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III Congreso Internacional Iberconceptos: El lenguaje de las independencias en Iberoamérica. Conceptos


políticos y conceptos historiográficos en la era de las revoluciones

Panel La era de las revoluciones y su posteridad

Entre la crisis y la revolución: interpretaciones y metáforas sobre el proceso


revolucionario rioplatense (1810-1830)

Fabio Wasserman
Instituto Ravignani
UBA – Conicet

Introducción

Durante mucho tiempo el proceso independentista hispanoamericano fue considerado


consecuencia del accionar de grupos burgueses o de algún otro sector social que pudiera
considerarse expresión de nacionalidades preexistentes o en vías de formación. En ese
sentido se argüía que la maduración de una conciencia nacional o la dificultad para
poder desarrollar sus intereses en un marco colonial, habrían sido las razones por las
cuales se habrían embarcado en una revolución de independencia cuyo propósito era
poner fin a la sujeción colonial de España.

Esta interpretación fue objeto de una profunda revisión crítica en las últimas décadas.
Esta revisión dio lugar además a un nuevo paradigma historiográfico según el cual el
proceso de ruptura debe entenderse en el marco de la crisis que afectó a la corona
española a principios del siglo XIX y no como expresión de nacionalidades o de grupos
sociales que las representaran o se asignaran su representación. Este nuevo enfoque ha
mostrado una gran productividad, tal como se evidenció en las numerosas publicaciones
y encuentros académicos desarrollados en los últimos años que hicieron hincapié en el
momento de agudización de esa crisis que se produjo entre las abdicaciones de Bayona
en 1808 y la disolución de la Junta Central en 1810.

El consenso historiográfico en torno a la crisis monárquica y el énfasis que se hace en el


examen de ese bienio crucial, parecen incuestionables. El problema es que a veces
llevan a soslayar el hecho que esa crisis devino en una revolución y en una extensa
guerra cuyo desenlace fue la independencia de buena parte de Hispanoamérica. En ese
2

sentido no parece irrelevante plantearse cuándo, cómo y por qué se produjo el paso de la
crisis a la revolución.

Se trata de interrogantes que ameritan una diversidad de respuestas que dependen tanto
de los actores y regiones que se analicen, como de las concepciones que pueda tener
cada investigador sobre qué es una revolución. Pero cualquiera sea el caso, una
indagación así orientada requiere prestar atención a lo que podríamos considerar la
dimensión subjetiva de los procesos históricos. Es que más allá de las interpretaciones
que podamos hacer hoy en día, lo cierto es que en algún momento la crisis dejó de ser
percibida y vivida como tal, y los actores asumieron que estaban protagonizando (o
sufriendo o combatiendo) una revolución.

Para dar cuenta de este pasaje resulta necesario lograr un mejor conocimiento de las
concepciones políticas y sociales vigentes, así como también de las identidades,
expectativas, creencias y representaciones de los actores. Estas cuestiones las traté en
varios trabajos dedicados a examinar las valoraciones e interpretaciones que se hicieron
del proceso revolucionario rioplatense a lo largo del siglo XIX 1. La ponencia, que
retoma y reproduce algunos de los planteos y análisis realizados en esos trabajos, hace
hincapié en los usos y significados del concepto revolución en el discurso de las elites
entre 1810 y 1830. Esta elección se debe a que la historia conceptual, en tanto aborda de
lleno la relación entre experiencia y sentido, puede ayudar a resolver, o al menos a
precisar mejor, cómo se produjo el paso de la crisis a la revolución. Pero también
porque el análisis del concepto revolución, que estuvo cargado de ambigüedades y
tensiones, tiene el interés de permitir indagar cómo percibían los actores al proceso en
curso y los problemas que debieron enfrentar a partir de 1810.

Del diccionario a los usos. Una primera aproximación al concepto de revolución.

Durante el siglo XVIII la voz revolución podía utilizarse en castellano para hacer
referencia a cambios políticos y sociales o a las acciones que procuran ese fin. Un claro
indicio en ese sentido lo otorga la primera edición del Diccionario de la Lengua
Castellana publicado en 1737, pues además de la acepción tradicional proveniente de la

1
Para no abundar en citas, me remito a la bibliografía final en la que se consignan estos trabajos.
3

astronomía que remite al movimiento orbital de los astros, también consignaba la de


“inquietud, alboroto, sedición, alteración” que asociaba a términos del latín como
“turbatio” y “tumultus”. Asimismo precisaba que “Metafóricamente vale mudanza, o
nueva forma en el estado o gobierno de las cosas”. Medio siglo más tarde, otro
diccionario la definía como “Tumulto, desobediencia, sedición, rebelión”, añadiendo
una entrada que la hacía equivaler a un trastorno social: “[...] se dice también de las
mudanzas, y variedades extraordinarias que suceden en el mundo, como desgracias,
infelicidades, decadencias”2.

A pesar de esta disponibilidad lingüística, su uso fue infrecuente en el Río de la Plata


hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX, cuando comenzó a difundirse como
consecuencia de la revolución francesa y la crisis de la monarquía española. Pero fue
sobre todo el proceso revolucionario iniciado en mayo de 1810 el que promovió su
incorporación en el lenguaje cotidiano de vastas capas sociales, asumiendo además una
connotación positiva al asociarse a términos como patria, libertad, independencia,
justicia y derechos en oposición a otros como opresión, tiranía y despotismo.

En ese marco el término cobró mayor densidad conceptual al utilizarse para explicar y
no sólo para describir o indicar cambios políticos o sociales, a los que también se les
sumaron otros de índole moral o intelectual. En ese sentido podría aventurarse que en
esos años revolución se convirtió en un concepto histórico fundamental, vale decir, en
aquel que “[...] en combinación con varias docenas de otros conceptos de similar
importancia, dirige e informa por entero el contenido político y social de una lengua” 3.
Pero esto no fue todo: tras la Revolución francesa el concepto había comenzado a
convertirse en un singular colectivo, ampliando así su capacidad para designar estados
de cosas y anunciar otros inexistentes4. Esto permitió a su vez que se produjeran nuevos
usos y significados ligados a una idea de cambio histórico, tal como sucedió en el Río
de la Plata. Entre otros, como un sustantivo en el que se objetivan sucesos o procesos

2
Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Castellana (Letras O-R), Madrid, Imprenta de la
Real Academia Española, 1737, p. 614; Esteban de Terreros y Pando, Diccionario castellano con las
voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina é italiana, Madrid,
Imprenta de la viuda de Ibarra, hijos y compañía, 1788, t. III, p. 374. En éstas y en todas las citas se
modernizó la ortografía.
3
Reinhart Koselleck, “Historia de los conceptos y conceptos de historia”, Ayer, nº 53, Madrid, 2004, p.
35.
4
Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós,
1993, p. 76.
4

sociales; como un adjetivo que califica hechos, actores o una época; e, incluso en
ocasiones, como un sujeto que interviene en el devenir histórico.

