Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
—¡Jasmine!
Jasmine dejó de teclear.
—¿Qué?
—¿No queda yogur? —preguntó Daniel, a voz en grito, desde la
cocina, en la planta baja.
—Mira detrás de las criadillas con salsa picante.
—¿Los qué?
—Las criadillas de pato.
—¡Jesús!
Jasmine oyó como su marido escarbaba en el enorme frigorífico
empotrado y luego como la puerta se cerraba de golpe. Continuó.
Borró «una cucharada» y tecleó «tres». En su opinión, cuanta más
mantequilla, mejor. Nada podía sustituir a la mantequilla. Mantequi-
lla fresca y cremosa. Se estremeció de horror ante la tendencia actual
a culpar a la comida de todos los males. La comida no mataba a la
gente. Por todos los santos, la gente mataba a la gente. Con su insis-
tencia, sus críticas y su cauta forma de vivir. Muéstrale a Jasmine una
mujer flaca y le estarás mostrando un ser mentalmente deficiente.
¿O es que los neuróticos no son indefectiblemente piel y huesos?
Cómo cocinar a esa lagarta 11
¿No son los canijos quienes han provocado los mayores estragos en
el mundo?
Mejor que no la hagan hablar.
Jasmine se humedeció un dedo y ojeó sus notas: Pollo ahumado
con puré de lentejas especiadas. Galletas de jamón y queso picantes.
Ensalada de habas con salchichas al ajo. Después de tres libros de co-
cina, por fin estaba encontrando su propia voz. Había descubierto
que su futuro descansaba en lo rústico, no en lo elaborado. Ah, cla-
ro que había probado el furor de la nouvelle cuisine. ¿Quién podría
olvidar su Pechuga de pollo sobre un lecho de puré de uvas?, su Brie
en dados con salsa de kumquat, su Ensalada de naranja y chocolate
con una vinagreta al Grand Marnier. Pero sus instintos la habían lle-
vado, acertadamente, a las grandes raciones. Odiaba la creciente
moda de tanto plato blanco visible. Prefería montículos de deliciosa
comida y lagunas de salsa. Jasmine masajeó sus abundantes carnes y
sonrió. Por fin había encontrado su definición; iba a ser una gastrofe-
minista. Sería la Reina de la Abundancia, la Emperatriz del Exceso.
Nada de fingir falta de apetito, nada de «No, gracias, estoy llena»,
nada de apartar el plato con una triste, pero cansada sonrisa. Sus pla-
tos satisfarían el impulso primigenio, el más profundo. Estofados de
buey enriquecidos con chocolate y un toque de canela, pasteles de
manzana empapados en Calvados y mantequilla, cerdo salteado con
chalotas, montones de crema de leche y mostaza.
Jasmine sonrió con satisfacción. No podía imaginar un mundo
sin libros de cocina. Un mundo donde se plantara una pierna en el
fuego para depositarla luego, parcialmente asada, sangrando y olien-
do a crudo en el plato. Sin ninguna salsa, sin ninguna guarnición de
verdura perfectamente planeada. Bueno, quizá con una verdura
de raíz, hervida hasta hacerla irreconocible. Y eso sólo si el cocinero
o la cocinera de la casa sabía algo de química. No, la vida sin libros de
cocina era inimaginable. Igual que la cristiandad sin la Biblia.
Jasmine tenía una misión. Conducir a los demás hasta el Ser Su-
premo; el bocado más delicioso nunca consumido. No era una voca-
ción para los débiles. Tenía el estómago cansado por tanta degus-
tación, la lengua abrasada por la impaciencia, las manos hechas trizas
por tanto probar recetas nuevas; por todo aquel raspar y cortar y
12 N INA K ILLHAM
—Quiere decir lo que se supone que quiere decir, que los dos te-
nemos cuarenta años.
—Todavía no.
—Este año. Reconócelo, somos viejos. No tenemos el mismo as-
pecto que hace diez años y tampoco actuamos igual. Imagino que se
podría decir que actuamos conforme a la edad que tenemos. Es sólo
que me sorprende, esto es todo. Pensaba que habría ganado a la
edad.
—¿Crees que tengo aspecto de vieja?
—Tienes el aspecto que tendrías que tener a tu edad.
La mirada de Jasmine se volvió fría como el hielo. Cogió los pla-
tos y volvió a la cocina. Mientras la oía trajinando, con mucho ruido,
en la cocina, Daniel sonrió por vez primera desde la llamada telefóni-
ca. No iba pendiente abajo él solo. Ella iba con él.