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No podemos decir que el fuego es malo, sino que quema; que el agua es buena cuando riega
y mala cuando inunda, sino que nos beneficia o nos perjudica; que el hongo productor de la
penicilina es bueno y el virus del SIDA es moralmente malo, sino que sus estructuras y
funcionamiento biológicos tienen consecuencias buenas o malas para nosotros. Es cierto que
usamos estas expresiones habitualmente, pero lo hacemos en un sentido figurado. Ni el
fuego, ni el agua, ni la penicilina, ni el virus del SIDA pueden actuar de un modo diferente al
modo en que lo hacen en cada caso concreto. La imposibilidad de elegir modos de actuación
diferentes hace imposible valorar estos objetos desde el punto de vista moral. Sin embargo,
sabemos que los seres humanos somos capaces de actuar de muchas formas ante cada
situación y que, por eso, nuestros actos son valorables moralmente. ¿Es todo lo humano
valorable moralmente? Algunos autores han distinguido, intentando ser coherentes con lo
dicho en el párrafo anterior, entre actos humanos y actos del hombre. Los actos del hombre
son aquellos que no tienen significado moral, los que no podemos elegir -respirar, hacer la
digestión y cosas por el estilo-. Los actos humanos son aquellos que podemos o no escoger.
Pues bien, actos propiamente morales son sólo estos últimos.
ACTIVIDAD 1: Compara las acciones de un ladrón de joyas y una urraca (un pájaro de la familia de los
cuervos que tiene la costumbre de llevar a su nido todos los objetos brillantes que encuentra). ¿Podemos
valorarlas de la misma manera? ¿Por qué?
Los actos morales son actos humanos, voluntarios, que podemos elegir realizar o no, y que
podemos valorar según las normas y criterios morales que hayamos asumido previamente.
Ante la posibilidad de elegir, el primer elemento de estos actos que se nos muestra es la
existencia de un motivo para los mismos. El motivo es la causa directa de la realización del
acto, la respuesta a la pregunta '¿por qué?'. Además, este tipo de actos tiene un fin, esto es,
la representación o anticipación mental del resultado que se pretende alcanzar con la acción.
El fin se hallaría respondiendo a la pregunta '¿para qué?' Pero la finalidad que se pretende
conseguir con cualquiera de estos actos ha de conseguirse de algún modo. Cuando hablamos
de los pasos que hay que seguir necesariamente para completar el acto moral, para conseguir
el fin propuesto, estamos hablando de los medios. Estos se hallan respondiendo a la
pregunta '¿cómo?' El elemento que completa la estructura de los actos morales es el
resultado efectivo de los mismos, sus consecuencias.
Podemos distinguir entre motivos conscientes y motivos inconscientes. Los primeros los
pensamos antes de que nos hagan actuar. De los segundos no tenemos esta representación
previa a la actuación: pueden ser derivados del hábito, del capricho o de la misma biología del
ser humano, pero también pueden ser aquellos que no nos atrevemos a reconocer ni ante
nosotros mismos, y que ocultamos tras de otros más dignos que los justifican -a veces, por
envidia o celos, atacamos a otras personas, y lo hacemos convencidos de que éstas actúan
mal y deben ser reprendidas-. Contrariamente a lo que pudiera parecer, la inconsciencia de
los motivos no anula totalmente el carácter moral de un acto humano.
Aunque a veces puedan confundirse, los motivos y los fines no son lo mismo. El fin de una
acción es la representación anticipada de sus consecuencias, lo que se pretende conseguir
con dicha acción. En este sentido, es un elemento fundamental para la valoración moral de la
misma. Dependiendo de que la finalidad de nuestros actos, nuestra intención, sea buena o
mala, así serán también los mismos.
ACTIVIDAD 3: Haz un breve informe para iniciar un debate con los argumentos que usarías para justificar
tu respuesta a la siguiente cuestión: "¿es justificable utilizar la violencia como medio para obtener algo?"
Las consecuencias reales de nuestras acciones son también muy importantes para valorarlas
moralmente. Como seres con conciencia podemos prever en gran medida estas
consecuencias y, al menos, estamos obligados a intentarlo. Por ejemplo: cuando nos
excusamos por alguna acción culpando a otra persona esto influye sobre su reputación,
cuando dejamos el grifo abierto mientras nos cepillamos los dientes estamos tirando unos
cuantos litros de agua potable a las alcantarillas, cuando recogemos el agua del suelo del
cuarto de baño después de ducharnos evitamos que otra persona tenga que hacerlo...
ACTIVIDAD 4: Confecciona, junto con tu grupo de trabajo, una lista de situaciones en las que estamos
obligados a conocer las posibles consecuencias de nuestros actos, (por ejemplo: beber alcohol cuando se va a
conducir).
Por acto moral se refiere al mismísimo acto humano que despliega cualquier ser humano como
puede ser dormir, jugar o practicar un deporte, entre otros, pero evaluado y considerado a través de
la ética, en cuanto a la bondad o maldad que reporta y esto entonces es lo que termina convirtiendo
al mismo en un acto moral.
El acto humano moral consiste no solamente en que quien lo despliega se de cuenta y sea
consciente de lo que está haciendo o a punto de hacer, sino lo más importante! que será tener en
cuenta y saber de la relación que ese acto tiene con la ética, es decir, cómo esta a través de sus
proposiciones finalmente lo juzgará, en bueno o malo, tal como señalamos más arriba.
Para aclarar la cuestión será mejor mencionar un ejemplo…Asistir a una reunión de amigos no es un acto que per
se sea considerado como malo, sin embargo, si en el momento de la reunión en realidad deberíamos estar
trabajando, tal acto no será considerado éticamente bueno por parte de la ética, porque en este preciso ejemplo
que les estoy dando, en realidad, no es que se faltó al trabajo porque alguna causa de fuerza mayor, como puede
ser la enfermedad propia o de algún familiar la hayan motivado, sino más bien la irresponsabilidad o la necesidad
por satisfacer un deseo propio son los que movieron a realizar la mencionada acción humana y a ojos de la ética,
al no estar orientada a la realización de algún bien o hecho altruista, sino más bien motivada por el egoísmo,
entonces, se la considera como un acto moralmente malo.
De lo antedicho se desprende que el principio general que debe movilizar a todo acto moral es la
realización del bien y la evitación del mal, aunque muchas veces esto signifique e implique pasar por arriba
del propio placer y deseo, o sea, que quede claro, que el placer, la diversión, etc. no están mal ni constituyen
actos amorales, sino que en realidad cuando estos se contraponen con el deber moral y se anteponen a la vida,
al amor, al respeto de los demás, a la verdad, al bien, entre otros, entonces ahí si se convierten en un acto
amoral.
El acto moral
La moral es una ciencia dirigida a valorar el comportamiento humano; es, pues, una ciencia
práctica. Como toda ciencia práctica, recibe sus fundamentos inmediatos de la ciencia especulativa que
estudia su objeto. Por tanto, toda doctrina moral está en estrecha dependencia con la antropología en que se
sustenta. Cuando la encíclica Veritatis Splendor estudia el acto moral, confrontando la doctrina de la Iglesia
con algunas teorías morales actuales incompatibles con su Magisterio -particularmente las llamadas
'teleologismo", "consecuencialismo" y "proporcionalismo"-, sus consideraciones, sin dejar de referirse a la
moral, a la vez la trascienden, en el sentido de que afectan a la noción misma del hombre. En efecto, al tratar
de los fundamentos mismos del obrar moral, la referencia antropológica es obligada, y pone de manifiesto que
las diversas concepciones de la moral suponen a la vez diferentes antropologías de las que se parte. Toda la
exposición de Juan Pablo II tiene como base la que podríamos llamar "antropología católica" -que viene a
coincidir con la que se suele designar "antropología tradicional"-, mientras que las teorías enfrentadas parten de
una concepción del hombre que acusa influencias de distinta procedencia, pero en las que predomina una
noción del hombre de cuño protestante[1].
El hombre es un ser que, por el mismo hecho de ser, tiene una perfección y una dignidad acorde con su
naturaleza. Pero, a la vez, es un ser "inacabado", en el sentido de que es capaz de una ulterior perfección a
través de sus actos -perfección fundamentalmente espiritual, pues corporalmente padece un declive inexorable-,
que se hace posible merced a esa propiedad de su naturaleza que es la libertad. Esa posibilidad de
autoperfeccionamiento proporciona una razón de ser a esta vida: le da sentido, de tal forma que la perfección
moral se convierte en su fin- y, además, hace posible que mantenga íntegra su dignidad humana, ya que la
alternativa -el obrar mal- atenta contra su dignidad y la degrada. "Es precisamente mediante sus actos como el
hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a
alcanzar libremente, mediante su adhesión a Él, la perfección feliz y plena" (VS, 71). Nos encontramos aquí con
el fundamento mismo de la moral. Fundamento que lo es en primer lugar de la moral natural. Pero, aunque el
cristianismo introduzca elementos de carácter decisivo, no altera sustancialmente el panorama en este aspecto.
