
siglo
XIX,
período
en
el
que
el
marco
institucional
de
la
sociedad
moderna
estaba
todavía
en
construcción,
era
más
cercano
a
los
presupuestos
del
derecho
natural
que
a
las
reducciones
nacionalistas
que
ahora
nos
llaman
tanto
la
atención:
• El
sistema
internacional
de
relaciones
entre
estados
suponía
la
existencia
–o
incluso
la
validez–
de
un
cierto
tipo
de
“ley
superior
de
las
naciones”
(es
decir,
la
coexistencia
democrática
y
pacífica
entre
los
pueblos
de
la
tierra)
cuyo
estándar
normativo
habría
de
ser
mantenido
más
allá
de
las
diferencias
nacionales
y
estatales
(Bull
1977,
Kant
1999).
• Era
a
partir
de
esta
ley
superior
que
cada
estado-‐nación
particular
buscaba
sustento
normativo
para
dar
forma
a
sus
aspiraciones
de
participar
en
el
sistema
internacional.
Un
ejemplo
al
respecto
lo
encontramos
en
la
declaración
de
14
puntos
del
presidente
Woodrow
Wilson
de
que,
una
vez
finalizada
la
Primera
Guerra
Mundial,
un
nuevo
y
duradero
tratado
de
paz
habría
de
basarse
en
el
respecto
irrestricto
al
principio
de
la
autodeterminación
de
las
naciones
(Manela
2007).
• El
sistema
internacional
de
estados
nunca
ha
estado
compuesto
por
sólo
por
estados-‐nación
aislados.
Unidades
transnacionales
y
sub-‐nacionales
(imperios
y
colonias;
regiones
y
ciudades;
instituciones
internacionales
y
ONGs)
son
todos
actores
que
deben
ser
considerados
en
cualquier
interpretación
de
la
vida
internacional
moderna.
En
otras
palabras,
del
argumento
de
la
centralidad
del
estado-‐nación
en
la
modernidad
no
se
sigue
que
el
estado-‐nación
haya
sido
la
forma
única
o
exclusiva
de
organización
sociopolítica
moderna;
tampoco
las
explicaciones
sociológicas
sobre
el
surgimiento
de
la
modernidad
pueden
ofrecerse
en
términos
de
dicha
centralidad.
El
problema
con
estas
reducciones
es
que
más
que
observar
al
estado-‐nación
como
el
resultado
institucional
formidable
de
tendencias
profundamente
asentadas
de
la
modernidad,
entienden
al
estado-‐nación
como
la
causa
fundamental
de
la
modernidad
(capítulo
6).
El
estado-‐nación
se
convierte
erróneamente
en
la
variable
independiente
clave
con
cuya
ayuda
cualquier
aspecto
de
la
modernidad
puede
ser
explicado.
Al
rechazar
estas
reducciones,
por
lo
tanto,
mi
objeción
es
que
nuestras
explicaciones
deben
moverse
desde
la
interpretación
de
los
características
distintivas
de
la
modernidad
hacia
la
descripción
de
los
procesos
de
formación
de
estados-‐nación
individuales.
Mi
tesis
es
que
el
estado-‐nación
no
puede,
por
sí
mismo,
usarse
para
dar
cuenta
de
los
aspectos
centrales
de
la
modernidad.
Incluso
si
el
estado-‐nación
puede
ser
visto
como
el
contenedor
principal
de
las
relaciones
sociales
modernas
durante
un
cierto
período
del
siglo
XX,
los
así
llamados
treinta
años
gloriosos
del
estado
de
bienestar
europeo
entre
finales
de
la
década
del
cuarenta
hasta
inicios
de
la
década
de
los
setenta,
su
emergencia
y
aspectos
característicos
deben
ser
explicados
desde
lo
150
que
sucede
en
su
exterior:
el
surgimiento
y
los
aspectos
centrales
del
estado-nación
no
permiten
explicar
el
surgimiento
y
los
aspectos
centrales
de
la
modernidad
como
tal.
Debemos
dar
cuenta
del
estado-‐nación
como
una
forma
moderna
de
ordenamiento
sociopolítico
en
vez
de
concebir
la
modernidad
como
el
resultado
final
de
una
serie
de
desarrollos
nacionales
endógenos.
Estando
en
completo
acuerdo
con
la
tesis
de
que
el
rol
y
posición
contemporánea
del
estado-‐nación
moderno
deben
ser
fundamentalmente
reevaluados,
no
me
parece
que
tal
redefinición
haya
de
entenderse
como
consecuencia
del
hecho
de
que
su
relevancia
ha
disminuido
a
partir
de
una
serie
de
tendencias
globales.
La
concepción
universalista
de
la
modernidad
global
que
se
necesita
para
superar
el
nacionalismo
metodológico
deberá
buscar
apoyo
teorético
de
nociones
tales
como
las
trayectorias
múltiples
a
la
modernidad
y,
por
cierto,
la
idea
de
sociedad
mundial.
Sociológicamente,
la
modernidad
puede
ser
vista
como
una
única
época
evolutiva
o
civilizatoria
con
una
orientación
e
impacto
auténticamente
globales
desde
sus
inicios.
En
esta
medida,
aunque
la
pregunta
por
la
actualización
definitiva
de
aquellos
procesos
sociales
que
hacen
a
la
sociedad
moderna
verdaderamente
una
sociedad
mundial
es
todavía
debatible
(Stichweh
2004),
el
argumento
sigue
siendo
que
su
orientación
universalista
y
alcance
global
han
estado
ahí
desde
su
origen.
Tres
de
sus
instituciones
claves,
el
capitalismo
moderno
(producción
mercantil
e
industrial
en
relación
con
la
diferenciación
de
clases),
la
democracia
(estado
de
derecho
universal
para
los
ciudadanos
en
relación
con
una
creciente
y
cada
vez
más
poderosa
burocracia
estatal)
y
la
ciencia
(la
tecnología
moderna
en
relación
con
una
imagen
crecientemente
desencantada
del
mundo)
han
tenido
todas
una
vocación
universalista
“desde
el
día
uno”
(vale
decir,
finales
del
siglo
XVIII).
Podemos,
y
tal
vez
debemos,
discutir
en
detalle
la
periodización
de
la
realización
histórica
efectiva
de
este
potencial
universalista
–y
en
esa
medida
la
pregunta
por
las
continuidades
y
las
discontinuidades
en
la
modernidad
global
sigue
siendo
de
importancia
decisiva.
Pero
los
tres
desarrollos
institucionales
que
acabo
de
mencionar
no
sólo
tienen
un
potencial
universalista
intrínseco
sino
que
también
se
han
desplegado,
en
la
práctica,
con
esa
orientación
como
finalidad.
El
origen
europeo
de
las
instituciones
modernas
a
las
que
la
sociología
presta
atención
no
nos
debe
llevar
a
olvidar,
entre
otras
cosas,
su
resabio
imperial
(Go
2009).
Pero
la
conclusión
normativa
que
quisiera
derivar
de
esto
es
la
radicalización
de
su
orientación
universalista
a
partir
de
la
crítica
al
eurocentrismo
de
los
conceptos
centrales
de
las
ciencias
sociales.
El
rol
de
la
crítica
eurocéntrica
es,
este
marco,
el
descentramiento
y
no
el
abandono
del
potencial
universalista
que
está
contenido
en
el
“proyecto
de
la
modernidad”
y,
por
supuesto,
en
el
proyecto
de
la
propia
moderna
teoría
social.
Conclusión
En
este
capítulo
he
intentado
desplegar
una
serie
de
dimensiones,
que
aun
exigen
un
desarrollo
más
profundo,
en
lo
que
respecta
a
la
pregunta
por
la
interpretación
del
surgimiento
y
desarrollo
de
la
modernidad
en
términos
de
procesos
de
diferenciación
social.