Si bien fue el propio proceso revolucionario el que propicio la transformación del


término en un concepto histórico, el terreno para su difusión y resignificación ya había
sido abonado por los ilustrados españoles aunque no hubiera sido ese su propósito. En
efecto, en sus escritos introdujeron importantes innovaciones en el uso del término al
permitirse caracterizar a las reformas políticas, sociales y culturales de la monarquía
como una “feliz revolución”5. De ese modo el término pudo ampliar su arco de
referencias hacia esferas como la educación, la técnica o la economía. Más importante
aún: si hasta entonces revolución sólo podía portar una valoración negativa o neutra,
también pudo comenzar a asumir una de carácter positivo.

Aunque tardíamente, la prensa ilustrada rioplatense se hizo eco de estos nuevos usos, tal
como se puede apreciar en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio cuyo
Prospecto instaba a los párrocos rurales a instruir y guiar a sus habitantes para
transformar “[...] esas campañas desiertas en un jardín ameno y delicioso [...]”,
planteándoles además que “[...] esta repentina revolución no conocerá otro autor que a
vuestro celo y a vuestro amor patriótico”6.

Se trataban sin embargo de expresiones inusuales en el área rioplatense, pues el término


seguía portando una valoración negativa ya que era mayormente utilizado para hacer
referencia a convulsiones sociales y políticas. Es el caso de Martín de Álzaga, un
poderoso comerciante afincado en Buenos Aires, quien a comienzos de 1806 atribuía las
dificultades para mantener el contacto con sus corresponsales en Ámsterdam a “[...] las
revoluciones políticas de la Europa”7. En el marco de la crisis de la monarquía que se
agudizó tras las abdicaciones de Bayona, se produjo una rápida difusión de este uso
crítico para referirse a acciones o propuestas que promovían cambios de orden político.
Así, cuando a comienzos de diciembre de 1808 se sustanció una actuación contra
Saturnino Rodríguez Peña por alentar la regencia de la Infanta Carlota Joaquina, el

5
Juan Francisco Fuentes y Javier Fernández Sebastián, “Revolución” en Id. (dirs.) Diccionario político y
social del siglo XIX español, Madrid, Alianza editorial, 2002, p. 628.
6
Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, 1802. Reimpresión facsimilar, Buenos Aires, Junta de
Historia y Numismática Americana, 1928, t. I, p. VIII.
7
Martín de Álzaga, Cartas (1806-1807), Buenos Aires, Emecé editores, 1972, p. 91.
5

fiscal de la Audiencia de Buenos Aires, Antonio Caspe y Rodríguez, solicitó que fuera
castigado por querer sumir a los habitantes del Virreinato “[...] en el mayor de los males
que es la revolución en todos tiempos detestable y más en la época presente” 8.

Pero en muy poco tiempo esto cambiaría. La revolución, que hasta 1810 era casi
unánimemente detestada por poner en cuestión el orden social y político, comenzaba a
ser concebida por algunos como un hecho o un proceso deseable y digno de ser
reivindicado. Esta mutación revela de algún modo que, al menos en el Río de la Plata,
se estaba comenzando a producir el pasaje de la crisis a la revolución.

La creación de un mito de orígenes: “nuestra feliz revolución”

A mediados de mayo de 1810 llegó a Montevideo un buque que traía novedades de gran
importancia para los dominios de la corona española: el ejército francés había ocupado
toda la península salvo la Isla de León y la Junta Suprema se había disuelto. La noticia
pronto llegó a Buenos Aires, la capital del Virreinato del Río de la Plata. El 18 de mayo
el Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros decidió notificar oficialmente lo sucedido
mediante un Bando en el que apelaba a la lealtad de los súbitos de la corona mientras
que llamaba a apoyar la lucha de los españoles para independizarse de Francia. Al igual
que en otras ciudades de América, las elites locales, apoyadas en este caso por las
poderosas milicias que en su mayoría estaban comandadas por jefes y oficiales criollos,
lograron convocar a un Cabildo abierto para resolver qué hacer ante el estado de
acefalía. En esa asamblea de vecinos y funcionarios se invocó la doctrina de la
retroversión de la soberanía para legitimar la creación de un gobierno propio. Tras un
vano intento de crear una junta presidida por el Virrey, y ante la presión de las milicias,
el 25 de mayo se decidió su desplazamiento y su reemplazo por una Junta Provisional
Gubernativa de las Provincias del Río de la Plata en nombre de Fernando VII cuya
presidencia recayó en Cornelio Saavedra que comandaba el cuerpo de Patricios.

De ese modo incruento se produjo lo que poco tiempo después pasaría a ser conocida
como la Revolución de mayo. Pero esto era tan sólo el comienzo. Los miembros de la
Junta eran concientes que debían afrontar varios desafíos de magnitud, comenzando por

8
Biblioteca de Mayo, 1960, t. XI, p. 10274.
6

la necesidad de legitimarse y de afianzar su autoridad en el territorio virreinal donde


encontraron apoyos pero también rechazos. Los principales focos de resistencia
estuvieron en Montevideo, Asunción, Córdoba y el Alto Perú, cuyas autoridades
desconocieron al gobierno porteño, proclamaron su lealtad al Consejo de Regencia
creado por la Junta Suprema antes de disolverse, y procuraron coordinar acciones
armadas para acabar con el nuevo gobierno. Para ello contaron con el apoyo de
Fernando Abascal, el Virrey del Perú, quien aceptó la solicitud de las autoridades
altoperuanas para incorporar en forma provisoria a esos territorios bajo su mando.

Es de notar que durante los primeros meses en los que gobernó la Junta, la voz
revolución no fue utilizada en ningún documento público ni en el periódico oficial,
quizás por la connotación negativa que aún tenía y por el carácter confuso de los
sucesos. Pero quienes mantuvieron su lealtad a las autoridades metropolitanas no
dudaron en calificar de inmediato a lo sucedido como una revolución protagonizada por
insurrectos y subversivos. En agosto de 1810 Vicente Nieto, Presidente de la Audiencia
de Charcas, calificaba a la Junta como un “Gobierno revolucionario”, mientras que
justificaba el duro castigo que les había dado a los miembros de las milicias de Buenos
Aires que lo acompañaban en el Alto Perú desde el año anterior por “[...] su infidelidad
y adhesión al partido revolucionario” 9.