Lo que introduce es la noción del hombre caído y redimido. Caído por el pecado original, pero no destruido en su
naturaleza, cuya herida por tanto no le impide hacer el bien libremente, aunque lo dificulte. Redimido por
Jesucristo, recibe la gracia en su mismo ser, que respecto a su obrar, como a su ser, es elevante y sanante,
destinándonos a un bien superior, a la vez que facilita el obrar que se dirige al bien, sanando así en varios
aspectos la herida producida por el primer pecado.
La visión protestante del hombre es muy distinta. Al contemplar como definitivamente corrompida la
naturaleza humana por el pecado original, no queda al hombre capacidad de autoperfección alguna. Y la gracia
no remedia esta situación, puesto que en su visión es algo extrínseco al hombre -una dignidad que le "reviste"
por fuera, sin afectar a su ser-. Una primera consecuencia de esta noción es que el bien que el hombre puede
hacer no se referirá a su propia perfección: podrá quizá hacer el bien, pero no hacerse bueno. Lo que
entonces se considere como "bien" tendrá un ámbito limitado a lo externo: a las repercusiones de los actos
propios en la vida de los demás o en la de la sociedad en su conjunto. Pero además, al ser absurdo, en este
contexto, pretender la mejora de los demás en cuanto personas, se difumina la noción de bien específicamente
moral: el bien que se considera acaba por identificarse fácilmente con lo que se viene en llamar "bienestar", sea
éste particular o social. Y es precisamente aquí, en la misma raíz de la moral, donde se enfrentan las diversas
concepciones que contempla la encíclica. Todas las teorías rechazadas por la Veritatis Splendor tienen en
común esta concepción extrínseca del bien, y acaban por considerar que este bien debe ser medido por un
cálculo de carácter técnico -y por tanto extramoral-, y no por su adecuación a la finalidad perfeccionante del
hombre. Mientras que, para la doctrina católica, “los actos humanos son actos morales, porque expresan y
deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos. Estos no producen sólo un cambio en el
estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la
persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual” (VS, 7 l).
2) Teleología y teleologismo
Es fácil entender que la moral cristiana sea “teleológica” (de telos: fin): si la unión con Dios -máxima
perfección que puede el hombre alcanzar con la gracia- es la meta a la que se orienta la vida humana, es por ello
su fin último. De ahí que se mida la moralidad de los actos humanos por su referencia -su ordenación- al fin
último. “En este sentido, la vida moral posee un carácter "teleológico" esencial, porque consiste en la ordenación
deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre” (VS, 73).
El llamado "teleologismo", aunque juega con una terminología semejante, tiene un significado bien
distinto. Parte de una noción de fin kantiana[2]: aquello ajeno a la acción en sí misma que se busca con ella. Un
sistema moral teleológico será por tanto, desde esta perspectiva, aquél en el que se mide el valor de los actos
por los bienes externos que se persiguen con ellos -y no por la ordenación del acto en sí, y con él del sujeto que
actúa, al fin de éste-; o, lo que viene a ser lo mismo, por las consecuencias que tienen esos actos sobre la
comunidad humana. Los autores que siguen esta línea[3] lo contraponen con lo que llaman sistema deontológico,
según el cual se juzga la moralidad, independientemente de las circunstancias o los resultados, por la
adecuación de la conducta con una ley, que puede ser de la naturaleza o positiva; en cualquier caso, se trataría
de una ley que sería impuesta al sujeto desde fuera, no una ley que pudiera encontrarse dentro del propio sujeto:
nos hallaríamos así ante lo que Kant llamaba moral heterónoma (llamada así por depender enteramente de una
instancia ajena a la persona). Lógicamente, desde una perspectiva kantiana -aunque no sea ésta exactamente
la doctrina que defendía Kant- la elección entre ambas sólo puede decantarse a favor del sistema “teleológico”,
ya que, para sus defensores, una moral heterónoma es indigna del hombre, y además no se la puede llamar
propiamente moral, ya que la voluntad en juego no es la del sujeto que actúa, sino la del legislador exterior; el
sujeto podría poner un cumplimiento externo, pero no la voluntad, que es donde reside el acto moral.
Lo que resulta falso, en primer lugar, es la disyuntiva misma. La moral católica no encaja en
ninguno de los dos modelos. Intentar encajarla en el llamado "deontologismo" equivale a no entenderla. Se
utiliza su misma terminología, pero los conceptos significados tienen un contenido muy distinto. Si la ley a que
se refiere es la ley natural, hay que tener en cuenta que no se entiende por “ley natural” aquella que el sujeto
encuentra dentro de sí mismo y que le impulsa a obrar conforme a su propia naturaleza humana. Si así
fuera, no podría llamarse heteronomía (de heteros: otro; y nomos: ley). Sólo cabe entonces identificar a esa
“naturaleza” con las leyes del entorno exterior al hombre: leyes físicas, biológicas, e incluso las leyes por las
que se rige la sociedad (económicas, sociológicas, etc.). Y no es difícil entender que esas leyes no son normas
morales; al revés, se trata precisamente del conjunto de leyes que no son morales, pues son expresión de lo
que son las cosas -el ser-, y no de cómo debe actuar el sujeto libre -el deber ser, que define a la ética-. El
cristianismo nunca las ha presentado como criterio de moralidad[4]. Tampoco sirve el modelo para explicar la
moral católica si se trata de una ley positiva, ni siquiera tratándose de una ley divina. Si lo que pide ésta es un
cumplimiento por el mero hecho de ser una ley impuesta -o sea, por la sola imposición, sin importar el
contenido-, estaríamos sencillamente ante una arbitrariedad del más fuerte. Y esto nunca lo ha defendido la
Iglesia. Más que la moral católica, este esquema serviría para explicar el voluntarismo moral de Ockam.
El otro polo de la disyuntiva, el teleologismo, tampoco resulta aceptable. En esta corriente, “los
criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que
conseguir o que hay que respetar” (VS, 74). Pero ya se ha examinado qué es lo que se entiende por "bienes".
Y, en consecuencia, es congruente que “para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado
según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el
comportamiento capaz de “maximalizar” los bienes y “minimalizar” los males” (VS, 74). Resulta significativo el
término producir. Se busca un resultado -esto no es lo significativo: la acción libre siempre busca un fin-, a
través de un "producir": no se distingue la acción moral de la acción productiva de “fabricar” un resultado [5]. Si
sólo se valora la acción en función del resultado, la acción en sí misma no tiene más valor que el instrumental.
En moral al ser el bien que se persigue, lo que se busca por sí mismo, un resultado ajeno a la acción misma, y
ésta se valora sólo en cuanto apta para producir el resultado, resulta que la acción no tiene más valor que el
instrumental. Y no es que se deba despreciar la aptitud del acto para producir un resultado exterior, ni que la
moral deba despreciar los efectos exteriores de la conducta. Es más bien al contrario: cuando únicamente se
reconoce este valor de la acción, ésta queda reducida a elemento productor de bienes externos. Y el bien que
corresponde al valor puramente instrumental es el llamado bien útil. De donde se desprende que el
teleologismo conduce a una moral utilitarista[6]. El bien que se persigue con los actos no es el bien moral, sino
un bien de otra naturaleza -aunque no se explicite demasiado, sería el material, el técnico, el social, etc...-,
siendo el bien moral el instrumento con el que se consigue- queda pues la moralidad subordinada a
consideraciones de orden técnico, social, o de otra especie [7]. Utilizando un término clásico, podemos concluir
que el llamado bien honesto desaparece por completo de esta perspectiva: no hay sitio para él [8]. La Veritatis
Splendor reconoce que “muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse
del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada sin hacer
referencia al verdadero fin último del hombre” (n. 74). Pero si se sigue un desarrollo riguroso de las premisas
utilizadas, no parece que sea posible-, al menos, lo cierto es que los principales -y más coherentes- exponentes
del teleologismo no lo han conseguido.
Se produce así con el teleologismo una inversión radical en la valoración del comportamiento
humano. Lo subordinante pasa a ser subordinado, y viceversa. Y con ello, se sea o no consciente de ello, el
hombre rrúsmo queda subordinado a “valores” externos a él, en vez de ser éstos los subordinados al hombre.
