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Fish, Stanley (1990). “Rhetoric”. En: Frank Lentricchia &Thomas McLaughlin (Eds.

), Critical Terms for


Literary Study (pp. 203-222). Chicago: Chicago University Press. [Trad. De Mauricio Torres &
Constanza Ihnen (borrador: 13/03/2018).]

CAPÍTULO 15: RETÓRICA.

“… se levantó

Belial, con su continente más gracioso y humano.

Los cielos no han perdido criatura más hermosa: parecía

Haber sido creado para las dignidades y los más grandes hechos:

Pero en él todo era ficción y vanidad, por más que su lengua

Destilase maná y por más que hiciera pasar

El peor dictamen por el mejor, embrollando y desconcertando

Los planes mejor concebidos, porque sus pensamientos eran bajos;…

… Sin embargo de esto, halagaba los oídos,

Y con un acento persuasivo, empezó de esta suerte”.

(El Paraíso Perdido, 11, 108-15, 117-18).

Los lectores de Milton del siglo XVII hubiesen reconocido de inmediato este pasaje como un breve
pero incisivo ensayo sobre el arte y carácter del retórico. De hecho, en estas pocas líneas, Milton
logra reunir y reformular con gran fuerza retórica todos los argumentos tradicionales contra la
retórica. Incluso el gesto de Belial de levantarse es (negativamente) relevante: capta la atención de
su audiencia incluso antes de ponerse a hablar, al igual que Satanás lo hará en el Libro IX cuando
también se levante y mueva de forma tal que “cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos,
atraía la atención antes que su palabra” (673-74). Esto es, llama la atención hacia su apariencia,
hacia su superficie, y la sugerencia de superficialidad (una palabra que debe ser tomada en su
significado literal) se extiende a la palabra “gesto”; i.e. aquello que puede ser visto. Se dice que ese
gesto es “grácil”, el primero en una sucesión de dobles significados (uno de los atributos
estigmatizados del discurso retórico) que encontramos en el pasaje. Belial precisamente no está
lleno de gracia; ese simplemente es su aspecto exterior, y lo mismo se aplica a las palabras
“humano” y “hermoso”. La opinión del verso sobre todas sus aparentes virtudes es expresada en la
última palabra de la línea 110 —“parecía”— y la sombra de ese “parecer” cubre la próxima línea,
que por sí sola puede “parecer” un halago. Pero bajo la presión de lo que la precede, la afirmación

1
de elogio se deshace con cada palabra ambivalente (el verso ahora empieza a imitar al objeto de su
crítica, mostrando una persistente disyunción entre sus significados internos y externos; acusándolo
de parecer, pero aparentando él mismo): “creado” ahora tiene su significado peyorativo de “fingido”
o “inventado”; “grande” refiere al estilo favorito de oradores bombásticos y espera al mismo tiempo
su contraste irónico y degradante con la bajeza de sus pensamientos; “dignidad” es una broma
etimológica, ya que Belial es todo menos digno; de hecho, es justo lo que dice la siguiente línea:
“falso y vacío”, una acusación que repite uno de los eternos tópicos [topoi] anti-retóricos: que la
retórica, el arte del buen hablar, es sólo espectáculo, basada en nada salvo sus propias pretensiones
vacías, sin sustento ni relación alguna con la verdad. “No hay necesidad”, declara Sócrates en el
Gorgias de Platón, “para la retórica de conocer los hechos, pues ha desarrollado un medio de
persuasión que le permite aparecer ante los ojos del ignorante como si supiera más de los que
realmente saben” (459), y en el Fedro la figura titular admite que “el hombre que planea ser un
orador” no necesita “aprender lo que realmente es justo y verdadero, sino sólo lo que parece serlo
frente a la multitud” (260).

Esta referencia al oído popular vulgar indica que las deficiencias de la retórica no sólo son
epistemológicas (alejada de la verdad y los hechos) o morales (alejada del conocimiento verdadero
y la sinceridad) sino también sociales: apela a lo peor de la gente y los mueve a la acción vulgar,
exactamente como lo hace Belial en la siguiente famosa afirmación: “y por más que hiciera pasar /
El peor dictamen como el mejor”. Detrás de Belial está la línea de los sofistas –Protágoras, Hippias,
Gorgias–, figuras sombrías que para nosotros son conocidas mayoritariamente a través de los
escritos de Platón, donde aparecen siempre como contrapuntos relativistas del idealista Sócrates.
La opinion que de ellos se tiene por una tradición filosófica dominada por Platón es la que aquí se
tiene de Belial; sus pensamientos eran bajos, centrados en las sospechosas habilidades que
enseñaban por dinero; el peligro que representaban es el mismo que Belial representa: a pesar de
la bajeza de sus pensamientos, quizá por la bajeza de sus pensamientos, complacían al oído, al
menos al oído de la muchedumbre promiscua (bajo la superficie de una posición anti-retórica,
siempre hay un poderoso y corrosivo elitismo), y la explicación de su desafortunado éxito es el poder
que Belial ahora comienza a usar: el poder del “acento persuasivo”. Aquí la palabra “acento”
resuena, siendo uno de sus significados relevantes un “modo de declaración peculiar de un
individuo, localidad o nación” (OED). El que habla “con acento” habla desde una perspectiva
particular hacia la cual trata de llevar a sus auditores; también habla con el ritmo de una canción
(etimológicamente, “acento” significa “canción añadida al discurso”) que, como Milton pronto
observará, “encanta a los sentidos” (11, 556). “Acento persuasivo”, entonces, es casi una
redundancia: las dos palabras significan la misma cosa, y lo que le dicen al lector es que está a punto
de verse expuesto a una fuerza cuyo ejercicio no está limitado por ningún tipo de responsabilidad
hacia la Verdad o hacia lo Bueno. De hecho, Milton considera esta fuerza tan peligrosa que cree
necesario proporcionar un brillo correctivo tan pronto como Belial deja de hablar: “De este modo
aconsejaba Belial, con palabras disfrazadas bajo el manto de la razón, un innoble reposo, una bajeza
indigna, pero no la paz” (11, 226-27). Sólo en caso que el lector no lo hubiese notado.

He discurrido en detalle sobre este pasaje porque de él podemos extrapolar casi todas las
oposiciones binarias en relación a las cuales la retórica ha recibido su definición (casi siempre
negativa): interior/exterior, profundo/superficial, esencial/periférico, no-mediado/mediado,
claro/coloreado, necesario/contingente, directo/oblicuo, permanente/fugaz, cosas/palabras,

2
realidades/ilusiones, hechos/opiniones, neutral/partisano. A esta lista, que en ningún caso es
exhaustiva, subyacen tres oposiciones básicas: primero, entre una verdad que existe independiente
de todas las perspectivas y puntos de vista, y las muchas verdades que emergen y parecen
perspicuas cuando una perspectiva o punto de vista ha sido consolidado y está vigente; segundo,
una oposición entre conocimiento verdadero, que es el conocimiento que existe aparte de cualquier
sistema de creencias, y el conocimiento que, porque fluye de algún sistema de creencias particular,
es incompleto y parcial (en el sentido de sesgado); y tercero, una oposición entre un ser o una
conciencia que se vuelca hacia fuera buscando aprehender y apegarse a la verdad y el verdadero
conocimiento, y un ser o una conciencia que se vuelca hacia dentro en la dirección de sus propios
prejuicios, que en lugar de ser superados, continúan informando todas sus palabras y acciones. Cada
una de estas oposiciones se conecta a su vez con una oposición entre dos tipos de lenguaje: por un
lado, el lenguaje que fielmente refleja o se refiere a asuntos de hecho no contaminados por una
agenda o deseo personal o partisano; y por otro lado, el lenguaje infectado de agendas y deseos
partisanos, y que por tanto tiñe y distorsiona los hechos que pretende reflejar. Es el uso de este
segundo lenguaje el que lo vuelve a uno un retórico, mientras que la adherencia al primero lo hace
a uno un seguidor de la verdad y un observador objetivo de cómo son las cosas.

