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UN MAÑANA PROMETEDOR

SHANNON DRAKE

Charleston, Carolina del Sur


Diciembre de 1860

La noche era oscura, el ambiente frío y húmedo, y a pesar de eso Charleston jamás
había vivido un 18 de diciembre con un espíritu tan festivo como aquél. Las campanas
de las iglesias repicaban, los cañones retumbaban, los fusiles lanzaban ráfagas en señal
de alegría.
Los vítores entusiastas de las multitudes resonaban más allá de la Batería. La gente se
había vuelto loca.
Carolina del Sur acababa de declararse un estado independiente de la Unión.
Sin embargo, había unos cuantos que no celebraban el final de la secesión, aunque la
mayor parte de ellos ya se habían dado cuenta de que aquello era inevitable, cuando
aquel granjero de Illinois, Lincoln, salió elegido. Ya en mayo, el gobernador de
Carolina del Sur había enviado cartas a los líderes de los estados algodoneros vecinos
hablando de secesión.
Sí, la mayoría de los intelectuales preveían la llegada de aquél día como algo inevitable.
Pero había una minoría, hombres leales al Sur, que se negaban a unirse a aquellas
multitudes borrachas y a sus sueños de gloria. Unos pocos que sabían que el conflicto
estallaría, que se produciría una lucha fratricida y que la sangre bañaría aquella tierra
tan querida antes de que cualquier declaración de independencia llegara a ser un hecho...
Uno de ellos estaba allí de pie, apoyado contra la pared de la Batería, con su cara de
rasgos duros, vuelta hacia el mar y las fuertes manos, endurecidas por el trabajo,
hundidas en los bolsillos de chaqueta. Era un sudista, y aquella noche estaba de luto.
Había visto mucho mundo, estaba versado en política y sabía de sobra que Abe Lincoln
no iba a inclinarse cortésmente ante ningún estado a modo de despedida...
Todavía era pronto, naturalmente. En aquel momento, Carolina del Sur estaba sola. Pero
Mississipi y Florida se disponían a extender las alas de la independencia. Texas,
Georgia, Arkansas... muchos iban a seguir la iniciativa del estado del Palmito y a
separarse de la Unión.
Brent McCain ya había recibido propuestas de varios líderes relevantes del Sur. Con
toda seguridad muchos estados iban a votar por su secesión y se formaría una coalición
sureña y se constituiría un ejército, por si acaso a los malditos yanquis se les ocurriera
ocasionar algún problema. Y una marina de guerra. Y cuando ésta estuviera organizada,
el Sur haría un llamamiento a sus leales hijos para hacerse con ellos y sus barcos.
Sin apartar su triste mirada, gris como el acero, de las aguas, Brent pensaba
irónicamente que su reputación de capitán de navío capaz de enfrentarse a cualquier
tempestad y de maniobrar con destreza entre los bancos de arena más traicioneros lo
arrojaba de lleno en el asunto. La gente bien informada ya sabía que el Norte intentaría
bloquear los puertos sureños, y cuando esto sucediera, se necesitarían hombres astutos y
con coraje para burlar los bloqueos.

Brent sintió una aguda punzada de dolor, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo.


Nadie podía prever qué estaba preparándose; el tiempo y el destino estaban por encima
de todo. No podía evitar temer que la belleza y la singularidad de una auténtica casta de
hombres y mujeres llegara a su fin. Pensaba en los mares del Sur, la majestuosidad de
sus magnolias y los pantanos de Florida y, al evocar la plantación que su familia poseía
en San Augustine, se enardeció. A pesar de haber renunciado a un buen número de los
llamados «pasatiempos de caballero», adoraba el salón donde su madre solía tocar la
espineta; sentía debilidad por un buen coñac después de una cacería, por las columnas
georgianas de líneas puras, erguidas como diligentes centinelas.
Había navegado por los mares del Sur con su padre y su hermano. Había trabajado los
campos junto con los negros y los indios. La plantación les había costado sangre, sudor
y lágrimas, y moriría antes de que...
Suspiró. Cuando llegara el momento de la lucha, estaría preparado. De todos modos, no
podía creer que esos yanquis fueran una maldita pandilla de cobardes. De ser así, todo
acabaría en pocos meses.
Había atracado en un número suficiente de puertos del Norte como para no engañarse
con esa idea.
En la Batería hacía frío. No tenía ni idea de por qué seguía allí, contemplando el mar y
encarando la gélida brisa invernal. Sería mejor cobijarse en el confortable camarote
principal del Jenny-Lyn. Un buen trago de coñac le haría olvidar todos esos augurios.
Un ligero movimiento atrajo su atención hacia el lado norte de la Batería.
Era una mujer cuya silueta se recortaba contra la luz del puerto y el resplandor de la
luna. De pie, con la mirada fija en Fort Moultrie, un puesto de avanzada de la Unión, se
encontraba demasiado lejos como para poder haberla oído, de modo que había sido el
movimiento lo que le había llamado la atención.
Primero, la curiosidad y luego el enojo lo impulsaron a encaminarse hacia ella. Era casi
medianoche; ninguna mujer respetable estaría sola en el puerto a esas horas. A medida
que, a grandes zancadas, acortaba la distancia que los separaba, fue descubriendo
sorprendido que no se trataba de una ramera vulgar, pues lucía ropajes extremadamente
lujosos. Llevaba una capa de terciopelo negro bajo la que asomaba un vestido de seda
reluciente de color gris nacarado, con reflejos plateados. La forma acampanada de la
falda indicaba que el miriñaque era de los de última moda, igual que el efecto de
cascada de su cabello, dorado como la miel.
Por consiguiente, se trataba de una dama, a pesar de hallarse sola en una oscuridad en
que, incluso los hombres más buenos, embriagados de bourbon, podían convertirse en
violadores y ladrones.
Se detuvo de repente cerca de ella, que permanecía inmóvil, tiritando de frío.
Exasperado, Brent profirió una maldición para sus adentros; tenía que evitar caer en las
redes femeninas.
Conocía a muchas mujeres, tanto damas como rameras, y era consciente de que la
mayoría de los miembros del «sexo débil» era capaz de comportarse como asquerosos
gatos callejeros. Las tácticas de salón más exquisitas del mundo no siempre conseguían
ocultar las garras de algunas de las componentes del sexo femenino. De hecho, pensaba
crudamente, prefería la compañía de una prostituta honesta a la de esas bellezas sureñas
dispuestas a llevarle a la cama sirviéndose de miradas inocentes.
Pero había sido educado en el galante Sur, y no podía abandonar a una mujer en la
Batería con las calles llenas de entusiastas juerguistas. Ella se merecía cualquier cosa
que pudiera ocurrirle, pero... demonios, debía descubrir qué hacía allí. Si algo le
sucedía, tendría remordimientos.
-Señora... -se interrumpió al instante cuando ella se giró y lanzó un grito alarmado,
sorprendida al ver rota su silenciosa vigilia. Era evidente que creía encontrarse sola.
Cuando se volvió, se dio cuenta de que era increíblemente bella. Lo recibieron unos
maravillosos ojos azules tan oscuros y turbulentos como el mar de noche, unos ojos
cautivadores enmarcados por pestañas aterciopeladas, negras como la medianoche. La
nariz pequeña y recta, y los pómulos muy marcados, configuraban un rostro estilizado y
aristocrático. La boca, roja como un rubí debido al frío, formaba una severa línea,
aunque se la adivinaba carnosa y apasionada.
Era la clase de gata con que le encantaría toparse de noche, sin importarle lo afiladas
que fueran sus garras.
-Señora -repitió. La brisa marina, que soplaba con fuerza, inflaba el volumen del
miriñaque, y antes de que Brent tuviera tiempo de añadir algo más se encontró
extendiendo los brazos para sostener el cuerpo de la mujer, que se había desmayado, y
evitar así que se desplomara sobre las aguas heladas que rugían bajo el paredón.
Era ligera como una pluma, y en sus brazos la sentía fría, muy fría. Cuando la cogió,
oyó un sonido, a medio camino entre un gemido y un suspiro. La mujer tenía la cara
blanca como el pergamino y su cuerpo había perdido toda rigidez.
-¡Dios! -murmuró con tono severo, entre preocupado e irritado. Debería de haberla
dejado sola.
Sostenía en los brazos a una mujer inconsciente, cuya identidad ignoraba.
Permaneció extrañamente indeciso por unos segundos, preguntándose qué hacer con
aquella belleza desmayada. Él no era de Charleston y no podía ofrecerle más
hospitalidad que la de su barco y, con la tripulación a bordo, no era exactamente la clase
de hospitalidad que solía brindarse a una dama de buena cuna... Si realmente se trataba
de una dama de buena cuna, como indicaba su apariencia externa. Ninguna dama sureña
se habría quedado sola en la Batería en las circunstancias festivas que se vivían en la
ciudad en aquel momento. Se encogió de hombros. La mayor parte de su tripulación
estaría aún de fiesta. Y, de igual modo que no se hacía ilusiones respecto a los yanquis,
tampoco solía hacerse grandes ilusiones con las mujeres.
Había pasado más de una noche divertida en la alcoba de una «casta viuda».
Cada vez la notaba más fría. Lanzando de nuevo una exclamación de enojo, dio media
vuelta para encaminarse a paso ligero, con la mujer en brazos, hacia el Jenny-Lyn.
Gracias a Dios, sus hombres seguían de juerga en las tabernas y los prostíbulos de
Charleston. Cuando subió al Jenny-Lyn tan sólo se tropezó con Charlie McPherson, a
quien bastó con una mirada colérica del capitán para que se abstuviera de hacer
cualquier comentario jocoso. Cuando Brent pisó la cubierta para dirigirse al camarote
principal, Charlie se apartó a un lado, observando con curiosidad la encantadora carga
que llevaba su capitán, limitándose a preguntarle si necesitaba algo.
-Coñac, Charlie -contestó Brent-. Y sales aromáticas.
-¡No tenemos sales aromáticas! -declaró Charlie, indignado.
-Entonces coñac -repitió Brent, impaciente-. Y rápido.
-¡Sí, sí, capitán McCain! ¡Sí, ya voy!
Refunfuñando algo sobre las mujeres, Charlie se retiró para cumplir el encargo. Brent
abrió la puerta de su camarote de una patada y tendió delicadamente a la dama en la
litera.
Continuaba pálida y fría como una muerta. Alcanzó una manta gruesa de lana e intentó
taparla sin éxito, ya que el aro del miriñaque le devolvía volando la manta una y otra
vez. Maldiciendo en voz baja, enfadado, deslizó las manos por debajo de los engorrosos
pliegues del vestido de seda hasta dar con los corchetes del miriñaque, desabrocharlos y
despojar a la mujer de aquella monstruosidad impuesta por la moda.
Sin saber por qué motivo, el enojo se desvaneció en cuanto la tocó. Sintió las curvas de
sus caderas y la firme redondez de sus nalgas. Tenía el vientre completamente liso, y en
el momento de retirar el miriñaque sus manos rozaron unos muslos largos y esbeltos,
perfectamente torneados. Se sonrojó ante aquella intimidad que había iniciado con tanta
irritación, y esa sensación le creó un gran malestar interior. Ni por todos los diablos
tenía idea de quién se trataba y se maldeciría eternamente si caía en la trampa de un
matrimonio por haber sido sorprendido en una situación comprometida con la hija de
alguien. Había visto muchas veces a gente caer en una trampa tan ingenua como
aquélla.
Siguió maniobrando con aquel armazón, y ella gimoteó varias veces, sin que sus
pestañas, largas y curvas, se le despegaran de las mejillas. Brent la arropó con la manta
y la acercó a su costado, cobijándola con su propio cuerpo. Charlie apareció con el
coñac, y Brent le pidió con brusquedad, que llenara una copa.
-¿Dónde la ha encontrado, capitán? –preguntó McPherson curioso, sin dejar de estudiar
a la muchacha, mostrando cada vez más interés a medida que descubría su deslumbrante
belleza.
-En la Batería -respondió Brent, lacónico-. Muy bien, Charlie. Ya me las arreglaré solo.
Charlie se rascó su cara grisácea, reacio a renunciar a la excitación provocada por la
visión del capitán subiendo a bordo con aquella bella y misteriosa criatura. ¡Y con el
frío que hacía fuera! Charlie apenas si pudo sofocar una risita, muerto de ganas por
tomar el pelo a su capitán. Por lo visto, el capitán Brent McCain necesitaba dejar a las
damas sin sentido para poder quedarse a solas con ellas, tan poco seguras debían de
sentirse en su compañía. A McCain le gustaban las mujeres, y su mirada gris como el
acero las seducía de inmediato. Tanto si escogía a sus conquistas en la calle o en las
plantaciones, las juzgaba primero con su osada mirada y sólo compartía sus juegos de
alcoba con aquellas que conocían bien las reglas. Tenía reputación de truhán temerario,
y, a pesar de carecer de los modales de muchos de sus coetáneos y no prodigar
adulaciones y lisonjas, las mujeres se sentían atraídas hacia aquel abismo que le confería
algo especial. Tenía las manos llenas de callos, la musculatura fuerte, debido al trabajo
que él mismo había elegido, y los rasgos duros y firmes. Dado su carácter, era realmente
sorprendente verle socorrer a una mujer dándole vapores.
Por lo general, si cualquier chica hubiera caído desmayada, Brent habría retrocedido y,
adoptando el papel de mero espectador, hubiera dejado que fueran otros quienes
realizaran la labor de salvadores.
Sin embargo, a pesar de que el capitán McCain era capaz de beber, reír a carcajadas y
maldecir como el que más, era, en general, un hombre discreto, un caballero nacido y
criado en el Sur. Era el segundo hijo de la familia, se había labrado una fortuna propia
con el sudor de su frente y el trabajo de sus fuertes músculos, pero había sido educado
para regirse por un cierto código de honor. Seducir inocentes era impropio de él.
Por esa razón a Charlie le costaba creer que Brent se hubiera aproximado a una joven
con propósitos deshonestos. Pero entonces, ¿qué diablos estaba haciendo con ella en su
camarote? Ningún hombre en sus cabales sería capaz de contemplar el rostro y el cuerpo
de aquella chica sin ser escoltado por malos pensamientos...
-¡Charlie! -gruñó Brent.
-Sí, sí, capitán -masculló Charlie, volviendo sus pasos hacia la puerta del camarote-. Yo
de usted, capitán, me desharía del corsé. En una representación en Richmond, vi a una
dama caer redonda, y todos maldecían esas endemoniadas trampas para los huesos. Sí,
capitán -repitió Charlie, ante la mirada helada de McCain y dirigiéndose a toda prisa
hacia la salida-.
Eso haría yo, sin lugar a dudas.
Charlie cerró la puerta a sus espaldas. Brent echó un vistazo a la dama y, refunfuñando
indignado, bebió un largo trago de coñac.
Entonces acercó el temible líquido a los labios de la joven, ladeó su cara hacia la botella
y vertió un poco de coñac en su boca. Ella se atragantó, escupió y tosió, gimoteó
levemente y sacudió con languidez la mano, abriendo poco a poco sus ojos de color
añil.
En un primer momento, Brent pensó que aquellos ojos expresaban un dolor tan
profundo que era capaz de oscurecerlos hasta dotarlos de un color más penetrante que el
del mar, más tempestuoso que el de una tormenta azotando el océano, pero esa mirada
de dolor se desvaneció tan rápidamente que pensó que sus propios ojos le habían
engañado.
De cualquier modo, la mujer no parecía horrorizada por hallarse en el interior de su
camarote. Observó al capitán por unos segundos y después procedió a examinar con
atención cuanto la rodeaba. Volvió a mirarlo.
-Por favor, caballero, ¿dónde me encuentro?
-Está a bordo de un barco, señora, del Jenny-Lyn.
-¿Y usted me ha recogido? -preguntó. Sus mejillas adquirían, por fin, cierto color.
Aparentemente se había dado cuenta de que no llevaba puesto el miriñaque.
-Sí -respondió de modo terminante.
Continuó observándolo, asimilando la información con tranquilo interés. Brent volvió a
enojarse.
-La encontré en la Batería -añadió con rudeza-. Usted se desmayó y la traje aquí.
-Entonces, ¿estamos en su barco?
-Sí, señora, éste es mi barco -contestó con una débil sonrisa.
Ella se levantó; era muy alta para ser una mujer. Y muy bonita. Sin la distorsión
impuesta por el miriñaque, se apreciaba mejor la ligereza y fragilidad de su figura, y él
percibió la delicadeza de su piel, de aspecto sedoso. Desaparecida la palidez, la frescura
iluminaba sus mejillas con un tono rosado natural que armonizaba a la perfección con el
color de miel de su cabello, la mancha de tinta oscura de sus pestañas y el profundo azul
de sus impresionantes ojos.
Ella comenzó a deambular por el camarote con cierto desasosiego.
-Le pido perdón, capitán. Jamás en la vida me había desmayado. Me temo que olvidé
comer debido a la excitación del día.
-Entiendo -replicó Brent, cruzando los brazos sobre el pecho, sin dejar de observar a su
misteriosa huésped-. ¿Ha estado muy ocupada con las celebraciones?
Ella bajó la vista.
-No, señor, hoy no he estado de fiesta.
-¿Es usted unionista? -preguntó.
-No, señor -murmuró. Fijó la vista en el miriñaque, aunque el hecho de no llevarlo
puesto parecía no importarle. Daba la impresión de que aceptaba su situación con una
calma pasmosa-. Soy de Carolina del Sur, capitán.
De repente, alzó la mirada y esbozó una sonrisa deslumbrante. Sus labios estaban bien
perfilados, sus dientes eran pequeños y blancos, perfectos. ¿Quién en su sano juicio
había permitido a una belleza como aquélla vagar sola por las calles?
-¿Y usted, capitán?
Brent captó de inmediato el sentido implícito de aquella amable pregunta; comprendió
que la mujer deseaba centrar la conversación en él. Bien, pensó, frunciendo el entrecejo.
Le seguiría el juego un rato.
-¿Y yo? -preguntó a su vez. Se levantó y, enlazando las manos en la espalda, rodeó a su
invitada hasta alcanzar el plafón de madera de la puerta del camarote, desde donde
continuó observándola.
-¿Ha estado de fiesta hoy? -insistió ella, dedicándole otra de sus radiantes y coquetas
sonrisas.
-¿Si he estado de fiesta? -repitió con cierta amargura, como si se tratara de una pregunta
que tuviera que formularse a sí mismo.
-¡Caballero! -exclamó impaciente-. Si llegamos a entrar en guerra, ¿hacia dónde se
inclinaría su lealtad?
-Hacia mi estado -respondió.
-¿Qué estado? -inquirió con voz ronca.
Frunciendo el entrecejo con expresión burlona, la miró directamente a aquellos ojos
azules, tan azules.
-Florida, señora. Soy de Florida.
-Florida -repitió, sonriendo. Volvió a bajar la vista para contemplar distraídamente las
cartas de navegación que descansaban sobre el escritorio, rozando con un dedo el
extremo de una de ellas. Le devolvió la mirada.-Creía que en ese estado no había más
que marismas e indios... una zona muy apartada. ¿Es así, caballero?
Brent prorrumpió en una sincera carcajada.
-No, señora, allí abundan las plantaciones más bellas que pueda usted imaginar. La
tierra es rica y fértil, la temperatura cálida, y el sol brillante. El océano está siempre
azul, hermosísimo.
Una vez más, bajó la vista. Se comportaba como la más convencional belleza sureña y,
sin embargo, era distinta a cualquier otra mujer que él hubiera conocido jamás, fuera
gran señora o ramera. Actuaba con discreción cuando necesitaba recibir la respuesta que
ella deseaba, aunque transparentaba con claridad el ingenioso funcionamiento de su
cerebro. Todas y cada una de sus preguntas habían sido planificadas; estaba buscando
algo. :
Brent tenía la impresión de que ella, su huésped, estaba juzgándolo, sometiéndole a un
extraño examen.
De pronto, la ira se apoderó de él y sintió deseos de zarandearla. ¿Acaso no se daba
cuenta de lo imprudente que había sido su comportamiento? Con sólo contemplar aquel
contoneo cálido y natural de las caderas de la mujer mientras se paseaba por el interior
de su camarote se excitaba. Notaba que se le calentaba la sangre... cómo latía, cómo le
hervía.
-Ya es suficiente, señora -dijo bruscamente-. No tengo tiempo de entretenerla ni de
satisfacer su curiosidad. Quiero saber quién demonios es usted para así entregarla a su
padre o su marido.
Bajó la vista.
-No hay nadie -respondió con suavidad.
-Entonces le ruego, señora, que me diga qué quiere que haga con usted.
-¿Zarpará pronto?
-Con la marea matutina.
Sus miradas se encontraron.
-Me gustaría partir con usted.
Muy lentamente, de forma calculada, Brent recorrió con la vista a su visitante, de la
cabeza a los pies, recreándose en la lujuriosa ondulación de sus pechos y sus caderas.
-No parece usted una prostituta -dijo secamente.
La joven titubeó y bajó la vista para alzarla de inmediato y dirigirle una mirada tan
vehemente que él pensó que la vacilación que había creído advertir había sido sólo
producto de su imaginación.
-No soy una prostituta, capitán. -Su voz ronca hizo que de nuevo la excitación se
apoderara de él-. Lo único que deseo es arribar a otro puerto. Y...
-Entonces bajó el tono de voz y le dedicó una mirada seductora-. Le encuentro
bastante... atractivo.
Aquellas palabras sorprendieron al capitán, que arqueó una ceja, como muestra de
escepticismo. A pesar de sus modales, había algo en ella que le despertaba cierto recelo.
Era asombrosamente bonita. Sus vestidos eran de la calidad más exquisita, y su dicción
perfectamente modulada.
Tomó asiento ante la mesa de su despacho, se inclinó hacia atrás, colocó las botas
encima y encendió una cerilla para fumar un purito sin dejar de analizarla ni un instante
con una mirada tan franca que hubiera hecho sonrojar a cualquiera.
-Señora, me pregunto si sabe lo que está pidiendo.
Si ha sufrido un revés de fortuna, no soy yo el hombre que está buscando. No soy de los
que se casan.
-¡No tengo ninguna intención de persuadirle de que se case conmigo! -exclamó, irritada.
Al ver la sonrisa burlona dibujada en los labios del hombre y cómo arqueaba la ceja ante
su demostración de genio, volvió a bajar la vista ligeramente y a hablar con tono
seductor-. Tan sólo deseo proponerle un trato. De verdad, capitán. -Echó una ojeada al
miriñaque-. Creo que ya estoy comprometida. Y con un caballero del Sur...
-Le anticipo que yo no soy un caballero -le alertó Brent, aspirando el puro.
Mientras hablaban, Brent no cesaba de sentir cómo su deseo y su necesidad
aumentaban. Su mirada fría y gris recorrió de nuevo el cuerpo de la joven.
Cuando la observaba, anhelaba acariciarla, ver cómo sus rosados labios se entreabrían
ante los suyos, ver sus increíbles ojos azules encendidos de pasión... pero nadie, ni
hombre ni mujer, se volvería a aprovechar jamás de él.
-Señora, ¿qué pretende? -preguntó sin rodeos-. Si lo que se propone es soliviantar a un
amante, provocarle celos conmigo para que yo luego tenga que batirme en duelo con la
única finalidad de complacerla, le advierto que no estoy dispuesto a entrar en el juego.
No voy a arruinar mi vida por la vanidad de una loca que reclama atención. Me temo,
señora, que muy pronto morirán la mayor parte de galanes de nuestra tierra.
Ella tomó aire.
-Ya le he dicho, señor, ningún galán acudirá a defenderme.
¡Señor! Brent se preguntaba qué clase de extraño poder ejercía ella sobre él. Si
continuaba tentándolo, acabaría por perder el control y le arrancaría las ropas que aún
llevaba puestas para poseerla en el suelo... ¿Qué era? ¿Acaso la ramera más distinguida
de todas? De no ser así, ¿cómo era capaz de mostrar tal aplomo? ¿Sería quizá, una
viuda, una mujer que llevaba mucho tiempo sin esposo? Quienquiera que fuese, era
evidente que no se trataba de una doncella inocente, y si lo que quería era darse un
revolcón en la cama con él, Brent no le pondría ningún impedimento, siempre y cuando
no pretendiera nada más.
-Si desea proponerme un trato, le advierto que el precio será alto. Explíqueme sus
condiciones –sonrió con frialdad- y yo le contaré las mías.
Parecía que por fin sus palabras producían algún efecto en ella, que se sonrojó y se
mostró vacilante.
-Deseo llegar a otro puerto. -Tras un instante de indecisión, añadió-: Lléveme y seré
suya.
Brent McCain arqueó aún más la ceja y permaneció un momento en silencio.
-Quizá deba traerle algo de comer.
-Entonces, ¿acepta mi oferta?—preguntó soltando el aire.
-Aún no -respondió con voz cansina-. En cualquier caso, no deseo que vuelva a caer
desmayada en mis brazos. Prefiero reflexionar unos minutos más antes de decidir si
merece o no el pasaje.
Por un momento ella pareció perder la calma y lo observó como si quisiera degollarlo.
Enseguida desapareció aquella mirada asesina y lo contempló sonriendo.
-Le aseguro, capitán, que mereceré el pasaje.
Él abrió la puerta y llamó a voces a Charlie, que se presentó lleno de curiosidad. Brent
le pidió que sirviera algo de comida y que no le molestase. Le disgustó el hecho de que
McPherson se quedara boquiabierto, sonriendo a la dama como un mono, a punto de
saltar sobre ella, que le respondió con una de aquellas encantadoras sonrisas,
hechizándolo.
Mientras esperaban, Brent se volvió hacia ella de forma brusca.
-Soy el capitán Brent McCain -dijo con frialdad-. ¿Cómo se llama usted? Si tengo que
susurrar un nombre en el momento de mayor pasión, debo saber a quién me dirijo.
Ella se ruborizó de nuevo, sin perder la compostura.
-Kendall -respondió-, Kendall Moore.
Él sacudió la cabeza y se acercó a la puerta.
-Charlie, ¿dónde demonios te escondes? ¿Por qué tardas tanto?
Charlie apareció a toda velocidad lanzando a su capitán una mirada recriminatoria. En
pocos minutos se las había arreglado para conseguir una bonita bandeja con pollo frío,
pan, mantequilla y vino.
-Está bien, Charlie, gracias -dijo Brent con resolución, echando al hombre fuera del
camarote.
Brent se acomodó en su despacho y observó a la mujer, quien se sentó frente a él en
silencio y comenzó a comer con apetito, sin perder en ningún momento sus maneras
elegantes y delicadas. No se disculpó por el hecho de estar tan hambrienta. Consciente
de que él la miraba con disimulo, bebió vino, no porque le apeteciera, sino por puro
nerviosismo, para intentar relajarse. El hombre que tenía ante sí le daba miedo; parecía
Goliat, y se movía con la terrible agilidad de una pantera. No era guapo, pero su cara era
increíblemente atractiva. Emanaba fuerza, carácter. Sus facciones eran duras y
angulosas; la mandíbula, firme y cuadrada, y su mirada, franca, directa. Tenía aspecto
de ser un hombre muy exigente, sin duda peligroso si se enfurecía, si se sentía
utilizado... y ella planeaba utilizarlo.
Tenía la sensación de que el capitán le abrasaba el alma con la mirada y se estremeció.
Dios, había elegido al hombre equivocado. No era de los que perdían el tiempo con
galanterías. Pero debía huir de Charleston, de modo que tenía que seguir adelante.
Volvió a mirarlo a hurtadillas. Era alto y ancho de espaldas, con la cintura estrecha y
elegante. Los pantalones ceñidos y las botas altas hasta la rodilla dejaban adivinar unas
piernas largas y robustas como el tronco de un árbol, musculosas y bien contorneadas.
Tabaleaba sobre la mesa del despacho con unos dedos que también eran fuertes, como
sus manos, largas y anchas.
Se estremeció de nuevo. «¿Cómo acariciaría a una mujer un hombre como aquél?», se
preguntó. Dio un mordisco a un trozo de carne para evitar que él advirtiera su turbación.
Hasta entonces los hombres no le habían proporcionado más que tristeza.
Volvió a beber vino. Había cometido un error. Él irradiaba fortaleza masculina y
virilidad. Era de carne y hueso, caminaba, respiraba. Un hombre como aquél podía
llegar a ser despiadado. Lo intuía por lo punzante de su mirada escrutadora. «¿Cómo
podré mantenerlo a raya? -se preguntó, desesperada-. Si fallo, si descubre que soy una
embustera, se mostrará implacable. Que Dios me ayude. Debo estar loca; jamás lo
lograré. ¡Pero debo conseguirlo!»
No tenía ni idea de cómo había surgido su plan.
Acudió a su mente en cuanto lo vio y lo dijo en un impulso. Ahora debía concluir lo que
había empezado y, pasara lo que pasara, valdría la pena. Tenía que desaparecer antes de
que los acontecimientos que acababan de producirse en Charleston la convirtieran en
prisionera en una tierra que no era la suya.
«Estoy loca...»
Cuando hubo comido, se sirvió más vino con la intención de controlar el temblor de sus
dedos y le dirigió una fría mirada.
«¿Por qué estará tan enfadado?», se preguntó.
-¿Ha terminado ya... Kendall? -dijo él lentamente, con tono burlón.
Ella asintió con la cabeza.
-Entonces, ¿puede levantarse, por favor? –Lo pidió con amabilidad, con demasiada
amabilidad.
La estudió detenidamente, hasta el punto de que ella se sintió desnuda. No se trataba de
una principiante, decidió. Era joven y preciosa pero ya había superado la edad en que
las muchachas sureñas eran presentadas en sociedad y se casaban. ¿Jugaría a aquello
con frecuencia? ¿Estaría acostumbrada a buscar amantes? Sus ojos revelaban una
inocencia misteriosa, al tiempo que prometían el enigma y la sabiduría de la seducción
femenina... Sin poder evitar mostrarse cruel, preguntó con desdén:
-¿Qué le hace suponer, señora, que la consideraré merecedora del pasaje?
Sin llegar a adquirir el color ceniza de antes, el rostro de la mujer volvió a palidecer. Él
no se sentía muy orgulloso de su triunfo, pero era de justicia. Sabía que desde que había
recuperado la consciencia, había estado observándolo atentamente, juzgando sus
atributos físicos, pensó con ironía, y que había resuelto que pasaba la inspección.
Kendall comprendió de repente cómo se sentían los esclavos cuando eran subastados. Y
por vez primera olvidó su plan y, en un ataque de ira, espetó:
-Porque supuse que era usted un jugador... ¡salvaje bastardo! -Y se volvió de repente
buscando a tientas la puerta del camarote.
-¿Oh, no, señora! -rugió él, dirigiéndose hacia ella rápidamente para atraerla hacia sus
brazos-. Ya se ha burlado bastante de mí con su audaz proposición, con la promesa de
su mirada. Esta noche será mía, Kendall Moore. El trato queda cerrado.
Ella echó la cabeza hacia atrás, y su mirada, profunda y misteriosa, se cruzó con la de
él.
-¡Primero debemos arribar a otro puerto! –insistió ella, con frialdad-, ¡Ésta es mi oferta!
Brent apretó los labios. Su mirada acerada, punzante como un cuchillo, recorrió el
cuerpo de la mujer.
-¿Su oferta? Bien, señora, ¡probaré una muestra de lo que se me ha ofrecido antes de
aprobar los términos del trato!
Posó sus labios sobre ella, acariciándola. Asaltó su boca, forzándola a que fuera suya,
hundiendo la lengua entre sus dientes, invadiéndola de tal modo que resultaba imposible
esgrimir una negativa. Enredó los dedos en su cabello, extendió las manos sobre su
frágil espalda, atrayéndola hacia sí. Pero entonces... cambió de idea. Había intentado
abordarla con la misma pasión enfebrecida que le sacudía a él. Comprendiendo que no
debía comportarse así, separó sus labios de los de la mujer, para acariciarlos con
suavidad y delicadeza, mezclando su respiración con la dulzura de la de ella, que olía a
menta y rosas...
Se apartó de Kendall, se sacó los faldones de la camisa fuera de los pantalones y se
desabrochó los botones de perla. Arqueó una ceja al ver que ella empezaba a
desprenderse de los gemelos de plata de los puños. Él se detuvo un momento, esperando
decidido.
-Ahora, Kendall -dijo con voz ronca, implacable- si quiere el pasaje, la poseeré ahora.
Ella se estremeció, incapaz de resistir la fuerza del hombre y el efecto que su
«amabilidad» ejercía sobre sus sentidos. Había tocado algo en su interior, algo que la
hacía desearlo, por peligroso y exigente que fuera...
Pero, ¡se daría cuenta! Descubriría que era una embustera y la expulsaría del barco.
-¡Ahora! -insistió, y sus ojos grises traslucían un deseo ya irreprimible.
Ella observó cómo la camisa de Brent caía al suelo y después fijó la vista en la anchura
de su pecho, en los músculos de sus hombros, en el vello que asomaba por encima de la
cinturilla de sus pantalones.
-Yo... -Levantó la barbilla. Seguramente no se trataba del típico caballero del Sur, pero,
sin duda se mantendría fiel a su palabra-. Su promesa -dijo, procurando que su voz
sonara firme-, su promesa de llevarme a otro puerto.
Él apretó los labios. Debía conseguir que el capitán asegurara que cumpliría su promesa
antes de que los temblores se hicieran incontrolables y huyera, presa del pánico. ¡Era
incapaz de hacer aquello! ¡Desconocía aquella clase de juegos! Pero tenía que jugar.
Kendall le dedicó una sonrisa sensual, recogiendo graciosamente los pliegues de su
falda. El vestido plateado cayó al suelo como una cascada de seda, y la joven se forzó a
mantenerse erguida y orgullosa, sintiendo la desnudez de sus pechos, que asomaban por
encima del corsé.
-Le prometo hacerme acreedora al pasaje -murmuró lentamente, desatando de forma
seductora los cordones del corsé hasta que también cayó al suelo.
Brent echó su cabeza rizada hacia atrás y empezó a reír.
-Señora, ahora mismo ya se lo merece. No supondrá ningún problema llevarla de un
sitio a otro.
Kendall puso mala cara y se cruzó los labios con el dedo índice. Después cerró el puño
sobre su corazón, entre los senos.
-Su palabra, capitán -susurró de forma encantadora, parpadeando, confiando en realizar
los movimientos que correspondían a un juego totalmente novedoso para ella-. Su
palabra...
Brent la miró fijamente, descubriendo con un placer que le rasgaba el corazón que sin
corsé la perfección de aquel cuerpo era también auténtica. Tenía ante sus ojos unos
senos firmes y altos, de color crema, coronados por dos rosas, bajo los cuales casi se
transparentaban las costillas, que se estrechaban hasta una cintura que cabía entre sus
manos. Con el pulso acelerado, tiró de la cinta de sus bragas hasta aflojarla, recorriendo
con la mirada su trayectoria descendente hasta alcanzar los pies.
Su vientre era cóncavo; sus piernas, largas y esbeltas, las oscuras sombras de las caderas
añadían encanto al color meloso del vello femenino, creando un contraste embriagador
con la sedosa claridad de su carne.
Brent retrocedió un paso, devorándola con la mirada, mientras sus sentidos ardían como
lava encendida.
Se sentó en la silla que ella había ocupado antes, mientras comía, y procedió a quitarse
las botas. Ambos continuaban observándose, y él no estaba seguro de quién estaba
hipnotizando a quién.
-Su palabra, capitán -insistió. ¡Por el amor de Dios! No podía seguir de aquella manera
mucho más tiempo.
Él sonrió, ufano y se encogió de hombros.
-Mi palabra, Kendall. Como ya he dicho, no me resulta muy difícil darle el pasaje.
Ella tuvo que morderse el labio. Se merecía el pasaje tan sólo porque su precio era muy
barato. Permanecía de pie, desnuda, ante aquel extraño arrogante y tremendamente
atractivo que la atemorizaba aún más a medida que se despojaba de su ropa.
Dejó las botas a un lado y se levantó para acercarse lentamente a ella. Brent cubrió sus
labios con la boca y le recorrió los hombros con las manos, acariciando su sedosa piel
para deslizarías después a lo largo de la espalda, apreciando la delicadeza de su
curvatura. El hombre notaba la cálida caricia de los dedos femeninos, que ascendían
hasta presionar su pecho...
Kendall separó los labios para que él probara su sabor mentolado, se hundió cada vez
más profundamente en la boca de Brent a medida que su pasión aumentaba.
Su respuesta era dubitativa, pero llena de dulzura.
Entonces, de repente, aquellos dedos posados en el pecho del capitán lo apartaron, y la
mujer retiró la boca. Asombrado, vio que la mirada de ella se tornaba violenta. Kendall
lo observó durante unos instantes y echó a correr hacia la puerta del camarote.
-¡Por todos los diablos! -maldijo, atrapándola de una zancada y sujetándola por la
cintura-. ¿Está loca? ¡No puede salir completamente desnuda! -Tomó la esbelta figura
entre sus brazos-. ¡Además, no va a huir de mí a estas alturas, señora!
Enojado, la empujó a la litera sin ningún miramiento. Ella lo miró fijamente, y sus
transparentes ojos azules parecían estar recuperando la cordura. Él se quitó los
pantalones.
Quienes han crecido en una plantación saben muy bien qué es la vida, pero Kendall no
estaba del todo preparada para un hombre como Brent McCain. Tal y como había
supuesto era magnífico. Su cintura y su caderas eran tensas como la cuerda de un látigo,
los hombros y el pecho, musculosos, satinados, bronceados por el sol en alta mar.
Kendall clavó la vista en las caderas del hombre, en las poderosas columnas que eran
sus muslos y en el fuerte y duro símbolo de deseo que habitaba entre ellos.
Era magnífico, se dijo de nuevo, y con ese pensamiento se apoderó de ella un terrible
pánico. No sabía qué estaba haciendo. ¿Cómo se las arreglaría ante un hombre así?
¿Empezaría a gritar? ¿La abandonarían las fuerzas? De cualquier modo, su vida hasta
aquel momento no había sido más que un infierno oscuro, por tanto, ¿qué importaba lo
que pudiera suceder aquella noche? No habría humillación ni vergüenza que pudieran
ser peores que lo que la vida le había deparado hasta entonces. Pagaría bien cualquier
precio.
Él se colocó sobre ella, balanceándose, y le sujetó la cabeza con las palmas de las
manos. La mujer comenzó a temblar, y él, de repente, sonrió afectuosamente.
-Señora -murmuró-, ¿cerramos o no cerramos el trato?
Incluso en aquel momento, le correspondía a ella elegir. Al percibir la pasión y la
dulzura en la mirada del capitán, ella se humedeció los labios con la lengua.
Sin titubear un instante, susurró:
-Cerramos el trato.
-Entonces, señora -musitó, como acariciándola con la voz-, no tiemble de este modo. La
amaré con mucha ternura.
Se inclinó sobre ella, que sintió el peso de Brent, su calor abrasador, y la potencia de su
deseo entre los muslos como una tea ardiendo.
Le había prometido ternura y estaba dándosela con generosidad. La besó con suavidad
en la barbilla, las mejillas, los ojos y la frente hasta que su boca alcanzó la de ella y, tras
separar sus labios con la lengua, la penetró profundamente, saboreándola... A
continuación posó la mano sobre un seno para acariciarlo, rozándole el pezón con el
pulgar, hasta que lo cubrió con la boca. Ella notó sus labios ardientes sobre aquel punto
sensual y cómo la mano de él se deslizaba hacia abajo, desplazándose firmemente sobre
su vientre y sus caderas en dirección a los muslos para sumergirse entre ellos. Kendall
lanzó un grito sofocado y hundió los dedos en el cabello de su amante; aquel contacto la
convertía en fuego líquido y disipaba todos sus temores...
La boca de Brent vagaba por la garganta de ella, por la clavícula, por el otro pecho,
succionando el pezón hasta endurecerlo, hasta que la respiración de ella se hizo tan
entrecortada como la suya. Continuó recorriéndole la piel con la calidez húmeda de los
labios y la lengua, apartándose de vez en cuando para observar las manifestaciones de
pasión del cuerpo femenino y dejar que aquella contemplación encendiera aún más su
propio deseo. Estaba hecha para ser amada, pensó. La manera en que reaccionaba, tan
bella y natural, era embriagadora. Mirarla era como una droga...; aquel abanico de miel
y fuego que era su cabello esparcido sobre la blancura de la almohada, los ojos azules
como el mar, grandes y nebulosos, sus labios húmedos y entreabiertos, sus formas
perfectas.
No necesitaba ni acariciarla para arder de pasión, pero no podía dejar de hacerlo, de
saborear la dulzura de su carne.
Paseó la punta de la lengua por las costillas de la mujer y al oír su respuesta en forma de
gemido, una especie de escalofrío febril le recorrió la espalda. Sus labios amorosos le
acariciaban los senos para descender cada vez más, en tanto él la abrazaba para contener
sus saltos, como de protesta. Ella se retorcía y arqueaba, totalmente descontrolada,
mientras él murmuraba sobre su carne, incitándola, deseando explorarla por entero con
sus dedos y seguir la trayectoria de sus caricias con besos, contemplando el efecto que
ello causaba y pensando que cada centímetro de su piel era increíblemente bello,
sensual, entusiasta...
En cuanto se colocó entre las piernas de la joven, ella las apretó levemente, y él puso la
mano con delicadeza sobre su muslo y se las separó con la rodilla.
Ella se abrió para él, cálida, dulcemente.
-Es fácil -musitó-. Sé que me deseas. Estás tan caliente, tan mojada, tan provocadora...
Le deseaba. Señor, le deseaba de verdad, pensaba sin acabar de creerlo. ¿Podía haber
intuido cuando lo vio que aquello sería así? Fuego líquido recorría su interior,
humedeciéndola, provocándole dolor, quemándola, porque él la acariciaba...
«Ahora -pensó, con el escaso raciocinio que le quedaba en aquel momento-, ¡ahora!»
Sin embargo, la misma fiebre que lo dominaba, hizo que él decidiera retrasar el
momento. Percibía la docilidad de la mujer bajo el peso de su cuerpo; se había
convertido en una criatura torturada, exquisita, eróticamente bella. Comenzó a besarla
de nuevo, a moverla de modo que pudiera explorar cada centímetro de aquella carne
entregada, abriéndola ya sin ninguna dificultad, acariciándola apasionadamente con los
dientes, la lengua, los dedos, hasta que oyó que lo llamaba por su nombre, que sonó, en
su boca, increíblemente dulce y sensual...
-Acaríciame -ordenó con voz ronca.
Lo hizo con dedos temblorosos, y él se sintió lleno de vida, una sensación maravillosa y
aterradora a la vez. Sabía que ella lo necesitaba para satisfacer el deseo que él había
despertado...
Ninguno de los dos reparó en el ruido de pasos que se oía en cubierta. El sonido de sus
suspiros y los latidos de sus corazones los habían aislado de todo.
De repente, la puerta del camarote se abrió.
-¿Es ese maldito rebelde de McCain! –exclamó alguien.
Brent se volvió bruscamente dispuesto a luchar contra el intruso. De pronto notó la
presión de la punta de una pistola contra su mejilla y apretó los dientes, manteniendo la
calma.
La voz añadió, ronca y sonora:
-¿Kendall, zorra ingenua estás hecha a la medida de un bastardo sureño! Te las has
apañado muy bien sola, ¿eh, Kendall?
Todo sucedió en cuestión de segundos. El portazo, los gritos. Durante esos segundos, la
mirada de Brent se cruzó con la de la mujer; una mirada gris acerada de asombro ante
aquella maliciosa traición, llena de odio, condena y furia...
Ya no importaba. Brent sentía tanta rabia... Se volvió rápidamente, como una pantera,
para apartarse de ella de un salto y arrebatar la pistola al intruso o morir en el intento.
Sin embargo, no actuó con suficiente celeridad. A pesar de su agilidad y destreza, su
atacante venía preparado, mientras que él había bajado la guardia en brazos de...
Kendall, Kendall Moore. Y su abundante cabellera, rubia como la miel. Y todo su
misterio, sus intrigas, su belleza y su poder de seducción.
No vio a su adversario... o adversarios porque estaba convencido de que eran más de
uno. No le dispararon, pero sintió un dolor tremendo, una explosión en la cabeza,
cuando la culata de la pistola lo golpeó.
Todo se oscureció de repente, y su mente se centró en un único pensamiento; en efecto,
se había comportado como un tonto, como un ingenuo redomado. Le había tendido una
trampa; había dispuesto todo para que los sorprendieran. Desnudo e inerme se había
convertido en un blanco muy fácil. Alguien había pretendido desembarazarse de él, un
oficial yanqui, un antiguo socio, alguien que sabía que, en esos momentos, cuando la
guerra era inminente, él representaba una amenaza. La mujer había sido el instrumento,
una sirena seductora que lo había desarmado y había conducido a aquellos hombres
directamente hacia él. ¡Puta traidora! Sin duda, había confiado en que sus compañeros
llegarían a tiempo. La habían llamado zorra ingenua, quizá porque ésa era su manera de
ejercer el oficio. ¿Qué habrían hecho con su tripulación? Dios, ¿qué podía hacer? El
mundo exterior se había desvanecido por completo. Sentía un inmenso vacío en su
interior, mientras pensaba que, si sobrevivía, daría con los hombres que le habían hecho
aquello. Y también encontraría a la mujer, quien se arrepentiría de su traición. Se las
pagaría, bien caro.
Cuando el recién llegado volvió a hablar, tales pensamientos habían dejado ya de
atormentarle; Brent McCain había perdido el conocimiento. El intruso era un hombre
alto, imponente, moreno, con un gran bigote oscuro y barba recortada, muy guapo,
salvo por su mirada. Sus ojos, de un color azul gélido, crueles, parecían casi dos huecos
entre las perversas facciones de su rostro.
-¡Puta! -espetó a Kendall con toda tranquilidad-. Quizá decida matarte.
Cogió por las axilas al inconsciente McCain y arrastró su cuerpo desnudo por el suelo.
A continuación agarró a Kendall por el brazo, retorciéndoselo y le estampó una sonora
bofetada en la cara, con tal fuerza que su cabeza golpeó el mamparo del camarote.
Aquel acto brutal no arrancó a la mujer ni una palabra, ni un grito, ni un quejido. Alzó
la cara magullada para mirarlo.
-Te odio, John -dijo por fin con frialdad-. Algún día huiré de ti.
El hombre la levantó de la cama de forma brusca y la golpeó de nuevo, enviándola
directamente al suelo esta vez. Antes de que pudiera volver a pegarla alguien se
adelantó y le tocó la espalda.
-John, te he ayudado a encontrar a Kendall, pero no puedo soportar que te ensañes con
ella. Vámonos de aquí.
-¡No hasta que haya arrojado a este maldito bastardo por la borda, Travis! -sentenció
John, propinando una patada a Brent al tiempo que una sonrisa sarcástica se dibujaba en
sus labios.
Temblando, Travis Deland se interpuso entre su amigo de la infancia y la mujer para
ofrecer una sábana a Kendall. Ella le dio las gracias en un susurro y, a duras penas,
consiguió ponerse en pie. Permaneció allí, envuelta en la sábana, mirando a John con la
cabeza bien alta.
-Si matas a este hombre, John, hallaré la forma de llevarte ante los tribunales por
asesinato y contemplaré cómo te cuelgan.
-John -dijo Travis, conciliador-, sería un asesinato.
-¿Este bastardo es un rebelde! -vociferó John.
-No estamos en guerra -objetó Travis en señal de protesta.
-¡Lo estaremos! -rugió John-. Y este bastardo estará al mando de una flota si los
traidores sureños forman una marina -dirigió a Kendall una mirada mortífera-. Además,
señorita belleza sureña, cuando acabe contigo, preferirás estar muerta. Vale más que me
ahorquen por dos asesinatos que por uno.
-John...
-Oh, no voy a matarla. Si hubiera pasado unos minutos más con él, habría tenido que
apuñalarlos a los dos. De manera que...
Kendall se volvió hacia Travis, mirándolo con ojos suplicantes.
-¡Travis! ¿Cómo has podido intervenir en esto? ¿Cómo puedes obligarme a volver con
él?
Travis sintió como si una mano poderosa le apretara el corazón. Echó un vistazo a John
y percibió su mirada asesina. Después observó a Kendall; el miedo y el dolor se
ocultaban tras aquel muro azul de orgullo.
De repente le embargó tal tristeza que pensó que no podría soportar aquella situación.
Le habría gustado contar a Kendall que John Moore había sido, mucho tiempo atrás, un
hombre amable y bueno; que hubo una época en que John reía, una época en que la
había amado con la ternura y el cariño que ella merecía.
Quería renegar de Dios. Deseaba saber qué clase de justicia permitía a un hombre como
John caer en una dolencia de tan insufribles consecuencias como aquélla, capaz de
transformar la mentalidad humana, de convertirle en una bestia.
¡Pobre Kendall! Lo único que conocía del hombre a quien había sido vendida a cambio
de un valioso pedazo de tierra era la brutalidad. Era lógico que hubiera intentado huir.
Pero Travis conocía a John de toda la vida, y todavía rezaba para que las cosas
mejorasen. Jamás había visto a John pegar a nadie, nunca se había dado cuenta de cuan
malvado podía llegar a mostrarse. Habían descubierto a Kendall con otro hombre, y era
la esposa de John...
Miró a la mujer y sacudió la cabeza, apesadumbrado.
-Es tu marido, Kendall. Tienes... tienes que ir con él.
John recogió la ropa de Kendall y le arrojó las prendas de seda y encajes.
-Vístete, rápido, antes de que cambie de opinión y os apuñale a ti y tu amante sureño.
Temblando, Kendall se dirigió a un rincón del camarote y comenzó a vestirse, mirando
de reojo al capitán para asegurarse de que el golpe en la cabeza no había sido fatal.
«¡Perdóname por haberte involucrado! -rogó en silencio-. Perdóname, ya que yo jamás
te olvidaré. Eres lo único bonito que me ha pasado en la vida, que a partir de ahora será
incluso más dura.»
Se encogió de miedo al ver a John inclinarse y gruñir bajo el peso del cuerpo del
hombre que cargaba a sus espaldas.
-No permitas que se mueva, Travis. Volveré enseguida.
Cuando John hubo salido del camarote, Kendall cruzó la habitación para lanzarse en
brazos de Travis, aterrorizada.
-¡Travis! ¡Deténlo! Quizá me merezca lo que pueda sucederme, pero ese hombre no.
-Calla, Kendall -ordenó Travis-. En cuanto regrese, acércate a él, sumisa. Será... mejor
para ti que actúes así. Yo regresaré más tarde para enterarme de qué ha sido de ese
rebelde. Hay cinco hombres de John encubierta. Pilló a la tripulación desprevenida.
La puerta del camarote se abrió de golpe y John entró. Retorció el brazo de Kendall con
crueldad, contemplando cómo lloraba.
-Ven conmigo, señora Moore. -Rió con amargura-. Mi esposa. La gran belleza sureña.
¡La gran... puta sureña!
Kendall bajó la cabeza y cerró los ojos. «Dios cómo lo odio», pensó. Preocupada por
Brent McCain, obedeció sin rechistar la despiadada orden de su esposo.
-Brent McCain -dijo John, mofándose-. Sabe bien dónde escoger, ¿verdad Travis? Tal
vez hasta haya hecho a la Unión un condenado favor.
-Seguro, John- musitó Travis.
Travis permaneció en el barco cuando John Moore y su esposa lo abandonaron.
Comenzó a buscar por cubierta, desesperado. Su respiración iba apaciguándose. Había
algunos miembros de la tripulación esparcidos por allí, todos vivos. Pero ¿dónde se
hallaba McCain? En el agua. ¡Oh, por todos los diablos, estaba en el agua! Bajó
corriendo al muelle y vio al hombre desnudo en el agua helada, luchando con la cuerda
que le sujetaba las muñecas. Después de quitarse las botas, Travis se lanzó al agua y al
entrar en contacto con ella, casi perdió el sentido. Alcanzó al capitán y lo arrastró hasta
el muelle.
-Zorra -murmuró el rebelde-. Maldita y bella zorra. Seducirme y hacerme caer en la
trampa. La encontraré. -Brent McCain entreabrió los ojos y observó, sorprendido, al
extraño que lo había salvado-. Gracias.
«No me lo agradezca -pensó Travis-. Yo he participado en este juego tan triste y
espantoso. Y no culpe a Kendall. Usted no lo entiende.» Travis sonrió con tristeza.
-Tan sólo le pido que recuerde que no todos los yanquis son malos —dijo.
-Sombras grises -murmuró el capitán rebelde.
Travis oyó el revuelo que se había armado a bordo.
La tripulación estaba recuperándose y no tardaría en encontrar al capitán en el muelle.
Travis estaba aterrorizado. Permaneció de píe, mirando al rebelde una vez más, y echó a
correr en dirección al malecón.
«Sombras grises», pensó, tratando de descifrar el sentido de aquellas misteriosas
palabras.
Sí, acechaban sombras grises. La vida jamás volvería a ser de color blanco o de color
negro.

1
Noviembre de 1861
El mar se veía muy hermoso. En algunos rincones el agua era cristalina, centelleaba a la
luz del sol, lanzando destellos como una piedra preciosa. Al penetrar en las angosturas
de los estrechos, su tono azul se intensificaba hasta convertirse en algo tan misterioso y
profundo como la noche, irresistiblemente desafiante. De cerca, era como el cristal, y en
la transparencia de sus profundidades se distinguían diminutos pececitos brillantes, que,
si forzaba la vista, a Kendall se le antojaban tan mágicos y llenos de color como un arco
iris, como la llama lejana de una promesa mística. Suspiró y abrió bien los ojos; el agua
no guardaba ninguna promesa en su interior, y tampoco la había en la cautivadora
belleza de los peces del arrecife.