Entre mayo y diciembre de 1810, mientras se iban produciendo alineamientos en uno y


otro sentido y se desarrollaban los primeros hechos de armas, quienes adherían al nuevo
gobierno comenzaron a hacer explícito que lo que estaba en marcha era una revolución
que tenía como fin lograr la libertad de los americanos. Ahora bien, mientras que sus
opositores no necesitaban calificarla para dejar en claro su rechazo, quienes la apoyaban
solían agregarle algún adjetivo destacando su carácter positivo, tal como lo hizo Juan
José Castelli, el representante de la Junta en el Alto Perú que en febrero de 1811
justificaba el fusilamiento de Nieto por haberse opuesto a la “[...] feliz revolución que
hizo temblar y estremecer a los enemigos del hombre” 10. Asimismo podían referirse a
sus enemigos como revolucionarios pero agregándole una calificación negativa como lo
había hecho el mismo Castelli dos meses antes al desterrar a varios vecinos de Potosí

9
Ricardo Levene, La Revolución de Mayo y Mariano Moreno. Ensayos históricos, t. III, Buenos Aires,
Peuser , 1960, pp. 256-260).
10
Noemí Goldman, Historia y Lenguaje. Los discursos de la Revolución de Mayo, Buenos Aires, Editores
de América Latina, 2000, p. 138.
7

como el Presbítero Otondo a quien acusaba de haber alentado “el partido de la


revolución despótica”11.

La utilización del término para descalificar a los enemigos de la revolución fue sin
embargo dejándose de lado. Esto se debió entre otras razones al hecho que rápidamente
se extendió e institucionalizó la calificación de los sucesos de 1810 como una
revolución, por lo que el término pasó a ser apropiado por los insurrectos. Esto se puede
apreciar en numerosos documentos, como la resolución dictada en julio de 1812 por
Bernardino Rivadavia como secretario del Triunvirato para que el domínico Julián
Perdriel escribiera una “Historia Filosófica de nuestra feliz Revolución”12.

Más allá de su resonancia y del hecho que tenía algunos elementos en común, en modo
alguno esa “feliz revolución” podía equipararse a la que pocos años antes habían
imaginado los reformistas ilustrados ni a la que estaban protagonizando los liberales en
España: una vez iniciada la guerra se hizo evidente que ya no había posibilidad de
retorno a la órbita de la antigua metrópoli aunque ésta se reformara. De ese modo, y
junto con la libertad, comenzó a plantearse que la revolución tenía como objetivo lograr
la independencia, propósito que se fue haciendo cada vez más explícito a partir de 1812
aunque recién se declaró en julio de 1816 cuando el contexto político en América y
Europa ya era otro.

Pero el autogobierno o la independencia no era todo lo que se esperaba de la revolución.


Para muchos se trataba de un proceso que debía trascender el cambio institucional o el
reemplazo de un gobierno colonial por uno patriótico: la propia sociedad debía
transformarse para que pudiera reinar la libertad tras siglos de opresión. De ahí la
pretensión pedagógica que animó algunas empresas como la traducción que hizo
Mariano Moreno del Contrato Social. Al prologarlo en 1810, advertía que “La gloriosa
instalación del gobierno provisorio de Buenos Aires ha producido tan feliz revolución
en las ideas, que agitados los ánimos de un entusiasmo capaz de las mayores empresas,

11
Ernesto Fitte, “Castelli y Monteagudo. Derrotero de la primera expedición al Alto Perú” en Historia
año V, nº 21, 1960, p. 65.
12
Ricardo Piccirilli, Rivadavia y su tiempo, Buenos Aires, Peuser, 1960, t. I, p. 203.
8

aspiran a una constitución juiciosa y duradera que restituya al pueblo sus derechos
[…]”13.

Lo antedicho permite entender por qué el concepto pudo asumir una connotación
positiva. Pero esta valoración se debió sobre todo a la consideración de la Revolución
de Mayo como un nuevo origen signado por una ruptura radical con antiguo régimen. El
pasado colonial debía ser enterrado para permitir la creación de una nueva comunidad
política en la que reinarían principios sociales y políticos vinculados a la virtud y la
justicia.

La Revolución de Mayo se convirtió así en una suerte de mito de orígenes de esa nueva
patria creada por los pueblos del Río de la Plata mientras luchaban por conseguir la
libertad que durante siglos les habría sido escamoteada. Mito de orígenes que, décadas
más tarde, sería transferido a la nación argentina y que aún perdura tal como se pudo
advertir en las celebraciones del bicentenario realizadas en el año 2010.

Un proceso de regeneración

Estos festejos que remiten a un nuevo origen tienen una larga tradición que se remonta a
los que se realizaron en 1811 para conmemorar el primer aniversario del 25 de mayo.
En esa ocasión se erigió una pirámide en Buenos Aires, mientras que en las ruinas de
Tiahuanaco se realizó un imponente acto en el que Castelli anunció la supresión del
tributo ante miles de indios. Estas celebraciones, que en Buenos Aires lograron
involucrar a una parte importante de su población, se institucionalizaron a partir de 1813
como fiestas mayas. En esos festejos se hacía explícita la identificación de los sucesos
de 1810 con el nacimiento de la patria, tal como lo hizo la Gazeta Ministerial en 1812 al
señalar que “El 25 de Mayo celebró esta capital con pompa y dignidad el nacimiento
glorioso de la patria, el aniversario de su redención política, y la época gloriosa de su
libertad civil”, para luego reproducir el discurso del regidor Antonio Álvarez Jonte

13
Mariano Moreno, “Prólogo a la traducción del contrato social” en Selección de Escritos, Buenos Aires,
Honorable Concejo Deliberante, 1961, p. 281.
9

recordándoles a los “Ciudadanos” que “Va a empezar el año tercero de nuestra


regeneración política”14.