Es la comprensión de estas posibilidades y peligros lingüísticos la que genera una serie de esfuerzos
por construir un lenguaje donde todos los sesgos de perspectiva (una frase redundante) hayan sido
eliminados, esfuerzos que a veces han tomado como modelo a las notaciones matemáticas, otras
veces a las operaciones de la lógica, y más recientemente a los cálculos puramente formales de las
computadoras digitales. Ya sea que se manifieste en las elaboradas máquinas lingüísticas de los
“proyectores” del siglo XVII como el obispo Wilkins (Un Ensayo sobre el Verdadero Carácter y el
Lenguaje Filosófico, 1668), o en la construcción (a la Chomsky) de un modelo del lenguaje
“competencial” abstraído de cualquier implementación particular, o en el proyecto de Esperanto o
cualquier otro lenguaje artificial que reclame universalidad (ver Large 1985), o a la manera de una
“situación ideal del discurso” Habermasiano en el que todas las afirmaciones expresan “una
‘voluntad racional’ en relación con un interés común establecido sin engaño” (Habermas 1975, 108),
el impulso detrás de este esfuerzo ha sido siempre el mismo: establecer una forma de comunicación
que escape a la parcialidad y nos ayude, primero a determinar y luego a afirmar, lo que es absoluta
y objetivamente cierto, una forma de comunicación que en su estructura y operación es la precisa
antítesis de la retórica.

Aunque la transición del pensamiento clásico al cristiano está marcado por muchos cambios, una
cosa que no cambia es el estatus de la retórica en relación a la visión fundacional de la verdad y el
significado. Ya sea el centro de esa visión una deidad personificada o una abstracta razón
geométrica, la retórica es la fuerza que nos aleja del centro hacia su propio mundo de formas
cambiantes y superficies relucientes.

La disputa entre la filosofía y la retórica sobrevive cada cambio radical en la historia del pensamiento
occidental, presentándonos continuamente con la (sesgada) elección entre la verdad inalterada y
presentada directamente, y el poderoso pero insidioso atractivo del “lenguaje refinado” [fine
language], lenguaje que ha transgredido los límites de la representación y sustituido las formas de
la realidad por sus propias formas (ver Kennedy 1963, 23).

3
II

Hasta este punto mi presentación ha sido tan sesgada como la elección, porque ha sugerido que la
retórica sólo ha recibido caracterizaciones negativas. Pero de hecho, siempre ha habido amigos de
la retórica, desde los Sofistas hasta los antifundacionalistas del presente, y en respuesta a la crítica
realista han diseñado (y repetido) un buen número de defensas estándar. Dos de estas defensas las
ofrece Aristóteles en la Retórica. Primero, define a la retórica como la facultad o arte cuya práctica
nos ayudará a observar “cuáles son, en cada situación, los medios disponibles para la persuasión”
(1355b) y apunta a que, en tanto facultad, no está alejada de la verdad. Por supuesto, hombres mal
intencionados pueden abusar de ella, pero eso, después de todo, “es una acusación que puede
hacerse en general hacia todas las cosas buenas”. “Lo que hace a un hombre un sofista”, declara,
“no es su facultad, sino su propósito moral”.

La segunda defensa de Aristóteles es más agresivamente positiva y responde directamente a una


de las caracterizaciones más dañinas de la retórica. “Debemos ser capaces de emplear la
persuasión… sobre los polos opuestos de una misma cuestión, no para que la empleemos en la
práctica para argumentar en favor de los dos polos (porque no debemos hacer creer a la gente lo
que es incorrecto), sino para que veamos claramente cuáles son los hechos” (1355a). En resumidas
cuentas, usada correctamente, la retórica es un recurso heurístico, que nos ayuda no a distorsionar
los hechos, sino a descubrirlos; la defensa de tesis contrarias respecto a una misma cuestión tendrá
el efecto beneficioso de mostrarnos cuál de esas visiones está más de acuerdo con la realidad. Por
medio de este argumento, como ha señalado Peter Dixon (1971, 14), Aristóteles “remueve a la
retórica del reino de lo azaroso y lo extravagante”, y la devuelve a ese mismo reino del que se decía
era la gran subversiva.

Pero si esta es la fuerza de la defensa de Aristóteles, es también su debilidad, pues al hacerla


refuerza precisamente los supuestos respecto a los cuales la retórica será siempre sospechosa,
supuestos sobre una realidad independiente cuyos contornos pueden ser percibidos por un
observador cuya visión es suficientemente transparente y que los puede representar de un modo
verbal igualmente transparente. La defensa más fuerte, pues golpea al corazón de la tradición
opuesta, es una que acoge las acusaciones planteadas a esa tradición y las asume como su posición.

A la acusación de que la retórica lidia únicamente con el reino de lo probable y contingente, y que
ha abandonado a la verdad, los Sofistas y sus sucesores responden que la verdad misma es un asunto
contingente, que asume formas diferentes a la luz de diferentes urgencias locales y las convicciones
asociadas a ellas. “La verdad era individual y temporal, no universal y eterna, por cuanto la verdad
para cualquier hombre era… aquello de lo que podía ser persuadido” (Guthrie 1971, 193). Esto no
sólo hace a la retórica –el arte de analizar y presentar las exigencias locales– una forma de discurso
que nadie puede darse el lujo de ignorar; sino que además vuelve al discurso opuesto –el de la
filosofía formal– irrelevante. Esta es precisamente la tesis de Isócrates en su Antidosis. Los estudios
abstractos como la geometría y la astronomía, dice, no tienen “ninguna aplicación para los asuntos
públicos o privados;… después de que se aprenden… no nos acompañan en la vida ni nos prestan
auxilio en lo que hacemos, sino que están totalmente divorciados de nuestras necesidades”
(Isócrates 1962, 2:26162).

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Lo que hace Isócrates (al menos retóricamente) es cambiar el equilibrio de poder entre la filosofía y
la retórica poniendo a la filosofía a la defensiva. La misma estrategia es seguida por Cicerón y
Quintiliano, los más influyentes retóricos romanos. En las primeras páginas de su De Inventione,
Cicerón elabora el mito que será posteriormente invocado cada vez que se defiendan el humanismo
y las bellas letras. Hubo una época, dice, en que “los hombres deambulaban en grupos en el campo
como animales”, y que “no había aún ningún sistema ordenado de culto religioso ni de deberes
sociales” (Cicerón, 1:2). Fue entonces que un “gran y sabio” hombre “reunió” a sus hermanos
incivilizados y “los introdujo a todas las ocupaciones honorables y útiles, aunque reclamaran contra
ellas al comienzo, por su novedad”. De todos modos, logró su atención a través de “la razón y la
elocuencia” [proper rationem atque orationem], y por esos medios “los transformó de salvajes a un
pueblo amable y gentil”. Desde ese entonces, “se han fundado muchas ciudades,… las llamas de una
multitud de guerras se han extinguido, y… las más duraderas alianzas y las amistades más sagradas
se han formado no sólo mediante el uso de la razón, sino también y más fácilmente por el uso de la
elocuencia” (1:1). Mientras que en la historia fundacionalista, una pureza original (de visión, de
propósito, de procedimiento) es corrompida cuando los cantos de sirena de los retóricos se vuelven
demasiado dulces, en la historia de Cicerón (que va a ser repetida por tantos otros, por ejemplo
Lawson 1972, 27), todas las virtudes humanas, y de hecho la humanidad misma, son arrebatadas de
un primitivo y violento estado de naturaleza por el arte de la elocuencia. Significativamente (y este
es un punto al que deberemos volver), ambas historias son historias de poder, del poder de la
retórica; es sólo que en una historia ese poder debe ser resistido si la civilización quiere evitar la
caída, mientras que en la otra ese poder trae orden y un proceso genuinamente político donde antes
sólo valía la ley de la “fuerza física”.

