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Relación de las ciudades actuales con las ciudades industriales del siglo XIX
Londres fue la primera ciudad que permitió la distinción entre población urbana y
población rural, al llevarse a cabo la revolución tecnológica que implicó un aumento sin
precedentes de la productividad agraria y ganadera; aumento de la eficacia de los medios
de transporte, con los canales, la transformación de caminos y finalmente el ferrocarril;
el cambio de la energía hidráulica por el carbón y por ende la máquina de vapor ayudó a
la concentración de industrias y mano de obra en la ciudad. Ello propició el aumento y
concentración de la población en diversas ciudades.
La ciudad adquiere una nueva función de negocio inmobiliario, siendo uno de los
principales motores de crecimiento. El producto inmobiliario, al ser puesto en circulación
permite recuperar el capital inicial y añadir ganancia, es decir una componente de valor
añadido y otra de plusvalía. Ello repercute en la generación de agentes urbanísticos que
colaboran entre sí en el proceso de producción al generar la posibilidad de captación de
una plusvalía altísima y un largo ciclo de rotación del capital invertido que incrementa su
riesgo.
En los inicios de la ciudad industrial el proceso era menos complejo, ya que la plusvalía
asociada a la transformación del suelo quedaba en manos del propietario, sin embargo, se
comenzaron a mostrar contradicciones y muchos propietarios preferían retener el suelo
sin urbanizar a la espera de su subida de precio, apareciendo la especulación,
consustancial a la apropiación de la plusvalía urbana.
Las revoluciones burguesas cavaron por generar una poderosa clase de proletariados, con
leyes de protección de la propiedad urbana concretizándose el ideario triunfante liberal,
entendido como contrato social en el que la propiedad seria consecuencia lógica de la
laboriosidad de esa clase social.
Durante el siglo XX los mecanismos y reglas de creación del producto inmobiliario
sufrieron profundas transformaciones, con lo que el urbanizador se haría consciente de
que el precio de venta de su producto, el suelo urbanizado, dependería del precio que
estuviera a pagar el constructor, que se relaciona como producto de la capacidad
económica que tenga la demanda final. Ello fue posible con dos acontecimientos
relevantes: la irrupción del poder público en el mercado de la vivienda y la progresiva
transformación del usuario inquilino en propietario de la una pequeña fracción del
producto. Como consecuencia el agente constructor ha pasado al final del proceso, donde
no asumía riesgos derivados de él o de las indeterminaciones de su duración a hacerse
cargo de la totalidad de los pasos convirtiéndose de constructor en promotor urbanístico,
urbanizador y constructor de edificios, y derivando en un tipo de monopolio en el que el
sector bancario se encuentra desde el inicio, asumiendo funciones de proletario,
calificador del suelo, urbanizador, constructor y agente financiero.
Para regular el primer estadio de esa evolución de la ciudad industrial se concibieron los
Proyectos de Ensanche, que eran los adecuados para una ciudad continua y compacta, que
crecía por estiramiento de sus calles y servicios. Ello provocaría la aparición de suburbios
que poco a poco llevarían a un nuevo estadio de organización urbana y a un nuevo plan.
Ese nuevo modelo de ciudad definió, por vez primera, un tipo de planeamiento por
aproximaciones sucesivas: el Plan General de Ordenación o Plan de Desarrollo Urbano
de todo un municipio y planes derivados de este a los que relegó la definición formal de
cada área en desarrollo de los parámetros de zona y aprovechamiento definidos.
En España surgieron los Planes Territoriales por la ley del Régimen del Suelo y
Ordenación Urbana de 1975. Esa planificación introduciría un nuevo nivel de
planeamiento anterior al de la planificación urbana basada en la idea de planificación
regional. Con ello los instrumentos de trazado, habían cedido el paso a los instrumentos
normativos, plasmados en parámetros de uso del suelo y de forma de la edificación; y
ahora a los de programación de inversiones y operaciones de desarrollo urbano.
La crisis energética de 1973-1974, asociada a la imposibilidad política e inutilidad social
de ese planeamiento, reflejo la reacción de movimientos sociales urbanos en las ciudades
occidentales y en la exigencia de otros instrumentos de actuación de la ciudad. El
urbanismo entró de nuevo en una etapa de renovación, que pasó de la recuperación del
carácter de proyecto de los planes de ordenación, por los enfoques de gestión como
instrumentos ligados a la consecución de los objetivos del proyecto, por los planes
estratégicos para detectar oportunidades de mejora urbana y por una atención creciente a
las posibilidades que emanan de la reforma de las infraestructuras de la ciudad y de su
territorio.
Los primeros filtros de grava y carbón en las captaciones fueron introducidos en Francia
en 1806. Mejoras de pavimentación de calles, siguiendo el ejemplo de los bulevares de
París, construidos sobre el espacio de las murallas derribadas, con adoquinado y aceras
elevadas. Mejoras de infraestructura fueron introducidas en las ciudades desde mediados
del siglo XIX, tales como las redes de agua potable, construcción de galerías de drenaje,
alcantarillado, distribución de gas para el alumbrado público y, en algunos casos, redes
urbanas de telégrafo. Consecuentemente vinieron infraestructuras de transporte, como el
ferrocarril y de autobuses de tracción animal que pasaron a tranvías sobre rieles primero
a vapor y posteriormente electrificados.
Así mismo la invención de la corriente alterna y del automóvil fueron claves para el
desarrollo de la infraestructura de la ciudad. Posteriormente la consecución de velocidad
(autopistas) y en los grandes trasvases de energía.