La revolución, en tanto se trataba de un nuevo origen, era concebida como una


“regeneración” o una “redención”. No se trataban de expresiones casuales pues el
lenguaje político estaba impregnado de referencias religiosas. De hecho era usual
considerar a la revolución como un proceso providencial cuyas claves podían
encontrarse en pasajes bíblicos15. Los clérigos, por su parte, utilizaban los sermones
para dar su visión del proceso revolucionario, tal como lo hizo Miguel Calixto del Corro
el 25 de mayo de 1819. En esa ocasión, el Canónigo Magistral de Córdoba pronunció
una oración para conmemorar la revolución, advirtiendo en relación a la Providencia
que “[…] en nada se deja ver mejor su orden y armonía, como en el enlace de unos
acontecimientos que parece nos conducían como por la mano a hacer nuestra revolución
y separarnos para siempre de España […] un conjunto de circunstancias tan favorable
nunca pudo haber sido obra de los hombres y menos del acaso”16.
[“Muchos quisieran desde luego disponer de los sucesos al arbitrio de sus deseos, pero
una sabiduría infinitamente comprensiva los tiene ya todos ordenados, con no menos
acierto que justicia”], p. 292
[“El 25 de Mayo será siempre para nosotros un día de solemnidad y de gloria, porque en
él comenzó nuestra regeneración, y porque una providencia benéfica se desplegó desde
entonces en nuestro favor”, p. 293 A continuación ataca la idea de “fortuna ciega”.
Páginas más adelante explica que esta región yacía “en el más profundo sueño” y que
despertó y conoció su fuerza a raíz de las invasiones inglesas (ahí, y en los sucesos
posteriores en España, se ve la providencia que en este caso despierta una potencia
dormida, anestesiada, pero que ya existía, estaba predeterminada), p. 297]
Pero estas interpretaciones providencialistas no sólo las hacían los religiosos. Pocos
años antes, y ante los reveses que estaba sufriendo la revolución, el general Manuel
Belgrano decía sentirse consolado al saber que “[…] siendo nuestra revolución obra de

14
Cit. en Ricardo Levene, Lecturas históricas argentinas, t. II, Buenos Aires, Ed. de Belgrano, 1978, pp.
142 y 144.
15
Roberto di Stéfano, “Lecturas políticas de la Biblia en la revolución rioplatense (1810-1835)”, Anuario
de Historia de la Iglesia, núm. 12, 2003.
16
El Clero Argentino. De 1810 a 1830, Buenos Aires, Imprenta de M. A. Rosas, 1907, t. I, p. 299.
10

Dios, él es quien la ha de llevar hasta su fin, manifestándonos que toda nuestra gratitud
la debemos convertir a S. D. M. y de ningún modo a hombre alguno” 17.

El carácter trascendente atribuido al proceso revolucionario también podía plantearse en


clave secular en el marco de una filosofía de la historia que supone la existencia de
leyes que rigen el progreso de la humanidad. Si bien esta concepción no se desarrolló de
modo sistemático hasta fines de la década de 1830, puede encontrarse esbozada en
algunos escritos anteriores como los publicados por Bernardo de Monteagudo en el
Censor de la Revolución que editaba en Chile mientras acompañaba al general José de
San Martín. En “El siglo XIX y la Revolución”, publicado el 30 de abril de 1820,
Monteagudo analizaba el proceso revolucionario a nivel mundial señalando que “La
América española no podía substraerse al influjo de las leyes generales que trazaban la
marcha que deben seguir todos los cuerpos políticos, puestos en iguales circunstancias.
La memorable revolución en que nos hallamos fue un suceso en que no tuvo parte la
casualidad […]”, para luego añadir que “A nadie es dado predecir con certeza la forma
estable de nuestras futuras instituciones, pero sí se puede asegurar sin perplejidad que la
América no volverá jamás a la dependencia del trono español” 18. En “Estado actual de
la revolución”, publicado el 10 de julio de 1820, realizaba un balance en el que
registraba sus avances pero también sus retrocesos. No dudaba sin embargo ni de su
dirección ni de sus resultados benéficos, advirtiendo en ese sentido que en tan sólo una
década se había producido una verdadera “revolución intelectual” 19.

El concepto revolución presentaba así algunas cualidades distintivas como parte de un


proceso de cambio histórico trascendente: tener una dirección, ser irreversible y afectar
a todas las dimensiones de la vida social.

La revolución y sus metáforas

La caracterización de la revolución como un proceso de carácter providencial o regido


por leyes históricas también se puede apreciar en las metáforas con las que se lo
describía. Éstas en general hacían referencia a fenómenos de la naturaleza que no

17
Manuel Belgrano, Autobiografía y otros escritos, Buenos Aires, Eudeba, 1966, p. 40 [¿1814?].
18
Bernardo de Monteagudo, Obras Políticas, Buenos Aires, La Facultad 1916, pp., 193-194
19
Id., p. 198.
11

pueden ser previstos ni afectados por las acciones humanas: meteoritos, torrentes,
mareas, terremotos, erupciones. Así, en su Bosquejo de nuestra Revolución publicado
en 1817, el deán cordobés Gregorio Funes se refería de este modo a la creación de la
Junta el 25 de mayo de 1810: “[...] revienta por fin el volcán cuyo ruido había resonado
sordamente”20. Casi diez años más tarde, el canónigo salteño Juan Ignacio Gorriti
sostendría en un debate realizado en el Congreso Constituyente que una revolución “[...]
viene preparada, fundada por el hecho que trae su origen de tiempos y accidentes muy
remotos y distintos, y ella es un meteoro que estalla cuando el choque de las cosas lo
hace estallar, lo mismo que el rayo. Esta es una revolución y de este modo ha sido la
nuestra”21.

Es probable que este recurso obedeciera a convenciones retóricas antiguas que habían
sido revividas y consagradas durante el proceso revolucionario francés: Desmoulins
hablaba del “torrente revolucionario”, Robespierre de la “tempestad revolucionaria”, y
un testigo como George Forster de la “majestuosa corriente de lava de la revolución que
no respeta nada y que nadie puede detener” 22. Podría tratarse también de un residuo de
su antiguo uso que hacía referencia al movimiento regular en la órbita de los cuerpos.
Pero más allá de poder dilucidar su origen, lo que aquí importa es que en el Río de la
Plata adquirieron un sentido preciso que era caracterizar a la Revolución de Mayo como
parte de un proceso cuya origen y dirección estaban más allá de toda acción humana, lo
cual nos remite a la consideración de la crisis monárquica como causa u origen de la
revolución.

