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Es tarea monumental establecer el momento histórico en que surge por primera vez en el

campo del ejercicio artístico y creativo -sus obras, sus protagonistas (y desde luego, las
valoraciones de la agridulce crítica) la idea de esperar y celebrar el compromiso político y social
del arte y la eventual capacidad de este para interceder y transformar la realidad. Todas y todos
pudiéramos fácilmente traer a colación diversos puntos de vista, discusiones, épocas y
circunstancias alrededor del mundo en que se han manifestado con mayor notoriedad estas
dinámicas reivindicatorias (las revoluciones burguesas, Marx, el realismo soviético, los
latinoamericanistas, hasta la misma teología de la liberación, y un largo etcétera). Y desde luego,
los más radicales y agrios también pudieran también señalar que estas temáticas, es decir, la
ancestral cuestión del arte por el arte o el arte comprometido, representan un asunto ya
salvado, cansado, agotado, odioso, incapaz de ofrecer una tregua o una alternativa que deje
felices a todos los implicados. Pero cuando en nuestra época se observa (especialmente en
determinados contextos y conciencias) que las nuevas generaciones (fundamentalmente) hacen
ciertas apreciaciones sobre el arte y sus funciones con alto riesgo de rayar en la insuficiencia o
la ingenuidad, es entonces que surge la necesidad de volver a situar en la palestra esa eterna
discusión y generar (o reciclar) algunas ideas al respecto, aunque en esta ocasión tampoco
lleguemos a ninguna conclusión, y antes peor, se ensanche el galpón de tentativos enemigos
airados, ya de por sí estimable.

A nuestro favor anotamos que, finalmente, nuestra intención tautológica, de alguna manera
equivale al ejercicio actual tan en boga de hacer memoria: en general, los vertiginosos
consumos culturales de nuestras y nuestros intelectuales de hoy, a veces tan atiborrados y
enceguecidos por la producción más reciente, impiden e invisibilizan muchas veces un
importantísimo cúmulo de saberes y autores que el tiempo ha ayudado a decantar, a fortalecer,
y a dar lustre frente a la pobreza creativa y conceptual de lo nuevo.

Esto no es, simplemente, como las miradas incautas y superficiales a menudo señalan, un
asunto de élites y formalismos que genera rangos y supeditaciones indiscriminadas e
indeseables. Somos los primeros en reconocer la seria necesidad de fomentar y actuar en pro
de todo proyecto que abogue por el mejoramiento de las condiciones sociales, y que fomente
una profunda y sincera empatía que se erija contra el más intolerable individualismo que
carcome al mundo contemporáneo. Lo que nos interesa es ayudar a establecer límites,
responsabilidades y labores específicas que competen a las y los interesados en las complejas
tareas de la creación, la reflexión o la divulgación desde y para el ejercicio artístico, y poner en
cuestión hasta donde nos sea posible todo falseamiento que atente contra la capacidad de
apreciar la calidad estética de una obra. No es secreto afirmar que actualmente incontables
sectas, facciones y sus respectivas marionetas, de discutible pertinencia y argumentación, a
menudo gustan de creer y pregonar que un asunto o problema social, político o ideológico, por
importante e inaplazable que sea, es por sí solo el determinante del rango y la calidad de una
obra. antes bien, toda esa energía implementada en parlotear

Paralelo a este proceso impulsado por “autores”, “críticos” y otros mercachifles culturales,
sospechosamente similar a etiquetar efectivamente un producto, aprovechando la última moda
ideológica, para asegurar un público y un mercado generalmente incauto y con un criterio
menesteroso para comprender las formas y exigirles la realidad de su pretendida causa, se
levantan un puñado de creadores más serios, preocupados por afilar su voz y su escritura,
subirlas de nivel, y conjuntamente luchar desde el anonimato de las ciudades para publicar su
libro de manera independiente y comunicarse honestamente con el otro.

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