El contraste entre ambas historias difícilmente puede ser exagerado, porque lo que está en juego
no es simplemente un asunto de énfasis o prioridad (como parece serlo en el esfuerzo Aristotélico
de mostrar una alianza entre retórica y verdad), sino una diferencia de visiones de mundo. La
disputa entre los retóricos y el pensamiento fundacional es en sí misma fundacional; su contenido
es un desacuerdo sobre los componentes básicos de la actividad humana y sobre la naturaleza de la
naturaleza humana misma. En los clarificadores términos de Richard Lanham, es un desacuerdo
sobre si somos miembros de la especie homo seriosus o de la especie homo rhetoricus. El homo
seriosus o el hombre serio:

posee un ser central, una identidad irreductible. Estos seres se combinan en una única y
homogénea sociedad real que constituye un referente de realidad para los hombres que
habitan en ella. Esta sociedad referente es a su vez contenida en una naturaleza física
también referencial, que existe “allá afuera” independiente del hombre.

Por otro lado, el homo rhetoricus o el hombre retórico:

es un actor; su realidad pública, dramática. Su sentido de identidad depende de la


confirmación de su recreación histriónica diaria… El mínimo común denominador de su
vida es una situación social… Así, no está comprometido con ninguna construcción del

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mundo en específico, sino más bien con prevalecer en el juego en el que participa… El
hombre retórico no está entrenado para descubrir la realidad, sino para manipularla. La
realidad es aquello que es aceptado como realidad, aquello que es útil” (Lanham 1976, 1,
4).

Al mismo tiempo que el hombre retórico manipula la realidad, estableciendo con sus palabras los
imperativos y urgencias a los que él y los suyos deben responder, se manipula o fabrica a sí mismo,
simultáneamente concibiendo y ocupando los roles que se volvieron, primero posibles, y luego
obligatorios dada la estructura social que su retórica ha establecido. Al explorar los medios de
persuasión disponibles en una situación particular, él se los prueba, y a medida que le quedan bien,
se transforma en ellos (ver Sloane 1985, 87: “La retórica ha tenido éxito en la más grande aspiración
del humanismo, la creación artística de la persona experta”; ver también Greenblatt 1980). Lo que
el hombre serio teme –la invasión de lo esencial por lo contingente, lo proteico, lo impredecible– es
lo que el hombre retórico encarna y celebra.

¿Cuál de estas visiones de la naturaleza humana es la correcta? La pregunta sólo puede ser
respondida desde dentro de una u otra, y la evidencia que una entregue será vista por la otra como
ilusoria o como agua para su propio molino. Enfrentado ante el siempre cambiante panorama de la
historia, el hombre serio verá la variación de unas pocas temáticas básicas; mientras que
confrontado con la persistencia de las preguntas y respuestas esencialistas, el hombre retórico
responderá como lo hace Lanham, afirmando que el hombre serio en sí es un logro supremamente
ficticio; la seriedad es sólo un estilo más, no el estado de haberse liberado del estilo. Es decir, para
el hombre retórico las distinciones (entre forma y contenido, periferia y núcleo, efímero y duradero)
invocadas por el hombre serio no son más que el andamiaje del teatro de la seriedad, y son
precisamente instancias de aquello a lo que se opone. Y por su parte, si el hombre serio escuchara
ese argumento, lo consideraría un ejemplo más de manipulación retórica y prestidigitación, una
afirmación indignante, contraria al sentido común, el equivalente en debate a decir “¡y tú también!”
[“so’s your old man”]”. Y así seguiría, sin posibilidad de llegar a un acuerdo, una infinita ronda de
acusaciones y contra-acusaciones en las que la verdad, la honestidad y la responsabilidad lingüística
son reclamadas por todos: “desde premisas serias, todo el lenguaje retórico es sospechoso; desde
un punto de vista retórico, el lenguaje transparente parece deshonesto, falso hacia el mundo”
(Lanham 1976, 28).

Y así ha sucedido; la historia del pensamiento occidental podría ser contada como la historia de esta
disputa. De hecho, tales historias se han escrito, y como era de suponer, con diferentes énfasis. En
una versión muchas veces escrita, las nieblas de la religión, la magia y el encantamiento verbal
(todas formas igualmente sospechosas de fantasía) son disipadas por el redescubrimiento Ilustrado
de la razón y la ciencia; el entusiasmo y la metáfora son frenados por el refinamiento del método, y
los efectos de la diferencia (punto de vista) son puestos entre paréntesis y controlados por el rigor
procedimental. En otra versión (contada por una línea que va desde Vico a Foucault), un mundo
carnavalesco de exuberancia y posibilidades es drásticamente empobrecido por la ascendencia de
una razón sin alma, una perspectiva brutalmente estrecha que alega ser objetiva, y que procede de
forma represiva a imponer su pretensión. No es mi intención aquí adscribir a alguna de esas historias
ni ofrecer una tercera, ni abogar –como algunos lo han hecho– por una no-historia de inocencia

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epistémica discontinua o progresiva; sólo deseo apuntar que el debate continúa hasta nuestros días,
y que sus términos son los mismos que uno encontraría en los diálogos de Platón y los discursos de
los Sofistas.

III

Mientras escribo, la suerte del hombre retórico va al alza, ya que, en disciplina tras disciplina, hay
evidencia de lo que ha sido denominado el “giro interpretativo”: el descubrimiento de que aquello
que se da por sentado en cualquier actividad –incluyendo los hechos que controla, los
procedimientos en los que confía, y los valores que expresa y extiende– es social y políticamente
construido, confeccionado por el hombre en lugar de haber sido enviado por Dios o la Naturaleza.
El campo más reciente (y menos probable) que ha experimentado esta revolución, o que al menos
ha oído de esta posibilidad, es la economía. El texto clave es la Retórica de la Economía de Donald
McCloskey (1985), un título en sí mismo polémico dado que, como apunta McCloskey, a los
economistas convencionales no les gusta verse a sí mismos como empleadores de una retórica; sino
como científicos cuya metodología los protege de la influencia de puntos de vista e intereses
particulares. Creen, en otras palabras, que los procedimientos de su disciplina van a producir
“conocimiento libre de duda, de metafísica, de moral y de convicciones personales” (16). A esto,
McCloskey responde declarando (en buenos términos sofísticos) que no hay tal conocimiento
disponible, y que, aun cuando el método económico promete entregarlo, “lo que es capaz de
entregar [y] que renombra ‘método científico’ [son] la metafísica, la moral y las convicciones
personales de los científicos, especialmente de los científicos económicos” (16). El método
impersonal es entonces tanto una ilusión como un peligro (como toda retórica, enmascara su
naturaleza retórica), y como antídoto a ello McCloskey ofrece la retórica, que según él no lidia con
la verdad abstracta, sino con la verdad que emerge en el contexto de conversaciones marcadamente
humanas (28-29). En esas conversaciones, hay siempre:

“argumentos buenos o malos. Después de esgrimirlos, no tiene sentido hacer la última


pregunta a modo de resumen: ‘Bueno, ¿Es verdad?’. Es lo que es—persuasivo, interesante,
útil, y así… No hay razón para buscar una cualidad general llamada Verdad, que sólo
responde a la pregunta sin respuesta: ‘¿Qué hay en la mente de Dios?’” (47).