Entre la crisis y la revolución

Al igual que muchos de sus contemporáneos que querían dejar a salvo su nombre y
honor, Cornelio Saavedra decidió redactar unas Memorias que fueron publicadas en
1830 apenas pasados unos meses de su muerte. Quien había sido Presidente de la Junta
creada en mayo de 1810, y se había pasado el resto de su vida reivindicando su

20
Gregorio Funes, Bosquejo de nuestra revolución desde el 25 de Mayo de 1810 hasta la apertura del
Congreso Nacional, el 25 de Marzo de 1816, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1961, pp. 9-10
[Publicado en Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, t. III, Buenos Aires,
Imprenta de Benavente, 1817].
21
Sesión nº 145 del 6 de junio de 1826 en Emilio Ravignani (ed.), Asambleas Constituyentes Argentinas
1813-1898, t. II, 1825-1826, Buenos Aires, Peuser, 1937, p. 1360.
22
Hannah Arendt, Sobre la Revolución, Buenos Aires, Alianza, 1992, p. 50.
12

participación en esos sucesos, afirmaba sin embargo que “[...] si se miran las cosas a
buena luz, a la ambición de Napoleón y a la de los Ingleses en querer ser señores de esta
América, se debe atribuir la revolución del 25 de mayo de 1810 […] Si el trastorno del
trono español, por las armas o por las intrigas de Napoleón que causaron también el
desorden y desorganización de todos los gobiernos de la citada Península, y rompió por
consiguiente la carta de incorporación y pactos de la América con la corona de Castilla;
si esto y mucho más que omito por consultar la brevedad no hubiese acaecido ni
sucedido, ¿pudiera habérsenos venido a las manos otra oportunidad más análoga y
lisonjera al verificativo de nuestras ideas, en punto a separarnos para siempre del
dominio de España y reasumir nuestros derechos?”23.

Saavedra, que en todas sus intervenciones públicas se envanecía del papel que había
desempeñado en los sucesos de mayo de 1810, entendía que la revolución debía
atribuirse a una serie de hechos que no pudieron ser previstos ni dominados sino tan
sólo aprovechados una vez producidos. Pero no se trataba de una excepción, pues esta
caracterización era usual.

Para entender mejor esta cuestión, y la forma en que afectaba la interpretación del
proceso revolucionario, resultan de gran interés dos fuentes que ya cité en el parágrafo
anterior. La primera es el Bosquejo publicado por Funes en 1817, pues en esa crónica
sistematizó algunas representaciones e ideas sobre la revolución que, al ser compartidas
por otros testigos y protagonistas o al encontrar éstos una explicación o una descripción
de lo que habían vivido, lograron perdurar durante décadas incluso entre quienes se
mostraban críticos de la obra o de su autor. La segunda es el debate suscitado en 1826
en el seno del Congreso constituyente a raíz del proyecto presentado por el poder
ejecutivo para erigir un monumento a los autores de la revolución y del cual
participaron dirigentes y publicistas de varias provincias y facciones.

El relato que hizo Funes de los hechos revolucionarios dejaba en evidencia que éstos
sólo podían ser comprendidos si se la enmarcaba en la crisis monárquica que había
producido una circunstancia favorable aprovechada por los patriotas americanos sin que
éstos las hubieran provocado. De ese modo, y más allá del elogio que hacía de los

23
Cornelio Saavedra, “Memoria Autógrafa”, Museo Histórico Nacional, Memorias y autobiografías, t. I,
Buenos Aires, 1910, pp. 54/6 nota 1 [Buenos Aires, La Gaceta Mercantil, 1830].
13

revolucionarios, también dejaba en claro que éstos no podían considerarse promotores


de esos sucesos. Sus méritos consistían en haber aprovechado con prudencia la
oportunidad provocada por la crisis de la corona al crear una Junta que gobernaba en
nombre del monarca cautivo sin declarar la independencia absoluta. Sus lectores
podrían concluir con facilidad que el impulso emancipador había sido consecuencia de
factores que escapaban al control o tan siquiera a la previsión de sus protagonistas. De
todos modos, y para que no quedara duda alguna, Funes lo reafirmaba explícitamente al
asegurar que la revolución había sido “producida por el mismo curso de los sucesos” 24.

Esta expresión u otras similares eran habituales y no sólo por tratarse de un recurso
retórico: también daban sustento a una interpretación del proceso revolucionario. Así,
en el debate suscitado en 1826, el diputado Pedro Cavia manifestó su oposición al
proyecto de erigir un monumento a sus autores pues se había tratado de “[...] una
revolución que estaba ya hecha y organizada por la naturaleza misma de las cosas”25.
Una de las voces más activas en ese debate fue la de Juan Ignacio Gorriti, quien también
hacía énfasis en la crisis de la corona y su administración como causa determinante de
la revolución. Tanto es así que ya de entrada había dejado en claro que para él sería
imposible homenajear a sus autores, pues entendía que en términos estrictos, la
revolución había sido preparada por “[...] la estolidez de Carlos IV, la corrupción de
Godoy, la ineptitud de Sobremonte, la ambición de Bonaparte, los periódicos de
España, la conducta equivocada de Liniers, las intrigas de Goyeneche, las perfidias de la
Junta central, y la incapacidad de Cisneros, […]”26. Con lo cual no hacía más que
ponerle nombres propios a la crisis de la Monarquía y su administración local.

Ahora bien, sostener que esas habían sido las causas de la revolución, no implicaba
desmerecer su carácter trascendental: esos hechos y personajes circunstanciales podían
ser considerados agentes providenciales de la Libertad e Independencia a la que estaban
predestinados los americanos. La Providencia en todo caso había evidenciado una vez
más que sus designios resultan inescrutables, ya que se había manifestado a través de
agentes que sólo podían merecer repudio. Con lo cual ya no habría héroes que celebrar:

24
Gregorio Funes, Boquejo..., op. cit., p. 10.
25
Sesión nº 145 del 6 de junio de 1826 en Emilio Ravignani (ed.), Asambleas Constituyentes, op. cit., p.
1374.
26
Sesión nº 140, 31 de mayo de 1826, en Id., p. 1308.
14

si bien el proyecto fue aprobado, por ésta y por otras razones coyunturales el Congreso
determinó que no debía tener nombres propios.

Pero hay algo más que aquí interesa, pues la interpretación de la revolución como un
proceso cuyo curso excedía las decisiones y hasta la propia conciencia de sus
protagonistas, ponía en cuestión un componente esencial del mito revolucionario: la
creencia que se trataba de un proceso de redención debido al esfuerzo de los propios
hombres, de esos pueblos que luchaban por crear una nueva patria en la que reinaría la
libertad, la virtud y la justicia.

Gorriti sin embargo no sacaba esa conclusión. Es que, según alegaba, en ésta y en toda
revolución existen dos momentos que deben ser valorados de diverso modo: el impulso
revolucionario que en este caso había sido consecuencia de pasiones innobles y
objetivos espurios, y la dirección que se le da al movimiento una vez desencadenado
para que pueda servir a los intereses de la sociedad.

Esta distinción entre dos fases de la revolución no era una originalidad de Gorriti. De
hecho fue planteada en numerosas ocasiones, pudiendo soportar diversos contenidos,
valoraciones cronologías y protagonistas. Su sentido sin embargo era inequívoco en
tanto tendía a diferenciar la crisis monárquica de la lucha por la independencia y la
construcción de un nuevo orden. En el primer momento habrían primado los aspectos
estructurales o providenciales, mientras en el segundo la acción y la voluntad humana
habían tenido mayor incidencia ya sea a través de la guerra y la acción política.

