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Me escuchas… Te escucho

Poder escuchar es una de las acciones más especiales que se puede compartir durante la
comunicación e interacción entre dos o más personas; Y en mi caso personal considero que soy una
buena oyente, porque me intereso en lo que dice el otro, como se expresa, sus movimientos, sus
facciones, sus silencios y cómo interpreta lo que yo digo. Por lo anterior, aprecio mucho poder
compartir una buena conversación sobre cualquier tema, que se me pase el tiempo y sea grato poder
sentir que las palaras fluyen. Yo soy de las personas que –usualmente- se siente agradecida con el
otro por escucharme, y por lo tanto dentro de mi gratitud trato siempre estar atenta a todo lo que la
otra persona me comparta, y por esto recuerdo mucho las palabras y las acciones que una persona
me dijo en su momento.

De acuerdo a lo anterior, incluso en los momentos de enojo suelo escuchar lo que me están diciendo,
pero lo que no suelo escuchar, son las palabras que yo digo, conduciéndome a decir cosas que a veces
en su momento no son las más oportunas, llevando con esto a que la situación tienda a empeorar.
En estas situaciones de discusión, no me gusta escuchar al otro cuando está siendo hiriente o está
diciendo cosas que a mi parece no son, por lo que decido irme y luego cuando esté más tranquila
regresar a hablar y así estar más dispuesta a escuchar y a arreglar las cosas.

Por otra parte, aunque me considero buena oyente, a veces he interrumpido mientras otra persona
está hablando, y aunque me disculpo con la otra persona sé que no está bien hecho por mi parte,
porque además que no estoy siendo respetuosa, esto ha llevado a que se pierda la idea que iba a
decir a la otra persona, dejándome con la incertidumbre de saber que hubiera sido.

Finalmente, todos los días a cada momento estamos escuchando, sea el ruido de la ciudad, la música
o las palabras de las personas, pero considero que muchas veces lo que falta aprender y estar
dispuestos a escucharnos a nosotros mismos, escuchar nuestro cuerpo y nuestros sentimientos, pero
siento que en este aspecto no soy tan buena oyente, porque me falta agudizar mi escucha personal
y considero que si mejoro en esto sería mucho mejor escuchando y respetando lo que el otro piensa.
El librero sin librería

Iba con un objetivo claro en la cabeza, poder encontrar una “víctima” perfecta para cogerla
desprevenida y hablarle, estaba buscando el lugar en el que me pudiera sentar y entablar una
conversación un tanto diferente, desprovista de un tema inicial, pero que me ayudaría a poder
cumplir con mi compromiso universitario de “hablarle a un extraño”.

Estaba caminando por el bloque 5 de ciudad universitaria hacia el bloque 16, cuando vi a lo lejos un
hombre delgado, con apariencia relajada y sentado al lado de un tendido con diferentes libros. Yo ya
había pasado por dicho puesto varias veces e incluso me había parado a curiosear un poco los libros
que allí estaban exhibidos, pero realmente nunca me había tomado el tiempo de observar a quien
era el dueño o responsable de aquel puesto.

Caminé con decisión hacia el tendido, me paré tranquilamente frente al mismo y puse mi mejor
actitud, en pro de hablarle al sujeto delgado sentado en una esquina del mencionado tendido.
Realmente yo no quería parecer como una loca, por lo que saludé cordialmente, me disculpé y le
pregunté si podía sentarme a su lado, el hombre en principio mostro una cara algo contrariada pero
amistosa, y me dio una respuesta positiva ante mi pregunta, por lo que me senté y procedí a
presentarme:

-Hola, soy María Fernanda y estudio medicina aquí en la universidad. Tengo la tarea de hablarle a un
extraño y en esa búsqueda quería encontrar a una persona con la cual fuera fácil emprender una
conversación, por lo que cuando vi que vendías libros, pensé que sería una buena opción conversar
un poco sobre ellos.