Esta negación de la dignidad humana es inaceptable. “Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado
moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que se persigue, o simplemente
porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la
ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y
como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el
verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros
mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios
mismo” (VS, 72). Una vez más en la historia, se pone de manifiesto, en la teoría y en la práctica, que cuando el
hombre quiere desligar su actividad de Dios, acaba él núsmo subordinado a algo de valor inferior a la persona
humana misma.
3) Consecuencialismo, proporcionalismo
Sobre esta base estudiada, los principales autores teleologistas han construido un sistema que se
conoce con el nombre de consecuencialismo. Antes de analizarlo, conviene, para entenderlo mejor, exponer
de manera sucinta la ética de Kant. Con la idea de ley como imposición externa, considera que es indigno del
ser racional obrar por una instancia que no sea él mismo: la moral por tanto debe ser autónoma y no
heterónoma: el hombre se debe dar su propia ley. Asimismo, con la idea de fin y de bien como algo externo a la
persona, piensa que el obrar moral es ajeno a ellos: sería un obrar “para conseguir algo”, interesado, sin el
altruismo que debe caracterizar a la moral[9]. Este altruismo se debe reflejar en un imperativo (formulación del
deber moral), no hipotético -condicionado a la obtención de "bienes”-, sino categórico -sin ese condicionamiento-.
Sólo éste da lugar a una obligación absoluta para Kant; el hipotético daría lugar a una moral relativa. El único
obrar incondicional que ve es el obrar por deber (el deber por el deber). Se trata de un obrar que es moralmente
bueno cuando se obra, no por “algo”, sino por deber, que no está ligado a ningún “algo”, o sea, que es ajeno a
bienes o fines. De aquí resulta la llamada ética formal, pues la moralidad de la acción no depende de contenido
alguno, ya que si así fuera -en la “ética material”- se rebajaría el obrar humano (y con él la libertad) al
subordinarse a cosas ajenas la persona misma, y fundamentar la moral en contenidos supondría un egoísmo
camuflado, al disfrazarse de “moral” la búsqueda de bienes ajenos a ella. La moralidad reside pues en la “forma”
-intencionalidad- del obrar libre y autónomo: obrar por puro deber, sin buscar recompensa alguna, que en
términos de imperativo absoluto y autónomo se refleja en el “obra de tal manera que puedas querer que tus actos
sean a la vez ley universal”[10].
Los sistemas consecuencialistas, al menos los más elaborados [11], consisten en instalar, en un marco
kantiano y con conceptos kantianos, la llamada opción fundamental en el lugar del imperativo categórico formal,
y valorar mediante el teleologismo los aspectos materiales de las conductas concretas. Si se presentan como
una moral teológica, y no sólo filosófica, es sobre todo porque sustituyen la autonomía de Kant por la teonomía,
pero sólo en el aspecto formal, llamado trascendental (por referirse a Dios, que trasciende el mundo), mientras
que en la relación del hombre con el mundo -el otro aspecto, categorial- existe una autonomía, como
corresponde a la dignidad del hombre, a quien Dios ha colocado como señor del universo [12].
Como en Kant, la moralidad propiamente dicha se encuentra sólo en el llamado aspecto formal o
“trascendental”, ya que los "bienes” a que se dirige el aspecto material o “categorial” son de índole diversa a la
moral. Son bienes que deben ser informados ”trascendentalmente” para ser bienes morales; aunque se
relacionen con la moral, la relación es indirecta: no son bienes propiamente morales, sino previos al moral: son
premorales. La Veritatis Splendor lo advierte con claridad: “El sujeto que obra sería responsable de la
consecución de los valores que se persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes
implicados en un acto humano, serían, desde un punto de vista, de orden moral (con relación a valores
propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc.) y, desde otro, de
orden pre-moral, llamado también no-moral, fisico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes
originados sea a aquél que actúa, como a toda persona implicada antes o después, como por ejemplo la salud o
su lesión, la integridad fisica, la vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc.)” (VS, 75).
De aquí se sigue una diferente valoración del acto con respecto a un bien, según el aspecto a que
éste pertenezca. Si se refiere al orden moral, puede hablarse en términos de “bueno-malo” o “moral-inmoral”; si
al orden “premoral”, entonces los actos son “acertados-equivocados” -o términos equivalentes-. Así, “en un
mundo en el que el bien estaría vinculado con el mal y cualquier efecto bueno estaría vinculado con otros efectos
malos[13], la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su <<bondad>> moral sobre la base de la
intención del sujeto, referida a los bienes morales, y su rectitud sobre la base de la consideración de los efectos o
consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían
cualificados como <<rectos>>[14] o <<equivocados>>, sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la
persona que los elige como moralmente <<buena>> o <<mala>>” (VS. 75).
4) El objeto moral
Tres son los elementos que inciden en la valoración de la moralidad de una conducta: el objeto, el fin y
las circunstancias. De ellos, las circunstancias tienen en todo caso una importancia secundaria; si alteran de un
modo esencial la misma acción, dejan de ser valoradas como circunstancias, para pasar a formar parte del
objeto. En relación con las doctrinas consecuencialistas, carecen de relevancia. Quedan objeto y fin. Acerca del
fin, aunque se den algunas diferencias entre el Magisterio y los consecuencialistas sobre el modo de incidir en el
acto, se coincide en que tiene un importante papel en la moralidad. La Veritatis Splendor, al estudiar el objeto
moral, quiere hacer constar que no desprecia con ello el fin, como tampoco los resultados externos de la acción:
“Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la intención -como Jesús insiste con particular fuerza en
contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin atender al
corazón (cfr. Mc. 7, 20-21; Mt. 15, 19)-, ya sea a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia
de un acto particular” (VS, 77). La doctrina católica siempre ha admitido que un fin torcido vicia la acción. Pero,
como se verá más en detalle, en esta consideración ve una aplicación de la máxima bonum ex íntegra causa,
malum ex quocumque defectu. El fin recto pertenece a la integridad del acto moral, y la integridad es necesaria
para que sea bueno.
Pero integral no es sinónimo de esencial[16]. Lo esencial es aquello que le otorga su misma naturaleza,
y por tanto su elemento definitorio. Y la encíclica es rotunda al afirmar que lo esencial del acto moral es su objeto:
“La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la
voluntad deliberada” (VS, 78). Aquí se sitúa la diferencia con el consecuencialismo, al menos en lo referente a los
actos que no tengan a Dios directamente por objeto: o sea, con respecto al Decálogo, en los ocho últimos
preceptos[17].
Ahora bien, ya se ha comprobado anteriormente que un mismo término puede responder a conceptos
distintos en las diferentes teorías. Con el objeto moral sucede lo mismo. Para quien descarta, como punto de
partida, la referencia de la conducta humana al bien del sujeto mismo, los únicos valores en juego en el obrar
intramundano son los valores biológicos y materiales. Son los únicos valores que el consecuencialismo reconoce
como “naturales”, a la vez que los señala como “no éticos”. El obrar moral, en esta perspectiva, consiste en
adoptar una buena intención –“ética”- cuando la acción incide sobre bienes intramundanos “no éticos”.
Considerada así la acción, desde el punto de vista moral la intención es lo subjetivo, y los bienes no éticos lo
objetivo; lo primero es la intención, lo segundo el objeto. La intención da la “forma” moral a una “materia” -el
objeto- que es en sí moralmente informe.
Una visión simplista o poco preparada de la moral puede inclinar, consciente o inconscientemente, a una
consideración “material” del objeto moral como la que defienden los consecuencialistas. Ha sucedido bastantes
veces a lo largo de la historia, incluso por parte de moralistas que estaban lejos de pretender disentir con el
Magisterio de la Iglesia, y posiblemente haya sido la causa de bastantes perplejidades. No se podrían encontrar,
si se identifica el objeto moral con el hecho fisico, diferencias entre el asesinato y la muerte provocada en
legítima defensa -o incluso entre el martirio voluntariamente aceptado y el suicidio-, y se buscaría así la nota
diferencial en la intención (en algún caso, quizás también en retorcer la realidad buscando diferencias en el
hecho fisico en sí mismo en las que basar la distinción), para salvar lo que se sabe que prescribe la moral
católica y el sentido común. Más de un autor contemporáneo, en esta línea, ha acusado a la doctrina de la Iglesia
de defender unos presupuestos que en la práctica resultan insostenibles, y para evitar situaciones contradictorias
recurrir a expedientes poco coherentes con esa noción de valoración moral centrada en el objeto, particularmente
a través de la llamada doctrina del voluntario indirecto. La encíclica tiene muy en cuenta esta objeción, y
responde que “estas teorías no pueden apelar a la tradición moral católica, pues, si bien es verdad que en esta
última se ha desarrollado una casuística atenta a ponderar en algunas situaciones concretas las posibilidades
mayores de bien, es igualmente verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la ley era incierta y,
por consiguiente, no ponía en discusión la validez de los preceptos morales negativos, los cuales obligan sin
excepción” (VS, 76)[18].