Esta distinción puede apreciarse por ejemplo en un artículo que publicó el periódico
semioficial El Mensajero Argentino mientras se producía el debate en el Congreso. Su
editor sostenía que el 25 de mayo era un día para alegría y festejo y equiparable por su
trascendencia al descubrimiento de América. Sin embargo, advertía, no creía que fuera
el más adecuado para analizar los cambios que introdujo en la política de los Estados
del mundo antiguo y los que produciría como promotora del surgimiento de naciones
nuevas, pues éste era el objetivo trascendente del movimiento revolucionario. En
consecuencia, decidió publicar el Acta de la Declaración de la Independencia de 1816,
15

ya que estimaba que este hecho había sido su primera consecuencia importante en esa
dirección27.

Esta distinción quedó cifrada en el concepto de revolución pues éste solía ser utilizado
para referirse a ambos momentos, el de la crisis y el de la revolución. De ese modo
quedaba atenuada la tensión que conlleva la consideración de la revolución como fruto
del esfuerzo de los hombres para alcanzar la libertad y su caracterización como un
proceso que excede toda acción humana.

La Caja de Pandora

Si precisar las causas o el origen de la revolución planteaba algunos problemas, mucho


más dificultoso era poder determinar su final. Es por ello que las metáforas referidas a
fenómenos de la naturaleza no podían dar cuenta en forma acabada del proceso
revolucionario que para muchos aún no había concluido. Pasado un año del debate, y
respondiendo a otra intervención de Gorriti en el Congreso, un periódico opositor de
Buenos Aires advertía en ese sentido que “La revolución moral de los espíritus
sobrepasa en mucho las revoluciones de la naturaleza. Estas tienen, con muy poca
diferencia, límites reconocidos; pero no es posible fijar a punto cierto los de aquella,
toda vez que su vuelo se haya remontado”28.

Más allá de las metáforas y sus posibles interpretaciones, lo que estaba en juego era la
necesidad de ponerle un punto final al proceso revolucionario. Se trataba de una
cuestión mucho más dramática y acuciante que la de establecer sus primeras causas,
pues afectaba de lleno la valoración que se hacía de la Revolución de Mayo al poner en
un primer plano los que podrían considerarse como sus efectos indeseados, vale decir,
los conflictos facciosos, ideológicos, sociales y regionales que ésta había
desencadenado.

El concepto de revolución también fue afectado por esta valoración negativa. Es por eso
que pasó a portar dos sentidos antagónicos cuando se lo utilizaba para hacer referencia a
la experiencia histórica local. La Revolución de Mayo, “nuestra feliz revolución”, era el

27
. El Mensajero Argentino n° 41, Buenos Aires, 25/5/1826.
28
El Tribuno nº 48, Buenos Aires, 24/3/1827.
16

mito de orígenes de la patria; pero también una suerte de Caja de Pandora que, junto a la
esperanza, también había suscitado conflictos que parecían no tener fin.

Esta última alusión no debe considerarse como una mera alegoría o un recurso retórico
hecho en la actualidad para forzar una interpretación, pues los propios contemporáneos
hacían señalamientos en ese sentido. Es el caso de Domingo Matheu, vocal de la Junta
Provisoria, en cuya Autobiografía manifestaba su horror por lo sucedido el 5 y 6 de
abril de 1811 cuando sectores de la plebe porteña se movilizaron en apoyo de Saavedra,
provocando la destitución y el confinamiento de los miembros de la facción morenista:
“¡Siento llegar a este momento! Don Cornelio Saavedra abre la caja de Pandora votada
por el destino aciago a la transformación del pueblo de mayo; la noche del 5 al 6 de
abril fue el punto de su desborde para la sucesión de las funestas asonadas que
devoraron a los próceres de nuestro origen político”29.

Si bien solía culpabilizarse de estos males al atraso legado por siglos de despotismo,
muchos creían que la revolución había hecho un aporte decisivo en ese sentido al poner
en crisis el antiguo orden sin haber podido acertar en la erección de uno nuevo en el que
la libertad encontrara su marco institucional. De ahí que cada vez que parecía inminente
la institucionalización de un nuevo orden, fuera usual hacer llamados a cerrar “ya el
período de la revolución” tal como lo hizo el poder ejecutivo en el Manifiesto inaugural
de la Asamblea del año XIII.

Pero ese anhelo no podía concretarse a raíz de los conflictos internos que impedían la
estabilización de todo poder. Es por eso que con el correr de los años se fueran
extendiendo juicios críticos como el expresado por Jacinto Chano, personaje de uno de
los diálogos gauchescos escritos por el poeta oriental Bartolomé Hidalgo: “En diez años
que llevamos / de nuestra revolución / por sacudir las cadenas / de Fernando el baladrón
/ ¿qué ventaja hemos sacado? / Las diré con su perdón. / Robarnos unos a otros, /
aumentar la desunión, / querer todos gobernar, / y de facción en facción / andar sin saber
que andamos: […]”30.

29
Domingo Matheu, Auto-biografía por Martín Matheu su hijo, en Biblioteca de Mayo, t. III, Buenos
Aires, 1960, p. 2351.
30
Bartolomé Hidalgo, “Diálogo patriótico interesante entre Jacinto Chano, capataz de una estancia en las
Islas del Tordillo, y el gaucho de la guardia del Monte” en Obra Completa, Montevideo, Ministerio de
Educación y Cultura, 1986, p. 116 [1821?].
17

En más de una ocasión las disidencias provocaron movimientos para desplazar a los
gobiernos que también eran calificados como revoluciones, tal como lo recordaría un
diplomático norteamericano al señalar que “[...] una revolución, como las llaman, estaba
a punto de producirse”, en referencia a un frustrado intento para deponer al gobierno en
181731. Estos usos restituían al concepto la violencia inherente a toda experiencia
revolucionaria que tendía a quedar ocluida al describirse a los sucesos de mayo de 1810
como una revolución pacífica. Usos en los que además se lo asociaba con mayor nitidez
a nociones presentes en las definiciones de los diccionarios como sedición, motín o
tumulto, a las que se sumaron otras como anarquía, mientras que se oponía a conceptos
como orden, leyes y constitución.

Ahora bien, como vimos en el caso de Castelli que podía referirse a una “revolución
despótica” y a una “feliz revolución”, esto planteaba la necesidad de distinguir cuál era
legítima y cuál repudiable. Esta cuestión, que ya se había suscitado durante la
revolución francesa, intentó ser resuelta por Condorcet al establecer que “revolucionario
no se aplica más que a las revoluciones que tienen por objeto la libertad”, mientras
proponía utilizar el término “contrarrevolución” para referirse a las que contradicen ese
propósito32.