La real verdad, concluye McCloskey, es que “las afirmaciones se hacen con el propósito de persuadir
a alguna audiencia”, y dado que no disponemos del punto de vista de Dios, “esto no es algo de que
avergonzarse”, sino el balance final en un mundo retórico.

En la primera conferencia en la que se presentaron los argumentos de McCloskey, se escucharon


una vez más las familiares objeciones anti-retóricas, las que bien podrían haberse planteado en la
Atenas del siglo V A.C., así como en Wellesley, Massachusetts, en 1986. Un participante habló de la

7
“senda florida [primrose path] al relativismo extremo”.1 Otras voces proclamaron que nada en la
posición de McCloskey era nuevo (una observación ciertamente verdadera), que todos ya los sabían,
y que en cualquier caso no afectaba al núcleo de la práctica económica. Otros invocaron un conjunto
de distinciones relacionadas (y familiares) entre actividades empíricas e interpretativas, entre
demostración y persuasión, entre procedimientos verificables e irracionalismo anárquico. Por
cierto, todas estas objeciones habían sido ya formuladas (o reformuladas) en aquellas disciplinas
que habían escuchado el canto de sirena de la retórica mucho antes de que llegara a los oídos de
los economistas. El nombre al que todos hacen referencia (para elogiar o culpar) es el de Thomas
Kuhn. Su Estructura de las Revoluciones Científicas (1962) es uno de los textos más citados en
humanidades y ciencias sociales en los últimos 25 años, y es retórico por donde se le mire. Kuhn
parte por ensayar y desafiar el modelo ortodoxo de la investigación científica, en el cual primero se
recolectan los hechos mediante métodos objetivos y luego se utilizan para construir un dibujo de la
naturaleza; un dibujo que la naturaleza misma confirma o rechaza en el contexto de experimentos
controlados. En este modelo, la ciencia es “un proceso acumulativo” (3) en el que cada nuevo
descubrimiento añade “un ítem más a la población del mundo del científico” (7). La forma de ese
mundo –el mundo de la actividad profesional del científico– está determinada por la forma (de los
hechos y la estructura) ya existente en el mundo más amplio de la naturaleza; formas que constriñen
y guían el trabajo del científico.

Kuhn desafía esta historia al introducir la noción de paradigma, un conjunto de supuestos tácitos y
de creencias a partir de los cuales se desarrolla la investigación; supuestos que en lugar de derivarse
de la observación de los hechos, son determinantes de los hechos que pueden ser observados. Se
sigue que cuando las observaciones hechas desde distintos paradigmas entran en conflicto, no hay
una forma primordial (i.e. no retórica) para arbitrar la disputa. Uno no puede poner a prueba las
distintas visiones confrontándolas con los hechos, porque la especificación de los hechos es
precisamente lo que está en juego entre ellas; un hecho citado por una parte será visto como un
error por la otra. Esto significa que la ciencia no procede ofreciendo sus descripciones al juicio
independiente de la naturaleza; sino que procede cuando los proponentes de un paradigma son
capaces de presentar su caso de forma tal que los adherentes de otros paradigmas lo encuentren
atractivo. En síntesis, el “motor” que mueve a la ciencia no es la verificación ni la falsación, sino la
persuasión. En caso de desacuerdo, “cada parte debe tratar, por medio de la persuasión, de
convertir a la otra” (198) y cuando una parte tiene éxito, no hay corte más alta a la que apelar: “no
hay estándar mayor que el del asentimiento de la comunidad relevante” (94). “¿Qué mejor criterio”,
pregunta Kuhn, “podría haber?” (170).

La respuesta que dieron los horrorizados por la retorización del procedimiento científico era
predecible: un mejor criterio sería uno que no estuviera preso de un paradigma particular, sino que
proveyera de un espacio neutral en el que los paradigmas en competencia pudieran
desinteresadamente ser evaluados. Al negar un criterio de ese tipo, Kuhn nos deja en un mundo de
anarquía epistemológica y moral. En palabras de Israel Scheffler:

1
N. del T: Conducir a alguien por el “primrose path” significa motivar a alguien a vivir una vida fácil y
placentera, pero con consecuencias negativas, a veces desastrosas.

8
“No hay más control independiente y público, la comunicación ha fallado, el universo
común de las cosas es una ilusión, la realidad en sí misma es fabricada… y no
descubierta… En lugar de una comunidad racional de hombres siguiendo procedimientos
objetivos en la búsqueda de la verdad, tenemos un conjunto de mónadas aisladas, en
cada una de las cuales las creencias se forman sin restricciones sistemáticas” (19).

Kuhn y aquellos a quienes ha persuadido han, por supuesto, respondido a estas acusaciones; pero
no hace falta decir que el debate ha continuado en términos que los lectores ya pueden imaginar; y
el debate ha sido particularmente reñido porque el área de disputa –la ciencia y sus
procedimientos– es un área en la que hay mucho invertido, pues se le ha considerado como el único
lugar donde los apóstoles del interpretativismo retórico presumiblemente temerían avanzar.

En un punto de su argumento, Kuhn remarca que, en la tradición que está criticando, la investigación
científica “supuestamente procede” a partir de “datos en bruto” o “experiencia bruta”; pero,
apunta, si ese fuera el verdadero modo de proceder, requeriría de un “lenguaje de observación
neutral” (125), un lenguaje que registre los hechos sin mediar ningún supuesto de algún paradigma.
El problema es que “la investigación filosófica no ha ofrecido siquiera una pista sobre cómo sería un
lenguaje capaz de hacer eso” (127). Incluso un lenguaje especialmente diseñado “encarna una serie
de expectativas sobre la naturaleza”, expectativas que limitan de entrada lo que puede ser descrito.
Así como uno no puede simplemente (desde el punto de vista de Kuhn) referirse a los hechos
neutrales para zanjar una disputa, uno tampoco puede referirse a un lenguaje neutral mediante el
cual informar esos hechos, o incluso informar sobre la configuración de la disputa. Cualquiera
información que el lenguaje particular (natural o artificial) nos entregue, será la información del
mundo visto desde una situación particular; no hay forma de mirar sin perspectiva, ni un lenguaje
que no sea un lenguaje dependiente de situaciones –un lenguaje retórico, interesado– mediante el
cual informar.

El mismo punto lo ha formulado con la misma autoridad filosófica J. L. Austin en un libro publicado,
significativamente, el mismo año (1962) en que se publicó La Estructura de las Revoluciones
Científicas. Austin comienza Cómo Hacer Cosas Con Palabras observando que, tradicionalmente, el
centro de la filosofía del lenguaje ha sido precisamente el tipo de enunciado que Kuhn declara no
estar disponible: la afirmación independiente de contexto que ofrece información objetiva sobre un
mundo igualmente independiente, con oraciones de la forma “Él está corriendo” y “Lord Raglan
ganó la batalla de Alma” (47, 142). Esos enunciados, que Austin llama “constatativos”2 [constative],
están sujetos al criterio de verdad y verosimilitud (“la verdad de la constatativa… ‘Él está corriendo’
depende de que él esté corriendo”); las palabras deben corresponderse con el mundo, y si no,
pueden ser criticadas por falsas e inexactas. Hay, sin embargo, innumerables afirmaciones que no
pueden ser evaluadas en ese sentido. Si, por ejemplo, le digo a usted “Prometo pagarle 5 dólares”
o “Salga del cuarto”, sería raro que respondiera diciendo “verdadero” o “falso”; en lugar de eso,

2
N. del T. La palabra original en inglés “constative” no tiene una traducción exacta al castellano. A veces se ha
preferido traducirla fonéticamente mediante el neologismo “constativo”. En esta ocasión, preferimos acuñar
la expresión “constatativo”, una variación de la palabra “constatar” (que sí existe en el lenguaje castellano).
Esta traducción evocaría la idea de que un enunciado constatativo “constata” (es decir: muestra) que algo es
o no es.

