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no morir en el intento)
Con esa extraordinaria capacidad para conceptualizar algo que estaba delante de nuestros ojos y que nos
costaba ver, Guillermo O’Donnell creó, en los ’90 y con la atención puesta en los gobiernos de Menem,
Fujimori y Collor, la idea de “democracia delegativa”. En el blog del Club Político Argentino
(http://clubpoliticoargentino.blogspot.com), O’Donnell publicó recientemente un texto (“Revisando la
democracia delegativa”) en el que actualiza su clásica definición a la luz de las gestiones de Kirchner,
Chávez y Uribe. Vale la pena tomarlo como punto de partida para un análisis de la Argentina de hoy.
Definición
Resumo brevemente la idea. La democracia delegativa es democrática porque tiene legitimidad de origen,
es decir, se trata de gobiernos que surgen de elecciones limpias y competitivas. Y es democrática porque se
mantienen vigentes ciertas libertades políticas básicas, como las de expresión, reunión, prensa y asociación
(aunque en algunos casos amenazadas). Sin embargo, es una democracia menos liberal y republicana que
la democracia representativa, ya que tiende a no reconocer los límites constitucionales y legales de los
poderes del Estado.
La concepción básica es que la elección da al presidente el derecho, y la obligación, de tomar las decisiones
que mejor le parecen para el país, sujeto sólo al resultado de futuras elecciones. La consecuencia de esta
autoconcepción es considerar un estorbo la “interferencia” de las instituciones de control sobre el Poder
Ejecutivo, incluyendo a los otros dos grandes poderes del Estado (Legislativo y Judicial), así como las
diversas instituciones de accountability horizontal (auditorías, fiscalías, etc.). Esto lleva, a la larga, a
esfuerzos por anular esos controles.
En este tipo de democracias, las políticas públicas suelen implementarse de manera abrupta e inconsulta.
Por supuesto, el Gobierno debe inevitablemente enfrentar diversas relaciones fácticas de poder, pero esos
encuentros suelen realizarse mediante relaciones nula o escasamente mediadas institucionalmente. El
Presidente se considera la encarnación, o al menos el más autorizado intérprete, de los grandes intereses
de la nación. En consecuencia, se siente por encima de las diversas partes de la sociedad (incluyendo a los
partidos) y no cree necesario rendir cuentas, salvo en las elecciones.
En la segunda parte de su artículo, O’Donnell traza una “evolución típica” de las democracias delegativas.
En general, dice, son producto de graves crisis. Sus líderes emprenden una gran causa, la salvación de la
patria, y en la medida en que superan (o alivian significativamente) la crisis logran amplios apoyos. En ésos,
sus momentos de gloria, pueden decidir como mejor les parece, y el fuerte respaldo popular les demuestra
que ellos son quienes realmente saben qué hacer con el país. Aupados en sus éxitos, los líderes avanzan
entonces en su propósito de doblegar a las instituciones de control mediante la concesión de poderes
extraordinarios (leyes de emergencia económica, superpoderes) y el abuso de instrumentos de legislación
ejecutiva (decretos).
O’Donnell sostiene que, en las democracias delegativas, los presidentes siguen viviendo constantemente de
la crisis que les dio origen. Incluso cuando la sensación de crisis ha disminuido, intentan reavivarla, con la
advertencia de que si se abandona el camino que proponen ella resurgirá, renovada. El problema es que,
una vez que los peores aspectos de la crisis han pasado, aparecen viejos y nuevos problemas, casi siempre
de resolución mucho más compleja que los anteriores. Esto requiere políticas estatales complejas, para lo
cual es importante contar con instancias de consulta e intermediación. Pero este camino se obstruye, en
parte porque el Presidente se ha encargado de corroer esas instituciones y en parte también por un
conocido problema psicológico: ser víctima del propio éxito. El líder se aferra a seguir haciendo lo mismo
que hasta no hace tanto tiempo funcionaba razonablemente bien. De esta manera, en su negativa a
convocar a auténticos aliados e interlocutores, el líder se va encerrando en un grupo de colaboradores cada
vez más estrecho. El líder delegativo es un líder solitario.
Aquí y ahora
Como habrá advertido el lector, la definición de O’Donnell tiene un alto poder descriptivo y se ajusta
bastante bien a la evolución de diferentes gobiernos de la región, incluyendo desde luego al de los Kirchner.
Dicho esto, vale la pena señalar algunos puntos que no forman parte del análisis, no para cuestionar el
concepto, que es excelente, sino para completarlo, y quizá para encajar en él algunos de los sucesos de las
últimas semanas.
En primer lugar, el foco analítico de O’ Donnell se detiene casi exclusivamente en el Gobierno, sin ocuparse
de la oposición. Esto es lógico, pues el objetivo del texto es describir un tipo de democracia definido
básicamente a partir de una forma de gobernar, pero también deja algo afuera. En efecto, si uno revisa la
experiencia latinoamericana reciente es fácil descubrir que los comportamientos anti-republicanos no
provienen sólo del oficialismo sino también –y en algunos casos sobre todo– de la oposición.