La
conclusión
principal
de
cada
una
de
las
cuatro
secciones
del
capítulo
puede
resumirse
como
sigue:
• Debemos
desarrollar
un
sentido
más
profundo
de
las
continuidades
históricas
(y
no
sólo
de
las
discontinuidades)
al
interpretar
la
modernidad
para
así
poder
evaluar
con
mayor
precisión
tendencias
específicas
en
coyunturas
históricas
particulares.
Estoy
convencido
de
que
la
historia
de
la
moderna
teoría
social
sigue
siendo
una
herramienta
valiosa
en
esta
tarea
en
tanto
se
mantiene
comprometida
con
la
radicalización
y
reflexivización
de
su
orientación
universalista
original.
151
Capítulo
9.
Teoría
Social
y
Teoría
de
la
Sociedad:
El
Caso
de
Niklas
Luhmann
En
este
último
capítulo
quiero
continuar
con
el
tema
de
que
la
forma
en
que
narramos
la
historia
de
la
sociología
predefine
la
manera
en
que
hemos
de
entender
su
quehacer
contemporáneo.
En
particular,
me
voy
a
concentrar
en
la
imagen
de
la
historia
de
la
sociología
que
Niklas
Luhmann
construye,
implícita
y
en
ocasiones
también
deliberadamente,
en
el
marco
de
su
propio
proyecto
de
construir
una
teoría
general
de
la
sociedad.
La
estrategia
metodológica
que
voy
a
usar
para
ello
es
una
forma
de
lectura
que
se
ha
hecho
común
en
la
vereda
sociológica
de
enfrente
a
la
teoría
de
sistemas.
Imitando
la
forma
en
que
Karl-‐Otto
Apel
invita
a
leer
a
Habermas
contra
Habermas
(Apel
1994),
o
Robert
Fine
y
Will
Smith
(2003)
lo
hacen
en
relación
a
leer
a
Kant
contra
Kant,
en
este
capítulo
me
propongo
leer
a
Luhmann
contra
Luhmann.
Me
voy
a
concentrar
en
algunas
de
las
premisas
o
afirmaciones
del
propio
Luhmann
para
defender
una
tarea
de
la
que
él
explícitamente
desconfía:
la
relevancia
estrictamente
teórica
de
leer
y
releer,
una
y
otra
vez,
a
los
clásicos
de
la
sociología
como
una
tarea
sociológicamente
pertinente.
Más
que
criticar
algún
aspecto
particular
de
la
teoría
sociológica
de
Luhmann,
me
interesa
mostrar
algunos
rendimientos
metodológicos
que
surgen
de
la
crítica
a
su
forma
de
relacionarse
con
la
historia
de
la
teoría
general
en
sociología.
En
un
texto
sobre
Luhmann
debemos
partir
con
una
distinción.
La
distinción
que
propongo
es
entre
teoría
social
y
teoría
de
la
sociedad,
y
quisiera
trazarla
a
partir
de
si
el
referente
de
la
teoría
es
interno
a
las
operaciones
de
la
propia
teoría
o
si
su
referente
es
más
bien
externo
a
ella.
Al
hablar
de
teoría
social
(que
en
distintos
contextos
puede
llamarse
“teoría
sociológica”
a
partir
de
una
orientación
más
estrictamente
disciplinar
y
que
George
Ritzer
(1988)
ha
sugerido
acotar
en
a
partir
de
la
idea
de
“metateoría”)
me
refiero
tanto
a
la
historia
de
los
conceptos
fundamentales
de
la
sociología
como
a
las
estrategias
de
construcción
de
argumentos
teóricos
en
la
disciplina.
Su
referente
es
en
este
sentido
interno
porque
se
concentra
en
eventos
y
contribuciones
que
son
relevantes
para
la
disciplina
y
sus
subcampos
como
la
teoría
sociológica
y
la
historia
de
la
sociología.
Con
la
idea
de
teoría
de
la
sociedad,
por
su
parte,
se
hace
referencia
al
conjunto
de
procesos
sociales
que
caracterizan
la
evolución
y
características
principales
de
la
sociedad
moderna
como
objeto
de
estudio
de
la
sociología.
En
tanto
el
foco
prioritario
es
el
desarrollo
de
explicaciones
sustantivas
sobre
cómo
surgen
y
operan
“realmente”
las
relaciones
sociales
modernas,
y
en
el
caso
particular
de
Luhmann
se
intenta
explícitamente
llegar
a
la
descripción
de
la
sociedad
como
un
todo,
me
parece
plausible
afirmar
que
el
referente
de
la
teoría
de
la
sociedad
es
en
este
sentido
principalmente
externo.
A
pesar
de
que
sin
duda
parte
crucial
del
aporte
de
Luhmann
está
en
el
nivel
del
desarrollo
de
argumentos
teóricos,
así
como
en
el
proyecto
de
creación
de
una
lógica
nueva
de
construcción
teórica
para
la
sociología,
sus
preferencias
están
en
la
teoría
de
la
sociedad
en
tanto
proyecto
que
intenta
describir
y
explicar
la
deriva
evolutiva
de
la
sociedad
contemporánea.
Una
explicación
sociológica,
para
merecer
tal
apelativo,
debe
dar
cuenta
de
lo
que
ocurre
en
la
sociedad
y
en
ese
sentido
la
creación
de
nuevas
estrategias
conceptuales
y
metodológicas
ha
de
responder
a
las
necesidades
de
la
propia
sociedad:
dicho
luhmanianamente,
la
complejidad
de
la
sociología
ha
de
reflejar
la
complejidad
de
las
propias
relaciones
sociales
que
se
intentan
explicar.
Desde
la
perspectiva
de
la
teoría
de
la
sociedad,
entonces,
la
obra
de
Luhmann
puede
sin
problemas
considerarse
una
obra
de
maestra70,
pero
el
punto
que
a
mí
me
interesa
destacar
en
esta
ocasión
70 Si bien puede decirse que todas las teorías generales en sociología, en tanto intentan realmente ser
teorías
generales,
reflexionan
epistemológicamente
sobre
el
estatus
de
sus
pretensiones
de
conocimiento
153
es
el
lado
menos
brillante
de
su
trabajo
–el
de
la
teoría
social.
Me
interesa
hablar
sobre
aquello
que
para
Luhmann
es
menos
interesante
e
incluso
importante:
su
visión
de
la
historia
de
la
sociología
en
tanto
aquella
disciplina
en
cuyo
interior
su
propia
teoría
pudo
surgir.
Me
voy
a
referir
a
esa
historia
de
la
sociología
que
crea
las
condiciones
para
el
surgimiento
de
la
propia
sociología
luhmaniana
–la
misma
disciplina,
por
lo
demás,
que
practicamos
la
mayoría
de
quienes
pensamos
que
vale
la
pena
leer
a
Luhmann.
Y
mi
argumento
central
es
que
desde
el
lado
de
teoría
social
de
la
distinción
que
acabo
de
proponer,
la
obra
de
Luhmann
muestra
algunas
complicaciones,
sino
directamente
contradicciones
preformativas,
que
resultan
instructivas.
Para
organizar
el
resto
de
este
capítulo,
ofrezco
cuatro
proposiciones
que
se
derivan
de
mi
distinción
inicial
entre
teoría
social
y
teoría
de
la
sociedad.
Proposición
1.
Con
Luhmann,
voy
a
defender
la
idea
de
que
una
relectura
permanente
de
la
obra
de
los
sociólogos
clásicos
(y
el
argumento
se
aplica
del
mismo
modo
a
los
contemporáneos)
no
puede
ni
debe
reemplazar
la
investigación
–empírica
o
teórica–
de
las
dinámicas
estructurantes
de
la
sociedad
contemporánea.
El
ejercicio
contrafáctico
de
intentar
adivinar
lo
que
un
autor
“no
dijo,
pero
pudo
haber
dicho
o
pudo
haber
querido
decir”
es
perjudicial
para
el
desarrollo
de
pensamiento
e
investigación
sociológica
original.