Todavía hacía calor, a pesar de que casi había llegado el invierno. Se encontraba a
muchos kilómetros al sur de la frontera de Mason-Dixon, aún en suelo unionista. Se
hallaba dentro de los límites del tercer estado que se había separado de la Unión, y
aunque ese estado continuaba perteneciendo a la Confederación, Fort Taylor, y por tanto
toda la isla de cayo Oeste, formaba parte de la Unión.
Kendall sabía a ciencia cierta que bien poco podían hacer los ciudadanos de la diminuta
isla de cayo Oeste para combatir a las tropas unionistas, aunque la mayor parte de ellos
se consideraran confederados. Esa certeza la reconfortaba a pesar de que nunca se le
permitía salir por su cuenta de los límites de Fort Taylor.
Todavía podía soñar; algún día un soldado bajaría la guardia, y ella podría escapar.
Después los amables confederados, al enterarse de que procedía de Carolina del Sur y
que deseaba huir de la Unión, la ayudarían.
Sobre todo cuando les contara cómo la habían obligado a contraer matrimonio.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, que enseguida enjugó con la palma de la mano.
Después del tiempo transcurrido, llorar resultaba ridículo. Al fin y al cabo, tras la
ultrajante proeza intentada durante la pasada Navidad, debía considerarse afortunada de
seguir con vida.
Contempló el mar, nublando otra vez la mirada e imaginando un arco iris brillante sobre
el agua. La vida habría sido más agradable... no, agradable jamás. Pero sí quizá más
llevadera si John no la detestase tanto.
¿Por qué se había empeñado él en tenerla consigo a toda costa si la había despreciado
desde el primer momento?
Travis insistía en que John la amaba, afirmaba que rezaba noche tras noche para que su
enfermedad remitiera a fin de poder amarla como un verdadero esposo. Pero Kendall no
lo creía. Para John ella no era más que una posesión, al igual que su uniforme azul, sus
espadas y sus rifles. Para él representaba un símbolo; John Moore era un hombre, y la
presencia de Kendall servía para recordarlo a todo mundo: un hombre, un hombre...
Si alguna vez se hubiera mostrado amable con ella, habría tratado de comprenderle y
proclamado con voz firme cualquier cosa que él desease.
En ocasiones pensaba que tal vez había sido ella misma quien había originado el odio
que su mando le profesaba. Pero ¿quién podía haber sospechado que...?
Cerró los ojos, evocando aquel día en Cresthaven, hacía ya tres años, cuando por
primera vez se fijó en John Moore.
Cresthaven... De hecho, podía haber sido suyo. Su padre había construido aquella
plantación. Cuando ella y más tarde Lolly dieron sus primeros pasos, William Tarton
solía pasearlas a hombros por toda la extensión de terreno de sol a sol. Aún recordaba
sus palabras.
-¡Hijos! -decía entre risas-. ¡No los necesito para nada! ¡Kendall, mi pequeña, tienes una
mente tan rápida como un látigo! Cresthaven te pertenecerá algún día, y los hombres
morirán de vergüenza al ver que sabes hacer de todo, desde trabajar el algodón hasta
cocinar. Y te casarás con quien tú misma elijas, mi preciosa hija; un hombre que te ame
con toda el alma. Te desposarás con el hombre que te mereces: inteligente, juicioso,
tierno y fuerte. Y no lo harás para conseguir una posición privilegiada en la sociedad.
Las lágrimas resbalaban por el rostro de Kendall. «Te maldigo, padre-dijo para sus
adentros-. Alimentaste ese sueño durante doce años, hasta tu muerte y me transmitiste
todo tu conocimiento y amor por la tierra, pero jamás hiciste lo mismo con mi madre.»
Kendall hizo una mueca de dolor. ¡Cuánto había amado a su padre! Y a pesar de todo
también amaba a su madre. Elizabeth Tarton había sido educada para ser un simple
adorno. Sabía tocar la espineta, organizar fiestas maravillosas, pero apenas era capaz de
contar el dinero.
Y, pese a las súplicas de Kendall, Elizabeth se casó con George Clayton, quien se hizo
cargo de la plantación y acabó arruinándola.
Entonces John Moore, militar apasionado destinado en Fort Moultrie, entró en su vida.
Un día él y sus amigos asistieron a las carreras de caballos que se celebraban en las
afueras de Charleston, y allí conoció a George Clayton, quien lo invitó a su casa. Y John
vio a Kendall.
Como los Moore, eran tremendamente ricos, el padrastro de Kendall, sin comentarle su
decisión la ofreció al yanqui a cambio de una sustanciosa suma del dinero.
La mujer se estremeció frente al mar. El sudor comenzaba a bañarle la frente.
Recordaba claramente la discusión en el salón...
-¡No! -exclamó, sorprendida y horrorizada-. No me casaré con un yanqui. Estás loco,
George. ¡Cualquiera es capaz de ver lo que se avecina! El país va dividirse.
George apretó los labios.
-No me grites, señorita «calzaslargas». Desde que te conozco te has comportado
siempre como una niña presuntuosa, pero eso no me importa en absoluto. Soy tu padre
y...
-¡Tú no eres mi padre! ¡Y no puedes obligarme contraer matrimonio tan sólo porque has
dilapidado la propiedad de mi verdadero padre entre el juego y las putas!
-¡Qué dices, bruja presumida? -George se acercó a ella desabrochándose la hebilla del
cinturón-, ¡Te azotaré, hasta llenarte de cardenales! ¿Qué te has creído?
La amenaza no era una bravuconada. Ya había pegado a ella y Lolly muchas veces.
Pero Kendall no le temía, pues se había convertido en una muchacha dura fuerte, y,
aunque George era un hombre robusto, la vid viciosa y la bebida le habían deteriorado
físicamente.
-Atrévete a tocarme, cerdo asqueroso -espetó con frialdad- y te arrancaré el corazón.
Al oír su voz firme y ver su gélida mirada, George titubeó. Al fin se apartó para
encender uno de sus espléndidos puros habanos.
-Está bien, chica, quizá ya eres demasiado mayor para recibir una azotaina. Dejaré que
sea tu esposo quien te humille.
-No pienso casarme con ese yanqui amigo tuyo, George, ni con nadie que tú hayas
elegido para mí. Te aseguro que cuando contraiga matrimonio, no lo haré con la clase
de hombre capaz de azotar con el cinturón a una mujer.
George se volvió hacia ella, riendo.
-Te casarás con él, claro que sí, porque si no lo haces...
-¡No me desposaré con él! Es desagradable y repugnante, no tiene modales. Cuando
mira a una mujer es como si la desnudara con la vista. Además es un yanqui. Y no estoy
dispuesta a casarme tan sólo para complacerte.
Entonces Kendall recorrió la habitación con la mirada y vio a su invitado, John Moore,
en el umbral de la puerta. Sus ojos azules eran fríos como el hielo y los rasgos de su
cara, duros. A Kendall le dolió que el hombre hubiera oído sus crueles palabras, pero ya
no podía retractarse.
-Le pido disculpas, señor Moore. Siento mucho que haya tenido que soportar tan
lamentable exhibición de hospitalidad. Repito que no pienso casarme con usted.
Estaba segura de que ambos hombres cambiarían de opinión.
John Moore se limitó a mirar a su padrastro con una mueca airada, tensar su postura y
sus facciones y marcharse. George echó a reír de forma estridente.
-Kendall, acabas de lanzarte de cabeza a una vida llena de miserias. Te casarás con él,
pequeña, pues de lo contrario entregaré tu preciosa hermanita pequeña a Matt Worton.
A él no le importará que ella consienta o no en ese matrimonio. Ya sabes que le
encantan las jovencitas vírgenes, especialmente las de ojos azules y cabello rubio como
esa chiquilla.
-¡Tan sólo tiene catorce años! -exclamó Kendall, furiosa-. No te atreverás a hacer algo
así. ¡Mamá te mataría!
George tiró las cenizas del puro en dirección al zócalo de la pared.
-Ya sabes que tu madre está enferma y que jamás creerá nada de lo que tú le digas
acerca del viejo George, cariño. Tu madre necesita de un hombre en quien apoyarse.
Matt puede obtener a Lolly sin que Elizabeth llegue a sospechar nunca lo sucedido.
El rostro de Kendall se encendió. Su hermana se parecía mucho más a su madre que a su
padre. Era amable, etérea, y George la intimidaba. Matt Worton pegaba y encadenaba a
sus esclavas, las azotaba con látigo. Sus dos esposas habían fallecido y jamás pudo
probarse que no hubieran muerto a causa de los tratos recibidos.
-Te casarás con ese yanqui, señorita repipi, y sólo así firmaré un acuerdo para que no le
ocurra nada a la preciosa Lolly. Al parecer, eres tú quien tiene que aprobar el esposo
elegido para ella. Y también intuyo que tu hermana nunca buscará protección
demasiado lejos de aquí. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad Kendall?
Desde el instante en que lo vio por vez primera, Kendall adivinó, por su mirada, que
John Moore la despreciaba.
La noche de bodas fue sorprendente. En cuanto el hombre cerró la puerta del dormitorio
tras de sí, lanzó a su joven esposa al suelo de un empujón y le ordenó que se desnudara.
Estremecida y dirigiéndole una mirada de odio y desafío, obedeció. Tardó lo que le
pareció una eternidad en despojarse, con dedos trémulos, del engorroso vestido de novia
de su madre. Él la observaba, devorándola con la vista. Su encolerizada mirada azul
rezumaba odio, tristeza y desesperación. De pronto John Moore pegó un puñetazo en la
pared y salió con paso airado de la habitación, dando un portazo. A lo largo de su
matrimonio, aquella escena se había repetido docenas de veces.
Fue Travis quien le contó que John había contraído una extraña enfermedad en Florida,
cuando combatía contra los indios durante la segunda guerra contra los seminolas. Fue
en 1856, y casi le costó la vida, pero salió adelante. Tan sólo ella y Travis, conocían la
desgracia que había convertido a John en un medio hombre. Kendall había tratado de
comprender los males que le abatían y transformaban en un ser cruel y violento pero,
cuando él comenzó a descargar su odio sobre ella, le resultó difícil entenderlo.
Durante el primer año, soportó la situación con silenciosa dignidad. Cuando se
enfadaba, la golpeaba, procurando no dejarle señales. Ella aguantaba cualquier maltrato
físico con la cabeza alta, pues su orgullo la convertía en un muro incapaz de agrietarse.
Sin embargo, no podía soportar la soledad. Por otra parte, la mayoría de los amigos que
John tenía en Nueva York eran muy agradables, e incluso la ciudad era fascinante y
bulliciosa. Los Moore se comportaban ante todos como cualquier matrimonio normal.
Lolly se enamoró cuando hubo transcurrido un año y medio de aquella parodia que fue
la boda de Kendall. Las cartas que ésta recibía de su hermana rebosaban de entusiasmo
y adoración, y aunque Lolly contaba sólo quince años, Kendall consintió en que
contrajera matrimonio. El joven de quien se había enamorado era hijo de uno de los
dueños de plantaciones más respetados e influyentes de Charleston, y siempre había
sido del agrado de Kendall. Gene MacIntosh tenía todas las características agradables de
un hombre del Sur era amable, inteligente, culto, cuidaría a Lolly y la protegería durante
toda su vida.
Y de aquel modo, sabiendo que Lolly estaba a salvo, Kendall volvió a sentir el aire de la
libertad.
Prestaba ávida atención a cuantas noticias llegaban a Nueva York y, después de que
ahorcaran a John Brown por encabezar un levantamiento abolicionista, tuvo la certeza
de que estallaría la guerra civil. Si Carolina del Sur llegaba a separarse de la Unión, ella
no permanecería en el Norte.
Con la ayuda de Travis, comunicó a John que debía visitar a su madre, a pesar de que la
tensión aumentaba por momentos. En cierta ocasión había intentado escapar por las
calles de Nueva York; debería haber supuesto que su esposo la seguiría con todos sus
amigos.
-¡Oh, Dios! -gimió, hundiendo el rostro en las manos al recordarlo. ¡Qué locura! ¡Un
hombre estuvo a punto de perder la vida por su culpa! ¿Cómo podía sospechar ella que
había topado con un capitán sureño a quien todos los hombres de la marina del Norte
temían y odiaban?
De manera que fue descubierta en una situación muy comprometida de la que sólo se
salvó gracias a la intervención de Travis, que hizo todo lo que estuvo en su mano para
evitar que John les matara a los dos. Y Travis le había asegurado después que el hombre
no había muerto... Aquel hombre era Brent McCain.
Se estremeció al pensar en él. ¿Cuántas veces lo había recordado sin querer después de
aquella noche fatídica? ¿Cuántas veces había temblado, sentido escalofríos? Era incapaz
de contar las ocasiones en que se había despertado trémula y cubierta de sudor.
Por mucho que se esforzaba, no lograba olvidarlo, su voz ronca, el gris profundo de sus
ojos, duros como el acero cuando se enojaba, nebulosos, casi plateados, cuando ardían
de pasión...
«¡Era un arrogante!», solía decirse. Arrogante, seguro de sí mismo, burlón y magnífico,
puramente primitivo y masculino. Jamás conseguiría borrar de su mente la imagen de su
cuerpo desnudo, de su impresionante y, sin embargo, elegante musculatura; de sus
anchas espaldas, de los músculos de su estómago, tensos, como vigas de hierro. A pesar
de su elevada estatura y su peso, se movía con la agilidad de un gato montes. De hecho,
le recordaba un poco a una hermosa bestia salvaje, lleno de salud, virilidad y fuerza
contenida.
-Oh, Dios... -susurró de nuevo. Tomó aire y lo expulsó lentamente, con una mueca de
dolor. Tampoco olvidaría jamás la mirada de Brent cuando la culata de la pistola de
John le golpeó la cabeza.
Nunca en su vida había visto una mirada tan fría y amenazadora. Jamás el terror la había
invadido como en aquel momento, ni siquiera cuando se volvió para ver también la
mirada de su esposo clavada en ella...
Para el Sur era una suerte que Brent McCain hubiera sobrevivido. En los barracones de
la Unión se mencionaba su nombre con gran respeto, pues era capaz de burlar cualquier
bloqueo enemigo; se dedicaba a transportar suministros desde las islas hasta Florida,
Georgia y Luisiana y navegaba ante las mismísimas narices de los soldados de la Unión
sin que jamás lograran capturarlo.
Kendall, que leía con voracidad todos los periódicos sureños que Travis le pasaba de
contrabando, se había enterado de que el presidente confederado, Jeff Davis, había
otorgado a Brent McCain un cargo de oficial en la marina, y que había sido
condecorado dos veces por su valentía.
«Dios, mío -rogaba Kendall en silencio-, no permitas que lo atrapen. -Para seguido
añadir-: Por favor, y tampoco permitas que venga jamás aquí...»
Volvió a temblar, a pesar del calor. Aunque pasaran mil años nunca podría olvidar su
mirada, como un puñal de acero, cuando la observó por última vez. Si ambos coincidían
de nuevo, ella moriría de miedo aunque estuviera rodeada por un centenar de soldados
de la Unión. Estaba segura de que el capitán encontraría un modo de matarla... a menos
que John lo hallara antes a él. En cuanto se enteró de que McCain seguía vivo, montó en
cólera. Él y Travis discutieron con tanta violencia que la herida abierta entre ellos no se
cerraría jamás.
Sin embargo, Travis solicitó el traslado a Fort Taylor para estar con John. Kendall
consideraba que lo había hecho para protegerla del mejor modo que sabía. Travis... ¡qué
hombre tan respetable, a pesar de ser un yanqui! No, rectificó Kendall mordiéndose el
labio. No era justa al pensar así. Había muchos yanquis respetables. Había aprendido
que los hombres eran hombres y que el color de su chaqueta no determinaba de ningún
modo su honorabilidad.
La mitad de sus penurias venían dadas por ser ella quien era. Su hogar era Carolina del
Sur; su ambiente, los algodonales. La música que mejor conocía eran los cálidos cantos
que entonaban los esclavos mientras trabajaban. En lo más profundo de su corazón, era
leal a su tierra y jamás rehuiría el peligro que representaba ser rebelde en un baluarte
unionista. Allá donde mirara -en aquel momento observaba la torre del vigía- se topaba
con un uniforme azul.
-¡Kendall!
Al oír su nombre, se volvió hacia la pasarela del fuerte, sonriendo, pues quien la
llamaba era Travis, no su marido. Una de las ventajas de vivir allí era que John apenas
aparecía, ya que se pasaba el tiempo navegando por las costas, de Pensacola a
Jacksonville, donde se desarrollaban casi todas las escaramuzas navales. Florida, cuyos
antiguos gobernadores, al igual que el actual, habían sido secesionistas convencidos y
totalmente leales a la Confederación, que estaba siendo tristemente destruida debido a la
causa que sus hombres defendían de todo corazón. Muchas de sus tropas eran
reclamadas para luchar en Virginia y Mississipi, donde se libraban las batallas más
estratégicas de la guerra, con lo cual kilómetros y kilómetros de costa quedaban
expuestos a los ataques.
-Hola, Travis -saludó dulcemente.
Él sonrió a modo de respuesta y comenzaron a pasear juntos hacia un lugar desde el que
se divisara el océano. Travis solía buscar la compañía de Kendall, aunque cada vez que
se acercaba a ella le invadía un sentimiento de culpabilidad. Estaba enamorado de ella.
Era muy hermosa pero los sentimientos del hombre iban más allá de la mera atracción
física. A pesar de que el orgullo y la energía lo camuflaban un poco, el acento sureño de
su voz resultaba cálido. Sucediera lo que sucediese, ella se mantenía altiva,
contemplando el mundo con retadora dignidad, pues era, ante todo, una dama.
Si no hubiese ayudado a John a encontrarla, la mujer habría desaparecido para
siempre... Travis se clavó las uñas en la palma de la mano. Era la esposa de John, estaba
legalmente unida a él. Por ese motivo le ayudó a buscarla y porque temía que John
intentara matarla aprovechando la indefensión de Kendall.
-¿Te apetece navegar? -preguntó Travis.
Los azules ojos de la mujer se iluminaron compitiendo con el color del agua bañada por
el sol.
-¿Puedo hacerlo, Travis?
-Sí -respondió él, feliz-. Acaban de asignarme una pequeña misión de exploración. El
capitán Brannen ha dicho que se trata de una excursión rutinaria. Estando cerca del
fuerte, no existe ningún peligro real. El capitán opina que, ya que hace cuatro meses que
John está ausente, te convendría salir a airearte un poco.
Kendall volvió a sonreír. El capitán Brannen era un buen hombre. Ella ignoraba el
origen de su tristeza, pero intuía algo. Por fortuna, como superior de John, tenía en su
mano la posibilidad de conseguir pequeños favores que alegraban la vida de la joven.
-¡Oh, Travis! ¡Muchas gracias! -exclamó Kendall-. ¿Cuándo partimos?
-Ahora mismo.
-Iré a buscar un chal.
Pronunció las últimas palabras bajando ya por las escaleras de la pasarela. Al verla
marchar, Travis suspiró. Era tan bella...
Debido al calor que hacía en la isla, Kendall no tardó en imitar el ejemplo de las demás
mujeres, abandonando las enaguas voluminosas así como los corsés apretados, tan en
boga en tierra firme.
Llevaba un vestido de algodón multicolor, ceñido al cuerpo que, sin llegar a resultar
voluptuoso, era femenino, bien proporcionado y agradable. El corte del vestido era más
bien modesto, pero ni esa sencillez era capaz de esconder la curvatura de sus pechos,
jóvenes y tersos, erguidos sobre su delgado talle. Un sombrero de paja amplio la
protegía de los despiadados rayos del sol, y ese tocado contribuía a incrementar su
belleza, imponiendo una sombra misteriosa sobre el increíble azul de sus ojos, que
cambiaban de color como de un torrente de aguas cristalinas se tratara.
-¡Te espero en la verja! - avisó Travis.
Ella hizo una señal con la mano como respuesta y entró a toda prisa en la pequeña
habitación que compartía con John cuando él se encontraba en el fuerte y de la que
disfrutaba durante su ausencia.
Cogió el chal blanco que se hallaba a los pies de la cama y echó a correr hacia Travis,
quien la esperaba en la verja. Desde que había llegado a Fort Taylor, había descubierto
una nueva pasión: navegar. Amaba el océano, el viento que le azotaba el cabello, el
balanceo de la cubierta, el agua salada bañándola, refrescándola, infundiéndole el
espíritu de una vida nueva.
-¿En qué barco zarpamos? -preguntó con la respiración entrecortada.
-En el Michelle -respondió Travis, con una amplia sonrisa-. Es como si celebráramos
una pequeña fiesta.
Iremos Seamen Jones, Lewis, Arthur y yo. ¿Qué te parece?
-¡Perfecto! -dijo Kendall, sonriendo. Los tres hombres discretos y considerados, eran de
su agrado. Ninguno de ellos haría comentarios del tipo «esos malditos e ignorantes
rebeldes se merecen que les peguen una patada y los envíen bien lejos» en su presencia;
ni murmuraría que ella era una de esos «azotadores de esclavos traidores a la sagrada
Unión». En los barracones de Fort Taylor se mezclaban diversas clases de individuos; la
mayor parte, chicos decentes atrapados en la injusta trampa de una triste guerra. Pero
había unos fanfarrones estúpidos convencidos de que, a pesar de la humillación sufrida
por la Unión en Bull Run, «acabarían de una vez por todas con esos engreídos rebeldes
de un lametazo, los rajarían y los colgarían a todos como a los malditos indios».
Cuando se encaminaban por la pasarela hacia el Michelle, Travis cogió a Kendall del
brazo. La pequeña goleta no llevaba armas, pues, más que un barco de guerra, era una
embarcación de recreo que sólo se utilizaba en misiones de exploración como aquélla.
-Dejaré que te ocupes del timón -dijo Travis guiñándole el ojo. Le rodeó la cintura con
las manos para ayudarla a subir a bordo.
-¿Cómo es eso, Travis? -replicó Kendall y rió abiertamente. Saludó al resto de los
hombres con una sonrisa y tomó asiento cerca del timón, mientras ellos levaban anclas y
maniobraban para zarpar. Iniciaron la navegación; el viento soplaba de frente, y ella
soñó que surcaba eternamente mares cristalinos.
La fuerte brisa no resultaba molesta. Kendall observó el velamen hinchado por el
viento, miró de reojo a Travis, sentado al mando de la embarcación, y después cerró los
ojos. Algún día conseguiría escapar de John.
Florida le había abierto nuevas fronteras. Conocía la existencia de lugares, islas y calas,
donde podría desaparecer para siempre. Los piratas habían utilizado aquellos escondites
durante siglos. No necesitaba más.
Había crecido en la riqueza pero también había aprendido a trabajar duro y sabía
sobrevivir perfectamente.
Se las arreglaría para pagar una vivienda, compraría un barco, más pequeño que el
Michelle, uno que pudiera tripular por sus propios medios. Y navegaría toda la eternidad
por mares cristalinos...
-¡Mira, Kendall! -La voz de Travis rompió su maravilloso sueño.
Se había desabrochado la camisa para estar más cómodo y, tendido tranquilamente
sobre una plancha de madera, señalaba el agua. Kendall, siguiendo con la vista la
dirección del brazo, vio un par de delfines que jugueteaban tras la estela del Michelle,
saltando por encima del nivel del agua para volver a sumergirse.
Kendall sonrió, pero Travis percibió algo en su mirada que le indicó que acababa de
sacarla de una fantasía placentera para devolverla a la cruda realidad.
Su sonrisa se esfumó, y Travis dirigió la vista a popa, donde los tres tripulantes se
dedicaban a explorar las calas de las diminutas islas situadas al norte de cayo oeste en
busca de alguna embarcación.
-Kendall... -Se interrumpió, hizo una mueca y prosiguió-: Kendall, no he tenido nunca
la oportunidad de decirte que siento mucho lo... lo ocurrido el pasado mes de diciembre.
Yo... yo crecí con John, ya lo sabes. Fue mi mejor amigo...
-Está bien, Travis -atajó Kendall con un tono inexpresivo. Hiciste lo que juzgaste
oportuno.
-No, eso no es cierto del todo. -Travis titubeó al ver que ella entornaba los ojos, como si
tratara de protegerse de sus palabras con el fino escudo de sus pestañas.-Kendall, yo...
¡Demonios! Siempre creí que John se recuperaría algún día. Pero me equivoqué. John es
como un animal herido, Kendall. Si disparas contra un gato montes, es mejor que lo
mates del todo, pues de lo contrario sufre por el resto de sus días y muere poco a poco.
John tendría que haber muerto. El sufrimiento no habita en su cuerpo, sino en su mente.
Tiene el alma envenenada y trastocada.
Kendall abrió por fin los ojos para mirar fijamente los de Travis, castaños y cálidos
oscurecidos en aquel momento por el dolor que le causaban ella y su esposo. ¡Pobre
Travis!
-Travis, admiro tu lealtad hacia John. Era tu amigo y le apreciabas. Para mí eres también
un buen amigo. Gracias a ti mi vida es más llevadera. Tú... impediste que John me
asesinara y me has quitado de la cabeza la idea de la muerte.
Travis carraspeó y lanzó una ojeada hacia la popa para asegurarse de que los marineros
continuaban conversando entre sí y no los observaban.
-Kendall, me parece que no lo entiendes. Creo que John se ha excedido. Incluso sus
hombres opinan que está loco. Yo... me gustaría ayudarte a huir de él.
Kendall levantó la cabeza y lo miró con impaciencia.
-¡Oh, Travis! ¡Dios te bendiga! ¡Haría cualquier cosa, iría donde fuera! ¡Charleston, tal
vez! Debo actuar con prudencia. Me agradaría vivir con Lolly, y así no me alejaría de la
ciudad. No, Charleston quizá no. Si me pillara, mi padrastro me entregaría a John. ¡A
menos que pudiera divorciarme! ¡Oh, sí, Travis! Eso es. ¡Puedo presentar una demanda
en los juzgados de Carolina del Sur! No me obligarían a regresar, ¡mi marido es un
yanqui!
-¡Kendall, Kendall! -le advirtió Travis-. Incluso estando en guerra, quizá especialmente
estando en guerra, no resulta nada fácil divorciarse. Y tu padrastro tiene tanto miedo por
lo que respecta al dinero que te devolvería a John enseguida. No... no cuentes con
divorciarte, Kendall. Debemos elaborar un plan para hacerte desaparecer.
-¡Comandante! ¡Comandante Deland!
Las palabras de Travis fueron interrumpidas por el agudo grito del marinero Jones.
Travis frunció el entrecejo y dejó a Kendall al mando del timón.
-Discúlpame, Kendall -dijo, y su semblante traducía aturdimiento y preocupación.
Kendall cogió el timón y observó con las cejas arqueadas cómo Travis se dirigía con
agilidad hacia la popa. Se caló el sombrero de paja para proteger los ojos de los rayos
del sol. El marinero Jones, un joven de unos dieciocho años, señalaba excitado hacia la
parte posterior de la embarcación. Kendall miró de reojo y al ver que los perseguían tres
embarcaciones alargadas de un solo mástil, gobernada cada una de ellas por un único
tripulante, su corazón empezó a latir con fuerza. «Piraguas -pensó al instante- de unos
cinco metros de eslora.» Éstas avanzaban a toda velocidad hacía ellos...
-¡Que Dios nos ampare! -Inquieta, musitó aquella plegaria en el momento en que Travis
regresaba de un salto y la apartaba del timón.
Kendall notaba los escalofríos de terror que le recorrían la espalda.
-¿Qué ocurre? -preguntó con voz trémula cuando Travis se volvió hacia ella sorprendido
y con un miedo imposible de disimular.
-Indios -respondió escuetamente. Se giró de nuevo-, ¡Jones! ¡Iza el foque! ¡Debemos
recoger amarras!
-¡Indios! -repitió Kendall, incrédula. El gélido temor estaba convirtiéndose en verdadero
pánico-.¿Qué indios? ¿Por qué?
Travis negó con la cabeza, impaciente.
-No... no sé por qué. Deben de ser seminolas o quizá mikasukis. Desde la última guerra
se han producido escaramuzas violentas. Odian la Unión. –Travis se volvió para
observar el terreno que ganaban a las piraguas-. ¡Un día que decido traerte! ¡Maldito sea
el gobierno de Estados Unidos! Han mentido durante todos estos años y abandonado en
este reducto de los pantanos a los seminolas, que ahora se disponen a atacar mi barco.
¡Y en los cayos, nada menos!
-No es culpa tuya que yo esté aquí "-se apresuró a decir Kendall, sin lograr ocultar el
miedo que sentía. De pequeña había oído historias terribles sobre los indios de Florida.
Habían incendiado las plantaciones de Florida, asesinado a sus amos y cometido
verdaderas barbaridades con las mujeres y los niños...
-¡Atad los cabos! -vociferó Travis-. Vuelve acoger el timón, Kendall.
Kendall agarró el timón con manos sudorosas. Echó un vistazo hacia atrás y observó
que las piraguas rodeaban la embarcación. Los tres marineros estaban preparando sus
armas mientras sostenían entre los dientes los paquetes de pólvora. Podrían disparar
solamente un tiro y después tendrían que utilizar las bayonetas.
Travis procedió a cargar su rifle.
-¡Travis! -suplicó Kendall, temblorosa-. ¡Dame un cuchillo! ¡Dame algo!
La miró indeciso. Una de las piraguas se hallaba a babor. Un hombre medio desnudo,
con un cuchillo entre los dientes, se disponía a subir a bordo del Michelle. Travis
entregó el cuchillo que llevaba atado en la pantorrilla a Kendall y cogió su rifle.
Al oír la primera detonación, la mujer se acobardó. Uno de los indios se precipitó al
agua, y otro con la agilidad propia de un gato, saltó a cubierta, presto a atacar. Kendall
se puso en pie de un brinco, puñal en mano, para situarse a toda prisa en la popa del,
Michelle. La segunda piragua se encontraba a estribor, tres guerreros, morenos y
musculosos, vestidos con taparrabos, saltaban con destreza a la goleta profiriendo
espeluznantes gritos de guerra. Kendall contempló horrorizada cómo el marinero Jones,
con una puñalada en la garganta, se hundía en la espuma del mar.
Entonces, por encima de los estallidos de pólvora y los alaridos de los hombres que
luchaban cuerpo a cuerpo, se oyó una voz que habló en un inglés impecable.
-¡Rendios, yanquis! ¡Os perdonaremos la vida!
Travis, tan perplejo como Kendall, cometió el error de permanecer inmóvil, atónito. El
indio que acababa de hablar le arrebató el rifle y lo lanzó al mar.
Kendall, aferrada al palo mayor para no perder el equilibrio, observó cómo Travis se
encaraba al guerrero indio.
-¿Quién eres? -inquirió Travis.
-Zorro Rojo -respondió el interpelado volviendo la cabeza hacia popa, donde los dos
marineros que quedaban con vida, blancos como el papel, eran rodeados por cuatro
indios. Zorro Rojo hizo un movimiento enérgico con la cabeza, y sus guerreros cogieron
a los hombres con la intención de arrojarlos por la borda.
-¡Espera un momento! -exclamó Travis-. Has dicho que nos perdonarías la vida.
Al ver la mirada de Zorro Rojo, oscura, dura y aparentemente burlona, se le quebró la
voz.
-Eres valiente, amigo. Os perdono la vida. Os doy una de las piraguas. Y ahora,
valiente, tú también, salta por la borda y nada hacia una piragua. Espero que no
encuentres ningún tiburón hambriento por el camino.
Travis permaneció inmóvil, y Kendall advirtió que temblaba ante la figura de aquel
guerrero tan alto, esbelto y musculoso. Sin embargo Travis no se arredró.
-Lo haré en cuanto haya saltado la mujer.
-La mujer se queda -anunció Zorro Rojo con resolución-. Vete; si no, morirás.
-No puedo... -Travis fue incapaz de continuar. Zorro Rojo echó a reír, cogió a Travis
como si de una pluma se tratara, y lo arrojó al mar. Kendall oyó el grito agudo... y tardó
unos segundos en comprender que el grito había brotado de su boca.
Zorro Rojo se aproximaba a ella. Aterrorizada, se soltó del palo mayor y blandió el
cuchillo, amenazándolo. Mientras tanto los demás indios se deslizaban por la cubierta,
sigilosos como gatos por la noche.
Kendall miró a derecha e izquierda, dispuesta, en un intento desesperado, a lanzar el
arma en cualquier dirección. Oyó una risotada... era Zorro Rojo, que a continuación dijo
algo en su propia lengua. Los indios retrocedieron, y uno de ellos se puso al timón del
Michelle.
Zorro Rojo seguía acercándose... solo en esta ocasión. Kendall se quedó quieta; el terror
que sentía hacía que la sangre le corriera por las venas a toda velocidad. Observó al
indio mientras avanzaba hacia ella. El cabello negro, lacio y brillante, le llegaba hasta
los hombros, y su rostro era como una atractiva escultura esculpida en granito. Tan sólo
la sonrisa burlona dibujada en sus labios y la chispa de ingenio que destellaba en sus
grandes ojos oscuros mostraban algo de emoción en su semblante. Kendall se sentía
como un ratón atrapado por un gato.
-Mujer, dame el cuchillo -ordenó.
-¡Jamás! -replicó Kendall. Fue el miedo, más que la valentía, lo que la impulsó a emitir
esa respuesta.
Zorro Rojo se puso las manos en las caderas y se echó a reír.
-¡Mujer de fuego! -exclamó con voz aguda-. Me encantaría luchar contigo, pero... -se
encogió de hombros; era evidente que estaba divirtiéndose-. Halcón de la Noche quiere
que seas suya. Yo acato sus deseos.
Kendall no tenía ni idea de qué significaba aquello. Jamás se había topado con un indio.
Y, no importaba nada en absoluto qué bárbaro la consideraba un trofeo pues estaba
dispuesta a defenderse hasta... ¿Hasta qué? La única vía de escape era el agua.
Zorro Rojo avanzó un paso, y ella comenzó a repartir golpes a diestro y siniestro con el
cuchillo. El reculó de un salto y empezó a girar alrededor de Kendall, quien seguía sus
pasos, atacándolo y retrocediendo a la vez. Se lanzaron miradas desafiantes. De pronto
Kendall se abalanzó sobre él, vengativa, satisfecha al oírle quejarse y ver la sangrante
herida que acababa de producirle en el pecho. Él alargó el brazo antes de que ella
tuviera tiempo de reaccionar y, cogiéndola por la muñeca, la obligó a soltar el cuchillo.
Ella comenzó a gritar, aterrorizada y enojada, y se revolcaba como una fiera atrapada
hasta desembarazarse de él.
Seguramente el agua no le ofrecía más salida que la muerte, pues no sabía nadar.
Además, la longitud de su falda la impediría moverse con facilidad, y se hallaban a más
de un kilómetro de distancia de tierra firme.
A pesar de ello, corrió hacia babor y se arrojó por la borda. Empezó a hundirse en las
profundidades cristalinas, los pulmones le pesaban cada vez más por la respiración
contenida. Entonces sus miembros reaccionaron, y de forma instintiva pegó una fuerte
patada, de modo que su cuerpo fue impulsado hacia la superficie.
Asomó la cabeza por encima del agua y aspiró una gran bocanada de aire. De repente
notó como si una garra la cogiera por un hombro. Al volverse vio a Zorro Rojo, cuyas
hermosas facciones denotaban irritación.
Kendall intentó golpearlo. Él apoyó una mano sobre su cabeza y volvió a sumergirla
para mantenerla bajo el agua tanto rato que ella forcejeó como una fiera, pensando tan
sólo que necesitaba respirar. De pronto, el indio la sacó a la superficie asiéndola del
pelo.
Ya no tenía fuerzas para enfrentarse a él. Veía sólo puntos oscuros; era como si tuviera
una cortina ante los ojos. Cuando él comenzó a nadar, remolcándola, estaba casi
inconsciente. En cuanto Zorro Rojo la soltó para subir a bordo, se ocuparon de ella dos
de los guerreros, que la dejaron en cubierta donde permaneció un rato, con los ojos
cerrados, sintiendo el calor del sol sobre su cuerpo calado hasta los huesos. Por fin, su
mente empezó a funcionar de nuevo.
Los indios conversaban tranquilamente. El Michelle navegaba cobrando velocidad.
Con los ojos bien abiertos, Kendall se dispuso a levantarse para volver a arrojarse al
mar. En cuanto se hubo incorporado, un pie enorme y desnudo se posó en su estómago.
Enfurecida miró fijamente a Zorro Rojo.
-Aparta de mí tu sucio pie.
El indio gruñó y se inclinó para cogerla del brazo, darle la vuelta y, sin demasiada
amabilidad, tenderla de bruces. Ella trató en vano de resistirse. Sin ninguna dificultad,
Zorro Rojo le sujetó las muñecas con la cinta de cuero que llevaba colgada del cuello y
después acabó de atarla con un trozo de aparejo, para impedir que huyera.
Sin más recursos, Kendall lo maldijo con crueldad propinándole patadas y golpeándolo
con las pocas fuerzas que aún le quedaban.
Al recibir un puntapié en la espinilla. Zorro Rojo gruñó de nuevo. Apretó aún más la
cuerda con el fin de sujetarle las manos en la espalda. El dolor era punzante.
-¡Mujer! -exclamó airado-. Estás creándome más problemas que esos soldados azules
¡Basta ya! U olvidaré que eres para mi hermano, Halcón de la Noche, y me vengaré en
su nombre.
Totalmente abatida, Kendall cerró los ojos y permaneció quieta. Oyó que los pasos se
alejaban y noto la presión de la cuerda, como para recordarle que estaba atada.
Kendall, empapada y triste, tumbada miserablemente sobre los duros tablones de la
cubierta, procuró no pensar en la situación en que se hallaba. Debía descansar para
recuperar fuerzas.
El Michelle navegaba hacia el norte. No podía evitar pensar... el terror se apoderaba de
ella... ¿Quién demonios sería Halcón de la Noche? ¿Por qué quería vengarse de ella?

El sol desapareció antes de que las ropas de Kendall se hubieran secado por completo.
Al oscurecer, los calurosos días de invierno se convertían en noches frías. Acurrucada y
aterida, Kendall se preguntaba adónde la llevarían los indios.
Sólo sabía que se dirigían hacia el norte. Habían pasado ante numerosas islas, lo que
nada significaba.
Era ridículo que los indios hubieran llegado tan lejos, hasta cayo Oeste, con la única
intención de emprender un ataque sorpresa...
Sus secuestradores no la molestaron. En cuanto hubo anochecido, comenzaron a
conversar entre sí en su propia lengua. De no haber sido por su tez morena y su pelo
oscuro y largo, podían haber sido confundidos con los tripulantes de una embarcación
de recreo.
Y, habida cuenta de la atención que estaban prestándole, Kendall les merecía la misma
consideración que un trozo de cuerda o una vela. De hecho, debería sentirse agradecida
por ello.
Realmente resultaba sorprendente lo que un ser humano podía llegar a soportar. Cuando
se había enfrentado a Zorro Rojo con el puñal, segura de que iba a morir, su orgullo le
había impedido hincarse de rodillas ante él. Sin embargo, en esos momentos dudaba de
que pudiera conservar su orgullo por mucho más tiempo. Tenía tanto frío, estaba tan
mojada... El cuero que ceñía sus muñecas estaba secándose y la apretaba cada vez más;
era como si estuvieran tomándola lentamente y sin pausa. Llevaba horas sin comer,
sentía el sabor de la sal en la boca...
Pensaba que el dolor continuo y persistente podía enloquecer a las personas, impulsarlas
a suplicar la liberación. Kendall suspiró y, debido a la terrible sequedad de su garganta,
un grito sofocado salió de su boca. Kendall sabía que había agua a bordo del Michelle.
En el pequeño camarote se almacenaban montones de recipientes de agua potable y
cristalina.
Zorro Rojo le había parecido casi civilizado. No se ajustaba a la imagen que ella se
había formado de los indios. De haber sido un salvaje, habría asesinado a todos los
marineros del Michelle, la habría secuestrado, degollado y arrojado sus restos a los
tiburones.
Al recordar que la había salvado tan sólo porque Halcón de la Noche deseaba vengarse
de ella, se estremeció. Puesto que la había salvado, podía pedirle agua y una manta para
evitar que contrajera una pulmonía y muriera sin que Halcón de la Noche hubiera
llevado a cabo su venganza. Cuando se disponía a llamar a Zorro Rojo, Kendall vio una
luz que brillaba en la oscuridad y el rostro de otro indio que viajaba en una
embarcación, a unos seis metros de distancia; una piragüa se acercaba al Michelle. Una
retahíla de palabras en lengua india rompió el silencio de la noche, y los guerreros que
se hallaban a bordo del Michelle comenzaron a plegar velas. La mujer oyó el ruido del
ancla al ser echada por la borda. Zorro Rojo la cogió sin decir nada y, haciendo caso
omiso de las furiosas protesta de Kendall, la cargó sobre sus espaldas. Cuando la arrojó
al mar por babor, ella lanzó un grito. Se caló los brazos y el cabello y, como estaba
tiritando debido a la humedad, le pareció que el agua estaba tan helada como la de los
mares árticos.
Zorro Rojo la condujo hasta la orilla y la acercó al calor de una hoguera encendida en
medio de la arena blanca. La miró con preocupación.
-¿Tienes frío? -preguntó.
Kendall sólo tenía fuerzas para mover la cabeza.
El indio le quitó la cuerda, pero no la cinta que le sujetaba las muñecas. Kendall supuso
que lo hacía porque consideraba que no era necesario mantenerla atada por más tiempo;
no podía ir a ninguna parte. No se veía más que arena... y el mar, oscuro y peligroso.
Kendall clavó la vista en las llamas y después contempló la línea del horizonte. Cuatro
guerreros arrastraban las piraguas hasta la orilla, mientras hablaban en voz baja,
tranquilamente. Dos indios más conversaban con Zorro Rojo y luego se unieron a los
que remolcaban las embarcaciones. Sacaron de ellas camisas de colores y mantas de
lana, así como un buen número de bolsas de cuero. Kendall observó cómo Zorro Rojo
se ponía una camisa de manga larga, se colgaba una bolsa, cogía una manta y regresaba
junto a ella.
Le lanzó la bolsa.
-Es ropa - dijo.
Ella lo miró de hito en hito, y él se inclinó para observarla con una sonrisa burlona en
los labios.
-¿Tiemblas, mujer blanca? ¿Te asusta ver cómo ante tu carne pálida mis guerreros se
comportan como sementales ante una yegua en celo?
Kendall sintió ganas de reír y llorar a la vez. Ese indio no sabía nada de ella, que había
sufrido tantas humillaciones que aquello poco podía afectarle. Sonrió.
-Tiemblo, Zorro Rojo, pero de frío. ¡Y si no me apresuro a aceptar la ropa seca es
porque tengo las manos atadas!
A Kendall le alegró comprobar que, por vez primera, Zorro Rojo, se mostraba
desconcertado. El indio sofocó una risita, y al instante, volvió a aparecer aquella extraña
sombra de admiración en su mirada.:
Sacó el cuchillo del cinturón, se situó detrás de Kendall y cortó el cuero.
-Ya estás desatada, mujer blanca. Puedes cambiarte y hacer tus necesidades detrás de
los árboles. No intentes huir, pues no llegarás muy lejos. La isla es pequeña y no hay
agua. ¡Está rodeada de arrecifes llenos de tiburones al acecho de una presa!
Kendall se levantó a duras penas, frotándose las muñecas, que estaban irritadas. Cogió
la bolsa de cuero que le habían entregado y sonrió con amargura a su secuestrador,
-No pienso correr. Zorro Rojo. En ningún momento se me ha ocurrido rechazar tu
bondadosa hospitalidad. -Comenzó a caminar, pero al llegar a la altura del resplandor
ambarino de la hoguera, retrocedía de repente-. Tengo un nombre. Zorro Rojo; no me
gusta que me llamen «mujer blanca». Soy la señora Moore. De modo que, si quieres que
te conteste cuando te dirijas a mí, llámame por mi nombre,
Zorro Rojo se cruzó de brazos.
-Conozco tu nombre, Kendall Moore. Vamos, cámbiate enseguida. Estoy cansado y no
esperaré mucho rato para darte agua y comida.
Kendall se volvió y se encaminó hacia la oscuridad más confusa que asustada. ¿Cómo
sabía su nombre aquel indio? Era como si hubieran asaltado el Michelle con la única
intención de tomarla como rehén.
En la isla había algo más que arena. Llegó, por fin a un mangle solitario y se ocultó
detrás. Su perplejidad aumentó aún más cuando abrió la bolsa de cuero. Esperaba
encontrar en su interior vestidos indios, algo semejante a las camisas de colores que
acababan de enfundarse los hombres. La bolsa contenía un vestido, sí, pero no era indio,
sino uno de algodón, sencillo, no muy distinto al que llevaba puesto y del cual se
despojó con nerviosismo, atónita. ¿Qué estaba ocurriendo?
Kendall se apresuró a arreglarse decidida a volver cuanto antes junto al calor del
fuego... y Zorro Rojo.
Cada vez estaba más convencida de que los indios no le harían ningún daño... no por el
momento. Estaba destinada a Halcón de la Noche, quien, al parecer, era mucho más
poderoso que Zorro Rojo... y había dado órdenes de que no la molestaran. Aquella idea
le infundió fuerzas.
Kendall se abrochó el último de los botones del vestido seco, enrolló el empapado y
regresó con paso majestuoso al campamento.
Habían extendido las mantas en torno a la hoguera. Algunos estaban comiendo,
mascando tiras de carne que sostenían con las manos. Tres de los guerreros estaban ya
envueltos en sus mantas. Zorro Rojo se hallaba sentado con las piernas cruzadas en el
lugar exacto en que lo había dejado. El único detalle sorprendente era la cafetera que
estaba en el fuego, apoyada sobre un trozo de coral.
Kendall lanzó un gritito de alegría y se sentó con las piernas cruzadas frente a Zorro
Rojo.
-¡Café! Qué agradable. Sin embargo, me gustaría beber antes un poco de agua.
Zorro Rojo, deseoso de mostrarse amable y hospitalario con su prisionera, le tendió una
tacita y un frasco.
Ella abrió el recipiente y se sirvió una generosa cantidad de agua. Sedienta, la bebió de
un trago y repitió la acción.
De pronto, notó el calor de una mano en el brazo.
-No tan rápido. Te sentará mal.
Su oscura mirada era enigmática. Kendall asintió con la cabeza y bebió lentamente, sin
dejar de mirarla los ojos. Él gruñó, impaciente, y en cuanto la mujer se hubo saciado, le
sirvió una taza de café, visiblemente molesto. Ella tomó otra taza, y Zorro Rojo le
ofreció un pedazo de carne. La mujer lo aceptó también continuó observándolo,
devorando la comida con un hambre voraz.
-Gracias -murmuró algo sarcástica, después de engullir el primer trozo de carne que,
después de todo no sabía tan mal-. Eres muy amable. Hospitalidad sureña... indios
sureños, con su propio estilo, eso es.
Zorro Rojo volvió a gruñir.
-Come, mujer blanca.
-Señora Moore.
Como única respuesta, se oyó otro gruñido.
-¿Eres un jefe Zorro Rojo?
-Sí.
-¿De qué?
Sus ojos oscuros la contemplaban recelosos.
-Soy el jefe de mi tribu.
-Sí, sí, ya lo he entendido -dijo Kendall, impaciente-. Lo que quiero saber es si eres un
seminola.
-Sí y no. Soy hijo del gran Osceola. Él era creek y seminola, y mi madre es mikasuki. Y
tú eres demasiado habladora. Come, mujer blanca. Quiero dormir
Kendall miró alrededor, intrigada por el silencio que reinaba, y vio que todos los
guerreros estaban cubiertos con las mantas. Tomó aire, sorprendida por la actitud de
esos extraños hombres morenos, de oscura mirada y expresión insondable, que la
ignoraba dejándola totalmente al cuidado de su jefe.
-No somos bestias salvajes, mujer blanca. Nos comportamos como lo haría cualquier
hombre cuya tierra es atacada.
Kendall se ruborizó y, mirándolo a los ojos, preguntó:
-Entonces ¿por qué nos asaltasteis? ¿Por qué me habéis raptado?
-Halcón de la Noche desea verte –respondió Zorro Rojo.
-¡Pero esto es una locura! -exclamó Kendall-. ¡Jamás había visto a un indio en Florida!
¡Jamás he causado daño a un indio!
Zorro Rojo se levantó, cogió su manta y se arropó con ella.
-Ve a dormir sin hacer ruido y no trates de apuñalarnos por la noche. Nos despertamos
con el zumbido de una mosca, y si me molestas te mantendré atada durante el resto del
viaje.
Kendall bebió un poco de café mientras el airado indio seguía allí.
-Dudo que una mujercita como yo sea capaz de apuñalar a siete bravos guerreros -
replicó secamente, sin mirar a Zorro Rojo, consciente de que él la observaba fijamente,
confuso e incómodo.
El indio emitió por fin uno de sus ya habituales gruñidos de impaciencia y se acomodó
dándole la espalda, desafiante, no muy lejos de ella. Kendall continuó bebiendo café y
al final también sucumbió al cansancio. Zorro Rojo tenía razón; robar un cuchillo para
tratar de apuñalar a siete guerreros fornidos era un acto suicida. Además, no había
posibilidad alguna de escapar, pues estaba rodeada por el oscuro mar, un montón de
arena y unos cuantos arbustos.
Intentó ponerse cómoda tendiéndose sobre la dureza de la arena, agotada, luchando por
reprimir las lágrimas de desesperación. Le costaría conciliar el sueño en aquellas
condiciones. Finalmente, se durmió.
En cuanto su cuerpo exhausto se relajó un poco, cerró los ojos y trató de consolarse
recostando la mejilla contra la aspereza de la manta. Casi al instante se sumió en el
dulce olvido del sueño.

Los rosados rayos del sol anunciaron el amanecer. Al sentir la luz sobre los párpados,
Kendall se despertó, envuelta en un aroma muy agradable y en medio de las extrañas
voces de los indios.
Se sentó con cautela y miró alrededor, protegiéndose los ojos de la luz solar. La hoguera
seguía encendida, y en ella hervía la maltrecha cafetera, además de una sartén de hierro.
El olor a pescado fresco que procedía de ella le despertó el apetito. Uno de los guerreros
estaba al cuidado de la sartén, mientras que otro, con un cuchillo, cortaba más filetes
para echar al fuego.
-¿Has dormido bien, mujer blanca?
Kendall se volvió de inmediato, sorprendida.
Zorro Rojo se encontraba detrás de ella; no le había oído acercarse. Le desconcertaba el
hecho de que pudiera aproximarse a ella con tanto sigilo. Lo miró con el entrecejo
fruncido.
-No ha estado mal -dijo, y con tono sarcástico añadió-: dadas las circunstancias, hombre
moreno.
Le encantó ver que su respuesta provocaba un cambio en la expresión del rostro del
indio, que tensó las facciones, enojado. Ella sonrió con dulzura para hablar a
continuación enfatizando su marcado acento de Charleston, hasta conseguir que su voz
adquiriera un tono más empalagoso que un terrón de azúcar.
-¡Estupendo! ¡Más café! ¿Puedo abusar de tu amabilidad, hombre moreno? Adoro el
café por la mañana.
Zorro Rojo soltó un profundo gruñido de enfado.
-Está bien, Kendall Moore. Te llamaré por tu nombre. -Levantó el dedo en dirección a la
hoguera-. Jimmy Emathla se ocupará de que no te falte comida. Ve con él.
Kendall sonrió y obedeció. Jimmy Emathla debía de ser el nombre del guerrero que
estaba cocinando, de modo que se encaminó hacia él. En cuanto el indio sonrió, ella
pensó que no estaba mal del todo. Al igual que Zorro Rojo, era un hombre musculoso
de aspecto ágil, pero aquella mañana ya no le resultó tan imponente. Era consciente de
que el resto de los guerreros, que estaban sirviéndose café y preparando los platos de
pescado, no apartaba la vista de ella y había comentarios. Sin embargo, Kendall parecía
haberse resignado a su actual situación, pues intuía que aquellos hombres no
representaban ninguna amenaza para ella. Incluso se preguntaba qué pensarían si se
enterasen de que, de hecho, encontraba aquella situación mucho más aceptable que la
que habitualmente disfrutaba entre su propia gente.
Al ver a Zorro Rojo junto a la orilla, allí donde las olas rompían dejando rastros de
espuma blanca, la mujer cogió un plato y una taza y echó a correr hacia él. Éste, al notar
que se le acercaba, se volvió con expresión de desagrado como si su prisionera fuera
una especie de plaga que aparecía una y otra vez. Kendall rió.
-Si me liberaras. Zorro Rojo, ya no te molestaría más -dijo medio en broma, pero a la
vez a modo de sincera súplica.
Él la miró de hito en hito, impasible.
-¡No pienso liberarte, Kendall Moore!.
La convicción que denotaba su voz le asustó más que cualquier amenaza. Resuelta a
evitar que advirtiera cuánto le habían afectado sus palabras, alzó la taza.
-Está delicioso. Me sorprende. Ignoraba que los seminolas tomaran café.
-El café es bueno -afirmó Zorro Rojo, estoicamente-. Procede de Colombia. -Pronunció
aquella palabra como saboreándola, como si sintiera una curiosidad natural por conocer
más cosas acerca de un lugar con un nombre como aquél. Se encogió de hombros y su
siguiente frase aterrorizó a la mujer-: Tenemos mucho café. Es un regalo de Halcón de
la Noche.
Entonces se volvió para llamar a sus hombres, dejándola en la orilla, con el estómago
revuelto, mientras las olas rompían a sus pies.
-Come, Kendall Moore -dijo Zorro Rojo. Tenemos que partir. Nos aguarda un largo
camino hoy.
La joven se sentó en la arena y se comió el pescado. Le gustó su sabor, y dejó la espina
bien limpia. «Esos seminolas -pensó convencida- saben maneja sus cuchillos.»
Levantaron el campamento en cuestión de minutos. Dos de los hombres partieron a
bordo de las piraguas, mientras que Zorro Rojo escoltó, de mala gana a Kendall hasta el
Michelle, donde los esperaban los demás guerreros. No la ató en esta ocasión, quizá
porque había decidido que ella no era de la clase de personas que suelen suicidarse, pues
saltar por la borda en aquel momento, tan lejos de cualquier territorio que pudiera
resultarle familiar, representaba una muerte segura.
Aquel día, la peor tortura fue la que le infligieron sus propios pensamientos. Sola, con
los indios enfrascados en la navegación, le asaltaron numerosas preguntas. ¿Dónde la
llevaban? ¿Por qué? ¿Quién era Halcón de la Noche? ¿Por qué razón se sentía un indio
seminola ofendido por su culpa si ella nunca había conocido a ninguno?
Al atardecer surcaron una zona repleta de pequeños islotes poblados de mangles. De
algún modo, ella sufría por la integridad del Michelle, aunque los marineros indios
parecían conocer bien aquellas aguas. El casco de la embarcación ni tan siquiera rozó
alguno de aquellos arrecifes tan sobresalientes,
¿Dónde se hallaban?, se preguntaba Kendall. ¿Cerca de la parte continental de Florida?
Sí, debía de ser así, ya que comenzaban a adentrarse en un río, y tanto a babor como a
estribor se veían largos hierbajos, ciénagas y lodo.
El pánico se apoderaba de ella. Debía haber optado por arrojarse al mar. Allí no había
nada, ningún lugar adonde ir. A lo lejos, entre los cenagosos bancos del río, le pareció
distinguir un tronco que se movía.
Cuando se aproximaron se dio cuenta de que aquello no era un madero. Tenía el aspecto
de un monstruo enorme y grotesco de otra época. Aquella extraña criatura se introdujo
en el agua con un ruido sordo, su cuerpo, ágil y brillante, se movía por el agua, y sólo
asomaban los ojos y la punta del hocico.
-Un caimán.
Al oír la voz que le susurraba al oído, Kendall dio un brinco y tragó saliva. Zorro Rojo
parecía encantado de haberla sorprendido.
-Está hambriento. Está anocheciendo, y sale a buscar algo para cenar De un mordisco,
engulle una garceta. Dos mordiscos, un jabalí. Un hombre... o una mujer, cuatro o cinco
mordiscos; quizá seis.
Kendall se quedó mirándolo a los ojos, oscuros e insondables a la luz crepuscular.
Convencida de que estaba burlándose de ella, se volvió para contemplar de nuevo el
banco del río.
-Realmente interesante -murmuró.
-¿Lo encuentras interesante, Kendall Moore? ¿No estás asustada?
Irguiéndose, lo miró de hito en hito.
-No -respondió.
-No seas estúpida. Deberías estarlo.
-¿Pretendes hacerme creer que me comerán los caimanes?
-No pretendo nada... salvo entregarte a Halcón de la Noche. Estoy tratando de decirte
que a esta tierra no le gustan los blancos. El barro puede engullirte, los caimanes
devorarte. Si te muerde una serpiente su veneno te mataría al instante.
Kendall no pudo evitar estremecerse. Zorro Rojo se volvió, disponiéndose a regresar a
popa. La mujer de un impulso, lo agarró del brazo, forzándolo a que se girara para
mirarla.
-¡Por favor! ¿Qué he hecho a ese Halcón de la Noche? -preguntó-. ¡Te juro que jamás
he ocasionado ningún daño a un indio! Jamás he estado en la parte continental de
Florida.
Zorro Rojo la observó durante un buen rato. Kendall estaba tensa, esperando, consciente
de que su súplica debía haberle conmovido. Finalmente el hombre se revolvió para
liberarse de la mano femenina.
-Halcón de la Noche no es un asesino de mujeres. Te lo digo porque eres valiente pero,
seguramente estúpida. No intentes escapar. Sea cual sea el castigo que Halcón de la
Noche haya decidido imponer nunca será peor que los colmillos de una mocasín 1.
Cuando Zorro Rojo se encaminó hacia el timón Kendall se tapó la boca con la mano.
para sofocar un grito. ¡Señor! Acababa de exponerle las alternativas que tenía ante sí:
La venganza de Halcón de la Noche, los colmillos de un serpiente, las fauces de un
caimán o las arenas movedizas.
-¿Qué habré hecho yo? -suspiró patéticamente. Al oír el chillido agudo y solitario de un
pájaro, un escalofrío de miedo le recorrió el cuerpo. Estaba anocheciendo con rapidez, y
la oscuridad creaba sombras terroríficas en los pantanos. Un mosquito empezó a zumbar
ante su cara, y, furiosa le dio un manotazo. Se oyó el ruido de algo que caía al agua
desde la orilla, y el sonido le resultó tan tenebroso que no se atrevió a averiguar qué
criatura lo había producido. ¿Otro caimán?
-¡Que Dios me ayude! -musitó.
Echó a correr por la cubierta y, tras pasar frente a dos guerreros, bajó deprisa los pocos
escalones que conducían hasta el diminuto camarote. Escuchó la risotada complacida de
Zorro Rojo, pero no le prestó atención.
En cuanto estuvo sola las lágrimas inundaron sus ojos. En algún lugar muy lejano
existía la belleza de que esperaba disfrutar algún día si lograba sobrevivir, una casa con
columnas georgianas que se elevaban, brillantes y blancas, hacia el cielo; un lugar
donde las comidas se servían en una gran mesa de roble pulido con cera de abeja; donde
los hombres leían en la biblioteca y fumaban puritos al tiempo que saboreaban el coñac,
mientras hermosas mujeres charlaban y comadreaban; donde los algodonales se
extendían hasta donde alcanzaba la vista y la forma de vida era agradable... Cresthaven,
en fin, su antiguo hogar.
Había hombres que luchaban por defender esa forma de vida, muy lejos, aunque quizá
no tanto. Se había sentido prisionera en los barracones unionistas y ahora siendo

1
Serpiente acuática. (N. del T.)
arrastrada a una ciénaga que se hallaba en... la Confederación, pensó, con tanta
amargura que casi rompió a reír, histérica. Por fin se encontraba en la Confederación.
Aquellos sombríos lodazales formaban parte de Florida, de los Estados Confederados de
América... Muchos hombres morían por un puñado de hierba cortada, por las arenas
movedizas, por los caimanes. Estaban combatiendo... ¡John! ¡Dios! John era el culpable
de lo que le ocurría. Sabía que su esposo era un hombre cruel y que odiaba a los indios.
Tal vez, en alguno de sus viajes, se habría enfrentado a ellos y, bien pudiera ser, habría
cometido alguna atrocidad contra ese Halcón de la Noche. ¿Qué? ¿Asesinar a su
familia? Su marido opinaba que todos los indios eran unos salvajes; sería capaz de
disparar contra un niño seminola con la misma tranquilidad con que lo haría contra un
lobo.
Kendall apretó los puños, sin darse cuenta de que estaba clavándose las uñas con tal
fuerza que estaba haciéndose sangre. Los colmillos de una serpiente comenzaban a
resultarle más atractivos que el trato que pudiera dispensarle Halcón de la Noche.
Kendall permaneció en el camarote hasta que oyó gritos en cubierta. Por el trajín de los
guerreros, dedujo que estaban echando el ancla. Empezó a subir por la escalera, pero se
enganchó el vestido en el timón. Tras salvar tal impedimento, salió al exterior. De
repente una luz la cegó; Zorro Rojo la alumbraba con una linterna.
-Ven -dijo- Utilizaremos las piraguas para llegar a la orilla.
Sin otra elección, Kendall obedeció. Los demás guerreros los aguardaban en las
piraguas.
-Coge esto. -Zorro Rojo entregó la linterna a Kendall, luego se agarró a la barandilla y
saltó por la borda. La zambullida hizo que el agua salpicara a Kendall, que vio cómo el
indio hacía pie, pues el río era poco profundo. Se le encendió el rostro al recordar los
caimanes que habían visto. En cambio Zorro Rojo parecía no tener miedo.
-Ven -ordenó el guerrero impaciente.
Pretendía que se sumergiera en aquel río cenagoso en plena oscuridad. Ella retrocedió,
negando con la cabeza.
-¡Ven! -repitió Zorro Rojo, con los brazos abiertos-. Sostén la linterna en alto. Yo te
llevaré.
Kendall se mordió el labio y se dirigió a la barandilla. Si enojaba al hombre en aquel
momento, tal vez cambiaría de opinión y ella se encontraría hundida en el fango.
Mantuvo la linterna en alto mientras él, cogiéndola con su poderosos brazos, la bajaba
de la embarcación. Kendall sostenía la linterna con la mano izquierda y de forma
instintiva le rodeó el hombro y el cuello con el brazo derecho.
Kendall se sonrojó ante la proximidad de aquel cuerpo cálido, de piel oscura y suave, y
al observar tan de cerca aquellas cinceladas facciones. Se miraron directamente a los
ojos, separados por escasos centímetros. Nerviosa, Kendall dijo:
-Tu inglés es excelente.
Gruñó. Por lo visto. Zorro Rojo sólo transmitía información cuando le interesaba.
-¿Dónde aprendiste a hablarlo tan bien?
Volvió a clavar la mirada en los ojos de ella, como anunciándole que no le gustaría su
respuesta.
-Aprendí la lengua del hombre blanco de niño. Era un chiquillo cuando los de tu raza
tendieron a mi padre una trampa tras haber pedido una tregua mostrando una bandera
blanca. Osceola murió en prisión cuando yo contaba ocho años. Osceola nos advirtió
que era conveniente que supiéramos lo que se nos decía en inglés porque las palabras
siempre escondían una trampa.
Zorro Rojo continuaba caminando por el agua, que le llegaba a la cintura. Kendall
guardó silencio.
Osceola había muerto en Fort Moultrie, dos años antes de que ella naciera, y la historia
del gran jefe se había hecho muy popular entre los niños de Charleston. Le resultaba
curioso que Osceola hubiera muerto en la misma ciudad en que se produjeron los
primeros disparos que iniciaron la guerra civil que se desarrollaba en aquellos
momentos.
Al oír otro grito infernal de una de aquellas aves nocturnas, se estrechó más al cuello de
Zorro Rojo. Al percatarse de que él sonreía, lo soltó, enfadada.
-Desconozco por completo las marismas, Zorro Rojo, pero supongo que, así como los
indios habéis aprendido a desenvolveros en ellas, también pueden hacerlo los hombres
blancos... y las mujeres.
Él sacudió la cabeza y sonrió, ignorando su comentario.
-Mi inglés ha mejorado en los últimos años gracias a Halcón de la Noche.
Era como si estuvieran librando una guerra de miradas. Por fin llegaron a la orilla.
Kendall se había dado cuenta de que él había eludido con gran habilidad todas y cada
una de sus veladas alusiones para contraatacar con una de las suyas.
La depositó bruscamente en la piragua y antes de subir él hizo una señal con la mano a
sus guerreros para que emprendieran de nuevo el viaje. Éstos comenzaron a remar a
través de las aguas pantanosas bordeadas por juncos.
-No estamos lejos -informó Zorro Rojo.
Era cierto, no se hallaban muy lejos; el trayecto en piragua a Kendall le resultó
demasiado corto. Antes de que tuviera tiempo de empezar a preocuparse, divisó un
resplandor entre los árboles. Después de rodear un meandro del río, llegaron por fin al
campamento seminola.
La primera impresión fue la de un conjunto de extrañas construcciones que armonizaban
con el paraje. Muchas de las que ocupaban el claro estaban edificadas sobre postes, a
considerable distancia del suelo, y tenían el techo de paja. Otras eran cabañas con
paredes de troncos de madera, mientras que algunas estaban totalmente abiertas al aire
de la noche. Varias hogueras ardían en diferentes puntos, alrededor de ellas mujeres y
niños, vestidos con prendas de algodón de vivos colores, realizaban diversas tareas. De
pronto prorrumpieron en gritos de alegría y una veintena de indios echaron a correr en
dirección al río.
Kendall se estremeció, impresionada. Aquellos eran los seminolas. Mujeres de todas las
edades, jóvenes y viejas, corrían hacia las piraguas. Algunas tenían las facciones muy
toscas; otras eran bonitas, de rostros cincelados y rasgos nobles como los de Zorro Rojo.
Había algunos niños desnudos, mientras que otros vestían como sus padres, con ropas
variopintas que iban desde los frescos taparrabos de los hombres jóvenes hasta las
camisas y los pantalones vaqueros. Predominaban las camisas de colores como las que
se habían puesto los guerreros para protegerse del frío de la noche; los vestidos y las
faldas que lucían las mujeres eran muy semejantes. Aquel poblado le habría resultado
fascinante, pensó Kendall, de no haber sido porque estaba tan, tan aterrorizada.
Los gritos y las exclamaciones aumentaron de volumen. Los guerreros se pusieron en
pie en las piraguas, salieron de ellas y procedieron a arrastrar las embarcaciones hacia
los bancos del río, mientras sus familiares y amigos se precipitaban hacia las aguas
cenagosas para abrazarlos. Kendall fijó la vista en Zorro Rojo, dispuesta a contemplar la
escena de bienvenida al hogar. El indio se levantó dentro de la piragua y una amplia
sonrisa iluminó su rostro.
-¡Apolka! ¡Apolka!
Kendall siguió la dirección de su mirada. Una encantadora y esbelta joven, enfundada
en un colorido calicó 2, lanzaba un chillido de felicidad y echaba a correr hacia él. Al
verla de cerca, Kendall consideró que aquella joven india poseía una exótica belleza. En
su delicado rostro destacaban unos enormes ojos castaños enmarcados por espléndidas
pestañas; parecía ligera y ágil como una gacela.
-¡Zorro Rojo!
El saltó de la piragua con tal rapidez que casi la hizo volcar. Kendall apretó los dientes y
se aferró a la áspera plancha del suelo, en un intento desesperado por mantener el
equilibrio. Cuando por fin estuvo segura de que no caería al pantano, Kendall alzó la
vista y observó cómo Zorro Rojo abrazaba efusivamente a la mujer. La joven blanca,
que confiaba que la ignoraran durante un buen rato, sufrió una triste decepción, cuando
la chica, liberándose del abrazo del hombre entre risas, se volvió para mirarla con
curiosidad y a continuación comenzó a hablar con Zorro Rojo. Él respondió en su
lengua nativa y ambos contemplaron a Kendall con atención. Ésta con la barbilla bien
alta, les dedicó una mirada inquisitiva.
Zorro Rojo sonrió.
-Al parecer tendrás que esperar, Kendall Moore. Suponíamos que Halcón de la Noche
estaría ya aquí, pero corren tiempos difíciles. No importa, vendrá. De momento, te irás
con Apolka.
Kendall vaciló mirando de reojo a la muchacha que la observaba con curiosidad.
-¡Kendall Moore, ve! -La voz del guerrero sonó como un agudo gruñido.
Kendall todavía dudaba. Había tantos indios en el campamento... «¿Cuántos?» se
preguntó. Parecían estar por todas partes, y cada vez era mayor el número de los que se
acercaban para mirarla; los más jovencitos con sus caritas de querubines, redondas, los
mayores con la piel ajada debido a la dura existencia bajo aquel sol despiadado.
Hombres, mujeres...
-Debes ir! -insistió Zorro Rojo.
Apolka le tocó en el hombro y le dijo algo con dulzura. Zorro Rojo se encogió de
hombros, impaciente y retrocedió con los brazos cruzados.
La chica se adelantó y tendió su mano, oscura, delgada, maltratada por el trabajo, con la
palma vuelta hacia arriba, en señal de amistad. Kendall miró aquellos cálidos ojos
castaños de gacela, que no mostraba compasión, sino simpatía. Al cabo de un segundo
aceptó aquella manita huesuda, pero sorprendentemente fuerte.
Cuando sus pies se hundieron en el fango de la orilla, Kendall hizo una mueca de dolor.
A continuación consciente de que tenía que desfilar ante una multitud de indios
curiosos, se obligó a mantener una expresión tan adusta como la de Zorro Rojo y a
caminar erguida y orgullosa.
Cuando entró en el calvero, la manosearon por todos lados; la ropa, el cabello... No se
acobardó, sino que intentó conservar la dignidad y la compostura lo mejor que pudo.
Oía los continuos cacareos, las risas burlonas de las mujeres y los niños que se mofaban
de ella, pero supo reprimir el pánico y el deseo de llevarse las manos a los oídos para, de
ese modo, tratar de aislarse de aquella insoportable algarabía. ¡Por lo menos, nadie le
hacía ningún daño!
Aunque no entendía qué decían, sospechó que Apolka regañaba a aquellas mujeres.
Cuando por fin llegaron a una maciza cabaña construida sobre una plataforma, Apolka
la empujó hacia una desvencijada escalera y se volvió para decir algo a aquella
turbamulta.
Malhumorada, la muchedumbre se disolvió.

2
Vestido de tela fina de algodón. (N. del T.)
La cabaña constaba de una sola estancia, iluminada por una lamparita colocada encima
de una mesa baja.
Kendall echó un apresurado vistazo alrededor y vio dos ventanas, muy elevadas, sin
protección alguna. En un rincón de la habitación había un montón de mantas de colores
y, junto a la lamparita, una sencilla vasija de cerámica; deseaba que contuviera agua.
Aparte de eso, en el recinto no había nada más.
-Kendall.
Su nombre sonaba verdaderamente extraño pronunciado por aquella joven india.
Kendall se volvió hacia ella, con la sensación de que Apolka era la única persona que le
dispensaría un trato amable. Ésta le hizo unas señales, y Kendall, no tardó en
comprender que se referían a la comida. Asintió con la cabeza ansiosa; estaba muerta de
hambre.
Apolka caminó con gracilidad hacia la puerta de tablones, cerrándola a sus espaldas.
Kendall oyó un ruido sordo...
Aunque Apolka hubiera decidido mostrarse amable con ella, no le brindaría ninguna
oportunidad de escapar. Al parecer, la puerta tenía un pestillo. Y siempre permanecería
cerrado.
Deambuló nerviosa por la estancia y se percató de que el suelo y las mantas que le
habían dejado estaban sorprendentemente limpias, y la vasija, llena de agua.
Se lanzó desesperada hacia ella y se obligó a beber despacio y con cuidado,
agradeciendo encontrar el contenido tan claro y fresco.
Apolka regresó antes de que hubiera soltado la vasija. Le ofreció un recipiente de
madera con unas gachas de aspecto horrible. Kendall estaba tan hambrienta que,
apartando cualquier escrúpulo, aceptó el recipiente y susurró:
-Gracias.
-Koonti -dijo Apolka.
Aquella palabra nada significaba para Kendall pero sonrió. La india añadió algo más y
sacudió la cabeza con exasperación al darse cuenta de que la prisionera no la
comprendía. Entonces juntó las manos e inclinó la cabeza sobre ellas, dando a entender
que debía dormir. Sin saber qué otra cosa poder hacer, Kendall asintió con la cabeza, lo
que al parecer satisfizo a su anfitriona. Por último salió de la cabaña, cerrando la puerta
con firmeza y echando el pestillo.
Kendall exhaló un largo suspiro y se sentó en el suelo con el cuenco de gachas. Probó
aquella mezcla y se estremeció; su textura era áspera. Dejó el recipiente a un lado,
preguntándose si la habían llevado hasta allí con el único propósito de envenenarla.
Y, con esa idea, su mente empezó a dar vueltas de nuevo. Debía escapar, pero resultaba
imposible. Si lo intentaba, se perdería en aquellos pantanos para siempre. No, no para
siempre; hasta que se topara con una serpiente, un caimán o se hundiera en las arenas
movedizas...
-¡Dios mío! -sollozó, abrazándose, balanceándose, mientras el terror se apoderaba de
ella-. No, no, no, no -repetía una y otra vez. Debía haber algún modo de escapar.
«Serénate -se dijo-, resiste. Encontrarás la manera. Hasta ahora has sobrevivido a todas
las desventuras a las que te has enfrentado. ¿Qué pueden hacerte? Nadie será capaz de
arrebatarte ni tu orgullo ni tu dignidad. Has sobrevivido a John, a la dura vida en los
barracones unionistas en tiempos de guerra...»
Sí, hallaría la manera de huir. Era una mujer fuerte y sana. Observaría con atención
cuanto sucediera alrededor. Aprendería y escaparía.
Volvió a coger el cuenco y se obligó a comer las gachas. No podía permitir que le
fallaran las fuerzas. Cuando hubo terminado, bebió unos sorbos más de agua, sopló para
apagar la lamparilla y se preparó una almohada con una de las mantas. Se tendió y se
arropó con otra. Se había propuesto dormir, igual que había decidido comer; lo más
importante era mantenerse alerta, tranquila y sana.
Aquella noche le costó conciliar el sueño. Con la vista fija en una de las ventanas, se
preguntó, bajo la pálida luz de la luna, quién sería Halcón de la Noche. ¿Sería un
guerrero, como Zorro Rojo? De hecho, era él quien la protegía de cualquier ataque.
¿Qué ocurriría si aparecía antes de que ella pudiera escapar?
Refunfuñó y se tumbó boca abajo, con los ojos cerrados. Zorro Rojo había afirmado
que Halcón de la Noche no era un asesino de mujeres. Sin embargo buscaba venganza.
¿Qué pretendería? ¿Violarla?¿Mutilarla? No necesitaba matarla para arrancarle los
dedos uno a uno y alimentar con ellos a los caimanes.
Se le escapó un gemido. «Basta -se reprendió- Basta.» Repitió la palabra una y otra vez,
como si estuviera contando ovejitas. Por fin se sumió en un sueño agitado, poblado de
pesadillas, donde la enorme figura de un hombre se acercaba a ella en la oscuridad
mientras halcones nocturnos chillaban; ella se estremecía porque no había escapatoria...