Se hace pues necesario -es un aspecto capital de la moral- delimitar con la mayor precisión posible qué
es el objeto moral. Se encuentran a veces respuestas que parecen dejar zanjada la cuestión con claridad y
sencillez, pero que en realidad son respuestas deficientes, que, sin pretenderlo, acercan a la concepción de
objeto más propia de los autores consecuencialistas que de la moral católica. Así, por ejemplo, no sirve dar como
respuesta que el “objeto” abarca todo lo “objetivo” de la conducta, mientras que el “fin” abarca todo lo “subjetivo”.
Si del objeto se extrae todo lo relacionado con el sujeto que obra, lo “objetivo” acaba por reducirse al hecho fisico
y éste, como tal -y aquí tienen razón los consecuencialistas- no es propiamente un bien moral. Tampoco sirve
discernir estos dos elementos con el criterio de que “objeto es el hecho independientemente del sujeto que
actúa”: el resultado en nada diferiría de lo anterior. El objeto es un objeto moral, no un objeto material, y por el
hecho de ser moral debe necesariamente tener en cuenta al sujeto actuante: “así pues, para poder aprehender el
objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa”
(VS, 78). El bien y el mal moral deben situarse en la voluntad humana; todo lo demás, en relación con ella, es
accidental moralmente hablando[19]. Y el objeto no es algo accidental, sino lo más esencial del acto. Podría así
decirse que el objeto del acto es una conducta querida, pero no tanto en cuanto conducta, sino más bien en
cuanto querida. Incluye el llamado finis operis, pero no únicamente en cuanto los hechos materiales tienen en sí
mismos un sentido determinado o están orientados de por sí a un resultado, sino en cuanto el sentido está
entendido en su razón de bien para el sujeto -es conveniente o inconveniente para él como persona- y así
libremente querido y asumido. Así podemos entender mejor la definición de objeto que proporciona la Veritatis
Splendor: “el objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto de querer de la
persona que actúa” (n. 78).
A primera vista, podría parecer que con esta definición de objeto apenas queda lugar en el acto para el
fin. Pero, si antes se rechazaba la definición de objeto como el hecho independientemente del sujeto que actúa,
sí en cambio se podría aceptar con alguna matización añadida: objeto es “la conducta elegida con independencia
de lo que el sujeto se proponga mediante ella”. Este último elemento -el citado “propósito” señala el fin. Si el
objeto es el fin próximo o inmediato de la elección, el “fin”, entendido como complementario al objeto en el acto
moral, tiene que ser el fin remoto -aunque no necesariamente el fin último- o mediato. La Veritatis Splendor
escoge un ejemplo muy claro para ilustrarlo (cfr. n. 78): robar para ayudar a los pobres. En este caso es claro
que “robar” señala el objeto: no consiste éste en la simple apropiación material de un objeto, sino en la elección
de un acto que se conoce y se quiere como injusto: la apropiación de algo ajeno sin derecho a ello. Junto a esto
aparece en la conducta otro elemento -en este caso bueno (ayudar a los pobres), por contraste con el anterior,
que es malo- respecto del cual el objeto es medio, y que puede por tanto calificarse de “fin”.
Una de las dificultades para entender la relación entre el objeto y el fin deriva de la tendencia -frecuente
en el pensamiento, y desde luego con clara incidencia en el teleologismo- de identificar mediación con mediación
instrumental. Y medio no es lo mismo que instrumento. Es verdad que todo instrumento es medio, pero no lo es
la inversa. Lo instrumental no tiene en sí mismo más valor que el de ser objeto de mediación, sólo tiene valor en
relación con el fin que se persigue a través suyo. En el acto moral, hacer del medio un puro instrumento tiene
como consecuencia dar un valor en sí al fin, mientras que el objeto sólo tendría valor moral en relación al fin, sin
que ello obste para que pueda tener un valor en sí mismo distinto al valor moral, ya que ese valor extramoral no
estaría relacionado con ninguna intención del agente. O sea, que por esta vía tendríamos servido de nuevo el
consecuencialismo. Pero “mediar” tiene aquí otro sentido: es algo necesario para alcanzar un fin, pero no porque
actúe como instrumento, sino porque el medio actualiza el fin, en el sentido de que éste, por sí solo, no sería
operativo; es de por sí incompleto para la actuación, necesitando concretarse en acciones determinadas con
respecto a las cuales está en potencia[20]. Y ahí sí que cabe un valor en sí mismo del medio; más aún, el medio
tiene el singular valor de lo actual, de lo que es en la realidad: la vida del hombre se compone de actos, no de
fines. El fin es un elemento necesario para la vida humana, pues da un sentido último y con él cohesión -que por
la fragilidad humana se puede perder- a la existencia, pero se debe traducir en actos elegidos, o esa misma
existencia carecería de contenido.
Para entender esto adecuadamente es necesario conocer el modo de obrar humano. El hombre no es ni
espíritu puro ni bestia. Es un espíritu encarnado, y su conocimiento no es intuitivo, sino sucesivo: hay un proceso
de conocimiento. No le corresponde un intellectus, sino una ratio. Esta realidad, por lo demás obvia, tiene
consecuencias en la moral[21]. La convierte en algo más complejo, porque complejo es el actuar humano. Hay en
éste una sucesión de etapas de conocimiento, junto a cada cual se sitúan las correspondientes etapas de la
voluntad. Aunque pueden distinguirse hasta seis etapas en cada facultad, en lo que toca a la voluntad interesan
sobre todo dos: la intención y la elección[22] La primera es anterior, y se refiere a la volición del fin que
corresponde al bien que quiere para sí el sujeto, y que va a buscar con su actuación. Caben aquí fines buenos y
malos: cumplir la voluntad de Dios, o el dinero, el placer, etc. son fines posibles que asume voluntariamente el
hombre. Aquí ya puede ya situarse un primer nivel de moralidad, por cuanto cabe el desorden en los bienes que
se pretenden conseguir. Pero con la intención la actuación se encuentra aún sólo incoada, y necesitada de
especificación: los fines señalados no comportan en sí mismos que el sujeto vaya a realizar una determinada
conducta. Es necesario para ello que actúe el entendimiento examinando las posibilidades de actuación -es la
llamada deliberación- y que sobre él la voluntad actúe de nuevo, escogiendo una conducta determinada: es la
elección[23]. Si no hay ruptura entre la intención y la elección -puede haberla-, la intención proporciona una
referencia al fin que conecta la actuación concreta con el fin último, dando por tanto, cuando el fin es el que Dios
ha dispuesto para el hombre, el máximo sentido a su actuación y la perfección a su conducta: “el mismo acto
alcanza después su perfección última y decisiva cuando la voluntad lo ordena definitivamente a Dios mediante la
caridad” (VS, 78). En consecuencia, una moral que pretenda ser una verdadera “moral de santidad” sin
conformarse con ser una “moral de licitud” debe tener siempre muy presente la rectitud de intención. Pero, por su
propia dinámica, esta rectitud es auténtica cuando se traduce en obras concretas, que son las que actualizan en
cada momento de la vida -lo único que es “actual” en la vida humana- esa intención mediante elecciones
adecuadas, y se debe reconocer que ese verdadero bien de la persona que se busca “sólo se pretende
realmente cuando se respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana” (VS, 78). La enseñanza
revelada concuerda con esta visión: “si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15); así como también
está claro en el Evangelio que se juzgará al hombre y sus verdaderas intenciones en la medida en que éstas se
hayan traducido en elecciones concretas y hechos concretos (cfr. Mt 25, 31-46).
En plena concordancia con la noción expuesta del acto moral, la Veritatis Splendor enseña clara y
reiteradamente la existencia de actos intrínsecwnente malos por razón de su objeto. “Así pues, hay que rechazar
la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible cualificar
como moralmente mala según su especie -su “objeto”- la elección deliberada de algunos comportamientos o
actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las
consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas” (n. 79).