Veamos el caso venezolano. En el 2004, tras insistir en la convocatoria a un referéndum revocatorio para
lograr la salida de Hugo Chávez del poder, la oposición se negó a reconocer su abrumadora derrota (casi 20
puntos de diferencia), pese a que entidades insospechadas de chavismo, como la OEA y el Centro Carter,
habían confirmado la transparencia de los comicios. Después, ante un previsible triunfo oficialista, la misma
oposición decidió no presentarse a las elecciones legislativas del 2005, con la intención de restarle
legitimidad internacional al gobierno (aunque el único resultado del desvarío fue una Asamblea Legislativa
homogéneamente chavista).
Otro aspecto a señalar, más difícil de definir pero que vale la pena considerar, es el de la orientación
programática que se aplica mediante mecanismos delegativos. Como señala en su artículo, O’Donnell
concibió la democracia delegativa en el auge de las gestiones neoliberales de los ’90. Al aplicar la idea a los
gobiernos de hoy, sería interesante pensar cómo se redefine el concepto en función del tipo de reforma –
para simplificar: neoliberal o estatista que se emprende. Evidentemente, el giro programático-ideológico
genera adversarios diferentes, que a su vez inciden en el tipo de instrumento utilizado. El argumento de
Menem y Cía. era que la concentración de poder era necesaria para torcer el brazo a quienes resistían las
reformas neoliberales, como los sindicatos o la burocracia estatal; hoy, en cambio, se asegura que los
decretos de necesidad y urgencia son imprescindibles para evitar el bloqueo del poder financiero o los
grandes medios. Sin caer en argumentos falaces (la idea de que los superpoderes son malos si se usan
para recortar jubilaciones y buenos si sirven para ampliar la obra pública), sería interesante preguntarse qué
tipo de mecanismos delegativos se definen en cada momento, y cómo se utilizan.
Gobernabilidad
El penúltimo capítulo del conflicto político criollo comenzó con una clásica escena de democracia delegativa:
la decisión de Cristina Kirchner de abrir las sesiones del Congreso anunciando un decreto de necesidad y
urgencia para disponer el pago de la deuda con reservas. A ello le siguió la movida opositora en las
comisiones del Senado, incluyendo la estratégica comisión de revisión de los DNU. Ese mismo día, la
Comisión de Acuerdos emitía un dictamen por el cual rechazaba el pliego de Mercedes Marcó del Pont sin
escucharla, cosa que finalmente sucedió la semana siguiente (aunque se mantuvo el rechazo). Hubo, en el
medio, quitas mutuas de quórum, presentaciones judiciales –la última de las cuales derivó en un fallo a favor
del oficialismo– y amenazas cruzadas: coparticipar el impuesto al cheque, vetos, etc.
El escenario político es complejo: por un lado, un oficialismo cohesionado, con un liderazgo claro y un
proyecto, pero minoritario (una “minoría intensa”); por otro, una oposición cuantitativamente más amplia
pero atomizada y en disputa (una “mayoría invertebrada”).
En este contexto, el riesgo de parálisis aumenta. ¿Cómo superarlo? Una posibilidad es la búsqueda de
algún tipo de articulación, así sea elemental, entre oficialismo y oposición. Pero eso resulta difícil en
contextos de democracia delegativa, en donde las tentaciones mayoritaristas, del ganador se queda todo,
son altas.
La otra opción es que alguno de los dos bandos logre sacar ventaja y consiga ya no construir una nueva
hegemonía (para eso habrá que esperar al 2011) sino al menos instalar una perspectiva de futuro. El
problema es que ambos parecen incapaces de hacer lo que se espera de ellos. La oposición, teatro de egos
en pugna, no logra articular un proyecto político coherente, ni siquiera definir una estrategia mínimamente
unificada. Sus posibles puntos de acuerdo (comisiones en el Senado, reforma del Consejo de la
Magistratura, coparticipación total del impuesto al cheque) giran exclusivamente en torno de una sola idea:
arrebatarle resortes de poder al Ejecutivo. No hay en ellos temas sustantivos (la única excepción, en
veremos, podría ser la reconstrucción del Indec).
El Gobierno, en cambio, ha demostrado voluntad y astucia para impulsar medidas de fuerte contenido
programático reformador –las últimas: la nacionalización de las AFJP, la ley de medios y la asignación
universal–, pero no logra articular una coalición estable que las respalde, por lo que ha tenido que recurrir a
alianzas transitorias de geometría variable. Por supuesto, no se trata de que Cristina aparezca en la
televisión y muestre a la población un listado de los senadores y diputados que la apoyan, sino de que el
Gobierno sugiriera un arco de alianzas –por ejemplo, ¿cómo compensar el voto perdido de los radicales K?–
y los temas a partir de los cuales se constituirán. En suma, formular la ecuación de gobernabilidad con la
cual piensa sustentar los dos años, difíciles, que aún le restan de gestión.
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Imagen: DyN
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