-¡Maldita sea! -refunfuñó Kendall, con una mueca de dolor cuando la enorme ampolla
que tenía en la palma de la mano rozó la piedra contra la que golpeaba enérgicamente
las prendas que le habían entregado para lavar.
Como era natural, en condiciones normales una dama sureña como ella jamás habría
pronunciado una expresión tan vulgar. Lo cierto era que nunca en la vida se había
sentido tan lejos de ser una dama sureña como en aquel instante. Acuclillada, observó
sus manos; tenía las uñas rotas, y la piel áspera.
En un arrebato de ira, lanzó al río la camisa que estaba lavando y contempló satisfecha,
cómo se la llevaba la corriente. Suspiró; ese acto desafiante que acababa de realizar no
mejoraba su situación en absoluto, pues le aguardaba un montón enorme de ropa, y si
decidía echarla toda río abajo los seminolas podían llegar a mostrarse violentos con ella,
aunque esa reacción era más que improbable. Se sentó dispuesta a descansar.
Llevaba una semana entera con los indios y estaba aprendiendo. Al principio, temió que
la mantuviesen todo el tiempo encerrada a cal y canto, pero no fue así.
La vida en las marismas era muy ajetreada. Enseguida descubrió que los guerreros
abandonaban el campamento al amanecer. Se pasaban el día tendiendo trampas para
cazar venados y aves y explorando el territorio para protegerlo. Los ancianos se
dedicaban a tallar la madera y a realizar pequeños arreglos. Mientras trabajaban, se
contaban historias unos a otros, recordando los viejos tiempos. Los niños cuidaban de
las gallinas y los cerdos, mientras que las mujeres se ocupaban de cocinar, coser y lavar;
en definitiva de las labores más agotadoras y aburridas. No se les permitía ni sentarse
para reposar en las cabañas. A Kendall, desde el primer día, la sacaban al amanecer de
su prisión y le encomendaban algún trabajo. La primera palabra india que aprendió fue
la tan misteriosa koonti, aquella que escuchó la noche en que llegó. Se trataba de una
raíz que constituía el alimento principal de la dieta india. Se utilizaba para preparar pan
y gachas como aquellas que finalmente consiguió comer debido al hambre que tenía, la
primera noche de estancia en el poblado. Moler koonti todo el santo día era un trabajo
de los que partían la espalda.
Kendall se miró de nuevo las manos y suspiró. Resultaba difícil imaginar que en el
pasado había sido una deslumbrante belleza sureña, ataviada con sedas, terciopelos,
poseedora de tantos miriñaques que no podía ni contarlos; parecía imposible que, tan
sólo una semana antes, hubiera sido la mascota mimada de los soldados de la Unión.
Había tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que, en ausencia de John, su vida
había sido de lo más cómoda y placentera. Residía en los barracones unionistas, sí, era
cierto, pero las noticias que recibía siempre hablaban de las sensacionales victorias del
Sur.
Contempló el río, en cuya orilla había dos piraguas atracadas.
-¡Mañana! -se prometió.
Tal y como se había propuesto, se mantenía siempre alerta. Aceptaba sin rechistar las
tareas que le encomendaban mientras observaba con atención todos y cada uno de los
movimientos que se producían en el campamento. Creía que los indios confiaban en
ella; probablemente estaban seguros de que jamás se le ocurriría escapar río abajo. Sería
un suicidio... Pero se equivocaban.
La primera noche la aterrorizó la oscuridad. Pero al despuntar el día fue capaz de
reflexionar y medir sus posibilidades. Todo estaría a punto en cuanto pudiera conseguir
agua y comida suficientes. Si su plan de robar una piragua resultaba un éxito, seguiría el
cauce del río. Los caimanes eran peligrosos, pero mientras permaneciera en el interior
de la embarcación, no debía temerles, y tampoco a las arenas movedizas y las
serpientes. Tal vez, encontraría mocasines que estuvieran al acecho en la superficie del
río, pero no pensaba tender la mano para tentarlas.
Daba por hecho que podría robar la piragua sin ninguna dificultad. Tan convencidos
estaban los seminolas de que acataba las reglas que cada tarde la dejaban sola, haciendo
la colada a orillas del río.
Los días eran todos iguales; por las mañanas, moler el koonti, por la tardes, lavar. Los
últimos cinco días, antes de que anocheciera, había bajado al río con Apolka. Mientras
se bañaba, desnuda, se había sentido terriblemente vulnerable al pensar en las
espantosas criaturas que sin duda se ocultaban en las aguas y en las varias docenas de
jóvenes guerreros que había allí mismo... Sin embargo, poco a poco se dio cuenta de
que los seminolas constituían una sociedad con un elevado sentido de la moral.
Los matrimonios, incluso cuando existía poligamia eran sagrados, y las mujeres jóvenes
estaban estrictamente protegidas. Apolka era la esposa de Zorro Rojo, o su mujer -
Kendall no sabía exactamente cual era el concepto- y ningún hombre se atrevería a
aproximarse a la que era considerada propiedad del jefe.
Kendall solía pasar un buen rato en el río, bañándose y aprendiendo a nadar con la
gentil Apolka, y eso la ayudó a no cometer alguna torpeza más de un día cuando notaba
que aquel calor tan húmedo estaba a punto de hacerla estallar en un ataque de rebeldía.
Ante todo debía evitar los arrebatos de aquella clase ya que su huida dependía de la
docilidad y sumisión que mostrase. El resto de las mujeres, aunque en ocasiones perdían
los nervios a causa de su inexperiencia y sus titubeos ante las labores que le
encomendaban, la trataban con amabilidad. Apolka la había aceptado; las demás, a
regañadientes, siguieron su ejemplo. Era como si, en el corto espacio de tiempo de una
semana la hubieran adoptado y la consideraran la curiosa mascota de aquella tribu.
Comía con Apolka y sus dos hijos y permanecía gran parte de las tardes en la vivienda
de Zorro Rojo y su familia. Noche tras noche suplicaba a Zorro Rojo que la liberase y
noche tras noche él rehusaba. Zorro Rojo ya no le inspiraba ningún temor. Creía que por
alguna razón la admiraba y que, de no haber sido porque ella era una especie de regalo
que debía entregar al ausente Halcón de la Noche, habría decidido que merecía la
libertad. Una vez superados los primeros momentos violentos, se acostumbró al hogar
de Zorro Rojo, Apolka y sus dos hijos. Descubrió su propio instinto maternal jugando
con los pequeños seminolas, que la observaban curiosos con sus enormes ojos oscuros y
disfrutaban encaramándose a su espaldas mientras Apolka estaba atareada cocinando
para toda la familia.
Zorro Rojo tomó enseguida la decisión de que Kendall no cocinaría jamás. Tras probar
las primeras gachas de koonti que ella había preparado, aseguró que aquel plato sabía
peor que el estiércol.
Kendall apretó los dientes y volvió a dedicarse por completo a la colada. «¡Sólo te
queda una noche, salvaje arrogante!»
Aunque tuvo que morderse el labio y admitir en silencio y sin dejar de trabajar que
Zorro Rojo no tenía nada de salvaje. Era brusco y mordaz pero, a pesar de todas sus
provocaciones, nunca le había infligido ningún daño. Estaba totalmente enamorado de
Apolka y amaba a los dos preciosos hijos que le había dado. Era, con diferencia, mejor
esposo y padre que muchos de los llamados hombres «civilizados» que conocía.
Kendall interrumpió de nuevo su trabajo; debía reconocer también que no le importaba
convivir con los seminolas. Deseaba regresar a su hogar, que identificaba con
Charleston, Cresthaven y los algodonales, y no era de allí de donde la habían separado.
En realidad resultaba mucho más agradable la compañía de los indios que la de John
Moore. De no ser porque Zorro Rojo aseguraba que Halcón de la Noche aparecería
cualquier día, estaría más que encantada de quedarse allí... rogando a Dios que los
rebeldes derrotaran a los yanquis para poder regresar a Charleston y reclamar la tierra
que, por derecho, le pertenecía...
Kendall se reprendió a sí misma. Mejor sería que dejara de soñar y se centrara en la
realidad. Aunque la población en la zona de los cayos era bastante escasa, salvo en cayo
Oeste, había colonos por doquier; tenía que escapar y buscar la ayuda de alguno. Si lo
conseguía, podría ir a cualquier sitio; quizá no a Charleston, tal vez a Atlanta, o incluso
a Richmond. Dada la situación de guerra, cada vez más complicada, estaba segura de
que hallaría algún modo de colaborar con la causa confederada. Encontraría trabajo en
un hospital.
Con esa idea en la cabeza recogió la colada y emprendió el camino de regreso hacia el
campamento. La última noche. Huiría al día siguiente por la tarde cuando se dirigiera,
como de costumbre, al río.
Al acercarse al claro del bosque, Kendall se detuvo y creyó haberse vuelto loca. Había
llegado una visita al campamento seminola. Se trataba de una veintena de hombres que
reían y bromeaban hablando con aquel tono tan lento y familiar; hombres vestidos de
color gris y beige... ¡Confederados! Un escuadrón de soldados confederados.
-¡Dios mío! -murmuró, dichosa. ¡Ya no tendré necesidad de huir por los pantanos! Los
galantes soldados del Sur me llevarán a un puerto seguro.
Apretó la colada húmeda contra su pecho y echó a correr alegremente entre los árboles
en dirección al calvero. Se detuvo un momento en el camino, pues Zorro Rojo y un
hombre blanco, alto y ancho de espaldas, se interponían entre ella y el campamento.
«¿Y qué importa?», se preguntó con impaciencia. Pediría ayuda al hombre de cabello
dorado que hablaba con su raptor en aquel momento.
-¡Caballero! -llamó, arrojando al suelo la colada corriendo hasta perder el aliento hacia
él-. ¡Oh, caballero! Por favor, debe ayudarme. Estos indios me ha hecho prisionera y
pretenden entregarme a un salvaje llamado Halcón de la Noche y...
Cuando el hombre se volvió, Kendall enmudeció al instante, atónita y el corazón le dio
un vuelco.
Lo conocía, lo conocía muy bien. Aquel hombre le había robado el sueño desde hacía
casi un año, provocándole tanto fantasías eróticas, como pesadillas espantosas.
Notó una mirada gris clavada en la suya, una mirada que se ensombrecía, tornándose
dura como el acero. Paralizada, Kendall observó las poderosas facciones de aquel
hombre, cada vez más tensas, sus labios, reducidos a una delgada línea blanca, su
mandíbula, rígida por la ira, sus músculos, que se transparentaban a través de la camisa.
-Tú... -susurró consternada, incrédula. Dios, esperaba no volver a verlo jamás. En sus
peores sueños, lo había imaginado prisionero en los barracones yanquis. Señor, Señor,
Señor... Lo recordaba perfectamente; su voz tranquila e imperiosa, las caricias de sus
dedos... y su ternura...Ternura. ¡Ja! ¡Iba a matarla!
Se quitó el sombrero para saludarla con toda galantería, sin poder ocultar la tensión, que
estaba a punto de estallar en su interior.
-Sí, señora Moore. Capitán Brent McCain, señora, de la marina del estado confederado,
mejor conocido en estos lares como Halcón de la Noche.
Quiso gritar, pero la voz no le salió. Nunca se había sentido tan aterrorizada; no podía
respirar, tenía un nudo en el estómago. Jamás nadie le había inspirado tanto miedo, ni
John, ni siquiera Zorro Rojo cuando atacó el Michelle...
McCain, Brent McCain. Oh, Dios. Nunca olvidaría la mirada que le lanzó aquella noche
aciaga. Y aquella misma mirada la penetraba, la atravesaba como un tizón encendido y
furioso en aquellos momentos.
Los labios apretados del hombre dibujaron una sonrisa sarcástica que realzó aún más su
mirada airada.
Avanzó un paso hacia ella, y entonces Kendall pudo gritar de pánico por fin. Se volvió
y echó a correr despavorida.
Se dirigió a toda prisa hacia la piedra donde solía lavar, hacia la orilla donde las
piraguas estaban atracadas. Por mucho que corriera, oía pasos cerca, siguiéndola. Los
rápidos latidos de su corazón resonaban en sus oídos como estallidos de disparos.
Estaba persiguiéndola, y la fuerza y la resistencia de aquel hombre eran, con diferencia,
mayores que las suyas.
-¡No! -exclamó sofocada, sin dejar de correr, ni a atreverse a mirar atrás. La distancia
que los separaba era ridícula. Se sentía como un zorro en una cacería, tenía que correr
hasta no poder más.
Las ramas de los árboles le azotaban el rostro. Por fin llegó a la ribera del río donde se
hallaban las piraguas. Se inclinó y trató de sacar una embarcación del fango de la orilla
para arrastrarla hasta el agua. Pronto comprendió la inutilidad de su esfuerzo. La proa
estaba hundida en el barro, y ella carecía de fuerza suficiente para empujarla hasta el
río. Echó un rápido vistazo por encima del hombro y vio que el capitán se acercaba, con
su mirada de acero, ralentizando el paso y sonriendo con despiadada satisfacción.
Aterrorizada, intentó de nuevo mover la piragua. Ella era la presa acorralada, y la bestia
estaba disfrutando lujuriosamente de los momentos que precedían a la muerte...
Incapaz de arrastrar la piragua, Kendall miró hacia atrás y observó que McCain, con sus
hermosas facciones tensas y una sonrisa dibujada en los labios se encontraba a unos
cinco metros de ella. Podía percibir el calor y la tensión de su cuerpo aún distante, las
fibras de sus músculos listos para el ataque.
-¡No! -volvió a exclamar. Miró alrededor, se recogió el vestido y saltó a la piragua,
buscando, desesperada, un lugar donde esconderse. A sus espaldas discurría el río, a su
derecha se alzaba el campamento indio y ante ella se extendía una espesura de árboles
cubiertos de musgo, dispuestos de un modo tan laberínticamente que parecían formar
una telaraña. Medio histérica, Kendall echó a correr por la orilla del río.
-¡Vuelva! ¡Está loca!
Ella no se dio cuenta de que, más que de una orden, se trataba de un aviso, una
advertencia; sólo pensaba que el hombre que la perseguía parecía desear estrangularla
lentamente.
Continuó corriendo murmurando súplicas incoherentes mientras el fango de la bancada
del río le engullía los zapatos. Su respiración se había transformado en una serie de
sollozos entrecortados. De repente el terreno cambió. Las altas hierbas se habían
convertido en una amenaza, pues ocultaban dónde acababa el suelo firme y dónde
empezaba el río. Se hallaba en un manglar poblado por una enorme cantidad de raíces
que se alzaban ante ella cual grotescos tentáculos.
-¡Kendall! ¡Deténgase!
Al darse cuenta que tenía el pie atrapado en una raíz, dejó escapar un sollozo
desesperado. Trató de avanzar y se tambaleó hasta caer en el lodazal. La hierba le
arañaba los brazos desnudos y la cara, como si de un ejército de cuchillas diminutas se
tratara.
-¡Oh, Dios! -dijo, jadeando, tanteando en busca del tronco de un manglar al que asirse.
De pronto tocó algo de aspecto viscoso. Horrorizada, levantó la vista y retrocedió
espantada al ver que había estado a punto de agarrarse a una serpiente.
Cada vez más asustada, se internó en el lodazal, preguntándose qué otras horribles
criaturas, se esconderían allí, prestas a atacar.
-¡No! No, no, no... -Sin importarle el daño que le causaban las terribles hierbas, se
aferró a ellas y tropezó. Ante ella había otro manglar; era un lugar seguro.
-¡Kendall!
Miró por encima del hombro. Brent McCain, con ojos tan oscuros y tormentosos como
un nubarrón ganaba terreno. «No ha cambiado -pensó Kendall estúpidamente entre
sollozos, tambaleándose entre las hierbas-. No ha cambiado nada desde aquella noche
de diciembre.»
¡Oh, Dios! ¿Cómo no se le había ocurrido que él era Halcón de la Noche? Sabía que era
de Florida y que se dedicaba a asaltar la flota unionista a lo largo de las costas, tanto al
este como al oeste... Y era el único hombre que conocía con una buena razón para
querer hacerle daño, pues estaba convencido de que había intentado tenderle una trampa
aquella noche de diciembre. ¿Cómo había sido capaz de olvidar la cruel mirada
acusadora de aquellos ojos de acero, la promesa de venganza de aquellas facciones,
duras como el granito, que ni tan siquiera se relajaron cuando quedó inconsciente?
-¡Deténgase! ¡Está loca!
Kendall alcanzó el mangle, no sin antes comprobar llena de escrúpulos, que no estaba
agarrándose a otra serpiente. Sin embargo, no se sintió segura asida a aquella nudosa
raíz, de modo que decidió retroceder.
Él permanecía de pie en el fango, con las manos en las caderas, los dedos tensos como
el alambre, contemplándola fríamente. Llevaba la levita militar abierta, al igual que la
camisa. Se notaba cómo palpitaba el pulso en su fuerte cuello y bajo el vello rizado que
poblaba profusamente su musculoso pecho. Con las piernas separadas en posición
retadora se le marcaban los músculos bajo los ceñidos pantalones de montar.
Tenía los labios tan apretados que su boca se había convertido en una línea.
Kendall cerró los ojos, aturdida.
-No haga tonterías -advirtió McCain con tono burlón, mordaz, mortalmente tranquilo-.
No puede ir a ninguna parte.
Kendall abrió los ojos; la actitud del hombre y sus facciones la intimidaron. Se giró para
mirar qué había detrás del manglar. El río había desaparecido. Frente a ella no había
más que hierbas que le llegaban hasta la cintura.
-Quédese donde está -dijo el militar lentamente, como una tranquila amenaza-. Iré a por
usted.
Kendall le oyó dar un paso; parecía que aquella inmundicia crujía bajo el peso de su
bota. Furiosa al verlo aproximarse, empezó a gimotear. Prefería el peligro que se
escondía entre la hierba a su mortífera mirada de acero.
Apenas dio un paso y descubrió que no podía avanzar más. El fango la había hecho su
prisionera.
Enloquecida, desesperada, luchó por liberar el pie que se hundía cada vez más. Era
como si el terreno, asiéndola con fuerza, tirando de ella, pretendiera absorberla.
Resultaba imposible salir de allí. Intentó agarrarse a las hierbas más próximas, pero lo
único que consiguió fue hacerse cortes en las manos. La presión de la succión
aumentaba y, abatida, horrorizada, comprendió que acabaría hundiéndose por completo.
El barro negro le llegaba en aquel momento a la altura de la cintura y, cuanto más se
movía, más la cubría...
-¡Le advertí que no hiciera tonterías! -La voz, lenta y pesada, provenía del manglar.
Brent McCain tranquilo, había asegurado una bota en una raíz y tenía el codo apoyado
en una rama. Sus ojos grises brillaban divertidos. Sonreía de forma encantadora,
mostrando unos dientes blancos, que contrastaban con sus facciones bronceadas. De
todos modos, su actitud era severa; irradiaba chispas de ira amenazadoras que cargaban
de tensión la distancia que los separaba.
Kendall tuvo la certeza de que McCain se limitaría a contemplar con una cruel sonrisa
de satisfacción en los labios cómo se hundía hasta que el fango la tragara por completo.
-¿Sabe, señora Moore? Parece usted asustada. Me pregunto si me habría usted
embaucado con tanta facilidad el pasado diciembre si la hubiera visto cubierta de barro
en lugar de ataviada con aquel precioso vestido de fiesta... plateado. Sí, ése era el color.
Lo recuerdo muy bien... Naturalmente, también recuerdo que se lo quité. ¡Se comportó
como una gran seductora!. Urdió una trampa muy inteligente, aunque algo peligrosa. De
haber sido yo su marido, no habría permitido que las cosas llegaran tan lejos... ni
aunque hubiera creído que con ello libraba a la Confederación del mismísimo general
McClellan.
A Kendall le asustó el tono amargo de su voz, e indicaba que McCain estaba
convencido de que había sido víctima de una emboscada. Por un momento, se olvidó
por completo del fango que la engullía. Estaba a punto de morir. De modo que él creía
que lo había seducido con el único propósito de dejarlo todo dispuesto para que lo
asesinaran...
Iba a dejarla morir y no tendría que molestarse en levantar un dedo. Disfrutaría
contemplando cómo la naturaleza cumplía con lo que él consideraba de justicia.
De repente, notó que la ira se avivaba en su interior. ¿Cómo podía mostrarse tan
condenadamente arrogante y dictar sentencia sin oír sus explicaciones?. Aquella noche
también demostró ser un arrogante hijo de puta.
-¡Es usted un burro redomado, capitán McCain.-Se interrumpió, horrorizada, al
comprender que representaba su única esperanza en aquel momento.
Al instante dulcificó el tono de su voz y advirtió que al hablar como correspondía a una
joven educada en Charleston, él arqueaba una ceja, sarcástico-. Yo no le engañé,
capitán, necesitaba huir...
-¿De su propio esposo? -preguntó, despectivo.
Kendall tomó aire y procuró no temblar. El lodo le llegaba a la altura del pecho, y el
más mínimo movimiento podía provocar que su cuerpo se hundiera aún más
rápidamente.
-Capitán McCain -suplicó, hablando de forma pausada-. Le juro que soy inocente. Yo...
-¡No pierda el tiempo, por favor! -atajó él, con calma. Su acerada mirada brillaba en su
rostro burlón-. Cariño, lo menos que puede esperarse de una mujer con una pizca de
inteligencia, enfangada en una charca de arenas movedizas, es que proclame su
inocencia. Y, señora Moore, ¡jamás la he considerado una estúpida!
-Bueno, ¡podría ser que me hubiera confundido con una yanqui! -exclamó Kendall.
-Oh, no, señora Moore. Está usted demasiado versada en las maneras típicas de las
bellezas sureñas como para inducirme a caer en tal error. Sin embargo, está casada con
uno de los yanquis más notables del Sur...
Su voz se desvanecía a medida que se despojaba de la levita y se remangaba la camisa.
Al verlo acuclillarse, Kendall tomó aire, preguntándose si se propondría sacarla de allí o
sumergirle la cabeza en el fango.
-¿Qué va a hacer? -susurró débilmente.
El sonrió, y a Kendall le desagradó la tensión de su mandíbula y el destello de sus ojos
grises, abiertos de par en par.
-¿Hundirla del todo? -preguntó tranquilamente-, Jamás, señora Moore. Tenemos una
deuda pendiente. ¡No permitiré que una charca de arenas movedizas me prive de la
venganza!
De repente saltó de la raíz en que estaba apoyado y clavó las botas en el suelo. Extendió
los brazos y colocó sus poderosas manos sobre los antebrazos de Kendall, que de forma
instintiva se aferró a él, agradeciendo aquel momento de alivio, sin poder evitar temblar
al tocarlo. Notaba la fuerza, el volumen de los bíceps, el cálido y temible poder que
emanaba de él. Los ojos del capitán se hallaban tan cerca de los suyos que se mordió el
labio para no gritar. Él se mostraba sereno; al percibir su violencia contenida y el
control que demostraba, Kendall se estremeció.
-¡Tire! -ordenó, tenso.
Ella obedeció. Él le hincó los dedos con tanta fuerza en la carne que el dolor resultaba
inaguantable y el lodo se negaba a soltarla. Con el esfuerzo, el rostro del hombre se
tensó aún más, apretó los dientes y repitió:
-¡Tire!
Al sentir la succión del terreno, cada vez más intensa, Kendall echó la cabeza hacia
atrás y lanzó un grito de dolor. Apenas podía resistir la presión que soportaba su cuerpo.
En el instante en que se disponía a rogarle que la dejara morir, sintió cómo los brazos
del rebelde la alzaban en volandas; las arenas movedizas habían liberado su presa
impulsándola al exterior.
Rodaron juntos por las raíces del manglar y los campos de hierbas.
Ambos permanecieron tumbados bajo el sol abrasador, jadeando. Kendall cerró los ojos,
olvidando las magulladuras y los cortes; sólo pensaba en que, por fin, había sido
rescatada de aquel cieno negro, opresivo y resbaladizo.
Cubierta de barro desde el pecho hasta los pies descalzos y con el rostro y cabello llenos
de salpicaduras, vio que Brent McCain se levantaba ágil como un gato. Dejó de
lamentarse por su aspecto e intentó en vano, acuclillarse para ponerse en pie. Él se
acercó a ella. Era inútil; Kendall no podía incorporarse. Sin que pareciera importarle
que estuviera totalmente embarrada, Brent se inclinó, la agarró por un brazo y
refunfuñando la alzó y la cargó sobre sus espaldas sin ningún miramiento. Kendall, con
el cuerpo dolorido, lanzó un grito a modo de indignada protesta y le golpeó la espalda
con los puños.
-¡Suélteme! ¡Déjeme en paz! -exclamó-. Esto es un secuestro. ¡Existen leyes al
respecto!
Él se detuvo de repente y le propinó un sonoro cachete en el trasero.
-Señorita Moore, en este momento no existe ley en el mundo que pueda servirle de
ayuda. Le sugiero sinceramente que de una vez por todas cierre su dulce boca sureña, a
menos que decida cambiar de tono y mostrarse más agradable.
Echó a andar con tal energía y velocidad que la cabeza de Kendall, se balanceaba de un
lado a otro.
La joven apretó los dientes y cerró los ojos tratando de reprimir una humillante lluvia de
lágrimas.
-¡No merezco esto! -masculló, desafiante.
-¿No? Querida, ¡aún no ha recibido ni la mitad de lo que merece!
-¡Es usted un estúpido ignorante! -insultó, Kendall, como respuesta a su despiadada
amenaza, forcejeando frenéticamente, retorciéndose, pataleando, golpeándole,
arañándole. De pronto el hombre le puso las manos en la cintura y la dejó de pie en el
suelo. Ella lo miró fijamente, con crueldad, y al cabo de un momento se percató de que
se hallaban en el claro.
Una multitud expectante, compuesta por seminolas y confederados, los aguardaba y,
como si fueran la atracción principal, los rodeó.
Kendall sabía que los indios no le brindarían ningún apoyo. ¿Y los hombres de Brent
McCain, los integrantes de la tripulación confederada? Sin duda no consentirían que su
valeroso capitán atacara a una joven blanca de buena familia. Giró sobre sí misma, en
busca de rostros blancos.
-¡Ayúdenme! -suplicó-. ¡Por Dios, ayúdenme¡ ¡Este hombre se ha vuelto loco!
Se le quebró la voz al darse cuenta de que aquí los hombres la observaban con
severidad, imperturbables. «¡Naturalmente! -pensó, abatida-. Seguro que se
encontraban con McCain en Charleston el pasado mes de diciembre! Y fueron atacados
a bordo del barco y abandonados en cubierta.»
La mano de McCain se posó en su hombro. Volvía a estar acorralada. Arremetió contra
él como un animal enjaulado, arañándole, golpeándole con pies y manos. Consiguió
hincarle las uñas en la cara con tanta fiereza que la sangre brotó y resbaló por su
bronceada mejilla hasta el mentón.
-¡Maldita zorra! -masculló, con la mandíbula tensa y los ojos entornados.
Al oír el insulto, Kendall se detuvo, decidiendo que no le convenía continuar
agrediéndole. Se volvió para echar a correr y lanzó un alarido cuando McCain la tiró
del cabello para retenerla. Ella no lo sabía, pero Brent McCain sí; si un hombre se
enfrentaba a una situación como aquella ante los guerreros seminolas, debía resolverla
con rapidez y habilidad pues de lo contrario perdería toda su credibilidad ante ellos. Ella
sólo era consciente de que había conducido al capitán a una situación extrema y estaba
tan asustada que prefería haberse hundido en las arenas movedizas.
Apoyando una rodilla en el suelo, el capitán volvió a tirarle del pelo con brusquedad y,
haciendo omiso de los lamentos de la mujer, la postró junto a él. Kendall le propinó
codazos, pero era inútil. McCain la sujetó con resolución por las muñecas y sin que
pudiera explicarse cómo había sucedido Kendall se encontró tendida sobre el suelo, ante
unas rodillas masculinas. Continuó luchando, aun sabiendo que era una batalla perdida.
Le arrancó de un tirón el vestido que cayó sobre la cabeza de Kendall, dejándola por un
momento sin ver nada. Al notar la palma de la mano de McCain sobre sus nalgas, la
joven comenzó a gritar de humillación y dolor. El hombre descargaba cachetes fuertes,
contundentes sobre su carne voluptuosa, apenas protegida por la fina tela de las bragas...
¿Cuánto duraría aquello? ¿Nueve manotazos bien dados? ¿Diez? A los cinco perdió la
cuenta, tan ultrajada e indignada se sentía. Pero aquello no era el final. De forma tan
repentina como había empezado, McCain se detuvo y se levantó de modo que Kendall
cayó al suelo cuan larga era, enredándose con el vestido. El pelo embarrado que le
tapaba los ojos le impedía ver el repugnante rostro del capitán rebelde, quien se alzaba
ante ella cual ídolo pagano; tan sólo oyó su voz despectiva cuando llamó a algunas
mujeres seminolas. Hablaba en inglés, y parecieron entenderle, ya que se apresuraron a
acercarse a ella.
-¡Lavadla! Está asquerosa.
Kendall vio cómo las botas militares daban media vuelta y se alejaban. Cuando las
indias se arrodillaron a su lado para ayudarla a levantarse, cerró los ojos.
No había escapatoria.

McCain llamó a la puerta del chichee de su amigo Zorro Rojo y observó con tristeza la
palma enrojecida de su mano. No había pretendido golpearla tan fuerte pero la maldita
zorrilla no le había dejado otra opción; se había comportado como una gata salvaje.
Se había quedado aturdido al verla, al oír su voz cálida y educada, su melodioso acento
sureño; al contemplar el encantador resplandor de su melena dorada, sus facciones
delicadas y aristocráticas, sus enormes ojos inocentes. Una explosión de furia, como una
bala candente, se apoderó de él y le había sublevado con la intensidad, correspondiente
a la fuerza de su rabia.
Tal vez su reacción se explicaba porque seguía encontrándola bellísima. Aquella mujer
resaltaba en los pantanos como una espléndida rosa. En cuestión de segundos, había
vuelto a percibir la perfección de sus ligeras formas, la voluptuosidad de sus pechos y
sus caderas, la fragilidad de su cintura, la esbeltez de sus muslos, que el vestido de
algodón transparentaba.
¡Y su inocencia! ¡El tono candoroso y suplicante de su voz en un intento por engatusar a
un galante oficial confederado! Se merecía la zurra. Jamás se le había ocurrido vengarse
de aquel modo, pero se merecía el castigo que le había infligido. Además, pensó con la
mirada oscurecida por el recuerdo, lo que había recibido no era nada comparado con la
ofensa que había cometido. Jamás en la vida olvidaría aquella noche arrojado por la
borda, a punto de morir en el agua helada del puerto de Charleston; la lucha encarnizada
tratando de contener la respiración, los esfuerzos por liberar las muñecas de la atadura,
mientras se hundía...
De no haber sido por el oficial yanqui que se lanzó al mar y lo arrastró hasta el muelle...
A pesar del calor, Brent se estremeció al recordar aquel frío terrible. Apretó los dientes.
¡Cuánto tiempo llevaba acariciando la idea de la venganza! Había ansiado volver a
mirar los ojos de Kendall Moore, tan azules, y desacreditar con determinación su
belleza, su inocencia... y proclamar su perfidia.
Hizo indagaciones hasta descubrir quién era. Se había jurado que la encontraría... y
también a su esposo, John Moore.
Moore... Algún día se toparía con aquel hombre que se dedicaba a recorrer la costa de
Florida de un modo realmente peligroso y cuya lealtad hacia la causa de Abe Lincoln
era mayor de la que podía esperarse de un yanqui normal.
Lo que nunca había supuesto era que volvería a tener en sus manos a la seductora de
ojos azules que le había hecho caer en aquella trampa. A pesar de su sed de venganza,
no debía olvidar que, ante todo, era un capitán de la debilitada flota de los estados
confederados. Habría sido una locura atacar el fuerte que la Unión había levantado en
cayo Oeste. No podía conducir a sus hombres a una muerte segura ni arriesgarse a ser
capturado y encarcelado en una prisión de la que nadie conseguía salir con vida.

Por fortuna, Zorro Rojo y sus guerreros habían acometido una hazaña que él jamás
habría soñado realizar. Brent estaba estupefacto ante el giro que habían tomado los
acontecimientos. No había contado a Zorro Rojo nada de lo sucedido en Charleston,
pero su amigo lo conocía bien y, cuando Brent llegó a los pantanos en busca de la
colaboración de los jefes seminolas para ayudar a mantener cubierto el flujo de
suministros de las avanzadillas confederadas situadas en la parte más meridional del
estado, preguntó con gran diplomacia qué preocupaba a su hermano blanco. Brent se
limitó a decir que tenía una cuenta pendiente con un yanqui... y otra aún mayor con la
esposa de ese yanqui. Hasta aquel momento, las ansias de venganza de Brent no habían
sido muy concretas; pensaba que solucionaría la cuestión cuando finalizase la guerra.
Jamás habría imaginado que Zorro Rojo se atrevería a tanto para ayudar a su «hermano»
a satisfacer sus deseos de venganza.
Brent subió por la escalera que conducía al chickee de Zorro Rojo. El jefe indio salió a
recibirle riendo, y Brent, a modo de respuesta, sonrió abiertamente. No recordaba haber
visto una expresión como aquélla en el rostro de Zorro Rojo desde el día en que, de
jovencitos, le regaló un cuchillo de caza que había pertenecido a Osceola y que Brent
codiciaba como sólo un niño puede ambicionar un tesoro semejante.
-Amigo mío -dijo Zorro Rojo-, aún no has ganado la guerra con ésa; tan sólo una
batalla. Creo conocerla bien. Es una luchadora, como los seminolas. Se nos puede ganar
por la fuerza, pero jamás nos damos por vencidos.
Brent se sentó frente a Zorro Rojo con las piernas cruzadas y sonrió a Apolka cuando
ésta le ofreció una taza de café humeante. Cuando la mujer se hubo marchado, dijo:
-No sabes cuánto me ha asombrado tu regalo. Y ahora que la tengo en mis manos, no se
me ocurre que haré con ella.
Zorro Rojo enarcó una ceja, escéptico. Le sorprendía que un poderoso guerrero blanco
como su hermano no supiera qué hacer con una mujer de carácter difícil...
especialmente tratándose de una mujer joven esbelta e increíblemente bonita, incluso
para los ojos de un seminola.
Brent se echó a reír, pero cuando habló empleó un tono severo.
-No te preocupes, Zorro Rojo. Tan sólo pretendía dar por terminado algo que empezó en
su día. Por otro lado, me encantaría retorcerle el pescuezo y llenarla de cardenales,
pero...
Zorro Rojo resopló a modo de reproche.
-Amigo mío, no puedes hacer eso a una mujer. Tu educación y tu cultura te lo impiden.
Dime, ¿qué sucedería si la entregaras a tus superiores?
Brent bebió un sorbo de café, encogiéndose de hombros.
-Poca cosa. Zorro Rojo. Se han dado casos de mujeres espía a ambos lados de la
frontera de Mason-Dixon. Según parece, los yanquis se muestran tan galantes como los
rebeldes. Lo peor que podría ocurrirle a una mujer es tener que pasar una corta estancia
en prisión, lo que supongo resultará bastante desagradable. Tanto en el Norte como en el
Sur, los hombres heridos encarcelados suelen morir como moscas.
-Es mejor perder la vida en el campo de batalla-observó Zorro Rojo. Brent guardó
silencio. Ambos recordaban la enfermedad y posterior muerte de Osceola en Fort
Moultrie. El orgulloso jefe falleció en prisión. Tras su muerte. Zorro Rojo no tuvo la
oportunidad de reunirse con la familia de su padre; al no ser hijo de su esposa legítima,
el gobierno lo ignoró. Brent suplicó a su padre que intercediera por él, pero Justin
McCain no pudo hacer nada. Por aquel entonces se desconfiaba de los indios. Justin
hizo cuanto estuvo en su mano. Nunca olvidó que Osceola había salvado la vida de su
hijo y que se había hecho cargo de él, como si de un miembro más de su familia se
tratara, hasta que fue devuelto a la plantación de South Seas.
Brent tampoco olvidaría jamás a Osceola. Toda su vida recordaría las facciones duras y
hermosas del gran jefe. A pesar de los años transcurridos, todavía conservaba vivida la
imagen de Osceola al acercarse a caballo al lugar donde Brent estaba contemplando las
ruinas de un establecimiento de colonos situado al sur de Micanopy. El colono yacía
muerto en el suelo, y la magnífica casa solariega había sido totalmente destruida por el
fuego.
Aquel día de 1835, Brent contaba tan sólo cinco años; fue entonces cuando se enteró de
que el gobierno de Estados Unidos solía romper los tratados que establecía con los
indios del territorio de Florida. Lo que ignoraba era que en realidad los blancos nunca
habían pretendido respetar ningún tratado, pues se proponían recluir a los indios en las
reservas emplazadas en el lejano Oeste. También desconocía que tanto agentes indios
como los hombres del Departamento de Asuntos Indios eran unos mentirosos y unos
tramposos, y que la mayoría de los colonos que se trasladaban a aquel territorio
consideraban a los indios como simples trofeos de caza.
Lo único que sabía con certeza era que se aproximaba un hombre de ojos oscuros,
graves y perspicaces montado a lomos de un poni. Se trataba de un hombre moreno con
una cinta con una pluma ceñida en la frente; un indio. Brent sacó del bolsillo su pequeña
navaja dispuesto a luchar.
Osceola se detuvo ante él, y el niño, asustado, y el jefe, joven de edad, pero sabio como
un anciano, se miraron fijamente a los ojos durante un buen rato. Osceola habló por fin.
-Guarda la navaja, chico. Tienes el coraje de un guerrero. Pero Osceola no combate
contra niños.
Brent fue conducido al campamento principal de los seminolas en Florida montado
sobre el poni delante de Osceola. Éste ordenó enviar varios mensajes a los padres de
Brent.
El niño vivió en el campamento indio hasta que Justin Mac Cain lo reclamó al cabo de
muchos meses.
Habían transcurrido ya veinticinco años. Las guerras para confinar a los indios
continuaron; Osceola había muerto. Los seminolas y los mikasukis siguieron luchando
para evitar su reclusión en las reservas del Oeste y fueron desplazándose más hacia el
sur; en aquel momento, estaban situados en los Everglades 3.Jamás se rindieron, jamás
lograron conquistarlos. Aprendieron a suplir las deficiencias que conllevaba vivir en un
terreno pantanoso como aquél y llegaron a conocerlo mucho mejor que cualquier
hombre blanco.
-¿Cómo va la guerra? -preguntó Zorro Rojo, sacando a Brent de sus recuerdos.
Éste apuró el café de un trago y se levantó. Empezó a deambular por el entarimado
meditando la respuesta.
-Como cualquier guerra. Zorro Rojo, Los hombres mueren. Las batallas más
importantes se libran en Virginia, donde perecen a millares; es como la siega del maíz.
Se lidió un combate en Manassas, en una pequeña colina llamada Bull Run. Los jóvenes
de ambos bandos cayeron como moscas. Se atribuyó la victoria al Sur. Las tropas de la
Unión quedaron desmanteladas y se vieron obligadas a retroceder hasta Washington.
Esta batalla demuestra que la guerra no terminará pronto. Hasta el momento, el ejército
del Sur ha actuado con inteligencia. Nuestros generales piensan y ven la situación con
más claridad. ¿Por qué no? La mayoría procede de West Point; son hombres entrenados
en la Academia Militar de Estados Unidos. Antes de la secesión, formaban parte del
ejército de la Unión. Parece que su estrategia militar es superior. Sin embargo tengo
miedo. Zorro Rojo. El Norte cuenta con muchos hombres. En cuanto mueren, los
reemplazan. Son como una marea que no retrocede.
Brent detuvo su deambular para contemplar la paz del atardecer, y Zorro Rojo observó
el rostro de su amigo. A la luz crepuscular, los Everglades eran bellísimos. El sol se
ponía como una gran bola de fuego anaranjada y carmesí, mientras las hojas de los
árboles cubiertos de musgo y las hierbas del pantano eran mecidos por una tonificante

3
Tierras pantanosas situadas al sur del estado de Florida
brisa que refrescaba la calurosa humedad diurna. Las oscuras siluetas de las grullas y las
garcetas se recortaban contra el dorado telón de fondo en que se transformaba el cielo.
-Esta guerra no te gusta -dijo Zorro Rojo-. Entonces, ¿por qué luchas?
Brent se encogió de hombros.
-St. Augustine se halla muy al norte de este pantano, pero sigue siendo Florida; éste es
mi hogar. Zorro Rojo, y también el tuyo. Florida es un estado confederado y, como tal,
está obligado a servir a la Confederación. Nuestras tropas combaten y mueren en
lugares lejanos. Los soldados y los marineros de la Unión recorren la costa
continuamente, y nuestra tierra está desprotegida. Yo lucho por el mismo motivo que tú
siempre has luchado. Zorro Rojo, para defender lo que es mío. -Se quedó en silencio y
su mirada se cruzó con la de su amigo-. Quizá también lucho para proteger un estilo de
vida; no lo sé exactamente. En ocasiones me dedico a llevar medicinas a los ancianos y
los enfermos, o comida a los niños. Otras veces suministro armas a los hombres para
que puedan continuar destrozándose unos a otros. No siempre estoy seguro de mis
convicciones. Zorro Rojo. Lo único que sé es que un hombre debe ser consecuente con
lo que es, decidir qué bando apoya, combatir y mantenerse leal a la causa con que se ha
comprometido.
Zorro Rojo guardaba silencio, reflexionando sobre aquellas palabras. Después miró de
reojo a Brent.
-La esclavitud de los negros no es buena cosa. Los hemos visto en puertos clandestinos,
con las espaldas en carne viva.
Brent no apartó la mirada de su amigo.
-Yo no tengo esclavos. Zorro Rojo. Mi padre sí y los trata con amabilidad. Se les viste y
alimenta e incluso se les enseña a leer y escribir.
-Justin McCain es un buen hombre. Pero todos los colonos son así.
Brent se encogió de hombros.
-No hay muchos que tengan esclavos, Zorro Rojo. La mitad de los soldados
confederados no ha tenido más en su vida más que una pequeña granja de unos cuantos
metros cuadrados de extensión. Los esclavos son caros. Naturalmente, los ricos luchan
por honor, por defender su forma de vida. Muchos de ellos pagan a otros para que
peleen en su lugar, por lo que la mayor parte del ejército está formado por hombres
pobres. Por otra parte, también los indios han practicado ciertas formas de esclavitud.
-Sí, pero yo, al igual que tú, opino que los hombres no son una posesión. El hombre no
es una bestia que pueda ser azotada, encadenada y vendida.
-Entonces, coincidimos en eso.
-Yo lucho contra el uniforme azul, hermano de sangre, contra la caballería y la
infantería. Los seminolas han aprendido a odiar el uniforme azul de los federales.
Cuando concluya esta guerra, decidiremos si volvemos a enfrentamos al hombre blanco.
–Zorro Rojo miró a su amigo, que guardó silencio. Ambos rezaban para que, cuando los
blancos acabaran de una vez por todas con aquella contienda, dejaran a los seminolas
vivir en paz en los Everglades-, Por favor, explícame qué es eso que tú llamas la
«marina». Navegas en tu propio barco y con tu propia tripulación. ¿Es eso una marina?
Brent echó a reír con amargura.
-Cuando se constituyó la Confederación, enseguida se formó un ejército. Muchos
hombres desertaron del de la Unión para enrolarse en el ejército confederado, que
contaba incluso con algún que otro oficial de la marina. Sin embargo, no disponía de
barcos, de modo que se hizo un llamamiento a los ciudadanos.
-Brent se encogió de hombros-. Fue la mejor solución. Mi goleta está en muy buenas
condiciones; es mucho mejor que cualquier embarcación que pudieran proporcionarme.
Puedo navegar por el océano a gran velocidad, adentrarme en cualquier río, por estrecho
que sea. Esta guerra no ha hecho más que empezar, y los alimentos y la ropa ya
escasean por todo el Sur.
Zorro Rojo se disponía a hablar en el instante en que la cabeza de Apolka asomó por la
puerta. La mujer portaba una bandeja llena de comida para su esposo y su huésped, el
hermoso guerrero blanco a quien los indios habían bautizado como Halcón de la
Noche... un nombre bien conocido en todos los puertos de la Confederación, donde
Brent burlaba con osadía el bloqueo unionista.
-Mi mujer trae la cena -dijo Zorro Rojo-. Hablemos de temas más agradables.
Brent volvió a sentarse en el suelo frente a Zorro Rojo y sonrió a Apolka,
agradeciéndole el plato acababa de ofrecerle. Por el aroma, agradable y apetitoso, Brent
dedujo que se trataba de guiso de venado. Los guerreros habían salido a cazar para
obsequiar tanto a él como a sus hombres.
-Como siempre. Zorro Rojo, agradezco tu hospitalidad.
-Mi Apolka cocina muy bien, ¿verdad?
-Es la mejor -asintió Brent, sonriendo a la esposa del jefe.
De hecho, nunca había mantenido una conversación con Apolka porque, a pesar de que
los blancos agrupaban a todos los indios de Florida bajo el término «seminola», la
lengua seminola era distinta de la mikasuki. Ambas tribus procedían de las colinas de
Georgia, pero provenían de distintas facciones. Brent conocía bien la lengua muskogee,
pero los mikusakis hablaban un dialecto del mitichi, y Apolka era una mikusaki. Sin
embargo, las costumbres de las distintas tribus eran muy semejantes, y entre los pocos
centenares de indios que quedaban libres en Florida menudeaban los intercambios
matrimoniales. Apolka mejoraba notablemente sus conocimientos de la lengua
muskogee. A pesar de la ligera barrera lingüística que se alzaba entre ella y Brent, se
sentían muy orgullosos el uno del otro y eran grandes amigos gracias al lenguaje del
corazón.
En la sociedad tribal las mujeres y los hombres comían separados; por esa razón,
Apolka, después de servirles los alimentos, se encaminó hacia las escaleras,
deteniéndose un momento antes de bajar. Susurró a Zorro Rojo algo al oído, y el
seminola echó a reir mirando a Brent, con sus oscuros ojos iluminados.
-Apolka me ha dicho que ya han bañado a Kendall Moore, que le han dado de comer y
que se encuentra ya en su cabaña.
-Gracias -dijo Brent tranquilamente. Bajó la vista y comenzó a cenar, sin degustar de
verdad aquel manjar tan exquisito. ¿Cómo se vengaría?, se preguntaba.
Un año atrás había estado a punto de morir por culpa de aquella mujer. En cualquier
caso, se jugaba la vida siempre que salía a navegar.
Aquella joven había herido su orgullo al propiciar que su barco fuera objeto de un
ataque clandestino. Sin embargo, lo que le había animado a buscarla no había sido tan
sólo el deseo de venganza, sino algo que había provocado que le resultara una tortura
contemplar cómo se hundía en aquel lodazal de arenas movedizas. Aún la quería, y no
sólo para vengarse de ella. La quería porque no podía olvidarla. Recordaba el tacto
sedoso de su carne, la calidez de su esbelto cuerpo, su mirada cuando hicieron el amor.
«¡Un fraude!», se dijo. La misión de Kendall en toda aquella pantomima había
consistido en entretenerle. Oh, y claro que lo hizo. Se había abandonado a ella, a la
necesidad de acariciarla, sentirla, conocerla...
En cualquier caso, ella había respondido a sus caricias, pensó. Nadie sería capaz de
simular una reacción física como la de ella. Había notado el latido de su corazón, sus
pechos hinchados al contacto de sus manos, el ansia temblorosa de sus labios, el modo
tan dulce en que arqueaba el cuerpo... O ¿se trataría tan sólo de una forma de seducción
largamente aprendida y practicada?
Tal vez así era, pensó, suspirando. En parte quería vengarse, sí. Por Dios, lo había
seducido, y él debía terminar lo que ella inició en su día. «Es imposible que un hombre
aguante más de lo insoportable y después olvide lo sucedido.» Sin embargo, además de
la sed de venganza, sentía un profundo deseo. Necesitaba descubrir por qué razón no
conseguía olvidarla. Poseerla sería como exorcizar a aquel espíritu que habitaba en su
interior; un espíritu de ojos azules y melena dorada.
Cuando Brent alzó la mirada, vio que Zorro Rojo aún no había probado la comida;
estaba observando
-Quiero sugerirte algo. Halcón de la Noche.
-¿Sí? -inquirió Brent con curiosidad, arrugando la frente.
-Déjala a mi cuidado.
-¿A Kendall?
Zorro Rojo asintió con la cabeza.
-¿Qué harías con ella? ¿Devolverla a los yanquis-preguntó el indio.
A Brent se le revolvieron las tripas al oír aquella proposición.
-Parece que tiene tanto éxito con los indios como con los blancos -dijo.
Zorro Rojo se encogió de hombros.
-Debo admitir que esa mujer me gusta. Es luchadora y orgullosa. Nunca se da por
vencida. Ignoro lo que te ha hecho, pero ella es un buen trofeo. Si no te la quedas,
hermano, me la quedaré yo.
-Mejor echarla a los caimanes -dijo Brent.
Zorro Rojo echó a reír.
-Bien, Brent McCain, domesticar a una criatura requiere mucho tacto. A nadie le gusta
cabalgar un corcel salvaje, Y a ningún hombre le agrada tener en la cama a una mujer
timorata y acobardada. Será difícil domar a la mujer yanqui, pues posee una gran
fortaleza interior y un corazón de guerrero. Quien logre domesticarla, disfrutará de lo
que pocos hombres en la tierra pueden recibir.
-Humm, una puñalada por la espalda –murmuró Brent.
Zorro Rojo arqueó una ceja, sin hacer ningún comentario. Brent masticó el último trozo
de carne que le quedaba y apartó el plato.
-Es tu prisionera, Zorro Rojo.
-No: ahora ya no. Te la he entregado, y por lo tanto es tuya. Estoy proponiéndote
ocuparme de ella cuando tú te marches.
Brent meditó estas últimas palabras. Se levantó. Llevaba ya demasiado tiempo
esperando, intentando descubrir cuáles eran sus sentimientos. Hablar de Kendall Moore
le afectaba más de lo que se atrevía a admitir; se acaloraba y sentía náuseas. Había
llegado la hora de averiguar qué deseaba, por qué el recuerdo de aquella mujer
continuaba atormentándolo.
-Gracias de nuevo, amigo -dijo-. Mañana por la mañana decidiré qué hacer con ella.
Zorro Rojo rió, burlón; fue una carcajada larga e intencionada.
-Duerme bien, Halcón de la Noche. Nadie te molestará.
Brent bajó por la escalerilla. A medida que se acercaba a la cabaña cerrada a cal y canto,
su paso se hacía más rápido y resuelto. La tensión le agarrotaba los músculos, tenía la
mandíbula desencajada.

Kendall estaba en un rincón de su pequeña cabaña, transtornada, al borde una crisis de


histeria. Allí, en el campamento, había sido completamente derrotada. Ni siquiera le
importó que después la llevaran al río; se había sentido como una inválida, como una
enferma a quien cada movimiento representaba un verdadero esfuerzo. Había necesitado
ayuda y cuidados como una niña. No tuvo ni ánimos para quejarse cuando la bañaron y
le lavaron el cabello de forma tan enérgica; en cualquier caso de nada habría servido
protestar. De haber huido de las laboriosas mujeres seminolas, ¿qué habría podido
hacer? ¿Correr? Podía haber escapado... para ir a parar a otro cenagal. Entumecida
como estaba, se había mostrado muy dócil. Incluso cuando la devolvieron a su cabaña,
se mostró sumisa. Estaba hambrienta, y en cuanto hubo comido aquel venado tan
sabroso, recobró pronto las fuerzas.
Sin embargo, recuperarse no le había hecho ningún bien. Jamás en la vida le habían
propinado una azotaina como aquélla, y, aunque le habían dispensado peores tratos,
recibir una paliza sobre las rodillas de un hombre, como si fuera una chiquilla, había
resultado humillante. Nunca había experimentado nada semejante al lento sentimiento
de rabia que fue encendiéndose en su interior hacia el hombre que acababa de ultrajarla
de aquel modo. Le hubiera gustado arrancarle los ojos.
Estaba atrapada y era consciente de ello. No tenía escapatoria, no había adónde ir. Lo
único que podía hacer era dar vueltas y más vueltas, preocupada, cada vez más irritada,
y esperar la llegada de aquel hombre del que, en su día, llegó a sentirse seducida en la
antesala de un asesinato.
«¡Arrogante hijo de puta!», pensó, golpeando con fuerza la pared de madera de su
prisión. ¿Cómo se le ocurría sospechar que su muerte merecía un plan tan elaborado
como aquél?
Continuó deambulando por el recinto, y un escalofrío le recorrió la espalda. Iba a
matarla porque por culpa de ella lo habían arrojado a las aguas heladas. Sin duda, la
mataría.
Sin embargo, ya podía haberla asesinado de habérselo propuesto. O podía haberse
limitado a contemplar cómo el fango realizaba su trabajo. No, su cólera exigía más.
Brent había dicho que deseaba saldar la cuenta que tenían pendiente. ¿Significaba eso
que pretendía violarla? Aquella amenaza, en boca de un hombre que había recibido de
ella más que ningún otro, era una locura. Una oleada de calor inundó su interior y sus
mejillas se arrebolaron. Deseaba hacerlo trizas y no obstante todavía recordaba con la
más perfecta y agraviante precisión el modo en que la había tocado su espléndido
cuerpo bronceado y musculoso, la caliente caricia de su latente masculinidad, que la
intimidó y excitó a un tiempo. La había tratado con tal delicadeza, la había acariciado
con tanta destreza y sensualidad, que había llegado a ansiar, completamente entregada,
que aplacara de una vez el anhelo que había despertado en ella.
Por tanto no lo odiaba. Tampoco lo despreciaba.
Una ola de aire frío la invadió como una ventisca de nieve. Kendall intuía que aquel
hombre ya no se mostraría tan considerado. Debía pensar que ella era basura podrida de
la que debía desembarazarse cuanto antes. Sería capaz, incluso, de ser cruel, de
maltratarla. Quizá se proponía arrancarle las uñas de los dedos una a una, dejarle la cara
en carne viva...
Kendall apretó los puños y comenzó a golpear la pared. ¡Maldito! ¡Maldito una y mil
veces! ¡Aquella tortura era ya su venganza! Temblaba y se estremecía de terror,
enloquecía al pensar en él. ¡Al infierno con él! Seguramente no se comportaría como un
bárbaro. Entonces ¿qué pretendía hacer con ella? ¿Golpearla? ¿Humillarla?
Una sonrisa casi histérica se dibujó en sus labios. Nada podía ser peor de lo que había
soportado hasta entonces, y siempre había sobrevivido. Sin importar lo que John Moore
hubiera dicho o hecho, ella siempre se enfrentaba a él mirándolo fijamente, con la
cabeza bien alta; así había sobrevivido.
Pero aquel hombre no era John Moore. Era joven, viril y fuerte, y sus acerados ojos, tan
amenazadores, indicaban que no era de los que daban cuartel si descubrían que habían
sido utilizados. Además, quería dar por terminado lo que ella había iniciado. La tensión
que revolvía su estómago aumentó hasta que se le formó un nudo de dolor tan agudo
que la habitación comenzó a girar alrededor de ella, llenándose de una neblina grisácea.
Se apoyó contra la pared para no caer. No, cuando se le acercara la próxima vez, no se
comportaría como un amante tierno y apasionado. Cegado por su afán de venganza, la
tomaría de un modo salvaje y despiadado.
-¡Debo hablar con él! Tengo que hacerle razonar y convencerle de que nunca pretendí
hacerle ningún daño -dijo.
Iba a ser una tarea difícil. Por otro lado, no podía continuar así, deambulando y
agonizando antes de tiempo; sería mejor que se sentara y esperara pacientemente. Debía
recordar que no podía darse por vencida, que sobreviviría a lo que fuera y que, aunque
abusara de ella, nunca podría herir su corazón, ni su alma, ni su voluntad, si ella no lo
permitía.
Kendall cayó de rodillas al suelo y apretó los dientes al sentir el efecto del golpe de su
carne desnuda sobre el duro entarimado. Lágrimas de dolor y humillación nublaban sus
ojos.
«Jamás he querido causarte ningún mal, McCain, pero a partir de este momento será
mejor que no vuelvas a cruzarte en mi camino» Kendall se sentó con las piernas
cruzadas y la mirada fija en la puerta. De forma inconsciente, se arregló el sencillo
vestido de algodón como si fuera engalanada con el más elegante vestido de noche y se
dispusiera a dar la bienvenida a los visitantes de Cresthaven.
«Esto no ha acabado, capitán McCain. Me has juzgado sin otorgarme el beneficio de la
defensa y me has considerado culpable. No temblaré ni suplicaré a tus pies. Intentaré
explicarte todo del modo más racional posible.» Jamás la creería...
Se obligó a mantener una actitud relajada y, se enlazó las manos sobre el regazo.
Sin embargo, al oír los pasos de las botas subir por la escalerilla, fue incapaz de
controlar los acelerados latidos de su corazón y su respiración entrecortada.
La puerta de la cabaña no se abrió con violencia, sino lentamente, con suavidad, y Brent
McCain entró, mirando fijamente a la mujer que con tanta frialdad lo contemplaba. Ante
aquella actitud el rostro del hombre se encendió de ira. Ella lo observaba como si
estuviera viendo un servicio de té de plata, como si se dispusiera a decir: «¿Un terrón o
dos, capitán?»
El hombre la miró de hito en hito durante unos segundos y luego, sin apresurarse, cerró
la puerta.
-Bien, señora Moore, su aspecto ha mejorado bastante.
-El aspecto que haya podido tener, capitán McCain, se lo debo a usted.
-¿De verdad? -respondió, enarcando una de sus espesas cejas-. No recuerdo haberla
empujado al barro.
A medida que se excitaba, el propósito que Kendall se había fijado de mantener la
calma se tambaleaba.
-Estaba huyendo de usted. Si no me hubiera asustado de aquel modo terrorífico...
-¿Asustarla? No había dicho nada que pudiera asustarla, señora Moore. De hecho, fue
una agradable sorpresa encontrarla aquí -dijo lentamente.
-¿Sorpresa? -replicó ella con cortesía-. Me cuesta creer que haya sido una sorpresa,
capitán. Es evidente que Zorro Rojo y sus hombres nos atacaron obedeciendo sus
órdenes.
Brent lanzó una risita sofocada que no evidenciaba, sin embargo, ni un atisbo de buen
humor. De hecho sonó tan seca como una yesca y pareció crepitar en aquel ambiente.
-Se equivoca, señora Moore. Jamás me atrevería a ordenar algo a Zorro Rojo.
-Quizá esté engañándome.
-Ah, usted sí me engañó, ¿verdad, señora Moore? -repuso con tranquilidad y de forma
tan educada que Kendall se estremeció. El hombre cruzó la estancia en dos zancadas y
se detuvo junto a la ventana, con las manos en las caderas, mirando al exterior-. Kendall
¿su matrimonio con John Moore es sólo para cubrir las apariencias?
A Kendall se le secó la boca de golpe, y fue incapaz de responder. Él se volvió,
apartándose de la ventana; la pregunta pretendía levantar una tormenta mortífera.
-¿Y bien, Kendall?
«¡No dejes que te intimide! -pensó, dándose ánimos-. Aguanta... aguanta y manten la
dignidad.»
-Legalmente soy su esposa -replicó con frialdad. Usted no lo entendería, capitán
McCain...
-Oh, señora Moore. Me muero de ganas por entenderlo -murmuró, sarcástico-. Se lo
ruego, expóngame la situación.
Quedarse sentada había sido un error, pensó Kendall. Él paseaba tranquilamente detrás
de ella y era como un fuego que le abrasaba la espalda. Cada paso que él daba le
provocaba escalofríos que le hacían perder el control que había decidido mantener.
Debía resistir la tentación de volverse y mirarlo para evitar que McCain advirtiera su
temor. No podía permitirse sucumbir al magnetismo que ejercía sobre ella. Tragó saliva
para poder hablar.
-Estoy esperando, señora Moore.
Aquel susurro le rozó el oído como un tizón ardiente.
-Es muy sencillo, capitán. Yo no nací en Charleston. Cuando Carolina del Sur se
independizó, supe que la guerra era inevitable. No quería que me obligaran a regresar al
Norte cuando...
-¿Y su marido se apresuró a acudir en su busca?-preguntó con desdén-. Y apareció en el
momento culminante, ¿podríamos decirlo sí? -Kendall enderezó la espalda-. Pero usted
afirmó, señora, que no tenía marido.
-Yo... mentí.
-¡Ya lo creo!
En cuanto notó que los dedos masculinos se enredaban en su cabello, forzándola a
inclinar la cabeza hacia atrás, doblándole el cuello de forma dolorosa, Kendall echó a
llorar. McCain se hallaba detrás de ella, con las piernas largas y musculosas, separadas.
Cuando la cogió de aquel modo tan brusco, los hombros de la mujer rozaron sus muslos.
Situado a sus espaldas, la penetró con su airada mirada gris como el acero. Sin intentar
zafarse, Kendall alzó la barbilla y le lanzó una mirada furibunda.
-¡Usted no es más que un burro egoísta! ¡No existe en el mundo nadie más que usted! -
El tirón que recibió provocó que sucediera a sus palabras un agudo grito de dolor.
-Cuénteme, señora Moore, por qué me arrojaron por la borda para dejarme morir como
una rata de cloaca. Señora Moore, usted cree que las arenas movedizas son terribles;
pues trate de sobrevivir desnuda en invierno en aguas heladas.
Brent la empujó, y Kendall cayó hacia atrás. Se levantó como pudo y se volvió hacia él.
Había sido una estúpida al darle la espalda. Aquello acabó con su paciencia. Sin
embargo debía contenerse. Tenía que hacerle razonar de algún modo... y superar el
miedo y la rabia.
Bien erguida, miró con fuerza, decidida a convencerle a pesar de la tensión que se
respiraba en el ambiente.
-Caballero -dijo con frialdad-, fue un yanqui quien le sacó del agua. Gracias a él está
vivo. Me es totalmente indiferente que me crea o no. Hace mucho de aquello, y
considero que ya se ha tomado su venganza. Me han secuestrado los salvajes, me han
arrastrado a los pantanos, casi muero del susto en las arenas movedizas y... y me ha
pegado usted de la manera más humillante. Creo que he pagado con creces mi falta
capitán McCain. ¡Ahora le ruego, señor, que como confederado, como capitán al
servicio de la causa del Sur, desista de una vez por todas de esa locura de chiquillo y
haga lo posible para que me lleven a un puesto sureño cuanto antes!
La miró de hito en hito unos segundos y rió echando hacia atrás su cabeza leonada.
-Locura de chiquillo, ¿eso piensa?
El tono de su voz era suave, y Kendall se sintió algo más relajada.
-Capitán, lo único que sé es que un oficial de la marina de los Estados Confederados
debe, por encima de todo y mientras permanezca en su territorio, mostrarse amable con
una desafortunada dama.
-Señora Moore, tiene usted razón. -Avanzó un paso hacia ella, con las manos en las
caderas, sonríendo y con los ojos entornados, como soñolientos. -Nosotros, los de la
marina de los Estados Confederados, procuramos siempre dispensar un trato galante a
las damas de nuestro territorio. Sin embargo, he descubierto que resulta más difícil
encontrar una dama de verdad que unas medias de seda en Jacksonville-.
Hablaba con un tono encantador y agradable. Incluso en un lugar como aquél, olía a
mar. Siguió acercándose lentamente, sin dejar de hablar, hasta plantarse ante ella.
Kendall lo observó hipnotizada y apaciguada por el tono ronco de su voz. Su enemigo
había cambiado drásticamente de actitud. ¡Por supuesto! Sus palabras le habían hecho
recordar el honor del Sur. Si quería, podía comportarse como un caballero.
Ancho de espaldas, vestido de forma impecable con su elegante uniforme con galones
dorados, de capitán confederado, sus facciones duras contrastaban bellamente con su
sonrisa gallarda, ligeramente ladeada...
Lo que hizo a continuación la pilló por sorpresa.
De repente le clavó sus fuertes dedos en los hombros y la sacudió, forzándola a que lo
mirara a los ojos. El cabello de Kendall se soltó y le cayó hasta las nalgas.
-A mi entender, señora, usted se ha portado conmigo como lo habría hecho una guarra
sinvergüenza y traidora...
Sus palabras fueron interrumpidas por la bofetada seca y sonora que le propinó Kendall,
que había conseguido soltarse y levantar la mano con toda su rabia, golpeándole con tal
rapidez que él no tuvo tiempo de esquivarla.
-¡Canalla rastrero! ¡Bastardo pueblerino! -exclamó entre dientes, intentando reprimir el
terror que sentía al ver la mandíbula del hombre, cada vez más tensa, y sus ojos, que se
achicaban hasta convertirse en dos líneas de acero. El cachete había impreso una marca
roja en sus facciones bronceadas. Por fin fue capaz de devolverle la mirada, con los
labios apretados.
De repente, la asió por la cintura, como una serpiente presta a atacar. Kendall se
revolvió violentamente; el pánico que la dominaba era superior a su resolución de
mantener la calma.
-¡Suélteme!
Arañó la mano que la sujetaba clavándole las uñas en la carne. Comenzó a atizarle
patadas como una loca, obligándole a proferir gritos de dolor cuando le propinó
repetidos puntapiés en las espinillas.
McCain logró agarrarla por la muñeca, la levantó en el aire y así la mantuvo durante un
segundo. La sensación de estar volando no duró más que aquel segundo, sustituida de
inmediato por el duro y desapacible golpe que recibió al caer de espaldas al suelo.
Antes de que pudiera recobrarse se encontró emitiendo sofocados gritos de protesta al
notar el cuerpo de Brent sobre el suyo y sus piernas alrededor de la cintura. No había
escapatoria posible. Miró fijamente su ojos despiadados, duros como el acero, y
comenzó a forcejear más por miedo que por coraje, golpeándolo con los puños,
debatiéndose en un intento desesperado por zafarse de la férrea tenaza de sus piernas.
Ante aquella demostración de fuerza salvaje, él la maldijo, sujetándole las muñecas con
una sola mano por encima de su cabeza, humillándola. Kendall volvió a encontrarse con
su mirada; McCain estaba tan cerca... La mujer jadeaba, rogando que las lágrimas de
desesperación no asomaran a sus ojos.
-Señora, el pasado mes de diciembre me ofrecía algo que al final no me entregó. Bien,
ya está en otro puerto, y con el caballero que usted decidió utilizar.
Se quedó petrificada. El agitado subir y bajar, tan provocador, de los pechos de la mujer
eran para él un indicio de la lucha interna que estaba librando. Igual que sucediera
aquella noche, hacía ya tanto tiempo Kendall despertó en él un deseo primitivo que lo
vencía y ofuscaba todos sus pensamientos. Era muy bella. Incluso en aquellos
momentos, cuando sus ojos, de azul cristalino, le dirigían una mirada destellante de
aversión, no podía dejar de pensar en el modo en que le ofreció sus labios, indecisos
pero sedientos de placer, en cómo su cuerpo había cobrado vida al contacto de sus
manos, en la firmeza y plenitud de sus senos contra su pecho...
Estuvo a punto de provocar su muerte, recordó. Le había engañado y conducido a un
estado de pasión animal con el único propósito de que bajara la guardia por completo.
-Sinceramente, señora Moore, no entiendo por qué se resiste tanto esta noche. La última
vez que nos vimos, estaba más que deseosa de abrazarme. ¿Qué sucede? ¿Tal vez se
deba a que esta noche no hay ningún yanqui por los alrededores que pueda presentarse
para arrancarla de las manos del destino?
Permanecía rígida bajo el peso del cuerpo masculino, mirándolo a los ojos de forma
desafiante. Dejó escapar una risita.
-Capitán McCain lo crea o no, lo cierto es que aborrezco a los yanquis tanto como a
usted. Por tanto, puede hacer lo que guste. No puedo golpearle ni pienso luchar contra
usted.
Con la vista clavada en él, Kendall rezó para que sus palabras hubieran logrado
avergonzarlo. Él la observó con mirada enigmática y rostro inexpresivo, sin dejar
entrever sus intenciones. Entonces levantó una ceja ligeramente, como burlándose de
ella.
-¿No piensa luchar contra mí? -preguntó con toda tranquilidad.
El rostro de Kendall se encendió. Enfrascados en aquella especie de duelo de deseos, los
recuerdos de aquella noche en Charleston acudieron a su mente más vivos que nunca.
Sentía la fuerza de sus caderas, el poder de sus manos, que la convertían en su íntima
prisionera, su calor, un aura predominantemente masculina. Notaba el pulso en su
garganta, como muestra de cuan tensa y enfebrecida era su emoción. A través del fino
tejido de su vestido y la gruesa tela de los pantalones del hombre, sentía el creciente
palpitar de su sexo.
Kendall tragó saliva. Los dos lo sabían.
Él esbozó una leve sonrisa, que en nada aplacó la dureza de su mirada de acero. De
repente le soltó las muñecas y colocó la mano detrás de la cabeza de Kendall enredando
los dedos en su cabello, mientras con la otra le cubría un seno, acariciando el pezón con
el pulgar. El tejido del vestido no presentaba ningún obstáculo. Palpaba la voluptuosa
plenitud, la calidez del endurecimiento como señal de erótica respuesta a la caricia y los
acelerados latidos de su corazón. Inmóvil la mujer no trató de detenerle. Sus ojos
seguían desafiándolo y todavía reflejaban miedo...
«¿De él? -se preguntó-, o de mí misma? Brent deseó acariciarle la mejilla, susurrarle
cálidas palabras para darle a entender la embriagadora telaraña en que se hallaba
atrapado, la atracción y la fascinación que sobre él ejercían su elegancia y su
esplendorosa belleza.
Se mordió el labio con furia hasta hacerse sangre. Aquella mujer, que tan arteramente le
había utiliza en el pasado, estaba seduciéndolo de nuevo de forma premeditada. Se
inclinó sobre la joven, aproximando su boca a la de ella.
-¿Puedo hacer lo que desee, Kendall?
-No puedo impedírselo -murmuró ella.
-¿Repetir lo de Charleston?
A Kendall le costó articular las palabras.
-No puedo impedírselo -repitió.
De pronto, los labios del hombre se unieron a los suyos, acariciándolos con intensidad.
Ella percibió el sabor de la sangre en cuanto la lengua se hundió en su boca,
invadiéndola de la forma más salvaje. Ante una intrusión como aquélla, lanzó un grito
sofocado en señal de protesta. Su corazón latía como loco, apenas si podía respirar y la
sensación de ahogo la debilitaba. Intentó darse la vuelta para apartarle pero él la
mantenía pegada al suelo con firmeza sujetándola por el cabello. Kendall le arañó la
espalda hincando desesperadamente los dedos en su fuerte y tensa musculatura. El
asalto cesó para reanudarse enseguida. La crueldad, sin embargo, había desaparecido. El
roce de sus labios se había tornado convincente, era una caricia de verdad, que
solicitaba cariño y ternura. Kendall se abandonó a aquellos besos, estremeciéndose al
descubrir que aún deseaba a aquel hombre.
Por fin, él retiró la cabeza. Con las facciones tensas, habló con severidad.
-Lo que se inició en Charleston terminará aquí.
Kendall intuía que Brent estaba librando una lucha interna. También había comprendido
perfectamente el significado de sus palabras.
Si le suplicaba con toda sinceridad, si intentaba advertirle de una verdad que no tardaría
en descubrir, la situación sería bastante comprometida... Kendall quería decírselo, pero
no podía. Era como si las palabras se negaran a salir de sus trémulos labios.
Permaneció tendida, contemplando cómo él se ponía en pie y comenzaba a desnudarse,
cómo su figura se alzaba, imponente ante ella mientras su cuerpo bronceado relucía a la
luz de la luna que entraba por la estrecha ventana y cómo sus ojos grises se oscurecían y
tornaban tormentosos.
Paralizada, observó cómo avanzaba hacia ella y se recostaba a su lado; su cuerpo,
elegante y musculoso, era tan ágil como el de una pantera. La atrajo hacia sí y le
desabrochó los botones del vestido. Soltó un gruñido de impaciencia, y finalmente el
vestido quedó totalmente abierto.
-Brent...
Por fin fue capaz de pronunciar su nombre pero no pudo añadir nada más. Cerró los ojos
cuando las manos masculinas le acariciaron la cintura, rozándole la piel con el único
propósito de arrancarle las bragas, la única prenda que llevaba puesta en aquel
momento.
La cubrió con su cuerpo ardiente. Cuando la forzó con la rodilla a que separara los
muslos, ella se puso rígida, pero ni siquiera en aquel momento pudo conseguir que le
brotara la voz. Él permanecía inmóvil sobre ella, buscando su mirada, y ella se la
devolvió incapaz de hablar.
Cuando sus bocas se unieron de nuevo, Kendall cerró los ojos. McCain le bordeó los
labios con la lengua, deslizó la boca por su barbilla, le atrapó la oreja, mordisqueándole
el lóbulo. Sus besos vagaban por ella sensualmente, recorriendo su garganta, posándose
levemente en su clavícula para retornar a sus labios.
El tiempo, la razón, la vida misma... todo pareció desvanecerse, moverse, trastocarse;
era como si volvieran a hallarse en Charleston. Kendall recordaba con claridad y
dulzura aquellas caricias... La había amenazado y alertado de su venganza, había
mantenido sus batallas particulares consigo mismo, y ella había permanecido en
silencio, quieta; nada de eso importaba ya. Si su propósito había sido ofenderla, había
fracasado, porque él seducía. Los besos del capitán le arrebataban tanto la respiración
como los deseos de protestar. La caricia de su lengua, que al rozarla parecía abarcar
todo su cuerpo, desencadenaba una tormenta dulce y volátil de calor abrasador...
Mientras la besada, McCain le acariciaba los senos, hechizándola. De repente, Kendall
tuvo la sensación de que sus largos dedos la recorrían por completo como si estuvieran
separados de su cuerpo y pasearan libremente por sus costados, mientras ella le clavaba
las uñas en la espalda y sumergía los dedos en su cabello... Sin luchas. No había más
que una sucesión de sensaciones. Y aún quedaba mucho por delante...
Kendall oyó un sonido débil, un grito sofocado, un sollozo, que brotaba de su propia
garganta. Ella permanecía allí prisionera de aquel hombre que proseguía con su
venganza. El roce de su boca le abrasaba la carne, la punta de su lengua se deslizaba por
sus pezones endurecidos, rodeando la curvatura de sus pechos como si fuera fuego
líquido. Temblaba, se retorcía, pugnaba por escapar de las melifluas sensaciones que
aquellas caricias despertaban en su interior, luchaba por liberar sus manos, por girarse,
por moverse.
¡Ah, venganza! No tendría piedad de ella. Los dedos de ambos estaban fuertemente
entrelazados. El cruel asalto de sus besos se hacía cada vez más íntimo. La longitud y la
fuerza del cuerpo masculino la vencían. Sus caricias la seducían, la derretían, cubrían la
inocencia de su carne, bañaban su abdomen, provocaban chispas abrasadoras en sus
muslos, encendían el fuego y el deseo que anidaba entre ellos. Ni siquiera el grito de
asombro que lanzó, ni las salvajes convulsiones que la sacudieron disuadieron al
hombre de su propósito, de su anhelo... De su venganza.
Kendall quería morir. Pensó que moriría, que había muerto. La noche estallaba y se
poblaba de estrellas, se sumía en la más profunda oscuridad para volver a llenarse de
estrellas. Ella trató de liberar su mano, intentando soltarse... o acariciar una magia
desconocida que brillaba más allá de su entendimiento.
Gritó, pronunció su nombre...
Y Brent continuaba allí sobre ella; sus labios, enfebrecidos, saboreaban la fuerza de su
pasión. Kendall se dio cuenta de que tenía las manos libres, y confusa, notó un nuevo
cambio en su amante, una tensión súbita. Ella sentía los calientes embates del sexo de él
en el portal del suyo, una espada de acero candente. Señor... la había seducido, no podía
ni pensar...
La magia desapareció de pronto para ser sustituida por una pasmosa sensación de dolor.
Las lágrimas inundaron los ojos de la mujer, que procuró no gritar. Mientras por instinto
forcejeaba para huir de la invasión de su sexo, sollozó.
No había escapatoria. Intuía que ya había llegado demasiado lejos. El mal estaba hecho.
La venganza ya estaba cumplida.
-Kendall, maldición. Kendall, tonta, debías haberme dicho... que nunca...
Su voz ronca, sorprendida, se quebró. Posando las manos en las mejillas de Kendall la
forzó a mirarle.
Ella advirtió que estaba realmente perplejo y que sus ojos reflejaban la calma que
sucede a la tormenta.
-¿Y qué, si te lo hubiera dicho? -musitó-, ¿me habrías dejado marchar?
-Yo...
-¿Me habrías creído?
-¡Maldita sea! -exclamó. Parecía rabioso. La pasión de su cuerpo había convertido sus
músculos duros en nudos que la oprimían sin piedad. No podían echarse atrás; ella no
podía echarse atrás.
-¿Lo habrías hecho? -insistió la mujer.
-¡No! -exclamó-. Pero yo...
-¿Habrías sido más tierno? -inquirió, riéndose de ambos. Señor, estaba ardiendo de
dolor... y de algo más. El fuego líquido que había encendido en su cuerpo aún ardía en
su interior. Casi había saciado su ansia-.¿Me habrías dejado marchar?
La escrutó con ojos oscuros, tormentosos, apasionados.
-¡No! -contestó apretando los dientes, aprisionándola con los dedos como si fueran
argollas-. No, no te habría dejado marchar y tampoco puedo dejarte marchar ahora.
Kendall dejó escapar un sollozo contenido al tiempo que cerraba los ojos.
-¡Maldita seas, Kendall! ¡No puedo dejarte marchar! -repitió y ella no sabía cómo
decirle que no quería que la dejara marchar, que en aquel momento lo que deseaba era
que la amara.
-Abrázame -susurró él, dulcemente-. Abrázame, abrázame fuerte... bésame...
Volvió a besarla en los labios y saboreó sus lágrimas. La acarició las mejillas para
después enredar los dedos en su cabello. La acariciaba con la vista, clavada en la de ella.
Kendall bajó la mirada y deslizó los brazos alrededor de su cuerpo, estrechándolo.
Él notaba la presión de sus uñas y sabía que no pretendía hacerle ningún daño.
Comenzó a moverse, reprimiendo el deseo insaciable, peligroso y desesperado que ella
le provocaba. Un fuego salvaje le recorría la espalda. Dios, moverse tan lentamente era
una agonía, una exquisita agonía. La tensión empezó a desaparecer del cuerpo de la
mujer y un suave gemido escapó de sus labios.
-¿Kendall? -murmuró el enseguida.
Ella bajó la cabeza hundiéndola en el cuello de Brent, incapaz de mirarlo a la cara. De
repente sus cuerpos parecieron amoldarse, arqueándose y retorciéndose de forma
acompasada. Brent sintió sus sedosos senos irguiéndose contra el vello rizado de su
pecho, las uñas de la mujer clavándose en su espalda...
Comprendió que ella le permitía llegar hasta el final. La pasión contenida hasta aquel
instante estalló de golpe. Deslizó las manos por la espalda de Kendall, acunándole las
nalgas, sosteniéndola contra él para que encontrase y aceptase la creciente demanda de
su torrencial acometida. Ella se movía por instinto, como si el fuego voluptuoso la
abrasase, como si todo ardiera en llamas entre los dos, consumiéndolos, haciendo
desaparecer el mundo alrededor.
En aquel momento para Kendall no existía nada más que el hombre y las sensaciones.
El pasado se había esfumado, su vida se había desvanecido.
Cabalgaba en los vientos de la noche, la oscuridad y el profundo anhelo que la invadía,
elevándose llena de asombro, a sabiendas de que ansiaba ardientemente el dulce
manantial casi inalcanzable... disfrutando de la extraña belleza de aquella tortura tan
exquisita y placentera, agonizando de deseo y esperando la culminación.
Llegó; un momento de éxtasis absoluto. No era consciente de nada excepto del dulce
néctar que manaba de su cuerpo y la hacía estremecerse con violencia, de las
contracciones que sacudían su cuerpo y parecían arrastrarla a través de un manto de
nubes blancas como la nieve hacia un paraje de maravillosa delicadeza.
Brent lanzó un grito de triunfo. Ella advirtió cómo el cuerpo del hombre se tensaba, se
relajaba y volvía a tensar. Sintió de nuevo el calor deslizándose en su interior,
colmándola. Tembló violentamente entre sus brazos...
El abrazo se debilitó rápidamente.
McCain se apartó de ella con delicadeza y, apoyándose en un codo, se dedicó a
contemplarla; con pasión ya apaciguada, la curiosidad pasó a un primer plano y
Kendall cerró los ojos y trató de separarse de él. Protestó cuando él la obligó a darse la
vuelta. Le había deseado con tanta desesperación... El momento mágico había sido
bellísimo y continuaba atemorizada de aquellas sensaciones que le habían conducido al
éxtasis jamás vivido hasta entonces...
Quería conservarlo para siempre, guardarlo en su interior, saborear su recuerdo mientras
siguiera vivo, convertirlo en un sueño.
Pero por encima de todo lo que deseaba era arrastrarse por el suelo y morir. Brent había
actuado movido por el odio que ella le inspiraba y la sed de venganza. La había
utilizado. Acababa de dar por finalizado aquello que ella había iniciado en su día, hacía
ya un tiempo, en Charleston.
Él jamás sabría cuan grande había sido su venganza, y ese pensamiento provocaba a
Kendall un sentimiento de angustia totalmente nuevo.
Cerró lo ojos con fuerza; necesitaba desesperadamente crear aquella barrera. No quería
mirarlo a la cara, ni enfrentarse a sus preguntas, que sin duda serían más exigentes
incluso que sus encendidas pasiones. Deseaba eludir la humillación que ambos sentían,
consciente de que lo único que él le había forzado esa noche había sido la primera
caricia.
-Kendall...
-No...
-Kendall...
-Ya ha obtenido lo que quería: su venganza.
-Oh, no, señora Moore -dijo con voz tranquila. Tan sólo acabo de empezar.
-Brent.,.
-Abre los ojos, Kendall -ordenó con determinación-. Tenemos que hablar.