Proposición
2.
Con
Luhmann,
me
voy
a
acoplar
a
la
tesis
de
que
la
tarea
fundamental
de
la
teoría
de
la
sociedad
es
la
descripción
de
la
sociedad
como
un
todo
–incluida
la
observación
sociológica
de
la
propia
sociología.
Luhmann
tiene
razón
cuando
afirma
que
es
a
este
nivel
donde
se
expresa
una
debilidad
crónica
de
nuestra
disciplina:
sus
dificultades
para
proveer
de
una
explicación
sistemática,
o
universalista
para
usar
el
término
que
estructura
este
libro,
sobre
qué
es
lo
social
de
las
relaciones
sociales
y
qué
hace
moderna
a
la
sociedad
moderna.
Proposición
3.
Contra
Luhmann,
voy
a
sostener
que
su
teoría
de
la
sociedad,
una
de
las
más
complejas
y
logradas
del
siglo
XX,
no
nos
ofrece
una
de
las
historias
de
la
sociología
más
complejas
y
logradas
del
siglo
XX.
La
abstracción
explicativa
de
su
teoría
de
la
sociedad
se
paga
al
precio
de
simplificar
en
exceso
la
historia
de
la
sociología
y
el
rol
que
el
estudio
sociológicamente
orientado
de
la
historia
de
la
disciplina
tiene
de
hecho
en
el
desarrollo
de
explicaciones
sociológicas
originales.
Proposición
4.
Contra
Luhmann,
voy
a
defender
la
idea
de
que
la
historia
de
la
sociología
es
una
actividad
relevante
para
la
teoría
de
la
sociedad.
La
historia
de
la
sociología,
cuando
se
reconstruye
desde
el
presente,
remite
a
la
observación
actual
de
las
teorías
de
la
sociedad
del
pasado.
Necesitamos
de
una
idea
fuerte
de
teoría
social
para
recuperar
los
aportes
que
la
sociología
del
pasado
puede
efectivamente
hacer
para
la
descripción
de
la
sociedad
contemporánea
y
para
ello
sus
argumentos
son
más
bien
contraproducentes.
internas,
eso
no
es
lo
mismo
que
integrar
las
causas
y
formas
específicas
de
su
praxis
explicativa
como
parte
de
las
relaciones
sociales
que
constituyen
su
objeto
de
estudio.
Marx
en
el
siglo
XIX
y
Luhmann
en
el
siglo
XX
son
ejemplo
de
teorías
generales
de
la
sociedad
que
cumplen
este
requisito
(y
que
la
sociología
ha
reclamado
como
parte
de
su
patrimonio
disciplinar).
Tanto
la
dialéctica
como
la
autorreferencia
justifican
la
forma
específica
que
adoptan
sus
estrategias
cognitivas
(y
normativas)
a
partir
de
la
forma
en
que
explican
en
qué
consiste
lo
social:
respectivamente,
la
reproducción
inherentemente
conflictiva
de
la
vida
material
y
las
operaciones
comunicativas
emergentes.
Si
bien
Marx
y
Luhmann
no
son
los
únicos
que
hacen
un
movimiento
de
este
tipo
(lo
encontramos
también
en
Habermas
o
Bourdieu),
sí
me
parece
que
son
especialmente
conscientes
de
su
importancia.
154
Vistas
así
las
cosas,
la
sociología
no
es
ni
debe
transformarse
en
historia
de
las
ideas
(la
búsqueda
del
origen
de
tal
o
cual
concepto,
por
importante
que
sea),
hermenéutica
(un
ejercicio
interpretativo
sin
fin,
por
elegante
que
sea)
o
epistemología
(una
reflexión
sobre
las
condiciones
de
posibilidad
del
conocimiento
de
lo
social,
por
sofisticada
que
sea).
Tampoco
es,
lamentablemente
para
muchos,
teoría
crítica
en
el
sentido
de
estar
en
condiciones
de
iluminar
a
la
sociedad
sobre
la
racionalidad
última
de
las
relaciones
sociales
para
construir
desde
esa
certeza
un
mundo
mejor.
Para
seguir
siendo
sociología,
la
reflexión
teórica
debe
estar
basada,
y
en
último
término
debe
mantenerse
interesada,
en
la
explicación
de
fenómenos
o
procesos
sociales.
Y
en
esa
misma
medida,
la
pretensión
universalista
de
la
teoría
de
Luhmann,
lejos
de
representar
un
quiebre,
es
una
características
permanente
de
la
gran
tradición
sociológica
(capítulos
2,
3,
5
y
8).
Pero
antes
de
iniciar
mi
análisis
quisiera
realizar
una
reflexión
metodológica.
Peter
Sloterdijk
lee
justamente
a
Luhmann
contra
Luhmann
cuando
sostiene
que
su
presencia
en
el
gran
panteón
de
los
pensadores
del
siglo
XX
se
justifica
porque
es
el
último
exponente
de
la
idea
de
que
un
sistema
teórico
general,
a
la
Hegel,
es
aun
posible
y
que,
en
ese
sentido,
su
sociología
es
mucho
más
un
punto
de
llegada
que
un
nuevo
comienzo.
Sloterdijk
se
refiere
al
rol
de
Luhmann
y
Derrida,
en
sociología
y
filosofía
respectivamente,
de
la
siguiente
manera:
los
dos
pensadores
fueron
trabajadores
de
la
culminación
que,
bajo
la
apariencia
de
la
innovación,
se
ocuparon
de
las
terminaciones
y
de
dar
los
últimos
retoques
a
la
imagen
consumada
de
una
tradición
imposible
de
extender
aun
más.
Hoy
puede
comprobarse,
no
sin
cierta
ironía,
el
error
de
quienes
creían
que
con
la
deconstrucción
y
la
teoría
de
sistemas
–dos
entidades
que
se
presentaron
con
perfiles
muy
nítidos
a
partir
de
la
década
de
1970–
se
había
iniciado
una
nueva
era
del
pensamiento,
que
ponía
el
trabajo
teórico
frente
a
nuevos
horizontes,
extendidos
hasta
perderse
de
vista.
En
realidad,
ambas
formas
de
pensamiento
eran
las
figuras
finales
de
procesos
lógicos
que
habían
atravesado
el
ideario
de
los
siglos
XIX
y
XX”
(Sloterdijk
2007:
19,
cursivas
mías).
71
El
uso
de
las
ideas
de
diferenciación
funcional
y
sociedad
mundial
en
los
capítulos
5
y
8
de
este
libro
atestiguan
que
mi
juicio
sobre
Luhmann
no
es
tan
crítico
como
el
de
Sloterdijk.
Pero
la
tesis
central
de
este
capítulo
sí
está
en
sintonía
con
esta
crítica:
debemos
rechazar
la
autocomprensión
de
Luhmann
de
que
su
sociología
representa
un
renacimiento
radical
de
la
disciplina,
o
el
momento
en
el
que
finalmente
la
sociología
comienza
a
cumplir
su
promesa
fundacional
de
constituirse
en
la
verdadera
ciencia
de
lo
social.
Richard
Rorty
(1989:
104-‐112)
ha
desarrollado
un
argumento
similar
sobre
la
“ausencia
de
ironía”
en
aquellos
filósofos
que
se
ven
a
sí
mismos
como
el
último
eslabón
de
tradición
filosófica:
Hegel
(como
crítico
de
Kant),
Nietzsche
(como
crítico
de
Hegel),
Heidegger
(como
crítico
de
Nietzsche),
y
Derrida
(como
crítico
de
Heidegger).
Más
allá
de
las
implicancias
generales
que
Rorty
saca
de
este
argumento,
y
de
la
sorpresa
de
que
pese
a
su
propia
ironía
Luhmann
caiga
en
el
mismo
error,
lo
que
a
mí
me
importa
destacar
es
el
hecho
de
que
debemos
de
una
vez
dejar
de
lado
la
idea
de
la
inmadurez
crónica
de
la
sociología
y
Luhmann
que
apostó
precisamente
por
el
aspecto
más
débil
de
su
sociología:
su
pretenciosa
pretensión
de
haber
reinventado
la
disciplina.