Lógicamente, la dinámica interna del actuar humano tiende a la coherencia entre la intención y la
elección. Una recta intención postula que la elección recaiga sobre actos buenos; y, a la inversa, una intención
viciada tenderá a la elección de actos acordes con ella, o sea, malos. Y la discusión sobre este asunto no afecta
a este tipo de actos coherentes: sea por una razón o por otra, todos están de acuerdo en la valoración de estas
conductas como morales o inmorales respectivamente. La cuestión debatida es si el fin puede justificar los
medios, lo que supone una incoherencia entre un fin bueno y unos medios reputados como malos. En
conformidad con la antropología kantiana que las sustenta, los autores de las morales teleologistas y
proporcionalistas tienden a negar la misma posibilidad de esta incoherencia [24]. Al sostener una concepción
intuicionista del intelecto, no cabe complejidad alguna en su funcionamiento, así como tampoco de la voluntad
que le sigue; no hay sitio para una hipotética ruptura en algo que forma una unidad compacta. Sin embargo, la
misma observación empírica del comportamiento humano, tanto a nivel científico como del sentido común,
señalan que eso no es así.
Una primera causa de esta disyunción puede venir por el componente cognoscitivo de la acción. Este
defecto de intelección puede versar sobre la norma moral misma o sobre la situación de hecho, y da lugar a las
situaciones de ignorancia y error. Pero esta posibilidad no tiene mucho interés en el problema que se examina
aquí, ya que cae fuera del campo de discusión, pues la moral católica siempre ha aceptado que en la medida en
que existen exoneran de responsabilidad moral al sujeto, y en este sentido no hay discrepancias [25].
Lo que se trata por tanto de ver es cómo puede una buena intención traducirse en una elección mala, de
tal manera que en la elección la voluntad se adhiera a una conducta que se conoce como mala. Una primera
respuesta viene de la debilidad misma de la voluntad en el actual estado de la humanidad, después del pecado
original[26]; debilidad que se puede referir al acto intencional mismo -una intención adoptada con mayor o menor
decisión-, o a la posibilidad de que éste se eclipse posteriormente en el momento de la elección. Sin embargo,
esta explicación resulta por sí sola insuficiente, ya que, con mayor o menor fuerza, una intención recta se traduce
por sí en una elección conforme a ella, más débil si la intención también lo es, pero en todo caso en una misma
dirección. Hace falta por tanto introducir un elemento extraño a la voluntad misma -y al conocimiento- que altere
el proceso decisorio.
Ese elemento son las pasiones[27]. Éstas influyen tanto sobre el conocimiento como sobre la voluntad, buscando
polarizar la atención de las facultades superiores sobre su objeto propio. Se “sobreimpresionan” así, con mayor o
menos vehemencia, a lo que pide la buena intención, buscando doblegar la voluntad a la hora de la elección.
Habrá mayores posibilidades de que esto suceda en la medida en que la voluntad intencional sea más débil y el
dominio de la voluntad sobre ellas -logrado a través de la virtud- sea menor. Se da lugar así a un obrar en el
que, si lo que propone la pasión es inconveniente, es moralmente rechazable si es elegido, aunque no alcance el
grado de maldad que tendría si proviniese de una mala intención. Una y otra posibilidad se contemplan en el
lenguaje común cuando se habla de “obrar por debilidad” y “obrar por malicia”. Por eso, “si los actos son
intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su
malicia, pero no pueden suprimirla” (VS, 81).
Se puede así explicar el caso de que pueda existir una intención buena, no revocada, junto con una mala
conducta elegida. Pero tal conducta no proviene de la intención misma, sino de un elemento que ha producido
una quiebra en el adecuado obrar humano. No se trata por tanto en ningún caso de que intenciones rectas
postulen conductas moralmente rechazables (y, lógicamente, no puede hablarse de la existencia de una
intención recta cuando lo que ésta persigue es un bien, pero desordenado) [28]. Si así fuera, resultaría que se
contemplarían como malos comportamientos que en sí no afectan al bien del sujeto que obra. Y, desde luego, no
es eso lo que sostiene la moral católica. Por el contrario, se trata de que, cuando se da ese obrar por debilidad,
se puede interponer entre la intención y la elección algo que contraría directamente lo que aquélla postula, y los
actos resultantes no pueden casar con una buena intención: “son actos "irremediablemente" malos, por sí y en sí
mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona” (VS, 8l). Son precisamente estos actos no
ordenables al fin del hombre, y por este hecho de serio, los que son considerados actos intrínsecamente malos.
“La intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último. Pero los
actos, cuyo objeto es "no-ordenable" a Dios e "indigno de la persona humana", se oponen siempre y en todos los
casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohiben tales actos y que obligan "semper et
pro semper ", o sea sin excepción alguna, no sólo no limitan la buena intención, sino que hasta constituye su
expresión fundamental” (VS, 82). Por tanto, sería un desenfoque contemplar la posibilidad de que un acto
intrínsecamente malo pueda proceder de un fin bueno; si éste no es malo, la acción mala procede de que a la
hora de la elección se ha interpuesto un elemento pasional que ha desviado la voluntad, de tal modo que el
sujeto ha elegido lo malo por haber sucumbido ante él la buena intención y lo que con arreglo a ella aconsejaba
la prudencia[29]. No se trata tanto de comparar intención y elección concreta para ver cuál tiene más peso en
caso de discrepancia, sino de salvaguardar el obrar específicamente humano que hace el bien a la persona, que,
en aras de su dignidad, exige una integridad en la conducta de forma que pueda conseguir su perfección
ordenando todos sus actos concretos al fin para el cual está creado.
[1]
Quizás sea preciso referirse a elementos de origen protestante que a una “antropología protestante”
propiamente dicha. Incluso sin tomar en consideración las diferencias entre el protestantismo ortodoxo y el
liberal, la noción del hombre que presenta el protestantismo está formada de diversos elementos que no
encajan entre sí sin fuertes contradicciones. Una teología moral que tenga un mínimo de pretensión de
coherencia no puede asumir todos los elementos antropológicos protestantes. Así, por eso, en ninguna de las
teorías estudiadas aquí se niega la libertad ontológica del hombre -el libre arbitrio, sin el cual carecería de
sentido plantearse una moral-, aunque en cada caso se le apliquen distintos, mientras que en Lutero no ocurría
así, y el que escribiera un libro titulado De servo arbitrio indica que no se trataba de un detalle que se le
escapara.
[2]
Debido a la importancia que tiene la ética kantiana para comprender gran parte de las construcciones de
teología moral opuestas al Magisterio, se tratarán con un poco más de detalle sus ideas más adelante. Pero
puede ser útil adelantar lo que, a mi juicio, son dos importantes claves para entender a Kant, y por tanto los
autores en los que influye. La primera, herencia del cartesianismo, es la absoluta univocidad de sus nociones;
el sistema de Kant consiste en un análisis que busca descomponer la realidad en elementos independientes en
los que nociones como participación, analogía e incluso composición o complejidad simplemente no existen. En
la antropología y la ética da lugar a una visión que tiene poco que ver con el tomismo: donde éste habla de
armonía, aquélla habla de contraste o de oposición. La segunda clave es la clara sintonía de su sistema con la
religión luterana; se manifiesta en aspectos como la incapacidad de la razón para conocer a Dios e incluso el
mismo ser de las cosas (en la llamada razón pura), y la construcción de una ética ajena al bien del sujeto
mismo (en la llamada razón práctica).
[3]
Posiblemente el más representativo -y que recoge con claridad esta contraposición- es Bruno Schüller.
[4]
De esta desviada noción de ley natural derivará, por parte de sus seguidores, que acusen al Magisterio de la
Iglesia, cuando invoca la ley natural como fuente de obligaciones morales, de “fisicismo” o “biologismo” (por
ejemplo, en todo lo relativo a la castidad conyugal). Como se verá más adelante, este tipo de etiquetas se
pueden aplicar con mucha mayor razón a los seguidores del teleologismo. Resulta sorprendente esta especie de
incapacidad, por parte de quienes se han formado en una tradición filosófica kantiana, de comprender lo que
entiende la tradición católica por ley natural. Un ejemplo reciente se puede encontrar en la Ética para naúfragos
de José Antonio Marina: para él la llamada “inteligencia creadora”, motor de la vida ética, no puede tomar como
criterio de actuación la naturaleza, ya que se trata de un mundo aparte del ético. Como ejemplo, señala que la
naturaleza incluye la “ley de la selva”, que indudablemente no puede aceptarse como criterio del obrar humano.