Nunca como en aquel momento sintió Kendall la necesidad de romper a llorar. Y


tampoco había estado jamás tan decidida a reprimir el llanto. Cerró los ojos y
permaneció rígida en brazos de Brent.
-Suélteme -dijo sin fuerza, para añadir después-por favor.
El abrazo se hizo más estrecho tan sólo un instante. Para sorpresa de Kendall, McCain
obedeció. Ella se tendió de espaldas, con los brazos cruzados sobre el pecho y las
piernas muy juntas.
Brent la observaba, confuso, abatido por la cólera que había provocado el nuevo engaño
que acababa de padecer y sintiéndose culpable porque aquella extraña y asombrosa
mujer que parecía destinada a marcarle de por vida significaba para él más de lo que era
capaz de admitir.
En aquel instante, la luz de la luna iluminaba su piel fina como una magnolia de seda.
Parecía salida de un cuadro de un maestro del Renacimiento; su posición recatada e
insinuante a la vez era el retrato de la inocencia que acababa de arrebatarle. Tumbada
sobre el suelo, su cabellera dorada era una maraña de rizos que cubrían sus hombros y
sus pechos, realzando aún más el aura de belleza, juventud y seductora inocencia.
Sus pestañas semejaban sutiles abanicos que acariciaban sus pómulos. Pese al pudor que
evidenciaba aquella postura, resultaba endemoniadamente sensual. El resplandor
plateado de la luna bañaba la cálida concavidad de su vientre e iluminaba la encantadora
curva de sus caderas y sus muslos, largos y esbeltos. Ansiaba tocarla, saborear la seda
de su carne, argentina a la luz de la luna. El deseo, acabado de saciar, irrumpía de nuevo
en su interior.
Se levantó con un ágil movimiento y retrocedió unos pasos para ponerse los pantalones.
Cogió una manta del rincón de la habitación y se inclinó sobre ella para arroparla. De
pronto, sus ojos azules se abrieron de par en par, brillantes, y lo observaron
sorprendidos. La joven cerró otra vez los ojos y se aferró a la manta, murmurando las
gracias con un hilo de voz.
-No me des las gracias -dijo bruscamente-, quiero que me cuentes toda tu historia,
-¿Qué hay que no sepa ya? -preguntó con amargura.
-¿Estás o no estás casada con ese yanqui?
-Lo estoy.
-¿Por qué?
-Porque fui vendida -respondió con voz átona y los ojos cerrados, temiendo mirarlo a la
cara-. Como si fuera una esclava.
-¿Te obligaron a casarte con él?
-Sí.
Brent emitió un gruñido de incredulidad.
-Nadie puede forzar a nadie a decir sí en una ceremonia matrimonial.
Kendall abrió los ojos de repente y le dirigió una mirada encendida, llena de cólera.
-Tal vez no desde su punto de vista, capitán. Por desgracia, no todo el mundo nace
fuerte y musculoso, creyéndose y proclamándose soberano del mundo.
-Entiendo -dijo Brent, secamente-. Te dieron una paliza y te llevaron a rastras hasta el
altar.
-No -interrumpió Kendall con poco entusiasmo.
Cerró los ojos e intentó girarse de nuevo. Pero él no tenía ninguna intención de dejarla
sola. Ella se percató del ligero movimiento que hizo al sentarse a su lado con las piernas
cruzadas y notó su mano sobre el hombro, por encima de la manta que la cubría.
-¡Vuélvete, Kendall. Quiero saber exactamente qué te proponías hacer en mi barco el
invierno pasado y por qué acabo de desflorar a una mujer virgen que lleva ya casada
algún tiempo.
Se dio la vuelta con tal rapidez que él se quedó tenso ante la ardiente virulencia que
llameaba en los ojos de la mujer.
-¿Ha amado usted alguna vez, capitán? –inquirió con frialdad-. No me refiero a una
mujer, por ejemplo a un hermano, un amigo, a su madre quizá. Si es así, capitán, debería
entenderlo. El amor puede convertirse en un arma mucho más poderosa que cualquier
artefacto diseñado por el más inteligente experto militar. Cuando alguien a quien amas
es amenazado, capitán, llegas a descubrir que eres capaz de hacer un sinfín de cosas
que, normalmente, van en contra de tus principios.
McCain la observaba con los ojos entornados y expresión severa e indiferente.
-Continúa. Estoy esperando.
Kendall apretó los dientes y clavó la mirada en el techo.
-¿Esperando a qué, capitán? Ya ha escuchado cuanto tenía que explicarle. Al fallecer mi
padre, mi madre volvió a casarse; un tipo detestable vestido con una elegante levita. En
cuestión de pocos años, su esposo arruinó lo que había sido una fructífera plantación.
Una vez hubo terminado con todos los objetos que podía vender, recurrió a los seres de
carne y hueso. Supongo que la oferta que recibió por mí fue mayor que la que hicieron
por mi hermana. En cualquier caso, debió de ser lo suficientemente alta para él, porque
me prometió por escrito que ella quedaría a salvo de su avaricia si con mi venta saldaba
todas sus deudas.
Brent permaneció tanto rato en silencio que volvió la cara para mirarlo.
«Se sienta igual que Zorro Rojo -pensó-; la espalda recta, anchos los hombros,
cuadrados.» Con el pecho descubierto, se apreciaba que su piel estaba tensa como la de
un tambor. Tenía las muñecas apoyadas en las rodillas; tan sólo el abrir y cerrar de sus
largos dedos daban muestras de alguna emoción.
-Aún no has acabado de explicarte -observó, en un tono tan brutalmente frío como el
que ella había empleado.
-Pensaba que usted no necesitaba ninguna explicación -replicó Kendall, que había
pretendido que sus palabras resultaran desdeñosas y punzantes en aquel momento,
cuando la conversación derivaba hacia el aspecto más doloroso. Sin embargo, el rubor
cubrió sus mejillas, y su comentario quedó reducido a un simple susurro.
-No necesito ninguna explicación de lo evidente-dijo, inmisericorde-. Aunque todavía
no he tenido el placer de conocer a tu marido estando yo consciente, de lo que he oído
deduzco que se trata de una persona respetable. Lo que va más allá de toda lógica es el
hecho de que un hombre que ha comprado una mujer a un precio tan alto no la haya ni
tan siquiera tocado durante todos estos años... supongo.
-Tres años para ser exactos -replicó Kendall con brusquedad y se dio cuenta de que su
ligero sarcasmo no hacía mella en la implacable tozudez del capitán, que continuaba
mirándola con severidad y de un modo aún más amenazador. Bajó la vista y la fijó en
sus manos; tenía los puños cerrados con fuerza, y los nudillos aparecían blancos, en
contraste con el tono bronceado de su piel. La mujer tragó saliva, se mordió el labio con
nerviosismo y, por fin, ofreció la respuesta que él solicitaba sin que Brent tuviera que
insistir-. John Moore puede parecer un hombre normal, pero no lo es. Hace varios años
contrajo unas fiebres que casi acabaron con él. Jamás llegó a recuperarse del todo. Sufre
espasmos musculares y terribles jaquecas. E... impotencia absoluta.
Brent abrió los ojos de par en par, demostrando un interés totalmente corrosivo.
-Así pues, ¿abandonas a ese hombre debido a su enfermedad?
Aquella acusación dejó tan perpleja a Kendall que por un instante lo observó con la
mente en blanco. Luego montó en cólera y casi enloqueció ante aquel injusto reproche.
Se incorporó, decidida a borrar aquella mueca irónica de las frías y arrogantes facciones
del hombre. Con un grito airado, se abalanzó sobre él, golpeándole el pecho desnudo
con los puños, intentando que éstos alcanzaran las firmes mandíbulas de Brent.
-¡Eres un hijo de puta! -susurró entre dientes.
La vehemencia de sus palabras se desvaneció, junto a su arrebatado comportamiento, en
el instante en que él la rodeó con los brazos, fuertes como barras de hierro, atrayéndola
hacia sí, al tiempo que la escrutaba con su mirada de acero. Cuando sus senos desnudos
se apretaron contra el rizado pecho masculino, Kendall recordó con dolor y tristeza la
intimidad que acababa de compartir con aquel hombre que la despreciaba una intimidad
que a él no le importaba repetir...
«¿Cómo es posible que se trate del mismo hombre.» La pregunta pasó fugazmente por
su mente, el tierno amante de hacía un rato se había convertido en un extraño frío y
acusador...
Comenzó a forcejear de nuevo, gimoteando débilmente, golpeándolo no para hacerle
daño, sino para conseguir apartarse de él. Con los labios apretados parecía más
despiadado que nunca. Su aliento acarició los labios de la joven cuando dijo:
-Estando casada con un yanqui, ¿por qué razón te hallabas en Charleston el día en que
se proclamó la independencia?
Kendall posó las manos en el torso de Brent para empujarlo, pero él la estrechó aún
más, rodeándola con una pierna, de tal modo que la proximidad resultaba todavía más
insoportable. La manta se deslizó hasta las caderas de la mujer, a quien invadió aquella
sensación de vulnerabilidad tan familiar y terrorífica.
-¡Kendall!
La sacudió ligeramente, con lo que la cabeza de Kendall cayó hacia atrás. Lo miró de
hito en hito, tratando en vano de desembarazarse de él. De pronto dejó de luchar
manteniendo la barbilla bien alta y enfrentándose con rebeldía a su mirada.
-Había vuelto a casa, capitán McCain. Charleston continuaba siendo mi hogar. Estaba
segura de que Carolina del Sur proclamaría su independencia si Lincoln resultaba
elegido. Yo debía estar allí. Con la complicidad de un amigo, logré convencer a John de
que tenía que visitar a mi madre por si acaso las hostilidades se iniciaban antes de que
se celebraran las elecciones. Estaba resuelta a desaparecer. No tenía ni idea de que había
estado siguiéndome.
Él arqueó la ceja y sonrió, divertido.
-Y fue así, de esta forma tan sencilla, como tropezaste conmigo. Y decidiste utilizarme
para escapar a un hombre con quien te habían obligado a casarte, ¿verdad?
-¡Sí! ¡Sí! -exclamó Kendall apasionadamente; sin lograr reprimir el impulso de volver a
golpearle de nuevo en el pecho, aunque con tan poca fuerza que él ni lo advirtió y, en
lugar de soltarla, estrechó el abrazo-. No fue una emboscada.
-Sigues utilizándome.
-¡Sí! -repitió-. ¡Y no se atreva a juzgarme! Habría utilizado a cualquiera con quien me
hubiera topado, al mismo Dios incluso, con tal de escapar. Usted no sabe cuánto he
sufrido, no... no... -Su voz se quebró. A continuación, susurró con amargura sobre su
hombro-: Usted es indomable, capitán McCain, fuerte y poderoso, capaz de mover a los
demás a su antojo. Ignora lo que es sentirse odiado e insultado, sufrir abusos por el
mero hecho de ser joven y saludable y... haber sido comprada.
El abrazo se hizo más estrecho, pero Kendall no se dio cuenta de aquel movimiento
imperceptible. Temblaba, sintiendo tan sólo el calor y la seguridad que le daba aquel
cuerpo, la esencia masculina del hombro robusto y bronceado en que apoyaba la mejilla.
Estremecida, se negaba a llorar y a suplicarle que la creyera, que la comprendiera y la
perdonara.
De pronto fue consciente de la presencia del hombre, de su contacto. Mientras una mano
descansaba en su cadera, la punta de los dedos de la otra le recorrían la espalda con
delicadeza, lenta, suavemente, acariciándola, reconfortándola. Kendall no se atrevió a
moverse y apenas podía respirar. Las caricias de Brent la relajaban, la hechizaban.
Kendall ansiaba abrazarle más, encontrar en él las fuerzas que había perdido y un puerto
donde cobijarse de aquellas tormentas con que el tiempo y el destino la habían azotado.
-¡No! -exclamó, víctima de una lenta agonía.
Estaba casada, legalmente unida a un hombre que no estaba librando una guerra, sino
una batalla contra Dios y contra sí mismo. Y los brazos que en aquel momento le
ofrecían un breve consuelo pertenecían a un rebelde vengativo. El hombre a quien había
utilizado estaba utilizándola.
Frío y reservado, albergaba una fortaleza innata en su interior. Aquel hombre había
logrado una ventaja justa. Si se hallaba secuestrada y confinada en algún pantano lleno
de serpientes era porque él así lo había querido. La mano poderosa que la acariciaba era
la misma que poco antes había servido como instrumento del castigo más humillante.
Se irguió de repente; un acto de protesta ante aquellas caricias. La había convertido en
su amante sin amarla. Y ella se había entregado vergonzosamente y respondido a sus
deseos con una abandono enfebrecido.
¡Sí! Había respondido con dulzura, pasión y anhelo a un hombre que la había humillado
y abusado de ella. Las caricias del capitán habían despertado sus sentidos, tanto tiempo
dormidos, y logrado que arrinconara a su corazón, su cabeza y su orgullo.
-Por favor -murmuró hastiada- le he contado la verdad. Sí, lo utilicé, pero no pretendía
que le hicieran daño. Por favor, déjeme marchar.
McCain dejó de acariciarle la espalda, enredó sus dedos en el cabello de Kendall y tiró
de sus rizos dorados, no con el propósito de castigarla, sino para obligarla a mirarlo a la
cara. Por último la observó con ojos inquisitivos y preguntó:
-¿La verdad, Kendall?
-La verdad -susurró-; lo juro.
Nunca sabría si la creía o no. El color gris acerado de sus ojos se alzaría siempre como
una neblina que ocultaba su alma. La firmeza de su mandíbula no perdería su tensión.
La fuerza de sus hermosas facciones era, igual que la de sus espléndidas formas
musculadas, cruda, robusta, tallada por el poder de su voluntad y la obstinación
inquebrantable de su mente.
Mientras lo contemplaba, el corazón de Kendall latía cada vez más deprisa. A pesar de
ser dos extraños y de la hostilidad que existía entre ellos, se hallaban en una situación
ridículamente íntima. Por unos segundos estuvo segura de que Brent volvería a cubrir
sus labios con los suyos, exigiéndole de nuevo un beso apasionado. Y ella no sabía bien
qué quería. ¿Que la dejara sola? ¿Acaso recuperaría así su dignidad y su orgullo? ¿O
prefería volver a gozar de la belleza salvaje que representaba fundir sus cuerpos? La
tormenta torrencial y frenética, el deseo doloroso, la plenitud de la intimidad definitiva.
Cerró los ojos, recordando que la había poseído con el único fin de satisfacer su sed de
venganza. Cualquier otro sentimiento que hubiera guiado sus exigencias masculinas no
podía ser más que pura lujuria. Ella sabía que McCain había podido hacerle daño, pues
ella le había abierto su alma y permitido que la tomara. En cualquier momento se
echaría a llorar, suplicándole que la dejara en libertad, ya que era incapaz de soportar
por más tiempo aquel dolor, aquella confusión...
El capitán no se inclinó para besarla, sino que la soltó, y ella quedó tendida en el suelo.
De forma mecánica, la mujer cogió la manta y la apretó contra su cuerpo como si de un
escudo se tratara. No abrió los ojos hasta que él no se hubo apartado.
Se había abrochado ya los pantalones y estaba calzándose las botas. A continuación se
puso la camisa, remetiéndola en el interior de los pantalones de montar sin preocuparse
de abotonarla.
-¿Se... se marcha? -preguntó Kendall.
-Regresaré -contestó, inclinándose para recoger la chaqueta.
Kendall comenzó a temblar ¿Sería la tremenda convicción de su respuesta lo que la
hacía sentir a la vez frío y calor, ansiedad y miedo? ¿O acaso estaba asustada al ver que
se alejaba y la dejaba allí, como si ya hubiera satisfecho una cuenta pendiente? No
estaba segura, y el dolor que le provocaba tal confusión la debilitaba. Se humedeció los
labios y procuró que su voz no reflejara el miedo que sentía.
-¿Adónde va?
-Voy a reunirme con mis hombres. Algunos de ellos son reclutas novatos. No me
gustaría que algunos de esos jóvenes locos se despertara junto a una serpiente de
cascabel.
Se volvió para dirigirse hacia la puerta. Kendall quería creer que el hecho de que él se
marchara no importaba. Sin embargo, no pudo evitar llamarlo, y, en lugar de fría y
desafiante como había pretendido, su voz sonó trémula.
-¡Capitán McCain!
Él se detuvo, con una mano en la puerta, y se volvió hacia ella; sus ojos grises eran
como un par de grietas que la miraban expectantes.
-¿Qué pretende... hacer conmigo, ahora?
La estudió un buen rato; a la pálida luz de la luna, las facciones masculinas resultaban
inescrutables y sólidas como el granito. Por fin habló, y su respuesta fue seca, tajante,
cortante como un cuchillo.
-Aún no lo sé; no le he decidido.
Cuando la puerta se cerró, Kendall hizo una mueca de dolor y sintió cómo el calor de la
ira y la rebeldía se inflamaban su interior.
Se oyó un ruido en la puerta. Aunque todavía no había decidido qué hacer con ella al
parecer había resuelto que la creía, y no estaba dispuesto a dejarla marchar... aún no.
Brent McCain había echado el pestillo. En aquel momento como nunca hasta entonces,
Kendall se sintió su prisionera.
Se quedó con la mirada fija en la puerta durante largo rato. Después la posó en su
regazo, en la manta que envolvía su desnudez y en el áspero suelo donde acababa de
perder la virginidad en medio de una auténtica tormenta de cólera y ternura. Comenzó a
ser consciente de su propio cuerpo como no lo había sido antes, cuando Brent dominaba
sus sentidos y su mente con su cruda y primaria hombría. Era consciente de su cuerpo
dolorido, que le recordaba la agitación anterior, del conocimiento adquirido, de la
inocencia y el orgullo perdidos en aquella batalla de deseo y venganza.
Por fin se permitió llorar. Lloró hasta que sus ojos quedaron secos. Y lo peor de todo era
que no sabía exactamente por qué lloraba...

Cuando Brent bajó por la escalerilla y dobló las rodillas para saltar al suelo, todavía se
oía ruido en el campamento. Se detuvo un instante y su aturdimiento se desvaneció
cuando, al echar una ojeada al centro del poblado indio, vio que algunos de sus hombres
conversaban animadamente con un grupo de guerreros seminolas. A bordo del Jenny-
Lyn almacenaban una buena cantidad de bourbon de Kentucky que habían descargado
tras atracar la embarcación cerca de la ancha desembocadura del río. Era evidente que
tanto rebeldes como indios habían bebido más de la cuenta.
Los hombres no advirtieron su presencia hasta que estuvo junto a ellos, algo poco usual,
pues los seminolas y sus expertos marineros siempre estaban alerta.
Con semblante sombrío y reprimiendo las ganas de reír, Brent formuló una pregunta
que provocó que la conversación se interrumpiera de inmediato y que un montón de
rostros los observaran con expresión culpable.
-¿Y qué es esto, hombres? ¡Hasta un yanqui con los ojos vendados podría haberos
hecho picadillo!
Los sudistas se levantaron al instante y lo saludaron marcialmente. Perplejos, los
seminolas los imitaron. Brent prorrumpió en carcajadas.
-Descanso, hombres; aunque sólo por esta noche ¿de acuerdo? Al amanecer, los
guerreros nos acompañarán al barco para descargar las municiones y transportarlas a la
milicia destacada en la bahía. Nosotros partiremos hacia Gulf Coast. Al parecer algo se
está tramando en Fort Pickens y nos han pedido que acudamos a ayudar a la marina.
Será una travesía difícil y una dura batalla.
-Sí, a sus órdenes, capitán -replicaron sumisos los militares.
Tras entregar a regañadientes las botellas vacías a sus amigos indios, ninguno de sus
hombres se movió de donde se hallaban. Como si estuvieran esperando algo más, se
quedaron mirando a Brent con la vista nublada, curiosos, con cierta sensación de triunfo
y envidia a la vez.
-¿Y bien? -preguntó bruscamente.
Charlie McPherson avanzó un paso.
-Estábamos hablando sobre la espía yanqui, capitán. Apostamos a que no volverá a
ocurrírsele tender una trampa a un hombre desprevenido, ¿eh, señor?.
Brent bajó la vista. La pregunta bien podía considerarse fuera de contexto y una torpe
insubordinación. La noche de Charleston, Charlie, Lloyd, Chris Jenkins y Andrew Scott
estaban a bordo. Chris tuvo una conmoción cerebral a causa del golpe de culata que le
asestó un yanqui; Andrew acabó con un brazo roto; Charlie había pasado unos cuantos
días inconsciente y Lloyd sobrevivió de milagro a una herida de sable que recibió en el
estómago.
Confederados convencidos, la mayoría de sus hombres formaba ya parte de su
tripulación antes de que él se incorporara a aquel ejército improvisado.
Constituían un grupo reducido, pero terriblemente temerario, capaz de causar más
estragos con sus hábiles tácticas guerrilleras que los que pudiera ocasionar un ejército
de mil hombres.
Les debía una explicación. Reflexionó por unos instantes, obligado a tomar una rápida
decisión en un momento en que se sentía abrumado por la incertidumbre.
-Caballeros, me temo que hemos emitido un juicio erróneo sobre esa dama.
Brent habló con calma, escudriñando los ojos de quienes le rodeaban. La expresión de
sus rostros denotaba enojo. Sus facciones mostraban contrariedad, y él adivinaba que
estaban pensando. Todos habían visto a Kendall Moore. Las miradas de lástima que
dirigían a su superior expresaban más que cualquier palabra. Era una mujer espléndida,
lo suficientemente encantadora como para limpiar su falta, lo suficientemente atractiva
como para convencer al mismo Dios de que el diablo no era más que un chiquillo
travieso.
Una risita disimulada rompió el silencio de la noche iluminada por la luz de las
hogueras. Brent se puso rígido, y antes de que pudiera decir palabra, Andrew Scott
habló. El joven artillero avanzó un paso.
-Estoy dispuesto a escuchar las razones que le hacen suponer que hemos emitido un
juicio erróneo sobre ella, capitán. -Se volvió riendo hacia el resto de los hombres-.
¿Cuándo habéis visto al capitán McCain cazado por las artimañas de una mujer? Las
mujeres revolotean alrededor de él como moscas, ¡pero ninguna ha logrado embaucarle
todavía!
Se produjo un breve silencio. Las miradas lastimeras se tornaron curiosas y envidiosas.
-¿Nos contará la historia, capitán? –preguntó McPherson.
-Es muy sencilla, caballeros. Nuestra damita es una sureña auténtica, nacida en los
alrededores de Charleston. La obligaron a contraer matrimonio y tuvo que trasladarse al
Norte. Estaba desesperada por regresar a casa. Nos utilizó cierto, pero no lo hizo con
malicia.
Todos guardaron silencio; sólo se oía un rumor de pies arrastrándose por el suelo.
El siguiente en hablar fue Robert Cutty, el dueño de una plantación situada al sur de
Georgia, quien había enrolado con Brent después de que el presidente Davis obligara al
Jenny-Lyn a entrar en servicio.
-Entonces ¿qué debemos hacer con ella, capitán?.-Robert, un caballero hasta la médula,
era de los hombres que creía que las bellas mujeres del Sur constituían uno de los
bienes más valiosos de la Confederación-. No podemos entregar una dama de
Charleston a un perverso yanqui.
-Pero si resulta que nos hemos equivocado y la dama nos ha engañado -dijo Charlie con
tranquilidad-, no podemos dejar libre a una espía yanqui en cualquier ciudad del Sur. Ni
decir cabe lo que una mujer así sería capaz de hacer; engatusar a un general con sus
encantos y conseguir que le cuente los planes de todo un regimiento.
De pronto, todo el mundo empezó a discutir: Brent levantó la mano.
-¡Orden!
Se hizo el silencio al instante, y el capitán observó a sus hombres.
-Vamos a dejarla aquí. Si se trata de una espía en el campamento no causará ningún
problema. Y si no lo es... bien, entonces al menos estará alejada de las tropas de la
Unión hasta que acabe la guerra. Zorro Rojo me ha dado su palabra de que cuidará de
ella, y no existe mejor garantía que su palabra. Ahora, dispersaos y dormid un poco. Y,
por los clavos de Cristo, acostaos en las plataformas de los chickees. No puedo
permitirme perder a alguno de vosotros a causa del veneno de una serpiente de cascabel.
Brent observó con las manos apoyadas en las caderas cómo sus hombres se alejaban en
busca de la hospitalidad de los indios. Se volvió rápidamente al oír a su espalda un
suave ruido de pasos.
Era Jimmy Emathla quien se acercaba. Su mirada oscura estaba ligeramente turbia a
causa del alcohol que había ingerido y al que no estaba acostumbrado.
-¿Qué tal Jimmy Emathla? -preguntó Brent, hablando en muskogee. Aunque el guerrero
estaba haciendo grandes avances en sus conocimientos de inglés, se dirigió a él en su
lengua nativa por respeto.
-Utilizaremos diez guerreros para transportar la mercancía. Yo estaré al mando. Diez
hombres y cinco piraguas. ¿Es suficiente?
Brent sonrió ante la solemnidad del indio, que orgulloso, lucía sus abalorios y su camisa
multicolor de algodón.
-Perfecto, Jimmy Emathla. Te damos las gracias. El hombre con quien debéis
encontraros en la bahía se llama Harold Armstrong. No lleva uniforme. Le he dicho que
se haga ver en cuanto empiece a anochecer. Vosotros apareceréis cuando oigáis el canto
del sinsonte4.Sólo entonces sabréis que no hay problemas.
Jimmy Emathla asintió con la cabeza, dando a entender que comprendía su explicación,
y luego farfulló algo. Levantó la botella de bourbon medio llena que sostenía en la
mano y la agitó contemplando fascinado el líquido ambarino.
-Buen aguardiente. Halcón de la Noche. Te estamos muy agradecidos por todos los
regalos que nos ofreces por la amistad que te une a nuestro jefe.
Brent sonrió y al instante quedó sorprendido por un escalofrío de recelo que le recorrió
el cuerpo. Cuando Jimmy Emathla le tendió la botella de bourbon, la aceptó y bebió un
largo trago sin poder evitar una mueca al sentir cómo el líquido le quemaba la garganta.
Miró de reojo a Jimmy Emathla, asombrado por las palabras que, de repente, salieron de
su propia boca.
-Jimmy, voy a dejar a la mujer blanca con tu jefe. Quiero pedirte un favor. Zorro Rojo
tiene ya muchas preocupaciones, y me gustaría que también tú la vigilaras.
El indio sonrió abiertamente; su blanca dentadura relucía en la oscuridad de la noche.
-Protegeré a tu mujer. Halcón de la Noche. Ningún hombre la tocará.
Brent inclinó la cabeza, dándole las gracias en silencio. El indio se echó a reír de pronto.
-La noche avanza, amigo blanco. Partirás al amanecer. No te entretendré por más rato;
disfruta de la mujer mientras puedas.
Brent se encogió de hombros y alzó la botella de bourbon.
-Creo que primero voy a disfrutar un poco del licor a solas. -Hizo de nuevo un gesto con
la cabeza a Jimmy Emathla y se volvió hacia la hoguera.
Oyó los pasos silenciosos del guerrero seminola alejarse; los indios respetaban la
necesidad de estar solos de sus compañeros. Brent se sentó junto al fuego,
contemplando las llamas doradas y anaranjadas.
Por fin podía tratar de poner orden a sus confusos pensamientos.

4
Pájaro americano parecido al mirlo, de canto muy variado y melodioso. (N. del T.)
Debía estar preocupado por la guerra, pues aunque las tropas confederadas realizaban
un buen papel en los estados más sureños, había graves problemas en Florida. Al
comienzo de la contienda, el estado había establecido un considerable número de
fuertes, pero la mayoría de los enclaves estratégicos se hallaban en manos de la Unión,
cuyas fuerzas invadían la costa a su voluntad. Aunque todavía no habían intentado
ninguna incursión en el interior, daba la sensación de que si la guerra continuaba,
reclamarían a las tropas de Florida para que lucharan en la zona norte. Por otra parte, a
pesar de que los generales del ejército de la Unión solían actuar como ancianas
asustadas en cuanto a sus estrategias de campaña, la marina de Estados Unidos estaba
dirigida por un hombre sorprendentemente competente, el secretario de marina, Gideon
Welles, que tomaba acertadas decisiones con rapidez e inteligencia. Afortunadamente,
Brent se las ingeniaba para burlar los bloqueos de la Unión. Sin embargo, ¿cuánto
duraría esa situación?
Con estos tristes pensamientos, se mordió el labio inferior. Jacksonville era
tremendamente accesible a un ataque unionista y se hallaba cerca de St. Augustine, de
su hogar. Si bien era cierto que Florida contaba con el apoyo del gobierno confederado
de Richmond, sus hombres se encontraban luchando por los ideales sudistas muy lejos
de allí.
-¿Qué nos está sucediendo, gallardos rebeldes?-preguntó, con la mirada fija en la
hoguera-. Somos unos locos temerarios que no podemos siquiera acariciar el ideal por el
que estamos combatiendo.
Kendall. Incluso Kendall hablaba del Sur con verdadera adoración. Sin duda también
ella había clamado por la independencia... o bien podía tratarse de una mentirosa
redomada.
No; la historia que le había contado no era falsa. Prácticamente acababa de violar a una
virgen pensó en defensa propia, no la había violado. Había decidido que, pasara lo que
pasara, iba a poseerla y había llevado a cabo su plan. Ambos sabían que él no le iba a
permitir ni la más mínima protesta.
Todos sus sueños de gozarla se habían cumplido y aquella sensación tan profunda había
sido auténtica. Ella se había estremecido al sentir el dolor que le había ocasionado su
invasión, pero había sido incapaz de resistirse a la marea provocada por su propia
sensualidad; esa marea que cuando se retira duele y cuando crece alcanza la orilla en
una gloriosa inundación de placer.
Bebió un trago de bourbon. Los músculos se le contraían al pensar en ella. Jimmy
Emathla tenía razón; debía partir al amanecer y continuaba sentado frente al fuego, con
la única compañía de una botella de bourbon, mientras Kendall descansaba tan solo a
unos metros de distancia.
¿Cómo estaría esperándolo? ¿Con odio y enfadada? ¿Ansiosa por volver a experimentar
aquella pasión que acababa de aprender a desahogar? ¿Estaría acaso maquinando,
preguntándose si había logrado engatusarle con su amarga historia? Quizá lo del
matrimonio era una mentira, una treta urdida por los hombres que atacaron su
embarcación...
Entornó los ojos hasta que el fuego quedó convertido en un contorno borroso e informe
de color amarillo. Aquel matrimonio era cierto. Había hecho indagaciones en
Charleston, donde le explicaron que Kendall Moore era la esposa de John Moore, de la
marina de Estados Unidos.
Brent miró con tristeza la botella de bourbon y apuró el contenido de un trago. Se
levantó y lanzó el recipiente vacío al fuego. Cruzó el campamento y ascendió por la
escalerilla que conducía a la cabaña de la mujer. Su cuerpo era como una masa de nudos
tensos y calientes. Poco importaba cómo lo esperara; no podía permanecer lejos de ella.
La estancia, con sus dos ventanitas, estaba a oscuras. Se quedó de pie en el umbral de la
puerta, esperando a que la vista se le acostumbrase a la falta de luz.
Por fin la vio tendida en un rincón envuelta en la manta.
El hombre se descalzó y atravesó la habitación de puntillas, sigiloso. Se arrodilló con
cautela a su lado, preguntándose si simulaba estar dormida para pillarlo desprevenido.
Le acarició el hombro con delicadeza y ella se desplazó ligeramente hacia él, exhalando
un suspiro estremecido. Sus largas pestañas eran como abanicos sobre sus pómulos.
Había caído rendida, y aquel pequeño suspiro no era ni más ni menos que la secuela de
su tormenta de lágrimas.
Brent estudió, pensativo, su rostro. La exquisita y delicada belleza de sus facciones era
aún más evidente a la pálida luz de la luna; era irresistible, le llegaba al alma. Su piel,
pura e impecable, parecía tan suave y seductora como el alabastro. Ansiaba sumergir los
dedos en aquella cascada de brillante cabello dorado, ondulado y desordenadamente
esparcido alrededor de su cabeza. Continuó observando el cuerpo bañado por la suave
luz de la luna. En el momento en que se volvió hacia él, la manta se deslizó hacia abajo,
dejando al descubierto los hombros y sus tentadores senos. Brent notó de nuevo que sus
músculos se tensaban. La suave concavidad de los hombros femeninos, tan esbeltos y el
cálido volumen de su pecho, joven y firme, le hacían perder el control. Sin embargo,
había decidido que fuera su mente, no su cuerpo, quien dominara la situación. En su
interior se libraba una verdadera batalla. Le sorprendió comprobar que Kendall estaba
desnuda, que no se había vestido como defensa ante un posible ataque. La mujer se
aferraba a la manta como si de una coraza se tratara, pero dormida como estaba no la
tenía agarrada con fuerza. Sus dedos se veían relajados; tan sólo sus bellas facciones
evidenciaban la tensión. El sueño no había logrado borrar la expresión de dolor y pesar
que se marcaba en su frente, ni las huellas ya secas de las lágrimas que habían rodado
por sus mejillas. «¿Cuántos años tendrá?», se preguntó Brent. ¿Dieciocho? ¿Veinte?
Veintidós como mucho. En cualquier caso, demasiado joven para mostrar tanta
angustia.
El hombre se levantó para desnudarse y dejar la ropa bien doblada. El deseo se
apoderaba de él y procuró apaciguar aquel calor tan espontáneo.
Se tendió tranquilamente a su lado, amoldando su cuerpo al de ella con cuidado para
evitar despertarla y no lo hizo por mantener las distancias, sino por un asombroso
sentimiento de ternura.
Tumbado a su lado con la cabeza apoyada en el brazo, la rodeó con el otro, haciendo
descansar suavemente la mano sobre su vientre. La esbelta y larga línea de la espalda
femenina le rozaba el torso, y su costado reposaba sobre sus muslos y sus caderas.
Aquel contacto encendía en su interior un deseo semejante a una dolorosa tortura, pero
lo ignoró.
Le gustaba estar así, sentir la suave calidez de su piel contra la suya, la redondez de sus
muslos junto a la dureza de sus caderas. El aumento instintivo que experimentaba su
sexo no representaba para ella ningún peligro en aquel momento; era como si él
aceptara aquella promesa de consuelo femenino tan involuntariamente ofrecida.
Hacía mucho tiempo que no dormía con una mujer, que no descansaba junto a unos
rizos de cabello esparcido junto a una agradable fragancia que lo envolvía y arrullaba.
Además, jamás había dormido junto a una mujer que le afectara tanto como aquélla, que
atormentara su cuerpo y su alma con la cólera... y el deseo; una mujer capaz de crispar
sus nervios hasta hacerlos estallar y de encender sus pasiones hasta hacerle perder la
razón...
Brent cerró los ojos y se movió un poco. Ella, como por instinto, acomodó su cuerpo al
de él, amoldándose más estrechamente al natural abrazo masculino.
Con suavidad, la mano de Brent ascendió hacia el profundo valle creado entre sus senos.
Al sentir bajo sus dedos el latido de su corazón, un doloroso escalofrío le recorrió el
cuerpo. La quería y la tendría.
Pero podía esperar. El sueño le ayudaría a aplacar la fiebre que lo dominaba en aquel
momento. Debía abrazarla con moderación y esperar a que el aire fresco de la noche le
aportara la mesura necesaria para ayudarle a descubrir si su bella rehén era un ángel,
una zorra... o bien, el arma más traicionera que la Unión podría jamás esgrimir contra el
Sur.

Ella comenzó a revolverse porque tenía frío. Aquella sensación la alejó del paraíso de
agradable calor en que había estado sumida hasta entonces.
Medio adormilada, notó que una tierna caricia le recorría la espalda, se deslizaba con
indolencia hacia sus hombros, descendía por la columna vertebral y se demoraba en la
concavidad situada al final de la espalda. Los escalofríos se convirtieron en ligeros
temblores. Aquellas caricias agradables parecían provocar pequeñas llamaradas en su
interior, evocadoras estelas de calor en lucha contra el frío que sentía.
La estela ascendió de nuevo por la columna hasta llegar a la nuca, atormentándola, y
volvió a desplazarse hacia abajo... abrasándole la piel, encendiendo fuego en lo más
profundo de su ser...
Ante aquella sensación tan placentera, no pudo evitar arquearse y gemir, medio inmersa
como estaba en la lujuria del sueño crepuscular. Un susurro ronco y apremiante rozó su
oído cálidamente.
-Despierta, Kendall. Casi está amaneciendo. Quiero que vuelvas a ser mía antes de
partir...
Su voz la retornó de repente a un estado de total consciencia. Tensa, Kendall abrió los
ojos de par en par. Tenía frío porque no estaba tapada con la manta y el calor que la
reconfortaba procedía del hombre que se hallaba a su lado.
La luz de la luna ya no iluminaba la cabaña y el tenue resplandor púrpura y anaranjado
luchaba por obtener su supremacía sobre la oscuridad. Kendall vio el rostro del hombre
y el destello de su mirada gris que se burlaba de la rígida postura de desafío que adoptó
en cuanto él le rozó el hombro con la mano y la volvió bruscamente boca arriba. Brent
no disimulaba en absoluto su deseo, y la determinación con que pronunció su orden no
invitaba a protestar. Enfrentada a él, Kendall cerró los ojos y tragó saliva consciente de
que de nada servía quejarse. Le amaba. La había excitado mientras estaba dormida y era
demasiado tarde para tratar de ocultar los estremecimientos que sacudían su cuerpo, la
dolorosa respuesta que le había ofrecido ya. Cuánto le habría gustado poder rechazarle,
mostrarse pasiva ante sus caricias y desdeñar la ternura que le dedicaba...
La excitaba incluso la forma tan poco amable en que le daba órdenes. Anhelaba sentir
de nuevo aquella indescriptible sensación de deseo, entregarse, gozar.
Brent iba a marcharse; acababa de decir que la había despertado porque debía partir y
aún no le había explicado qué se proponía hacer con ella. No debía olvidar que la había
poseído con la única intención de satisfacer su deseo de venganza.
Entonces sin abrir los ojos, preguntó:
-¿Más venganza, capitán?
Como él no respondía, Kendall lo miró y se encontró con que estaba observándola con
curiosidad. En ese momento, Brent sonrió e inclinó la cabeza hacia ella, susurrándole a
la altura de los labios:
-No. No es venganza. Es deseo.
La besó en los labios, decidido, como si pretendiera convencerla, como si estuviera
probándola, examinándola, explorándola, divirtiéndose con ello. Le perfiló los labios
con la lengua, presionándolos, mordisqueándolos. Cubrió con su boca la de ella,
obligándola a admitir su intrusión y cuando por fin ella permitió el veloz asalto de su
lengua, él se apartó para que también ella participara en el juego, para que descubriera
la intimidad de su boca como él acababa de hacer.
Kendall no sabía cómo actuar. Consciente de su excitación, anhelaba con locura que la
acariciara, gozaba al sentir la fuerza de sus brazos alrededor de su cuerpo y al notar su
torso contra sus senos.
Se miraron a los ojos; los de Kendall estaban abiertos de par en par, incapaces de
ocultar las dudas que le asaltaban. Brent se movió y le acarició los labios con la yema
del dedo.
-La pasada noche estuvo bien, pero para ti fue como una mezcla de placer y de dolor.
Esta mañana disfrutarás sólo del placer.
Kendall no podía apartar la vista de él. La dolorosa realidad de la situación en que se
hallaba parecía haberse borrado de su mente, pero sabía que debía luchar contra ella. Y
lo hizo utilizando una suave interrogación:
-¿Por qué?
No obtuvo respuesta. Brent acarició la mejilla con los nudillos y le apartó un rizo suelto.
Con todo el peso de su cuerpo sobre ella, quería que el contacto fuera lento, demorado.
Tenían tiempo suficiente para saborear todas y cada una de las caricias, por sutiles que
éstas fueran. Kendall notaba las piernas velludas entrelazadas con la calidez de las
suyas, los brazos oscuros y musculosos que la rodeaban con fuerza y entrega a la vez.
Los labios del hombre le recorrían la frente, las mejillas, el cuello, los pechos, mientras
la aspereza de su rostro bronceado le acariciaba la piel.
Ella percibía la plenitud de su deseo. Era como un hierro candente que palpitaba contra
sus muslos, atormentándola como una espada de mercurio que avivaba el fuego que
ardía en su interior. A pesar de su corta experiencia, sabía lo que la aguardaba y
temblaba de deseo. No podía negarse. Ansiaba que la inundara de esa sensación de
vigor, volátil y agotadora, que la desbordaba, que casi pedía a gritos y convertía a
ambos en un todo.
En el instante en que le cubrió un seno con la boca y comenzó a atormentar el tenso
pezón con la lengua Kendall lanzó un gemido. Convulsa, se arqueó y hundió los dedos
en el cabello de Brent.
Él se demoraba... Mientras la exquisita tortura proseguía lenta, como un creciente asalto
a sus sentidos, el hombre deslizaba la mano con total libertad por el costado de Kendall,
acariciándole las caderas, disfrutando de la longitud de su muslo. Ella no advirtió EL
sutil desplazamiento del peso del cuerpo que Brent realizó para que sus expertas caricias
abarcaran un alcance mayor. Volvió a besarla, mientras la palma de su mano áspera y
endurecida, suave y excitante a la vez, dibujaba círculos en su vientre, recreándose,
deslizándose hacia abajo en dirección al interior de sus muslos.
Estremecida por la intensidad de aquella dulce sensación, se volvió hacia él, en un
intento por zafarse de la mano y la caricia que borraban de su mente cualquier
pensamiento, convirtiéndola en una criatura trémula totalmente sometida a su voluntad.
Trató de ocultar su turbación enterrando la cabeza en el torso masculino. Pero él no se
lo permitió cogiendo su rostro, buscó su mirada. Luego la soltó y posó su mano entre
los senos de ella. El corazón le
de forma atronadora. Con la respiración acelerada y entrecortada, Kendall temblaba de
la cabeza a los pies, deseándolo.
-Me has preguntado por qué -dijo él suavemente-. Éste... éste -su mano descendió
rápidamente hacia los muslos y las caderas de la mujer- es el porqué.
Ella quiso hablar, pero no le salían las palabras. Él la abrazó, cerrando los ojos.
-Abrázame, Kendall. Acaríciame. Ámame. Obediente, le rodeó con los brazos. Él volvió
a inclinarse sobre ella con cuidado y colocó sus fuertes piernas entre las de su amante
sin que ella opusiera resistencia. Kendall lo miraba con los ojos bien abiertos, incapaz
de rechazarlo. McCain continuó contemplándola mientras la penetraba y el leve gemido
que escapó de sus húmedos labios entreabiertos contribuyó a aumentar el placer erótico
provocado por el abrazo femenino. La temperatura crecía, incontrolable. Cuando
comenzó a moverse en su interior, el deseo se transformó en un ritmo violento, salvaje y
arrollador que desataba toda la pasión contenida hasta aquel momento. Kendall volvió a
lanzar un grito y le clavó los dientes en el hombro al tiempo que sus dedos le recorrían
la espalda, agarrándose a él, soltándolo, apretándolo, acariciándolo.
-Abrázame -susurró él-, con todo tu cuerpo.
Ella obedecía ciegamente, aprisionándole con las piernas, gimiendo, sintiendo que su
amante se adentraba en lo más profundo de su ser hasta convertirse en una parte más de
ella. Oía a Brent susurrarle cómo estaba excitándole y explicar las maravillosas
sensaciones que ella despertaba en él...
-Habla, Kendall; cuéntame qué sientes.
Ella cerró los ojos, consciente de cómo se arqueaba y retorcía en busca de sus poderosas
embestidas, de cómo se estremecía más y más a medida que el placer alcanzaba cotas
insoportables. Pero no encontraba palabras para explicar las sensaciones. Era incapaz de
hablar, incluso en el momento más íntimo de aquella cópula tan libre y bella. Tan sólo
pensaba en disimular la forma desvergonzada y voraz en que estaba aceptándolo.
-Kendall...
-Yo... no puedo...
Una carcajada ronca resonó en la estancia, un sonido masculino, triunfal, complacido.
-Ya podrás, cariño, ya podrás con el tiempo.
Ella comenzó a gemir, se aferró a él con fuerza y por fin pudo hablar. Pronunció el
nombre de su amante en el momento en que la dulzura del más puro placer le recorría el
cuerpo, apoderándose de ella en forma de deliciosos escalofríos encadenados.
-Oh, Brent... Brent...
Volvió a hundirse en ella una vez más, duro, firme.
El cuerpo del hombre se puso tenso, se estremeció, para relajarse a continuación. Ella
sintió la riada de la liberación. Vivió y notó que la inundaba una sensación maravillosa
y embriagadora, la dulce culminación del placer. La forma de amor que acababa de
enseñarle poseía una especie de poder imponente. Sí, ella había sucumbido a la voluntad
de él, pero a la vez sabía que también ella ejercía un poder sobre él que lo hacía rendirse
ante ella.
Brent desplazó el peso de su cuerpo sin apartarse de ella y se apoyó sobre el codo,
dejando descansar, con gesto posesivo, una mano sobre la cintura de Kendall, quien,
con la respiración todavía agitada, lo miró de reojo, rogando que aquella saciedad y
aquel placer embriagador y narcotizante no la abandonaran.
Sin embargo, en cuanto la grata sensación empezó a desvanecerse, volvió a ser
plenamente consciente de las circunstancias en que se encontraba. Brent, que la
contemplaba en silencio, con una ligera mueca en los labios, una mano deslizando con
pereza por las costillas de Kendall, apartándole un hombro, sujetándole de nuevo la
cintura con los dedos.
- Y que tenga que irme a la guerra... -murmuró, sacudiendo la cabeza, apesadumbrado,
como si se tratara de una injusticia asombrosa.
Ella se envaró y bajó la vista un instante para alzarla enseguida y observarlo con ojos
retadores, en un intento inesperado por ocultar su temor.
-Por lo menos usted sabe adónde va, capitán McCain.
El arqueó una ceja, y su sonrisa se ensanchó.
-Qué formales nos mostramos de repente, ¿no, señora Moore? Aunque debo admitir que
siempre que decide utilizar mi nombre de pila lo hace en el momento adecuado. Poco
conseguiría si empezara a susurrar «capitán McCain» con el fin de incrementar mi
pasión.
Los ojos de Kendall centellearon de un modo peligroso. Al advertir que apretaba los
labios y tensaba la mandíbula, Brent movió la mano con rapidez para sujetarle la
muñeca antes de que la palma de su mano entrara en contacto con su mejilla. La mirada
de Kendall destellaba de ira. Él rió con ironía, y manteniendo las muñecas de la mujer a
un lado de su cabeza posó un leve beso en la boca cerrada de Kendall.
-Di Kendall, ¿qué debería hacer contigo?.
-Llevarme con usted -respondió lentamente-. Sin duda va a atracar en un puerto
confederado.
-Sí, seguro -dijo sonriendo ante los vanos intentos de la joven por liberarse.
-Entonces...
-No puedo llevarte conmigo, Kendall. Partiré directamente hacia Gulf Coast, donde nos
aguarda una dura batalla naval. No sería seguro.
-Pero puede dejarme antes en cualquier otro lugar. ¡En Tampa! Una vez allí, ya
encontraría yo un medio de transporte para llegar a Jacksonville o a Fernandina...
La chispa de buen humor desapareció de las facciones de McCain, que habló con
profunda amargura.
-No existe ni una ciudad costera segura. Y Jacksonville menos que ninguna.
Le sorprendió observar cómo el rostro de la joven se demudaba hasta quedar pálido
como la ceniza.
-No... no pensará enviarme de nuevo a Fort Taylor, ¿verdad?
Brent frunció el entrecejo.
-No.
-Oh...
Suspiró aliviada y al instante bajó la vista, rehuyendo la de él. Estaba temblando, y los
latidos de su corazón se aceleraron. Debía despreciar mucho al yanqui con quien estaba
casada, pensó el capitán. Más aún, la aterrorizaba de verdad.
-Estate tranquila, Kendall. No pienso llevarte allí.
Ella se mordió el labio inferior, y alzó la mirada para clavarla en él.
-Entonces... entonces ¿qué piensa hacer?
McCain soltó una risa sofocada, asombrado al verla tan perpleja.
-Puedes quedarte aquí -dijo, sonriendo-. Zorro Rojo se ha ofrecido a cuidarte por mí.
-Cuidarme... ¡por usted! ¡Yo no soy un maldito barco, Brent McCain! ¡Y no quiero
quedarme aquí! Le suplico como un caballero que es...
-Kendall, recuerdo perfectamente que la noche en que nos conocimos en Charleston te
avisé que no debías esperar de mí que me comportase como un caballero.
Los ojos de Kendall destellaron airados. De pronto pestañeó y lo observó con dulce
inocencia.
-Capitán..., Brent, ¿no lo comprendes? ¡Estamos en guerra! Quiero vivir en un lugar
donde pueda enterarme de lo que está ocurriendo...
-Kendall... -intentó interrumpirla.
Sin embargo ella continuó hablando con voz dulce.
-No quiero consumirme en un pantano dejado de la mano de Dios y lleno de pieles rojas
y caimanes!
Brent la soltó y se sentó de cara a la ventana, a través de la cual se veían las primeras
luces del amanecer.
-Kendall, cariño -dijo con severidad, con un hablar lento y pesado, cargado de
sarcasmo-, de nada servirá que actúes como una dama sureña o que montes en cólera.
Te quedarás aquí.
Al ver que ella guardaba silencio, Brent se volvió a mirarla. Se había sentado y protegía
su desnudez rodeando con los brazos las rodillas dobladas contra el pecho. Lo escrutaba
con ojos tormentosos, mordiéndose el labio con verdadera furia.
-¿Durante cuánto tiempo? -preguntó con un tenso susurro.
É1 la observó detenidamente. ¡Maldición! Era capaz de prodigar la pasión salvaje para,
tan sólo unos instantes después, aparecer como la más provocativa de las criaturas.
Contemplando sus grandes ojos y su rizada cabellera, que realzaban aquella belleza que
parecía inmaculada, suspiró, ablandándose.
-Hasta que yo regrese, hasta que encuentre un lugar donde tenga la certeza de que no
habrá guerra pronto.
La sacudió un ligero temblor. ¿Debían reconfortarla aquellas palabras? Se echó el
cabello hacia atrás y miró a Brent desafiante.
-Si he de quedarme, capitán McCain, quiero que quede bien claro que no pienso
dedicarme a moler esa maldita raíz de koonti. ¡Y que tampoco haré más colada que la
mía!

Reprimiendo la risa, Brent no pudo resistir la tentación de cogerla entre sus brazos y
empujarla al suelo.
-Brent -protestó ella sin aliento, acariciándole la espalda.
Él la miró implacable.
-Escucha, Kendall. Quiero que prometas que no ocasionarás ningún problema a los
indios. El pantano es un buen refugio, pero puede transformarse en un verdadero
infierno. Y con la presencia de los yanquis que recorren la costa continuamente, puede
llegar a ser incluso más peligroso. Yo soy un confederado que acaba de convertirse en
tu amante y no estoy dispuesto a entregarte a un marido cuyo cruel comportamiento te
ha forzado a huir de él. Lo que sí te garantizo es que si caes en manos yanquis te
devolverán de inmediato a John Moore. Y yo no criticaría a los federales por ello, pues
sería lo más honroso que podrían hacer.
Por vez primera, Brent vio que los ojos de la mujer se inundaban de lágrimas; ella
pestañeó al instante para apartarlas. Con amargo dolor, el hombre se preguntó qué clase
de vida habría llevado con John Moore.
-Quiero tu palabra, Kendall -dijo.
Ella bajó la vista.
-No intentaré escapar. Me gusta Zorro Rojo. Y Apolka. Yo... -El dolor que sentía
quebró su voz. Cuando volvió a hablar, empleó un tono inexpresivo-. Sin embargo, me
gustaría regresar a casa, aunque supongo que jamás volveré a tener un hogar. También
tendría que huir de Charleston.
No estaba suplicando compasión, sino exponiendo los hechos tal como eran. En ese
momento Brent le perdonó todo. Tomó con ternura su rostro entre sus manos y la miró a
los ojos.
-Kendall, la guerra no durará siempre.
Echó a reír con amargura.
-Lo sé. Lo he oído en ambos bandos. «Enviaremos al carajo a esos malditos yanquis en
menos de un mes.» «Johnny Rebs volverán a casa con el rabo entre las piernas en menos
que canta un gallo.»
-Tienes razón, Kendall. No terminará pronto, pero acabará. Y en cuanto me sea posible
te llevaré a un puerto del Sur. Mientras tanto, debes admitir que no se está tan mal aquí.
Zorro Rojo no es un salvaje.
-No, pero Halcón de la Noche... -murmuró con sarcasmo.
-¿Lo soy? -inquirió con cortesía, haciendo caso omiso de su tono burlón-. ¿Tan salvaje
soy?
-Totalmente.
Él miró hacia la ventana, por la que penetraba la luz púrpura del amanecer. Después
clavó la vista en ella.
-Me alegra que reconozcas la naturaleza de la bestia, cariño, porque vuelvo a sentir esas
necesidades tan salvajes, y la guerra será larga y aburrida.
A ella no se le pasó por la cabeza rechazarlo. Le abrazó, lanzando un cálido suspiro,
agradeciendo sus caricias y su creciente y repentino deseo. Estaba aprendiendo a
conocerle, y cuanto más aprendía más le acuciaban las ansias de saber y anticiparse a él.
Ya era de día. Su vida, ella misma, todo había cambiado de forma drástica en una noche
gracias a aquel hombre que por fin se había convertido en su amante.
Había descubierto la plenitud y las profundidades de la pasión que pueden compartir un
hombre y una mujer. Y cuando estaba entre sus brazos, olvidaba, los trágicos vientos de
guerra que asolaban el país y el tormento que era su vida.
Desconocía qué sentía él por ella. Tampoco acababa de asimilar sus propios
sentimientos hacia él. Sólo sabía que necesitaba amarlo, que anhelaba el encuentro de su
deseo con el suyo propio, imprimir su recuerdo en su cuerpo y su alma. Ansiaba
aferrarse con fuerza a sus sueños de amor de las largas noches que aún estaban por
venir...
La mantuvo abrazada mucho rato y finalmente se levantó. Kendall enterró la cara en la
manta, negándose a ver cómo se vestía y marchaba. Tenía la sensación de que no podía
moverse. Estaba exhausta, tanto física como mentalmente. Había desnudado totalmente
su interior y seguía expuesta, vulnerable. Él había hecho estragos en sus emociones,
había violado su alma, y a la vez era como si le hubiera arrojado un salvavidas al que se
agarraba aún algo indecisa, pero con una esperanza casi ciega. Le gustaba la pasión con
que le hacía el amor y pensar que, también él, parecía querer llevarse un recuerdo
consigo a pesar de lo increíblemente agotadora que resultaba la experiencia. Saber que
estaba a punto de partir era una agonía.
-Halcón de la Noche -musitó, procurando reprimir las lágrimas, sin atreverse a mirar
cómo se ponía la camisa y los pantalones de montar-. Zorro Rojo; en cambio, Apolka.
¿Por qué Zorro Rojo y Halcón de la Noche? No son nombres en lengua india.
-Es la civilización, la influencia del hombre blanco, querida. Cuando combatían contra
los indios, los blancos comenzaron a poner apellidos a los pieles rojas, y muchos
seminolas y mikasukis los adoptaron para negociar con sus enemigos. En muchas
ocasiones se les bautizaba con nombres de animales del bosque: águila, zarigüeya,
zorro. Ahora, igual que los blancos y a pesar de que ésta es una sociedad matriarcal, los
indios toman los apellidos de sus padres. Zorro Rojo era hijo de Pequeño Zorro, como
era llamado Osceola. Tiene también un nombre seminola, pues éstos, como los
mikasukis, conservan su nombre de verdad, el que reciben en el transcurso de la
ceremonia del Maíz Verde. Zorro Rojo se llama también Asiyaholo. Los blancos eran
incapaces de pronunciar el nombre correctamente.
Kendall oyó las pisadas de las botas al acercarse.
-Es curioso el caso de la palabra «seminola». Los primeros colonos afirmaban que
significaba «huida» porque los indios huían hacia el sur para escapar de las guerras
tribales y los blancos. En realidad la palabra significa «correr en libertad». Zorro Rojo
corre en libertad. No importa los azotes o las masacres que haya sufrido su pueblo... él
siempre corre en libertad. -De pronto se arrodilló a su lado y la estrechó contra sí. Ella
se volvió para mirarle, y Brent continuó hablando, tenso, silenciando el grito de protesta
que adivinaba en sus labios-. Correr en libertad, Kendall. Eso intentamos hacer todos;
Zorro Rojo, tú, yo. Confía en él, Kendall. Y, si algo sucediera a mi amigo, existe un
hombre en la bahía que te ayudaría con sólo mencionar mi nombre. Se trata de Harold
Armstrong. Lo encontrarás en la desembocadura del río Miami la primera noche de luna
llena. El grito del sinsonte te indicará que no hay ningún problema.¿Comprendido?
Kendall, que se esforzaba por reprimir las lágrimas, asintió con la cabeza. Se
preguntaba, descorazonada cómo McCain se había convertido en alguien tan importante
para ella con tanta rapidez. Una noche, tan sólo una noche juntos; una noche que,
además, se inició de la forma más hostil.
-Comprendido -murmuró, por fin.
Pensó que volvería a besarla, a dedicarle un último beso antes de la partida definitiva.
En cambio, Brent la soltó de repente, se puso en pie y se encaminó hacia la puerta, ante
la cual se detuvo, sin atreverse a girarse. Sentía un nudo en el estómago y un dolor que
le oprimía el pecho. Debía batallar en una guerra, pero abandonar a aquella mujer a
quien tan sólo unas horas atrás hubiera estrangulado era el trance más duro por el que
había tenido que pasar en toda su vida. Si se volvía a mirarla.» tapada a medias con la
manta, dejando al descubierto sus senos, con el cabello dorado como una cascada y los
ojos como estanques de seductor añil, más azules que el azul...
-Procuraré solucionar el asunto de la molienda del koonti -dijo bruscamente.
-Hazlo -susurró ella; su voz era casi un sollozo. Se mordió el labio y tragó saliva para
conseguir hablar con un tono despreocupado y vencer las emociones que amenazaban
con ahogarla del todo-. Y por favor, capitán McCain, no permita usted que lo maten. Tal
vez los pantanos resulten acogedores, pero no me gustaría pasar mucho tiempo aquí... -
Se le quebró la voz.
Él permaneció inmóvil, y ella se quedó con la mirada fija en su cabeza rizada y en sus
anchas espaldas, ocultas por la levita gris del uniforme.
Entonces la puerta se abrió para cerrarse detrás de él. No corrió el pestillo. Se oyeron
sus rápidos pasos al bajar por los peldaños de la escalerilla, un suave salto cuando
alcanzó el suelo y por último las voces de los demás hombres. Se oían ordenes
pronunciadas tanto en inglés como en muskogee.
A continuación todos exclamaban «Dixie» al unísono. Oír aquello en los primitivos
Glades resultaba de lo más incongruente. Las voces fueron desvaneciéndose,
diluyéndose en los pantanos.
No lloró. Permaneció tendida, con la vista clavada en el tejado de paja de la cabaña. Al
cabo de un rato, los sonidos de la naturaleza superaron al eco de las voces humanas. La
luz brillante del sol entraba por las ventanitas, y con ella la sinfonía del canto de los
grillos, el grito de la grulla y los gruñidos, semejantes a los de un cerdo, que emitía a lo
lejos un caimán...