La
discusión
de
Aldo
Mascareño
(2006b)
sobre
cómo
las
distintas
generaciones
se
apropian
de
la
teoría
de
Luhmann
es
especialmente
iluminadora
a
este
respecto,
sin
que
él
sea
responsable
de
la
interpretación
que
aquí
se
ofrece.
155
de
la
utopía
que
desde
ahí
surge:
ahora
sí,
por
fin,
sabemos
cómo
empezar
a
desarrollar
la
sociología
como
una
ciencia
realmente
empírica.
Dicho
esto,
entonces,
en
lo
que
sigue
no
voy
a
desarrollar
cada
una
de
mis
cuatro
proposiciones
aisladamente
sino
que
me
propongo
mostrarlas
combinadamente
para
desde
ahí
ir
sacando
algunas
consecuencias.
Lo
primero
que
habría
que
hacer
es
demostrar
la
plausibilidad
de
leer
a
Luhmann
a
partir
de
esta
distinción
entre
teoría
social
y
teoría
de
la
sociedad.
Así,
por
ejemplo,
al
inicio
de
Sociedad
de
la
Sociedad
se
lee:
Después
de
los
clásicos,
y
por
tanto
desde
hace
casi
100
años,
la
sociología
no
ha
mostrado
progresos
dignos
de
mención
en
la
teoría
de
la
sociedad
(…)
Evidentemente,
la
sociología
ha
hecho
muchos
avances
en
los
campos
de
la
metodología
y
de
la
teoría
y,
sobre
todo,
en
el
de
la
acumulación
de
conocimiento
empírico,
pero
se
ha
ahorrado
la
descripción
de
la
sociedad
como
un
todo
(Luhmann
2007:
8-‐9)
Una
cita
como
esta
puede
por
supuesto
leerse
con
un
afán
si
no
directamente
irónico,
al
menos
retórico.
Del
mismo
modo
en
que
es
Adorno,
el
más
filósofo
de
los
sociólogos
del
siglo
XX,
quien
critica
a
la
disciplina
por
su
“tabú
antifilosófico”,
Luhmann
abre
su
libro
más
importante
diciendo
que
la
sociología
lleva
cien
años
sin
abordar
la
que
en
su
opinión
es
su
única
tarea
realmente
central:
la
descripción
de
la
sociedad
como
un
todo.
Tomada
literalmente,
sin
embargo,
la
tesis
de
la
ausencia
de
progresos
dignos
de
mención
en
teoría
de
la
sociedad
por
casi
100
años
resulta
sorprendente.
¿Cuán
justificado
resulta
afirmar
que
poco
se
ha
avanzado,
digamos,
desde
La
Ética
Protestante
y
el
Espíritu
del
Capitalismo
de
Weber
de
1904-‐5,
Las
Formas
Elementales
de
la
Vida
Religiosa
de
Durkheim
de
1912?
Como
mi
interés
es
leer
a
Luhmann
contra
Luhmann,
me
voy
a
tomar
su
argumento
en
serio:
quiero
intentar
hacerlo
plausible
en
términos
que
creo
serían
aceptables
para
el
propio
Luhmann,
para
desde
ahí
sacar
conclusiones
adicionales
que
no
serían
aceptables
para
sus
premisas
teóricas.
Al
final
de
la
misma
cita,
Luhmann
afirma
que
sí
ha
habido
muchos
avances
en
metodología,
acumulación
de
conocimiento
empírico
e
incluso
en
teoría.
La
afirmación
parece
mucho
más
razonable,
entonces,
cuando
se
acepta
que
la
sociología
sí
ha
tenido
avances
reales
y
que
éstos
se
han
desplegado
en
dominios
disciplinares
parciales
–incluidas
las
que
Merton
(1964)
había
llamado
ya
“teorías
de
alcance
medio”.
Pero
Luhmann
está
argumentando
justamente
en
contra
de
la
idea
de
que
el
patrón
de
medida
del
progreso
de
la
sociología
se
encuentra
en
sus
teorías
de
rango
medio
–incluso
si
ellas
se
entienden
como
desarrollos
teóricos
en
sentido
estricto.
Lo
que
a
su
juicio
no
ha
avanzado
como
debiera
es
la
teoría
de
la
sociedad
en
sentido
estricto
y
es
ahí
donde
radica
el
problema
de
fondo.
O,
como
él
mismo
lo
explica,
en
el
hecho
que
la
sociología
“se
ha
ahorrado
la
descripción
de
la
sociedad
como
un
todo”.
A
este
nivel,
según
Luhmann,
los
avances
serían
infinitamente
menores,
casi
insignificantes.
La
excepción
más
evidente
que
Luhmann
pasa
por
alto
con
este
juicio
sobre
el
estancamiento
de
la
teoría
de
la
sociedad
durante
todo
un
siglo
es
justamente
la
de
aquella
teoría
sociológica
con
la
que
su
propio
trabajo
está
más
estrechamente
emparentado:
el
funcionalismo
de
Talcott
Parsons.
Pero,
¿es
justificado
mandar
a
Parsons
a
la
segunda
división
de
las
teorías
de
la
sociedad?
Para
contestar
esta
pregunta
propongo
revisar,
de
manera
esquemática,
la
relación
que
se
da
entre
Parsons
y
Luhmann,
tanto
a
nivel
de
teoría
de
la
sociedad
como
de
teoría
social
y
para
ello
voy
el
ejemplo
de
la
teoría
de
los
medios
simbólicamente
generalizados.
La
selección
de
la
teoría
de
los
medios
es
adecuada
porque
se
trata
de
un
programa
de
investigación
que
ambos
autores
156
reconocen
como
fundamental
para
el
desarrollo
integral
de
sus
teorías
de
la
sociedad.
Luhmann
comparte
también
con
Parsons
cuál
es
el
sentido
sociológico
fuerte
de
la
teoría
de
los
medios:
describir
las
formas
de
coordinación
social
más
estables
e
importantes
de
la
sociedad
moderna.
Y
lo
que
es
posiblemente
más
importante
para
los
efectos
específicos
de
la
discusión
que
nos
convoca
en
este
capítulo,
Luhmann
reconoce
en
Parsons
la
contribución
fundamental
de
haber
creado
la
teoría
de
los
medios.
Lo
que
me
interesa
mostrar
ahora
es
en
qué
sentido
Luhmann
integra
la
teoría
de
los
medios
a
sus
propios
desarrollos.
Mi
hipótesis
es
que
en
el
mismo
movimiento
en
que
él
acepta
su
carácter
radicalmente
innovador,
le
niega
a
la
teoría
de
los
medios
carácter
de
contribución
de
primera
importancia
en
el
nivel
de
teoría
de
la
sociedad.
Luhmann
reconoce
la
importancia
de
la
teoría
de
los
medios
simbólicamente
generalizados
de
Parsons
como
una
teoría
parcial
que
explica
la
forma
en
que
se
llevan
a
cabo
las
relaciones
entre
subsistemas
ya
diferenciados
mediante
procesos
de
intercambios
doble
que
tienden
naturalmente
al
equilibrio.
Pero
en
esa
misma
medida,
diría
Luhmann,
hay
aspectos
centrales
de
la
formulación
parsoniana
de
la
teoría
de
los
medios
que
no
le
permiten
acceder
al
nivel
de
abstracción
al
que
obliga
la
teoría
de
la
sociedad.
Quisiera
brevemente
discutir
tres
de
esos
motivos.72
a.
A
juicio
de
Luhmann,
la
teoría
parsoniana
de
los
medios
simbólicamente
generalizados
está
aun
desligada
de
la
resolución
del
problema
de
la
doble
contingencia.
