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El Amor y Motivacion
El Amor y Motivacion
Los agentes motivadores son los que ponen en marcha la voluntad y la hacen realidad...
El impulso hacia la acción nace de necesidades que piden ser satisfechas y valores que piden
ser poseídos, es decir, por un dinamismo motivacional. Nadie escapa de esta realidad: todo
acto de voluntad tiene un contenido y todo lo que hacemos está orientado hacia un fin,
mediato o inmediato: “Los agentes motivadores son los que ponen en marcha la voluntad y la
hacen realidad, fácil, bien dispuesta, capaz de superar las dificultades, frenos y cansancios
propios de ese esfuerzo. Motivación, por tanto, es ver la meta como algo grande y positivo que
podemos conseguir; pero desde la indiferencia no se puede cultivar la voluntad. Quizás el
problema resida en que muchas metas grandes para el ser humano son excesivamente
costosas y con comienzos muy duros. Ahí entra de lleno el tema de los ideales o valores... Estar
motivado significa tener una representación anticipada de la meta, lo cual arrastra a la
acción...” (Enrique Rojas, Formación de la voluntad, pág. 21).
Nadie deseará formarse, sobre todo cuando ello implique esfuerzo y sacrificio, si no está
profunda y seriamente motivado. Es verdad que pueden existir muchas y muy diversas fuerzas
motivadoras. Para unos el interés vendrá del dinero, para otros de la fama, para otros del
placer... Pero, ¿qué puede motivar suficientemente a una joven que inicia la vida consagrada
para entregarse de lleno y perseverantemente a su propia formación? ¿Dónde encuentra una
religiosa la fuerza para continuar en actitud activa de formación permanente a lo largo de los
años?
Un motivo fuerte podría ser el deseo egoísta de la propia realización, buscada quizás incluso en
la renuncia a otros bienes. Pero, en realidad, quien se prepara para consagrarse a Dios ha sido
llamada a una misión de servicio que le exigirá olvido de sí y de los propios intereses.
Para toda alma consagrada resulta provechoso recordar el momento en que percibió por
primera vez la voz de Dios, para volver a sentir su atractivo. Pero esta fuerza emotiva inicial,
que puede o no permanecer con el pasar del tiempo, no puede ser la motivación central y
permanente de toda una vida. Los sentimientos van y vienen, aín los que acompañan
profundas convicciones naturales o sobrenaturales.
Las motivaciones altruistas pueden también mover a una persona a emprender el seguimiento
de Cristo: el interés por una formación integral para ayudar a la Iglesia en sus necesidades, la
aspiración de servir a los demás con desinterés y donación sincera, la búsqueda rectamente
motivada de la santidad personal... Son todos motivos válidos que pueden llegar a ser
particularmente eficaces para algunas personas. Pero en definitiva, no podrán ser en sí mismos
móviles sufi-cientemente capaces de polarizar toda la existencia y de darle un sentido
profundo y pleno.
El amor determina el peso de una persona: (San Agustín, Confesiones, cap. XIII, 10). El amor
hace al hombre capaz de sacrificios, de privaciones, de otro modo, inexplicables, de grandes
realizaciones, de donación total y desinteresada. Es algo clavado en la misma naturaleza del
hombre, que tiene necesidad profunda de amar y de ser amado.
“El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su
vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo
experimenta y no lo hace suyo, si no participa de él vivamente” (Juan Pablo II, Redemptor
hominis, nº 10).
Naturalmente, puede haber muchos resortes motivacionales que respalden la fuerza del amor
a Cristo, según las circunstancias por las que pasa la persona en cada momento. La buena
formadora sabe aprovecharlas con tacto y finura pedagógicos. Pero no pueden ser ellas la base
de la formación. Sólo el amor a Cristo y a las almas es capaz de dar sentido a la renuncia, al
esfuerzo, a la ascesis, a la disciplina que entraña la vida consagrada y la formación. Sólo éste es
capaz de hacer que se tomen responsable y activamente las riendas de la propia formación.
Sin ese amor, la vida consagrada se hará cuesta arriba, la obediencia ridícula. Sin ese amor, la
persona aguantará quizás los programas formativos y soportará pasivamente los consejos de
sus formadores; pero no buscará hacerlos suyos. Sus tendencias dispersivas le llevarán a eludir
el esfuerzo, a cumplir simplemente con el deber de oración. Sin ese amor estará siempre al
acecho la perspectiva del abandono. Son continuas las tentaciones que invitan a optar por un
estilo de vida más fácil, más conforme al mundo, a las pasiones desordenadas. Consideremos,
además, que el paso a la profesión religiosa implica una opción irreversible. Para ello debe
haber encontrado con certeza en el amor a Cristo el sentido de su vida, y estar segura en la
medida humanamente posible de que es capaz de perseverar, de seguir adelante sin
desfallecer. Debe haber encontra-do ya la motivación duradera capaz de satisfacer todos sus
anhelos, de por vida. Seguir adelante sin haber logrado este amor es arriesgarse a pasar los
años futuros en la insatisfacción, en la duda, en la búsqueda de compensaciones que puedan
llenar el vacío de una vida consagrada al amor, pero vivida sin amor.
Los fracasos estrepitosos en la vida consagrada se dan cuando ésta no se construyó sobre la
roca de un amor sincero, leal y duradero a Cristo.
Es obvio que el amor a Cristo y a la humanidad constituye una meta de la formación religiosa.
No podemos pretender que quien entra al centro de formación lo haya desarrollado ya en su
plenitud. Más bien para ello viene. Es, entonces, objetivo de la formación, pero también su
punto de partida y su motivación fundamental. Esto significa que todo el sistema formativo y
toda la actuación de los formadores debe considerar el amor a Jesucristo como motor y fuerza
con la cual puede ser alcanzado ése y todos los objetivos, primarios y secundarios de la
formación.
"En este sentido, podríamos decir que no sólo la espiritualidad, sino toda la formación, debería
ser cristocéntrica. Los programas de actividades, las orientaciones de los formadores lograrán
su objetivo plenamente si tienen a Cristo como cen-tro, modelo y criterio. Si algo estuviera
desligado de Cristo, carecería de sentido, sería vacío e inútil. Sería mejor prescindir de aquellos
aspectos de su formación que no tuvieran en él su razón última: Los jóvenes tienen necesidad
de ser estimulados hacia los altos ideales del seguimiento radical de Cristo y a las exigencias
profundas de la santidad, en vista de una vocación que los supera y quizá va más allá del
proyecto inicial que los ha empujado a entrar en un determinado Instituto. La formación, por
tanto, deberá tener las características de la iniciación al seguimiento radical de Cristo. Si el fin
de la vida consagrada consiste en la conformación con el Señor Jesús, es necesario poner en
marcha un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre.
Esto ayudará a integrar conocimientos teológicos, humanísticos y técnicos con la vida
espiritual y apostólica del Instituto y conservará siempre la característica de escuela de
santidad” (Caminar desde Cristo, nº18).