9
diría a lo primero “bien” o “no es suficiente” o “no le creo”, y a lo segundo, “Sí, señor” o “¡pero estoy
esperando una llamada!” o “¿Quién cree usted que es?”. Estas y otras formas imaginables de
respuesta no son juicios sobre la verdad o precisión de mi enunciado, sino sobre su conveniencia
[appropriateness], dadas nuestras respectivas posiciones en alguna estructura social de
entendimiento (doméstica, militar, económica, etc). Así la identidad misma y, por tanto, el
significado de este tipo de enunciados –Austin los llama “performativos”— depende del contexto
en el que son producidos y recibidos. Nada garantiza que el enunciado “Prometo pagarte 5 dólares”
haya sido intencionado , o vaya a ser oído, como una promesa; en diferentes circunstancias podría
ser recibido como una amenaza o una broma, y en muchas circunstancias el hablante tendrá la
intención de ser un acto, pero será entendido como otro. Cuando el criterio de verosimilitud ha sido
reemplazado por el criterio de conveniencia, el significado se vuelve radicalmente contextual,
potencialmente tan variable como el entendimiento situado (y cambiante) de incontables hablantes
y oyentes.

Por supuesto, es precisamente esta propiedad de los performativos –su fuerza es contingente y no
puede ser restringida formalmente – la responsable de que ellos hayan sido consignados por los
filósofos del lenguaje dentro de la categoría de lo “derivado” o “parasitario”, donde, guardados de
forma segura, no pueden contaminar la categoría nuclear de los constatativos. Pero es este acto de
segregación y cuarentena el que Austin deshace en la segunda mitad de su libro, donde extiende el
análisis de los performativos a los constatativos y descubre que ellos también significan cosas
distintas a la luz de distintas circunstancias contextuales. Consideren el siguiente ejemplo
paradigmático de constatativo: “Lord Raglan ganó la batalla de Alma”. ¿Es verdadero, preciso, un
reporte fidedigno? Depende, dice Austin, del contexto en que es producido y recibido (142-43). En
un manual de secundaria, podría ser aceptado como verdadero, por los supuestos que están en
juego en cuanto a lo que significa una batalla, qué constituye ganar una batalla, cuál es la función
de un general, etc. En cambio, en una investigación histórica “seria” todos esos supuestos podrían
haber sido reemplazados por otros, con el resultado de que las nociones mismas de “batalla” y
“triunfo” podrían tener un aspecto diferente. Las propiedades que supuestamente distinguen a los
constatativos de los performativos –fidelidad hacia los hechos preexistentes, compromiso con su
verdad– resultan ser tan dependientes de las condiciones particulares de producción como las
performativas. “Verdadero” y “falso”, concluye Austin, no son nombres para las posibles relaciones
entre enunciados independientes [free-standing] (constatativos) y un estado de cosas igualmente
independiente [free-standing]; en lugar de ello, son juicios situados sobre la relación entre
enunciados contextualmente producidos y el estado de cosas que, también, es producido
contextualmente. Al final del libro, se “descubre” que los constatativos son un subconjunto de los
performativos, y con este descubrimiento el núcleo formal del lenguaje desaparece completamente
y es reemplazado por un mundo de enunciados vulnerable a los cambios de cada circunstancias – el
mundo, dicho en simple, del hombre retórico (situado).

Esta es una conclusión a la que Austin mismo se resiste cuando intenta aislar (y de esa forma,
contener) la retórica, invocando otra distinción entre enunciados serios y no-serios. Los enunciados
serios son aquellos enunciados de los que el hablante se responsabiliza; él quiere significar lo que
dice, y por tanto se puede inferir su significado considerando sus palabras en el contexto. Un
enunciado no-serio es uno producido en circunstancias que “abrogan” (21) la responsabilidad del

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hablante, y por tanto uno no puede con confianza –esto es, sin el peligro de una conjetura
infundada– determinar qué quería significar:

“Un enunciado performativo sería, por ejemplo… hueco o vacío si es dicho por un actor en
el escenario, o si es introducido en un poema, o expresado en un soliloquio… El lenguaje
en esas circunstancias es usado no-seriamente de modo especial, de forma parasitaria a
su uso normal… Esto lo excluimos de consideración. Nuestros enunciados performativos
deben ser entendidos como enunciados producidos en circunstancias normales” (22).

La distinción es entonces entre enunciados que están, como Austin llama luego, “atadas a su origen”
(61), ancladas a una intención palpable, y enunciados cuyo origen está oculto tras la pantalla de un
escenario teatral o literario. Esa distinción y el pasaje en el que aparece fueron tomados en 1967
por Jacques Derrida en una famosa (y admirativa) crítica de Austin. Derrida considera que Austin
trabaja contra sus mejores ideas y olvida lo que ya ha aceptado, que “la infelicidad [comunicación
que se desvía en una dirección que no es la buscada] es un mal del que todos los actos [de habla]
son herederos” (Derrida 1977). Pese a este reconocimiento, Austin continúa creyendo que la
infelicidad –que aquellos casos donde el origen atado de los enunciados es oscuro y debe ser
construido mediante conjeturas interpretativas– es un caso excepcional, mientras que en la visión
de Derrida, la infelicidad es en sí misma el estado original puesto que cualquier determinación del
significado debe proceder en el marco de una construcción interpretativa del significado del
hablante. En síntesis, no hay circunstancias ordinarias, sino meramente multitudinarias y variadas
circunstancias en las que los actores puestos en el escenario se la juegan por interpretaciones de
enunciados, producidos por actores de otros escenarios. El mundo, como dice Shakespeare, es un
escenario, y en ese escenario “el atributo de riesgo” admitido por Austin no es algo que uno pueda
evitar quedándose cerca del lenguaje ordinario en circunstancias ordinarias, sino que es “la
condición interna y positiva” de cualquier acto de comunicación (Derrida 1977, 190).

En la misma publicación en que apareció la traducción en inglés del ensayo de Derrida, John Searle,
un estudiante de Austin, replicó en términos que hacen clara la afiliación de este debate particular
al antiguo debate que hemos venido delineando. La estrategia de Searle es básicamente repetir los
puntos de Austin y declarar que Derrida los ha pasado por alto: “La idea de Austin es simplemente
esta: si queremos saber en qué consiste hacer una promesa no debemos partir mirando las
promesas hechas por actores en un escenario… porque en un sentido bastante obvio esos
enunciados no son casos estándar de las promesas” (Searle 1977, 204). Pero en el argumento de
Derrida, la categoría de “obvio” es precisamente lo que está siendo desafiado o “deconstruido”.
Aunque es verdad que consideramos las promesas emitidas en contextos cotidianos más directas
que las promesas hechas en un escenario, ello (Derrida diría) es sólo porque los escenarios en que
se desarrolla la vida cotidiana están tan poderosamente –retóricamente– consolidados que son en
efecto invisibles, y por tanto los significados que ellos hacen posibles, son experimentados como si
fueran directos y no mediados por ninguna pantalla. Lo “obvio” no puede oponerse a lo
“escenificado” como asume Searle, porque lo obvio es simplemente una escenificación que ha sido
particularmente exitosa. Uno no escapa de lo retórico huyendo al área protegida de la comunicación
básica y el sentido común, porque el sentido común, cualquier sea la forma que asuma, es siempre

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una construcción retórica –parcial, partisana, interesada. Esto no significa, se apresura Derrida a
señalar, que todas las construcciones retóricas sean iguales, sólo que son igualmente retóricas. La
“citabilidad” –la condición de estar entre comillas, de ser indirecto– de un enunciado en una obra
no es la misma que la citabilidad de una referencia filosófica o una declaración bajo juramento
frente a una corte; es sólo que ninguno de estos performativos es más serio –más directo, menos
mediado, menos retórico– que otro.