Después de mi explicación, el accedió a contarme un poco de quien era y como había terminado
vendiendo libros en el bloque 16 de la Universidad de Antioquia. Él comenzó diciéndome que se
llamada Diego Alexander Gómez, que vivía en Rionegro pero que hacía 6 años vivía en Medellín,
además que era antropólogo de la UdeA y que había hecho diversos trabajos desde la antropología
visual, la cual tenía como objetivo el trabajo comunitario con una producción de películas o
cortometrajes. En este camino de la antropología visual, me conto que hacia parte de la corporación
Pasolini en Medellín junto con varios amigos, los cuales se habían alejado un poco del trabajo
comunitario en esencia y tendido más por la producción audiovisual del cine en pantalla grande, pero
que el en sí había actuado y dirigido diversas producciones de la corporación apoyando las mismas y
algunas de las producciones de sus amigos y colegas.

Diego continuó diciéndome que antes él tenía un deseo muy grande por hacer dinero, pero que la
poesía dentro de ese afán económico y empresarial lo había parado en seco, dándole una especie de
tranquilidad en su vida, por lo que sé apasionó profundamente por la poesía, llevándolo a comenzar
a escribir y a dejar de lado el trabajo formal, por lo que una buena forma de tener algunas ganancias
para su sostenimiento era vender libros, los cuales eran de su biblioteca personal, convirtiéndose un
tipo de librero sin librería.

Diego continuó con su explicación y me compartió que durante su estadía en Medellín había
conseguido muchos amigos, pero que aún así su vida era solitaria debido a que no tenía su familia
cerca, por lo que encontró un refugio metafóricamente similar con los autores de los libros que lo
acompañaban en su diario vivir y durante la escritura de algunas de sus novelas y cuentos que se
dedicaba a escribir, incluso cuando estaba sentado vendiendo sus libros.
Diego me contó que, para él, la universidad era como un gran lago, en donde él intentaba pescar
lectores, utilizando como carnadas los escritores, planteando además que los libros eran los que
buscaban a las personas. Cuando él me planteó estas ideas, le pregunte con curiosidad que libro lo
había atrapado, a lo que él me dijo que desde hacía años lo habían atrapado unos libros con tapa
vieja y fea del círculo de lectores, los cuales eran de literatura erótica y le habían ayudado a escribir
algunas escenas de la novela que estaba escribiendo, uno de los libros de esta colección era Venus
en India.

Continué curioseando acerca de sus historias literarias y Diego procedió a leerme algo de su nueva
novela, de la cual tiene escritas unas pocas páginas pero que tienen un sentido profundo y algo
nostálgico, en donde él en sus letras le da un nivel mayor al valor de las manos, sus propias manos y
las manos de su hermano, de su madre y de su abuela. A Diego durante su lectura en voz alta, pude
notar como se le empañaban los ojos y como caía una fina lágrima, la cual había sido derramada por
los recuerdos de su abuela, quien hacía 8 años había fallecido pero que estaba viva aún en la memoria
y las letras de Diego.

Hablamos largo y tendido durante casi dos horas, diversos temas pasaron por nuestra conversación,
e incluso pude conocer varios de sus amigos que pasaban frente al tendido de libros. El tiempo me
apuraba y tuve que finalizar mi conversación con Diego, ese hombre tranquilo, afable, inteligente y
decidido a cumplir sus proyectos literarios. Diego tenía un pequeño bolso tipo wayuu con líneas de
color café, en donde yo no sé qué habría de contener, pero lo que si me pareció que llevaba era un
montón de letras plasmadas en sus libretas, las cuales con seguridad esparcirá durante su vida.

Por último, le pedí que me recomendara un libro y Diego después de pensar un poco respondió con
el título “era más grande el muerto” de Miguel Rivas, él me comento que era un libro algo grande
pero muy interesante de leer, donde un narcotraficante en el afán de conquistar una mujer llena su
casa de libros y de incluso el libro más caro del mundo. Su recomendación quedó retumbando en mi
cabeza, dándome el mensaje de conocer un poco más la realidad de Medellín que se ve plasmada en
este libro. Le di las gracias por su tiempo y me despedí, Diego con un abrazo también se despidió.

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