Pero en sus oídos aún resonaba el «Dixie» que los hombres habían pronunciado. Y casi
veía las anchas espaldas, vestidas de gris, del hombre de ojos de acero. Se arropó con la
manta, incapaz de reprimir las lágrimas por más tiempo. Sollozó hasta quedarse
dormida.
Se despertó sobresaltada. Miró alrededor para averiguar qué la había despertado. La
cabaña estaba en silencio y vacía.
Frunció el entrecejo al comprobar que el sol estaba poniéndose ya por el oeste y que la
luz del atardecer comenzaba a bañar el campamento. Había dormido durante casi todo el
día. Y los indios no la habían molestado.
Se levantó y se rodeó el cuerpo con los brazos al sentir un pequeño escalofrío. Cerró los
ojos. Hacía horas que Brent McCain había partido; se hallaría ya a muchos kilómetros
de distancia, y no podía permitirse pensar en la soledad que la aguardaba. Los fabulosos
momentos de tempestad y resplandor que había vivido durante la noche la habían
dejado totalmente afligida. Y sin embargo tenía más de lo que había tenido en muchos
años; albergaba esperanzas. Estaba corriendo en libertad... Sonrió, tranquila.
Se vistió a toda prisa, se alisó el cabello y se dirigió a la puerta de la cabaña para salir a
la plataforma exterior y bajar por la escalerilla.
La vida en el campamento discurría como de costumbre. Los chiquillos descalzos
corrían arriba y abajo. Se habían encendido hogueras para preparar la cena. Oyó las
voces de las mujeres que charlaban mientras se ocupaban de las tareas domésticas,
cosiendo trozos de tela de vivos colores, ensartando cuentas para los abalorios,
preparando la cena de los guerreros.
-Veo que has decidido unirte a nosotros, Kendall Moore.
La mujer miró de reojo hacia el sendero que, bordeando la colina, conducía al río
salobre y los pantanos.
Quien se acercaba era Zorro Rojo, que llevaba en los hombros un joven venado blanco
cuyo cuello estaba atravesado por una flecha. El jefe había ido de caza vestido con todos
los adornos característicos de un jefe indio; una cinta llena de plumas rodeaba su oscura
y abundante cabellera, y su camisa estaba guarnecida con medias lunas plateadas. Había
renunciado a los pantalones de hombre blanco y al diminuto taparrabos que llevaba
cuando se conocieron en el barco y, en su lugar, lucía una falda corta de piel con flecos.
Unas polainas de ante protegían sus pantorrillas y portaba un zurrón con balas y cuernos
llenos de pólvora que colgaba de su cuello mediante una correa, al igual que el arco y el
carcaj.
-Estaba durmiendo -murmuró, incómoda al notar que se ruborizaba. El oscuro brillo en
la mirada de Zorro Rojo le indicó que sabía perfectamente por qué había tenido tanta
necesidad de dormir.
Él sonrió sin ninguna intención de burlarse de ella y la cogió por la muñeca para que le
acompañase paseando hacia su chickee.
-No siempre hemos vivido en esta clase de viviendas, Kendall Moore -dijo, iniciando la
conversación-. Cuando estábamos en el norte, construíamos bonitas cabañas con
troncos, muy semejantes a vuestras casas. Pero nos las quemaron tantas veces... Nos
fuimos replegando cada vez más hacia el sur. Y aquí, de vez en cuando, los vendavales
y las lluvias torrenciales destrozan todo. Hemos aprendido a renacer, como las raíces del
mangle. No pueden destruimos, porque reconstruimos todo rápidamente. -De repente se
detuvo y se volvió hacia ella con expresión burlona-. Me han dicho que ya no quieres
moler más raíz de koonti.
Kendall se sonrojó de nuevo al darse cuenta de que las palabras que había pronunciado
ante Brent la convertían a los ojos de los indios en la típica mujer blanca dueña de una
plantación, perezosa y consentida. Aunque en realidad ni las esposas de los colonos más
acaudalados llevaban una vida fácil; normalmente, cuanto más grande era una
plantación, más trabajo tenía la mujer de la casa, sin importar el número de esclavos que
poseyera el dueño.
-No me asusta el trabajo duro. Zorro Rojo. Si he de quedarme, no me importa realizar
las tareas que se me asignen.
Zorro Rojo sonrió y reanudó el paseo.
-Entonces has decidido quedarte con nosotros por tu propia voluntad.
-Sí -respondió Kendall en voz baja, jadeando ligeramente debido a su empeño de seguir
el paso del indio.
Este se detuvo de nuevo, de forma tan repentina que a punto estuvo Kendall de chocar
contra su ancha espalda. Cuando la miró, continuaba sonriendo.
-No quiero que te dediques a moler más raíz de koonti. Prefiero que enseñes inglés a
mis hijos.
Kendall lo observó, pasmada.
-Pero si tú hablas muy bien el inglés, Zorro Rojo.
Él sacudió sus enormes manos con impaciencia.
-Soy un hombre muy ocupado. Y también me gustaría que Apolka aprendiera el idioma
de los blancos. Un hombre no siempre tiene la paciencia suficiente con su mujer.
Kendall sonrió. Al fin y al cabo, no existían demasiadas diferencias entre los blancos y
los pieles rojas.
-Pero Zorro Rojo, ¡yo no hablo tu lengua!
-Podrás aprenderla al tiempo que enseñas a los niños y Apolka. De hecho, ya hablas
algo de muskogee, Kendall Moore,.. Tallahassee.
Kendall arqueó una ceja y echó a reír.
-Lo único que sé es que se trata de la capital del estado.
-Significa «ciudad antigua» -explicó él dejando el venado en el suelo frente a su casa
para, a continuación, pasarle el brazo por la espalda y acompañarla a la entrada del
chickee. Rió y señaló con el dedo la cabaña diciendo divertido-: Chuluota... ¡madriguera
de zorro!
Rodeando la cintura de Kendall con el brazo la encaramó sin ningún esfuerzo a la
plataforma del chickee.
-Y por lo que a mí respecta, Kendall Moore te enseñaré el pantano. Aprenderás por
dónde discurren los ríos cuando parece que no hay nada más que hierbas cortantes y
árboles. Distinguirás por el color las serpientes que pueden matarte y percibirás hasta el
más mínimo movimiento de la cola de una serpiente cascabel. Sabrás cómo escuchar
pasos mientras duermes y predecir los días en que el cielo traerá la lluvia a la caída de la
noche.
Kendall, observando con curiosidad las recias facciones de Zorro Rojo, comprendía que
estaba ofreciéndole una amistad que muy pocos blancos podrían jamás recibir; una
amistad de la que Brent disfrutaba desde hacía ya mucho tiempo y que él apreciaba y
cultivaba a pesar de las opiniones de su propia sociedad.
Cuando se volvió, vio que Apolka aguardaba pacientemente a su esposo y su huésped
con una sonrisa en los labios y con sus hijitos, de ojos enormes, asidos a sus piernas, a
la espera de saludar a su padre y la mujer blanca que hacía tiempo habían aceptado.
De repente, como una suave melodía, la risa de Kendall inundó todo. Sonrió a Apolka y
volvió a mirar a Zorro Rojo.
-Intentaré complacerte. Zorro Rojo. Me esforzaré por enseñar... y aprender.
El hombre asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho. Lanzó el cuchillo de caza
enfundado a Apolka quien lo cogió al vuelo, e inclinó la cabeza hacia el venado.
Empezarás tus lecciones ahora mismo, Kendall Moore -dijo el indio-, mientras Apolka
nos prepara la comida. Por las mañanas vendrás conmigo a aprender.-La alegría
iluminaba sus ojos oscuros-. En los días venideros apenas tendrás tiempo de descansar.
Halcón de la Noche tardará en regresar. La mujer de un guerrero no puede permanecer
ociosa, a menos que haya pasado la noche ofreciéndole placer y tranquilidad.
Al oir tales palabras, Kendall se ruborizó. No estaba segura de si deseaba propinarle un
bofetón o echarse a reir. Esta última opción le resultó más práctica, sobre todo teniendo
en cuenta que Zorro Rojo se había alejado ya.
Empezó a dar vueltas por el chickee, sonriendo al ver que Apolka ordenaba a los niños
que fueran con ella. Kendall se inclinó sobre los pequeños y los atrajo hacia sí,
disfrutando de los abrazos que ellos le devolvían
“Salvajes...”, pensó con remordimiento. Tan sólo unos días atrás habría asegurado,
ignorante, que todos los indios eran unos salvajes. Y en aquel momento se sentía
ridículamente a gusto junto aquel par de golfillos morenos que se acurrucaban
cariñosamente contra ella.
Suspiró, estrechándolos y contemplando cómo Apolka bajaba del chickee para recoger
el venado. La noche se acercaba a los Glades. Aquello era la paz escenificada; el cielo
anaranjado como telón de fondo y la colina de cipreses detrás.
No era Charleston, ni Richmond, ni Atlanta, ni Mobile ni Nueva Orleans... pero era
mejor que los barracones de la Unión. Era, con diferencia, el mejor lugar que un sureño
podría encontrar para aislarse de la guerra. Quizá la situación mejoraría antes de lo que
Brent suponía. El sur debía ganar la guerra. A pesar de lo somero de la información que
Kendall había recibido, era evidente que los generales de la Confederación eran
mejores, así como su estrategia militar.
Los chiquillos la apretujaban cada vez con más fuerza, reclamando su atención. Eran tan
confiados... Realmente no era un mal lugar. Sintió un pequeño escalofrío. Para ella
aquél era el mejor lugar del mundo, el lugar al que Halcón de la Noche regresaría para
buscarla algún día...

13 de marzo de 1862
Brent McCain, de pie en la proa del Jenny-Lyn, miraba en dirección al sur, escudriñando
entre los pinos protectores que bordeaban la ensenada situada al norte del río Florida.
Tenía el entrecejo fruncido, las facciones tensas; estaba rígido, en intensa lucha contra
la náusea terrible que acuchillaba sus entrañas.
Daba la impresión de que la mitad de Jacksonville estaba en llamas.
Los confederados de Florida tenían problemas.
Los Hatteras de Estados Unidos, fuera ya de Cayo Oeste, habían desembarcado en cayo
Cedro el 6 de enero, y sus marineros y sus soldados habían destruido la estación de
ferrocarril, los furgones de suministros militares y la oficina de telégrafos. Capturaron
goletas, corbetas y un transbordador. En el momento de los hechos, tan sólo había
veintitrés confederados vigilando la terminal del ferrocarril; dos compañías enteras
acababan de ser enviadas al norte para hacer frente a un supuesto ataque a Fernandina.
Sin embargo, esas tropas no bastaron: los federales habían invadido St. Augustine y
Fernandina... y en esos momentos, Jacksonville.
El humo serpenteaba entre los árboles, cubriendo el cielo azul, anulando la luz del sol.
Brent cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza. La espera y la sensación de
impotencia esperaban enloqueciéndolo. Habría trepado por los árboles enajenado, o se
habría quitado la ropa para arrojarse al agua y nadar, cualquier cosa con tal de llegar a la
ciudad, adentrarse en su interior, ver South Seas...
«Soy el capitán», se repetía. No podía actuar a la ligera; no podía arriesgar ni su barco,
ni su tripulación, ni su propia vida, no había necesidad. Debía esperar a que regresara el
bote con información.
-¡Ah del barco, capitán!
Brent se dio la vuelta como una fiera al ver a Charlie McPherson subiendo por la
maroma hacia la proa del Jenny-Lyn.
-Aquí, Charlie, rápido. Cuéntame qué ha pasado. Al advertir la tensión que reflejaban
los duros rasgos de Brent, Charlie bajó la vista, sacudiendo la cabeza con tristeza. Para
él representaba un verdadero infierno explicar a un capitán con cara de granito que su
propia ciudad natal estaba siendo saqueada.
-¡Charlie! -exigió Brent.
-Los federales han ocupado St. Augustine y Jacksonville, capitán. Está en manos del
Cuarto de New Hampshire. El ejército confederado acaba de abandonar la ciudad. La
mayor parte de los daños han sido ocasionados por nuestros propios hombres; el
incendio principal está arrasando los aserraderos. Nuestras tropas les prendieron fuego
con la intención de alejar a los federales. Se han quemado millones de metros cúbicos
de madera y una fundición. También han hundido unos cuantos barcos, capitán, de
modo que debemos andar con cuidado al cruzar el río.
Brent guardaba silencio. Tanto St. Augustine como Jacksonville se hallaban
peligrosamente cerca de South Seas. Charlie, con el corazón encogido al ver la ira y la
pena que traslucía la mirada de su capitán, carraspeó y prosiguió su discurso:
-Señor, lo cierto es que la situación no es tan terrible como parece. Por lo que pudimos
ver, las casas siguen en pie. Oh, los yanquis cometen alguna tropelía pero, por lo que
Chris y yo hemos observado, parece que están tomándoselo con calma, con mucha más
calma que si se encontraran en Charleston o Richmond. Presumen que en la ciudad hay
muchos simpatizantes de la Unión y por eso están actuando con cuidado.
Brent se encaminó de repente hacia su camarote apretando los labios con resolución.
Los hombres que se hallaban en cubierta se miraron unos a otros, incómodos, esperando
nerviosos su reaparición.
Regresó enseguida. Se había despojado de su uniforme gris guarnecido de galones
dorados para vestirse con unos pantalones de montar de color beige, camisa blanca y
levita azul. No portaba ni una de las insignias que identificaban su rango de la marina
confederada. Llevaba la pistola en la cintura del pantalón, y el cuchillo de caza sujeto en
lo alto de la pantorrilla. Se dirigió a la proa con grandes zancadas y observó a sus
hombres con mirada mortífera.
-Voy a ir allí -anunció-. Me gustaría que tres de vosotros me acompañarais; estoy
pidiendo voluntarios. Necesitamos realizar algunos interrogatorios rápidos, y lo más
probable es que nos maten a tiros o que pasemos lo que queda de guerra en un campo de
prisioneros. Seguramente nos matarán. Sin el uniforme tal vez nos tomen por espías, y
cuando se topan con uno, tanto federales como rebeldes disparan primero y preguntan
después.
Andrew Scott, que había acompañado a Charlie en la misión de avanzadilla, dio un paso
adelante.
-Estoy más que ansioso por ir con usted, capitán, y me presento voluntario. Pero ¿ha
reflexionado sobre su decisión, señor? Ambas ciudades están ocupadas, y el oficial
confederado próximo a St. Augustine nos ordenó que nos replegáramos hacia el oeste si
llegábamos demasiado tarde...
-Al diablo el oficial confederado –interrumpió Brent con vehemencia-. ¡En este barco
yo soy el oficial confederado de la marina, y ya tendremos tiempo de regresar a la costa
Oeste!
Andrew vaciló un momento, algo preocupado al ver el brillo temerario que destellaba en
los ojos del capitán. Sin embargo, en el fondo Brent McCain seguía manteniendo la
calma como siempre, tranquilo, implacable en su resolución. Jamás dejaría a sus
hombres en la estacada sin haber planeado antes una astuta estrategia ¿No eran famosos
por ese motivo? Y no sólo en el Sur. El pasado mes de enero, después de abandonar el
infructuoso ataque de los confederados en Fort Pickens y partir hacia Nueva Orleans,
fueron mencionados con orgullo en un periódico neoyorquino. El dibujante había
realizado un excelente pasquín caricaturizándoles como los «Jinetes de la Noche de
Brent McCain» que se deslizaban a través de un escuadrón de navíos federales... justo
debajo de sus proas.
McCain era muy osado, sí, y los federales ignoraban cuan inteligente podía llegar a ser.
-Yo soy su hombre, capitán -dijo Andrew.
Al instante la mitad de la tripulación avanzó un paso. Brent pasó revista, examinándolos
detenidamente con el rostro tenso.
-Chris, Andrew y...
Charlie se cuadró frente a él.
-No se irá sin mí, Brent McCain.
El capitán apretó los labios para no soltar una risotada. Charlie temblaba, pero había
tomado una decisión.
-Está bien, Charlie, nos acompañarás. Los demás, escuchad, porque tendréis que salir
pitando de aquí. Tened el Jenny-Lyn a punto. Mantenedlo escondido. Si es necesario,
enfilaremos el río, pero preferiría salir a mar abierto. Nuestro mejor ataque ha sido
siempre la mejor defensa. Somos más rápidos que los federales. Chris, Andrew, Charlie,
quitaos los uniformes de marinero. Nos haremos pasar por comerciantes, simpatizantes
de la Unión, que nos dirigíamos al sur cuando nos enteramos de que los federales
acababan de atacar la costa.
A pesar de la inquietud que lo dominaba, Brent esperó hasta el anochecer para coger el
bote y partir con los tres hombres de su tripulación hacia el norte, hacia los muelles de
Jacksonville. Ver los barcos de guerra de la Unión anclados en el puerto de Jacksonville
provocó que el dolor que sentía en las entrañas se agudizara aún más.
Apenas cinco meses atrás el Jenny-Lyn había arribado a este puerto, que era como su
hogar, para ser revisado. Lo había amarrado en el mismo lugar donde en aquel momento
estaba anclado un torpedero de la Unión; su bandera ondeaba en la noche. Los latidos de
su corazón se aceleraron. ¿Estarían en aquel momento los soldados federales en South
Seas, pisoteando los talones entarimados con madera de pino? Al menos sabía que ni su
padre ni su hermano mayor se hallaban cerca aquellos días. Justin y Stirling McCain se
habían incorporado al primer regimiento de caballería de Florida; dos meses antes,
aquellas tropas habían sido enviadas al norte para luchar contra el ejército de Virginia
del Norte. En cambio su hermana Jennifer sí se encontraba allí, y también la esposa de
Stirling, Patricia, con su sobrino de cinco años, Patrick.
Brent cerró los ojos un ínstante. Por una vez en la vida se alegraba de que su madre
hubiera fallecido en 1858. South Seas era para ella como otro hijo; había decorado todas
sus habitaciones, todos sus rincones y hasta sus grietas. Tan sólo hubo dos cosas en su
vida a que había dedicado toda su atención y había amado: su familia y su hogar...
South Seas.
Era posible, sólo posible, que los yanquis hubieran resuelto no asaltar las plantaciones
situadas entre St. Augustine y Jacksonville. El bote navegaba lentamente, las luces
comenzaban a distinguirse entre la neblina. Daba la sensación de que los
establecimientos comerciales y edificios emplazados junto a los muelles permanecían
intactos.
Él mismo se había creado la reputación de ser un acérrimo enemigo del Norte. Los
McCain eran muy conocidos; buenos colonos, buenos marineros y buenos oficiales
confederados- ¿Acaso los yanquis dejarían en pie el hogar de dos oficiales de la
caballería confederada y de un famoso capitán de marina?
-Dirígete hacia esa ensenada -ordenó con tranquilidad, inclinándose hacia Charlie, que
era quien remaba-.Tendremos que hacer el resto del trayecto a pie.
Cuando lleguemos a la ciudad, nos separaremos y nos reuniremos después.
Remolcaron el bote hacia la arena y lo camuflaron con ramas. A pesar de que la playa
distaba aproximadamente un kilómetro del puerto, Brent ordenó a sus hombres que
avanzaran agazapados- Vieron unas sombras oscuras que vigilaban los muelles y el
puerto; los centinelas de la Unión. Brent observó, tenso, cómodos de ellos, al
encontrarse, se detenían un momento y encendían sus pipas. Parecían relajados. «¿Por
qué no?», se preguntó con amargura. La defensa confederada les había regalado la
ciudad.
-No temen ningún ataque —murmuró Brent a Charlie, tendido en la arena junto a él—.
Eso nos da ventaja.
Ventaja ¿para qué? No planeaba una gran acción militar. Tan sólo pretendía conseguir
un caballo y cabalgar hasta South Seas. En realidad no tenía ningún derecho a
involucrar a sus hombres en aquello.
-¿Qué tal si vamos a ver a Lil? -preguntó Charlie.
Brent enarcó una ceja, considerando la sugerencia. Lil regentaba una taberna en la calle
principal que era muy popular en ambientes marineros. Era bastante probable que los
oficiales de la Unión, después de su victoria, estuvieran emborrachándose allí, lo cual
era perfecto para su plan.
-Entraremos por la cocina -masculló-. Escondeos entre las chabolas del puerto y los
edificios y moveos con rapidez. De uno en uno. Si os cogen, cuidado con lo que decís.
-¿Quién va primero? -preguntó Andrew.
-Yo -respondió Brent-. Si no logro llegar a ese almacén, regresad al barco. Chris será el
siguiente, luego Andrew y después Charlie.
Brent se preparó. Esperó a que los centinelas se separaran para correr, serpenteando,
hacia el otro extremo de los muelles.
Cuando llegó al almacén y se apoyó contra la pared, estaba casi sin aliento. Esperó un
momento, tenso, con los ojos cerrados y escuchó los latidos de su corazón. Cuando por
fin su respiración se hubo normalizado, miró hacia la playa, calculando la distancia, y
levantó la mano para bajarla al instante. Al momento, una segunda sombra salió
corriendo como una centella en aquella oscuridad; luego una tercera, y una cuarta.
Permanecieron todos con la espalda pegada a la pared del almacén.
Brent indicó en silencio el edificio más cercano.
Volvieron a avanzar de uno en uno, alerta por si aparecía un centinela.
Se veían muchos soldados rondado las calles, por lo que los movimientos de los
rebeldes resultaban cada vez más peligrosos. Por fortuna, éstos hallaban lugares donde
esconderse: vagones, almacenes de suministros, árboles...
Prosiguieron su escurridizo deambular sin ser detectados hasta que por fin llegaron a la
verja de madera que rodeaba la taberna de Lil.
El bullicio festivo que reinaba en el interior contribuyó a amortiguar el ruido que
hicieron cuando, al rodear la parte posterior, tropezaron con las basuras. Brent
entreabrió la puerta trasera y se asomó a la cocina.
La enorme habitación con una gran cocina de gas en medio, estaba completamente
vacía. Brent acabó de abrir la puerta con sigilo, indicando a los demás que aguardaran.
Una vez dentro, se agachó detrás de la cocina, expectante. Al cabo de un buen rato oyó
el rumor de una larga falda femenina al deslizarse entre las hojas de la puerta en
dirección a la bodega. Esperó a que se aproximara a la cocina para levantarse como un
rayo, cogerla por la espalda y taparle la boca para evitar que, al pillarla por sorpresa,
gritara y delatara su presencia.
-Soy yo, Lil -se apresuró a decir-, Brent McCain.
Unos enormes ojos castaños parpadearon, incrédulos. Por fin liberó a la mujer que en
tantas noches de borrachera les había hospedado a él y su tripulación.
-¡Brent McCain! -murmuró, abrazándolo para soltarlo al instante-. ¡Te has vuelto loco,
Brent! Está todo lleno de yanquis, que ¡por cierto! te consideran el trofeo más preciado
que su propio tesoro nacional. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
Brent se encogió de hombros, sonriendo a aquella mujer tan atractiva que desprendía un
dulce aroma de lilas. El vestido acampanado que llevaba susurraba de femineidad.
Su bonito rostro ovalado no había envejecido. El corsé convertía su bella silueta en
un perfecto reloj de arena, y los pechos parecían a punto de saltar por encima de
aquel provocativo escote. Su mirada expresaba a las claras una cálida insinuación,
acentuada por aquella sensación tan excitante de peligro. En otra época, no muy
lejana por cierto, McCain habría aceptado de buen grado aquella invitación. Lil
había compartido con él más de una noche ardiente, y mentiría si dijera que en
aquel momento no le excitaba en absoluto. Pero no tenía ninguna intención de
prolongar su misión de espionaje; quería llegar a South Seas y marcharse.
Además... no estaba seguro de desear a otra mujer, de encontrar placer...
-He de enterarme qué ha pasado, Lil. Tres de mis hombres me esperan escondidos entre
los matorrales. ¿Hay algún peligro ahí fuera?
Lil negó con la cabeza, y él abrió la puerta trasera. Andrew, Chris y Charlie entraron en
silencio. La mujer avanzó con cuidado hasta la puerta de la bodega para mirar al
exterior. Con gran elegancia, volvió para reunirse con ellos.
-Déjame salir un momento para pedir al viejo Pete que vigile a los yanquis y veré qué
puedo hacer para ayudaros, compañeros. -El viejo Pete era un negro libre. Desde que Lil
firmara los documentos de su libertad, había permanecido junto a ella. Era como un
perro guardián, mejor que cualquier sabueso.
Mientras aguardaban a que la mujer regresara, los cuatro confederados se miraban los
unos a los otros, inquietos, Lil volvió sonriendo y habló en voz baja, sin dejar de mirar a
Brent mientras lo hacía.
-Ha pasado todo y nada. Antes de marcharse, nuestros muchachos quemaron todo
aquello que hubiera podido ser de utilidad a los yanquis. Algunos ciudadanos salieron
huyendo, pero la mayoría se han quedado. Los yanquis han registrado la ciudad, pero se
han portado bien. Se ha producido algún que otro saqueo, algún incendio; nada grave.
Al parecer los oficiales les han ordenado que se muestren considerados con la gente.
Esperan encontrar aquí una cantidad suficiente de unionistas, de modo que puedan
controlar la ciudad sólo con la ayuda de sus habitantes.-Acabó su discurso y tomó aire.
-¿Y qué hay de los alrededores? -inquirió Brent, tenso.
Una sombra de dolor oscureció los bellos ojos de Lil.
-No lo sé, Brent, la verdad es que no lo sé. Han confiscado algodón, tabaco, víveres y
los almacenes de alimentos, pero no sé más. No te preocupes por tu hermana y la esposa
de Stirling; ya te he dicho, cariño, que estos hombres están atados de pies y manos. No
van a violar ni a tratar mal a las mujeres. La ocupación de la ciudad ha sido bastante
pacífica. De todos modos, Brent, por todos los diablos, aléjate de aquí.
-No me marcharé hasta que haya visto South Seas-aseguró Brent con firmeza-, Lil,
¿sigues teniendo el escondite del almacén debajo de la bodega?
-Sí, pero...
-Necesito que me consigas un caballo. Y esconde a los hombres en la bodega hasta que
yo regrese.
-No le dejaremos solo, capitán -protestó Charlie.
-Por supuesto que sí. Os ordeno que os quedéis. No pienso involucraros en mi locura. Si
no regreso, volved al Jenny-Lyn y dirigios al Gulf Coast según lo dispuesto.
¿Entendido?
Los tres hombres asintieron con la cabeza, compungidos. Lil expresó en voz alta lo que
todos pensaban.
-Estás loco de atar, Brent McCain.
-Sí -dijo-. Y ahora, ¿puedes conseguirme un caballo?

Las calles más apartadas del centro de la ciudad se encontraban curiosamente tranquilas,
aunque todavía quedaban restos de humo. Bien pudiera ser que en una ciudad recién
abandonada por un ejército y ocupada por otro debiera necesariamente hallarse en aquel
estado; tranquila. La parte más septentrional de Florida permanecía expectante a la
espera de lo que pudiera suceder.
Aquel silencio tan solemne era normal. Los que quedaban trataban de mantenerse a
salvo en el interior de sus casas, rogando a Dios que sus hogares no sufrieran el asalto
de las tropas ocupantes. Las madres tendrían miedo de dejar salir a sus hijos de casa.
Los conquistadores se encontrarían con caras apesadumbradas y malhumoradas...
Brent opinaba que los yanquis habían asumido su victoria con una notoria indiferencia.
Quizá se debía a que Florida les importaba un comino; mientras pudieran robar armas,
provisiones y barcos...
En cuanto hubo rodeado al centinela en el extremo más occidental, hincó los talones en
los flancos del caballo infestado de pulgas que Lil le había entregado después de que
Pete lograra robarlo. Suponía que debía considerarse un hombre afortunado por el hecho
de que su amiga hubiera podido encontrar algo parecido a un cuadrúpedo; en retirada,
los confederados se desplazaron tierra adentro prácticamente todo aquello capaz de
moverse. Quedaban muy pocas monturas, pues las estupendas unidades de la caballería
de Florida se habían llevado consigo, además de a todos los hombres del estado, a todos
los caballos.
Brent se había dado cuenta de que realmente se había vuelto loco cuando pidió que le
consiguiera un caballo, a sabiendas de que se arriesgaba a que cualquier patrulla de la
Unión lo atrapara. Subió la guardia, obligando a su cabeza a no pensar en nada más que
en ir hacia el sur. «No permitas que te maten», había dicho Kendall utilizando aquel
acento suyo que dominaba como le apetecía, lento, arrastrando las palabras, con un
cierto tono burlón. Sin embargo, Brent había percibido el verdadero fondo de sus
palabras y en aquel momento, más que nunca, estaba decidido a sobrevivir. Su recuerdo
le había acompañado siempre desde aquel día, ya fuera luchando o navegando. Soñaba
con ella... su imagen era totalmente nítida. Cuanto había sucedido y cuanto aún estaba
por venir...
Kendall formaba parte de la obsesión por ver su hogar que lo consumía. South Seas era
propiedad de Justin, y la plantación tenía mucho terreno alrededor; hectáreas y hectáreas
más que suficientes para que un hombre y una mujer construyeran allí su hogar.
Kendall se merecía un hogar, para embellecerlo, para ser la reina, para esperarle y darle
la bienvenida con sus maravillosos ojos azules. Una dama en los salones, una zorra en la
cama...; pero era la esposa de otro hombre.
Qué demonios le importaba eso a Brent. En cuanto la guerra concluyera podría
divorciarse, y le era indiferente que el escándalo pusiera los pelos de punta a la vieja
guardia de la moral. Lo único que debía hacer era mantenerla alejada del yanqui hasta
que llegara el día.
Se encontró sonriendo al pensar en lo que estaría haciendo en los pantanos. Era como si
hubiera transcurrido mucho tiempo desde que él partió. ¿Cómo debían llevarse ella y
Zorro Rojo? No le preocupaba tanto que Kendall no tolerara a a los indios, como que
éstos pudieran soportarla.
La sonrisa triste y melancólica que se dibujaba en sus labios se heló de repente. El olor a
humo era intenso y no procedía de la ciudad, sino que se cernía sobre su cabeza.
Clavó los talones en los flancos del caballo, y el animal, como si de pronto hubiera
cobrado vida, comenzó a galopar. Brent cabalgaba envuelto en el viento cargado de
humo. El terror se apoderaba de él; se sentía mal, tenía escalofríos.
Al llegar a la bifurcación que se abría hacia el sudoeste, tomó el desvío sin aminorar el
paso. Al alcanzar el sinuoso camino que conducía al sendero bordeado de magnolias
que llevaba a South Seas, dio un tirón al rocín para que se detuviera de golpe. Se irguió
en la montura y, petrificado, mantuvo la vista fija al frente.
Con la mirada vidriosa, desmontó del caballo por los cuartos traseros y se echó a andar
por el sendero para, a mitad de camino, empezar a correr. De pronto se detuvo, muerto
de pavor, y lentamente cayó de rodillas.
South Seas había desaparecido. Sólo quedaban en pie tres de los altos pilares
georgianos, como fantasmagóricos centinelas alzándose hacia el cielo nocturno lleno de
humo. Reflejaban el brillo de la luz de la luna, y esa blancura era como un absurdo en
medio del robledal chamuscado que se extendía alrededor.
No supo cuánto tiempo permaneció arrodillado y con la mirada la sensación de tristeza
y vacío vencía a cualquier otro pensamiento. Su primer acto reflejo fue rezar una
oración. Se alegraba de que su madre hubiera fallecido. Lo dominaban la ira y la
sensación de pérdida. Al oír unos pasos de botas a sus espaldas, se quedó rígido.
-¿Mastuh Brent? -La pregunta sonaba incrédula, como si estuviera dedicada a un
fantasma. Cuando se volvió encontró un adusto hombre negro-. ¡Por Dios! ¡Sí, eres tú,
Mastuh Brent!
-Hola, Thomas -respondió al negro reumático que, en su día, había sido el ayuda de
cámara de su padre. Se agarró a la mano oscura y firme que le tendía y se puso en pie,
agotado-. Thomas ¿dónde está Jennifer? ¿Y Patricia y Patrick?
-No se preocupe por ellos, señorito. La señorita Patricia y el niño fueron hacia
Richmond con unos amigos. La señorita Jenny se negó a marcharse, pero se encuentra
bien. No han quemado las viviendas de los esclavos. ¡Los malditos yanquis están
intentando convencernos a nosotros, los negros, de que nos alistemos al ejército de la
Unión para que luego nos quedemos sin un lugar donde vivir! La señorita Jennifer se ha
instalado en la casita de Mammy Lee.
-¿Puedes llevarme con ella, Thomas? –preguntó Brent con tono apremiante.
-¿Por qué? Sí, señor, ¡estaré encantado de acompañarlo! Pero debe saber, Mastuh Brent,
que es muy peligroso que ronde usted por aquí. Los yanquis disfrutarían haciéndole su
prisionero.
-Sí, ya lo sé, Thomas, gracias. Me alejaré en cuanto pueda. Pero antes tengo que ver a
Jenny.
-Por aquí, señor, sí, por aquí. Mammy Lee se ha mudado a la casita de campo más
grande. Antes de que el ejército rebelde emprendiera la huida, alojamos a soldados
heridos y enfermos en la vieja mansión. De hecho, la señorita ya se había trasladado
antes con la finalidad de dejar más espacio libre para los soldados.
Al pasar frente al robledal, Brent sacudió la cabeza, desolado. Se detuvo de repente,
dándose golpes en la frente ante la contemplación de las ruinas de lo que había sido su
hogar.
-No sólo han quemado la casa; han puesto explosivos! -masculló.
-Así es, señor; eso hicieron, Mastuh Brent. Vamos, acompáñeme antes de que a uno de
esos yanquis se le ocurra aparecer por aquí.
Brent tenía constancia de que algunos dueños de plantación tenían a sus esclavos
sumidos en la miseria. Sabía de la existencia de viviendas de esclavos que no eran
mejores que cuadras llenas de goteras y, en el fondo de su corazón, era consciente de
que no estaba bien la posesión de esclavos.
Cuando se detuvo ante la casita encalada de los cocineros de la familia, le resultó duro
reconocer que en realidad también los McCain habían sido crueles. Había un pulcro
hogar con el fuego encendido; las ventanas estaban cubiertas con cortinas, y sobre el
suelo entarimado había una vieja alfombrilla que antaño adornó uno de los salones de la
mansión.
Cuando cruzó el umbral, apenas se fijó en la vieja y enjuta Mammy Lee; se quedó con
la mirada clavada en la rubita que estaba sentada junto al fuego, con la cabeza inclinada
sobre la costura y ataviada con un maravilloso vestido de volantes.
-Jenny -dijo.
Ella alzó la cabeza al instante; sus ojos eran grises, preciosos, enormes. Soltó la labor
que tenía en las manos y, de un salto, se levantó del balancín.
-¡Brent! -Se lanzó a sus brazos como un huracán para estrecharlo con tanto ímpetu que
hizo que su hermano se tambaleara-. ¡Oh, Brent! ¡Qué sorpresa verte! ¡No deberías estar
aquí!
La cogió por sus frágiles hombros y la apartó un poco para observarla, para saborear
todos y cada uno de sus rasgos, con una sonrisa en los labios.
-Jenny... estás estupenda.
Entonces fue él quien la abrazó. ¡Había crecido tanto en tan poco tiempo! Todavía
faltaban unos meses para que cumpliera los diecisiete, pero su cara de joven pícaruela
había madurado muchísimo desde la última vez que la viera. La niña se había
convertido en una mujer encantadora, llena de curvas, pero con una profunda tristeza en
la mirada.
-¿Qué ha ocurrido, Jenny? -preguntó tenso, manteniéndola abrazada.
Estaban padeciendo todas las desgracias que acarreaba una guerra. Los hermanos
mayores que solían burlarse de sus hermanas, las protegían, les ofrecían hombros en que
llorar y les enjugaban las lágrimas. Jenny se había quedado muy sola. Sin embargo
asumía las adversidades de forma admirable. Tenía la mirada más triste, y sus facciones
se habían endurecido; aparte de eso, seguía siendo como un soplo de aire primaveral.
La parte superior de su vestido dejaba los hombros al descubierto, conformando un
escote bajo y ceñido. Tenía la cintura esbelta y el color azul celeste de la prenda
realzaba su belleza. Llevaba la rizada y brillante cabellera recogida en lo alto de la
cabeza mediante un gracioso adorno de trenzas y tirabuzones.
Se dio cuenta entonces de cuanto la quería. El calor de su hermana hacía que parte de la
frialdad de su corazón desapareciera. La destrucción de South Seas representaba una
herida profunda; la cólera y el dolor le roían las entrañas. Pero South Seas podía ser
reconstruido, mientras que Jenny era de carne y hueso y, por lo tanto, irreemplazable.
-¿Qué ha ocurrido, Jenny? -repitió.
Entonces fue ella quien se retiró, procurando esbozar una radiante sonrisa.
-Primero da un abrazo a Mammy Lee, Brent, y luego siéntate. Mammy nos preparará té.
¿Has comido ya, Brent? ¡Siempre tengo la sensación de que los soldados y los
marineros os morís de hambre!
Brent, obediente, abrazó a aquella anciana que, por lo que recordaba, había formado
siempre parte de la familia. Ella lo estrechó como Jenny había hecho, enjugando las
lágrimas que asomaban a sus ojos.
-Siéntese, Mastuh Brent. Voy a preparar té, jovencitos, y después Thomas y yo
saldremos para que podáis estar solos.
-Muchísimas gracias, Mammy Lee -dijo Brent, impaciente por conocer lo que su
hermana tenía que contarle-. No me apetece comer, Jenny. La cocina de mi barco está
bien provista.
Poco después se acomodó en el suelo con las piernas cruzadas y comenzó a beber el té
de sasafrás convenientemente regado con coñac.
-¿Sabes algo de papá o Stirling? -preguntó.
-Hace aproximadamente un mes recibí una carta firmada por ambos. Se encuentran
bien, y según parece su regimiento tiene que unirse al ejército destacado en Virginia -
respondió suspirando y después sonrió-. Papá se siente muy orgulloso de tí, Brent. ¡Dice
que a lo largo del camino hacia Virginia no ha hecho más que oír hablar de cómo te
escabulles de las líneas de batalla de la Unión!
Brent hizo una mueca, apenado. Aquellas palabras le recordaron la pregunta que aún no
había formulado.
-Lo han hecho por culpa mía ¿verdad? Han quemado South Seas para vengarse.
Jenny comenzó a arreglarse el vestido, incómoda, tratando de buscar una respuesta.
-¿Ha sido así, Jenny?
-Bueno, sí, Brent. Pero tú no eres el único motivo, naturalmente. También lo han hecho
por papá y nuestro hermano. Y, Brent, tal vez parezca extraño, pero lo cierto es que era
como si no quisieran hacerlo. Cuando llegaron, yo los aguardaba en la puerta con una
escopeta. Les dije que sólo entrarían pasando por encima de mi cadáver. El
lugarteniente se mostró muy amable, Brent. Colocaron explosivos alrededor de la casa,
y él subió por las escaleras mirándome fijamente. Yo sabía que pensaba que iba a
dispararle, pero que aún temía más que la casa estallara sin que yo me hubiera movido
de allí. Me dijo que lamentaba tener que pedirme que abandonara mi hogar, pero que
cumplía órdenes de sus superiores.»Brent, cuando me enteré de que los yanquis se
acercaban, creí morir de miedo. Ya habrás oído las historias que se cuentan sobre ellos.
Estaba segura de que me violarían y me cortarían el cuello. ¡Pero el lugarteniente se
comportó como un auténtico caballero! Dijo que podía dispararle, pero que debía
sacarme de allí para evitar que yo sufriera algún daño. En fin, no disparé. Y, Brent,
entró en la casa para buscarme arriesgándose a saltar hecho pedazos. Yo había entrado
para recoger la Biblia de la familia; ya sabes, mamá apreciaba tanto ese libro... Él corrió
detrás de mí y me sacó fuera. -Permaneció un buen rato en silencio-. Es el lugarteniente
Jacob Halloran. Si alguna vez te encuentras con ese yanqui, Brent, no lo mates.
Brent bebió un trago de té.
-Esto es una guerra, Jenny. Normalmente no conoces a los hombres que matas.
-Hay yanquis decentes -confirmó Jenny.
Brent alzó la taza de té.
-Y rebeldes despreciables. La guerra no cambia a los hombres, Jenny. Lo único que
logra es sacar a relucir lo mejor y lo peor de todos ellos. Un hombre decente se
comporta siempre como tal. La frontera de Mason-Dixon no separa los buenos de los
malos.
-Entonces, se levantó y le entregó la taza de té-.Estamos en guerra, Jenny. ¿Sabes qué
hicieron con los explosivos cuando acabaron?
Jenny se encogió de hombros.
-Sé que los descargaron de un carro de suministros. Quizá se los llevaron a la plantación
de Murphy. Utilizarán su casa como cuartel general. ¿Por qué? –Lo miraba con los ojos
abiertos de par en par y, al ponerse en pie para agarrarlo por los brazos, dejó caer las dos
tazas de té sin darse cuenta-. ¿Qué estás tramando, Brent? Escucha, hermano mayor; el
ejército confederado se retiró porque había demasiados yanquis. Por el amor de Dios,
¿qué crees que puedes hacer tú?
-Un pequeño sabotaje, Jenny; una pequeña venganza particular.
Los ojos de Jenny traslucían el temor que sentía.
-¡Brent, me temo que no lo entiendes! ¡Esto está lleno de yanquis! Nuestras tropas han
huido, Brent. Aquí no se ha librado ninguna batalla, tan sólo se ha producido un amago
de invasión!
-Jenny, lo comprendo perfectamente.
-¡South Seas no vale tu vida, Brent McCain!
-¿Tú crees?
South Seas, el algodón, el puerto de Jacksonville, ser expulsado de su propia tierra,
tener que llevar las cosechas a los molinos del Norte...; beber un buen bourbon sentado
frente al fuego leyendo un libro, cazar a lomos de un semental acompañado por una
jauría de perros raposeros, regirse por el código de honor, lo único que quedaba del
viejo Sur... South Seas...
Y, al cabo de tantos años, había encontrado a la mujer con quien deseaba compartir todo
aquello; una mujer que comprendía la forma de vida al viejo estilo... South Seas. El
código de honor. La vida que podría haber sido.
Luchaba en esa guerra por defender todo eso.

-¡Por los clavos de Cristo, Brent McCain! ¡Estás loco de remate!


Fue Charlie quien exclamó tan vehemente sentencia mientras nadaba de noche junto a
su capitán, rodeando el Marianna, un enorme barco de vapor atracado en el puerto de
Jacksonville.
Brent ignoró el comentario y sacó de las profundidades de las aguas alquitranadas y
heladas un fardo que levantó hasta la altura de su cabeza.
-Lo único que me haría enloquecer sería que se hubieran humedecido las mechas.
Recuerda bien, Charlie, que el éxito marca la diferencia entre la demencia y la cordura.
No le resultó difícil robar de los carros una buena cantidad de explosivos debido al
descuido de los vigilantes. Y, ¿por qué no? Los yanquis no se habían topado con ningún
obstáculo que les impidiera la entrada en Jacksonville. Su único problema fue la
destrucción que habían sembrado los confederados en su huida. ¿Por qué temer un
sabotaje o un ataque? Habían conquistado Jacksonville.
La mayor dificultad que tuvo que afrontar Brent fue convencer a Jenny de que no
cometería ninguna imprudencia impulsado por la cólera que sentía por lo sucedido en
South Seas.
En un principio había actuado movido por la sed de venganza... South Seas ya no
existía, pero siempre conservaría su imagen en su corazón.
En aquel momento, en el puerto, la lógica controlaba la situación y por ese motivo
obraba con cautela.
Se hizo con los explosivos y permaneció a la espera toda la noche; observó a los
yanquis durante el día siguiente y envió diversos mensajes a sus hombres a través de
Jenny y Lil. Aguardó un día y una noche más, hasta que consideró que había llegado el
momento... Sabía a qué se enfrentaba. Las guardias se turnaban en la vigilancia de los
muelles y los navíos. Por esa razón debían nadar en aguas heladas una fría noche de
primavera, pues el único modo de alcanzar un barco sin ser visto era abordándolo por
popa.
-Me pregunto cómo demonios vamos a encender las cerillas con los dedos húmedos -se
quejó Charlie, nervioso, dando una patada en el agua para mantenerse a flote.
-¡Chist! -alertó Brent-. Sólo tienes que ayudarme a subir a bordo y luego escapar de aquí
a toda prisa. Seré yo quien las encienda. Regresa al barco con el bote. Alcanzaré la costa
a nado y haré el resto del trayecto hasta el río por tierra. Si no lo hacemos así, jamás
podremos salir de aquí, pues nos perseguirán como si fuéramos una manada de lobos.
Por suerte, no disponen de embarcaciones capaces de navegar por el río, y poco podrán
hacer hasta que se haga de día. Para entonces ya me habré reunido contigo.
Charlie maldecía mientras intentaba ayudar a Brent arrojando un paquete de explosivos
al mar.
-Es imposible que esto funcione, Brent.
Desde el momento en que se quedaron solos, Charlie se olvidó de cualquier formalidad.
El hecho de que le hubieran nombrado lugarteniente de los estados Confederados le
traía sin cuidado. Brent continuaba siendo su capitán, y él, su primer oficial.
-Bastará con sólo un paquete siempre que esté bien colocado. El armamento y las
municiones del barco harán el resto. Échame una mano, Charlie. Tengo que alcanzar la
regala y subir a cubierta.
Charlie continuó bregando para ayudar a Brent, soltando una buena retahíla de
maldiciones típicas de los marineros, y dispuesto en todo momento a coger los
explosivos por si Brent perdía el equilibrio.
-Sí, estas loco de remate, Brent McCain.
Éste se agarró a la cuerda con fuerza, la rodeó con las piernas y comenzó a trepar,
sosteniendo la mecha entre los dientes. La ascensión resultó lenta y difícil. Asomó la
cabeza por encima de línea de cubierta y, al no ver a nadie, hizo una señal a Charlie
antes de subir sigilosamente a bordo.
-¡Vete! -susurró.
La cabeza del marinero desapareció bajo el agua.
Brent malgastó la primera cerilla, que chisporroteó y se apagó enseguida. Antes de sacar
otra, miró, ansioso, la impresionante proa. Toda la artillería de cubierta se hallaba frente
a él; si el fuego llegaba a prender, el Marianna parecería los ruegos artificiales del 4 de
julio.
Frunció el entrecejo, cuestionándose si habría dejado la mecha lo suficientemente larga.
Se encogió de hombros. Sin embargo, la posibilidad de morir no le arredró. Tan sólo le
preocupaba en aquellos momentos estar preparado para el largo recorrido a nado que le
aguardaba.
Cuando la siguiente cerilla prendió la mecha, se puso en pie, exclamando:
-¡Ah del barco, yanquis! Vuestro barco está a punto de estallar. ¡Por todos los
diablos,saltad!
Se agarró a una maroma y de un brinco se colocó en la regala, dispuesto a zambullirse
en el agua. Antes de hacerlo, oyó ruido de pasos que corrían a sus espaldas; se había
dado la voz de alarma. Por fin saltó.
Ya debajo del agua, oyó un disparo muy cerca... demasiado cerca. Le pareció que su
espalda ardía y se sumergió en las profundidades, nadando en dirección norte,
braceando con todas las fuerzas que pudo reunir. Antes de atreverse a asomar la cabeza
a la superficie para que sus necesitados pulmones recibieran el aire a bocanadas, pasó
frente a las caballerizas del muelle y por debajo de los cascos de una docena de barcos.
-¡Hijo de puta!
Oyó un insulto que retumbó como un trueno en medio de la noche; los hombres se
arrojaban desde el navío a las aguas del puerto. Brent se zambulló de nuevo... y oyó el
estrépito provocado por las municiones del Marianna al estallar.
Tal y como había supuesto, el barco era un auténtico polvorín. Cuando volvió a emerger
a la superficie, parecía que en el puerto estuviera celebrándose el 4 de
julio. Había yanquis por doquier apiñándose confusos. Era un verdadero caos. El agua, a
pesar de la distancia que le separaba de la embarcación en llamas, comenzó a caldearse.
Se sumergió de nuevo y nadó con todas sus fuerzas hasta que consideró que se había
alejado lo suficiente. El frío le obligaba a moverse con rapidez. Se encaramó a un
saliente rocoso de la orilla, desde donde se divisaba el fuego.
Confiaba en que la tripulación del Marianna hubiera hecho caso de su aviso. Podían
estar en guerra, pero jamás sería capaz de matar a sangre fría.
Permaneció un rato en la orilla, jadeando. Después se puso en pie, dispuesto a abrirse
paso entre los árboles de la orilla en dirección a la espesura del bosque situado a su
espalda. Temblaba debido a la humedad y el frío nocturno. Al amanecer llegaría al río,
donde se encontraba el Jenny-Lyn, oculto en sitio seguro.

-¡Alto! ¿Quién va?


La pregunta fue formulada en cuanto Brent, agotado posó la mano en la escalerilla del
Jenny-Lyn. A pesar de los escalofríos y de estar calado hasta los huesos, Brent se sintió
aliviado al comprobar que se habían percatado de su presencia.
-¡Soy el capitán McCain! -exclamó.
-¡Señor! ¡Suba a bordo! ¡Suba a bordo!
Aunque no necesitaba ayuda, no opuso resistencia cuando unos fuertes brazos asomaron
por la línea de regala y la encaramaron a cubierta. Se incorporó enseguida; los hombres
que le habían dispensado aquella bienvenida eran Chris y Lloyd.
-¿Dónde está McPherson? -se apresuró a preguntar.
-Subió a bordo hace una media hora, capitán. Le hemos dado un poco de coñac y
acomodado en su camarote. No nos ha costado mucho conseguir que el viejo Charlie
pudiera tragarlo.
-El viejo Charlie es el lugarteniente McPherson, señores -interrumpió Brent, con leve
tono de reproche.
Él y su tripulación eran una excepción en la marina confederada. Había sido nombrado
capitán y su embarcación gozaba de ciertas concesiones. El Jenny- Lyn sólo llevaba
armas ligeras y era pequeño en comparación a otras fragatas y barcos de guerra
diseñados expresamente para las batallas navales. Su principal función consistía en
transportar municiones allí donde se necesitaran con la mayor celeridad posible. Burlaba
los bloqueos, pero a diferencia de la mayoría de los buques que se dedicaban a lo mismo
basándose en una estrategia de acoso y derribo, convertidos en auténticos navíos
corsarios dispuestos a beneficiarse sin escrúpulos de una situación bélica, el Jenny-Lyn
trabajaba únicamente para el gobierno de Richmond.
Formaban la tripulación confederados acérrimos sin ningún afán de lucro personal, cuya
única razón era... Brent McCain. Y éste sabía que su posición era extraña, que era como
estar haciendo equilibrios en la cuerda floja. Era imprescindible mantener la disciplina a
bordo, y esa disciplina debía administrarse con sumo cuidado si lo que se pretendía era
que los hombres actuaran siempre bajo normas estrictas. A Brent le habían ofrecido
navíos mayores que había rechazado por motivos tácticos, argumentando al secretario
de la marina que el secreto de su efectividad dependía básicamente de su capacidad de
maniobra.
-¡Sí, sí, señor! -masculló Lloyd al oír las palabras de Brent-. ¿Hacia dónde vamos,
capitán? ¿Río arriba o mar abierto?
-Río arriba...
La voz de alarma procedente de la cofa interrumpió a Brent.
-¡Bandera yanqui a la vista! ¡Una goleta enfila la desembocadura, señor!
-¡Maldición! -Brent dio media vuelta para encaramarse a la cofa, blasfemando en voz
baja. Una goleta, de aproximadamente el mismo tamaño que el Jenny-Lyn, estaba
entrando por el estuario.
Brent estaba seguro de que no la seguiría ninguna embarcación de mayor calado. Quien
no conociera bien el río corría el riesgo de embarrancar en los bancos de arena que
proliferaban en su desembocadura.
Ya en el puesto de vigilancia, desenfundó el catalejo para observar la embarcación;
debía decidir con rapidez si luchar o huir. Comprendió que, si hundía al enemigo, el río
quedaría bloqueado tras ellos.
-Todos a cubierta. Los artilleros a sus puestos. ¡Preparados!
La tranquilidad que hasta entonces había imperado en cubierta se transformó en un
frenesí de carreras de marineros silenciosos y eficientes. Brent se deslizó mástil abajo y
se situó junto a Lloyd, dispuesto a dar orden de abrir fuego.
Esperó. Para conseguir un buen blanco, el barco debía aproximarse a ellos, pero no
tanto como para poder ser capaz de dispararles en primer lugar.
McPherson, claramente agotado, maniobraba el timón, gobernando con destreza al
Jenny-Lyn.
Brent abría y cerraba los puños, contemplando cómo la goleta se adentraba en el río.
«Aún no. Cinco, cuatro, tres, dos...»
De repente, como un surtidor, un chorro de agua se elevó a babor y el Jenny-Lyn
comenzó a bambolearse. El primer disparo de los unionistas acababa de fallar,
La espera de Brent había valido la pena. Había llegado su turno.
-¡Fuego! -exclamó. La espuma del mar inundaba la cubierta.
-¡Fuego el uno! -vociferó Lloyd a los cuatro artilleros del primer cañón.
El estrépito del disparo provocó que el Jenny-Lyn crujiese y se estremeciera. El
proyectil perforó el casco de la goleta, y la tripulación sudista empezó a chillar de
alegría; el grito rebelde de victoria.
-¡Recargad el uno, el número dos listo!
-¡Recargad!
-¡Número dos listo!
-¡No disparéis! -ordenó Brent levantando la mano al ver que el barco de la Unión se iba
a pique.
El cañonazo contra el navío enemigo había sido definitivo; iba a hundirse sin remedio.
Podían acabar de reventarlo pero lo único que conseguirían sería sembrar la muerte.
-¡Capitán, mire! -LIoyd señalaba hacia el barco enemigo-. Han enviado un bote. Lleva
tres hombres a bordo y enarbola bandera blanca.
Cuando vio el bote aproximarse, Brent abrió los ojos de par en par. Dos marineros
remaban y el oficial, de pie en la proa de la lancha, sostenía la bandera.
Brent pensó que debía de tratarse de un hombre valiente si se atrevía a acercarse como
lo estaba haciendo, arriesgándose a que los cañones del Jenny-Lyn volvieran a disparar.
-No disparéis -ordenó Brent-. Esperemos a enterarnos de qué quiere el capitán de los
federales.
-Podría tratarse de un trampa, señor -alertó Lloyd.
Brent negó con la cabeza.
-Lo dudo. Tenemos ventaja; su barco está hundiéndose. Me inclino a pensar que se trata
de una valiente maniobra que pretende evitar una matanza.
-Como diga, señor.
-Ayudadles a subir. El Jenny-Lyn siempre ha respetado las banderas blancas y las
rendiciones nobles.
Momentos después, Brent tenía frente a sí a un joven lugarteniente de la Marina de
Estados Unidos; lucía un atractivo mostacho leonado que descendía desde sus
bronceadas mejillas hasta una perilla limpiamente recortada. El oficial le saludó
secamente.
-Señor, se presenta el lugarteniente de la Marina de Estados Unidos, Bartholomew
Greer.
Brent respondió al saludo, esforzándose por reprimir la risa que le provocaba la postura
tan rígida que mantenía aquel hombre.
-Capitán Brent McCain, lugarteniente. ¿Qué se propone?
-Señor, esto es una rendición. Le pido clemencia en nombre de mi tripulación. Si
dispara una vez más contra el Yorkville sólo conseguirá segar la vida de mis hombres de
forma innecesaria. Mi barco ya no representa ningún peligro para usted.
-Comprendo, lugarteniente -se apresuró a replicar Brent-. Además, me temo que su
sacrificio no ha valido la pena. No pensábamos hacerlo.
El joven se relajó; Brent estaba conmovido. La acción de heroísmo que aquel yanqui
acababa de realizar era el acto de mayor nobleza que Brent había presenciado en su
vida. Recordó la conversación que había mantenido con su hermana; el honor podía
encontrarse tanto entre los grises como entre los azules.
El lugarteniente recuperó la rigidez anterior, como si se sintiera horrorizado por su
momentánea laxitud.
-Debo admitir, capitán, que contaba con su clemencia. Sabemos, señor, que es usted el
responsable de la destrucción del Marianna. Por fortuna no ha habido muertos, señor.
Brent se encogió de hombros, abriendo los ojos cada vez más.
-Matar forma parte de la guerra, yanqui. Pero intentamos que las bajas sean las menos
posibles.
-Sí, señor -concedió el lugarteniente Greer, muy serio-. De haber podido, yo habría
mandado a pique su embarcación, capitán.
-Tiene usted toda la razón, lugarteniente. Si hubiera sido necesario, también yo habría
hecho volar la suya en mil pedazos.
De pronto el lugarteniente miró alrededor, a sus dos marineros, que permanecían de pie,
en silencio, y a la tripulación de Brent, que escuchaba atentamente la conversación.
-Señor -dijo a Brent con calma-, me gustaría hablar en privado con usted.
El interpelado asintió con la cabeza; sentía curiosidad.
-Vayamos a tú camarote, lugarteniente. -Volviéndose hacia Lloyd, señaló a los dos
marineros yanquis que seguían allí, incómodos, a la espera de conocer cuál sería su
destino-. Iremos río arriba. Cuidad de nuestros... huéspedes. Ofrecedles una taza de café
y algo de tabaco para sus pipas. Pasarán lo que queda de esta larga guerra en un campo
de prisioneros. No podemos permanecer aquí para recoger el resto de la tripulación. Si
son marineros, bien podrán nadar hasta la orilla.
Diez minutos después, Brent se encontraba sentado en su despacho, con el yanqui frente
a él. El lugarteniente Greer preparaba una pipa, y sus facciones traslucían el pavor
reverencial que sentía en aquellos momentos. Al parecer hacía ya mucho tiempo que los
hombres del Yorkville no disfrutaban de ninguna clase de placer. También el Norte
sufría carencias.
Brent esperó a que el yanqui encendiera la pipa y soltara un gran bocanada de humo.
Entonces repitió su pregunta inicial.
-¿Qué propone, yanqui?
El lugarteniente vaciló, rígido y miró a Brent directamente a los ojos.
-Como le he dicho antes, rebelde, combate usted de una forma muy noble. Estoy en
deuda con usted. Voy a transgredir un poco las normas para ponerle sobre aviso.
Brent abrió los ojos de par en par; sus músculos se tensaron. Experimentaba una
sensación de terror idéntica a la que le había embargado cuando cabalgaba en dirección
a South Seas y sabía...
-Siga, lugarteniente.
El yanqui se arrebulló en la silla. Brent adivinó que estaba librando una batalla interna
contra su conciencia; por un lado, las normas, por otro, el deseo íntimo de hacer justicia.
-Capitán McCain, es usted un hombre de gran reputación. Estoy seguro de que ya está
enterado de lo que voy a comunicarle. Podría decirse que lo único que quemamos entre
St. Augustine y Jacksonville fue su casa. -Brent guardó silencio y arqueó una ceja,
indicando así al yanqui que prosiguiera-. Ambos bandos cometen errores -murmuró el
lugarteniente Greer, mirando primero a su pipa y luego a Brent-. Se rumorea, capitán,
que tiene usted amistad con una tribu de indios confinada en los pantanos. Hace ya
algún tiempo, algunos de esos indios raptaron a la esposa de un oficial de la Unión
residente en Fort Taylor. Se comenta que usted está implicado en ello, ya que la dama es
sureña. »También circula otro rumor, capitán. El marido de la dama es un loco asesino.
Salí de los cayos hace menos de una semana, capitán, y al parecer el lugarteniente
Moore intenta que se dicten órdenes de partir hacia los pantanos para rescatar a su
esposa. Por otro lado, el capitán de Fort Taylor ha sido informado de que los indios
están transportando suministros a todos los guardianes de los faros situados a lo largo
del Sur de la costa. Si los indios se han unido a la Confederación, la Unión no tendrá
ningún reparo en declararles la guerra.
Durante el discurso, Brent apenas si pestañeó. Pero notaba la reacción en su interior; un
terror frío y salvaje le recorría la columna vertebral y se diseminaba por todos los
miembros de su cuerpo. Horror, pavor, una espantosa certidumbre.
Iba a llegar tarde. Demasiado tarde. El pantano se hallaba muy lejos...
Había puesto en peligro a Zorro Rojo; tal certeza le ocasionaba un dolor más grande
incluso que la pérdida de South Seas. El pánico y la angustia le destrozaban el corazón.
Kendall... La primera noche estuvo allí con él, en su camarote, a bordo del Jenny-Lyn.
Recordaba perfectamente su aspecto. Sus grandes ojos luminosos, seductores,
irresistibles; el sonido de su voz, sus movimientos, las caricias que se prodigaron
mutuamente...
Se levantó súbitamente de la silla para dirigirse a la puerta del camarote.
-¡Charlie! ¡Ordena al timonel que dé media vuelta! Vamos a maniobrar para pasar junto
a los federales y el puerto. ¡A toda vela dirección sur, Charlie! ¡Da las órdenes!
Permaneció inmóvil junto a la puerta, oyendo cómo Charlie movilizaba a los hombres,
que obedecieron sin rechistar.
Luego se volvió hacia el yanqui, que lo observaba con evidente agitación.
-No se preocupe, yanqui -dijo Brent con calma-. Los dejaremos a usted y sus hombres
en algún lugar de la costa. No merece pudrirse o morir en la cárcel, lugarteniente.
Podemos decir que los desembarcamos porque no teníamos tiempo de entregarlos a las
autoridades de tierra.
El lugarteniente cerró los ojos, estremecido.
-Gracias, rebelde -musitó.
-De nada, yanqui; ha sido un placer.
Brent dejó a su prisionero en el camarote. No había peligro de que descubriera algún
secreto militar entre sus papeles.
Salió corriendo a cubierta. Tendrían que navegar frente al puerto de Jacksonville, que
estaba repleto de relucientes escopetas. Además, resultaría difícil maniobrar sorteando
el barco confederado recién hundido. Sin embargo los problemas de navegación apenas
le preocupaban en aquel momento. Lo conseguiría. Estaba resuelto a salvar las
dificultades porque había mucho en juego.
Zorro Rojo, un hombre que se regía por un código moral mucho más estricto que el que
pudiera tener cualquier habitante del Norte o del Sur, un hombre que había arriesgado
mucho por la Confederación.
Ciertamente había sido su opción; nunca aceptaría pagos o recompensas por sus actos,
así como tampoco toleraría compasión si esos actos le condujeran a un final trágico.
No obstante, más profunda aún que la pesadumbre por el indio que le había dado a
conocer el significado de la amistad, era la desesperación que le desgarraba al pensar en
Kendall.
Durante la brevísima relación que habían mantenido, Kendall le había enseñado lo que
era el amor. Había arraigado en su corazón y lo obligaba a regresar a ella a pesar de
tener toda la libertad del mundo para huir.
Kendall. Era como si estuviese viéndola; sus tormentosos ojos de color añil, el cabello
como un manto de miel que la envolvía en un desorden salvaje y espléndido. Era bella,
encantadora, y poseía esa espiritualidad intangible e innata en la gente del Sur; aquélla
que deseaban mantener y preservar con su lucha, que los unía, tanto a sucios granjeros
como a propietarios de plantaciones y les ayudaba a combatir y derrotar al poderoso
enemigo. Iba más allá del problema de la esclavitud, del rey algodón. El espíritu podía
ser intangible, pero Kendall no lo era. Era de carne y hueso, estaba viva, y en su calidez
y hermosura encontraba aquello que anhelaba mantener...
Aquello por lo que luchaba; el orgullo de un rebelde, su honor, su gloria y su amor
ilimitado e inquebrantable.