Doble
contingencia
y
teoría
de
los
medios
son
sin
duda
dos
asuntos
cruciales
para
Parsons,
pero
él
no
habría
visto
la
necesidad
de
unirlos
ni
por
consideraciones
teóricas
ni
a
partir
de
requerimientos
explicativos.
En
otras
palabras,
Parsons
no
habría
intuido
cómo,
o
de
qué
manera,
la
teoría
de
los
medios
puede
llegar
a
contribuir
a
la
solución
del
problema
de
la
doble
contingencia.
Por
supuesto
que
a
Luhmann
no
le
interesa
justificar
a
Parsons,
tampoco
está
interesado
en
encontrar
la
forma
de
que
Parsons
diga
lo
que
en
realidad
nunca
dijo.
Luhmann
simplemente
modifica
el
argumento
y,
mediante
la
tesis
de
la
operación
simultánea
de
mecanismos
simbólicos
y
simbióticos,
afirma
que
el
gran
aporte
de
la
teoría
de
los
medios
es
justamente
que
permite
resolver
el
problema
de
la
doble
contingencia.
La
teoría
de
los
medios
se
transforma
en
pieza
clave
de
la
teoría
de
la
sociedad,
entonces,
porque
mediante
el
análisis
microsociológico
de
la
doble
contingencia
los
medios
contribuyen
a
la
estabilización
de
la
diferenciación
funcional
en
el
nivel
macrosociológico
–y
viceversa.
b.
Fiel
al
esquematismo
de
su
paradigma
de
las
cuatro
funciones,
Parsons
define
de
una
vez
y
para
siempre
el
número
y
clase
de
medios
que
operan
en
la
sociedad
en
razón
de
los
prerrequisitos
funcionales
del
sistema
social:
dinero,
poder,
influencia
y
compromisos
de
valor
son,
como
se
sabe,
los
medios
de
los
subsistemas
de
la
economía,
política,
comunidad
societal
y
sistema
fiduciario.
Y
si
bien
Parsons
no
presupone
que
las
relaciones
de
intercambio
intersistémico
entre
los
distintos
medios
habrán
de
ser
siempre
y
necesariamente
equilibradas,
sí
es
cierto
que
la
tendencia
al
equilibrio
es
un
sesgo
de
su
marco
de
referencia
teórico.
Por
su
parte,
Luhmann
sostiene
que
es
la
investigación
empírica
de
la
sociedad
la
que
ha
de
decirnos
cuántos
medios
hay
y
cuán
equilibradas
o
no
son
las
relaciones
entre
distintos
medios.
Así,
por
ejemplo,
Luhmann
decide
abandonar
la
idea
parsoniana
del
medio
influencia
y
abre
a
la
72
Luhmann
desarrolla
su
versión
de
la
teoría
de
los
medios
simbólicamente
generalizados
en
dos
artículos
(Luhmann
1977,
1998b).
La
discusión
de
las
páginas
siguientes
sigue
está
basada
en
mi
trabajo
sobre
la
teoría
de
los
medios
simbólicamente
generalizados
en
Parsons,
Habermas
y
Luhmann
(Chernilo
2002).
157
investigación
los
medios
del
amor,
la
verdad,
las
creencias
religiosas,
la
validez
jurídica,
etc.
Y
es
en
esa
misma
medida
que
la
cuestión
de
la
autonomía
de
las
operaciones
sistémicas
puede
desligarse
del
problema
del
equilibrio
intersistémico.
En
realidad
esta
modificación
es
consecuencia
de
la
anterior:
puesto
que
los
medios
son
efectivamente
estrategias
para
hacer
frente
al
problema
de
la
doble
contingencia,
contingente
es
asimismo
la
decisión
sobre
cuántos
medios
efectivamente
hay
y
cuál
es
el
tipo
de
relaciones
que
se
dan
entre
ellos.
c.
Parsons
entiende
la
aparición
de
los
medios
como
la
consecuencia
más
importante
de
la
diferenciación
funcional.
Los
medios
surgen
en
el
contexto
de
la
estabilización
de
subsistemas
societales
ya
diferenciados
y
lo
que
hacen
es:
(a)
estabilizar
y
viabilizar
las
operaciones
de
cada
medio
al
interior
de
su
sistema
de
referencia,
(b)
favorecer
la
autonomía
propia
de
cada
subsistema
y,
(c)
catalizar
los
intercambios
entre
subsistemas
societales.
De
esa
forma,
la
teoría
de
los
medios
de
Parsons
está
desligada
del
problema
sociológico
fundamental
de
la
explicación
del
surgimiento
de
la
modernidad
puesto
que
los
medios
surgen
una
vez
que
la
diferenciación
funcional
ya
ha
tenido
lugar
(o,
en
otras
palabras,
una
vez
que
la
sociedad
moderna
ya
ha
surgido).
Luhmann
invierte
el
argumento
de
Parsons
y
sostiene
que
los
medios
no
sólo
son
previos
a
la
diferenciación
funcional
sino
su
causa
primordial.
La
diferenciación
funcional
de
subsistemas
societales
es
resultado
de
las
dinámicas
de
coordinación
social
estabilizadas
y
eficientes
que
los
medios
simbólicamente
hacen
posible.
La
teoría
luhmaniana
de
la
modernidad
descansa
entonces
en
buena
medida
en
una
versión
invertida
de
la
teoría
parsoniana
de
los
medios
simbólicamente
generalizados.
La
explicación
sociológica
del
surgimiento
de
la
modernidad
para
por
la
teoría
de
los
medios
de
comunicación
simbólicamente
generalizados.
El
aporte
de
Parsons,
de
primera
importancia
en
lo
que
se
refiere
a
la
creación
de
un
enfoque
específico,
se
ve
opacado
por
las
dificultades
de
la
formulación
original
de
la
teoría
de
los
medios
en
lo
que
se
refiere
a
su
rol
desde
el
punto
de
vista
de
la
teoría
de
la
sociedad
–a
su
capacidad
para
contribuir
a
la
descripción
de
la
sociedad
como
un
todo.
En
otras
palabras,
para
transformarse
en
pieza
central
de
una
teoría
de
la
sociedad,
la
versión
parsoniana
de
la
teoría
de
los
medios
debe
pasar
por
las
tres
modificaciones
que
hemos
mencionado:
vinculación
micro/macro
(o
doble
contingencia/diferenciación
funcional);
apertura
a
la
investigación
empírica
sobre
el
número
y
clase
de
relaciones
entre
medios;
rol
de
la
teoría
de
los
medios
en
la
explicación
del
desarrollo
de
la
modernidad.
La
intensidad
y
complejidad
de
la
discusión
con
que
Luhmann
modifica,
amplía
y
en
definitiva
invierte
la
versión
parsoniana
de
la
teoría
de
los
medios
es
sin
duda
expresión
de
la
voracidad
de
su
propia
teoría
de
la
sociedad.
En
relación
a
las
cuatro
proposiciones
que
planteé
al
inicio
del
capítulo,
entonces,
el
desarrollo
de
la
teoría
de
los
medios
simbólicamente
generalizados
me
sirve
para
afirmar
que
Luhmann
lee
a
un
autor
como
Parsons
de
manera
no
exegética
sino
altamente
fructífera
en
lo
relativo
al
desarrollo
de
un
teoría
de
la
sociedad
original.
Tal
lectura
tiene
valor
en
sí
mismo
y
de
ninguna
manera
reemplaza
la
investigación
empírica
(proposición
1).
Y
muestra
también
que
un
ejercicio
de
interpretación
tal
no
puede
ni
debe
reemplazar
la
construcción
de
una
teoría
de
la
sociedad
que
aspire
a
la
descripción
de
la
sociedad
como
un
todo
(proposición
2).
Pero
el
mismo
énfasis
que
hace
avanzar
la
teoría
de
la
sociedad
termina
por
subvalorar
la
deuda
que
Luhmann
ha
efectivamente
contraído
con
Parsons,
puesto
que
ambas
teorías
comparten
una
pretensión
universalista
análoga
(proposición
3).