Uno reconoce en estas aserciones el mundo familiar del hombre retórico, rebosante de roles,
situaciones, estrategias, intervenciones, pero sin un rol maestro, sin una situación de situaciones,
sin una estrategia para flanquear cualquier estrategia, sin una intervención en la arena de disputa
que no expanda la arena de disputa, sin un punto neutral de racionalidad como punto de vista desde
el cual lo “meramente retórico” pueda ser identificado y mantenido a raya. En efecto, el
pensamiento deconstructivo o post-estructuralista es “en su operación, una máquina retórica:
sistemáticamente afirma y demuestra la naturaleza mediada, construida, parcial, socialmente
constituida de todas las realidades, ya sean ellas fenoménicas, lingüísticas o psicológicas”.
Deconstruir un texto, dice Derrida, es “ocuparse de la genealogía estructurada de sus conceptos en
la forma más escrupulosa e inmanente posible, pero al mismo tiempo determinar, desde una cierta
perspectiva externa algo que no puede nombrar o describir, lo que esta historia puede haber
ocultado o excluido, constituyéndose como historia mediante esta represión que tiene lugar” (1981,
6). La “perspectiva externa” es la perspectiva en la cual el analista sabe de entrada (dado su
compromiso con una visión de mundo retórica o deconstructiva) que la coherencia presentada por
un texto (y una institución y una economía, en este sentido, pueden ser un texto) descansa en una
contradicción de la que no puede dar cuenta, descansa en la supresión de la retoricidad, el carácter
desafiable de su propio punto de vista. Una lectura deconstructivista traerá a la superficie esas
contradicciones y expondrá esas supresiones, y por tanto “problematizará” una unidad que se logra
sólo cubriendo todos los énfasis e intereses excluidos que pueden ponerla en peligro.

Tampoco este acto se realiza al servicio de algo más que la retórica. La deconstrucción Derrideana
no devela las operaciones de la retórica para llegar a la Verdad; en lugar de ello, continuamente
descubre la verdad de las operaciones retóricas, la verdad de que todas las operaciones, incluyendo
la operación de deconstrucción en sí misma, son retóricas. Si, como afirma Paul de Man, “una
deconstrucción siempre tiene como objetivo revelar la existencia de articulaciones y
fragmentaciones ocultas dentro de totalidades asumidamente monistas”, se debe tener cuidado de
que no quede como legado del gesto deconstructivo una nueva totalidad monista. Dado que el
proceso de deconstrucción es develar un “estado fragmentado que puede ser llamado natural en
relación con el sistema que está siendo deshecho”, siempre existe el peligro que el patrón “natural”
“sustituya con su sistema relacional aquel que ayudó a disolver” (de Man 1979, 249). La única forma
de escapar este peligro es realizar el acto deconstructivo una y otra vez, sometiendo cada nueva
constelación emergente al mismo escrutinio desconfiado que lo trajo a la luz, y resistiendo la
tentación de poner en lugar de las verdades que retoriza, la verdad de que todo es retórico. Uno no
puede ni siquiera descansar en la idea de que no hay lugar donde descansar. El ritmo retórico debe
seguir eternamente por definición, repitiendo sin fin la secuencia en la cual “la tentación del suelo
sólido” es seguida de “una consiguiente desmitificación” (Ray 1984, 195). Cuando De Man con
aprobación cita de Nietzsche la identificación de la verdad con “un ejército en movimiento de
metáforas, metonimias y antropomorfismos”, una construcción retórica cuyo origen ha sido (y debe

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ser) olvidado, no exceptúa al texto de Nietzsche de sus propios efectos corrosivos. “Un texto como
Sobre la Verdad y la Mentira, aunque se presenta a sí mismo legítimamente como una
desmitificación de la retórica literaria, sigue siendo enteramente literario, y engañoso en sí mismo”
(113). El “modo retórico”, el modo de deconstrucción, es un modo de “eterna reflexión”, dado que
es “incapaz de escapar del engaño retórico que proclama” (115).

IV

Aquello, sin embargo, es precisamente lo que está mal con la práctica deconstructiva desde el punto
de vista de la izquierda intelectual, muchos de cuyos miembros suscriben la visión de Nietzsche
sobre la verdad y la realidad como retórica, pero encuentran que buena parte del discurso
posestructuralista usa esa visión como una forma de escapar “hacia nuevas versiones del idealismo
y del formalismo”. Frank Lentricchia, por ejemplo, ve en algunos de los textos de De Man la intención
de localizar “al discurso en un reino donde no pueda tener responsabilidad para con la vida
histórica”, y teme que estemos siendo invitados a “el reino plenamente predecible de lo
trascendental lingüístico” [thoroughly predictable linguistic trascendental], la “rarificada región de
lo indecidible”, donde cada texto “cuenta sincrónica e interminablemente el mismo cuento… de su
propia auto-conciencia hipócrita” (1980, 310, 317). El juicio de Terry Eagleton es incluso más duro.
Nota que tras el nacimiento del pensamiento Nietzscheano, la retórica, “burlada y amonestada por
siglos por un racionalismo abrasivo” lleva a cabo su “terrible y tardía venganza” entrecruzándose en
cada uno de los proyectos racionalistas. Eagleton se queja de que muchos retóricos parecen
contentos de detenerse en ese punto, satisfechos con “la función del Bufón de desenmascarar todo
poder como auto-racionalización, todo el conocimiento como un mero titubeo metafórico” (1981,
108). Operando como “un vigoroso desmitificador de toda ideología”, la retórica funciona sólo como
una forma de pensamiento y termina por proveer “la razón ideológica final para la inercia política”.
En retirada “desde el mercado hacia el estudio, desde la política a la filología, de la práctica social a
la semiótica”, la retórica deconstructiva torna la promesa emancipadora del pensamiento
Nietzscheano en un “brutal fracaso de arrojo ideológico (ideological nerve)”, permitiéndole a los
académicos liberales el placer elitista de exponer repetidamente “hostigamientos vulgares
comerciales y políticos” (1089). Eagleton, tanto en su estudio de Benjamin como en su influyente
Teoría Literaria: Una Introducción, aboga por un retorno a la tradición Ciceroniana-Isocrática en la
que el arte retórico era inseparable de la práctica política, “técnicas de persuasión indisociables de
los aspectos sustantivos y de las audiencias involucradas”, técnicas cuyo empleo está
“estrechamente determinado por la situación pragmática en juego” (601). En síntesis, llama a una
retórica que aporte de verdad y cita como ejemplo el eslogan “Negro es belleza” [“Black is
beautiful”], el que considera “paradigmáticamente retórico ya que emplea una figura de
equivalencia para producir efectos particulares discursivos y extra-discursivos sin relación directa
con la verdad” (112). Esto es, quien dice “Negro es belleza” no está demasiado interesado en la
precisión de esa afirmación (no es constatativa su intención), sino más bien en las respuestas que
pueda provocar –sorpresa, rabia, urgencia, solidaridad–, respuestas que a su vez pueden poner en
movimiento “prácticas que son consideradas, a la luz de un conjunto particular de hipótesis
falseables, como deseables” (113). Esta confianza en sus objetivos hace que Eagleton se vuelva

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impaciente con aquellos para quienes la retórica de todo discurso es algo a ser saboreado en sí
mismo, algo a ser expuesto con amor y obsesivamente una y otra vez. No se trata, dice, “de partir
de ciertos problemas teóricos o metodológicos; se trata de partir de aquello que queremos hacer, y
luego ver qué métodos y teorías nos ayudan de mejor manera a alcanzar esos fines” (1983, 211).
Las teorías, en resumidas cuentas, son ellas mismas retóricas cuya utilidad es una función de
circunstancias contingentes. Son los fines –metas específicas en contextos locales– los que exigen
la invocación de teorías, no las teorías las que determinan los fines y medios para alcanzarlos.