-Oh, me gustaría estar en la tierra del algodón. Los viejos tiempos no han caído en el
olvido. Aparta la mirada, aparta la mirada, aparta la mirada, Dixieland.
Kendall echó a reír cuando acabó la canción, acompañada de un coro de lo más
estrafalario, y dio un cariñoso estirón de pelo al pequeño Chicola.
-Kah-ton, Chicola. Escucha, ¡Suena como kahton ¡Lo verás cuando llegue la época de la
cosecha! ¡Se alarga más y más, como un campo de nubes sin fin!
-Nubes sin fin. -Hadjo, sólo un año mayor que Chicola, repitió con solemnidad aquellas
palabras, mirando y señalando al cielo-. Nubes.
-¡Sí! Perfecto. Ahora: Oh, me gustaría estar en Dixie, lejos, lejos. ¡En Dixieland, me
quedaré, viviré, moriré, en Dixie!; Lejos... lejos... lejos en el sur de Dixie!
Los dos pequeños cantaban con ella, entre risas, mirándola expectantes. Sus voces se
desvanecían entre los altos pinos que rodeaban el pequeño claro donde solían pasar las
tardes, jugando y aprendiendo. Se hallaba muy lejos del campamento, y con frecuencia
otras mujeres, además de Apolka, llevaban a sus hijos al calvero para que escucharan a
la mujer blanca que tan feliz parecía de encontrarse entre ellos.
De hecho era feliz. Estaba contenta, por extraño que pareciera. No recibía noticias del
mundo exterior y no se le ocurría pensar que las cosas pudieran ir mal. Podía forjar
sueños tan interminables como la canción de los algodonales que acababa de interpretar.
En cuanto los yanquis fueran obligados a retroceder, estaría a salvo en cualquier lugar
situado más al sur de la frontera de Mason-Dixon. A salvo para obtener el divorcio y
entonces...
Brent McCain.
Durante los escasos intervalos de lucidez que se permitía, pensaba que sus sueños eran
una pequeña locura. Únicamente había pasado una noche con él, aparte, claro, de
aquella breve hora a bordo de su barco hacía aproximadamente un año. Desde entonces
había soñado con él, y cuando ese sueño se convirtió en realidad, le sacudió todos los
sentidos. Brent ocupaba sus pensamientos continuamente. Estaba enamorada de él.
Pero, ¿y él? Sabía que era casada. Lo único que había pretendido era vengarse. Sin
embargo le aseguró que jamás volvería con su marido y le prometió que regresaría a
buscarla. Pero ¿no sería aquello una demostración de su código de honor, del que hacía
gala a pesar de todas sus advertencias respecto a que él no era un caballero? ¿O acaso
planeaba un futuro para los dos? Era un héroe confederado; además, se trataba de un
hombre irresistible y muy experimentado con el sexo opuesto. Era más que probable
que tuviera una docena de mujeres esperándolo con impaciencia en una docena de
puertos; eso era mucho más probable que la posibilidad de que ella se convirtiera en la
mujer de un hombre como aquél.
La mirada de Kendall se nubló por un instante, y apretó los labios. Resultaba extraño
que tales conjeturas no le preocuparan. Ella estaba casada, pero sabía que las ataduras
legales no significaban nada. Sólo deseaba estar con Brent McCain. Sería feliz con él
dondequiera que fuese.
-Kendall.
Una manita tiraba de la falda de su vestido, y al bajar la vista vio el rostro preocupado
de Chicola.
Entonces se dio cuenta de que llevaba un rato con la mirada perdida, meditando. Sonrió
cálidamente al pequeño y se sentó sobre el tocón de un árbol, con el niño en la falda.
-Dixie, picaruelo, es una canción que fue escrita por el hijo de un abolicionista del
Norte. Los confederados la hicieron suya. ¿Qué opinas de eso?
Chicola arrugó la nariz; no tenía ni idea de qué estaba hablando.
-Canta más -pidió.
-Hoy ya no, pequeño -respondió con firmeza-. Ya es hora de volver a casa, a tu chichee.
¿No ves que está anocheciendo?
Tanto el pequeño Chicola, de dos años de edad, como Hadjo, de tres, asintieron
seriamente con la cabeza. Ella casi echó a reír al ver aquellas dos caritas tan solemnes y
de pronto sintió una punzada en la espalda, intuyendo el sonido antes de que se
produjera. Había alguien tras ellos, entre los árboles. Lo sabía.
Igual que ella había mantenido su parte del trato, también Zorro Rojo había cumplido
con la suya. Kendall había aprendido con él a conocer los sinuosos caminos de agua de
los pantanos y a distinguir los sonidos de todas las criaturas que allí habitaban. Le
enseñó a escuchar con todo su cuerpo, además de con los oídos.
La mujer ignoraba por qué lo que acababa de percibir le había producido tanto miedo.
Se hallaban muy cerca del campamento, y la sociedad seminola era altamente
proteccionista, hasta el punto de que a veces los jóvenes guerreros se deslizaban entre
los árboles con el fin de comprobar que todo iba bien.
Al oír pasos entre la hojarasca y un coro que entonaba John Brown's Body Lies a-
Molderin'in the Grave con voz burlona, sintió como si la loma hubiera cobrado vida de
repente, y entonces el escalofrío de miedo se transformó en verdadero pánico.
Kendall se incorporó de un brinco, aterrorizada, y lanzó un chillido de alarma, cogiendo
al pequeño Chicola en brazos mientras mantenía a Hadjo a su lado, cogido de la mano.
Lo que hasta aquel momento había sido una tarde tranquila se convirtió de pronto en un
torbellino de estruendosas disonancias. La loma estaba plagada de hombres, de soldados
uniformados de azul y calzados con botas altas hasta la rodilla. Salían en oleadas de
entre los árboles, y el oficial de gélidos ojos azules, llenos de maldad y odio, que se
dirigía directamente hacia ella con furiosas intenciones no era otro que el hombre a
quien menos deseaba ver. John Moore.
Kendall volvió a gritar y se dio la vuelta, inclinándose para sujetar con más fuerza al
pequeño Hadjo a la altura de su cintura. Echó a correr, desesperada, con los niños indios
en brazos, como si fueran sacos de grano, intentando llegar al campamento con su carga
antes de que John la atrapara.
Corría a ciegas, por instinto, como una loca. El campamento seminola se había
convertido en un tumulto de voces y lamentos; los soldados se disponían a atravesar los
chickees con sus bayonetas en busca de los guerreros indios que no hubieran ido de
cacería o exploración aquel día. Kendall llegó corriendo al centro del campamento y
miró alrededor, presa del pánico. ¡Zorro Rojo! Tenía que encontrarlo. Su fuerza sería un
consuelo. Sin embargo, sabía que Zorro Rojo no se encontraba en el campamento y que
si estuviera allí poco podría hacer excepto morir luchando.
-¡Kendall! ¡Kendall Moore!
Era Jimmy Emathla quien la llamaba. Al verlo, Kendall echó a correr hacia él. El
hombre esperaba a ella y los niños para conducirlos al bosque y ocultarlos en la zona de
los pantanos.
-!Jimmy! -exclamó, confiando en los ágiles músculos del orgulloso guerrero y en su
elevado sentido del deber. El indio la contemplaba fijamente con su mirada oscura,
infundiéndole ánimos para que corriera a su lado y consiguiera huir con los hijos de su
jefe.
-¡No!
Kendall se detuvo y lanzó un alarido. Jimmy Emaltha cayó al suelo después de que una
bayoneta le atravesara el estómago. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas; no
tuvo tiempo ni de ver la cara del soldado de la Unión que acababa de atacar al indio.
Tan sólo distinguió un contorno difuso de color azul y luego el rojo de la sangre.
Tras un chillido de angustia se volvió hacia el chickee de Zorro Rojo. Apolka, al verla
con los niños, corrió hacia ella; las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y sus hermosas
facciones estaban desdibujadas por el terror.
Lo que sucedió después fue algo tan horroroso que Kendall jamás conseguiría borrarlo
de su recuerdo. La joven india corría sin ver nada. Un joven soldado, tras enfrentarse
con un guerrero, no se dio cuenta de que Apolka no era más que una mujer aterrorizada
intentando llegar hasta sus hijos. Lo único que supo fue que una figura se arrojaba con
violencia hacia él porque se interponía en su camino entre el chickee y Kendall.
El soldado se volvió, y la bayoneta atravesó a Apolka. Las miradas de ésta y Kendall se
cruzaron en la distancia que las separaba. El dolor fulgurante hizo que la joven india
abriera los ojos suplicantes, de par en par. Su mirada se tomó vidriosa, el profundo y
deslumbrante brillo color castaño oscuro había desaparecido para siempre, y Apolka
cayó a los pies del soldado. Kendall comenzó a gritar y se acurrucó en el suelo,
cubriendo a los niños para evitar que viesen la escena.
Al oír sus lamentos, los chiquillos rompieron a llorar. Sollozos, gritos de guerra y
alaridos de pánico la rodeaban por todos lados. Oyó el ruido pesado de pasos y órdenes
dadas a voz en grito.
Otra mujer chillaba; Kendall, a pesar del trastorno agónico en que se había sumido, fue
capaz de reconocer que aquél era el grito de la muerte. Nunca sabría si los soldados se
sintieron atacados o si, simplemente, perdieron la cabeza y se lanzaron, ofuscados, a
aquella bacanal sangrienta. Quizá, después de presenciar la muerte de Apolka y como
un acto repentino de desesperación, prefiriendo morir con honor antes que
cobardemente, las mujeres les atacaron y se abalanzaron violentamente sobre aquellos
hombres entrenados para la guerra.
Kendall fue testigo de un auténtico baño de sangre. Mujeres y niños huían despavoridos
hacia el bosque. Algunos consiguieron escapar, otros cayeron derribados en el camino.
La mayor parte de los guerreros del campamento no habían regresado aún de sus
periplos de caza por las lejanas colinas. Fue un ataque contra un campamento de
ancianos, mujeres y niños.
La mujer blanca gritó, de dolor esta vez; unos dedos rudos le tiraban del cabello,
obligándola a levantarse. Al volverse, se encontró con la mirada dura y fría de su
marido. Era un hombre alto, ancho de espaldas, de pelo castaño y con un oscuro bigote
pulcramente recortado. Podría haber resultado atractivo de no ser por la marcada
crueldad de sus severas facciones y su despiadada y gélida mirada, que no ofrecía el
menor atisbo de compasión. Observaba a Kendall fijamente; sus ojos no parecían
humanos. Le tiró del cabello aún con más fuerza, con la intención de hacer daño, sin
que su mirada se alterara en absoluto.
-Suelta a esos mocosos -dijo secamente. En la mano que le quedaba libre sostenía un
rifle montado con una bayoneta que relucía a la luz del atardecer.
En un intento por detener la masacre, Kendall rogó:
-¡Basta, John! ¡Por favor, te lo suplico! Esto no es una guerra, es un asesinato...
-Suelta a esos pequeños bastardos indios.
Los gritos y la lucha no cesaban. ¿Dónde encontrar a alguien que la ayudara?, se
preguntaba Kendall con desesperación. Tal vez uno de aquellos yanquis con sentido de
la amabilidad y la justicia. Sabía que existían; había conocido muchos de ellos en Fort
Taylor. Pero por lo visto no estaban allí. La pandilla de John parecía estar compuesta
por aquellos militares que combatieron en la guerra contra los seminolas y que odiaban
a los indios.
-Ahora, Kendall. O los atravieso y los mato aquí mismo.
Ella no podía mover la cabeza, pues le tiraba del pelo con mucha fuerza. Intentó
recordar las palabras necesarias en muskogee y las pronunció en voz alta, apartando a
los niños de ella.
-¡Corred! Corred, zorritos. ¡Corred hacia los árboles hasta que haya desaparecido el
hombre azul y encontréis a vuestro padre!
No querían moverse. Seguían agarrados a su falda, aterrorizados. Eran demasiado
pequeños para comprender lo que estaba sucediendo.
-¡Marchad! -ordenó Kendall, empujándolos al tiempo que se debatía para deshacerse de
John. Las lágrimas comenzaron a empañarle los ojos. Los niños se alejaron por fin.
John no dijo nada más. Apretó aún más sus delgados labios hasta hacerlos desaparecer
bajo la elegante forma de su bigote y continuó estirándola del pelo hasta que la obligó a
darse la vuelta y la lanzó de un empellón a los brazos de un joven soldado, un
muchacho de expresión enfermiza y no más de dieciocho años.
-Llévala al barco -ordenó John.
El joven asintió con la cabeza. Era evidente que no esperaba que el arte de la guerra
comprendiera matanzas atroces como aquélla. Estaba tan sorprendido que era incapaz
de hacer otra cosa que obedecer órdenes.
Agarró a Kendall sin crueldad, pero con firmeza. Mientras era conducida hacia el río,
ella logró girarse un instante.
Un grito escapó de su garganta. Se llevó una mano a la boca, horrorizada, y se mordió
los nudillos. Chicola la había obedecido. Vio cómo sus piernecillas morenas le alejaban
a toda prisa del infierno en que se había convertido el campamento. Estaba ya a punto
de alcanzar la lejana línea de cipreses situada en la parte posterior del campamento. En
cuestión de segundos los árboles le guarecerían.
En cambio Hadjo, aterrorizado, corrió hacia el calor y la seguridad que tan bien conocía.
Estaba abrazado al cuerpo sin vida de su madre. Un soldado que se batía en retirada
tropezó con el chiquillo y se volvió sin mirar qué golpeaba.
Kendall quedó paralizada de horror e impotencia al ver cómo el rifle del soldado
aporreaba la cabeza del niño. Hadjo cayó sobre el cadáver de su madre.
Kendall prorrumpió en gritos histéricos. Su delirio le hizo recuperar las fuerzas y
consiguió liberarse de los brazos del joven que la observaba atónito.
-¡Detente! -vociferó ella, corriendo hacia el centro del claro-, ¡Detente! ¡Asesinos!
¡Sangrientos asesinos! ¡Deteneos, deteneos, deteneos!
Kendall golpeó al primer hombre de uniforme azul que se acercó. Se topó así con un
rostro que, en un principio, la contempló con expresión frenética y airada. Sin embargo
no era una cara cruel. Aquel rostro maduro, arrugado, era el de un hombre atrapado en
medio de aquella lucha enfebrecida. Su expresión perdió violencia en cuanto Kendall lo
miró con los ojos bien abiertos y anegados en lágrimas. Observó la carnicería que le
rodeaba y luego volvió a mirar a la mujer blanca.
-Oh, Dios... -dijo suspirando.
En ese momento John Moore se dirigió hacia ellos y agarró a Kendall por los hombros
sin ninguna delicadeza; a continuación se oyeron pasos que se aproximaban a ellos
procedentes de la zona del río.
Una colérica exclamación rompió el silencio de desolación que reinaba en el claro en
aquellos instantes.
-¿Qué demonios ha ocurrido aquí?
Kendall reconoció la voz de forma muy vaga. Travis. Vio su bella estampa uniformada
encaminarse hacia los perplejos soldados de la Unión. Su compañía esperaba, en medio
de un silencio sepulcral; estaba compuesta por una veintena de hombres que
permanecían en posición de firmes detrás de él, en la parte posterior del escenario del
enfrentamiento, que no había sido una batalla, sino una masacre atroz.
Travis, incrédulo y horrorizado, observó los cadáveres de ancianos, mujeres y niños.
Tan sólo había unos pocos guerreros entre los muertos; los hombres que Zorro Rojo
había dejado en los pantanos para vigilar el campamento, hombres que, en los lejanos
Everglades, no habían conocido otra cosa que la paz...
Tras contemplar, desolado, la escena, Travis fijó una mirada encolerizada en el resto de
soldados de la Unión.
-¿Qué diablos ha ocurrido aquí? ¡Maldición! ¡No estamos luchando contra los indios!
Estamos en guerra contra los estados confederados, no contra un puñado de niños
seminolas.
-¿Qué te sucede, Travis? –Era John quien, irritado, formulaba la pregunta.
Tenía los dedos clavados en los hombros de Kendall.
-Hemos matado unos cuantos salvajes. Un cachorro de indio sigue siendo un indio.
Cuando crezca, atacará a los blancos.
Travis enrojeció de ira y luego palideció.
-Yo soy el oficial al mando, John. Se suponía que veníamos aquí para negociar el
rescate de Kendall y advertir al jefe de que no entrase en tratos con los confederados.
-El lugarteniente Moore tiene razón, comandante-ratificó una voz perezosa entre las
tropas de John-.¿Qué hay de malo en matar a unos cuantos indios? Veinte años atrás
teníamos órdenes de acabar con cuantos se nos pusieran delante.
Travis permaneció en silencio unos instantes y cuando habló, empleó un tono seco y
tajante.
-Un turno adicional de guardia de un mes, soldado, por insubordinación. Y que sirva de
recordatorio. ¡Explicaré a todos ustedes qué tiene de malo masacrar a unos cuantos
indios! Somos marineros y oficiales de la Marina de Estados Unidos. Nuestra prioridad
es preservar la Unión. Hemos recibido órdenes de luchar, no de asesinar. Somos los
representantes de nuestro país, un país temeroso de Dios y constituido por gente
pacífica. Combatimos por honor. ¡Sacrificar mujeres y niños no representa ningún
honor! -A continuación, volviéndose bruscamente hacia John, tan furioso y agitado que
apenas si pestañeó al ver a Kendall, añadió-: ¿Cómo ha podido permitir que sucediera
una cosa así, lugarteniente Moore?
John masculló:
-Esos sucios salvajes secuestraron a mi esposa, comandante. Recibimos órdenes de
llegar y...
-Negociar, no asesinar.
John se quedó un momento en silencio. Kendall sabía que estaba a punto de estallar.
-Haz tu guerra, Travis; yo haré la mía.
La tensión que se respiraba en el ambiente era tan intensa que hasta podía cortarse; tan
explosiva como un polvorín. Reinaba un silencio sepulcral. El aire permanecía en
calma; ni la más ligera brisa mecía los árboles. Los trinos de los pájaros se habían
esfumado; ni siquiera se oía el canto de los grillos.
De pronto comenzó a oírse un suave sonido; era el zumbido de las moscas que se
aproximaban a la sangre de los muertos. Quizá se debiera al atroz sarcasmo del zumbido
de los insectos, quizá a que advirtieran la comprometida presencia de sus hombres; el
caso es que tanto John como Travis se quedaron callados, sabiendo que aquél no era ni
el momento ni el lugar adecuados para librar la batalla particular que había trocado su
amistad en animadversión.
Travis fijó una mirada llena de dolor, que suplicaba perdón, en Kendall. Ella estaba
segura de que se había presentado Travis allí convencido de que los indios la habían
hecho su prisionera y por su mirada dedujo que él ya había adivinado que prefería ser la
prisionera de una tribu de seminolas, fueran salvajes o no, a la esposa prisionera de John
Moore.
Travis se volvió hacia sus hombres.
-Regresad a los barcos de inmediato.
Obedeciendo la orden, comenzaron a desfilar arrastrando los pies. Kendall, John y
Travis se quedaron solos en el claro, con la única compañía de los muertos.
-Ya hemos rescatado a tu esposa, John -dijo Travis con tono de reproche-. Y no parece
que haya sufrido cruelmente.
-¿No? -preguntó John y echó a reír con amargura-. Tal vez no. ¡Quizá se haya acostado
con esos pieles rojas como una puta en celo!
-Maldito seas, John -interrumpió Travis, incómodo por la presencia de Kendall.
-¿Por qué la proteges, Travis? Tú y yo sabemos muy bien lo que a mi mujer le gustaría
hacer. Quizá no sean esos malditos salvajes quienes deban preocuparme. Tal vez lo que
ocurre es que tus ansias de venir a por ella esconden algo más que una vieja amistad.
Travis, colérico, apretó los puños.
-No voy a tener en cuenta tus palabras, John, porque aún soy tu amigo. Y porque me
considero amigo tuyo, John, te advierto que, si sigues así, no habrá hombre sobre la faz
de la tierra a quien puedas llamar amigo. Y si haces algún daño a Kendall...
-¡Kendall es mi esposa, Travis, y haré con ella lo que juzgue conveniente! -John se
dejaba arrastrar por la ira-. No tienes ningún derecho a entrometerte en un matrimonio.
Ni el mismísimo presidente Lincoln tiene ningún derecho a entrometerse en el
matrimonio de nadie; ¡ni el puñetero almirante Farragut!
Travis se quedó petrificado como si le hubieran propinado un bofetón.
-Cuando la guerra concluya, John...
-¿No crees que deberíamos largarnos de aquí, Travis? -atajó John con frialdad-.
Podríamos acabar cayendo en la emboscada de algunos de esos terribles indios
malhumorados, y si alguno de ellos llegara a atravesarte la garganta con un cuchillo, lo
único que ibas a derramar serían unas cuantas lágrimas de sangre. Te recuerdo que hay
un par de tropas que dependen de ti.
Travis renegó en voz baja y dio media vuelta.
Kendall, que había presenciado el enfrentamiento, cerró los ojos, pensando que quizá
así podría disipar el horror que la rodeaba. Jamás lo conseguiría. Trató de separarse de
su marido, que continuaba clavándole las garras en la espalda sin compasión.
-Oh, no, amorcito -masculló John, hincándole los dedos en la nuca-. Es hora de volver a
casa, a los barracones de la Unión, y celebrarlo. Otra mujer blanca salvada por su
amante esposo de los bárbaros pieles rojas.
-Sin apresurarse, le rodeó el cuello con la otra mano y lo apretó de modo amenazador
para luego aflojar la presión poco a poco. Mientras lo hacía, mantenía una mirada que
no reflejaba emoción alguna, fría como el hielo. Ella le devolvió la mirada, ya nada le
importaba. John no podía hacerle ningún daño. No había dolor físico que pudiera lograr
aplacar su sentimiento de culpa y la agonía de su corazón.
-Estoy considerando la posibilidad de comportarme como un caballero, cariño, y
aceptarte con todo mi amor, ignorando el hecho de que los indios te hayan manchado y
ensuciado. Y quiero que me cuentes todo. Sí, me interesa saber por qué ofreces tan buen
aspecto, señora Moore.
Sumida en la desesperación, Kendall pensó en la hospitalidad que Zorro Rojo le habría
brindado y que cuando el jefe indio regresara de la cacería se encontraría con que su
mujer y su hijo habían sido asesinados. Y por su culpa. Preferiría haber sido ella quien
hubiese muerto antes que todos los demás.
-John -dijo con calma-, te sugiero que me mates. Si no lo haces, seré yo quien acabe
contigo algún día.
-Inténtalo, puta.
Eso fue lo único que ella oyó.
El mundo se oscureció de repente. Ni siquiera se dio cuenta de la crueldad con que su
marido se la cargaba a la espalda como si fuera un saco.
Kendall procuraba permanecer quieta allí tendida, contando los nudos de las vigas del
techo.
Ansiaba poder dormir. Confiaba en la remota posibilidad de que John permaneciera en
la reunión de oficiales hasta bien entrada la noche y que la dejara sola si la encontraba
dormida. Aún no había tenido muchas oportunidades de enfrentarse con ella. Kendall
había estado inconsciente hasta que las barcas de remos que habían conducido a los
hombres hasta los pantanos salieron de aquel laberinto de ríos y alcanzaron una bahía. Y
en cuanto abordaron las dos goletas que habían dejado allí ancladas, John Moore no
tuvo más remedio que centrar toda su atención en el mando de su navío. Durante la
travesía de regreso a Fort Taylor, se desencadenaron lluvias torrenciales y fuertes
vendavales.
Tardaron casi dos días en llegar a cayo Oeste. Y Kendall apenas vio a John en todo ese
tiempo. Confinada en un pequeño camarote, sólo se acercaba a ella un joven alférez que
le servía la comida y le preguntaba con educación cómo se encontraba. Parecía creer
que la habían rescatado de una experiencia terrible, y Kendall no tuvo fuerzas para
desengañarlo. Pasó el viaje sintiéndose medio atontada o bien profundamente abatida.
Cuando no dormía, seguía oyendo los lamentos; cuando cerraba los ojos, aparecía la
imagen de Apolka antes de caer muerta. Cuando por fin, conseguía conciliar el sueño,
volvía a ver una y otra vez a Hadjo junto al cadáver de su madre, cayendo muerto sobre
su pecho.
¡Dios, cuántas veces agradeció las tormentas que embravecían el mar de aquella
manera. Rezaba para que el barco se fuera a pique al chocar contra uno de aquellos
traicioneros arrecifes de Florida. Era como si fuera inmune al miedo; no le importaba lo
que John pudiera hacer con ella. Se alegraba de que le torturara el pensamiento de que
cualquier salvaje piel roja había recibido de ella lo que a él nunca podría ni querría
darle.
Sus sueños habían muerto junto con todos los indios del campamento. Se sentía como si
le hubieran arrancado violentamente el alma del cuerpo.
En cuanto llegaran a Fort Taylor, el capitán Brannen reclamó la presencia de Kendall.
Ella le contó la verdad con amargura; que los indios jamás representaron para ella
ninguna amenaza y que la tribu, constituida en aquellos momentos principalmente por
mujeres y niños, había sido brutalmente masacrada.
Fue entonces cuando comprendió que la interrogaba con una única finalidad, la cual
nada tenía que ver con los indios. Cuando adivinó que lo que el capitán pretendía era
hallar pistas sobre Brent y su tripulación de marineros confederados, decidió guardar
silencio.
Habían transcurrido ya unas horas desde esa conversación. El capitán Brannen la había
tratado con cortesía. Coincidía con John en que la fiebre de los pantanos había hecho
cambiar a Kendall. Cuando ésta le suplicó que la ayudara a escapar de su marido, el
hombre consideró que estaba histérica. Brannen, amable por naturaleza, se mostró
apenado, le dio palmaditas en la cabeza y dijo:
-Señora Moore, ha pasado usted por una dura experiencia. Fue secuestrada y obligada a
convivir con salvajes. Y presenció una carnicería tras haber vivido con esa... gente.
Debe usted comprender lo difícil que resulta todo esto para un hombre. -El capitán se
volvió hacia John, y Kendall tuvo que reprimirse para no reir. Su esposo apretó los
labios y retiró la mano del cuello de la mujer para sujetarle la mandíbula. soltar una
risotada histérica. Todos asumían que había sido violada por los «salvajes» y opinaban
que el pobre John aceptaba la situación de un modo admirable, pues todavía adoraba a
su mujer y se comportaba como si nada hubiera sucedido.
Brannen había argumentado incluso que John había perpetrado aquella masacre
impulsado por el instinto de protección que hacia ella sentía. Oh, John recibiría una
reprimenda, por supuesto, pero no un castigo disciplinario. La acción contra los indios
se juzgaba «lamentable, pero comprensible».
Kendall debía admitir con amargura que muchos confederados habrían actuado del
mismo modo. Las guerras contra los seminolas estaban aún muy frescas en la memoria
de los blancos, y pocos de ellos serían capaces de comprender lo que realmente había
sucedido y de esforzarse por conocer y apreciar el código de honor de los indios.
Kendall no podía ni contar los nudos que la madera formaba en las vigas del techo.
Aquellas extrañas y oscuras formas en espiral se transformaban en rostros; primero fue
el de Zorro Rojo al regresar y contemplar lo que había sido de su gente, su hogar, su
esposa y su hijo. Después le pareció distinguir la cara de Brent McCain; ella seguía con
vida, y era por el hecho de estar viva por lo que estaba sufriendo. Él la había convertido
en un ser vulnerable; gracias a él sabía que podía ser abrazada, deseada, amada... Nunca
volvería a verlo. Se encontraba encerrada bajo llave en aquella habitación y un centinela
montaba guardia ante la puerta, cuyos pasos, arriba y abajo, eran exactos como un reloj.
De repente Kendall se quedó rígida y cerró los ojos con fuerza. Se oían pisadas, pero no
eran las de su vigilante, a que ya se había acostumbrado. Eran pasos ruidosos,
enérgicos. John.
Kendall se arrebulló en la cama hasta quedar ovillada, con el rostro enterrado en la
almohada. Trató de controlar la respiración para que sonara lenta y tranquila. En cuanto
oyó el ruido de la puerta al abrirse y el paso corto de su marido al entrar en la
habitación, el pánico se apoderó de ella.
Oyó que su esposo se detenía tras cruzar el umbral para después caminar por la
habitación y despojarse del uniforme que se había puesto para la entrevista con el
capitán Brannen. La espada rebotó contra el duro suelo de madera justo detrás de la
cabeza de la mujer, que abrió los ojos de par en par y miró a John fijamente. Ambos
sabían que no había estado durmiendo.
-De modo que has entablado una buena amistad con los indios que te hicieron prisionera
-dijo él con calma.
Ella percibió algo extraño en su voz. Se colocó boca arriba para mirarle a la cara,
esperando encontrar en ella una expresión de furor enloquecido. Después de todo,
cuando fue a buscar a su esposa, había quedado bien patente que ésta prefería la vida en
los pantanos a la existencia junto a él. Al verlo allí frente ella, en aquella actitud, a
Kendall le inspiró más miedo que si hubiera entrado blandiendo una fusta.
-Sí -respondió con frialdad-. Los «salvajes» que masacraste eran extremadamente
amables.
-¿Incluyendo los guerreros?
-Sí.
-Ahhh... -Hizo un movimiento con la cabeza, como si estuvieran charlando
amigablemente, y luego se sentó en la cama junto a ella-. Cuéntame, Kendall -murmuró,
tendiendo la mano para recorrer con sus fríos y rígidos dedos el trayecto que iba desde
sus pómulos a su pecho. Ella se estremeció-. Cuéntame-repitió, sonriendo al ver su
reacción- cómo era todo. Cuando te acariciaban los salvajes, ¿dabas un respingo, o te
gustaba que lo hicieran? ¿Te acostabas con algún guerrero en especial? Estoy ansioso
por conocer sus costumbres. Según tengo entendido, a ti y Travis os atacó una partida
de seis o siete hombres. ¿Lo intentaron todos ellos, mi dulce mujercita? ¿O fuiste lo
suficientemente inteligente como para, desde un buen principio, enterarte de quién era el
jefe y encandilarle con tus encantos?
Estaba loco. Kendall sonrió; sus ojos destellaban debido al profundo odio que le
profesaba.
-Oh, no, John, no me acosté sólo con un indio. Hice el amor con todos. Me pasaba las
noches yendo de chickee en chickee y, desde el primer día, disfruté haciéndolo...
Dejó de hablar interrumpida por su propio grito, resultado del bofetón que él le había
propinado. Se incorporó con la intención de devolvérselo, pero él le sujetó las muñecas
con las manos.
-Mentirosa -acusó con mucha calma.
-¡No sé de qué estás hablándome!
-Jamás tocaste a los guerreros.
Empezaba a sentir retortijones en el estómago. Se esforzó por sostenerle la mirada y
hablar sin cometer ningún error.
-Naturalmente que miento. Te odio, John Moore. No tengo por qué explicarte nada. Uno
de los guerreros...
Lanzó de nuevo un alarido de pánico y sorpresa; John le apretaba las muñecas con tanta
fuerza que parecía que iba a rompérselas.
-Mentirosa -repitió, en voz baja-. Sabes perfectamente de qué te estoy hablando.
-No...
-Jamás te ha tocado un indio; tú y yo lo sabemos muy bien. El capitán Brannen me ha
dado a conocer un informe del servicio de inteligencia que acaba de escribir. Los
rebeldes se dedican a hacer contrabando de armas por todo el sur de Florida. Y unos
seminolas, situados un poco más al norte de tu paraíso de los pantanos, cerca del área de
los okeechobee, transportan ganado, curiosamente, hasta Georgia y Luisiana. ¿Y sabes
por qué, Kendall? Seguro que sí. Porque el jefe de esa tribu que hemos aniquilado, un
salvaje llamado Zorro Rojo, es íntimo amigo de un confederado y amante de esos indios
llamado Brent McCain.
Kendall procuró mantenerse impasible para no delatar sus sentimientos.
-Estás loco...
-No. Pero, si algún día vuelve a acercarse a ti, morirás. Y él es ya hombre muerto; está
marcado. Le encontraré. Y te traeré su cadáver.
Kendall notó que el rostro se le encendía de rabia, pero consiguió conservar la calma y
respondió con un sereno susurro.
-No, John, te equivocas. Eres tú quien es hombre muerto. Cuando se entere de la
barbaridad que has cometido, no habrá lugar en el mundo donde puedas esconderte.
-Te gustaría, verdad, Kendall? -Hablaba como si participara en una agradable tertulia,
provocando que el recelo de la mujer se convirtiera en un temor creciente-. Siempre has
deseado verme muerto -añadió.
-No, te equivocas de nuevo. Nunca quise casarme contigo, pero jamás te desprecié...
-¿Hasta que descubriste que debías soportar a un medio esposo?
-No, hasta que descubrí que tu crueldad es una enfermedad a la que ni intentas
controlar.
John volvió a sonreír, con mirada severa.
-Anímate, Kendall. Parece ser que se me presenta una muy buena oportunidad de curar
mi enfermedad. Hace poco llegó un médico experto en paludismo y sífilis que está
tratándome con unos medicamentos con que ha experimentado durante años... y con
unos resultados asombrosos. Cree que existen enormes probabilidades de que recupere
mi estado normal en menos de un mes; contando siempre con tu ayuda y colaboración,
naturalmente.
Kendall negó con la cabeza.
-Es demasiado tarde, John. Jamás podría tocarte después de lo sucedido. Cuando te
miro, soy incapaz de ver más allá de la sangre de los inocentes, de los niños...
Prorrumpió en carcajadas.
-Oh, claro que me tocarás. Y bien pronto. Eres mi esposa.
John soltó las muñecas de la mujer y esbozó una gélida sonrisa. Luego se puso en pie y
se desabrochó el cinturón.
Kendall lo contemplaba, sin poder evitar la sensación de que estaba quedándose sin
sangre, como si se hundiera en una ciénaga de arenas movedizas.
Al verla de aquella manera, él se echó a reír.
-Esta noche no, mi amor. Es demasiado pronto. Esta noche vas a recibir una lección.
El significado de sus palabras estaba claro. Kendall no se arredró aunque sabía que si le
respondía de un modo airado y acalorado sería peor.
-Cometerás una locura si me azotas aquí, John. ¿Qué pensarán tus compañeros?
-Nada, señora. Ningún hombre de los que nos rodean dejaría con vida a una esposa que
hubiera acogido a un rebelde entre sus muslos.
Kendall lo miró de hito en hito, alzando la barbilla lentamente.
-Estás enfermo, John, enfermo. Pero ¿sabes una cosa? Ya no puedes hacerme más daño.
Y se trata de eso, ¿verdad? Sabes que no puedes herirme por mucho que lo intentes.
Cuando la cogió por los hombros para ponerla boca abajo, ella lanzó un grito sofocado
y trató de defenderse debatiéndose y arañándole.
Entonces supo que sí podía causarle dolor. Gritó cuando el cuero azotó su carne por vez
primera. Al décimo latigazo, el hombre dio el asunto por terminado, dejando a su esposa
apenas consciente.
Después se acostó en la cama a su lado y Kendall oyó sus palabras.
-Te prometo, amada esposa, que me tocarás en cuanto llegue el momento. Y me darás
mucho más de lo que entregaste a ese rebelde.
-¡Jamás!
Estaba segura de que él no llegó a oír su exclamación. Se hallaba tendida de espaldas a
él, y de entre sus labios secos no podía salir palabra. Pero jamás en su vida había
querido expresar un sentimiento con mayor vehemencia.
Podría hacerle cuando quisiera, pero nunca recibiría de ella nada a cambio. Podría
llenarla de cardenales, romperle todos los huesos del cuerpo... Ella le vencería.
Nunca obtendría lo que ella ofreció a Brent tan libremente: su amor.
Pero pensar en su íntima victoria resultaba muy poco reconfortante cuando se
preguntaba cómo podría escapar de nuevo de él.

10

Desde que la embarcación tomó rumbo sur, no pensaba en otra cosa que no fuera
navegar a toda vela. Si lograba avanzar lo suficientemente deprisa, llegaría a tiempo de
detener cualquier horrible acontecimiento que pudiera suceder. Y la encontraría, la
abrazaría, la protegería...
Mientras el Jenny-Lyn bordeaba la costa, no cesó de deambular por la cubierta como si
fuera un enorme gato enjaulado. Paseaba y paseaba sin parar. Quería navegar más
deprisa, quería volar. La sensación de urgencia le dominaba por entero. Tenía los
músculos rígidos, en tensión, como dispuestos a emprender una carrera. Sabía que
navíos federales recorrían la costa. No le importaba. Habría disfrutado
bombardeándolos y hundiéndolos. Y era capaz de hacerlo. Su determinación por llegar a
los pantanos le convertían en un hombre invencible. Cuando el Jenny-Lyn se topó con
un barco de la Unión tres veces mayor, maniobró alrededor del navío enemigo,
apuntándolo con los cañones, con tanta furia que, en lugar de la pequeña nave
confederada, fue la de la Unión la que zozobró.
El Jenny-Lyn alcanzó finalmente la desembocadura del río y soltó el ancla. Brent y diez
hombres de su tripulación se adentraron con botes por los laberintos de los pantanos.
Mucho antes de que llegaran al sendero poblado de robustos pinos que partía desde la
orilla para conducir hasta el campamento de los seminolas, Brent saltó por un costado
del bote, impulsado por la necesidad de apresurarse. Nadó ágilmente hasta alcanzar
tierra firme.
Por fin podía correr. Y así lo hizo. Le dolían los músculos y sentía acelerado el latido de
su corazón. Corrió hasta llegar al centro del campamento y entonces se detuvo en seco;
cerró los ojos, volvió a abrirlos... y comprobó que aquel horror no era una ilusión que
fuera a desvanecerse.
Los cadáveres se hallaban esparcidos por todas partes. Los brazos de un guerrero
colgaban de un chickee; una niñita yacía junto a lo que había sido la hoguera, ya
apagada, con una muñeca de paja en los brazos.
Los ojos de la muñeca, hechos de pipas de calabaza, parecían mirar fijamente a Brent,
igual que los de la niña muerta. Brent se obligó a dirigir sus pasos hacia la chiquilla y
acarició con ternura la fría rigidez de su carita, cerrando los párpados de aquellos ojos
oscuros sin vida.
-Jesús. Oh, Dios. Capitán, mire aquí.
Brent apartó la vista de la pequeña. Charlie, que le había seguido, estaba arrodillado
junto al cadáver de una mujer. Charlie se estremeció; sus maduras facciones estaban
marcadas por el dolor cuando miró a Brent.
-Es Apolka, capitán. Y su pequeño.
Brent, desfallecido, se acercó a Charlie y se arrodilló junto a Apolka y el niño. Los
cadáveres estaban infestados de moscas. Era un crimen inimaginable, la acción más
indigna posible.
-Debemos enterrarlos enseguida -dijo Brent con aspereza, incapaz de otorgar otro tono a
su voz. Se sentía como si estuviera atrapado en una alambrada que le presionaba más y
más, que no le dejaba respirar y le punzaba, le estrangulaba. Apolka. Amorosa, cálida y
agradable como una joven corza. Una vida dedicada a amar tiernamente a sus hijos, a
adorar a su esposo...
¿Por qué? Aquello era una atrocidad, un sacrilegio. ¿Qué hombre había sido capaz de
asesinar a una criatura que sólo buscaba amor?
Brent apenas se dio cuenta de que Charlie se alejaba para cumplir con la tarea que
acababa de encomendarle. A pesar de las moscas, a pesar del hedor a muerte, se inclinó
sobre Apolka y su hijo para abrazarlos y de repente las lágrimas comenzaron a resbalar
por sus mejillas. Lloraba de horror e ira, desgarrado por la agonía de la culpa, su propia
culpa contra Zorro Rojo, su amigo.
Estaba anocheciendo. La luz última de la tarde era maravillosa. Era aquel momento del
día en que la tierra quedaba bañada de oro y púrpura como preámbulo a lo que luego se
teñiría de añil y malva. Los marineros del Jenny-Lyn permanecían de pie, en silencio,
rindiendo homenaje al pesar de su capitán.
Él continuaba acunando los cuerpos, y sus fuertes espaldas se estremecieron. Después
del llanto, que retumbó y resonó entre pinos y cipreses, entre el cielo y el pantano, se
hizo el silencio.
El sol ya se escondía, y él seguía sin moverse. Tampoco lo habían hecho los marineros.
Con la brisa llegó una presencia distinta; no la había precedido ningún sonido. Charlie
McPherson fue quien primero se giró y luego uno a uno, lo hicieron los demás.
Zorro Rojo y un grupo de guerreros se hallaban detrás de ellos. No portaban armas, sino
palas. Charlie sintió náuseas en cuanto comprendió que el jefe había estado ya en su
campamento y que regresaba en aquel momento para realizar la tarea que Brent había
encomendado a sus hombres.
No sería la clase de entierro que solían realizar los seminolas. Normalmente depositaban
a sus seres amados en ataúdes de madera y los conducían a las espesuras sombrías de las
lomas, donde los abandonaban junto a las pertenencias que les ayudarían a ir más
deprisa en su viaje al otro mundo. Descansaban junto al hacha de guerrero y el arco y
las flechas de cazador; los niños, con un juguete y las mujeres, con un chal.
Esos seres queridos, en cambio, serían enterrados, resguardados de criaturas salvajes y
moscas. Zorro Rojo era consciente de que los que quedaban vivos necesitaban tanta
protección como los muertos. Al regresar, se encontró con que su familia había sido
masacrada por los blancos y sabía que no le quedaba otro remedio que enterrar a su
esposa y a su hijo según lo hacía el hombre blanco.
Zorro Rojo permaneció alejado durante un buen rato, sin apartar la vista de la cabeza
rizada y la espalda inclinada y temblorosa de Brent McCain. El seminola tenía las
facciones completamente rígidas. Parecía una escultura tallada en la roca. Su semblante
no traslucía ni dolor ni ira. El paso del tiempo, la vida misma y un orgullo indomable e
innato había otorgado a Zorro Rojo una fuerza y una resistencia tales que ni la muerte ni
la agonía eran capaces de quebrantar. Finalmente Zorro Rojo se aproximó a Brent y se
arrodilló a su lado para retirar a su hijo de los brazos del hombre blanco. El seminola
cogió el pequeño cadáver y lo estrechó, contra su pecho, como si el niño estuviera
durmiendo. Entonces Brent volvió su mirada gris y cristalina hacia los ojos oscuros e
inescrutables de Zorro Rojo.
-Amigo mío, he derramado todas las lágrimas que el hombre más fuerte del mundo
podría ser capaz de derramar. Pero se han secado ya. He voceado mi venganza al viento,
pero el eco ya se ha apagado. Volveré a verter lágrimas todas y cada una de las noches
de soledad que me esperan. Y ten por seguro que llegará el momento en que logre
vengar esta injusticia por encima de mi propia vida y de mí mismo. Pero ahora, debo
dar sepultura a mis seres queridos. No puedo permitir que continúen sirviendo de
carroña a las moscas por más tiempo. La venganza de Zorro Rojo será como una terrible
tormenta; tan astuta y veloz como ella. Levántate, amigo mío. Por el hijo de mi carne y
por Apolka, que se lleva consigo mi corazón, ayúdame a enterrarles. Tú también les
amaste, lo sé muy bien, y las lágrimas de un hombre que no acostumbra a llorar sirven
de consuelo a mi alma.
Brent se incorporó en silencio. Zorro Rojo extendió los brazos hacia él, y Brent acogió
el cuerpo frío y sin vida del niño. Zorro Rojo acarició la mejilla de su esposa con los
nudillos, dibujando los bellos contornos de su cara con los dedos. Por último la cogió en
brazos y se puso en pie.
-Ven -dijo a Brent-. Debemos decirles adiós.

Enterraron a Apolka con su hijo en brazos. Siguiendo la tradición, dispusieron junto a


ella todos los enseres de la casa.
La elevada loma poblada de pinos quedó convertida en un campamento de muertos. Los
seminolas sepultaron a sus familiares siguiendo el ritual y, una vez hubieron terminado,
prendieron fuego a los chickees. Cuando indios y rebeldes emprendieron el camino de
partida en fila india, la colina quedó ardiendo en la noche, creando un resplandor
anaranjado en la oscuridad.
Tras desmantelar el campamento. Zorro Rojo condujo a su gente al de sus primos
mikasuki, situado en las cercanías, al noreste de la que en su día fuera la comunidad
llena de vida y alegría de los seminolas.
Zorro Rojo y Brent acompañaron a sus hombres en la piragua del jefe durante todo el
recorrido por el río y las calas.
Aquella noche, hubo largos momentos de silencio.
Fue Brent quien por fin expresó su dolor.
-Te he quitado todo; tu hogar, tu esposa, tu hijo...
-Tú no me has quitado nada. Halcón de la Noche-interrumpió Zorro Rojo, hablando
pausadamente-. No has sido tú, tampoco tu Confederación. Siempre hemos luchado.
Siempre hemos muerto. No has sido tú quien ha traído la desgracia. Además, Halcón de
la Noche, yo siempre he tomado mis propias decisiones. Y volvería a luchar.
Brent se sumió de nuevo en un silencio apesadumbrado. Al cabo de un rato buscó la
mirada de su amigo en aquella oscuridad casi total.
-¿Qué sabes de Chicola? No he visto...
-¿Su cuerpo? No. Está vivo. Huyó al bosque. Y ahora, amigo mío, haz la pregunta que
te roe como si fuera un gusano.
Brent miró al indio directamente a los ojos.
-¿Qué ha sido de ella... de Kendall? -murmuró.
-Luchó -dijo Zorro Rojo, con cierto orgullo-. No lo hizo ni con una pistola ni con un
cuchillo, sino con su propia voluntad. Chicola me ha contado cómo intentó protegerle.
También Jimmy Emathla, que sigue con vida, pero que probablemente no podrá
contemplar el sol de la mañana. Mientras yacía en el suelo herido de muerte, Jimmy oyó
las palabras que intercambiaron ella y el chaqueta azul.
Brent notó que su cuerpo estaba tan frío y rígido como el de los cadáveres.
-¿Qué dijeron? -preguntó, inquieto.
-Que sea el mismo Jimmy Emathla quien te lo cuente.
Zorro Rojo tenía razón. Jimmy Emathla no volvería a contemplar el amanecer. Brent lo
intuyó al ver sus ojos vidriosos después de que Zorro Rojo le acompañara al enorme
chichee donde el indio aguardaba su destino con valentía. Pareció alegrarse al ver a
Brent.
Cuando éste se arrodilló junto a su lecho, las mujeres que le atendían desaparecieron al
instante.
-Halcón de la Noche -dijo Jimmy Emathla, estrechando la mano de Brent con fuerza
sorprendente y cerrando los ojos al mismo tiempo.
-Emathla -saludó Brent, devolviéndole el apretón de manos. Las facciones del indio
evidenciaban su sufrimiento-. Quizá sería mejor que no hablases-aconsejó Brent-. Debes
guardar tus fuerzas.
Emathla negó con la cabeza y se humedeció los labios secos.
-Voy a morir con la noche, amigo mío. Lo sé. Doy las gracias a los dioses por haberte
conocido. Te he fallado, Halcón de la Noche. Te suplico perdón.
-Nunca me has fallado...
-Sí, por ser arrogante; te prometí proteger a la mujer. Pero los hombres irrumpieron
como las olas del mar. Me sentí tan inútil como una vieja.
-No hay hombre capaz de luchar contra otros veinte a la vez.
Emathla se encogió de hombros. Apenas le quedaban fuerzas para continuar. Abrió los
ojos que había mantenido cerrados hasta aquel momento para mirar a Brent fijamente.
-Se ha de ser capaz de combatir contra veinte hombres, Halcón de la Noche. Ella
demostró ser tan valiente como cualquier guerrero. Se debatió, pero no para salvarse,
sino para salvar a los hijos de Zorro Rojo. Y aquellos que han quedado con vida se la
deben a ella, que se las ingenió para escapar de un poderoso soldado y echar a correr
hacia el campamento, suplicando piedad a todos aquellos que encontraba en su camino.
Y dijo al hombre que había vuelto a buscarla que lo mataría. Era una corza contra una
pantera. Él tenía mirada asesina. Dijo que la mataría o que la haría desear estar muerta
cada día que ella permaneciera con vida.
Brent tomó aire, colérico.
-Gracias por haberme explicado esto, Jimmy Emathla.
El moribundo inclinó la cabeza. Cuando volvió a hablar, su voz era ya tan lánguida que
Brent tuvo que acercar el oído a los labios del indio.
-Había uno entre todos ellos... un hombre blanco vestido de azul... que no era un
asesino. Estaba casi llorando. Corría entre los muertos...
-¿Y? -dijo Brent, haciendo un movimiento con la cabeza, tamborileando los dedos con
nerviosismo sobre la ligera manta que protegía a Jimmy Emathla del frío de la noche.
-Travis... le llamaban Travis. Él hubiera...
-Hubiera, ¿qué, Emathla? Jimmy, piensa, habla. El hombre llamado Travis ¿hubiera
qué?
-Te hubiera ayudado. Creo que... ama a la mujer; Kendall corrió hacia mí, confiaba en
mí. Kendall... Pronunció su nombre en un suspiro. Fue la última palabra que murmuró
Jimmy Emathla. Cuando el crujido de la muerte sonó en el pecho del indio, el sol
aparecía por el este. El guerrero se estremeció y se quedó inerte. La paz se apoderó de
sus facciones. Acababa de abandonar un mundo lleno de dolor.

Realizaste unas maniobras estupendas en Jacksonville, Brent McCain -dijo Charlie


McPherson, señalando al capitán con el dedo-. ¡Pero eso no significa que puedas entrar
bailando en Fort Taylor como si dirigieses el Virginia Reel5! ¡Hay más tensión en ese
lugar que en la piel de un tambor!
-¡No estaba pensando en izar una bandera y arribar a puerto! -espetó Brent, mesándose
el cabello con impaciencia-. Y olvidas, Charlie, que a pesar de que el fuerte está en
manos de la Unión cayo Oeste cuenta con un buen número de ciudadanos confederados!
-¿Y qué te propones, capitán? -preguntó Charlie, tajante- ¿Pedir a todos los rebeldes que
levanten la mano?
-No, estaba planeando utilizar la misma táctica que empleamos en Jacksonville. Con la
diferencia de que esta vez iré sólo.
-Tu única posibilidad -intervino Zorro Rojo con determinación- es el mar.
Brent miró de reojo al indio, que estaba sentado ante la puerta abierta de su chickee. Los
tres se habían reunido allí para charlar cuando el sol llegó a su cenit.
Zorro Rojo prosiguió:
-Podrías ir a pasear por la ciudad, amigo mío, pero ¿qué conseguirías con ello? A menos
que vueles el fuerte... y tampoco conseguirías nada bueno haciéndolo; Kendall estaría
dentro. La paciencia. Halcón de la Noche, es lo que podrá salvarla. Debe encontrarse
encerrada a cal y canto, bajo vigilancia. Pero algún día su marido chaqueta azul tendrá
que partir. Entonces la vigilancia disminuirá. Existe la posibilidad de que vuelva a salir
a navegar con los yanquis. Ésta será tu oportunidad.
-¡No podemos quedarnos con los brazos cruzados frente a Fort Taylor! -protestó
Charlie-, ¡La guerra continúa! ¡Se supone que debemos estar patrullando por la costa

5
Baile típico de Virginia. (N. del T.)
Oeste y recoger un cargamento de algodón para transportarlo a Londres y comprar
armas!
-Yo puedo ir a buscar a Kendall -dijo Zorro Rojo tranquilamente.
-No -replicó Brent de forma terminante-. No vas a ser tú otra vez, Zorro Rojo. Tengo ya
un agujero en el corazón que estará ahí durante el resto de mis días...
-¡Basta! -exclamó Zorro Rojo, levantándose enfadado y empezando a deambular por
delante de la puerta abierta del chickee-. Yo tomo mis decisiones. Y tengo más motivos
que tú para vengarme de esos hombres, Halcón de la Noche. Yo soy el ofendido.
-¡Tú eres un indio! ¡Y esto es una guerra de blancos!
-¡Pues la he convertido en mi guerra!
Brent se quedó mirando a Zorro Rojo, enojado. Era como si ambos estuvieran a punto
de estallar en una explosión de cólera y nervios. Brent soltó el aire lentamente,
intentando controlar su enfado.
-Zorro Rojo, ellos estarán esperando un ataque de los indios. Juraría que están más
preocupados ahora por ver vuestras indumentarias que por los bloqueos.
Charlie intervino con nerviosismo.
-En aguas yanquis un piel roja es hombre muerto.
Y nosotros no podemos acercarnos ondeando la bandera de barras y estrellas. Así pues,
¿adonde nos conduce todo esto?
-A un yanqui... -respondió Brent pausadamente.
-¿Qué? -preguntaron al unísono Charlie y Zorro Rojo.
-A un yanqui llamado Travis. Jimmy Emathla lo mencionó momentos antes de morir.
Brent chasqueó los dedos y miró a Charlie; volvía a ser el capitán al mando.
-Charlie, tenemos que llegar a la desembocadura del río y encontrar a Harold
Armstrong. Veremos qué noticias ha recibido por telégrafo. Aunque los yanquis tengan
cayo Cedro, Harold debe de estar enterado de lo está sucediendo. Debemos descubrir
quién demonios es ese amigo Travis y conseguir que Harold nos facilite un contacto en
la isla de cayo Oeste para que éste informe de cuándo John Moore se embarca en una de
sus expediciones marítimas. Ésa será nuestra táctica, Zorro Rojo. Pondremos la
paciencia en funcionamiento. -Apretó la mandíbula. Paciencia. Ese yanqui podría
matarla; ¿la habría matado ya? No. Moore no podía hacerle daño físico. Para él era
como un premio, como un trofeo. Brent tomó aire para seguir hablando-. Zorro Rojo, si
quieres, puedes navegar con nosotros. Vamos a apostar por un yanqui llamado Travis.

La luna llena brillaba en lo alto del cielo color añil y en la orilla del mar apareció una
silueta oscura. El grito del sinsonte rompió el silencio de la noche.
Los hombres se deslizaron con cautela entre los árboles para reunirse en la orilla. No se
relajaron hasta que Harold Armstrong lanzó una risotada y saludó a Brent sacudiéndole
la mano con buen humor y dándole una palmada entusiasta en la espalda.
-¡Eres un sinvergüenza escurridizo! –exclamó Harold-. Parece que hace una eternidad
que no nos vemos, capitán McCain. Todo marcha bien por aquí. No he necesitado nada
y tampoco han llegado nuevos colonos. Los indios han ayudado a que todo vaya bien.
Venid a la cabaña, chicos. ¡Os informaré, de las últimas novedades mientras os sirvo un
buen trozo de carne de buey regado con sidra casera!
-Estupendo, Harry -dijo Brent, aceptando la invitación-. Necesitamos saber qué está
sucediendo, especialmente en Fon Taylor.
-Haré cuanto pueda. Di a tus tropas que se anden con cuidado por aquí. No abundan las
serpientes de cascabel por estos lares, pero la otra noche encontré junto a la cabaña unas
cuantas serpientes de coral buscando arañas. Pasad.
Brent movilizó a su tripulación.
Siguió la cabeza canosa de Harold a través del frondoso bosque de pinos hasta llegar al
pequeño campamento de aquellos leales confederados que sobrevivían a duras penas en
la bahía buscándose la vida. No muy lejos de aquel lugar, en el río, los soldados de la
Unión mantenían un pequeño fuerte que fue utilizado durante las guerras contra los
indios. No eran más que un puñado de blancos en medio de la zona más virgen del
estado... nadie por quien valiera la pena preocuparse. Los soldados de la Unión habían
abandonado a aquella gente, ignorantes de que esos hombres y mujeres valientes que
habían construido sus hogares junto al mar, a la orilla de las marismas salvajes, eran la
clase de personas que se necesitaba para obtener las victorias.
No mucho después, Brent, Zorro Rojo y Charlie McPherson se encontraban sentados a
la mesa de Armstrong, escuchando con avidez lo que Harold explicaba y degustando
unos buenos pedazos de buey fresco que su mujer, Amy, les había servido antes de
dejarlos a solas.
-El cerco se estrechará cada vez más, sí señor. Sobre todo, en el mar. A pesar del
acorazado que botaron el otro día en Virginia...
-¿El qué? -preguntó Charlie McPherson.
-El acorazado, marinero, el acorazado. Los rebeldes sacaron el viejo Merrimack a flote
del lugar donde los yanquis lo habían hundido. Lo blindaron con hierro y lo han
rebautizado con el nombre de Virginia.
-Los claros ojos de Harold brillaban de envidia-. Me gustaría haberlo visto. ¡Ver cómo
destrozaba a esos federales! Los hundió hasta el fondo. No hay casco que pueda con él.
Hasta las balas de los cañones le rebotan.
-¡Maldición! -exclamó Charlie con el rostro encendido-. ¡Sabía que superaríamos a esos
yanquis en el mar!
-¡Alto, chicos! -dijo Harold, como poniéndolos sobre aviso. Llenó las jarras con sidra,
sacudiendo la cabeza-. Las victorias no duran toda la vida. Los yanquis tenían ya
preparado su propio acorazado y se enfrentaron al nuestro al día siguiente. La batalla
duró horas y horas, ¡la más dura batalla naval que nadie pueda imaginar! Al final, tanto
el Monitor como el Virginia abandonaron. ¡Estáis desfasados! El mundo entero se
enterará de esto enseguida. Lo que os digo, chicos, el arte de la guerra jamás volverá a
ser el mismo. ¡Estos dos barcos demuestran que todo lo visto hasta ahora ya ha pasado
de moda!
En condiciones normales, Brent habría mostrado interés por el tema. Le habría
fascinado la historia de los ingeniosos constructores navales rebeldes. Pero en esos
momentos sólo le importaba una cosa.
-¿Tienes buenos contactos en cayo Oeste, Harry?-preguntó-. Necesito enterarme de
algunas cosas que están ocurriendo en Fort Taylor.
-¡Claro, tengo contactos en cayo Oeste! ¿Qué clase de servicio de inteligencia crees que
represento, capitán McCain?
Brent sonrió ante la reprimenda de aquel anciano.
-De los más lamentables, Harry.
Éste apartó una silla y tomó asiento, mirando a Brent con curiosidad.
-Ten por seguro, capitán, que no podrás entrar en Fort Taylor. Cuando su esposa fue
capturada por los indios, el lugarteniente Moore se volvió loco. He oído que ha
conseguido rescatarla.
-Lo sabemos, Harry.
-Oh, claro. -Harry Armstrong miró entonces a Zorro Rojo con curiosidad, pero Brent no
le dio más información.
-¿Qué sabes del lugarteniente Moore, Harry?
-Que es como un gato rondando en busca de una presa. Por lo que he oído decir, lleva
media vida tratando de atraparte, capitán.
-¿Podrías enterarte de cuándo volverá a partir en una misión?
-Por supuesto.
-También necesito saber todo lo posible respecto a un oficial de la Unión llamado
Travis o algo parecido.
-Deland -se apresuró a informar Harold. Brent lo miró de reojo, sorprendido, y
Armstrong continuó su explicación con desgana-. El comandante de la Marina de
Estados Unidos Travis Deland. Depende directamente del capitán que gobierna ese
puesto.
-¿Qué reputación tiene?
Harold se encogió de hombros.
-Al parecer se lleva bastante bien con los compañeros de cayo Oeste. Es un verdadero
caballero; recto, agradable y educado. ¿Por qué?
-Porque voy a intentar hablar con él. -Brent se levantó para estirar las piernas y dio una
impaciente palmadita en la espalda a Charlie McPherson-. Reúne la tripulación.
Partimos esta misma noche.
-¡Demonios! —murmuró Charlie, apurando la sidra y arrellanándose en la silla-. Chris y
Lloyd han encontrado un par de chicas bonitas en este pedazo de infierno y ¿ahora me
pides que les anuncie que nos marchamos ya?
Harold Armstrong echó a reír.
-¡Harás un buen servicio llevándote a tus jóvenes camaradas! Debes referirte a las
chicas de Beler. Su padre es el predicador, un hombre que siempre lleva la escopeta
encima. Tiene un montón de hijas, de tres años para arriba, ¡y protege a esas chicas
igual que lo haría un perro guardián! Estoy seguro que tus chicos rondan a las mayores
y que ellas están más contentas que unas castañuelas. ¡Pero es mejor que te los lleves!
Beler ha educado a sus hijas como auténticas damitas. No le gustaría nada encontrar a
las niñas de sus ojos con unos marineros de poca monta, ¿me explico?
-¡Demonios! -volvió a murmurar Charlie.
Y eso fue todo.

Una hora más tarde, el Jenny-Lyn abandonaba el río para salir a mar abierto.
Si Brent hubiera partido tan sólo unos minutos después, o si un negro nubarrón de
tormenta no hubiera ocultado la luna en aquel preciso momento, la tripulación habría
reparado en aquel pequeño bote que se deslizaba por las aguas junto a ellos,
peligrosamente cerca.
El Jenny-Lyn se hallaba ya en medio de la bahía cuando Harold, que permanecía en la
playa, vio el bote y bajó cojeando para investigar de qué se trataba.
Le sorprendió ver unos dedos finos y delicados asomando por la regala para desaparecer
después.
Cogió una linterna para examinar el interior del bote y lanzó un prolongado silbido.
En la barca había una chica. Su rostro estaba tan pálido como la luna y era tan bello
como su etérea luz. Se encontraba tendida en la cubierta, con su dorada cabellera
esparcida alrededor. Al saberse observada a la luz de la linterna abrió los ojos de
repente. Harold no estaba seguro de si aquellos ojos eran negros o tan azules como el
color añil que adquiere el mar de noche. La muchacha humedecía la sequedad de sus
labios para poder hablar. No lo consiguió y volvió a intentarlo. Ansioso por oírla,
Harold se inclinó sobre ella, pasmado ante aquella bonita mujer salida del mar.
-¿Qué te ocurre, chica? -preguntó con delicadeza.
Ella levantó la mano, intentando tocarle. Cayó. No tenía fuerzas ni para mantenerse en
pie.
-Ayúdeme -logró decir; por fin pareció recuperar la voz, que sonó como un susurro en la
noche-. Ayúdeme. Oh, por favor, ayúdeme.
-¡Ya va, ya va! Claro que el viejo Harry te ayudará, chiquilla. No tengas miedo.
Tranquilízate. Voy a llevarte a mi cabaña, te daré comida y te pondré junto al fuego.
-¿Harry? -preguntó enseguida-, ¿Harold Armstrong?
-Sí, señora, Harold Armstrong, para servirla.
-Gracias a Dios. Mi nombre es Kendall Moore. Brent... el capitán McCain me dijo que
podía venir... con usted. ¿Me ayudará? ¿Me esconderá de los yanquis?
-No existe yanqui capaz de encontrar mi cabaña, señora. Y no hay amigo de Brent
McCain que pueda sufrir daño alguno si está conmigo. Cálmese, señora. Está a salvo.
-Oh, gracias. Gracias...
Su voz se desvaneció como un suspiro, y cerró los ojos.
Al sentirse fuera de peligro, su fragilidad se tornó inconsciencia, y cayó desmayada.
Harold miró a la chica, no... a la mujer, más de cerca sacudió la cabeza y se quedó
contemplando el mar.
Debía de tratarse de la esposa del yanqui, la mujer que raptaron los indios, la razón en
definitiva por la que el capitán McCain navegaba hacia cayo Oeste en aquellos
momentos...
Harold pensó, consternado, que el capitán la había perdido. La había perdido por
cuestión de minutos...
Harry subió al bote para tomar en brazos aquel esbelto cuerpo. Deshizo su camino por la
arena y por los pinos hasta alcanzar el sendero que conducía a su cabaña. Tenía la
cabeza hecha un lío. ¿Qué habría pasado entre los indios, el capitán McCain y esa
esposa del yanqui que se expresaba como una magnolia sureña? ¿Y cómo diablos había
llegado hasta allí? Navegando desde cayo Oeste en aquel viejo bote destartalado y
podrido por el mar...

11

Las pesadillas la atormentaron toda la noche, y en su mundo de sueños las voces se


repetían sin cesar. Su propia voz, aguda y estridente; después la de Travis... agradable,
calmada, suplicante.
-Te juro, Kendall, que pensaré en algo. Escucha, a John le han destinado a Missisipi. No
regresará en una buena temporada.
-No puedo seguir aquí, Travis, ¡no puedo! No, después de lo sucedido.
-Kendall, no permitiré que te vayas. Sé que John te ha hecho daño; por eso vine aquí. Si
me das tiempo, pensaré en algo. Trataré de convencer a Brannen. En este momento cree
que tenemos a una espía confederada entre nosotros.
-¡Soy confederada! ¡Jamás lo he negado! Además, Travis, no me preocupa lo que me ha
sucedido a mí, sino los indios. ¡Fue él quien ordenó esa matanza! Oh, Travis, ¡jamás en
toda mi vida olvidaré lo que ocurrió! Y odiaré a los yanquis...
-¡Kendall! -dijo muy lentamente-. Kendall, yo soy un yanqui. ¿Me odias?
-¡Oh, Travis, no! Naturalmente que no. ¡Sabes que te aprecio! Por favor, compréndeme.
No puedo evitar ser quien soy y jamás olvidaré la atrocidad que John cometió en
nombre de la Unión.
-Eso no es justo, Kendall.
-¡Y los hombres de aquí, Travis! ¡Se comportan como si yo mereciera ser ahorcada! No
puedo soportarlo.
-Kendall, ¡estamos en guerra! Saben que estuviste en brazos de uno de los mayores
enemigos de la marina de la Unión. ¡Oh, Kendall! Lo entiendo. Mis hombres no se
comportarían así. Tienes más amigos de los que supones, Kendall. Pero no les das la
oportunidad de demostrarlo.
-No tengo tiempo de brindarles esa oportunidad. John cree que está recuperándose. ¡Y
no puedo soportarlo, Travis! Siempre me sentiría como si estuviera tocándome con las
manos ensangrentadas, oiría los gritos...
Kendall se agitaba en el lecho. Lo que soñaba era tan real, tan vivo. Veía a Travis, que
la abrazaba; su mirada transparentaba el amor y la inquietud que por ella sentía.
-Kendall, dame tiempo para encontrar el modo de poder escapar, para hallar un lugar
donde puedas permanecer a salvo.
Al oír esas palabras ella se quedó mirando fijamente la puerta abierta que quedaba a
espaldas de Travis y, mientras éste continuaba musitando promesas, agarró el pesado
cántaro de color azul que estaba encima de la mesita de noche y le golpeó con él en la
cabeza con todas sus fuerzas.
«¡Perdóname, Travis!»
Kendall gemía y se revolvía al revivir en sueños el pasado. Notó algo frío en la frente y
se dio cuenta de que ya no estaba en los barracones, sino en una cabañita de pesca
situada en la parte más occidental de la isla.
-Vaya con Dios, señora. Vaya con Dios.
La mujer que le hablaba parecía una anciana, pero en realidad no era tan mayor. Había
perdido a su primogénito en la primera batalla de Manassas y a su segundo hijo en la
segunda batalla también librada en Manassas. Eligieron bandos distintos. Uno murió de
azul; el otro, de gris. Según contó a Kendall, tenía cuarenta años. Pero aparentaba
sesenta.
Revivió el viaje, más duro de lo que Kendall había esperado. ¡Se quedó sin agua
enseguida! El calor diurno, el frío húmedo por la noche. Las cosas empezaron a ponerse
mal...
Kendall se incorporó de un sobresalto, asombrada de despertar en un entorno tan cálido
y agradable.
Estaba envuelta en sábanas frescas, y la sequedad en la garganta había desaparecido.
Al abrir los ojos, vio una ventana con los postigos abiertos de par en par. La brillante
luz del sol le daba de lleno. Una parra magnífica se enroscaba por el marco de la
ventana, y en el exterior había bellas flores encarnadas; eran orquídeas.
-De nuevo con nosotros, ¿verdad, querida?
Al volverse, Kendall se encontró con una mujer rolliza, con el cabello gris recogido en
un moño, sentada, muy erguida, en una silla situada junto a la cama. Sus relucientes
ojos azules destellaban como diamantes.
Lucía un vestido de algodón muy sencillo, pero su forma de sentarse era la de una
verdadera dama, y su voz, cálida y elegante. Kendall sonrió tímidamente, confusa.
-Soy Amy Armstrong, señorita. El mar la arrojó a la orilla anoche. Harry dice que es
usted Kendall Moore, una amiga de Brent.
Kendall asintió con la cabeza. Su pesadilla formaba ya parte del pasado. El pasado había
terminado. Había arribado a buen puerto. Harold Armstrong existía, era de carne y
hueso y, como había afirmado Brent, iba a ayudarla...
-Entonces he encontrado el lugar que buscaba-musitó Kendall.
-¡Así es, señorita! -Amy Armstrong asintió con amabilidad y se levantó de la silla para
arreglarle la almohada y las sábanas-. Ahora incorpórese. Voy a traer algo de comer.
Debe de estar muerta de hambre. Jamás sabremos cómo pudo sobrevivir en ese bote, y
mucho menos cómo se las ingenió para navegar. Kendall Moore, ¡debe ser usted un
marinero excelente!
¿Estaría en lo cierto?, se preguntó Kendall.
Primero intentó seguir las islas, después se había guiado por el sol y finalmente por las
estrellas. Travis le había enseñado mucho sobre el mar. Y posteriormente aprendió de
Zorro Rojo a interpretar las estrellas y las mareas.
Lo había conseguido. Si no llega a alcanzar el río en el momento en que lo hizo y si
Harry Armstrong no hubiera estado allí, habría muerto.
-No soy un gran marinero, señora Armstrong-respondió cortésmente-. Simplemente,
estaba desesperada. -Se mordió el labio y luego dedicó un amplia sonrisa a aquella
amigable matrona-. Quiero darle las gracias, señora Armstrong. A usted y a su marido,
naturalmente. No sé nada de ustedes, ni siquiera dónde me encuentro exactamente, pero
les bendigo por haberme ayudado. Y no quiero que me regalen ustedes nada; me
levantaré y les echaré una mano.
-¡No sea tonta, chiquilla! -protestó Amy Armstrong, moviendo su cuerpo rollizo en
dirección a la puerta-, ¡Usted se queda en la cama! Ha corrido graves peligros. Aunque
usted no quiera admitirlo, créame, señorita, su cuerpo está muy débil. Cualquier amigo
de Brent que...
-No estoy muy segura de ser realmente su amiga, señora Armstrong...
-¡Naturalmente que sí, querida! -afirmó Amy Armstrong dirigiéndose hacia la puerta.
Cuando agarró el pomo dispuesta a salir se volvió hacia Kendall haciendo una mueca-.
Sabemos perfectamente quién es usted, señorita. Y también estamos enterados de lo
sucedido. Si ese seminola llamado Zorro Rojo considera que merece la pena morir por
usted... bien, eso ya es suficiente para mí. Y Brent... ¡está loco de preocupación por
usted! No me importa reconocer que quiero a Brent McCain y, viendo cuáles son sus
sentimientos hacia usted... ¡es normal que también deba quererla! Por tanto no piense
más en la situación en que se encuentra. Me temo que esto no es Charleston, ni siquiera
Jacksonville. ¡Aquí no tenemos a la vieja guardia para que controle nuestra moral! -
Sacudió la cabeza con tristeza-. Me pregunto si algún día volverá a existir esa vieja
guardia.
Exhaló un suspiro y al momento abandonó la melancolía.
-Hoy, señorita, guardará cama. Mañana dejaré que se levante.
-¡Oh, espere, por favor! -suplicó Kendall, arrodillándose en el lecho para detener a la
mujer-. Dice usted que Brent...
-¡No me sacará ni una palabra más, señorita, hasta que coma bien y descanse un poco!
Amy Armstrong salió de la habitación cerrando la puerta a sus espaldas con resolución.
Regresó con una bandeja llena de comida decidida a no explicar nada, ignorando las
súplicas de la joven.
-Kendall, ya hablaremos mañana cuando se despierte.
-¡Pero si acabo de despertarme!
-¡Y está tan débil como un potro recién nacido! Ahora, duerma un poco más. Mañana
tomará un baño bien caliente y dará un paseo por el jardín.
-¿El jardín?
-¡Oh, sí! Tenemos un jardín precioso. Harry es horticultor o mejor dicho lo era antes de
que estallara la guerra. Ahora me ocupo de las plantas, y Harry se dedica a recabar
información para los rebeldes. Y, ahora, dispóngase a hacer la siesta.
-¡No podré dormir -protestó Kendall.
Pero lo hizo. Se sumió en un sueño largo y relajante, sin que ninguna pesadilla lo
quebrantara.
A la mañana siguiente ayudó a Amy a cargar enormes recipientes de agua caliente para
llenar una gran bañera de hierro, donde tomó un baño de vapor que le concedió el alivio
del olvido. Ante un placer como aquél, cerró los ojos y, por tanto, no pudo ver ni el
horror ni la furia dibujados en el rostro de su anfitriona cuando, al enjabonarle la
espalda con suavidad, observó las marcas de la paliza que su marido le había dado.
Amy, apretó los labios y no comentó nada al respecto.
-Una de las chicas del lugar, Julie Smith, me ha entregado un precioso vestido para
usted. Creo que le quedará a la medida. Ella es también alta y esbelta, aunque quizá sea
usted un poco más delgada. De todos modos le sentará bien, porque no tenemos ningún
corsé para prestarle.
El vestido era precioso. Hacía meses que Kendall no se ponía algo así. Era de color
melocotón claro con un corpiño blanco en la parte central. Amy consiguió además una
cinta a juego para anudársela al cuello.
-¡Enaguas! A esta falda le falta un miriñaque. Tengo uno en el baúl.
Kendall soltó una carcajada.
-Señora Armstrong, ¡es usted muy amable! ¡Me siento como si estuviera preparándome
para asistir a un baile con violines y me dispusiera a danzar la noche entera!
-¡Amy, querida! Llámeme Amy. Oh, sí, me acuerdo muy bien de cuando yo era joven
como usted. Nosotros también somos de Charleston, Kendall, ¿se lo había contado?
Originariamente, quiero decir. Llevamos casi veinte años viviendo aquí.
-¿Solos?
-Oh, no. Somos casi un centenar diseminados a lo largo de la costa. Éste es un lugar
muy bonito, aunque caluroso. ¡Las orquídeas crecen divinamente! Venga, se lo
enseñaré.
La cabaña de los Armstrong estaba emplazada en un lugar que parecía sacado de un
cuento de hadas.
Solitaria, tres de sus lados estaban bordeados por una alta pared de pinos. En la parte
posterior había un jardín, y el sendero silvestre que conducía a la parte delantera de la
casita estaba flanqueado por flores de colores; hibiscos, orquídeas y una multitud de
flores más con nombres exóticos que Amy mencionaba a medida que pasaban junto a
ellas.
-Al final del caminito está el establo. Tenemos dos vacas, dos mulas y tres hermosas
potrillas purasangre. Naturalmente, y si le apetece, puede usted montarlas pero, eso sí,
solamente por el corral. ¡Perderse por aquí resulta muy fácil, a menos que sepa
perfectamente a dónde va!
Kendall sonrió y después frunció el entrecejo cogiendo a Amy por el brazo.
-Amy, por favor, ¿me explicará ahora lo de Brent? ¿Lo ha visto? ¿Sabe dónde está?
Amy vaciló unos instantes; parecía triste, pero enseguida volvió a sonreír de forma
encantadora y recobró la belleza que sus facciones conservaban a pesar de la edad.
-¿Por qué? Supongo que regresará algún día.
-Pero ¿sabe dónde está?
-Sí.
-¿Dónde, Amy? ¡Oh, por favor, dígamelo!
Amy suspiró.
-Está bien, Kendall. Fue a buscarla.
-¡Oh, no! -exclamó la joven con voz entrecortada-, Le atraparán. ¡Van a matarle!
-¡No diga eso! -le recriminó Amy con determinación-. Brent no está loco. No irrumpirá
allí sin saber a qué se arriesga. Se propone encontrar a un hombre llamado Travis.
-¡Oh, no! -se lamentó Kendall. Brent y Travis.
Quería a los dos y ambos eran hombres de honor y muy orgullosos. Un unionista fiel y
un confederado leal. Ambos eran inquebrantables y totalmente fíeles a sus causas.
Acabarían matándose el uno al otro y sería por su culpa, del mismo modo que la
masacre del campamento también había sucedido por su culpa...
-¡Domínese, chiquilla! -ordenó Amy, con firmeza-. Zorro Rojo y Brent están juntos, y
no creo que ni todo el ejército de la Unión pudiera con ellos. Ya verá. Además, ya se ha
acabado el descansar. Aquí no tenemos esclavos, Kendall. Me ayudará en el jardín y a
dar de comer a los pollos lejos del caminito. No me gusta tener animales cerca de la
casa, porque echan a perder todo lo que tienen a la vista. Además, esta noche Harry
llegará a casa medio muerto de hambre. Ha estado muy atareado ayudando a un corsario
a reparar unos ligeros desperfectos en su goleta. Manos a la obra.
Kendall siguió a Amy mecánicamente, feliz de poder ocuparse en algo. Pero, por mucho
que charlara Amy, su parloteo no lograba que sus pensamientos cambiaran de rumbo.
Estaba asustada. Brent y Travis. ¿Qué ocurriría cuando se encontraran? Travis contaba
con el apoyo del ejército; Brent, sólo con su fuerza y su inquebrantable voluntad.
Además, como evidentemente sabría lo sucedido en el campamento, estaría enojado y
con el corazón repleto de deseos de venganza...
Por otro lado. Zorro Rojo debía estar loco de ira y dolor. Sería capaz de matar a
cualquier hombre vestido con el uniforme azul de la Unión con que se topara. Zorro
Rojo... ¿podría volver a mirarlo a la cara algún día? Él le había ofrecido tanto... y por su
causa lo había perdido todo.
Kendall pensó que no podría soportar ni una pérdida más. Habría sido peor que John
Moore la hubiera matado.