Esta última calificación también comenzó a emplearse en el Plata. Juan Manuel Beruti,
un funcionario menor que escribía una suerte de crónica al calor de los mismos sucesos,
calificaba como una “contrarrevolución” a los sucesos del 5 y 6 de abril de 181133. Pero
la distinción entre revolución y contrarrevolución no constituye una evidencia en sí,
pues depende del punto de vista de quien examina los sucesos. Para el deán Funes por
ejemplo, esos mismos sucesos habían sido una “revolución”. Y si bien ésta lo había
favorecido, no dudaba en repudiarla dada la autonomía mostrada en esa ocasión por el
bajo pueblo. Pero también, porque como notaba a continuación, “[…] en la marcha

31
Henry M. Brackenridge, La independencia argentina, Buenos Aires. América Unida, 1927, p. 286
[Londres, 1820].
32
Condorcet, “Sobre el sentido de la palabra revolucionario” [Journal d’Instruction sociale, 1/VI, 1793]
en El Ojo Mocho. Revista de crítica política y cultural nº 20, Buenos Aires, 2006, pp. 50/1 (trad. de
Diego Tatián)
33
Juan Manuel Beruti. Memorias curiosas, Buenos Aires, Emecé, 2001, p. 166.
18

ordinaria de las pasiones, una primera revolución engendra otra de su especie; porque
una vez formados los partidos, cada cual arregla su justicia para su propio interés” 34.

De ese modo llamaba la atención sobre dos cuestiones presentes en numerosos escritos
en los que se empleaba el concepto de revolución en forma crítica. Por un lado, su
asociación con metáforas en la línea de las pasiones que indican pérdida de la razón
como enfermedad, embriaguez o vértigo. Por el otro, considerar que una revolución
provoca indefectiblemente otra. Pero por eso mismo esos motines y tumultos que
jalonaban la vida política rioplatense no podían sino derivar de la propia Revolución de
Mayo.

Funes también señalaba otra cuestión que presente en la valoración que se hacía de la
revolución al advertir que “En el tránsito repentino de nuestra revolución, el sentimiento
demasiado vivo de nuestra servidumbre sin límites nos llevó al ejercicio demasiado
violento de una libertad sin freno”35. Este problemático vínculo con la libertad
constituía el nudo que articulaba la ambigua valoración que tenía el concepto de
revolución a través del cual se daba cuenta a la vez del nacimiento de la patria y de los
males que la aquejaban. Es que si bien había permitido obtener la libertad, también se
entendía que la falta de hábitos heredada del período colonial impedía que fuera
utilizada con provecho al prevalecer las pasiones por sobre la razón que es la que debía
guiarla.

Revolución y orden

La revolución no sólo había provocado luchas facciosas en el seno de las elites, sino
también movimientos que ponían en cuestión el orden social o que al menos así eran
percibidos por los grupos dirigentes. En ese sentido resultan ilustrativas las memorias de
Beruti, pues año a año no dejaba de mostrar su sorpresa por los cambios que la
revolución provocaba en la suerte de las personas, planteando ya en 1811 que “[…] en
esta metamorfosis política, los hombres de séquito y representación se han visto

34
Gregorio Funes, Bosquejo de nuestra revolución..., op. cit., p. 21.
35
Id., p. 16.
19

abatidos y la gente común de la plebe, aunque no generalmente, engrandecida y ocupar


los rangos de primer orden”36.

Claro que este cambio podía ser aún más radical que la suerte de unas personas, al
plantearse la posibilidad de que los sectores subalternos lograran algún grado de
autonomía. Esa es la razón por la cual los sucesos del 5 y 6 de abril de 1811 eran la
referencia obligada a la hora de querer dar cuenta de los efectos indeseados de la
revolución. Pero no eran los únicos, pues también se produjeron importantes
movilizaciones rurales como las lideradas por José Gervasio Artigas en el litoral
rioplatense y por Martín Miguel de Güemes en Salta y Jujuy. En ocasiones incluso, y
quizás a través de la mediación de algún letrado, estos sectores se apropiaron del
concepto de revolución, como lo hizo Encarnación Benítez que en una carta de enero de
1816 se justificaba ante Artigas por su negativa a cumplir con el desalojo de una
estancia como lo requería el Cabildo de Montevideo, advirtiéndole que en ese caso se
abriría “[...] un nuevo margen a otra revolución peor que la primera”37.

Ya sea entonces por los conflictos facciosos o por el temor a una revuelta social, el
concepto de revolución terminó de cobrar un carácter ambiguo al considerarse por un
lado emblema de la libertad y mito de origen de la patria y, por el otro, causa de los
enfrentamientos que la desgarraban. Tanto es así que no sólo podía utilizarse en ambos
sentidos, sino que también era usual que se lo hiciera en un mismo texto. Resulta
emblemático en ese sentido el Manifiesto del Congreso a los Pueblos publicado a pocos
días de declararse la independencia en julio de 1816, el cual estaba acompañado por un
Decreto cuyo expresivo título sería recordado en más de una ocasión: “Fin a la
revolución, principio al orden” 38.

El Manifiesto, que apuntaba a la necesidad de lograr un orden institucional capaz de


poner fin a la crisis abierta por la revolución, también atribuía las disensiones a una idea
errónea de libertad. A su vez señalaba que la falta de reglas para los gobiernos hizo que
necesariamente éstos fueran arbitrarios, por lo que “[…] todo entró en la confusión del

36
Juan M. Beruti, Memorias..., op. cit., p. 196.
37
Cit. en Ana Frega, “Caudillos y montoneras en la revolución radical artiguista”, Andes nº 13, 2002, p.
87.
38
Manifiesto del Congreso a los Pueblos, Buenos Aires, Casa Pardo, repr. facsimilar, p. 32 [Imprenta de
GANDARILLAS y SOCIOS, 1816].
20

caos: no tardaron en declararse las divisiones intestinas: el gobierno recibió nueva


forma, que una revolución varió por otra no mas estable; sucedieron a ésta otras
diferentes que pueden ya contarse por el número de años que la revolución ha
corrido”39.

La esperanza de que un orden institucional pusiera fin a la revolución y al desorden,


también animó a Julián Segundo de Agüero cuando pronunció un sermón en la Catedral
de Buenos Aires el 25 de mayo de 1817: “Felizmente parece que la revolución ha hecho
ya crisis. En la presente época han principiado a cicatrizarse las heridas que abrieron en
el cuerpo social los desaciertos de nuestra reflexión y falta de experiencia […]”
señalando a continuación que los males concluirían “cuando una constitución sabia y
liberal fije inmoblemente el destino de la Patria”40.