Pero
aun
más
problemática
para
la
propia
pretensión
luhmaniana
es
la
consecuencia
de
que
teoría
de
la
sociedad
y
teoría
social
no
se
distinguen
con
total
nitidez
y
que
más
bien
se
nutren
mutuamente
y
de
forma
altamente
porosa
(proposición
4).
158
Para
ilustrar
de
mejor
manera
mi
argumento,
quisiera
profundizar
un
poco
más
en
la
idea
que
tiene
Luhmann
de
la
historia
de
la
sociología.
Me
remito
para
ello
al
artículo
“¿Cuál
es
el
caso?
y
¿Qué
se
esconde
tras
él?”,
donde
Luhmann
expresa
con
mayor
detalle
su
visión
no
sólo
de
la
evolución
–en
realidad
estancamiento–
de
la
sociología
reciente
en
lo
que
se
refiere
a
la
teoría
de
la
sociedad,
sino
también
su
escepticismo
frente
al
rol
que
la
historia
de
la
sociología
puede
tener
en
la
resolución
de
los
problemas
teóricos
contemporáneos
de
la
disciplina.
Su
ironía
característica
aparece
nuevamente
cuando
sugiere
que
la
división
básica
del
quehacer
sociológico
se
expresa
hoy
en
día
entre
quienes
hacen
de
la
sociología
la
continuación
de
la
política
por
medios
científicos,
para
él
la
teoría
crítica,
y
quienes
la
tratan,
ingenuamente,
sólo
como
una
ciencia
empírica,
los
positivistas.
En
palabras
del
propio
Luhmann
(1994:
126-‐127):
Algunos
sugieren
que
las
comparaciones
sistemáticas
entre
las
teorías
pueden
llegar
a
mediar
entre
la
sociología
positivista
y
la
sociología
crítica,
del
mismo
modo
en
que
podemos
comparar,
digamos,
elefantes
y
jirafas
como
animales
grandes
con
cuellos
largos
y
trompas.
Pero
este
intento
ha
fracasado,
posiblemente
debido
a
la
inexistencia
de
marcos
referenciales
más
amplios
para
comparar
esas
distintas
teorías
(cursivas
mías)
Luhmann
no
sólo
constata
la
existencia
de
una
polaridad
así
constituida
entre
sociología
crítica
y
sociología
positivista
(¿tendrá
importancia
quiénes
son
los
elefantes
y
quiénes
las
jirafas?),
sino
que
aboga
decididamente
por
la
unidad
de
la
disciplina.
Sin
embargo,
el
comentario
sobre
la
importancia
de
elaborar
“marcos
referenciales
más
amplios
para
comparar
distintas
teorías”
me
resulta
especialmente
ambiguo,
cuando
no
directamente
problemático.
Por
una
parte,
el
argumento
apunta
nuevamente
a
que
la
teoría
de
la
sociedad
sería
el
tercero
excluido
de
la
sociología
en
el
sentido
de
que
se
lo
predica
como
el
núcleo
de
la
disciplina
y
sin
embargo
nadie
le
presta
la
verdadera
atención
(o,
peor
aún,
los
sociólogos
no
habrían
terminado
de
entender
de
que
la
construcción
de
teoría
general
en
sociología
dice
relación
con
entender
la
sociedad
y
no
a
sí
mismos).
Pero,
por
la
otra,
la
idea
de
un
marco
de
referencia
con
el
cual
comparar
distintas
teorías
no
remite,
ni
puede
remitir,
únicamente
a
la
teoría
de
la
sociedad
en
el
sentido
de
la
descripción
de
la
sociedad
como
un
todo.
Tal
marco
de
referencia
ha
de
referirse
necesariamente
también
a
la
posibilidad
de
comparar,
normativa
e
históricamente,
entre
distintas
teorías
y
formas
de
hacer
sociología.
No
hay
forma
de
empezar
siquiera
a
establecer
tal
marco
para
las
comparación
entre
teorías
rivales
si
no
es
desde
dentro
de
la
historia
de
la
disciplina
y
con
los
recursos
teóricos
que
la
propia
disciplina
ha
integrado
a
su
quehacer.
Tales
desarrollos
pueden
por
cierto
venir
de
fuentes
diversas
–filosofía,
lingüística
y
biología
son
posiblemente
los
casos
más
evidentes–
pero
ellos
se
hacen
relevantes
en
la
medida
que
quedan
integrados
al
acerbo
disciplinar
de
conocimiento.
Luhmann
por
cierto
se
da
cuenta
de
que
la
historia
de
la
sociología
es
una
práctica
recurrente
al
interior
de
la
disciplina
(demasiado
recurrente,
cree
él),
pero
es
escéptico
de
que
vayamos
a
encontrar
allí
el
candidato
que
pueda
efectivamente
llenar
el
vacío
entre
las
posiciones
polares
de
la
teoría
crítica
y
la
sociología
positivista:
Aun
otros
teóricos
continúan
creyendo
en
la
interpretación
y
reinterpretación
de
los
clásicos
como
un
remedio
a
la
crisis
actual
de
la
sociología.
Los
autores
recurren
a
los
clásicos
cuando
sus
análisis
de
la
sociedad
pasan
de
moda.
Cuando
esto
ocurre,
es
necesario
inventar
nuevas
razones
para
continuar
leyendo
sus
trabajos.
Esta
justificación
se
basa
en
que
los
colegas
están
asimismo
leyéndolos.
En
lugar
de
tratar
con
la
realidad
social
contemporánea,
estos
teóricos
interpretan
el
pasado.
En
este
sentido
los
teóricos
vivos
permiten
que
los
clásicos
ausentes
y
muertos
dominen
el
presente
y
la
vida
de
los
159
teóricos.
En
esta
situación,
uno
puede
ser
criticado
simplemente
por
no
haber
citado
fuentes
clásicas
en
respaldo
de
las
propias
observaciones.
Interpretar
a
los
clásicos
es
sólo
una
forma
de
deferencia
ritual
(Luhmann
1994:
127,
cursivas
mías)
Ironía
más
o
ironía
menos,
la
cita
es
consistente
con
lo
que
hemos
venido
discutiendo,
así
como
es
también
inequívoca
en
cuanto
al
escaso
valor
intelectual
que
se
le
asigna
a
este
tipo
de
trabajo
intelectual:
la
historia
de
la
sociología
es
sólo
una
forma
de
deferencia
ritual.
Luhmann
cierra
la
puerta,
con
llave
y
por
fuera,
a
la
historia
de
la
sociología
como
parte
integrante
de
la
sociología
teórica
que
a
él
le
importa
desarrollar.
Sus
argumentos
son
elocuentes:
la
permanente
relectura
de
los
clásicos
se
gatilla
por
falta
de
ideas
y
es
una
actividad
a
la
que
se
recurre
por
incapacidad
de
dar
mejor
uso
a
nuestra
imaginación
sociológica.
Es
una
actividad
cuya
justificación
radica
en
convenciones
sociales
de
la
vida
y
trabajo
académico
y
no
en
su
potencialidad
para
contribuir
al
trabajo
teórico
o
sociológico
propiamente
tal.
Y
en
la
medida
en
que
ese
ritualismo
se
traduce
en
una
renuncia
a
intentar
siquiera
describir
la
sociedad
contemporánea,
este
trabajo
no
califica
siquiera
como
teoría
social
y
mucho
menos
puede
describirse
como
sociología
o
teoría
de
la
sociedad.
Luhmann
avanza
aun
más
en
este
argumento
haciendo
referencia
a
los
exégetas,
es
decir,
aquellos
que
como
yo
pensamos
que
sí
es
importante
releer
a
los
clásicos
como
una
tarea
propiamente
sociológica:
El
triple
conflicto
entre
los
investigadores
empíricos
que
hacen
referencia
al
mundo
externo,
los
teóricos
críticos
que
reflexionan
sobre
ellos
mismos,
y
los
exégetas
que
interpretan
el
pasado
oscurecen
la
unidad
del
campo.