Brent entornó los ojos porque le molestaba la luz del sol. Pensó que los yanquis se
comportaban siempre de forma estúpida. Era increíble cómo dejaban que las cosas
sucedieran ante sus propias narices. ¡De no haber sido porque él mismo se impuso obrar
con cautela, hasta habría cometido un error debido a la poca vigilancia que tenían
montada!
Pensaba que la guerra habría terminado en cuestión de pocos meses si los ejércitos
rebeldes hubieran dispuesto de la cantidad de hombres con que contaban los yanquis y
si hubiera habido fábricas de cañones al sur de la frontera de Mason-Dixon.
El confidente de Harry le había informado de que aquellos días el lugarteniente Moore
no se encontraba en Fort Taylor, pues había sido enviado a la parte septentrional de Gulf
Coast para que colaborara con la flota que operaba por aquellas costas al mando del
almirante Farragut.
Brent se enteró también de que el comandante Travis Deland se disponía a encabezar
una exploración rutinaria por los cayos situados más al sur a bordo de su embarcación,
el Lady Blue, una goleta armada con seis cañones.
Brent estuvo navegando con el Jenny-Lyn casi al abrigo de la proa del Lady Blue hasta
que, con la ayuda del viento, logró ocultarse detrás de la espesura formada por una
diminuta isla poblada de manglares, tan pequeña que a buen seguro sólo aparecía en las
cartas de navegación realizadas por los cartógrafos más detallistas.
Ahora sólo cabía esperar. El Lady Vine navegaba detrás de ellos a toda velocidad. Por
mucho tiempo que llevaran los unionistas estacionados en la zona de los cayos, jamás
serían capaces de conocer a fondo todos los peligros que entrañaban sus arrecifes. De
seguir en aquella dirección y con la velocidad que avanzaba, era más que probable que
la goleta de los federales embarrancara en cualquier momento. Entonces al Jenny-Lyn
pasaría majestuosamente a su lado y su tripulación sacaría a los yanquis del agua. Brent
tendría a Travis Deland en sus manos.
-Capitán -dijo, inquieto, Charlie, que estaba de pie a su lado, en cubierta-. Mire. Está
virando. ¡Debe ser uno de esos pocos malditos federales capaces de evitar los arrecifes!
Cuando vio que el Lady Blue estaba efectivamente virando, Brent frunció el entrecejo,
desilusionado.
La embarcación maniobraba hacia estribor manteniendo la velocidad. Su capitán
conocía bien los arrecifes.
-No podemos arriesgarnos a que nos disparen, capitán, ni a que nos aborden. Ese federal
debe de contar con una tripulación de unos cuarenta hombres, y nosotros somos sólo
veinte.
-Veinticinco -corrigió Brent-. Llevamos a bordo a Zorro Rojo y a cuatro de sus
guerreros, Charlie. Pero no esperaré a que nos disparen. Surcamos aguas federales;
tendríamos dificultades para salir de aquí. Vamos a vernos obligados a tomar la
iniciativa y atacar primero a Lady Blue. Charlie, da órdenes a los artilleros para que
estén listos. ¡Rápido!
-¡A los puestos de combate! ¡Ya!
El ruido de pasos resonó en la cubierta del Jenny-Lyn.
-Cargad el cañón número uno.
-¡Cargando el uno!
-Acabad con él de un solo disparo –ordenó Brent-. ¡En cuanto situemos al Jenny-Lyn en
la posición adecuada, lanzad un cañonazo limpio y certero a la proa!
Cuando la goleta de los federales se apartó por completo de los arrecifes y comenzó a
perseguirles a toda velocidad, Charlie, que maniobraba el timón, dejó la nave de la
protección de la isla.
-¡Fuego! -ordenó Brent.
El cañón disparó. Un segundo después, la goleta de la Unión empezó a cabecear y a
escorar hacia estribor. Su proa se había convertido en una pared de llamas. A pesar de la
distancia, la tripulación del Jenny-Lyn oía perfectamente el alboroto que había en
cubierta.
-Pásame el catalejo, Charlie -pidió Brent. Se dispuso a observar la goleta a través de
aquel artilugio. Los hombres corrían arriba y debajo de la cubierta en llamas. Algunos
de ellos se arrojaban al agua. De pronto, se oyó un grito, y el pánico amainó al instante.
Los marineros se abalanzaban hacia la proa para sofocar el incendio.
-Movámonos antes de que sus artilleros entren en acción -ordenó Brent con
tranquilidad.
El Jenny-Lyn comenzó a desplazarse silenciosamente hacia el lugar donde el navío
enemigo se resistía a la derrota. Cuando se hubieron situado a una distancia prudencial,
Brent envió a uno de sus hombres al mástil para que hiciera señales a los federales
solicitando su rendición.
Brent sabía que cualquier oficial que se hallara en unas condiciones semejantes
capitularía. La goleta era incapaz de aguantar un disparo más, y menos a una distancia
como aquélla. El responsable de un navío que rechazara esos términos estaría enviando
a sus hombres directamente al infierno.
Brent vio la bandera blanca ondear en el mástil del Lady Blue. Entonces el Jenny-Lyn se
dirigió al encuentro del navío federal, cuya tripulación, con expresión ceñuda, se
disponía a lanzar los enganches. Brent vio que el oficial al mando lo esperaba en
cubierta, enfundado en su rígido uniforme y flanqueado por dos suboficiales.
Cuando subió a bordo clavó la mirada en aquel comandante de inteligente mirada parda
y duros, pero lánguidos, rasgos. Ya conocía a Travis Deland. El oficial de la Unión que
tenía enfrente era el hombre que le había salvado de una muerte segura en el puerto de
Charleston.
-Volvemos a encontrarnos, yanqui -dijo Brent con calma.
-Sí, volvemos a encontrarnos. No permita que esto se convierta en una carnicería,
comandante. Ordene a sus hombres que no disparen.
-¿Son los términos de la rendición, capitán? -preguntó Deland secamente.
-Me gustaría disponer de unos minutos de su tiempo, comandante -replicó Brent.
Cuando advirtió que Zorro Rojo se deslizaba sigilosamente a su lado, volvió un poco la
cabeza-. Y me gustaría tener delante a los miembros de su tripulación que participaron
en la masacre de los pantanos. Entrégueme a esos hombres para que los indios, cuyos
hogares y familias fueron destrozados, puedan disfrutar de una venganza justa.
El resto queda en libertad. Los campos de prisioneros del Sur están atestados en este
momento, comandante. Los hombres a bordo del navío federal permanecían en silencio.
-Mis hombres no intervinieron en esa matanza, capitán McCain -afirmó Travis Deland-.
Le doy mi palabra de caballero, señor, de que yo jamás habría tomado parte en esa
masacre de inocentes.
-No estoy acusándole, comandante Deland. Lo que sucede es que en su navío lleva
usted algo más que su propia compañía. Aseguraría que en estos momentos tiene a sus
órdenes a algunos de los hombres que cometieron aquel asesinato bajo los auspicios de
la marina de la Unión y del lugarteniente John Moore.
De repente uno de los federales rompió filas, rasgando con los dientes un paquete de
pólvora.
-¡Acabe con los rebeldes, comandante! ¡Acabe con ellos! ¡Somos mayoría!
En el instante en que el yanqui levantó su rifle cargado, se oyó una detonación en la
cubierta del Jenny-Lyn. Brent no tuvo ninguna necesidad de volverse para saber que
había sido Chris quien, de un disparo certero, había abatido al marinero desde la cesta
situada en lo alto del palo mayor.
Travis Deland contempló la caída de aquel hombre sin inmutarse y luego fijó la vista en
Brent.
-No puedo entregarle a mis hombres para que sean torturados y ejecutados.
-Ninguno de ellos será torturado ni ejecutado. Tendrán que enfrentarse a una lucha de
justicia y en igualdad de condiciones. Bien que disfrutaron sus educados guerreros
vestidos de azul derramando sangre india, ¿por qué no hacerlo ahora?
Travis no apartaba la mirada de la de Brent.
-Mariners Crocker, Haines, Dunphrey y Holmes. ¡Un paso al frente!
-¡No! Comandante, estos salvajes... -se oyó la voz de un hombre.
-¡Cobarde! -vociferó Travis. Caminó rodeando a los cuatro marineros-. Vosotros
combatisteis contra los indios. Ahora volveréis a luchar... ¡y con valentía!
-Hombre contra hombre -dijo Brent, sereno. Su voz resonaba en la cubierta del Lady
Bine. Hizo un movimiento con la cabeza dirigiéndose a Zorro Rojo. El indio y tres de
sus guerreros se encaramaron a la barandilla con gran agilidad y abordaron el Lady Blue
con la intención de enfrentarse a sus contrincantes unionistas.
-¡Arrojad por la borda cualquier arma pequeña!-ordenó Brent.
Travis ni pestañeó.
-¡Arrojad las armas por la cubierta!
-Nadie mediará por ninguna de las dos partes-dijo Brent en voz baja. Señaló en
dirección a la cesta del Jenny-Lyn-. Chris escogerá el primer hombre que deberá ponerse
en movimiento para atacar a un indio, o a un yanqui. Será una lucha equitativa.
Travis Deland asintió con la cabeza, dando su aprobación.
Un grito salvaje de guerra resonó en el momento en que Zorro Rojo se abalanzó sobre
uno de los hombres uniformados de azul de la Unión. El marinero respondió a aquella
lucha frenética blandiendo las mismas armas que utilizó en su ataque contra las mujeres
y los niños del campamento seminola.
Fue un combate justo que acabó rápidamente. Zorro Rojo y sus hombres buscaban
venganza y lucharon como si estuvieran viendo a sus esposas caídas y a sus hijos
ensangrentados.
Los cuatro yanquis murieron enseguida. Volvía a reinar el silencio. Siguiendo la
indicación que hizo Travis con la mano, su tripulación se dispuso a retirar los cuerpos
de los fallecidos.
-Y ahora, comandante, me gustaría departir unos momentos con usted si tiene a bien
acompañarme a bordo del Jenny-Lyn.
-¡No lo haga, comandante! -le advirtió un artillero-. ¡Es una trampa de los rebeldes!
-No seas absurdo -replicó Travis con voz cansina-. No se trata de una trampa. Ya podía
habernos mandado al infierno si ésas hubieran sido sus intenciones.
Imperturbable, Travis subió a bordo del Jenny-Lyn.
Brent ladeó ligeramente la cabeza.
-Si lo desea, comandante, podemos pasar a mi camarote. Creo que ya sabe el camino.
En cuanto entraron en el camarote del capitán, al ver que Travis permanecía de pie,
rígido, Brent dijo:
-Tome asiento, comandante.
A continuación, sacó un puro de la caja de madera de teca que descansaba sobre su
escritorio y lo encendió, aspirando con placer. Se sentó en una esquina de la mesa de
despacho y le ofreció la tabaquera al yanqui. Los celos le aprisionaban el corazón. John
era sin duda un bastardo redomado, pero era evidente, ya que Brent era un experto en
juzgar a la gente, que Travis Deland era un hombre de carácter fuerte y noble.
Aparentemente, conocía muy bien a Kendall... y, según había afirmado Jimmy Emathla
en su lecho de muerte, estaba enamorado de ella. ¿Qué opinaría Kendall de Deland?
¿Qué sentiría por él?
Travis aceptó el puro y la cerilla que le tendió Brent.
-Usted ama a Kendall, ¿no es así, capitán? -preguntó Travis, con toda tranquilidad.
Brent asintió con la cabeza.
-No he podido atacar el fuerte, comandante. No dispongo de armas ni cuento con el
número de hombres suficiente para hacerlo... y es más que probable que la
Confederación no me los proporcione jamás. Me temo que existen objetivos más
importantes que Fort Taylor. -Brent vaciló unos instantes y prosiguió-: No todos los
indios que se hallaban en el campamento murieron. Uno de los supervivientes presenció
la escena que tuvo lugar entre usted, John Moore... y Kendall. También oyó algo de lo
que hablaron Kendall y su... esposo. Deland, ese individuo quiere matarla. El indio me
dijo que era usted un hombre de honor. Comandante, quiero que me ayude. Amo a
Kendall, pero no puedo liberarla sin su colaboración.
Travis exhaló un suspiro interminable. Entonces su mirada oscura se clavó en Brent.
-Capitán, me sorprende mucho que el famoso Halcón de la Noche pueda encontrar
tiempo suficiente en esta guerra para dedicarse a buscar a una mujer en los cayos de
Florida. Aunque en el fondo no me resulta extraño del todo ya que, como usted bien
sabe, también yo quiero mucho a Kendall. Pero no puedo ayudarle. Kendall ha huido
ya.
-¿Qué? -El cuerpo de Brent adquirió la rigidez de un mástil.
Travis parecía consternado y Brent percibió el dolor que ensombrecía la mirada de
aquel hombre.
-Cuando los indios la secuestraron, Kendall se hallaba conmigo. El guerrero que estaba
hoy con usted era quien encabezaba la cuadrilla. Como creía que los salvajes retenían a
Kendall contra su voluntad, decidí acompañar a John hasta los Glades; pero llegué
demasiado tarde. Cuando me di cuenta de que Kendall era feliz allí, la masacre ya se
había producido. Cuando regresamos a los barracones, descubrimos que aquella
supuesta alianza entre los rebeldes y ciertos seminolas era un hecho. John sabía que
Kendall había estado en el campamento con usted. -Interrumpió su discurso por unos
instantes. Los músculos de su rostro reflejaban el esfuerzo que le costaba proseguir con
su relato-. La noche que regresamos al fuerte, la oí gritar. Sus lamentos se oyeron en
todos los barracones. A nadie se le ocurrió intervenir para remediarlo. Seguramente
comprenderá usted, capitán, que los yanquis no sintieron mucha compasión por una
mujer que no sólo ha traicionado a su marido, sino que además lo ha hecho con un
capitán rebelde. No los tenga en tan poca estima, McCain. Todos creen que John le dio
una pequeña lección, que luego la perdonó y todo volvió a ser como antes. Pero yo... yo
conozco a John. En cuanto él partió, visité a Kendall. Le prometí que la sacaría de allí
como fuera. Ella estaba histérica. Comentó que John estaba recuperándose de su
enfermedad y que no estaba dispuesta a esperar. Durante un rato hizo ver que me
escuchaba y luego me golpeó la cabeza con un cántaro. Cuando recobré el
conocimiento, descubrí que se había escapado del fuerte a pie. Fui a la ciudad, donde
me enteré de que se había marchado a bordo de un pequeño bote. Ya se ha ido, capitán.
Partió hace un par de días.
¿Y dónde demonios se encontraba en aquel momento? La respuesta retumbaba en la
cabeza de Brent, que se dirigió a la puerta del camarote.
-Puede irse si así lo desea, comandante Deland.
Travis se levantó, incómodo, y se encaminó a su vez hacia la puerta.
-Quizá debería saber, Deland -dijo Brent muy despacio-, que algún día encontraré a
John Moore. Y ese día, acabaré con él.
Travis titubeó y comenzó a tabalear con los dedos sobre su sombrero.
-Llegará el día, capitán, en que seré yo mismo quien lo mate. -Pasó ante Brent y se
detuvo-. Por si no se ha enterado, capitán, le anuncio que Nueva Orleáns cayó ayer en
manos del almirante Farragut.
Brent sintió un nudo en la garganta. Nueva Orleans, la ciudad más grande del Sur...
-Gracias por comunicármelo. Buenos días, comandante. Espero que volvamos a
encontrarnos cuando la guerra haya terminado.
-También yo -murmuró Travis-. Y capitán...
-¿Sí?
-Búsquela. Busque a Kendall hasta dar con ella. Es buena marinera, pero está sola. Por
fortuna, John se halla en estos momentos en Nueva Orleans. No tengo ni idea de adonde
ha podido dirigirse. Encuéntrela.
-La encontraré.
Pronunció aquellas palabras muy lentamente.
Travis no tenía razones para dudar de aquella mirada gris como el acero que lo
observaba con astucia.
-Y dígale de mi parte... dígale que la quiero.
McCain no contestó. Le saludó con sarcasmo.
-Buenos días, comandante Deland.
-Buenos días, capitán.

En cuanto el comandante yanqui puso el pie en su embarcación, los hombres del Jenny-
Lyn soltaron amarras.
Estaban ya rodeando el extremo de la isla cuando Brent reapareció en cubierta y dijo a
Charlie:
-¡Voy a pasarme la mitad de esta maldita guerra persiguiendo a una mujer que está loca!
-exclamó con voz de trueno-. Mantén el rumbo hacia el norte, Charlie. Sigue la
cordillera. Pon dos hombres en la cofa y no apartes el catalejo de las islas. ¡Loca! -
vociferó de nuevo, golpeando el timón con verdadera furia.
Charlie no tardó en obedecer las órdenes, consciente de que el capitán estaba muy
inquieto. Sin embargo no pudo pensar en él durante mucho tiempo, porque de repente,
se oyó la voz de Lloyd procedente de la cofa:
-Corbeta al frente, capitán. ¡Por estribor!
-¿Qué bandera ondea? -inquirió Brent, tenso.
-No lleva bandera, señor, ¿Arrío la nuestra?
La bandera de barras y estrellas flameaba con orgullo en el mástil del Jenny-Lyn. Brent
cabeceó y exclamó:
-No, déjala. Para una corbeta somos como una cerilla. No apartes la vista por si izan su
bandera.
-Lo están haciendo, señor. ¡Son las barras y estrellas, señor! Son confederados. Y están
haciendo señales de enlace.
-Entonces, marinero, nos aproximaremos. Y que los hombres se mantengan en sus
puestos de ataque por si acaso. Seguimos surcando aguas yanquis.
No tenían necesidad alguna de preocuparse. La corbeta pertenecía a un corsario de
Richmond que se dirigía a las Bahamas. El joven capitán explicó a Brent que no se
había atrevido a izar su bandera hasta que vio la del Jenny-Lyn.
-Estaba ansioso por alcanzarle, capitán McCain aseguró el joven expedicionario-.
Atravesamos el Biscayne con mucha cautela ya que habíamos oído que los rebeldes
tenían un hombre que podría ayudarnos, ya sabe. Debía reparar unos pequeños
desperfectos del casco; hace unos días nos alcanzó una bala de cañón. De todos modos,
ese anciano, Harold Armstrong dijo que se llamaba, me explicó que seguramente daría
con usted por estas aguas. Me pidió que le comunicara que la mujer está con él. No dijo
nada más, capitán; tan sólo eso.
Brent exhaló un prolongado suspiro de alivio.
-Gracias, capitán. Acaba de ahorrarnos mucho tiempo.
-¿Se ha enterado ya de lo de Nueva Orleans? -preguntó lentamente el corsario.
-Sí, acaban de decírmelo.
-Malditos torpedos...
-¿Qué?
-Oh, eso dijo ese almirante de la Unión llamado Farragut cuando barrió las
fortificaciones. Los yanquis no paran de hablar de él ni de citar sus palabras. La Unión
está poniendo en ridículo a gran cantidad de nuestras embarcaciones. No podremos
resistir mucho tiempo en esta situación.
-No, no podremos -convino Brent-. Bien, gracias de nuevo. Y vigile. Como bien sabe,
nos encontramos en territorio yanqui. Cuanto más hacia el sur, más cerrados y
endiablados son los bloqueos. Saben que transportamos suministros desde las Bahamas.
-Iré con cuidado. Oh... y gracias, señor.
-¿Por qué?
-Jamás pensé que me toparía con Halcón de la Noche. Tiene usted numerosos
admiradores por los alrededores de Richmond, señor. Y, debería añadir, unos cuantos
enemigos más si va hacia Washington.
-Lo sé. Así es la guerra, caballero. -Saludó al capitán corsario y se volvió hacia su
lugarteniente-. Charlie, tan sólo nos queda una parada más y después ¡volveremos a esa
maldita guerra! -Con gesto de contrariedad se alejó de Charlie-. Intentaré conciliar el
sueño. Di a Zorro Rojo que Kendall está con Harry. ¡Loca! -murmuró-. Se cree que no
sólo puede con los yanquis, sino con el mar entero. Está volviéndome loco. ¡La mataré!

12

-Recuerde mis palabras, Kendall -dijo Harold Armstrong mientras abandonaba las
buganvillas que acababa de trasplantar-. ¡Algún día este lugar estará más transitado que
Richmond! - Se acuclilló para limpiarse las manos sin dejar de sonreír a Kendall-. Aquí
tenemos plantas originarias de América del Sur... ¡y de América del Norte! Los vientos
arrastran el polen consigo. Los Glades son algo único, señorita. Salvajes. Y cuando
además les rodea un pedazo de playa tan maravilloso como éste... -Suspiró; era un
hombre que rebosaba de alegría de vivir.
Kendall echó a reír.
-Sí, Harry, su hogar es muy bonito. -La sonrisa se desvaneció de sus labios-. Y,
naturalmente, ya me di cuenta de la belleza de los Everglades cuando estuve con Zorro
Rojo... ¡pero no sé si tengo espíritu pionero para vivir aquí! Es tan solitario... Y esta
belleza esconde arenas movedizas, serpientes y... -Se interrumpió al oír las carcajadas
de Harry.
-¿No me dirá usted, pequeña, que no tiene espíritu de pionera? ¿Usted, que ha navegado
una distancia enorme a bordo de un pequeño bote? Para mí es usted una pionera,
chiquilla.
Kendall sacudió la cabeza, suspirando.
-Me paso el día soñando con mi hogar, Harry.
-Eso cuando no estaba pensando, preocupada, en Brent, Travis, Zorro Rojo y todo lo
que podía ocurrirles mientras ella permanecía allí esperando. En voz baja añadió-:
Sueño con que la guerra termine, que los yanquis se cansen de una vez por todas de
intentar dominarnos y que nos dejen vivir como a nosotros nos gusta. Entonces
regresare a Charleston. Conseguiré vencer a mi padrastro y devolveré a Cresthaven toda
la grandeza que antaño tuvo. ¡Oh, Harry! ¡Papá construyó su plantación con tanto amor!
La escalinata principal parecía interminable y cuando celebrábamos una fiesta, la casa
se llenaba de mujeres ataviadas con vestidos preciosos y crujientes miriñaques y
hombres elegantísimos. Papá era considerado una especie de teólogo; ¡las tertulias que
se organizaban en el salón eran realmente interesantes!
Harry esbozó una leve sonrisa, preguntándose por qué se entristecía al oírla hablar de su
hogar. Tras la muerte de sus hijos, dedicaba todo su amor a las plantas. Cuando se
trasladó a Florida, lo hizo con toda la alegría de su corazón. Aunque la cuestión de la
esclavitud poco significaba para él y Amy en aquel reducto salvaje, era nativo de
Carolina del Sur y, cuando el estado proclamó su independencia, y después su tierra de
adopción siguió el mismo ejemplo, supo que acabaría involucrado en el conflicto.
Cuando Kendall hablaba, veía todo lo que transparentaban sus bonitos ojos azules; días
de gloria, de vida cómoda y digna. Una conducta tan respetable, educada y querida por
todos los corazones que la sentían que no había normas que lograran plasmarla por
escrito.
Pero eso había terminado. No sabía por qué tenía la sensación de que todo había
acabado. Daba la impresión de que el Sur estaba ganando la guerra, pero Nueva Orleans
había caído bajo el dominio yanqui y el Sur sufría numerosas penurias. No quería contar
a Kendall todo aquello. Tanto él como su esposa se habían encariñado con la joven. Le
encantaba su sonrisa. Y oírla reír.
-Sí, sí -murmuró, cogiéndola de la mano y dándole palmaditas de forma inconsciente-,
¿Qué tal si me ayuda a podar las tomateras?
-Naturalmente, Harry.
Armstrong comenzó a caminar sin prisa rodeando la cabaña en dirección al jardín
situado en la parte posterior. De pronto se detuvo al oír un largo sonido lastimero. Echó
un vistazo hacia el este, hacia la playa, y una amplia sonrisa iluminó su rostro.
-¿Harry? -preguntó Kendall, intrigada-. ¿Qué ha sido eso?
El hombre rió. Sus cálidos ojos empezaron a pestañear como reflejo de la alegría que le
embargaba.
-¡Una señal, chiquilla! Billy McGretters se encuentra en la playa y está haciendo esa
señal con una caracola.
-¿Qué significa?
-Significa, señorita, ¡que el capitán McCain está de vuelta!
-¡Oh! ¡Lo había conseguido! Kendall se llevó la mano a la garganta. Notaba cómo el
temor y el placer le recorría el cuerpo por entero, sentía debilidad. ¡Tenía tantas ganas
de verlo! Había sufrido por él, lo había añorado... y estaba allí. Pero ¿qué debía hacer?
¿Permanecer allí de pie, esperándolo con frialdad? ¿O sucumbir a su impulso y echar a
correr por el sendero que conducía a la desembocadura del río para verle llegar y
arrojarse a sus brazos, sin importarle nada más que la alegría que la dominaba?
Cerró los ojos un momento, trémula. ¿Y si resultaba que la odiaba debido a la terrible
tragedia que había tenido lugar por su culpa? ¿Y si había acudido a salvarla sólo porque,
a pesar de negarlo, era en verdad todo un caballero? Un caballero de los de mayor
honor, incapaz de abandonarla en manos del enemigo.
El dilema quedó solucionado en cuanto Amy apareció corriendo, sacudiéndose las
manos enharinadas en el delantal, ansiosa.
-¡Están aquí! -exclamó, dichosa-, ¿Qué estáis haciendo vosotros dos? ¡Hemos de
dispensar a nuestros chicos de gris la bienvenida que se merecen!
Cuando Amy pasó corriendo a su lado, rebosante de alegría, Kendall sintió como si sus
pies cobraran vida de repente y empezó a correr. Parecía que el sendero de pinos no
fuera a acabar nunca- Mientras corría, la joven no podía dejar de torturarse con sus
dudas. ¿Era verdadero el lazo que existía entre ellos dos? ¿O no era más que fruto de su
imaginación, el resultado de la necesidad desesperada que de él tenía? ¿Sería Brent tan
maravilloso como lo recordaba?
La densidad de los pinos disminuía a medida que Kendall se acercaba a la playa,
dejando atrás el camino de tierra para pisar la arena oscura de la playa. Los árboles
desaparecieron; sólo algún que otro arbusto resistente crecía a lo largo de la orilla.
Y entonces, se detuvo desfallecida a orillas del río. El Jenny-Lyn estaba anclado en la
cala. La tripulación había decidido prescindir de los botes y se arrojaba al agua para
alcanzar la orilla a nado. Los hombres reían, salpicándose los unos a los otros y
profiriendo los gritos de victoria rebeldes. Kendall se preguntaba si lo hacían a
sabiendas de que, aunque fuera por un breve período de tiempo, allí se encontraban a
salvo y alejados de la guerra. Ella no podía compartir aquella sensación de sentirse a
salvo, concentrada como estaba en buscar a un rebelde en concreto. El ritmo de su
corazón era acelerado, y no sólo por la carrera que acababa de realizar. Cuando por fin
lo vio sintió los latidos en su interior como si fueran miles de cañonazos.
Vestía la levita de capitán con galones dorados, igual que la última vez que lo viera. A
pesar de que las botas le llegaban casi hasta la rodilla, no pudo evitar que los pantalones
ceñidos de color gris quedaran empapados en su intento por alcanzar la vuelta a grandes
zancadas. Como al resto de sus hombres, no parecía importarle en absoluto mojarse.
Avanzaba con rapidez y determinación.
Kendall reparó en que se había dejado barba y bigote, que llevaba perfectamente
recortados. Era la auténtica estampa de un caballero, pensó Kendall; el orgullo y el amor
hacían que sintiera escalofríos. Jamás la imaginación podía superar la realidad.
-¡Brent! ¡Oh, Brent!
Se encontró de nuevo corriendo como una loca, olvidando todos sus temores, olvidando
guardar las formas, olvidando por completo que una dama en sus circunstancias podía
perder toda su respetabilidad al comportarse de aquel modo. Se lanzó al agua sin
pensarlo, corriendo directamente hacia él, sin importarle su vestido ni que pudieran estar
observándola.
Por fin, la mirada gris del hombre se posó sobre ella. Se quedó esperándola, sonriendo
abiertamente. Y cuando al fin la tuvo enfrente, la abrazó con fuerza. Kendall a punto
estuvo de llorar de alegría al sentir su fuerza y su calor varonil. Su sonrisa irónica no le
ocasionaba dolor, sino una felicidad delirante.
-¡Oh, Brent!
Él aflojó el abrazo y arqueó una ceja con malicia.
-Casi has conseguido que me olvide de que vengo dispuesto a estrangularte.
-¿Estrangularme? -preguntó Kendall, devorándolo con la mirada. Deseaba acariciar uno
a uno todos los rasgos de su rostro, explorar los labios carnosos ocultos bajo la
agradable curvatura del bigote, hacer desaparecer la inquietud de sus ojos, atenuar la
tensión de su frente...
-Sí, señora, estrangularte -respondió. Entonces ella recordó cuánto podía llegar a herirla
su mirada de acero-. Cuando me encontré con tu comandante Deland...
-¡Travis! -murmuró Kendall, horrorizada-. Oh, Brent, no habrás matado a Travis,
¿verdad?
Estaba tan preocupada que ni siquiera se percató que el cuerpo del hombre estaba tenso.
Tampoco reparó en la fuerza con que mantenía apretada la mandíbula. Él pestañeó y
dijo secamente:
-No, no lo he matado. Tu amigo yanqui está bien.
-Oh, gracias a Dios -susurró Kendall.
Cuando se separó de él un instante para a continuación rodearle el cuello con los brazos,
vio a Zorro Rojo detrás de Brent, con sus facciones más inescrutables y orgullosas que
nunca. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y se apartó del capitán bruscamente para
encaminarse hacia el indio. Le cogió las manos y cayó de rodillas en el agua ante él.
-¡Oh, Señor! ¡Zorro Rojo! Lo siento mucho. Lo siento muchísimo, de verdad.
¡Perdóname!
-Levántate, Kendall -ordenó Zorro Rojo, inclinándose para ayudarla a incorporarse. Sus
ojos oscuros la miraban con cariño-. No pidas perdón por la crueldad del acto que otros
cometieron.
-Zorro Rojo... -Musitó su nombre con labios trémulos y lo abrazó, aferrándose a él con
fuerza, intentando de un modo u otro devolverle lo que le habían arrebatado,
ofreciéndole su dolor en señal de comprensión. Él la abrazó algo incómodo y le dio
unas palmaditas en la espalda.
-Resistiremos, Kendall -susurró en muskogee.
Ella tardó unos segundos en traducir las palabras a su propia lengua. Entonces se apartó
un poco para mirarlo a los ojos; tenía los suyos empañados por las lágrimas.
-Tu hijo Chicola huyó corriendo hacia el bosque...
-Vive. Está a salvo con la familia de su madre.
-¡Oh, gracias a Dios!
Zorro Rojo acunó la cabeza de Kendall contra su pecho desnudo. Brent McCain los
observaba y por un instante su mirada gris se asemejó a una neblina plateada, tan clara y
vulnerable se tornó. Después el acero impenetrable volvió a controlar la niebla de plata.
Enarcó una ceja.
-¿Qué tal si salimos del agua, señora Moore? En los tiempos que corren resulta muy
difícil encontrar botas de recambio.
El tono que empleó azotó a Kendall como un látigo, y ella, al separarse de Zorro Rojo
para mirarlo a la cara, se preguntó qué había hecho para provocar tal actitud. Sentía el
corazón tirante como la cuerda de un arco, tan tenso que parecía como si fuera a
romperse en pedazos de un momento a otro. ¿Por qué insistía en recordarle con tanta
crueldad que era la esposa de un yanqui? ¿Debía interpretarlo como una advertencia?
¿O acaso se mofaba para que no olvidara los lazos legales que la unían a otro mientras
que él era libre? Podía disfrutar de ella... la sociedad no decretaba que un hombre no
pudiera gozar de una actividad lujuriosa. Con una súbita sensación de furia y
resentimiento, Kendall pensó que la amabilidad sureña servía para ocultar la típica
arrogancia sureña. Brent se crecía con el derecho a solicitarla cuando le apeteciera; lo
más probable era que ni aun siendo una persona libre no se casara con ella.
Fue Amy Armstrong quien advirtió la expresión de mirada de Kendall; primero dolor y
perplejidad, luego enfado. Avanzó hasta la orilla.
-Venid todos a la cabaña. Brent McCain, trae contigo a todos esos chiquillos salvajes.
¡Tenemos medio buey en el asador!
-Gracias, Amy -murmuró Brent sin prestarle mucha atención. Salió del agua y se volvió
hacia sus hombres-. Día libre para todos excepto para la tripulación que esté de guardia.
Y recordad, en especial vosotros, Lloyd y Chris, cuando visitéis a las hijas del
predicador, ¡que sois oficiales de la marina confederada!
-¡Sí, señor!
-¡Sí, señor!
Los dos jóvenes marineros se miraron mutuamente como confabulándose y echaron a
andar por la orilla, con el agua a la altura de la cintura, en busca de la libertad. Brent
rodeó con el brazo los hombros robustos de Amy y le murmuró al oído algo que la hizo
reír como una chiquilla.
Kendall se quedó paralizada en el río, con el agua por las rodillas, al ver que Brent
desaparecía por el sendero. Todos los hombres pasaron junto a ella, que casi no reparó
en el sorprendente saludo de respeto que le ofrecieron todos ellos quitándose el
sombrero.
Cuando pasaron todos. Zorro Rojo le puso amablemente la mano sobre el hombro.
-Ven, Kendall.
-Ella se quedó mirándolo a los ojos, desconcertada.
-¿Qué he hecho. Zorro Rojo?
-No has hecho nada, Kendall.
-Entonces ¿por qué...?
-Halcón de la Noche es un hombre fuerte, capaz de enfrentarse a muchas cosas. No le
asusta la muerte ni tener que luchar. Pero ahora se siente acosado por algo que es
totalmente nuevo para él. Está aprendiendo a tener miedo.
-¿Miedo? ¡Brent no me tiene miedo!
-Tiene miedo de lo que siente por ti. Está descubriendo lo celoso que puede llegar a ser.
Ven. No debemos presionarle. Me gusta enseñarle, pero es mi amigo, y a los amigos se
les debe enseñar con delicadeza.
Zorro Rojo y Kendall emprendieron el camino juntos hacia la tierra firme y la
acogedora cabaña de los Armstrong.
La mayoría de los hombres de la tripulación de Brent sabía algo que Kendall a duras
penas conocía: dónde estaban emplazadas las casas de los demás colonos. Una vez
libres, los hombres se dedicaron cada uno por su lado a buscar su propia manera de
divertirse. Evidentemente en los alrededores había otras chicas jóvenes además de las
hijas del predicador. Amy contó a Kendall, muy segura de sí misma, que todos estarían
de vuelta cuando la comida estuviera preparada, ¡y que lo más probable era que
regresaran con algún invitado de más!
Entró en la cocina de la cabaña para limpiar la verdura y ponerla a hervir en una olla. En
el salón contiguo estaban sentados en aquel momento Brent, Zorro Rojo, Charlie
McPherson y Harry. Brent encendió un puro. Charlie y Harry fumaban en pipa.
Estuvieron bebiendo coñac enfrascados en una conversación sobre la guerra.
-¡Surgirán problemas de toda clase en toda la franja del Mississipi! ¡Verdaderos
problemas! Más de los que hemos tenido con la toma de Nueva Orleans por parte de
Farragut -advirtió Harry muy serio-. Han traído incluso un general del frente más
occidental, un tal Grant, que sabe lo que se lleva entre manos.
Apoyado en la repisa de la chimenea de piedra coralina, Brent refunfuñó. Kendall lo
miró de reojo por encima de aquella cocina tan voluminosa y advirtió que estaba
buscándola con la vista. Cuando por fin sus miradas se encontraron, él no desvió la
suya, pero daba la impresión de que, por el hecho de verla, se enfurecía aún más.
-Creo que no debemos preocuparnos de ese Grant, teniendo como tenemos a Jeb Stuart,
el viejo Jackson Muro de Piedra y Robert E. Lee en el ejército situado al norte de
Virginia -declaró Charlie.
Harry hizo una mueca y observó a Brent, frunciendo el entrecejo al seguir el recorrido
de la mirada del capitán en dirección a la cocina y Kendall. Entonces, sonrió y dijo:
-Ahora opina tú, Brent McCain.
Brent se volvió hacia Harry.
-¿Qué?
-¿Adónde os dirigís tú y tu pandilla de matones, capitán?
-Oh... hacia el oeste. Debemos transportar unas cosas de un lado al otro del área del
golfo. Después zarparemos hacia Londres donde venderemos algo de algodón y
haremos algunos negocios para comprar armas. Nos llevaremos a Kendall a Londres.
Buscaremos un lugar donde esconderla bajo un nombre falso.
-¿Qué? -exclamó Kendall de repente, echando en la olla una zanahoria aún por pelar.
-Estoy diciendo que te llevaré a Londres –repitió Brent con un tono aún más grave.
-¡No, no harás eso! ¡No quiero ir a Londres!
-¿Oh? -Apoyado todavía en la repisa de la chimenea con aparente indiferencia, levantó
la copa de coñac y sentenció con sequedad-: ¿Acaso prefieres regresar a Fort Taylor?
Dejando el cuchillo a un lado, Kendall puso los brazos en jarras.
-No, capitán McCain. ¡Pero no pienso ir a Londres! ¡Todo lo que amo está aquí!
-¡No podré vigilarte todo el tiempo que dure esta maldita guerra, Kendall!
-¡No tienes ninguna necesidad de vigilarme! -protestó Kendall, iracunda.
-¿Cómo que no? -gruñó Brent. Apretaba la copa con tal fuerza que los nudillos se le
quedaron blancos-. ¡Necesitas que te vigilen cada maldito segundo que pasa!
Olvidando por completo el público constituido por los otros tres hombres que los
contemplaban, Kendall se dirigió con paso airoso hacia la chimenea donde Brent estaba
apoyado, y sus ojos azules echaban chispas.
-Nadie te pide que me vigiles, Brent McCain. ¡No soy ni tu esclava ni una propiedad
que debas salvaguardar para hacer uso de ella más adelante! Me niego a partir hacia
Londres. Me quedaré aquí, con Harry y Amy, en caso de resultar una molestia para
ellos, volvería con Zorro Rojo y su gente. Y no se te ocurra decirme que los pondría de
nuevo en peligro. Cuando el capitán de Fort Taylor se enteró de la masacre, se
enfureció. ¡No consentirá nunca más que sus hombres se acerquen a los indios!
Brent apretaba tanto los labios que apenas se veían entre su bigote y su barba
impecables. Depositó sobre la repisa de la chimenea la copa con tanta energía que
Kendall temió que se rompiera. Arrojó el puro al fuego e hizo una reverencia a los
demás hombres.
-¿Nos disculparán a la señora Moore y a mí si salimos un momento? ¡No me gustaría
herir sus sentimientos en público!
Antes de que ella pudiera esgrimir palabra alguna en señal de protesta, la cogió por el
brazo con tanta fuerza que casi le corta la respiración. Ninguno de los presentes en la
cabaña acudió en su ayuda; en cuestión de segundos, la hizo cruzar el umbral de la
puerta, y Kendall oyó, las risitas divertidas de los otros tres hombres.
-¡Basta! -exclamó intentando agarrarse al marco de la puerta-. ¡Para, Brent McCain!
Suéltame. La sopa de Amy se echará a perder.
-¡No te apures, Kendall! Ya vigilaré yo la sopa-prometió Harry cariñosamente.
-Y ahora me acompañarás como una dama –le susurró Brent al oído- o si lo prefieres, te
cargaré sobre mi espalda. ¡Vendrás conmigo de todos modos!
-¡No! Brent...
La ira que demostraba el capitán la asustaba de verdad. Kendall había estado
esperándolo durante tanto tiempo... se moría de ganas de que la acariciara. Podía haber
sido todo muy bonito, pero en aquel momento parecía imposible que algo pudiera
acabar bien entre ellos. Viendo la violencia que era capaz de provocar en el hombre a
quien amaba... y que tanto la atemorizaba, rompió a llorar.
-¡Brent, espera! Escucha...
-A mí me parece bien cargarte a la espalda –dijo con impaciencia.
Kendall tuvo que soltarse del marco de la puerta al que continuaba aferrada cuando él la
levantó y se la echó a la espalda sin ninguna delicadeza. El hombro de Brent la golpeó
en el diafragma, y ella no pudo protestar porque quedó sin respiración. ¿Dónde estaría
Amy?, se preguntaba la joven.
Necesitaba con urgencia la ayuda de una mujer.
Su pregunta fue respondida en aquel mismo momento. Amy se hallaba delante de la
cabaña, en el jardín, dando vueltas al enorme pedazo del buey del asador.
-Vamos a dar un paseo para charlar un poco, Amy-dijo Brent con amabilidad al pasar
junto a ella.
Kendall comenzó a asestarle puñetazos en la espalda al tiempo que trataba de suplicar a
la mujer:
-Amy... señora Armstrong...
-¡Qué os divirtáis, queridos! -exclamó Amy, agitando alegremente un gran pañuelo.
Brent, con paso airado llegó por fin al granero y los matorrales para tomar un estrecho
sendero entre los pinos.
-Kendall, ya es hora de que aprendas que no eres más que una mujer -dijo, enojado
mientras ella se debatía.
-¿Sólo una mujer? -replicó ella con rabia-. ¿Qué significa eso?
-¡No puedes luchar como un hombre! Parece que no acabas de comprenderlo. Y como
necesitas aprenderlo, seré yo quien te lo enseñe.
-¿De qué estás hablando?
De pronto él se detuvo y la depositó en el suelo.
Kendall miró alrededor, desconcertada. Se encontraban de nuevo junto al agua, pero en
aquel lugar la arena era blanca y la pequeña playa estaba rodeada de frondosos árboles y
arbustos. La mujer observó a Brent, que sonreía con sarcasmo, con las manos apoyadas
en las caderas.
-Oh, estamos solos, señora Moore, totalmente solos. Puedes gritar y rabiar cuanto te
plazca, nadie puede oírte.
Estaba tan rígido que era como un manojo de músculos, y hasta se le marcaba el pulso
en las sienes. Al verlo en aquella actitud, a Kendall se le encogió el corazón de dolor. La
mirada de Brent era severa, tan fría como la nieve en pleno invierno. Sus ojos no
traslucían amor ni ternura; sólo ira a duras penas reprimida.
Kendall se echó la melena hacia atrás y se puso las manos en las caderas.
-Lo cierto es que no te entiendo, capitán McCain. ¡No fuiste tú quien me trajo aquí!
Vine por mis propios medios. Soy una mujer, eso te lo garantizo, pero llegué...
-¡Y podrías haber muerto! Sin tener ninguna necesidad. Tu amigo Travis te prometió
sacarte de allí, pero ¡oh no!, tuviste que marcharte tu sola como si fueras una idiota...
-¡No podía esperar! -protestó Kendall. Se sentía muy violenta. ¿Cómo podía saber tanto
de Travis?- ¡Y me gustaría enterarme de cómo el famoso Halcón de la Noche, el rey de
los confederados, ha conseguido sonsacar tanta información a un yanqui! ¿Es que estás
jugando a dos bandas, capitán McCain? ¿Realmente eres un héroe como dicen? ¿O
acaso te dedicas a burlar los bloqueos con la única finalidad de sacar un beneficio para
ti, como hacen otros?
Retrocedía mientras hablaba. Brent, impasible, avanzó un paso en actitud tan
amenazadora que ella se vio obligada a reconocer que sus palabras habían desatado la
ira del capitán.
-Por menos de lo que estás acusándome sería capaz de matar a un hombre -dijo con
calma-. Pero tú no eres un hombre ¿verdad? Y éste es precisamente el tema de nuestra
conversación.
En aquel momento su mano salió disparada como una bala para agarrarla con fuerza por
la muñeca, forzándola a acercarse a él. Entonces sin que Kendall tuviera tiempo de
protestar, le dio la vuelta y la apoyó contra un árbol. Brent se pegó al cuerpo de la
joven, sin dejar ni un espacio libre entre los dos y le puso las manos a ambos lados de la
cabeza, hundiendo los dedos en su cabello,
-Ahora -murmuró, con un tono más amigable pero con los músculos aún rígidos debido
a la tensión contenida- dime, Kendall, ¿cómo estás? No puedes moverte. Estás
prisionera. Se trata de una triste realidad cariño, pero el macho es siempre el más fuerte.
Puedo hacer contigo lo que desee... y tú no puedes hacer nada para evitarlo.
-¿Y qué pretendes probar con esto, insolente...?
La besó con hambre voraz, interrumpiéndola.
Kendall hubiera querido protestar ante tan salvaje violación, pero, a pesar de que
intentaba rebelarse, sentía cómo el deseo traicionero crecía en su interior. Habían
transcurrido muchos meses desde la última vez que lo viera; días interminables en que
había anhelado sus caricias. Ahora no podía negarse a ellas por muy brutales que fueran.
Le devolvió el beso con toda la urgencia y la dulce sed que sentía su corazón y su alma.
Su respuesta fue tan apasionada y apremiante como el asalto del hombre.
Brent separó sus labios de los de ella para respirar de forma entrecortada y a
continuación volvió a besarla cálidamente en la frente, los párpados y las mejillas. Sus
miradas se cruzaron; los ojos de Brent parecían nubes de tormenta, y ella no pudo
reprimir un sollozo. Aquellos ojos pedían comprensión y reflejaban las emociones del
capitán de forma tan clara que ella no pudo negarle nada.
-Kendall, maldita sea, tienes que aprender...
-¿Aprender qué, Brent? -exclamó bruscamente-. ¿Qué me enseñarías tú? ¿Que el mundo
es peligroso, que la vida puede llegar a ser muy cruel? -Las lágrimas empañaron su
mirada, y parpadeó enojada, para apartarlas-. ¡Dios! ¿No te das cuenta que ya sé todo
eso? ¡Desde la última vez que te vi he padecido los más tremendos horrores que puedas
imaginar! Muchas veces llegué a dudar de que deseara sobrevivir. Cada día que
despertaba era como iniciar una pesadilla, y los únicos sueños agradables que tenía
eran...
Interrumpió su discurso para mirarlo fijamente. Parecían predestinados a repartir el
tiempo que pasaban juntos entre la acción y la emoción, el enfado y la pasión. Sin
embargo, por breves que fueran los momentos que compartían, para ella representaban
unos instantes mágicos. Brent se había convertido en su razón de vivir y no deseaba que
aquella relación fuera sólo un sueño.
Él la miraba con tanta intensidad que parecía querer escudriñar lo más profundo de su
alma. Las penalidades que ella había sufrido también le afectaban a él como si le
hubieran clavado un cuchillo en el corazón.
Kendall sabía muy bien que además otras cosas atormentaban su mente y su alma;
batallas que ella jamás había presenciado, aparte de las luchas particulares que libraba
consigo mismo. Había tantas cosas entre ellos dos. Cuando el capitán habló, lo hizo con
una voz ronca y profunda.
-¿Cuáles fueron los únicos sueños agradables, Kendall?
Ella contuvo la respiración y lo miró de hito en hito como respuesta. Había entregado su
corazón a aquel hombre. De pronto la embargaba un extraño miedo; temía que no la
hubiera deseado tanto como ella a él. Se quedó un momento sin poder hablar. Después
la crueldad de lo que les rodeaba la motivó, y decidió que lo único que podía hacer era
ser sincera, expresar sus sentimientos abiertamente y rezar para que él reaccionara bien
ante su franqueza.
-Tú -susurró y respiró hondo. Él deslizó las manos por su cuerpo-. ¡Tú! -repitió-. Tú
eres mi sueño, mi vida eres tú. Te... te amo, Brent.
-¡Oh, Dios! -exclamó-, ¡Loca! ¡He olvidado la guerra, la vida, la muerte, el honor...
porque te amo! -dijo. Sus palabras denotaban dolor y amargura. Sus manos descansaban
sobre los hombros de la mujer, y le daba pequeños golpecitos con sus fuertes dedos-.
¡Por eso debes escucharme!
-0h, por favor, Brent! No te entiendo. Yo te quiero. Tenemos muy pocas oportunidades
de estar juntos, y cuando lo estamos es por tan poco tiempo! Por favor, Brent, por
favor...
-Kendall -murmuró con voz ronca, abrazándola tiernamente-. ¿Que no comprendes?
¡Tengo miedo de dejarte aquí! No puedes luchar sola. Si John Moore apareciera, te
hallarías tan impotente como antes. No puedo protegerte y, al mismo tiempo, combatir
en una guerra...
-¡Brent! No habrías podido protegerme en los pantanos. ¡Eran muchísimos! Las balas
matan tanto a hombres como a mujeres. Te lo juro, Brent...
-Lo discutiremos más tarde -dijo, interrumpiéndola de repente-. No puedo aguantar más.
-¿Qué? -susurró Kendall, confusa, apoyando su delicada mano sobre el pecho de él.
-Amarte, Kendall -murmuró con voz ronca.
Gruñó un poco y la atrajo hacia sí, mirándola con sus ardientes ojos de color gris.
Kendall sintió una oleada de calor en el interior, una excitación enfebrecida que
arrebolaba sus mejillas.
-¿Aquí?
Él levantó un dedo para apartarle un rizo que le cubría parcialmente el rostro. Ella se
sintió como si fuera a caer desplomada. Brent, que advirtió su temblorosa debilidad, la
cogió entre sus brazos y juntos se tendieron sobre la arena. La besó en la boca,
lentamente, de forma prolongada, al tiempo que la acariciaba con amor, haciéndola
estremecer.
-¿Brent? -musitó con la boca pegada a sus labios.
-¿Hummm?
-¿Y si viene alguien?
-No vendrá nadie. -Sus largos dedos encontraron las presillas de la parte trasera del
vestido.
-¿Brent?
-¿Hummm?
-¿Y los Armstrong? ¿Qué pensarán? Notarán nuestra ausencia.
-Pensarán que hemos encontrado un lugar encantador a orillas del mar y que estamos
haciendo el amor.
-¡Brent! -El vestido se deslizó hombros abajo y él comenzó a besar su carne desnuda.
Kendall gimoteó al sentir el contacto, pero se mantuvo a su lado sin volver a protestar.
La recostó en la arena, mirándola con pasión y ternura; sus ojos, oscurecidos como el
carbón, la traspasaron, provocando que lo deseara aún más. Brent se despojó de la
chaqueta y le alzó la cabeza para reclinarla sobre aquella prenda de color gris. Dispuso
los rizos de su cabello como si fueran un abanico, contemplando fascinado cómo sus
propios dedos la acariciaban. Después se quitó la camisa, y entre la desnudez bronceada
de su ancho torso Kendall no pudo permanecer pasiva por más tiempo. Lo estrechó
entre sus brazos y enterró el rostro en los rizos que cubrían el pecho varonil.
-No soporto estar alejada de ti -musitó entre sollozos.
Él no respondió. Le acarició la nuca y se inclinó en busca del borde de la falda para
quitarle el vestido por la cabeza. La abundante cabellera cayó sobre sus senos como
brillantes olas, y, en cuanto hubo apartado el vestido, Brent lanzó un gemido ronco y la
abrazó, explorando con las manos las colinas desnudas y el valle que tenía ante sí. Le
besó el cuello, los labios, el pecho, saciando la voraz pasión que sentía y poniéndola en
tensión, haciendo que olvidara que estaban tendidos sobre un lecho de arena y que por
techo no tenían más que el cielo azul y el sol. La dulzura la inundó. Era un fuego tierno,
inaguantable, como la necesidad de acariciarle en respuesta. Sumergió los dedos en el
cabello de Brent, le apretó la espalda con las palmas de las manos y acarició con amor y
deseo su cuerpo.
Los dedos del hombre se deslizaban hacia la cinta de las bragas, rozando el vientre a su
paso. Al sentir el contacto, a Kendall se le erizó la piel y perdió todas sus inhibiciones.
Algo tan primitivo como esa playa de salvaje belleza en que se encontraban brotaba de
su interior; el ansia de complacer al hombre que con tanta destreza la arrastraba hacia el
remolino de su pasión arrolladora.
Brent se acuclilló para tirar lentamente de la cinta de las bragas, recreándose en la
observación de sus propios movimientos. Poniéndole las manos en las caderas, la ayudó
a levantarlas y retiró por completo la prenda de algodón. Lo hizo muy despacio,
deteniéndose para besar cada centímetro de piel que iba dejando al descubierto. El
bigote le atormentaba la carne; sus labios y su lengua la golpeaban con un calor húmedo
y tentador, provocando en Kendall estremecimientos y convulsiones. La sensual tortura
continuaba en busca de la intimidad más completa, enloqueciéndola, haciéndola temblar
y balbucear su nombre.
El hombre se levantó para desprenderse de la vaina de la espada y las botas. Cuando
procedió a quitarse los pantalones, se encontró con que ella se había arrodillado frente a
él para ayudarle. La necesidad de acariciarla, tan evidente encendía en ella una pasión
que corría como un reguero de pólvora y ardía cada vez con mayor intensidad, porque le
amaba, conocía la fuerza de sus muslos, la cálida ondulación de su vientre y la potencia
plena de su virilidad.
Se arrodilló para unirse a ella en la arena y eclipsarla con su abrazo, volver a besarla,
recorrerle la espalda con las manos, mecerle las nalgas y estrecharla para saborear el
sencillo placer de sus cuerpos desnudos al fundirse. La tendió de nuevo en la arena y se
colocó sobre ella, la cara y el cuerpo tensos, separándole los muslos con la intención de
poseerla de aquel modo encendido y apasionado que Kendall esperaba y sabía la
destrozaba de una forma tan maravillosa. El ardor inundaba su cuerpo, acribillándola
con espléndidas sacudidas, y en el instante en que la penetró lo abrazó, gozando.
Brent se contoneó sobre ella mirándola a los ojos, y Kendall le rodeó el cuello con los
brazos, devolviéndole la mirada sin ningún temor, maravillada ante aquellas
sensaciones. Las olas bramaban, y los pinos se mecían suavemente; sentía el calor de la
arena en su espalda. Era consciente de todo ello, que, en aquel momento, no
representaba más que un añadido al placer de que la poseyera, de sentirle dentro, de ser
totalmente suya por unos instantes mágicos.
-Te quiero, Brent -susurró-. Te quiero tanto...
-Yo también te quiero, mi pequeña rebelde. Yo también te quiero... -respondió,
sonriendo.
La besó y se incorporó un poco para empezar a moverse de nuevo, sin dejar de mirarla.
La ternura dio paso a un deseo ardiente que pedía hundirse en lo más profundo de su
cuerpo. Las gráciles caderas se arquearon en pos de una fiebre que aumentaba y la
atormentaba. La bella entrega de aquella mujer llevó la pasión de Brent hasta límites
que parecían no tener fin. Y entonces llegó. Se oyó el trémulo gemido de dulce y
estremecedora plenitud, y él derramó su semilla, alcanzando un instante de gloria
palpitante, tan volátil, tan completo.
Quedo sobre ella sin decir nada y después se echó a un lado para contemplar el sol,
golpeando sin querer la piel húmeda del brazo de Kendall. La sombra de los pinos les
protegía del resplandor directo y no fue capaz de pensar más que en la belleza de todo lo
que le rodeaba.
La tenía a su lado, perfecta bajo la dorada luz del día, y sus formas eran tan bellas como
el sol. Permanecieron mucho rato en silencio, saboreando el tiempo que podían estar
juntos. Una vez apaciguada la explosión de deseo resultado de tantas noches de sueños,
siguieron las cálidas caricias. Fue Brent quien habló en primer lugar.
-Te amo, Kendall -dijo con cariño-, y el amor me hace enloquecer. Me da miedo pensar
en lo que pueda pasarte.
Ella se recostó sobre el codo y lo miró con ojos lánguidos, cristalinos bajo el efecto de
la droga tan poderosa que era su experta seducción.
-¿De cuánto tiempo disponemos? -preguntó con voz ronca.
Hizo una mueca de tristeza.
-Hasta mañana por la noche.
Se inclinó sobre él y los dorados rizos de su cabellera le acariciaron la piel.
-Entonces, no perdamos el tiempo -murmuró, posando sus labios sobre su torso, dejando
que los besos siguieran su propio camino.
Sintiéndose colmado por su amor, la pasión renació rápidamente. La cogió por los
hombros y la tendió sobre la arena, casi enojado por el hecho de que pudiera provocarle
con tanta facilidad tal intensidad de pasión y emociones.
-No; no perderemos el tiempo -respondió.
Volvió amarla con una pasión demoledora. Y una vez más, y otra, hasta que el sol se
puso y la cala quedó iluminada por el resplandor del ocaso.
13

La barbacoa que preparó Amy fue todo un éxito. Los colonos que vivían en las tierras
altas y en la zona de la desembocadura del río se unieron a la fiesta en honor de los
héroes confederados. Violines y flautas animaron la celebración, y los niños corretearon
por los jardines. Los hombres hablaban de caballos, cosechas y la guerra mientras las
mujeres intercambiaban recetas y ojeaban los dibujos del Godey's Lady's Book que
Brent había confiscado a una goleta federal.
La luna llena iluminaba el jolgorio y brillaba, desafiante, como si fuera uno más de los
bulliciosos músicos del grupo. Costaba creer que los yanquis se hallasen tan cerca,
controlando el viejo Fort Dallas, río Miami arriba. Los hombres de aquel fuerte
moribundo jamás se habían preocupado por los habitantes de la bahía; eran incapaces de
dominar lo que seguía siendo un territorio salvaje y desapacible a orillas de un pantano
intransitable. Y pasaban por alto el hecho de que aquel emplazamiento, aparentemente
sin valor estratégico alguno, servía de puerto seguro a algunos de los mayores enemigos
de la causa de la Unión.
Kendall también pasaba todo por alto..., todo, excepto el momento que estaba viviendo.
Se sentía muy agradecida a Amy y Harold Armstrong. La habían aceptado sin
condiciones; a pesar del elevado sentido de moral que imperaba en una sociedad como
aquélla, Kendall mantenía la espalda erguida, la barbilla bien alta y ellos, por su parte,
habían decidido dispensarle la mayor lealtad, pues ella, pobre criatura, había sido
víctima de la tiranía del Norte..., al igual que el Sur. Y era evidente que el valeroso
capitán McCain estaba enamorado de la joven. El amor y la devoción que Kendall
profesaba a su soldado le otorgaban respetabilidad; se trataba de un amor inocente, bello
y a la vez salvaje que le confería un aura al que nadie podía resistirse. Brent y ella se
unieron a la fiesta que estaba celebrándose en el bosque, junto a la cabaña, y comieron y
bailaron con los demás menos de una hora. Ese tiempo bastó para que las demás
mujeres la consideraran la más gentil y educada de las damas de alta alcurnia.
Y Amy... ¡bendita Amy! La dama más leal, honorable y con el sentido de la moral más
elevado de todas ellas manejó la situación con el más delicado aplomo. Cuando la fiesta
decayó y los marineros de Brent hubieron recibido invitaciones para dormir en
diferentes hogares, fue a buscar un colchón, se lo entregó a Brent y deseó a ambos
buenas noches, sin que sus sonrosadas mejillas pusieran la situación en tela de juicio.
Harry, en cambio, no pudo evitar guiñar el ojo, divertido.
Kendall pasó la noche entre los maravillosos brazos de su amante. El mero hecho de
dormir a su lado, de sentir la dulce seguridad y el calor de su cuerpo, era tan agradable...
Durmió como un angelito, y no sólo porque la había dejado exhausta, sino también
porque su alegría era embriagadora e irresistible.
Al despertar por la mañana y levantar la cabeza de encima de su pecho quedó
sorprendida y preocupada a la vez cuando le descubrió con la vista fija en el techo, en
actitud meditabunda. Ni siquiera la miró al advertir que ella se había despertado.
-Voy a llevarte a Londres -declaró con firmeza.
-¡No! -protestó Kendall, inclinándose sobre su pecho y enmarcándole el rostro con las
manos, obligándolo a mirarla a los ojos-. ¡No, Brent! -suplicó- Eso es una locura. Dices
que aquí corro peligro, pero ¿qué ocurriría si atacaran el Jenny-Lyn?. Además, antes de
partir hacia Londres debes recorrer el golfo entero. Por favor, Brent, no seas tonto. Si
me llevas a Europa, no volveré a verte ¡porque te reclamarán para luchar! Es aquí
adonde has venido, Brent, y es aquí a donde siempre regresarás. Por favor, te lo
suplico...
-¡No cuentas en este lugar con ninguna clase de protección! -objetó Brent, acalorado. La
miró a los ojos, tan líquidos y de un azul tan resplandeciente que parecían la inmensidad
del cielo y el océano. Volvió a sentirla sobre él. La calidez de su pecho, henchida por la
pasión de su súplica, le rozaba el torso. De pronto, comenzó a atusarle el cabello,
atrayéndola hacia sí, acariciándole la nuca-. Si te llevo a Londres -murmuró Brent-
disfrutaremos de una larga travesía transoceánica.
-Y después no volveré a verte nunca más –replicó ella, desmontándole el argumento-.
Brent, no hay ser humano que se atreva a llegar hasta aquí y masacrar a un centenar de
colonos blancos. Los yanquis no atacan a quienes viven en esta zona. Y si lo hicieran,
Brent, soy ya bastante autosuficiente. Zorro Rojo...
-Zorro Rojo regresará a los pantanos -le interrumpió Brent con amargura.
-¡Pero sé cómo dar con él! -exclamó Kendall, rechazando su abrazo para ponerle las
manos en el pecho y situarse encima de él, mirándole a los ojos una vez más-. ¡De
verdad, Brent! Me ha enseñado muchas cosas. ¡Probablemente soy capaz de seguir el
laberinto de ríos y canales mucho mejor de lo que pueda hacerlo cualquier hombre
blanco! Y jamás volverán a pillarle por sorpresa, Brent. Lo sabes tan bien como yo...
¡estoy segura de que lo sabes, Brent!
Él frunció el entrecejo. Su semblante se ensombreció, y una ola de frialdad inundó sus
ojos, convirtiéndolos en cortantes cuchillos.
-Dime -susurró, abrazándola por la cintura y atrayéndola de forma brusca hacia sí-,
¿insistes en quedarte aquí porque éste es el puerto donde me refugio... o porque tienes a
Zorro Rojo cerca?
Ella abrió los ojos como platos y sonrió de forma sutil.
-¿De verdad sientes celos de un hombre que te quiere tanto como a su propia gente? Si
es así, mi temerario rebelde, estás loco. Te diré con toda sinceridad que le quiero...
como el hermano que ha sido para mí en tu ausencia. -Kendall pegó su rostro al de él
llenándole de besos las comisuras de la boca, atormentando sus propios labios con el
roce de su bigote. Se estrechó contra él, acariciándole sensualmente el torso con los
senos. Volvió a incorporarse, presionándole con firmeza los hombros con las manos y
sacudiéndole ligeramente-. Te amo, Brent. Dondequiera que esté, me siento sola sin ti.
Vivo con la esperanza de volver a verte, y de este modo los días y los meses transcurren
con cierta alegría. Por favor, no desconfíes de mi amor, pues es lo único que puedo
ofrecerte... y no pongas en duda una amistad tan noble y pura.
Cerró los ojos y volvió a abrirlos; sus pestañas doradas eran como alas de mariposa. Él
observaba sus gestos con una mirada oscura como el carbón y entonces le acarició la
mejilla con los nudillos.
-Eres muy hermosa, Kendall -musitó. No necesitó añadir nada más, pues la calidez
orgullosa de su mirada y la adoración que demostraban sus caricias eran bastante
explícitas. Kendall se apretó contra él, saboreando su poderoso abrazo, pero advertía
que aquello no bastaba. Le mordisqueó los tendones del hombro, para seguir luego la
marca dejada por su boca con la suavidad de la punta de la lengua.
-Es a ti -murmuró- a quien amo. -Trémulamente, continuó bañando con sus besos el
cuerpo masculino, y sus susurros fueron convirtiéndose en amorosas incoherencias ya
que, al observar la respuesta a sus caricias, fue encendiéndose y excitándose más y más-
Es a ti a quien necesito... tú eres lo que quiero...
No temía acariciar sus rincones más íntimos, ni recrearse en la sexual belleza de su
amor. Tampoco se arredró cuando él le rodeó la cintura con las manos para levantarla y
volver a colocarla encima de él. Se miraron los ojos, y la luz del sol iluminó los de
Kendall, que brillaban orgullosos, como lagunas encantadas. El amor transformaba
todos y cada uno de sus sutiles movimientos, todos y cada uno de sus cálidos suspiros,
en encanto seductor.
Brent pensó que la amaría más allá de la muerte. Luego se estremeció al pensar que el
poco tiempo que podían disfrutar juntos no tenía precio; debían mimarlo y cuidarlo
cuanto les fuera posible. Sonrió con mirada cada vez más ensoñadora. Y entonces se
unieron en un explosivo arranque de pasión, llegando ambos con asombrosa rapidez a la
acalorada cumbre del placer. Una vez aquella salvaje tormenta de deseo hubo amainado,
Brent no pudo evitar acariciarla de nuevo y recorrer su espalda con los dedos de forma
inconsciente. De pronto quedó rígido y se dio la vuelta en el lecho, tendiéndola boca
debajo de una forma tan brusca que le arrancó un alarido de sorpresa. Brent repasó con
un solo dedo las sombras de los moratones que aún quedaban en la espalda de Kendall.
A pesar de que las marcas eran ya muy pálidas y la hinchazón casi imperceptible, quedó
asombrado de no haber reparado en ello hasta entonces. El día anterior, por el solo
hecho de verla, de saber que estaba a salvo, de tenerla en sus brazos, había mostrado
una emoción tan febril... El deseo le había ofuscado. En ese momento, tras haber
observado las señales reveladoras que marcaban de aquel modo la belleza pura de su
piel, se enfureció. Jamás en su vida había albergado tanto odio.
-¿Te hizo esto? -Brent habló en voz tan baja y con un tono tan tenso que Kendall se
puso a temblar.
-Todo ha acabado ya, Brent -respondió, tratando de tranquilizarlo.
Pero no lo consiguió. Lo supo en cuanto los dedos masculinos reanudaron el recorrido
por sus omóplatos y su columna vertebral.
-No descansaré mientras ese hombre siga con vida.
Aquella amenaza tan convincente la hizo estremecer, lo que Brent pareció no advertir.
-Brent, por favor, no cometas ninguna imprudencia.
-Nunca cometo imprudencias -confirmó con serenidad.
Kendall estuvo segura de que decía la verdad, tanto como de que trazaría un plan para
encontrar a John Moore. Sin saber por qué, aquella certeza dejó su corazón helado. El
tono vehemente y grave de la voz de Brent escondía un odio y una ira apasionada
difíciles de disimular. Lo que la asustaba era lo que había detrás de aquel odio. Ella
misma despreciaba a John Moore, le detestaba intensamente, y deseaba olvidarle. Y en
aquellos momentos, se interponía entre ella y Brent, y ella no podía soportarlo. El odio
podía llegar a doblar y vencer la sencilla belleza del amor que tan solo unos momentos
antes se habían prometido.
-¿Brent?-murmuró.
-¿Qué? -El tono de la pregunta sonó violento.
-Por favor, Brent, por favor, no permitas que se interponga entre nosotros.
Él se dio la vuelta y clavó la vista en el techo, con las manos enlazadas detrás de la
cabeza.
-¿Brent?
Por fin la miró.
-Lo encontraré, Kendall. No será hoy, quizá tampoco mañana, pero algún día lo haré.
Lo encontraré y pagará por Apolka, Emathla, el hijo de Zorro Rojo y todos los inocentes
que murieron a consecuencia de su brutal crueldad. También pagará por todo lo que te
ha hecho.
Kendall descansó la cabeza en el hombro de Brent, tratando de reprimir las lágrimas. No
podía negar que John se merecía un castigo, pero por alguna extraña razón no quería
que Brent le matara. Sabía que éste había matado hombres, que cuando se disparaba su
cañón los hombres morían. Pero formaba parte de la guerra. La tragedia de una batalla
jamás podía acarrear algo bueno; se luchaba con el fin de defender unos ideales, y
estaba casi segura de que muy pocos soldados mataban alegremente o movidos por el
odio. En el arte de la guerra apenas cabían cuestiones personales. Los hombres
marchaban en línea para acabar con los de la otra línea enemiga, la sangre de los caídos
era la desgraciada señal de victoria.
Si Brent encontraba a John Moore, la muerte sería algo muy personal; sería un
asesinato. Y se preguntaba cómo aquello podría llegar a afectar el alma de aquel hombre
a quien amaba, un hombre educado bajo un estricto código de honor...
-Brent -musitó-, por favor, vuelve conmigo. No consientas que él te venza, no permitas
que levante una barrera entre nosotros. Está apartándote de mí. Lo cierto es que tendrás
que abandonarme pronto.
Tras estas palabras el brillo de venganza asesina se desvaneció de la mirada del hombre.
-Ven aquí, cariño -murmuró, despeinándola y atrayéndola hacia sí. La abrazó
estrechamente, y ella advirtió que la tensión desaparecía de sus músculos. Era evidente
que el odio permanecía allí, encerrado en lo más profundo de su ser, pero no permitió
que se entrometiera en aquellos momentos que eran sólo suyos.
-He pasado media tarde sintiendo celos de un «salvaje» piel roja que, de hecho, es uno
de mis mejores amigos. Menuda tontería, ¿verdad?
-Oh, por supuesto.
-Ah, ¿sí? Y entonces ¿qué me dices de Deland?-preguntó, fingiéndose molesto.
-¿Travis? -inquirió ella con inocencia.
-Travis... y su mensaje de amor.
De repente, se puso seria.
-Yo también quiero a Travis como a un gran amigo. Es un buen hombre, Brent, todo
alma y corazón, y con su amabilidad me ha ayudado a hacer la vida más soportable.
No siguió burlándose de ella. La miró divertido y la besó en la frente.
-Es una pena que ese hombre vista de azul. ¡Habría sido un buen rebelde! Hablo en
serio, cariño; no quiero que abandones el amor que sientes por Zorro Rojo y Deland. Tu
pasión y tu lealtad forman parte de esa encantadora telaraña que has tejido alrededor de
mí. Debo asumir el hecho de que la mujer a quien amo profese a ambos la misma
adoración que pueda sentir una abeja por las flores. Supongo que sabré cómo aceptarlo.
-Le besó la punta de la nariz, refunfuñando.
Kendall estaba segura de que era imposible sentir mayor felicidad de la que la
embargaba en aquel momento.

