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Así pues, aunque el deseo es universal y aguijonea a todos, cada uno desea algo distinto: unos
desean esto y otros aquello. El amor es una de las formas en que se manifiesta el deseo…
El primer paso para alcanzar el conocimiento, y por ende la virtud —pues conocer el bien y
practicarlo eran, para el ateniense, una misma cosa—, consistía en la aceptación de la propia
ignorancia. Sócrates examinaba, desnudaba moralmente a sus interlocutores y
desenmascaraba su ignorancia para conducirlos después a la verdadera sabiduría (phrónesis),
que debía encaminarse hacia la bondad moral (areté). Para lograr lo anterior era necesaria una
metánoia: una conversión interior. Ésta, nos muestra Verónica Peinado, nace con la falta, es
decir, con el vacío de conocimientos que el filósofo hacía patente en quienes le admiraban.
Sólo el reconocimiento de esta insuficiencia, sólo la aceptación de la propia penuria y la
escasez, abrían la posibilidad del deseo: el deseo de saber.
A diferencia de los sofistas, quienes administraban sus enseñanzas por dinero y mediante la
seducción de la palabra daban a las cosas pequeñas apariencia de grandes —y viceversa—,
Sócrates seducía de otra forma, haciéndose notar entre los jóvenes y mostrándose distinto a
ellos. Ironizando y cautivando, este filósofo representaba esa “presencia” a través de la cual el
amado (erómenos) era conducido por el amante (erastés) hacia el conocimiento de su alma,
piedra angular de la filosofía moral y preocupación que ha llevado a los estudiosos de la
filosofía a ver en este pensador al padre de la ética.
De esta forma, mientras a los sofistas sólo les preocupaba convencer, Sócrates afirmaba
ocuparse de decir la verdad. Su finalidad no estaba centrada en alcanzar la erudición
(polymathía) ni mucho menos la formación del hombre político que debía desarrollar la
habilidad para hablar en público y persuadir (retoriké téchne). Él se enseñoreaba de no ser un
maestro (didáskalos) que transmitía una enseñanza (máthema) concreta; lo único que hacía,
afirmaba, era “tratar” y “dialogar” con quienes se acercaban a él no como alumnos (mathemaí)
sino como amigos o compañeros (hetairoí).
En su texto, Verónica Peinado subraya la importancia de la pederastia como práctica
educativa; distingue la pederastia griega de la moderna y la homosexualidad del simple
disfrute pasivo del acto sexual que realizaban algunos hombres de la Grecia antigua. Además,
nos recuerda que en ella la pederastia era una práctica que “no portaba el carácter ominoso
actual”. Práctica en la que dos seres distintos, el amante y el amado, eran poseídos por Eros,
una fuerza que hacía nacer entre ellos un magnetismo secreto que emergía, paradójicamente,
de un poder involuntario y una elección.
Este vínculo amoroso entre dos varones —uno de mayor edad y experiencia y el otro joven e
inexperto—, diferentes no sólo en edad sino en posición, revela, dice la autora, más allá de
una práctica meramente erótica, otra de tipo pedagógico que sirvió en su momento “para
conseguir adeptos en el terreno político y militar”. En este sentido, se subraya en el libro que
la pederastia no era un hábito del griego común sino de quienes gozaban de una posición
económica, política y social alta. Asimismo, se enfatiza que fue Sócrates quien hizo de ella un
medio para que los jóvenes optaran por la filosofía.
En la parte final de su texto, Verónica Peinado aborda el fracaso filosófico de Sócrates con
Alcibíades y pone énfasis en la actividad misosófica del maestro de Platón quien, al hacer que
sus interlocutores asumieran su ignorancia, “se colocaba como un sabio retador y soberbio”.
Alcibíades, quien no pudo ser conducido por Sócrates al camino de la filosofía y quien vivió en
permanente estado de sufrimiento, si no fue convertido a la vida filosófica del cuidado del
alma, dice la también autora del ensayo Los dioses en la tierra, fue “porque sufría el mismo
síntoma narcisístico que su maestro”. Con esto, Verónica Peinado hace evidente la locura de
Sócrates, esa de la que ya nos da indicios Erasmo de Rotterdam cuando, en su Elogio de la
locura, advirtió que este pensador ateniense había empezado ya a perder el juicio.
Sócrates, dice la autora, parecía tener claro que “la falta es una característica estructural del
ser humano que siempre se hace presente pero que siempre pretende ser olvidada”. Desde su
perspectiva, la práctica erótico-pedagógica que llevó a cabo el ateniense tenía como fin preciso
instaurar la falta en sus erómenoi, quienes vivían una experiencia insólita y muchas veces
insoportable, situación que emergía de la “transferencia”, fenómeno calificado así por Lacan y
que encierra, en el fondo, la creencia de un Padre Ideal, un “Sujeto supuesto Saber”, un Otro
omnipotente y completo que es preciso emular.
La pederastia socrática. Del deseo a la filosofía, es un libro donde se ensayan ideas diversas
que cruzan la literatura, la filosofía, el psicoanálisis, y lo hacen, además, con una fuerza
conceptual y un rigor en el uso de las fuentes, que constituyen un reto para el lector de hoy, en
general, tan acostumbrado al lugar común, la pobreza expresiva y, por si fuera poco, la pereza
mental.
Verónica Peinado,
La pederastia socrática.
Del deseo a la filosofía.
CIDHEM, México, 2011, 154 pp.
MEXICO. 2 de abril de 2011