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Un conejo de Indias

Daniel Nesquens

A la vieja Elionor no le gustaba la Navidad, no. Negros recuerdos se le agolpaban en la


cabeza.
La vieja Elionor tenía cierto halo de ¿pitonisa, hechicera, bruja? De misterio. Siempre lo
había tenido. Sobre todo después del infortunio. Después de aquella triste y amarga Navidad.
La vieja Elionor enviudó muy joven. Se quedó sola. Sin marido, sin hijos, sin padres, sin
familiares, pero con vecinos. Se rapó el pelo tan corto que causaba cierto miedo. Eso fue hace
medio siglo. Ahora el cabello cano, largo le cae como una cascada por descubrir.
A su casa llegaban gentes de todas las aldeas de la comarca, del país. Personas pudientes
y menos pudientes; personas pobres, también muy pobres; individuos con cicatrices difíciles
de explicar. Todos llegaban a su casa con la esperanza de sanar algún mal, de borrar alguna
superstición.
La vieja Elionor tenía una habitación llena de santos, con una pequeña ventana por la
que se filtraba un bocado de luz. En una esquina de la habitación, con la cabecera orientada al
sur, había un pequeño camastro sobre el que se tumbaba el interesado. Casi en tinieblas, la
vieja Elionor les tanteaba la frente, la garganta, los brazos, las palmas de las manos, la boca del
estomago, las piernas... Luego, la vieja Elionor se sentaba en una silla de anea y pensaba y
pensaba. Pensaba qué remedio poner.
La vieja Elionor no preparaba ningún engrudo de hierbas mágicas, ni molía piedra de
volcán para mezclar con algún líquido santo, ni siquiera rezaba oraciones.
Sus remedios consistían en, por ejemplo: contar todas las manzanas que se vendían un
jueves en el mercado del pueblo, buscar una mata de albahaca y aspirar su aroma, leer de
atrás hacia adelante la página 112 de un libro cuyo título comenzase por la letra t, escuchar al
salir el sol el llanto de un recién nacido, abrir nada más llegar a casa todos los cajones que
hubiese cerrados...
La vieja Elionor fijó su vista en el calendario que colgaba de la pared. Lo clavó su marido
hacía, justo, cincuenta años. Su marido salió de casa. El clavo cayó al suelo, también la única
hoja que quedaba en el calendario. La joven Elionor lo volvió a colocar. Su amado salió a
atender un parto y se despeñó. La niebla lo envolvía todo. Borraba los caminos. El cuerpo cayó
en el fondo del barranco Barbado. Una tragedia más.
La vieja Elionor vieja desde entonces.
Alguien golpeó en la puerta, débilmente. La vieja Elionor la abrió y bajó la vista. Un
viento frío, irrespetuoso, se coló en la casa, también el estribillo de un villancico. Un niño de
mirada triste se quedó en el umbral. El niño de ojos tristes llevaba entre sus brazos un conejo
más pequeño de los que se podían ver por aquellos lugares. Se trataba de un conejo de Indias.
El conejo tenía las orejas caídas, los ojos cerrados, le faltaba el aire: estaba enfermo.
—Abuela Elionor, por lo que más quiera —suplicó el muchacho—, sáneme a mi conejo.
Es lo único que tengo —sollozó, todavía en el umbral.
—¿No tienes padre?
—No.
—¿No tienes madre?
—No.
—¿No tienes hermanos?
—No.
—¿No tienes familia?
—Él.
La vieja Elionor hizo pasar al pequeño dentro de la casa. El muchacho, los ojos hinchados,
de pie ante el fuego, miró lo único que decoraba aquellas cuatro paredes: el calendario. El
muchacho se sentó en una silla. La vieja Elionor le preparó un tazón de chocolate caliente. Lo
bebió y se quedó dormido. La abuela también.
El conejo olfateó el aire y olió un guiso aderezado con malvavisco, con zanahoria qué se
cocía lentamente en el fuego. El conejo saltó de los brazos del muchacho dormido y se detuvo
a escasos centímetros del guiso. Miraba y miraba la cacerola de barro. Cuando el guiso
comenzó a gorgotear, el animal despertó al muchacho, este despertó a la abuela. Los tres
clavaron su vista en la cacerola. Tenían hambre. La abuela Elionor colocó tres platos sobre la
mesa, dos cucharas y algo de pan. También lo que parecía ser un amuleto. Los tres comieron
contentos.
El conejo de Indias sanó. Sin embargo, nunca recobró la agilidad que lo había distinguido.
Tampoco le importó. Su amo se quedó a vivir con la abuela
Elionor. Bajo el mismo techo.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Me llamo Esteban. Esteban.
—Felicidades, pequeño. Hoy es tu santo. Y los tres miraron la única hoja del calendario.
Una aguja de coser entraba y salía de un 26 de diciembre de hacía, justo, medio siglo.

Ana Garralón
El gran libro de la Navidad
Madrid: Anaya, 2003

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