[5]
Ya los griegos, y particularmente Aristóteles, distinguían entre poiesis -el fabricar- y praxis -el obrar-, y situaban
la ética en el campo de la praxis, porque, a diferencia de la poiesis, en ella el obrar tenía un valor en sí mismo, y
no sólo en función de un resultado exterior. La terminología pasó al latín como facere y agere respectivamente
[6] A más de un estudioso le resulta sorprendente la extraña mezcla de ética kantiana v utilitarismo que muestran
los autores a los que nos referimos, cuando se trata de sistemas que en origen no podían ser más antitéticos, y
procedían de tradiciones filosóficas distintas -Kant del continente, el utilitarismo de las islas británicas-. Si se
piensa en lo que Kant tomó de Hume -un empirista inglés- en la “razón pura”, quizás no extrañe tanto que pueda
ocurrir lo mismo en la “razón práctica”. En realidad, no es difícil entenderlo. Kant esbozó una moral, pero dejó
claras lagunas, en especial una: qué criterio o criterios debe seguir el “imperativo categórico” formal para
traducirse en conductas concretas -sin ese eslabón, no cabe hablar de razón práctica-. En ese hueco es donde
se instala el utilitarismo, que no encaja mal del todo -aunque es probable que a Kant le hubiera disgustado-, por
cuanto respeta que el único valor propiamente moral e incondicionado es el “formal” (que prescinde del
contenido).
[7]
Se explica mejor, desde esta perspectiva, la insistencia de algunos, en el sentido de pedir a la Iglesia que
adapte la moral a las características de la sociedad actual, lo que desde una posición ortodoxa suena a simple
desfachatez. La hay, pero con apoyo teórico.
[8] El único hueco que quizás se le puede buscar -y se le ha buscado- sería el “acto trascendente”, aquél cuyo
objeto “trasciende” este mundo: el que tiene como objeto directamente a Dios.
[9] De ahí concluye que el obrar por fines o bienes -es equivalente- es amoral. A veces se ha entendido mal esta
expresión. No le quiso dar el sentido vulgar del término -inmoralidad, cinismo-, sino el estrictamente literal: no es
que sea un obrar malo, es sencillamente que queda al margen de la moral. Esta aclaración sirve para ver cómo
este concepto se vuelve a encontrar en los consecuencialistas; Schüller, por ejemplo, distingue entre valores
éticos y valores no éticos, definiendo éstos como referidos a lo que de algún modo escapa a la
autodeterminación, empezando por los naturales.
[10] Otra formulación, del mismo Kant, es “obra de tal manera que la persona -propia y ajena- sea siempre fin y
nunca medio”. Es muy tenida en cuenta por el consecuencialismo, ya que desde ella pueden acusar a la moral
tradicional de subordinar la persona a valores externos. Desde su noción de “bien” es lógica esta acusación,
pero sólo desde ella.
[11]
En algunos casos del mundo anglosajón el consecuencialismo ha partido de una interpretación errónea o
abusiva del principio del “voluntario indirecto”, conectado con teorías utilitaristas. Como construcción teórica, es
bastante burda y se sostiene muy mal, por lo que no merece mucho la pena detenerse en ella.
[12]
La terminología "trascendental-categorial' es también típicamente kantiana. En este aspecto la emplean sobre
todo Böckle (libertad trascendental-categorial) y Fuchs (plano trascendental-categorial). Este último habla de
moral religiosa para el primer plano, y de “ética” para el segundo, pero, con estos presupuestos, no hay cabida
para una ética propamente dicha allí donde sólo cabe disponer a voluntad porque no hay instancia alguna, fuera
de la voluntad propia, a la que obedecer, salvo que esa instancia sea la sociedad. Esto, se dé cuenta o no Fuchs,
es muy peligroso, pues deja sitio para la peor dictadura: un poder público que no responde ante nada ni nadie, y
que exige una obediencia que se presentaría como deber de conciencia por ser “ética”.
[13]
Esta situación es la que da paso al llamado proporcionalismo, en el que medir las consecuencias de los
actos equivaldría a medir la proporción de efectos positivos en relación con los negativos. Se trata de una
versión del consecuencialismo, y por ello no se expone aparte de éste.
[14]
En mi opinión, habría sido más correcto, o al menos más clarificador, traducir este término como “correcto”: no
se refiere a la rectitud de intención.
[15] En este apartado se ha optado por una argumentación fundamentalmente antropológica por este motivo.
Hay otro además, y es que, aunque la moral católica deba tener una base escriturística y la Escritura ilustre
muy mente la enseñanza moral, a la vez resulta muy complicado dar argumentos rigurosos de teología moral
con base sólo en la Sagrada Escritura: por ejemplo, al encontrar un criterio de conducta moral, no resulta sencillo
demostrar que no se trata de algo que no pueda admitir una excepción.
[16] Un ejemplo comparativo puede tomarse del precepto dominical. La comunión es parte integral, y por tanto no
cumple el precepto quien se va tras la consagración. Es importante, por tanto, pero no es loesencial: lo esencial
es la consagración
[17]
No quiere esto decir que las dos posiciones defiendan una idéntica moral en lo tocante a los dos primeros
mandamientos. Pongamos por ejemplo la fe. Mientras que, en general, los autores del dissenso parecen
conformarse con que no se revoque explícitamente la “opción fundamental” al respecto, La Iglesia siempre ha
insistido en la necesidad de confesar esa fe al menos con cierta frecuencia: o sea, de actos concretos de fe. Lo
que se quiere señalar es que la discusión no se centra en este terreno, sino en el de la moral natural, lo que para
los consecuencialistas es el plano “categorial”.
[18]
Con todo, el estudio de los efectos del acto en relación a la moralidad que ha propiciado el
consecuencialismo ha propiciado un cierto replanteamiento de la formulación del principio del “Voluntario
indirecto”. Si bien es cierto que se distingue nítidamente del consecuencialismo, por cuanto sólo se aplica
cuando la conducta del sujeto no es en sí mala (“objeto bueno o indiferente”), también lo es que puede llegar a
ser problemático que el elemento que incline la balanza de una actuación sean los efectos, en el sentido de
consecuencias. Así, algunas críticas, aunque sean de aspectos secundarios, que se han hecho al
consecuencialismo se pueden aplicar también a esta formulación. Sobre todo la que señala que en muchas
situaciones es imposible medir las consecuencias. En efecto, cuando se trata de medir efectos a largo plazo esto
resulta muy problemático, y más cuando además el resultado final depende de elementos imponderables, como
puede ser la incidencia que puede tener en el futuro el apostolado de un fiel. No es una cuestión teórica, pues
hoy en día puede ponerse en juego en numerosas ocasiones; por ejemplo, a la hora de decidir asumir un trabajo
en un ambiente de práctica inmoral. Y pedir que el sujeto decida -con el añadido de que la decisión le
corresponde tomarla exclusivamente a él- en base a calcular los efectos futuros a largo plazo -buena parte de los
cuales depende de decisiones libres ajenas-, señalando además que al tratarse de un asunto importante la
decisión debe tomarse gravitar onerata consciencia, puede producir serias perplejidades y conflictos de
conciencia. La propia Veritatis Splendor hace alusión a este problema, cuando dice que “por otra parte, cada uno
conoce las dificultades -o mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos
buenos o malos de los propios actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que
hacer para establecer unas proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen
oscuros?” (n. 77). Se trata de una réplica al proporcionalismo, pero indirectamente invita a reconsiderar una
doctrina que, basada en principios correctos, resulta un tanto rígida en su formulación. Formulación que, por otra
parte, no ha sido recogida por el Magisterio y no pertenece propiamente al tomismo: procede de la época
barroca. Santo Tomás, en problemas de este tipo, recurría a la distinción de efectos pae se y per accidens, en
relación al objeto, lo cual, junto a la recta intención y la bondad -o al menos no-maldad- del objeto, proporciona
unos elementos de juicio más flexibles y centrados. Es ésta una interesante línea de trabajo para el futuro de la
teología moral.
[19]
Por esta razón no me parece una terminología muy afortunada la que distingue entre pecado formal y pecado
material. Aunque, por supuesto, resulta necesario distinguir entre las dos realidades expresadas, los términos
acuñados parecen dar a entender que el objeto del acto se considera sin incluir en él elemento voluntario alguno;
de hecho, se identifica con el hecho físico o psicológico. Y es que el llamado “pecado material” no merece el
calificativo de pecado ni por analogía.
[20]
Un ejemplo familiar de esta distinción lo podemos encontrar en la amistad con respecto al apostolado. Aquélla
es indudablemente un medio, pero en ningún caso debería ser un mero instrumento: sí lo fuera, no se otorgaría
valor a la amistad misma. Ahora bien, sin ese medio el afán apostólico quedaría en una vaga intención que no
llegaría a plasmarse en la realidad, o lo haría de forma desfigurada por no ser movido por la caridad.
[21]
La filosofía moderna. empezando por Descartes, parece haberse olvidado de esto, y atribuye propiedades a la
inteligencia humana, que corresponderían más bien a los ángeles o incluso a Dios en exclusiva. Definir las
llamadas “ideas claras y distintas” de Descartes como “entender algo en sus últimas diferencias”, supone atribuir
al hombre un entendimiento angélico; pretender que el hombre tenga una idea clara y distinta de Dios es,
conforme a esa definición, algo exclusivo de Dios. En moral, la simplicidad intelectual lleva consigo la de la
voluntad, y con ello el acto simple de voluntad abarca a la vez lo que en el hombre son fines y medios
indistintamente. No hay que olvidar que una moral basada únicamente en la llamada “opción fundamental”
coincide exactamente con lo que la tradición católica ha considerado como la moral angélica.