Esta esperanza se vio frustrada tras el rechazo que provocó la Constitución centralista
de 1819 y el derrumbe del Directorio en 1820 en medio de una cruenta guerra civil. Si
bien en los años siguientes se fue erigiendo un orden centrado en las soberanías
provinciales, y por un momento pareció incluso que podría crearse un cuerpo político
nacional, los conflictos, la violencia y los cambios de gobierno continuaron signando la
vida pública. El rechazo a la constitución centralista de 1826 y a la presidencia de
Rivadavia que provocaron la disolución de las autoridades nacionales en 1827,
profundizó los enfrentamientos entre los poderes provinciales entrecruzados ahora con
el conflicto entre unitarios y federales. En ese contexto se asentó la calificación como
revolucionario a todo aquel que atentara contra el orden o procurara cambios por fuera
de la ley. Como consignaba un periódico unitario salteño, “Un vértigo revolucionario se
empeña en erigir en sistema la rebelión. La fuerza y las pasiones han sustituido un orden
funesto al de la razón y de la justicia […]”41.

De ese modo se extendió un uso disociado del término que permitía distinguir el
proceso revolucionario como emblema de la libertad, de las revoluciones entendidas
como motines o sublevaciones o de la pasión revolucionaria desatada a partir de 1810.
Cuando en octubre de 1822 se discutió en la legislatura de Buenos Aires la sanción de

39
Id., p. 5.
40
El Clero Argentino, op. cit., t. I, p. 195.
41
La Diana de Salta, nº 2, Salta, Imprenta de la Patria, 9/4/1831.
21

una reforma eclesiástica, Rivadavia advirtió en relación a los supuestos servicios


prestados por los regulares que “[...] no se contraería a los que hubiesen hecho en la
época anterior a nuestra revolución, en el tiempo del servilismo, sino a los que hubiesen
rendido después de ella, en la época de la libertad”. Pero al referirse a su
comportamiento luego de 1810, recordaba entre otros hechos reprobables que “[...] en la
embriaguez revolucionaria habían tenido parte, como cualesquiera otros, en los partidos
y facciones.”42. Del mismo modo, y al debatirse diez años más tarde una posible
prórroga de las facultades extraordinarias como gobernador de Buenos Aires a Juan
Manuel de Rosas, un periódico publicó una carta cuyos autores sostenían que “[...]
apenas habrá quien no sienta la urgente necesidad de extinguir ese funesto germen de
revoluciones que tantas veces nos ha conducido al borde del abismo”, observando un
par de párrafos después que “desde nuestra gloriosa revolución nacional, todos los
gobiernos que han presidido el país, han adoptado y seguido el sistema representativo
republicano […]”43.

Consideraciones finales: la potencia del mito

Lo notable es que a pesar de los constantes llamados a erigir un orden que pusiera fin a
la revolución, ésta siguió siendo considerada como mito de orígenes irrecusable. De ahí
que incluso quienes veían con horror a las revoluciones y la asociaban con la anarquía,
no podían dejar de señalar su adhesión a mayo de 1810. Así, cuando la Sala de
representantes sanjuanina sancionó en julio de 1825 una suerte de constitución, se
permitió advertir que ya era hora que los pueblos y provincias “[...] principiasen a cerrar
ellos mismos el período de licencia y atropellamiento que la revolución ha abierto
contra las personas, contra las propiedades y contra los derechos individuales, […]”44.
Pero esto no impidió que también hicieran explícita su filiación con la revolución al
denominarla Carta de Mayo.

La potencia del mito revolucionario como un nuevo origen irrecusable puede advertirse
también en la Autobiografía que escribió Gervasio Posadas en 1829, cuya deslucida

42
Diario de Sesiones de la Honorable Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires, Buenos
Aires, Imprenta de la Independencia, 1822, pp. 522-3.
43
Gaceta Mercantil nº 2619, Buenos Aires, 6/11/1832.
44
Carta de Mayo, en Pacífico Rodríguez Villar, Salvador María del Carril y el pensamiento de la unidad
nacional, Buenos Aires 1925, p. 7.
22

actuación como Director Supremo en 1814 le había valido un desprestigio del que
nunca pudo recuperarse totalmente. A diferencia de buena parte de las memorias y
autobiografías escritas en esos años cuyos autores buscaban destacar su participación en
la revolución, Posadas comenzaba su relato con una fuerte toma de distancia al advertir
que “No tuve de ella la menor idea ni noticia previa.”45 De ahí en más buscaba
mostrarse ajeno a todos los hechos: había sido invitado a participar del Cabildo abierto
del 22 de mayo en el que se decidió la deposición del Virrey, pero no concurrió pues
estaba ocupado labrando las actas del concurso para ocupar una silla magistral en la
Catedral. Aseguraba además que cuando se enteró de lo decidido se mostró crítico dado
que ya se había depuesto y desobedecido a varios virreyes dando lugar a una tendencia
que sería fatal y de la cual se mostró retrospectivamente profético. Luego ilustraba todos
los males traídos por la revolución, de la que insistía en tomar distancia, apelando para
ello a dichos inverosímiles, como cuando afirmaba no entender por qué en el marco de
las luchas facciosas fue encarcelado y condenado al destierro o cuando mostraba su
perplejidad por su nombramiento como Director Supremo.

Lo notable de este testimonio, lo que aquí interesa subrayar, es que a pesar de todo
Posadas no se pronunció en ningún momento a favor de un retorno al antiguo orden. En
ese sentido su Autobiografía permite apreciar algunos límites infranqueables en la vida
pública rioplatense: más allá de las interpretaciones de la revolución o de las metáforas
y los usos que se hacía del concepto, ésta se constituyó en un mito de orígenes cuya
legitimidad era indiscutible incluso para quien podía considerarse como una de sus
infortunadas víctimas o, más precisamente y recurriendo a un tópico de la época, como
uno de los tantos hijos que ésta había devorado46.

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45
Gervasio Posadas, Autobiografía en Biblioteca de Mayo, t. II, 1960, p. 1409.
46
Antes de hacer referencia a la Caja de Pandora, Matheu había señalado que “Saturno empieza a devorar
a sus hijos; y en Saavedra y en la idea de Mayo se cumple el apotegma: “el que abre la puerta a las
revoluciones no es el que las cierra”.”, D. Matheu, Autobiografía, op. cit., p. 2351.
23

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