El
consenso
actual
es
dejar
de
buscar
una
manera
de
describir
la
sociedad
como
un
todo,
lo
que
incluiría
todas
esas
descripciones
(Luhmann
1994:
127)
Pero
la
discusión
de
la
teoría
de
los
medios
permite
mostrar
que
Luhmann
es
un
conocedor
profundo
y
lector
perspicaz
de
la
tradición
teórica
de
la
sociología.
Para
decirlo
con
total
claridad:
en
el
desarrollo
real
de
su
propia
agenda
sociológica,
Luhmann
no
puede
seguir
sus
propias
afirmaciones
sobre
el
nulo
progreso
en
teoría
de
la
sociedad
por
casi
cien
años,
así
como
tampoco
a
la
tesis
del
escaso
valor
intelectual
que
tiene
la
historia
de
la
sociología
desde
el
punto
de
vista
de
la
elaboración
de
nuevas
teorías.
Su
lectura
de
Parsons
es
por
si
misma
un
ejemplo
brillante
de
que
dedicar
tiempo
a
la
historia
de
la
sociología
no
tiene
que
ser
un
mero
ejercicio
exegético.
Sin
embargo,
lo
que
me
inquieta
es
que
encontramos
casos
dramáticos
entre
colegas
de
fama
mundial
que
han
hecho
del
caricaturizar
la
historia
de
la
disciplina
una
forma
de
ganarse
la
vida
–
sin
que
ellos
tengan,
además,
una
teoría
de
la
sociedad
que
mostrar
equivalente
a
la
de
Luhmann.
Con
pudor
evito
mencionar
a
Ulrich
Beck,
los
trabajos
recientes
de
Alain
Touraine
y
Anthony
Giddens,
o
las
hiperbólicas
afirmaciones
de
Manuel
Castells
sobre
la
sociedad
en
red
(Chernilo
2010:
155-‐174).
Lo
que
caracteriza
la
gran
historia
de
la
sociología
de
Marx
y
de
Weber,
de
Durkheim
y
de
Parsons,
de
Habermas
y
de
Luhmann,
es
una
pretensión
universalista
de
conocimiento.
Tal
pretensión
puede
describirse
como
el
intento
de
dar
cuenta
del
surgimiento
y
características
principales
de
la
modernidad
–y
por
supuesto
de
la
propia
sociología
que
surge
como
parte
de
las
mismas
relaciones
sociales
modernas
que
se
intentan
explicar.
No
se
trata
de
una
u
otra
sociología,
mucho
menos
de
tal
o
cual
modernidad,
sino
de
aquello
que
las
constituye
como
tales.
La
pretensión
universalista
que
está
a
la
base
de
la
sociología
puede
describirse
mediante
un
triple
movimiento
con
el
que
se
intenta:
(1)
definir
conceptualmente
en
qué
consiste
lo
social
de
las
relaciones
sociales
modernas;
(2)
formular
metodológicamente
cuál
es
el
mejor
160
procedimiento
para
estudiar
lo
social
de
manera
fiable
y;
(3)
justificar
normativamente
la
idea
de
que
la
sociedad
moderna
es
una
y
sólo
una
(es
decir,
que
abarca
a
todo
el
globo
y
a
todos
los
seres
humanos).
Luhmann
es,
en
este
sentido,
uno
más
en
la
corta
pero
ilustre
genealogía
de
grandes
sociólogos
que
se
han
hecho,
y
han
podido
contestar
de
manera
coherente,
esas
tres
preguntas:
lo
social
es
comprendido
como
comunicación
emergente,
el
problema
de
la
objetividad
metodológica
se
resuelve
mediante
la
observación
de
segundo
orden
y
la
sociedad
moderna
funcionalmente
diferenciada
se
describe
como
una
social
mundial
con
un
sustento
normativo
cosmopolita
en
tanto
por
principio
no
puede
excluir
a
ningún
ser
humano
(capítulo
5).
Lejos
de
quitarle
originalidad
a
sus
planteamientos,
en
mi
opinión,
el
reconocimiento
de
que
la
sociología
luhmaniana
esté
marcada
a
fuego
por
los
problemas
fundacionales
de
la
sociología
es
una
nota
de
distinción;
es
justamente
lo
que
le
da
dimensión
atemporal
a
su
obra
y
nos
permite
utilizarla
para
estudiar
distintos
contextos
y
formaciones
sociales.
La
gran
tradición
sociológica
de
la
que
Luhmann
ya
forma
parte
ha
operado
siempre,
y
aunque
no
necesariamente
de
manera
consistente,
con
esta
pretensión
universalista.
Esto
es
lo
que
hace
clásica
a
la
sociología
clásica
y
lo
que
permite
que
su
permanente
lectura
sea
un
trabajo
sociológicamente
fructífero
en
tiempos
y
lugares
que
no
son
los
de
esos
pensadores.
Para
los
sociólogos,
estudiar
la
historia
de
la
sociología
es
una
actividad
sociológica
en
derecho
propio.
En
los
sesenta
los
clásicos
se
leyeron
para
pensar
los
problemas
del
desarrollo,
la
dependencia
y
el
industrialismo;
en
los
setenta
para
criticar
la
modernidad
y
reentenderla
como
postmodernidad
(así
como
abandonar
el
industrialismo
y
re-‐entenderlo
como
post-‐industrialismo);
en
los
ochenta
se
usaron
para
repensar
el
horizonte
democrático
de
la
modernidad;
en
los
noventa
los
sociólogos
clásicos
se
reinterpretaron
como
teóricos
o
críticos
de
la
globalización
y
de
la
sociedad
en
red
o
de
la
información;
y
en
estos
últimos
años
se
han
venido
utilizando
como
pensadores
con
un
potencial
cosmopolita
para
esclarecer
las
dinámicas
estructurales
y
normativas
de
la
sociedad
mundial.
La
historia
de
la
sociología
se
reconstruye
sociológicamente
desde
el
presente,
por
lo
que
la
observación
actual
de
las
teorías
de
la
sociedad
del
pasado
remite
prioritariamente
a
cuáles
son
los
asuntos
centrales
de
la
sociedad
contemporánea.
Subvalorar
el
pasado
de
la
teoría
sociológica
debilita
la
descripción
presente
de
la
sociedad
contemporánea
porque
nos
impide
precisar
con
claridad
las
continuidades
y
rupturas
de
los
tiempos
que
corren
en
relación
con
el
pasado.
Con
Luhmann
parece
estar
empezando
a
suceder
algo
similar
a
lo
que
sucedió
con
la
discusión
sobre
el
estatus
de
Marx
como
clásico
de
las
ciencias
sociales
hace
algunas
décadas
(y
nuevamente
la
división
entre
dos
sociologías
aparece,
aunque
tenuemente,
en
el
horizonte).
Su
posición
de
clásico
no
se
reduce
a
hacer
evidentes
las
múltiples
posibilidades
interpretativas
de
un
texto
o
una
obra:
Luhmann
no
es
un
clásico
sólo
para
los
exégetas.
Tampoco
es
un
clásico
en
el
sentido
de
un
gigante
de
hombros
anchos
sobre
el
que
uno
puede
pararse
con
comodidad.
Su
obra
es
difícil,
implica
tomar
posiciones
incómodas
y
su
importancia
no
está
en
la
acumulación
de
teorías
de
rango
medio
que
se
adicionan
con
paciencia,
de
manera
siempre
provisional
y
por
supuesto
acumulativamente.
El
estatus
de
clásico
de
Luhmann
–en
el
mejor
sentido
de
la
expresión–
implica
que
no
hay
buena
ciencia
social
contemporánea
sin
Luhmann,
pero
implica
también
que
Luhmann
es
un
ciudadano
ilustre,
énfasis
en
ciudadano,
de
la
ciencia
social
contemporánea.
