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La vida les engaño con un sueño falso: aparentar ser lo que no nunca podrán ser.

De
ahí, el grisáceo de su personal currículum. Crear desclasados ha sido y es uno de
los objetivos del capitalismo, porque es el camino más corto para conseguir la
fragmentación de una clase social a la que hay que mantener a raya. Facilitar la
deserción de clase allana el objeto final del sistema que es el de desintegrar todo
lo que suponga un obstáculo organizado y comprometido con la defensa de clase.
Empleados del sector privado contra los del sector público, contratados temporales
contra fijos, nativos contra inmigrantes o jóvenes contra mayores. Los iguales,
cada vez más, se convierten en enemigos y el desclasado es la cuña perfecta para la
fragmentación.

Los desclasados se caracterizan, no por aspirar a la legítima mejora de su status,


sino por olvidar su procedencia y construir un relato que les aparta del compromiso
que un día tuvieron sus padres con ellos, con sus vecinos o con sus compañeros de
trabajo. En definitiva, con todo lo colectivo, con todo lo que a través de las
emociones del orgullo de clase se ha construido para su distribución.

Los desclasados, a los que se les han dado regalado los derechos, son de una alta
exigencia. Cualquier molestia que se les propicie es anticonstitucional y el estado
de bienestar ha sido gratuitamente llovido del cielo; las pensiones, la igualdad de
género, la salud laboral, las políticas inclusivas… No se afilian a partidos o
sindicatos, porque para eso están otros, nunca se comprometen con opciones
comprometidas porque ellos son “librepensadores” y el mundo, demostrado queda, ha
avanzado gracias a su concepción individualista. Son “apolíticos” y las ideologías
están superadas; que es tanto como decir que se encuentran en una permanente fuga
de su clase social porque en su baja autoestima no se soportan en ella.

Ellos, defensores de lo suyo, de lo corporativo, por un azaroso devenir social, han


podido llegar a convertirse en clase dominante, por ejemplo, en relaciones como
empleadores de “sin papeles” que limpian, planchan y cocinan por todo a cien, sin
cuestionarse los derechos del otro. Como buen desclasado solo existen los derechos
propios.

Los desclasados, desde posiciones críticas pasivas, siempre tienen a mano a


aquellos que se movilizan por algo colectivo para zarandearlos y presentarlos como
chivos expiatorios de sus culpas, se muestran ágiles a la hora de participar de
forma on-line o en barras de café en cómo arreglar el mundo o incluso echan espuma
por la boca en los comentarios de los periódicos digitales con seudónimos que no le
impliquen; aunque eso sí están prestos a enarbolar banderas, sobre un patético
sustrato folklórico, cantando la efímera banda sonora de su equipo.

Producto del esfuerzo de lo público -becas, sanidad universal, prestaciones


sociales,…- y de todos aquellos que trabajan por lo público, los desclasados han
ido alcanzando espacios de autonomía, independencia y bienestar, pero dicen estar
hartos de ser ellos los que sufragan la enseñanza para los inmigrantes, a los
burócratas funcionarios, a los parados subvencionados, y por eso se apuntan al
nuevo modernismo de pedir la bajada de impuestos o reclamar la “flexibilización” en
la organización del trabajo porque tienen la ventaja personal de facilitar su
supervivencia individual y arribista, acabando, dicen, con “viejas rémoras del
pasado”, aunque estas sean las que hagan sostenible los derechos.

La fotografía que representa a los desclasados podría ser la de una figura egipcia
que siempre mira para otro lado; “ésta guerra no va conmigo”, “ni éste cura es mi
padre”. Para ellos, hay un camino diferente y más corto que resistir y crecer en
común; que es la aplicación de un relato no duradero, camaleónico, móvil y sobre
todo una narración psicológica que les evita el dilema personal y el conflicto. Lo
contrario obliga a lealtades, a trabajar valores y a la toma de decisiones
compartidas y para eso ya están los sindicatos de clase que negocian de todo y para
todos.
La consigna interesada nos la dieron los mercados hace tiempo: nada es para
siempre. Por tanto, para qué empeñarse en mantener lazos de clase, cuando el mismo
cine nos ha enseñado que engancha mucho más el carácter vertiginoso de una sucesión
incontrolables de escenas, aunque sean incompresibles y solo sirvan para ocultar el
conjunto vacío. De forma opuesta, el sumatorio de fotogramas espaciados,
interiorizados, horneados a fuego lento, conforman un relato para los que creemos
en la clase social del trabajo; como una virtud pero también como una evidencia y
una estrategia de lucha.

A medida que nos acerquemos a la Huelga General del 29-S, con el concurso
mediático, asistiremos al festival pernicioso de estos corifeos desclasados.

Miguel Coque Durán es secretario de Formación y Empleo de CCOO de Extremadura

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