[22]
Se utiliza aquí la terminología técnica clásica, sobre la que quizás convenga hacer alguna aclaración. Se trata
de un proceso que va desde la volición del fin últuno hasta la ejecución del acto concreto voluntario: o sea, de lo
general a lo particular. No se pretende decir, en cambio, que haya que esperar a la elección para escoger entre
varias posibilidades: ya ocurre en la intención, como resulta evidente, ya que todo hombre puede proponerse
como fin de su actuación una variedad de posibilidades. Para lo que sí es necesaria la elección es para escoger
entre varias conductas concretas posibles. La intención, por sí sola, no concreta tanto.
[23] La voluntad no acaba su tarea con la elección, pues todavía hace falta una voluntariedad posterior en la
ejecución de lo que se ha elegido. Pero debe tenerse presente que el objeto moral que especifica al acto se halla
en la elección, no en lo posterior, lo que debe tenerse en cuenta para, entre otras cosas, calibrar el número de
actos reales (y evitar posibles complicaciones de conciencia en este sentido).
[24]
De ahí la reacción airada de algunos (McCormick en particular) cuando se les achacaba que pretendían
justificar por una buena intención acciones moralmente equivocadas, alegando que no se les había entendido,
porque lo moralmente equivocado es injustificable por definición. Para ellos puede haber una equivocación
técnica –de cálculo; en cualquier caso de conocimiento, no de voluntad-, pero en el aspecto moral no cabe
equivocación: una intención buena debe traducirse necesariamente en un actuar moralmente correcto.
[25] La moralidad de la acción remite siempre a la voluntad. Es verdad que existen ignorancias culpables y errores
vencibles, pero generan responsabilidad moral en la medida en que esas situaciones cognoscitivas sean
voluntarias. El puro y simple defecto de conocimiento no genera inmoralidad.
[26] En este sentido, Santo Tomás sostenía que el pecado de nuestros primeros padres sólo podía ser un pecado
grave y malicioso, o sea, con torcida intención. Por su estado de integridad, no cabía una ruptura entre intención
y elección.
[27]
Hay que tener en cuenta que las pasiones incluyen no sólo las referentes al concupiscuble, sino también al
irascible, que en lo que nos ocupa ofrecen a veces algunos de los ejemplos más claros: por ejemplo, es de
común experiencia que una buena voluntad puede verse alterada en su ejecución por la cobardía.
[28]
De ahí la oportunidad de la cita de 1 Cor. 6, 9-10 que recoge la encíclica: "¡No os engañéis! Ni los impuros, ni
los idólatras, ni... heredarán el Reino de Dios" (cfr. n. 8l).
[29]
Se hace aquí un análisis simplificado de la conducta. La realidad es algo más compleja, pues inciden en los
actos los actos precedentes, y en el proceso de la decisión se puede volver sobre el acto anterior antes de seguir
adelante. Así, en la elección concreta pueden incidir varios fines que se haya propuesto el sujeto. Por eso
resulta a veces tan difícil juzgar con precision algunos comportamientos concretos, sobre todo cuando falta un
hábito consistente en uno u otro sentido. Pero los aquí expuestos son los elementos de juicio.
TEMA 39
EL ACTO MORAL
A) El cognoscitivo
B) El volitivo:
c) La libertad
Los actoA continuación presentamos algunos artículos de la Encíclica Veritaris Splendor, que nos
ayudarán a encontrar que el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque
sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del
sujeto sea buena
71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y
profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente
mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar
espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a él, la perfección
feliz y plena 119.
Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre
mismo que realiza esos actos 120. Éstos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas
al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma
que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo
sugestivo, san Gregorio Niseno: «Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí
mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce
siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente...
Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres
corpóreos... sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo
nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la
forma que queremos» 121.
72. La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien
auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de Dios que ordena todo
ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de
esta manera, es ley natural), cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la revelación
sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es moralmente bueno cuando las
elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la
ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en
el cual el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del
joven con Jesús:
«¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16)
Evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del
hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de
actos buenos, mandados por el único que es «Bueno», constituye la condición indispensable y el
camino para la felicidad eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19,
17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino
hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el
acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida.
La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria
de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no
puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin
que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena 122. El obrar es moralmente
bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la
conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es reconocido en su verdad por
la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la
persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos
y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir,
Dios mismo.
73. El cristiano, gracias a la revelación de Dios y a la fe, conoce la novedad que marca la
moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la
dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano
es creatura nueva, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con
la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive su fidelidad
o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida eterna, a la comunión de visión, de
amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo 123. Cristo «nos forma según su imagen —dice
san Cirilo de Alejandría—, de modo que los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en
nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y virtuosa... La belleza de esta
imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras, nos manifestamos
como hombres buenos» 124.
En este sentido, la vida moral posee un carácter «teleológico» esencial, porque consiste en la
ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo
testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para
conseguir la vida eterna?». Pero esta ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista
que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables
a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado por los
mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven: «Si quieres entrar
en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17).
Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la
cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno
que premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: «Es necesario que
todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba
conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2 Co 5, 10).
74. Pero, ¿de qué depende la calificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo se asegura esta
ordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Sólamente depende de la intención que sea
conforme al fin último, al bien supremo, o de las circunstancias —y, en particular, de las
consecuencias— que contradistinguen el obrar del hombre, o no depende también —y sobre todo—
del objeto mismo de los actos humanos?
Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del
utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada
sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre. Con razón, se dan cuenta de la necesidad
de encontrar argumentos racionales, cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y
fundamentar las normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de
que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio, accesible a la razón
humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza con las exigencias del diálogo y la
colaboración con los no-católicos y los no-creyentes, especialmente en las sociedades pluralistas.
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar esa moral racional —a veces llamada por esto
moral autónoma—, existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión
inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho de que la
voluntad está implicada en las elecciones concretas que realiza: esas son condiciones de su
bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros se inspiran además en una
concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su ejercicio, de su
referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su determinación mediante elecciones de
comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no estaría ni moralmente
sometida a obligaciones determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar de ser
responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo», como método de
reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado —según terminologías y aproches
tomados de diferentes corrientes de pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo». El
primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de
las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una decisión. El segundo,
ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción
reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o del mal menor, que sean
efectivamente posibles en una situación determinada.
Proporcionalismo, consecuencialismo, aun reconociendo que los valores morales son señalados por
la razón y la revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición absoluta de
comportamientos determinados que, en cualquier circunstancia y cultura, contrasten con aquellos
valores. El sujeto que obra sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen,
pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano, sería,
desde un punto de vista, de orden moral (con relación a valores propiamente morales, como el
amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc) y, desde otro, de orden pre-
moral, llamado también no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes
originados sea a aquel que actúa, sea a toda persona implicada antes o después, como por
ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes
materiales, etc).
En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno
estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo
diferenciado: su bondad moral, sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes
morales; y su rectitud, sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias
previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían calificados
como rectos o equivocados, sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los
elige como moralmente buena o mala. De este modo, un acto que, oponiéndose a normas
universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser
calificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra, según una
responsable ponderación de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral
considerado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de la acción, en
virtud de la proporción del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden
pre-moral. Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría
exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia,
sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos
preceptos morales particulares. Incluso en materia grave, estos últimos deberán ser considerados
como normas operativas siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta perspectiva, el
consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la moral tradicional no
implicaría una malicia moral objetiva.
76. Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su afinidad con la mentalidad
científica, preocupada, con razón, de ordenar las actividades técnicas y económicas según el
cálculo de los recursos y los beneficios, de los procedimientos y los efectos. Pretenden liberar de
las imposiciones de una moral de la obligación, voluntarista y arbitraria, que resultaría inhumana.
Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen poder
justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los
mandamientos de la ley divina y natural. Estas teorías no pueden apelar a la tradición moral
católica, pues, si bien es verdad que en esta última se ha desarrollado una casuística atenta a
ponderar en algunas situaciones concretas las posibilidades mayores de bien, es igualmente
verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la ley era incierta y, por consiguiente,
no ponía en discusión la validez absoluta de los preceptos morales negativos, que obligan sin
excepción. Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos,
declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor 125. Cuando el apóstol
Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo
(cf. Rm 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el
momento en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y el amor al prójimo son
inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de
Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. Es un honor para los cristianos obedecer a Dios antes que
a los hombres (cf. Hch 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el martirio a causa de ello, como han hecho
los santos y las santas del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales por haber
dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la fe o la virtud.
77. Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral, las mencionadas teorías
tienen en cuenta la intención y las consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar
gran importancia ya sea a la intención —como Jesús insiste con particular fuerza en abierta
contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas
sin atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)—, ya sea a los bienes obtenidos y los males
evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad.
Pero la consideración de estas consecuencias —así como de las intenciones— no es suficiente para
valorar la calidad moral de una elección concreta. La ponderación de los bienes y los males,
previsibles como consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la
elección de aquel comportamiento concreto es, según su especie o en sí misma, moralmente
buena o mala, lícita o ilícita. Las consecuencias previsibles pertenecen a aquellas circunstancias
del acto que, aunque puedan modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin
embargo, la especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las dificultades o, mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas
las consecuencias y todos los efectos buenos o malos —denominados pre-morales— de los propios
actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer
unas proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen oscuros? ¿Cómo
podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan discutibles?
78. La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido
racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún
válido, de santo Tomás 126. Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo
especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el
objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme
con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y nos
dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor originario. Por tanto, no se
puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden físico
solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo.
El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la
persona que actúa. En este sentido, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «hay
comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque ésta comporta un desorden
de la voluntad, es decir, un mal moral» 127. «Sucede frecuentemente —afirma el Aquinate— que el
hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena
voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es
buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena
intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que venga
el bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rm 3, 8)» 128.
La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta elección
de las obras, reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o
no es «ordenable» a Dios, al único que es «Bueno», y así realiza la perfección de la persona. Por
tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los
bienes moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que privilegia la atención al objeto
moral, no rechaza considerar la teleología interior del obrar, en cuanto orientado a promover el
verdadero bien de la persona, sino que reconoce que éste sólo se pretende realmente cuando se
respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su
objeto, es «ordenable» también al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última
y decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad. A este
respecto, el patrono de los moralistas y confesores enseña: «No basta realizar obras buenas, sino
que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario
hacerlas con el fin puro de agradar a Dios» 129.
Por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta elección de las
obras, reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es
«ordenable» a Dios, al único que es «Bueno», y así realiza la perfección de la persona. Por tanto,
el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes
moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que privilegia la atención al objeto moral, no
rechaza considerar la teleología interior del obrar, en cuanto orientado a promover el verdadero
bien de la persona, sino que reconoce que éste sólo se pretende realmente cuando se respetan los
elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su objeto, es
«ordenable» también al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y decisiva
cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad. A este respecto, el
patrono de los moralistas y confesores enseña: «No basta realizar obras buenas, sino que es
preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con
el fin puro de agradar a Dios» 129.
119. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 17.
regresar
120. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 3: «Idem sunt actus morales et
actus humani». regresar
123. El Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual,
precisa: «Esto vale no sólo para los cristianos, sino también para todo los hombres de buena
voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación
última del hombre es realmente una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos
mantenerque el Espíritu Santo ofrece a todos la posibiliad de que, de un modo conocido sólo por
Dios, se asocien a este misterio pascual»: Gaudium et spes, 22. regresar
125. Cf. Conc. Ecum. de Trento, ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, can. 19:
DS, 1569. Ver también: Clemente XI, Const. Unigenitus Dei Filius (8 septiembre 1713) contra los
errores de Pascasio Quesnel, nn. 53-56: DS, 2453-2456. regresar
128. In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta. De dilectione Dei: Opuscula
theologica, II, n. 1168, Ed. Taurinens. (1954), 250. regresar
129. Cf. S. Alfonso María de Ligorio, Pratica di amar Gesú Cristo, VII, 3. regresar s humanos son actos
morales, porque expresan y decid
ACTO MORAL
SaMun
V. Resumen
Waldemar Molinski
en la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos
en mi cuaderno solo tengo acto moral como: accion voluntaria que esta sometida a una valoracion etica.
Y que caracteristicas debe tener un acto moral para ser moral.
gracias
Todo acto moral legítimo se reduce en el fondo a un acto se supervivencia, lo contrario es amoral.
Sin embargo, en esta definición hay que tener en cuenta el pensamiento complementario, es decir, que
este acto de supervivencia involucra un equilibrio con lo "otro". Lo otro en este caso es la sociedad, la
fauna, la flora etc, etc.
Analicemos nuestra tesis con un ejemplo: ¿si alguien da la vida por otro es un acto moral o amoral?
¿si le das lo que tienes al que no tiene es un acto moral o amoral?. Es claro que si das la vida por otro
igualmente alguien perdió la vida, aqui hubo un desequilibrio. Igualmente si le das todo lo que tienes al
que no tiene ahora tu no tienes nada y estás en la condición inicial de aquel a quien pretendiste ayudar,
aqui también hay un desequilibrio.
De este modo el acto moral es legítimo sólo cuando las dos partes participan en igual medida del bien
que se pretende. Si hay un desbalance, entonces, la ventaja hace que el acto moral no sea moral ya que el
resultado que se obtiene es el mismo sólo que a la inversa, osea que no hubo ningún acto moral.
Sólo los actos entran en el plano de lo "moral" y sólo las reflexiones entran en el plano de la ética
Un "acto" sólo puede ser moral (o inmoral). La reflexión en torno a su moralidad o inmoralidad es
"ética". La ética del utilitarismo, por ejemplo, valorará algo como "moralmente bueno" si ello implica
felicidad o ausencia de dolor, incusive si eso significa la muerte de otra persona, algo así como «el fin
justifica los medios».
Dos ejemplos: Jonh Stuart Mill pone el caso de "matar en defensa propia" y Berttrand Russell el de una
tripulación de un barco pirata. En este último, hay acciones obligadas y acciones prohibidas, acciones
loables y acciones reprobables. Un pirata tiene que mostrar valor en el combate y justicia en el reparto
del botín; si no lo hace así, no es un ‘buen’ pirata. Cuando uno hombre pertenece a una comunidad más
grande, el alcance de sus obligaciones y prohibiciones se hace más grande; siempre hay un código al
cual se ha deajustar bajo pena de deshonra pública. Las acciones son "morales"; los "códigos" son éticos.
Desde hace 300 años a la fecha (y más específicamente luego de Kant) moral y ética no son sinónimos
(ver "Fundamentación metafísica de las Costumbres" y "Crítica de la Razón Práctica", ambas obras de I.
Kant)
.
Con la palabra amoral se le califica a los individuos que aún no poseen sentido de la moralidad, como en
el caso de los niños. AMORAL ES NO POSEER, NI SABER LO QUE ES SER MORAL.
Con la palabra inmoral calificamos a las personas que sabiendo lo que son las buenas costumbres, la
ética, el perfil de una buena persona, buen ciudadano y el respeto que se debe de tener a las normas
sociales y leyes no le prestan menor cuidado y no las cumplen o las infringen. INMORAL ES
REALIZAR ACTOS EN CONTRA DE LA MORAL CONOCIENDO LA MORALIDAD.
si no mal recuerdo (hace muuuuuchos años que pase preparatoria), un acto moralmente bueno es algo
bueno intrínsecamente, por ejemplo, ayudar al desvalido, visitar a un enfermo, dar de comer al
hambriento, etc... , lo contrario de un acto moralmente malo, como aprovecharse del desvalido, por
ejemplo. un acto amoral, es aquiel ajeno a la moral, como por ejemplo, comer un helado, no es per se
bueno o malo, i un acto inmoral es algo que atenta contra la moral, por ejemplo escandalizar, difamar,
extorsionar, etc... aun y cuando se hagan por una "buena causa", son intrinsecamente malos.
me explique bien?
Considero que la moralidad no debe estar valorada dentro de los parámetros humanos, poque somos
muy cambiantes. Lo que hace algunos años era inaceptable, hoy se considera como algo normal.
Personalmente me apego a las normas que se estipulan en las escrituras; confieso que algunas son
difíciles, pero sin duda nos hacen mejores personas con valores elevados que no son cambiantes.
Antes que nada debes saber que la Moral es la ciencia de lo bueno o lo malo y que es subjetiva e
individual, sin tanto cuento, el acto moral esta guiado por la consciencia, y cuando haces algo guiado por
esta ese es un acto moral, y su "fin" o "misión" es el de regir la conducta del individuo para consigo
mismo y para con los demas, como que para que seas "bueno" ante la sociedad.
Un acto moral es libre (por ej. Decir la verdad) y un hecho de la naturaleza es necesario (por ej. Moriremos algún
día).
SUERTE!