Al
hacer
de
él
un
clásico
de
las
ciencias
sociales,
Luhmann
queda
integrado
a
una
tradición
intelectual
más
amplia,
a
un
acervo
de
conocimientos
heterogéneos
dentro
del
cual
se
le
otorga
una
posición
central
pero
no
de
privilegio.
Le
decimos
que
sí
a
un
conjunto
amplio
de
sus
161
preocupaciones,
teoremas
y
proposiciones
generales,
pero
al
precio
de
negarle
la
que
fue
una
de
sus
aspiraciones
más
importante:
haber
roto
con
la
tradición
veteroeuropea
y
su
propia
ilusión
de
que
su
contribución
radica
en
haber
colocado
a
la
sociología,
por
fin,
sobre
tierra
firme.
162
Epílogo
No
es
mi
intención
finalizar
con
conclusiones
que
hagan
de
cierre
a
las
reflexiones
de
los
distintos
capítulos.
No
sólo
cuestiones
formales
dificultan
una
clausura
de
ese
tipo,
entre
ellas
el
que
los
trabajos
aquí
reunidos
no
fueron
escritos
originalmente
con
un
sentido
de
unidad.
Más
importante
es
el
hecho
de
que
se
trata
de
investigaciones
en
curso
cuyo
resultados,
si
bien
no
son
ya
provisionales,
tampoco
pueden
darse
por
concluidos.
El
objetivo
de
este
breve
epílogo
es
justamente
dar
algunas
señales
sobre
los
posibles
caminos
futuros
que
estas
investigaciones
podrían
o
deberían
tomar.
Uno
de
los
temas
que
ha
sido
mencionado
en
varias
ocasiones,
pero
cuya
exploración
sistemática
no
se
ha
realizado
aun,
es
una
reconstrucción
explícita
y
detallada
de
las
distintas
narrativas
sobre
las
que
se
construyen
las
distintas
imágenes
de
la
historia
de
la
sociología:
sus
tareas
críticas
y
conservadoras,
su
relación
con
la
ilustración,
su
(¿patológica?)
obsesión
por
el
estado-‐
nación,
su
deuda
impaga
con
el
derecho
natural.
Para
decirlo
claramente,
el
asunto
que
me
parece
fundamental
no
es
tanto
una
revisión
históricamente
exhaustiva
del
período
fundacional
de
la
disciplina
(aunque
que
esa
es
también
una
tarea
importante
y
de
largo
plazo).
Más
bien,
se
trata
de
investigar
tanto
las
presencias
como
las
ausencias
en
las
distintas
narrativas
disponibles
sobre
los
orígenes
y
características
de
la
disciplina,
a
partir
de
lo
que
nos
convoca
en
el
presente
y
con
miras
a
renovarla
como
tradición
intelectual.
Reconstruir
la
historia
de
la
sociología
es
una
forma
a
mi
juicio
altamente
fructífera
en
que
los
sociólogos
discutimos
sobre
el
estado
actual
y
desafíos
futuros
de
nuestro
quehacer.
El
que
ese
tipo
de
trabajo
haya
caído
en
desuso,
y
sea
visto
con
creciente
escepticismo,
me
parece
es
un
indicador
inquietante
sobre
la
salud
de
la
disciplina.
Otro
asunto
que
sólo
fue
enunciado
en
algunas
ocasiones
es
el
argumento
de
que
el
núcleo
de
la
teoría
social
radica
en
unas
relaciones
tan
tensas
como
inevitables
entre
sus
planos
explicativos
y
normativos.
Dos
asuntos
son
de
especial
relevancia
en
este
contexto.
Primero,
la
tesis
fuerte
de
que
esa
tensión
es
constitutiva
de
la
teoría
social
está
lejos
de
ser
universalmente
aceptada.
En
realidad,
se
opone
a
varias
de
las
posiciones
más
conocidas
del
debate:
contra
el
postmodernismo,
afirma
que
la
teoría
social
ha
demostrado
una
importante
capacidad
explicativa
de
los
fenómenos
sociales;
contra
la
teoría
crítica,
afirma
la
autonomía
de
ambos
planos
y
que
las
proposiciones
descriptivas
y
explicativas
simplemente
no
se
subordinan
a
las
posiciones
normativas;
contra
el
positivismo
y
el
constructivismo
sistémico,
afirma
que
las
cuestiones
normativas
permanecen
en
el
centro
de
sus
preocupaciones
y
que
la
“mejor”
teoría
social
es
precisamente
aquella
que
reconoce,
en
vez
de
cercenar,
su
lado
normativo.
Segundo,
hablar
de
una
relación
tensa
e
inevitable
entre
ambos
planos
es
simplemente
un
punto
de
partida.
La
verdadera
tarea
es
mucho
más
compleja
y
por
cierto
permanece
inconclusa:
se
trata
de
desarrollar
argumentos
detallados
y
explícitos
sobre
cómo
han
de
desplegarse
las
relaciones
y
mediaciones
entre
los
planos
explicativos
y
normativos
de
la
teoría
social.
Aceptar
que
se
trata
de
una
tensión
permanente
e
irresoluble
plantea
el
desafío
de
buscar
soluciones
más
abstractas
y
originales.
Asimismo,
en
relación
con
la
idea
de
una
“sociología
filosófica”,
en
este
libro
sólo
pude
empezar
a
hacer
plausible
el
tipo
de
orientación
intelectual
que
la
anima
y
podría
llegar
a
justificarla
como
actividad
intelectual
relevante.
La
sociología
filosófica
ha
de
intentar
explicitar
las
concepciones
de
lo
humano
en
que
se
sostienen
las
explicaciones
sociológicas
con
el
objetivo
de
hacerlas
cada
vez
más
reflexivas
y
ajustadas
a
las
explicaciones
sociológicas
sobre
las
relaciones
sociales.
En
ese
proceso,
la
sociología
filosófica
hace
suyo
el
desafío
de
referirse
a
lo
humano
en
general:
no
sólo
se
lo
toma
en
serio,
sino
que
afirma
que
las
explicaciones
sociológicas
requieren
de
una
163
concepción
universalista
de
la
especie
humana
como
condición
de
posibilidad
de
la
explicación
de
lo
social.
Pero
una
tarea
tal
sólo
puede
realizarse
si
se
reconocen,
con
modestia,
las
dificultades
que
en
la
modernidad
son
inherentes
a
cualquier
afirmación
potencialmente
universalizable
sobre
en
qué
consiste
el
fenómeno
humano.
La
sociología
filosófica
no
es
una
invitación
a
disolver
la
disciplina
en
filosofía
primera
o
epistemología
y,
lejos
de
sugerir
el
abandono
de
la
tarea
de
explicar
empíricamente
en
qué
consiste
lo
social
de
las
relaciones
sociales,
se
ofrece
como
un
recurso
adicional
para
darle
nuevo
vigor
a
esa
tarea.
La
sociología,
y
su
núcleo
reflexivo
en
la
moderna
teoría
social,
tiene
ciertamente
fundamentos
problemáticos,
mantiene
promesas
no
cumplidas
y
se
deja
seducir
por
modas
inconducentes.
Pero
no
es
una
tradición
en
crisis
terminal,
su
historia
no
es
la
de
un
proyecto
fracasado,
mucho
menos
necesita
reinventarse
desde
cero.
La
sociología
no
está
peor
posicionada
que
cualquier
actividad
intelectual
similar,
aunque
sí
le
sentaría
bien
que
sus
practicantes
demuestren
más
confianza
y
sobre
todo
cariño
por
las
contribuciones
de
las
que
sí
ha
sido
capaz.
En
ese
proceso,
conocer
mejor
su
historia
y
entender
las
operaciones
de
sus
fundamentos
filosóficos
siguen
recurso
de
primera
necesidad.
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