No obstante, hay algunos en la izquierda para quienes el asunto es al revés: se trata de partir desde
el descubrimiento teórico de la omnipresencia de la retórica hacia una visión y un programa para
implementarla. En su opinión, el descubrimiento (o redescubrimiento) de que todo discurso y por
tanto todo conocimiento es retórico, lleva, o debería llevar, a la adopción de un método mediante
el cual los peligros de la retórica puedan al menos ser mitigados, o quizá extirpados. Este método
tiene dos etapas: la primera es una etapa de desacreditación, y se orgina en la sospecha general a
la cual se someten todas las ortodoxias y los arreglos de poder, una vez que se descubre que su base
no es la razón o la naturaleza sino el éxito de alguna agenda política/retórica. Armados con este
descubrimiento, proceden a exponer la base contingente y por tanto desafiable de todo aquello que
se presente como natural e inevitable. Hasta aquí este es precisamente el proceder de la
deconstrucción; pero ahí donde la práctica deconstructiva (al menos en la variante de Yale) parece
producir nada más que la ocasión de su constante repetición, algunos revolucionarios culturales
disciernen de ella un residuo más positivo: el aflojamiento o debilitamiento de las estructuras de
dominación y opresión que nos mantenían cautivos. El razonamiento es que, al develar
repetidamente la base ideológica e histórica de las estructuras establecidas (tanto políticas como
cognitivas), uno se vuelve perceptivo de los efectos de la ideología y empieza a allanar un espacio
en que esos efectos pueden ser combatidos; y que a medida que esa perceptividad se vuelve más
aguda, el área de combate crecerá hasta incluir a la estructura subyacente de supuestos que le
confieren una legitimidad espuria a los poderes actualmente vigentes. El reclamo, en definitiva, es
que la percepción radicalmente retórica del pensamiento Nietzscheano/Derrideano puede lograr
trabajo político radical; darse cuenta de que todo es retórico es el primer paso para contrarrestar el
poder de la retórica y liberarnos de su fuerza. Sólo si los modos de pensar profundamente
enraizados en nosotros son transformados en objetos de sospecha, seremos capaces de “siquiera
imaginar que la vida podría ser diferente y mejor”.

Esta última frase es tomada de un ensayo de Robert Gordon titulado “Nuevos Desarrollos en la
Teoría del Derecho” (1982, 287). Gordon escribe como miembro del movimiento de los Estudios
Críticos del Derecho (Critical Legal Studies), un grupo de académicos del derecho que han
descubierto la naturaleza retórica del razonamiento jurídico, y se ocupan de exponer el carácter
interesado de las operaciones supuestamente desinteresadas de los procedimientos jurídicos. Las
páginas de Gordon están repletas de vocabulario que evoca la idea de claustro o prisión; estamos
“encerrados” en un sistema de creencias que no creamos; estamos “desmovilizados” (es decir,
menos móviles), debemos “escapar” (291), debemos “descongelar el mundo tal como aparece al
sentido común” (289). A la pregunta por el contenido de esa liberación, dado un mundo que es
retórico hasta la médula, aquellos que trabajan en la vereda de Gordon usualmente responden que
la emancipación tomará la forma de un fortalecimiento y un crecimiento de una capacidad mental
de hacerse a un lado, y por tanto resistirse a, el atractivo de la agenda que nos esclaviza. Esa

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capacidad mental ha recibido varios nombres, pero uno de los propuestos con mayor frecuencia es
el de “auto-conciencia crítica”. La auto-conciencia crítica es la habilidad (ahogada en algunos,
desarrollada en otros) de distinguir en cualquier “esquema de asociación”, incluyendo aquellos que
uno encuentra atractivos y convincentes, los fines partisanos que esconde; y la tesis es que al
realizar esta tarea negativa, la auto-conciencia crítica participa en la tarea positiva de formular
esquemas de asociación (estructuras de pensamiento y gobierno) que no estén al servicio de un
interés particular, sino de toda la humanidad.

Es fácil advertir que esta tesis gira en dirección al racionalismo y universalismo que el proyecto
crítico/deconstructivo se propuso desmitificar. El proyecto comienza rechazando las racionalidades
de la vida presente en tanto racionalizaciones, y revelando la estructura de la realidad como
retórica, esto es, parcial; pero luego se voltea e intenta usar la visión de la parcialidad para construir
algo que es menos parcial, menos hostil a las urgencias de una visión particular y más receptivo a
las necesidades de los hombres y las mujeres en general. En la medida en que este “giro” es llevado
a su conclusión lógica, termina reinventando como conclusión de una crítica informada por la
retórica el abanico completo de gestos y exclusiones anti-retóricas. Esto se ve claramente en el
trabajo de Jürgen Habermas, un pensador cuya extendida influencia es testimonio de la durabilidad
de la tradición que comenzó (al menos) con Platón. La meta de Habermas es hacer realidad algo que
llama “la situación ideal de discurso”, una situación donde todas las afirmaciones proceden no desde
la perspectiva de los deseos y estrategias individuales, sino desde la perspectiva de una racionalidad
general sobre la cual todas las partes están de acuerdo. En una situación como aquella, sólo cuentan
las pretensiones de validez universal de todas las aserciones. “No se ejerce ninguna fuerza más que
la del mejor argumento; y… como resultado, todos los motivos excepto aquellos relativos a la
búsqueda cooperativa de la verdad están excluidos” (1975, 107-8). Por supuesto, en el mundo que
vivimos hoy en día, no hay tal pureza de motivos, pero de todos modos, dice Habermas, incluso en
la situación comunicativa más distorsionada subsiste algo del impulso básico detrás de cualquier
afirmación: “la intención de comunicar una proposición verdadera [wahr]… para que el oyente
pueda compartir el conocimiento del hablante” (1979, 2). Si sólo pudiéramos eliminar de nuestro
discurso aquellas intenciones que reflejan otras metas menos honestas –la intención de engañar,
de manipular, de persuadir- nos podríamos aproximar a la situación ideal de discurso.

Habermas llama a este proyecto “Pragmática Universal” y el nombre cuenta su propia historia.
Habermas reconoce, como lo hacen todos los contextualistas modernos y postmodernos, que el
lenguaje es un fenómeno social y no puramente formal, pero cree que el aspecto social/pragmático
del uso del lenguaje es en sí mismo “accesible al análisis formal” (6), y que por tanto es posible
construir una “competencia comunicativa” universal( 29), paralela a la competencia lingüística de
Chomsky. Las oraciones producidas de acuerdo con las reglas y normas de esta competencia
comunicativa estarían atadas no a “presuposiciones epistémicas particulares y contextos
cambiantes” (29), sino al contexto no cambiante (el contexto de contextos) en el que uno encuentra
las presuposiciones que subyacen a la posibilidad general del discurso exitoso. “Una teoría general
de los actos de habla… describiría… el sistema fundamental de reglas que sujetos adultos manejan
en el sentido de que pueden cumplir con las condiciones del uso feliz de oraciones en enunciados sin
importar a qué lenguaje particular pertenecen las oraciones y en qué contextos accidentales estén
situados los enunciados” (26). Si podemos operar en el nivel de aquel sistema fundamental, el
potencial distorsionador de los “contextos accidentales” se neutralizará, porque tendríamos

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siempre un ojo en aquello que es esencial, el establecimiento de una verdad interpersonal (no
accidental) mediante cooperación racional. Una vez que los hablantes se orienten hacia ese fin y se
alejen de otros, una vez que se orienten hacia un entendimiento general, serán incapaces de engaño
y de manipulación. Un conjunto de subjetividades transparentes se unirá ante una verdad
transparente y ante un mundo en que la voluntad de poder habrá desaparecido.

En su reciente libro Poder Textual (1985), Robert Scholes examina la epistemología racionalista en
la cual “un ser completo confronta un mundo sólido, al cual percibe directa y precisamente… y
captura perfectamente en un lenguaje transparente”, y declara que ella está tan desacreditada que
ahora “yace en ruinas a nuestro alrededor” (13233). Quizá sea así en algunos círculos, pero el trabajo
de Habermas y la audiencia que lo sigue sugiere que esas ruinas se están recolectando y alzando
una vez más en la familiar estructura anti-retórica. Parecería que anunciar la muerte de cualquiera
de las posiciones siempre será prematuro, pues en alguna esquina del mundo, preguntas
supuestamente abandonadas reciben lo que al menos parecen ser nuevas respuestas.
Recientemente, la fortuna pública del pensamiento racionalista-fundacionalista ha ido al alza con la
publicación de libros como El Cierre de la Mente Americana de Allan Bloom, o la Alfabetización
Cultural de E.D. Hirsch, libros que (más directamente el de Bloom) desafían la “nueva Ortodoxia”
del “extremo relativismo cultural” y reafirman, aunque de diferentes maneras, la existencia de
estándares normativos. En muchos círculos estos libros han sido bienvenidos como un regreso al
sentido común necesario para que la civilización evite la noche oscura de la anarquía. Uno podría
esperar que los administradores y los legisladores propongan reformas (y quizá incluso purgas)
basados en los argumentos de Bloom (la fuerza retórica de la anti-retórica siempre es revivida); y
uno podría esperar también un cúmulo de voces que se alcen en oposición a lo que seguramente
será llamado el “nuevo positivismo”. Esas voces incluirán algunas que ya han sido estudiadas aquí,
y otras que sin duda vale la pena estudiar, pero que sólo pueden ser mencionadas aquí en una lista
en cualquier caso incompleta. La historia completa del resurgimiento de la retórica en el siglo XX
incluiría en el elenco de personajes, entre otros, a: Kenneth Burke, cuyo “dramatismo” anticipa
mucho de lo que es considerado vanguardia hoy en día; Wayne Booth, cuya Retórica de la Ficción
fue muy importante para legitimar el análisis retórico de la novela; Mikhail Bahktin, cuyo contraste
del discurso monológico, dialógico y heteroglósico sintetiza varias ramas de la tradición retórica;
Roland Barthes, quien hace del concepto de “goce” [jouissance] un principio (no) constitutivo de la
tendencia retórica a resistir el cierre y extender el juego; los etnometodologistas (Harold Garfinkel
y compañía), quienes descubren en cada contexto supuestamente regido por reglas la operación de
un principio (precisamente la palabra equivocada) de “ad-hocear” [“ad-hocing”]; Chaim Perelman y
L. Olbrecths-Tyteca, cuya Nueva Retórica. Tratado de la Argumentación es un libro guía moderno y
sofisticado para retóricos aburridos de citar siempre a Aristóteles; Barbara Herrnstein Smith, quien
en el proceso de casarse con un desvergonzado relativismo confronta directamente y discute las
objeciones de quienes temen por su alma (y más) en un mundo sin estándares objetivos; Fredric
Jameson y Hayden White, quienes nos enseñan (entre otras cosas) que la “historia… es inaccesible
salvo en forma textual, que nuestra aproximación a ella y a lo Real en sí mismo necesariamente pasa
por su inicial textualización” (1981, 35); críticos orientados al lector como Norman Holland, David
Bleich, Wolfgang Iser, y H. R. Jauss, quienes al cambiar el énfasis desde el texto a su recepción abren
el acto de interpretación a la infinita variabilidad del contexto circunstancial; innumerables
feministas quienes sin piedad desenmascaran las estructuras hegemónicas masculinas y exponen
como retóricas las posturas racionales de los sistemas políticos y legales; igualmente, innumerables

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teóricos de la composición quienes, bajo el eslogan “proceso, no producto”, insisten en la naturaleza
retórica de la comunicación y argumentan a favor de cambios profundos en la manera en que se
enseña a escribir. La lista es en sí formidable, y podría seguir y seguir, proveyendo soporte a la
afirmación de Scholes de que la epistemología rival ha desaparecido, y al anuncio de Clifford Greetz
(quien también contribuye al cambio que relata) de que “Algo está pasando acerca de la manera en
que pensamos sobre la manera en que pensamos” (1980).

Pero pareciera, por la evidencia apuntada en este ensayo, que algo siempre está sucediendo acerca
de la manera en que pensamos, y que es siempre el mismo algo, una guerra de posiciones entre dos
miradas sobre la vida humana y sus posibilidades, ninguna de las cuales puede obtener la ascensión
completa y final, porque en el mismo momento en que se articula triunfantemente, una se gira en
la dirección de la otra. Así Wayne Booth se ve obligado tanto en La Retórica de la Ficción como en
Una retórica de la ironía a confinar la fuerza de la retórica, distinguiendo precisamente sus usos
legítimos de dos casos extremos límite (el “narrador no confiable” y la “ironía inestable”); algunos
críticos de la recepción deconstruyen la autonomía y la autosuficiencia del texto, pero en el proceso
terminan privilegiando al sujeto autónomo y autosuficiente; algunas feministas desafían las
pretensiones esencialistas de una “razón masculina” en el nombre de una racionalidad femenina o
no-racionalidad que aparentemente no es menos esencial; Jameson abre la narrativa de la historia
para proclamar una única y unificadora narrativa. Uno podría hablar aquí del retorno de lo reprimido
(y en el proceso invocar a Freud, cuyos escritos e influencia sería otro capítulo de la historia que no
he empezado a contar), si no fuera porque lo reprimido –sea el hecho de la diferencia o el deseo de
su eliminación– está tan cerca de la superficie que difícilmente necesita ser desenterrado. Lo que
parece que tenemos es un cuento lleno de sonido y furia, significándose a sí mismo, significando
una durabilidad enraizada en la inconclusividad, en la imposibilidad de que exista una última
palabra.

En un ensayo, sin embargo, alguien debe tener la última palabra, y yo se la doy a Richard Rorty.
Rorty es un campeón del antiesencialismo que subyace al pensamiento retórico; su
neopragmatismo hace causa común con Kuhn y otros quienes nos alejan de la búsqueda de
absolutos trascendentales y recomiendan (aunque parecería superfluo hacerlo) los imperativos y
fines que ya conforman nuestras prácticas. No es, sin embargo, al Rorty polemicista al que recurro
para sintetizar, sino al enérgico cronista de nuestra condición epistémica:

“Hay… dos modos de pensar sobre varias cosas… La primera… piensa la verdad como una
relación vertical entre la representación y lo representado. La segunda… piensa la verdad
horizontalmente— como la reinterpretación culminante de la reinterpretación de
nuestros predecesores de la reinterpretación de sus precedesores… Es la diferencia entre
concebir la verdad, el bien y la belleza como objetos eternos que tratamos de localizar y
revelar, y tratarlos como artefactos cuyo diseño fundamental generalmente tenemos que
alterar” (1982, 92).

Es la diferencia entre el hombre serio y el hombre retórico. Es la diferencia que persiste.

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