Pasaron el día juntos, cabalgando, raudos como el viento, los potros árabes de los
Armstrong. Brent le enseñó los senderos que serpenteaban entre los pinos y la espesura.
La condujo a playas recónditas y estuvo burlándose de ella hasta conseguir que se
quitara la ropa y se zambullera con él en las tibias aguas primaverales para disfrutar de
las olas, la arena y el sol. Les rodeaba un paraíso y albergaban otro paraíso en su
interior. A medida que el sol perdía su fulgor con el ocaso para adquirir tonos violáceos,
también ellos fueron tranquilizándose y entristeciéndose. El tiempo, su enemigo,
transcurría demasiado deprisa. Tan sólo les quedaba la noche. Y sólo el deseo y la
promesa de aquellas últimas horas que pasarían juntos les hicieron regresar a la cabaña
de los Armstrong.
Les sorprendió encontrarse con que estaba celebrándose una nueva fiesta. Harry,
divertido, les informó de que acababan de perderse una boda.
Lloyd había decidido casarse con la hija del predicador, quien había terminado por
claudicar, aunque en un principio no le había agradado la idea de tener por yerno a un
marinero. Luego, tras considerarlo mejor, resolvió que un oficial enrolado en el Jenny-
Lyn no estaba mal del todo. Lloyd le había prometido que una vez finalizada la guerra
dedicaría todos sus esfuerzos a construir un puerto en la bahía.
Brent observó la reacción de Kendall al recibir la noticia, su alegría y su entusiasmo al
felicitar a la pareja de recién casados. Él también felicitó a su subordinado, sin dejar de
observarla con el rabillo del ojo y con el entrecejo fruncido.
Cuando hubo terminado de cenar, Kendall insistió en ayudar a Amy y las demás
mujeres en las tareas de limpieza y desapareció discretamente por la puerta de la
cabaña. Brent, después de presentar excusas a la tripulación, se precipitó en su busca. El
salón de la cabaña estaba vacío; con paso airado se dirigió a la pequeña habitación que
había ofrecido a Kendall y abrió la puerta sin llamar.
La encontró tendida en la cama boca arriba, con la mirada perdida, y su rizada cabellera
rodeaba como una aureola sus bellas facciones. Tenía las manos cruzadas sobre el
pecho, y el vestido desordenado con cierta gracia. Silenciosas lágrimas se deslizaban
por sus mejillas.
-¡Kendall!
Se acercó a ella a toda prisa, se sentó a su lado y la abrazó con fuerza. Ella le rodeó el
cuello con los brazos, acariciándole la espalda.
-¿Qué sucede, mi amor? -preguntó él con delicadeza.
-Oh, Brent. Me alegro mucho por ellos. De verdad.
-Pues no pareces muy contenta -puntualizó él en un vano intento por hacerla sonreír,
pues ella comenzó a sollozar-. Kendall, por favor, cariño, ¿qué sucede?
-¡Oh, Brent! ¡Yo jamás podré casarme contigo! Nunca podremos estar juntos tal y como
debería ser. No formamos una pareja ante los ojos de Dios y los hombres. Mientras
pude evitar pensar en ello no me importó, pero ahora...
-¡Kendall! Chist, querida, no llores así, por favor. Ni se le había pasado por la cabeza
que nunca había hablado de matrimonio con ella. Lo que existía entre ellos se había
convertido en algo tan profundo que un compromiso como aquél se hubiera dado por
supuesto en circunstancias normales.
Abrió la boca para decirle que se proponía acabar la vida de John Moore en cuanto la
guerra concluyera, pero la cerró de golpe. Sabía cuánto inquietaba a la mujer esa cuenta
que tenía pendiente. Y no creía que la preocupación se debiera a que temiese que John
resultara vencedor en una pelea, ni a que fuera a lamentar la muerte de su marido. Se
trataba de algo más serio que todo eso. Aunque no alcanzaba a comprender sus razones
por completo, haría lo posible por respetarla... al menos, de palabra.
-Kendall... -Le retiró el cabello del rostro con todo el amor y la ternura de que era
capaz-. Kendall, la guerra terminará. Entonces podrás conseguir el divorcio.
De pronto quedó rígida entre sus brazos. Las palabras que pronunció a continuación
surgieron en un susurro.
-¿Qué... qué ocurriría si fueran los yanquis quienes resultaran vencedores?.
Pocos sudistas, a aquellas alturas de la primavera de 1862, se hubieran planteado una
pregunta como ésa. Tan sólo algunos militares y unos cuantos civiles, conscientes de
que los bloqueos se endurecerían cada vez más y que el Sur quedaría sin suministros de
armas cuando los necesitara, hubieran considerado tal posibilidad.
A Brent le habría gustado proclamar a los cuatro vientos que era imposible que los
confederados perdieran la contienda. Luchaba en aquella guerra cada día, veía a los
hombres morir, sabía que las bajas aumentaban. Hasta aquel momento no se había dado
cuenta de que era incapaz de aceptar un hecho que podía arruinar su futuro.
-No vamos a perder -murmuró y al pronunciar aquella frase sintió escalofríos de temor.
-Simplemente he preguntado «qué ocurriría» -aclaró Kendall, llorando.
-Lo arreglaríamos de todas formas. Te instalarías en Nueva York durante una
temporada, Kendall. Sabes perfectamente que los yanquis son seres de carne y hueso,
que habrá mujeres del Norte que derramarán lágrimas por sus hijos del Sur. Si resultara
derrotado, el Sur tendría que enfrentarse a un período de castigo, y es evidente que las
cosas no volverían a ser como antes. Tengo amigos en algunos puertos del Norte,
Kendall; Washington, Baltimore, Boston. La guerra no los ha convertido en monstruos.
De una manera u otra, en cuanto la guerra termine, buscaremos la forma de obtener el
divorcio. Kendall, por favor, no llores así. -Tras dudar un instante, agregó-: Kendall, los
dos sabemos que Travis podría ayudarte en cuestiones legales... si se diera el caso de
que la palabra de un oficial confederado llegara a no significar nada.
Ella se mordió el labio y cerró los ojos con fuerza al tiempo que asentía con la cabeza;
después volvió a abrirlos.
-Y ¿qué me dices de tu familia, de tu casa? -preguntó.
-Mi casa se ha convertido en un montón de ruinas, y mi familia te querrá... tanto si has
tenido un marido antes como si hubieras tenido veinte. No les insultes, Kendall. No van
a juzgarte. Les alegrará vernos felices. Y ahora bien, ¿qué te parece?
-¡Oh, no, Brent! Tu casa...
-Tomaron Jacksonville -explicó escuetamente para añadir a continuación-: el ejército
confederado fue el causante de casi toda su destrucción. Mucho me temo que los
McCain no debemos ser muy populares entre los federales, pues sólo asaltaron nuestra
casa, Kendall. Mi hermana se encuentra bien y, según las últimas noticias que ella había
recibido, también lo están mi padre y mi hermano. Una casa siempre puede
reconstruirse. Cuando vi a Zorro Rojo comprendí cuan pequeña era la pérdida de South
Seas comparada con la que él había sufrido. Kendall, créeme, podemos considerarnos
afortunados. La tragedia nos rodea, pero nos tenemos el uno al otro. Nuestros sueños
iluminan la noche y nos permiten ver. Debemos esperar tiempos mejores.
Se retiró un poco para mirarla profundamente a los ojos. Ella intentó sonreír sin
conseguirlo, para a continuación romper a llorar y colgarse otra vez de su pecho.
-Vas a marcharte -sollozó-. Partirás por la mañana... temo tanto por ti, Brent. Estoy tan
asustada. Han muerto tantos hombres... y los que van a morir...
-Te prometo que no moriré -juró de forma absurda acariciándole la espalda para
aliviarle el dolor y la tensión y abrazándola con fuerza-. Te prometo que no voy a morir.
-No puedo soportar que te marches.
No existía ninguna respuesta racional que pudiera facilitar la situación.
Brent recordó cuan combativa solía ser; pensó en lo que había sobrellevado con tanto
orgullo y dignidad, en las señales que tenía en la espalda, en los abusos a que había sido
sometida y en que, a pesar de todo, continuaba manteniendo la cabeza bien alta. De
pronto Kendall enderezó la espalda y los hombros.
Brent se alegró de que por fin concluyera aquel diluvio de lágrimas. Se alegraba de estar
junto a ella, de poder brindarle al menos un hombro donde llorar, ya que no podía
ofrecerle más que vagas promesas.
-¿Brent?
-¿Sí, mi amor?
-Prométeme que me abrazarás toda la noche, que no te apartarás de mí ni por un
momento.
Se tendió junto a ella, abarcándola con todo el cuerpo y abrazándola con todas sus
fuerzas.
-Te lo prometo -musitó.
Al menos sí podía mantener aquella promesa.
A la mañana siguiente Kendall recuperó el aplomo. Tras hacer el amor
apasionadamente, le ayudó a ponerse la levita y a ceñir, con dedos habilidosos, el fajín a
su cintura. Contempló en silencio cómo colocaba la espada en su lugar y cogía el
sombrero flexible ornado con aquella pluma tan desafiante. Se unieron en un largo
abrazo, ignorando la luz del amanecer, saboreando con ansia el último beso.
Fue Kendall quien abrió la puerta y, asida a su brazo, le acompañó, muy serena, hasta el
lugar donde estaba anclado el Jenny-Lyn.
Los hombres de la embarcación estaban despidiéndose educadamente de los Armstrong
y todos los colonos que se habían reunido allí para decirles adiós.
Entonces todos los marineros se acercaron a Kendall, vanagloriándose alegremente de
que su barco era capaz de combatir contra todo aquello con que pudiera toparse en alta
mar, y en un periquete. Lloyd, después de besar apasionadamente a su esposa, la besó
también a ella; Charlie McPherson, muy galante, le besó ambas manos... y los colores
no desaparecieron de su rostro hasta que hubo subido a bordo del Jenny-Lyn.
Finalmente Kendall sintió los labios de Brent en las mejillas y cómo sus manos
enguantadas tomaban las suyas, pero no se atrevió a mirarlo. Permaneció en silencio y
con la cabeza alta, contemplando la embarcación.
Tras un breve apretón de manos, Brent se volvió para encaminarse con paso firme hacia
el Jenny-Lyn. Kendall jamás olvidaría su estampa cuando partió aquella mañana.
Vestido con su uniforme de capitán, el sombrero ligeramente ladeado y su barba recién
cortada, emanaba caballerosidad y autoridad. Cuando subió al barco, los hombros se le
veían increíblemente anchos, y su figura aparecía ágil y ligera.
Sus miradas se cruzaron en la distancia. La saludó con una escueta mueca. Ella le
devolvió el saludo riendo un gesto con la mano y se obligó a dedicarle una espléndida
sonrisa, que permaneció dibujada en sus labios hasta que el Jenny-Lyn hubo salido de la
bahía. Luego, en cuanto el barco quedó reducido a un punto en el horizonte, la sonrisa
se desvaneció.
-Vuelve a la cabaña, cariño.
Kendall sintió una caricia en el hombro y al volverse vio que se trataba de la rechoncha
Amy Armstrong, que la miraba con compasión.
Curiosamente la expresión maternal del rostro de Amy la conmovió haciéndola añorar
su hogar en Charleston. Deseaba ver a su madre y Lolly. Hubo un tiempo en que su
madre había sido una persona cariñosa y compasiva que abrazaba a sus hijas con amor
para ofrecerles consuelo. Pero Kendall no podía regresar a casa. Por fortuna Amy
Armstrong, tan amable, la reconfortaba más de lo que jamás podía haber imaginado. Sin
embargo no era lo mismo. Debía aprender a estar sola.
-Voy enseguida, Amy -prometió Kendall, tratando de sonreír de nuevo-. Se lo prometo.
Vaya usted sola. En cuanto vuelva, acabaré con todas las tareas que tengo pendientes.
A Amy no pareció satisfacerle su respuesta, pero accedió a los deseos de Kendall.
-Está bien, niña, pero no te quedes aquí sola mucho rato.
-No lo haré.
Amy se marchó. Kendall se quedó contemplando la cala en dirección a la bahía,
notando la brisa, oyendo los sonidos procedentes del bosque. Al notar un cambio sutil
en el ambiente, se volvió de inmediato.
Zorro Rojo estaba detrás de ella.
-El tiempo pasa, Kendall -dijo lentamente.
-Lo sé.
-Tan seguro como que el sol se pone.
La mujer asintió con la cabeza, y Zorro Rojo le tendió una mano que ella tomó entre las
suyas.
-Me voy -susurró el jefe indio-, pero siempre estaré cerca de ti. Lo sabes, ¿verdad?
-Sí. -Levantó la cabeza y sonrió de todo corazón-, También sé que siempre podré
encontrarte.
El hombre apartó la mano y, como habría hecho Brent, le retiró un rizo dorado de la
mejilla.
-Te veré pronto -murmuró.
Kendall hizo un gesto de asentimiento y él se volvió para desaparecer silenciosamente
entre los árboles.
De repente Kendall se encontró preguntándose si Brent sería capaz de entender
realmente que, aunque el amor que sentía por el Jefe era distinto, los lazos que la unían
a Zorro Rojo eran tan fuertes como los que la ligaban a Brent.

14

Junio de 1862

La ansiedad de la espera y el tedio de la vida rutinaria eran lo que más penoso resultaba
a aquellos que se quedaban solos durante la guerra.
-Kendall decidió que por las mañanas se dedicaría ayudar a Amy con el ganado y el
jardín y que por las tardes cabalgaría por los senderos y las playas. El verano estaba
resultando muy caluroso, casi insoportable. Por fortuna la brisa marina que soplaba en
abundantes calas y franjas de arena blanca era refrescante. Le gustaba frecuentar las
playas de la bahía, pues de algún modo así se sentía más cerca de Brent.
El hecho de que no hubiera regresado de su misión en el golfo representó una decepción
que la abatió profundamente. Y fue más amarga si cabe al saber que no había
conseguido sus objetivos. Nueva Orleáns estaba sufriendo un asedio que empeoraba la
situación, y Pensacola continuaba en manos de los federales. Brent recibió el encargo de
transportar la tan imprescindible sal de Florida a los pantanos más recónditos de
Luisiana, y la única esperanza que quedaba era que la milicia hubiera logrado repartir
aquella preciada sustancia entre los escenarios de la batalla, donde podría ser utilizada
para conservar la carne que debía alimentar a las fuerzas combatientes del Sur.
Inmediatamente después de esa misión, Brent fue enviado a Londres en busca de un
cargamento de morfina con lo que no pudo dedicar a Kendall ni una tarde. La lucha se
tornaba más encarnizada y las numerosas victorias de los confederados quedaban
ensombrecidas por la apremiante situación de los soldados heridos. Debido a los
bloqueos, cada vez más severos, los ejércitos del Sur comenzaban a sufrir escasez de
suministros. Brent envió a Kendall una carta en que narraba, con elocuente
desesperación, el destino de los heridos. Cuando se hallaban en la desembocadura del
Mississipi, un proyectil atravesó una pierna a uno de sus artilleros. Cuando se la
amputaron, no disponían de anestesia para administrarle, ni de coñac o bourbon que
pudiera ayudarle a calmar el dolor. Era terrible imaginar cuál sería el destino de los
soldados que luchaban en et campo de batalla. Por tanto, la morfina era vital. Kendall
comprendía la situación, pero la espera le resultaba dura. Leía y releía cualquier
periódico que llegara a aquel lugar por casualidad y celebraba con Harry las noticias que
mencionaban las victorias sudistas. La indecisión del general McClellan había
provocado más de un desastre en su campaña por la península. Por su parte, Jackson
Mano de piedra, Jeb Stuart, el viejo Jubal Early y el decoroso Roben E. Lee
continuaban comandando sus mermadas tropas con absoluta valentía y, como siempre,
mostrando una estrategia insuperable. Harry explicó a Kendall que McClellan se andaba
siempre con tantas ilaciones que el propio Abe Lincoln hacía comentarios jocosos a
costa de su general, como, por ejemplo: MacClellan no utiliza su ejército, se lo pediré
prestado por un tiempo.»
Ambos bandos asumían que McClellan no tardaría en ser reemplazado dado que su
ejército no conseguía grandes victorias. Al margen de quién obtuviera la victoria final,
lo cierto era que la muerte pasaba factura y que una ingente cantidad de heridos de
guerra agonizaba de forma espantosa.
Kendall, a lomos de su potra, hizo un alto en el camino para detenerse en las arenas de
la cala donde Brent la había hecho suya hacía ya tanto tiempo. Ató la yegua a una viña,
se despojó de medias y zapatos, se recogió la falda y metió los pies en el agua, allí
donde las olas rompían en la arena.
Frunció el entrecejo. Por mucho que los ejércitos estacionados en el frente oriental
estuvieran saliendo airosos de la situación, los confederados que combatían en la zona
del oeste habían sufrido ya más de un revés, entre ellos la pérdida de Nueva Orleans.
Grant, general de Estados Unidos, había librado batallas en Tennessee, Kentucky y toda
la zona del Mississipi. Había dirigido exitosas campañas contra Fort Henry y Fort
Donelson, al oeste de Tennessee, y, a pesar de las enormes pérdidas que la Unión había
sufrido en Shiloh, los confederados se habían visto obligados a rendirse. Una famosa
cita de Lincoln, esta vez refiriéndose a Grant, era: «No puedo prescindir de este
hombre... es un luchador.»
Aquella pregunta que una vez planteara a Brent y que desde entonces la agobiaba,
volvió a su mente: «¿Qué ocurriría si la Unión ganaba la guerra?»
Kendall se tapó los ojos con las manos. No soportaba tal idea. Algo intangible e
irremplazable iba a perderse para siempre.

Retiró las manos del rostro para contemplar el mar y frunció de nuevo el entrecejo. A
continuación se protegió los ojos del resplandor del sol. Entonces al ver un barco en el
horizonte, escorado contra el viento, el corazón le dio un vuelco.
Se hallaba a menos de quinientos metros de distancia. Se trataba de una goleta cargada
de armamento, al parecer, muy semejante a aquellos navíos que se había hartado de ver
atracados en Fort Taylor. La bandera de la Unión ondeaba en el palo de mesana.
Presa de pánico, Kendall echó a correr, alejándose de las olas del mar. Al cabo de un
instante se detuvo para volver a mirar la embarcación. La goleta, que no había echado el
ancla, navegaba de forma errática, como si no hubiera nadie al mando, como un barco
fantasma juguete del oleaje. «No tardará en llegar a tierra», supuso Kendall con
perspicacia. Al forzar aún más la vista, reparó en que los mástiles estaban carbonizados
y las velas hechas jirones.
Kendall consideró, estremeciéndose, que se trataba de un barco abandonado. "Harry...",
pensó. Debía encontrar a Harold Armstrong lo antes posible. Se detuvo de nuevo.
Aunque herida de muerte, la goleta parecía ser aún maniobrable. Y no se hallaba muy
lejos. De hecho, viraba, se acercaba cada vez más. Kendall se mordió el labio y se
encaminó hacia la potra, que continuaba tranquilamente ocupada en la búsqueda de
alguna brizna de hierba que pudiera crecer entre la arena. La mujer se volvió de nuevo
para observar el barco.
A menos que la goleta virara con rapidez hacia las aguas más profundas del canal,
acabaría embarrancando y, con toda seguridad, partiéndose contra algún escollo cercano
a la orilla. Se trataba de un navío de gran tamaño, imposible de ser gobernado por una
sola persona. Las condiciones climáticas eran buenas pues la brisa soplaba de forma
suave. De entre aquellos jirones, quedaban aún en buen estado algunas velas. «Debo
estar loca -pensó Kendall-. Quizá el barco sólo esté abandonado en apariencia." Si
decidía nadar hacia él, podría verse involucrada en un tremendo desastre. Podían
violarla, asesinarla o, como mínimo, hacerla prisionera.
Esperó. Los segundos transcurrían. De repente la excitación se apoderó de ella con la
fuerza de una droga. Había aguardado toda su vida y por fin se le presentaba la
oportunidad de actuar. Había obrado siempre según los dictados de los hombres, John
Moore. Incluso quienes la querían le indicaban qué debía hacer: Travis, Zorro Rojo... y
Brent. Cuando se hallaba con Brent, era él quien daba las órdenes- Y cuando se
marchaba, era como si la tuviera tranquilamente ubicada en una parcela de su mente,
seguro de que, mientras estaba ocupado en la guerra, ella permanecería en el mismo
lugar en que la había dejado.
Kendall echó un rápido vistazo alrededor y no esperó más. Se quitó el vestido y
depositó el miriñaque en la arena. Se quedó en bragas y camiseta, respiró hondo y se
lanzó al agua.
No era una excelente nadadora, pero había aprendido a mantenerse a flote mientras
vivía con los indios. Nadó por las azules profundidades de la bahía, reprimiendo con
energía las punzadas de miedo que la asaltaban. A veces aquellas aguas estaban
plagadas de tiburones. Además había también toda clase de malignas criaturas marinas:
rayas, medusas, barracudas... Sin embargo a bordo de la goleta podía toparse con seres
aún más terribles; hombres. En cuanto saliera chorreando del agua, vestida tan sólo con
la ropa interior de algodón, seria una presa muy vulnerable.
Kendall braceó contra las cálidas olas con más fuerza aún. Sus brazos se debatían en el
agua, y de pronto notó que le faltaba la respiración. Estaba atenazada por el pánico. Se
detuvo para descansar y respirar hondo. Una gran ola la cubrió pero no logró hundirla.
En cuanto hubo pasado, recuperó la calma. Si surgían problemas, se enfrentaría a ellos...
pero sería una estúpida si se ahogaba tontamente por pura cobardía.
Las brazadas de Kendall se tornaron más tranquilas y seguras. Alcanzó la goleta en
cuestión de minutos. Una vez allí se le planteó un problema adicional: cómo subir a
bordo. Rodeó la goleta a nado, olvidando por completo que la bahía debía de estar
repleta de tiburones hambrientos. Finalmente, por el lado de babor, descubrió un punto
en que el casco había sido dañado. La tablazón había sido arrancada casi hasta el nivel
de la línea de flotación. SÍ trepaba por la regala de estribor, conseguiría sin duda
alcanzar la cubierta.
Se detuvo un momento antes de subir. Notaba cómo el sol le abrasaba la piel llena de
salitre. Parpadeó con fuerza; el vértigo la había hecho su presa. ¿Estaba actuando como
un idiota? ¿Qué le habría ocurrido a la tripulación de la goleta? ¿Y si hubieran muerto
todos a causa de alguna enfermedad?
Se agarró a la regala para incorporarse e hizo una mueca de dolor cuando se le clavó
una astilla en la palma de la mano. De forma mecánica se llevó la mano a la boca y se
mordió la herida. Luego miró alrededor. La goleta no era tan grande como el Jenny-Lyn,
pero parecía elegante y compacta. Al echar un vistazo a la cubierta, Kendall reparó en
un bote salvavidas suspendido de! aparejo. Llevaba el nombre de la goleta pintado en
negro en el lado de estribor: "USS New England Pride.»
-Está bien, New England Pride –murmuró Kendall, deslizándose por la cubierta con
lentitud-. Veamos si podemos lograr convertirte en el CSS ¡lo que sea!
Se acercó al timón con sigilo. Estaba cada vez más convencida de que, por la razón que
fuera, el barco había sido abandonado. Probablemente había sido abordado durante una
batalla y su tripulación había decidido abandonarlo.
A pesar de su estado, la goleta no se había hundido, y las implacables corrientes la
habían arrastrado hasta aquel lugar.
Kendall tomó el timón e intentó maniobrar, Jadeando. Se disponía a abandonar,
desesperada y frustrada porque su esfuerzo no obtenía el resultado esperado, cuando, en
el momento en que lanzaba un grito de impotencia y apoyaba la frente sudorosa en uno
de los brazos del timón, la dirección del viento cambió de forma repentina... y la goleta
comenzó a obedecer.
Una vez en su poder, la embarcación resultó tan dócil como un cordero. El desganado
velamen se hinchó con el viento y el barco empezó a navegar por la bahía. De pronto
cuando se aproximaba ya a la desembocadura del río, Kendall se percató de que se
encontraba muy cerca de un puerto secreto donde los barcos rebeldes solían refugiarse...
¡y de que su navío enarbolaba la bandera de la Unión! Rezando para que la goleta
mantuviera el rumbo, Kendall echó a correr hacia el palo de mesana y buscó a tientas el
nudo del aparejo que servía para manejar la bandera. Haciendo acopio de fuerzas y con
los dientes apretados, consiguió por fin que el desgastado nudo cediera. Kendall
continuó enfrascada en su tarea, luchando con uñas y dientes, sin importarle en absoluto
que la piel de los dedos resultara herida a causa del roce producido por el cáñamo.
Logró desatarlo, y la bandera del Norte, que orgullosamente había ondeado al viento un
momento antes, cayó al suelo tras un enérgico tirón.
La goleta había perdido el rumbo y viraba peligrosamente hacia el puerro. Kendall echó
a correr de nuevo como una loca, esta vez para volver a manejar el timón. La
embarcación respondió a sus órdenes con la misma dulzura con que lo hubiese hecho un
garito.
-Si pudiera estar en dos lugares a la vez –murmuró Kendall-. ¡De hecho, creo que en
mar abierto podría haber sacado buen provecho de ti!
Pero no podía estar en dos sitios a la vez... Además en aquel instante vestía tan sólo una
camiseta y unas bragas empapadas y ceñidas al cuerpo. Era como si estuviera desnuda.
-¡Maldición! -masculló.
Abandonó otra vez el puesto de mando y echó a correr a toda velocidad hacia el
desgarrado velamen. Era un trabajo muy difícil de llevar a cabo, pues los aparejos
desgastados y chamuscados resultaron un duro enemigo. Una vez hubo conseguido
arriar todas las velas, excepto el foque, volvió a recorrer la cubierta en busca de la
manivela del áncora. Milagrosamente se conservaba en bastante buen estado. Cuando se
dio cuenta de que resultaba mucho más fácil echar el ancla que levarla era ya demasiado
tarde. A pesar de todas las humillaciones sufridas en el transcurso de su vida, había sido
educada bajo un estricto concepto de la moral y el decoro. No le había importado
despojarse de la ropa con tai de salvar el barco, pero lo cierto era que no podía irrumpir
en el puerto prácticamente desnuda. Debía de quedar alguna prenda en los camarotes de
la tripulación. Aún no había entrado de lleno en la cala, sino que se hallaba detrás de
una primera hilera de manglares que la ocultaba del punto de mira de cualquier otra
embarcación que pudiera encontrarse en la bahía en aquellos momentos.
A pesar de su resolución de ponerse algo encima, Kendall no pudo evitar sentir un
escalofrío de terror cuando comenzó a descender por las escaleras que conducían a la
parte inferior. Sus manos temblaron en cuanto las apoyó en la barandilla. Aquello era
como adentrarse en el vacío de lo desconocido. En cuanto vio que la luz del sol entraba
por los abundantes ojos de buey, el miedo se desvaneció. De quedar algún yanqui a
bordo del buque fantasma, debería haber aparecido ya.
A pesar de que quería fijar tal idea en su mente, las dudas le asaltaron en cuanto puso el
pie en el estrecho pasadizo que aparentemente conducía a los camarotes de los oficiales,
y empezó a imaginar una multitud de crueles desertores contemplándola con malicia.
Impaciente, se obligó a seguir adelante hasta plantarse ante una puerta. Se dijo que, de
haber sido una cobarde, jamás habría sido capaz de nadar hasta el barco. Por lo tanto,
como no lo era, debía proseguir.
En cuanto abrió la puerta y descubrió que el oscuro camarote estaba vacío, exhaló un
prolongado suspiro de alivio. Estaba en lo cierto al pensar que la tripulación había
desertado. El Pride estaba completamente vacío.
Enseguida comprendió que había ido al camarote del capitán. El diario de navegación
yacía abierto encima de una mesa de despacho y sobre una silla situada delante de ella
había una levita de marinero con los galones de capitán. Kendall recorrió con los dedos
la última página del diario con curiosidad y leyó las palabras escritas con trazo elegante
y florido:

"31 de mayo de 1862


»07.00 horas
"Fragata en el horizonte; no ondea bandera. Sin
duda se trata de una embarcación de la CSS. Somos
más veloces, pero ella es más fuerte. No realizaremos
ningún movimiento de ataque. Esperemos que pase de
largo.

»11.00 horas
»E1 comandante Briggs ha podido leer el nombre
de la embarcación. Es un navío de la CSS llamado
Okeechopee; el marinero Turner informa de que lo
pilota un corsario con base en Florida. No hay ningún
barco de los nuestros a la vista; maniobraremos a estri-
bor para evitar a los confederados.
»13.00 horas
»Está realizando movimientos para entrar en batalla.
No podemos evitar sus cañones. Acabo aquí para dirigir
el enfrentamiento. Dios, nuestro Señor, protege a tus
hijos. Aunque estamos cometiendo un fraticidio, aun-
que luchamos hermanos contra hermanos, me pregunto
si tu, con tu sabiduría divina, nos concederás tu gracia.
»Perdona nuestros pecados.
Capitán Julián Cuspis Smith
USS New England Pride.»

A Kendall se le llenaron los ojos de lágrimas. De hecho aquella página no parecía la de


un diario de navegación, al menos a partir de la una del mediodía. Estaba escrita con
sinceridad. No se trataba en absoluto de una simple crónica de acontecimientos. Le
hubiera gustado conocer al capitán Julián Cuspis Smith. Parecía un hombre incapaz de
gobernar una máquina de guerra.
Kendall ojeó las páginas anteriores del cuaderno, recitando silenciosamente una oración
y rogando a Dios que el capitán hubiera sobrevivido. El New England Pride había sido
puesto al servicio de la Marina de Estados Unidos en junio de 1860, tras ser botado en
Boston el año anterior. Había participado en el bloqueo de Charleston y últimamente
había recibido órdenes de unirse a una patrulla que operaba en las afueras de Mobile.
Nada importante, pensó Kendall con tristeza. A pesar de ello, decidió conservar el
cuaderno para entregárselo a Harry..
Tras coger la levita azul del capitán y el diario, Kendall salió del camarote. Se echó la
prenda sobre los hombros mientras trepaba de nuevo hasta la cubierta. Se mordió el
labio inferior, desolada; no podía pensar en otra cosa que no fuera en la tragedia de la
guerra. Llegó a cubierta con el corazón encogido. Deseaba no haber leído aquel
cuaderno, no haber conocido a Travis, pues la guerra debía de resultar mucho más
llevadera si se odiaba al enemigo sin cuestionarse nada.
-Bien, bien, bien. ¿Qué tenemos aquí?
Kendall quedó petrificada, con la vista fija en el timón. Había un hombre de pie junto a
él. Vestía una chaquetilla corta de jinete, de un color indeterminado... bien porque
estaba desteñida bien porque estaba sucia. Los pantalones eran azules, pero eso nada
significaba, ya que había rebeldes que llevaban pantalones azules bajo las chaquetas de
color gris o beige. De mediana estatura y rechoncho, tenía el cabello oscuro, la barba
descuidada y salpicada de trocitos de tabaco de mascar. Su mirada era malévola.
-¡Mira lo que tenemos aquí! -masculló.
Kendall apretó el cuaderno contra su pecho, buscando la poca protección que podía
ofrecerle.
-¿Quién es usted? -espetó, intentando mostrarse valiente—. ¿Cómo ha subido a este
barco?
Se detuvo, evidentemente sorprendido por una pregunta tan airada. Arqueó sus pobladas
cejas y soltó una risotada.
-La pequeña rebelde busca pelea, ¿verdad? Está bien, cariño, me gustan las mujeres con
carácter.
Kendall, haciendo caso omiso de su insinuación, lo miró fijamente, pensando en una
forma rápida de salir airosa de la situación.
-Entonces ¿es usted yanqui? -preguntó a pesar de la evidencia de su acento y su
indumentaria.
-Rebelde... yanqui, ¿cuál es la diferencia? En el ejército no hay lugar para el viejo Zeb.
-Es un desertor.
-No, cariño. Tan sólo un hombre astuto.-Recorrió con la mirada el cuerpo de Kendall-.
Voy a hacerme con este barco y salir zumbando de aquí, damita. Y sin duda resultará de
lo más agradable llevarte conmigo, cariño. Sí, de lo más agradable.
Volvió a avanzar un paso hacia ella, y entonces Kendall se percató de que llevaba un
par de pistolas de alto calibre cruzadas en bandolera, a la altura de la cintura. Portaba
también una larga correa de piel con un estuche de cuero que contenía un mortífero
cuchillo Bowie. Cuanto más se acercaba, más amarilla se veía su dentadura y más
repugnante era su olor.
-Éste es mi barco -sentenció, rotunda, con sangre fría-. Y no se lo llevará usted a ningún
lado.
-¡Bien! ¡Señorita! ¡El viejo Zeb se lo pasará muy bien contigo! Ahora suelta ese libro y
deja que el viejo Zeb te abrace.
Si Kendall retrocedía, caería por las escalerillas que conducían a los camarotes. Y si
permitía que le pusiera la mano encima, se desplomaría de miedo. Además él llevaba
tres armas, mientras que ella no tenía más que un libro.
Cuando el hombre le arrancó de las manos el cuaderno, la levita del capitán con que se
cubría cayó al suelo, de modo que quedó vestida únicamente con la empapada ropa
interior, que poco escondía a la imaginación de aquel individuo.
-Oh, Señor, Señor... -murmuró él.
Sin pensarlo dos veces, Kendall arremetió contra él. Al principio tuvo que enfrentarse
además con las náuseas inevitables provocadas por el olor que desprendía y por la
obscenidad con que la tocaba. Debía pensar, tenía que hacer algo... Al sentir el roce de
aquella barba tan áspera contra la piel de su cuello y aquellos ávidos labios que
depositaban besos babosos por todos lados, se vio obligada a tocarle, forzándose a no
propinarte puñetazos a tontas y a locas.
Deslizó las manos por la espalda de su agresor hasta palpar la correa de cuero, luego el
estuche y finalmente la empuñadura de su cuchillo Bowie. En cuanto sintió el puñal
entre sus manos, no pensó más y movió el brazo con rapidez, concentrando todas sus
fuerzas en clavarle la hoja en la espalda.
Su enemigo profirió un bramido de dolor y sorpresa. Alejó a Kendall de sí con
brutalidad para llevarse, desesperado, las manos a la espalda. Tenía la cara llena de
manchas encarnadas, las, facciones descompuestas y furiosas.
-¡Puta! ¡Puta sureña!
Mientras tanto, Kendall, que había caído al suelo, se incorporó rápidamente y retrocedió
nerviosa al ver que él se acercaba de nuevo a grandes zancadas.
Cuando su mano, encallecida y rechoncha, la alcanzó, la mujer lanzó un alarido. Él la
agarró por la cinta de la camiseta y se la abrió del todo.
Kendall había fallado en su ataque. Y aquel monstruo inmundo iba a hacerle desear
estar muerta. Volvió a gritar de ira y desesperación cuando las manos masculinas se
disponían a arañar la carne desnuda de sus pechos.
Sin embargo no llegó a tocarla. El hombre se detuvo de repente y quedó rígido; abrió
los ojos como platos y su boca formó una «o» de incredulidad. Permaneció de aquel
modo, como suspendido, durante unos segundos, para caer a continuación como un saco
a los pies de Kendall, que lo miró atónita, trastornada.
Entonces advirtió que, junto al que ella había utilizado, su agresor tenía otro cuchillo
clavado en la espalda.
La conmoción se apoderó de Kendall lentamente, su cuerpo y su cerebro se mostraban
incapaces de reaccionar con normalidad. Recorrió la cubierta con la mirada.
Zorro Rojo se balanceaba sobre la línea de regala, silencioso y empapado. Sin apenas
mirar a Kendall, saltó a cubierta y se acercó al hombre que yacía sin vida en el suelo.
Sacó su cuchillo de la espalda ensangrentada para limpiarlo en las mangas de la
chaqueta corta de caballería que el hombre llevaba puesta. Lo mismo hizo con el
cuchillo Bowie y luego los guardó en la banda que llevaba atada a la pantorrilla.
Tan pasmada estaba Kendall ante la repentina aparición del jefe seminola que ni se le
ocurrió volver a cubrirse.
De pie ante ella. Zorro Rojo le dirigió una fugaz mirada antes de deslizarse
sigilosamente, descalzo, para recoger la chaqueta de marinero y ponérsela a Kendall por
encima de los hombros. Aquel acto fue como devolverla al mundo de los vivos. Se
abalanzó sobre él, temblorosa, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
-Zorro Rojo— bendito seas... ¿cómo...? ¿de dónde vienes?
La abrazó un instante para soltarla a continuación y acuclillarse, con el fin de doblegar
los brazos del cadáver y arrastrarlo hacia la regala. Se puso de nuevo en pie y arrojó el
cadáver por la borda. Se quedó mirando cómo el agua, a! formar un remolino, parecía
aceptar el cuerpo como si de un sacrificio se tratara.
Cuando el cadáver salió a flote, se había convertido ya en manjar para los peces- Zorro
Rojo se volvió hacia Kendall.
-Suelo rondar por aquí cerca -respondió sencillamente-. Te vi nadar hacia el barco y
cómo, al llegar a él, lo hacías virar. He llegado a la cala por tierra; por eso he tardado
tanto. Observé cómo esa basura blanca sacaba una canoa de entre los árboles y se
aproximaba. Vine nadando.
A Kendall le sorprendió y conmovió enterarse de que Zorro Rojo la vigilaba de lejos.
-Gracias —dijo con serenidad.
-Actuaste bien -prosiguió, ignorando sus palabras-. Le heriste profundamente, pero no
de muerte. Aún te queda mucho que aprender, Kendall.
Ella asintió con la cabeza.
-¿Me enseñarás Zorro Rojo?
Se encogió de hombros.
-Con el tiempo. No deberías haber subido a bordo del barco, Kendall.
Ella vaciló un momento y bajó la vista.
-Pero yo... nosotros... ahora es nuestro, Zorro Rojo. Está muy maltrecho, pero puede
volver a navegar.
Zorro Rojo levantó la ceja con ironía.
-¿Es nuestro? ¿Para qué?
-No lo sé... todavía -respondió Kendall, titubeando. De pronto tomó una decisión
temeraria. La idea que hasta entonces no había sido más que una nebulosa en su cabeza
empezó a cobrar forma-. El barco es mío -afirmó-. Yo lo he encontrado y salvado de
irse a pique. Si quieres, será nuestro, pero sin duda alguna es mío.
Zorro Rojo emitió un gruñido de enfado e impaciencia.
-Te repetiré la pregunta: ¿para qué?
-Para luchar -susurró Kendall.
Zorro Rojo alzó los brazos exasperado y comenzó a pasear arriba y abajo. Por fin se
detuvo y apoyó las manos y sus musculosos bíceps en la grúa del áncora.
Kendall echó a correr por la cubierta detrás de él.
-Zorro Rojo, escucha...
-¡Nol
-Podríamos hacer algo, ¡podríamos fijarnos un objetivo!
Se volvió para mirarla a la cara con unos ojos destellantes.
-¡Mujer loca! Intento protegerle, y tú, al parecer, sólo deseas arriesgarte y morir.
-Zorro Rojo, no soporto la espera.
-Halcón de la Noche se enfurecería.
-Al diablo con Halcón de la Noche! –exclamó Kendall, sorprendiéndose a sí misma por
haberse expresado de aquel modo, pero decidida a la vez a que el indio no advirtiera su
indecisión-. Zorro Rojo, Brent viene muy poco. Y enseguida parte de nuevo. Le amo,
Zorro Rojo, a pesar de que él pueda olvidarme muy fácilmente cuando vuelca todo su
corazón en la guerra. Él arriesga su vida a diario, que al fin y al cabo es lo que se espera
de un oficial confederado. Yo no soy una propiedad, Zorro Rojo, no soy una esclava. Mi
vida me pertenece, del mismo modo que la suya es de él. Por favor. Zorro Rojo, por
favor, escucha. Podríamos hacer cosas estupendas arriesgando muy poco, como por
ejemplo deslizamos de noche por la cala en busca de los barcos yanquis más pequeños
que están realizando los bloqueos. Podríamos...
-¿Sin tripulación? -inquirió Zorro Rojo con escepticismo.
-Buscaríamos una tripulación.
Zorro Rojo se mofó de ella.
-¿Dónde, Kendall? En los poblados no quedan más que niños y ancianos.
-Que esos hombres sean mayores no significa que no sirvan para nada. Y tú cuentas con
tus guerreros, Zorro Rojo.
-Los blancos no luchan jumo a los indios. Se alían con nosotros, eso sí, pero no
combaren a nuestro lado. Además, no importa. Lo que estás proponiendo es...-por vez
primera Kendall notó que a Zorro Rojo le costaba encontrar una palabra en inglés-
¡ridículo! -concluyó por fin.
Kendall le dio la espalda.
-Te repito, Zorro Rojo, que este barco es mío. Y estoy dispuesta a navegar en él... con o
sin tu ayuda.
El soltó un puñetazo, y Kendall supuso que estaba maldiciendo.
Hablaba en su propia lengua, con tal rapidez y vehemencia que resultaba imposible
entender qué decía. Al final de la retahíla de palabras y al oír de nuevo el nombre de
Brent, Kendall se volvió para mirarle con ojos suplicantes.
-Zorro Rojo, ¡Brent nunca se enterará! ¡Tardará meses en regresar! Podemos dedicarnos
a entrar y salir de los puertos y regalar a la Confederación todas las municiones y barcos
que podamos confiscar. Zorro Rojo, yo sé un poco cómo son esos cañones. Estuve...-
vaciló un instante, y el brillo de su mirada se nubló-, estuve en Fort Taylor el tiempo
suficiente para aprender algo de artillería. Son Parrotts -dijo, señalando la línea de
artillería dispuesta a lo largo de la cubierta de la goleta-. Y si estamos de suene bien
podría ser que la mecha estuviera aún en buen estado. Oh, ¿quieres escucharme Zorro
Rojo? ¿Acaso no lo entiendes? ¡Pintaremos el barco de nuevo y le bautizaremos como
el Rebel's Pride. No necesitamos más que una tripulación de veinte hombres... ¡diez
blancos y diez indios! Y...
-¿Una mujer? -preguntó Zorro Rojo, escéptico.
-Sí -respondió Kendall sin perder la calma-. Soy buen marinero. Zorro Rojo. ¡Prueba de
ello es que llegué aquí a bordo de un bote de remos! Actuaremos con prudencia. ¡Antes
de emprender el vuelo, comprobaremos la fuerza de nuestras alas! Zorro Rojo, sabes
que hay casos de mujeres espía en cualquiera de los dos bandos. Yo soy confederada,
Zorro Rojo. ¡Debo participar en esta guerra!
-¿Te propones luchar en la guerra o buscas venganza?
-¿Importa eso?
-Ya sabes qué puede ocurrirte si te cogen.
Lo miró a los ojos sin pestañear.
-Sí, lo sé.
-No puedo hacer esto al único hombre blanco a quien puedo considerar mi verdadero
amigo -sentenció el jefe seminola.
-Entonces lo haré sin ti -afirmó Kendall, zanjando así la cuestión.
Zorro Rojo suspiró, dolido. Nunca habían hablado de la muerte de Apolka, y Kendall
tenía la certeza de que en aquellos instantes estaba pensando en su esposa y su hijo
fallecidos.
-Los Armstrong te lo impedirán. Jamás aprobarán un plan tan descabellado.
Kendall bajó la cabeza para ocultar su sonrisa; había conseguido persuadir a Zorro Rojo.
Y si con su corazón y su voluntad de acero había logrado convencer al indio, sería capaz
de convencer a cualquiera.
El New England Pride estaba a un paso de convertirse en el Rebel's Pride. Pintarían la
goleta de gris y navegarían para la Confederación. A Brent le disgustaría aquello si se
enteraba, pero Kendall confiaba en que nunca llegase a averiguarlo. En aquellos
momentos no podía permitirse pensar en él, como tampoco podía plantearse el hecho de
que había apuñalado a un hombre con quien Zorro Rojo había acabado con tanta sangre
fría. Y sobre todo no podía permitirse cuestionarse si deseaba encontrarse frente a frente
con John Moore.
Ni Zorro Rojo ni Brent comprenderían jamás que necesitaba librar su propia batalla
contra el hombre que había convertido su vida en un infierno, incluso antes de que
estallara la guerra.
Y hacía ya tanto tiempo que Brent se había marchado... A veces, en el transcurso de !os
días interminables y las noches de insomnio, le resultaba difícil creer que algún día la
hubiera tenido entre sus brazos.
El amor era algo intangible y en aquella situación caótica que vivían, de carnicerías
entre hermanos, solía preguntarse si algún día podría alcanzarlo y sujetarlo con fuerza...

15

Septiembre de 1862
El Jenny-Lyn arribó con dificultad a Norfolk y prosiguió luego río James arriba en
dirección al puerto de Richmond. Le habían dado cinco veces. Sin embargo, a pesar de
los danos ocasionados y el mal estado en que se encontraba, aún podía navegar y llevar
su preciosa carga a buen puerro.
Brent, pasando por alto el recibimiento que le dispensaron los oficiales de la armada, se
alegró más que nunca de pisar tierra firme. Tras ser felicitado con entusiasmo, fue
informado de que el presidente Davis y Mallory, secretario de la marina, querían verlo.
Encomendó a Charlie la supervisión de las reparaciones que se debían hacer al navío y
dejó a Chris al mando de las operaciones de descarga y distribución de la mercancía.
Cogió un carruaje y recorrió las calles de la capital de la Confederación. Comparada con
Londres, Richmond estaba destrozada. En Inglaterra no faltaba ni la seda ni el satén.
Los barrios y los comercios estaban abarrotados de mujeres sonrientes vestidas a la
última moda, siguiendo los dictados procedentes de Francia, frívolas, ignoraban la
pobreza que ceñían ante sus narices... y aquella guerra de locos que se libraba al otro
lado del océano.
Una guerra de locos...
Richmond era patética. Las calles estaban casi vacías, y la poca gente que se veía
aparecía pálida, tensa y flaca.
Al llegar a la residencia del presidente, fue recibido por un negro impecablemente
uniformado que lo acompañó a un saloncito informal.
Brent devolvió el firme apretón de manos que le dedicó Davis, sin dejar de pensar en lo
mucho que había envejecido el presidente desde la última vez que lo viera, un año atrás.
Mallory tampoco ofrecía un aspecto muy saludable, a decir verdad.
El mayordomo negro les sirvió coñac y tendió un puro a Brent, quien lo aceptó,
dispuesto a saborear aquel tabaco de excelente calidad. En Inglaterra no sabían ni liar un
cigarrillo.
-Me han comentado que le dispararon cuando navegaba hacia aquí -dijo Jefferson
Davis, muy serio.
-Sí, señor. Un par de fragatas nos dieron un buen repaso en cuanto se percataron de
nuestros colores.
-Pero consiguió salir airoso. -Davis sacudió la cabeza, canosa-. Capitán, es usted una
verdadera excepción. Un hombre típico de nuestro galante Sur-añadió en voz baja, más
para sus adentros que con el propósito de que Brent le oyera. Entonces esbozó una
sonrisa-. Habrá usted advertido, capitán McCain-dijo Davis, tomando asiento frente a
Brent en un pequeño canapé-, que hoy mostramos un aspecto algo informal. -Titubeó,
con expresión apesadumbrada—, La lucha donde nos encontramos en este momento ha
sido muy dura y nos hemos visto obligados a enviar al sur, por motivos de seguridad, a
muchas de nuestras mujeres, incluyendo a mÍ esposa, Varina.
Brent asintió con la cabeza, sin dejar de observar el rostro del presidente. De hecho, el
que Jeff Davis estuviera allí sentado, encabezando la Confederación, era una ironía. En
un principio se había declarado en contra del movimiento secesionista... hasta que
Lincoln manifestó su total oposición a los estados y territorios en que se practicaba la
esclavitud. Davis había sido miembro del Senado de Estados Unidos y luego secretario
de Guerra bajo el mandato del presidente Franklin Pierce, después de lo cual recuperó
su escaño. Era un hombre solemne, alto, delgado y directo que enfermaba con
frecuencia. Solía tener enfrentamientos con sus generales debido a su conocido mal
genio; la única excepción era Robert E. Lee, antiguo compañero de West Point.
-Me he dado cuenta de que las calles están casi desiertas, señor -observó Brent.
-No es que realmente crea que nuestra capital corre un gran peligro -aseguró con
desgana Davis-.¡No, mientras contemos con hombres de la talla de Jackson y Lee al
mando del ejército situado en el norte de Virginia! -No apartaba la vista de su invitado,
y sus ojos se abrían cada vez más-. Bien, vayamos al grano. Tiene usted parientes en
uno de los regimientos del general Lee, ¿no es cierto, hijo?
-A mi padre y mi hermano, señor, de la caballería de Florida. He estado mucho tiempo
ausente. Estoy ansioso por saber algo de ellos, así como de los progresos de la guerra,
especialmente en la zona de Florida. Me temo que no estoy muy al tanto de la situación.
Davis se levantó, inquieto, para dirigirse a la chimenea, que estaba apagada. La mención
de Florida le había desasosegado. Alzó la copa de coñac en dirección a Brent.
-Supongo que su barco estará fondeado un par de semanas. Si le apetece, puede usted
aprovechar ese tiempo libre para unirse al ejército. Encuentre a su hermano y su padre y
pase con ellos un par de días. Y en cuanto a la guerra... considero que nunca hemos
estado cerca de la victoria. Sin embargo, si pudiésemos conseguir que los suministros
continuaran llegando...
El presidente dejó aquellas palabras suspendidas. Después, sonrió-. Si contamos con
usted, capitán, venceremos. Está convirtiéndose en algo habitual que los valientes que
tripulan los torpederos de la Unión lo hagan únicamente por afán de lucro persona!. Ah,
bien...
-¿Y qué hay de Florida, señor? -insistió Brent, muy tranquilo.
Jefferson Davis suspiró.
-No hemos logrado arrebatarles ninguno de nuestros fuertes a los federales, capitán
McCain. Por otro lado, tampoco ellos han conseguido penetrar en tierra firme. Siguen
en St. Augustine y Fernandina, y en cuanto a Jacksonville, la abandonaron y volvieron a
tomar, Si le interesa a usted la situación en cierta bahía, señor, mucho más al sur, allí
donde los colonos se mantienen fieles a nuestra causa, le aseguro que todo va bien -Se
interrumpió un instante-. La señora Moore está a salvo.
Brent se ruborizó. ¿Acaso todo el mundo estaba enterado de su relación con Kendall?
El secretario Mallory, que había permanecido en silencio durante toda la conversación,
habló por fin, y lo hizo con mucho tacto.
-Hemos decidido interesarnos, capitán McCain, por todo aquello relacionado con los
hombres que sirven a la Confederación, sobre todo cuando se ven obligados a
emprender peligrosas misiones por nuestra causa.
-Gracias -dijo Brent, violento.
Quizá no era negativo que el mundo entero estuviera al tanto de sus asuntos. Durante la
travesía a punto estuvo de enfermar de preocupación por Kendall. Había soñado con ella
muchas veces, con una intensidad tal que despertaba agitado, gimiendo. Y con
demasiada frecuencia sus sueños se habían convenido en verdaderas pesadillas. En
todas ellas él regresaba para encontrarse con que Kendall había sido hecha prisionera y
se hallaba encadenada a bordo de una corbeta de la Unión. John Moore aparecía
siempre en sus sueños, burlándose de él. "¡Mi esposa, rebelde!. Mi esposa. La mujer a
quien amas está casada con un yanqui y tú has perdido.»
Apretó la mandíbula con fuerza y tragó saliva. ¡Dios, cuánto ansiaba regresar a Florida!
Deseaba olvidar aquella maldita guerra y volver para comprobar que Kendall estaba
esperándolo, hermosa, sonriente y libre.
Sin embargo no existía ni la más mínima posibilidad de regresar, y sería imposible
hacerlo hasta que su barco estuviera reparado. La Confederación no podía asumir el
riesgo de proporcionarle otra embarcación. Por tanto, tenían que esperar a que el Jenny-
Lyn estuviera en condiciones. Y entonces pasaría otra noche horrible antes de partir.
Sintió que la desesperación se apoderaba de él e intentó luchar contra ella. ¿Finalizaría
la guerra algún día? ¿Volvería la vida a recuperar su normalidad?
No quería pensar en las repuestas. Richmond era ya una respuesta en sí misma. Nada
volvería a ser igual.
-Bien... -dijo Davis tras aclararse la garganta-. Cuando su barco esté arreglado, capitán,
partirá hacia las Bahamas en busca de un cargamento de armas. Se le facilitarán los
detalles en su momento. Después tendrá que conducir el cargamento por el Mississipi.
-¿El Mississipi? --inquirió Brent—, ¿Acaso Nueva Orleans ya no está ocupada por...?
-Los yanquis, sí. Pretenden partirnos por la mitad, capitán, adueñándose del río, y no
podemos permitirlo. Debe usted eludirlos y transportar las municiones a Vicksburg. Me
temo que esa ciudad será el próximo objetivo de los federales. -Davis pasó por alto que
estaba pidiendo a Brent un imposible-. Hasta que llegue el momento de partir, capitán
¿por qué no va usted a buscar a su familia? Le proporcionaremos una cabalgadura
decente y un mapa con las rutas que consideramos seguras. Lee ha iniciado una
ofensiva. Ha enviado a Jackson a tomar Harpers Ferry. Después se reunirán en
Maryland. Le damos las gracias de todo corazón, capitán. No es necesario que mencione
el alivio que la morfina y el láudano que usted ha traído proporcionarán a los hombres
heridos.
Brent pensó que realmente no tenía por qué mencionarlo. Permaneció en su lugar,
estrechó la mano del presidente y escuchó con atención lo que el secretario Mallory
tenía que decirle.

Sus hombres se alegraron al enterarse de que disfrutarían de dos semanas libres en


Richmond. Los ingenieros navales aseguraron que el Jenny-Lyn estaría como nuevo en
el plazo de catorce días. Brent, que sabía que tanto las tabernas como los prostíbulos de
la capital de la Confederación solían estar muy animados por la noche y de que su
tripulación se merecía un buen descanso, estaba ansioso por partir. Hacía más de un año
que no veía ni a su padre ni a Justin, y, dada la oportunidad que se le presentaba, no le
apetecía en absoluto perder el tiempo en diversiones.
Seguir al ejército de Virginia no resultaba tarea fácil, ni siquiera estando enterado de los
movimientos que solían realizar las tropas. Viajando por los parajes de Virginia,
rebosantes de belleza a finales del verano, comprendió perfectamente por qué a los
generales federales les costaba tanto seguir la pista a Lee.
Le entristeció pensar en la sangre que se había derramado en Virginia. Los trinos de los
pájaros animaban los senderos franqueados por exuberante vegetación. Los árboles
comenzaban a adquirir los primeros tonos de los cálidos colores típicos de la estación
otoñal; todo irradiaba belleza... y vida.
Pero Brent no podía permitirse darse un respiro. Virginia entera se había convertido en
un campo de batalla. Sabía que podía toparse con las tropas de la Unión al salir de
Richmond, por lo que se obligó a mantenerse alerta durante todo el trayecto alrededor
de Washington y después hacia el oeste, en pos de la estela del ejército de Virginia.
Viajó durante tres días totalmente solo, evitando granjas y ciudades. Las noches pasadas
al raso, con la bóveda celeste como único techo fueron de paz y añoranza. Vivir bajo el
único amparo de la naturaleza le hacía evocar sus temporadas en los Glades, junto a
Zorro Rojo. Suspiraba por el estado virgen y salvaje de Virginia que tanto le recordaba
al suyo propio.
Entonces sentía deseos de volver a su hogar, pero luego se acordaba de que éste había
desaparecido. Sin embargo la mayoría de noches transcurridas bajo las estrellas, con la
silla de montar haciendo !as veces de almohada, poco le importaba aquello. Podría
compartir la belleza del cielo nocturno con una determinada mujer; dondequiera que ella
se hallase, allí estaría su hogar.
Al cuarto día se encontró con un explorador que, por suerte, era confederado. Casi
chocaron en un bosquecillo, y habrían acabado disparándose el uno al otro debido a la
celeridad con que desenfundaron sus armas. Brent se enteró de que Jackson Muro de
Piedra al mando de seis divisiones del ejército de Virginia de Lee, había conquistado
Harpers Ferry. Lee aguardaba a que las divisiones de Jackson se incorporaran de nuevo
al ejército principal en la ciudad de Sharpsburg, adonde debían llegar siguiendo el
recorrido de un riachuelo llamado Antietam Creek. De haber permanecido en la
carretera, Brent hubiera terminado sin duda por toparse con el ejército en cualquier
momento.
-Le aviso, capitán -dijo el escuálido explorador-, que Lee se ha encontrado ya con las
fuerzas de McClellan. Todavía queda una gran batalla por librar. No son éstos buenos
tiempos para realizar visitas. Ustedes, los colegas del mar, están poco acostumbrados a
combatir tierra adentro, ¿me equivoco?
Brent se encogió de hombros.
-Si la caballería de Florida entra en batalla, me uniré a ella en la lucha.
El explorador miró a Brent con los ojos como platos y después sacudió la cabeza.
-Eso espero, capitán. ¿Tiene usted parientes en la caballería?
-Sí, a las órdenes de Smart -respondió Brent-. Mi padre y mi hermano.
-La caballería de Stuart cubre la irania que va desde Longstreet a South Mountain. Casi
todos los generales más importantes se han reunido ya. Puede encontrar a la caballería
de Jeb en Sharpsburg, bueno, si eso es lo que desea.
-Sí.
-ASÍ lo espero. Bien, Lee ha establecido el cuartel general en una alameda cercana a la
ruta de Shepherdstown, a la derecha de Sharpsburg. No me importa decirle que se
esperaba alguna muestra de simpatía por parte de Maryland, una bienvenida, algo
agradable. Pero no ha sido así. Bien, no quiero entretenerle por más tiempo, pues
supongo que tendrá usted muchas ganas de reunirse con sus parientes mientras están
con vida. Llegará a los cuarteles generales de Lee en un par de horas.
El explorador le saludó con el sombrero y Brent prosiguió su camino. Al cabo de dos
horas se encontraba ya frente a los tres hombres que conformaban el corazón de las
fuerzas confederadas: Roben E. Lee, Thomas Jonathan Jackson y James Ewell Brown
Stuart. Lee se mostró sorprendido y divertido a la vez al recibir en su cuartel general a
un capitán de la marina, pero la alegría le duró poco. La situación de sus ejércitos era
demasiado tensa para andarse con frivolidades. Brent, que nunca había coincidido con
Lee, enseguida se dio cuenta de que cuanto se explicaba acerca de aquel hombre tan
brillante, tranquilo y digno era la pura verdad.
Fuera cual fuera la situación, Lee se comportó como un caballero. Disimuló de
inmediato su asombro y diversión y procedió a presentarle a Jackson Muro de Piedra y
Jeb Stuart.
-Nos hallamos en plena batalla, capitán McCain. El primer intercambio de disparos ha
tenido lugar esta misma tarde. No estamos en el mar, señor, no está usted bajo mis
órdenes y, por lo tanto, lo único que puedo hacer es advertirle que la contienda será
dura. Los federales nos superan en número, como es habitual.
-Sí, señor, lo comprendo -respondió Brent con calma y firmeza-. Lo que sucede es que
comanda usted una compañía de la caballería de Florida en que se encuentran hombres
con quienes crecí: mi padre, mi hermano y una docena más de caballeros de
Jacksonville. He cabalgado junto a ellos en tiempos de paz y puedo volver a hacerlo
estando en guerra. Soy un tirador certero, señor. No pienso permanecer al margen.
-¿Jeb? -Lee, con codos sus planes estratégicos en la mente, dirigió la mirada a Stuart-.
La caballería es tuya. ¿Sabes algo de la familia de este joven?
-Por supuesto -respondió Stuart-. El capitán Justin McCain y el lugarteniente Stirling
McCain se hallan acampados a medio kilómetro de aquí, en las tiendas más alejadas.
Brent le saludó y se volvió con la intención de salir de la tienda de los oficiales al
mando. Lee lo llamó de nuevo. Sus ojos azules centellearon un instante.
-No deje que le maten, joven. Tengo entendido que es usted un valor insustituible para
nuestra marina.

Antes de localizar a los hombres del Segundo de Caballería de Florida, divisó a los
caballos que, al anochecer, estaban ya atados. El aspecto de los animales era
estremecedor; estaban tan escuálidos y maltrechos que costaba creer que fueran capaces
de llevar a lomos, con cierto orgullo, a un gallardo jinete.
Al aproximarse al grupo de hombres reunidos alrededor de una hoguera bajo el cielo
oscuro que amenazaba lluvia, se le encogió el corazón. Los soldados parecían aún más
castigados que los caballos. Algunos ni siquiera llevaban botas y protegían sus pies con
pedazos de cualquier material. Los uniformes estaban hechos jirones y gastados, y los
hombres, al igual que el explorador del ejército con quien se había encontrado en el
camino, demacrados.
Antes de llegar a la hoguera, uno de esos hombres harapientos se puso en pie.
-¡Brent! ¡Por Dios, Stirling! ¡Es Brent!
El escuálido soldado echó a correr hacia él y casi cayó a sus pies, extenuado tras el
tremendo esfuerzo que aquello le había supuesto. Brent se aferró a aquel hombre tan
entusiasta, haciendo caso omiso al tormentoso latido que retumbaba en su pecho. Por fin
el hombre se separó, y Brent miró fijamente sus profundos ojos grises, asombrosamente
semejantes a los suyos.
-¡Papá! ¡Diablos, qué alegría encontrarte! Temía...
-¿Temías que me hubiera atravesado una bala y que no te hubieras enterado? -inquirió
Justin McCain con ironía-. Aún no, hijo. Puede que mis viejos huesos estén algo
quebradizos y que tenga algunas canas en la cabeza, ¡pero este soldado sigue vivo!
-¡Brent!
El interpelado se apartó de su padre para abrazar su hermano, otro espantajo harapiento.
Se separó un poco de Stirling y sonrió algo incómodo.
-No lo consideréis una ofensa, pero tenéis los dos un aspecto infernal.
Stirling se encogió de hombros.
-Ese es uno de los motivos por los que nos trasladamos a Maryland. Virginia está
arruinada, Brent. Lee no puede proporcionarnos ropas ni alimentos ya que el territorio
ha sido salvajemente arrasado, saqueado y convertido en pasto de las llamas. Esperamos
poder interceptar algunos suministros a los yanquis.
-Tú, en cambio, tienes buen aspecto, hijo –dijo Justin con orgullo.
Brent hizo una mueca.
-Acabo de llegar de Londres.
-¿Has estado en casa? —preguntó Justin, ansioso-. No vas allí desde la pasada
primavera. ¿Por qué? Recibo cartas de tu hermana, pero no dejo de preocuparme por
ella. Explica que las cosas marchan bien, que los yanquis entran y salen, pero que no
molestan a la gente de la ciudad.
Brent sintió que la angustia le oprimía la garganta. Era evidente que Jennifer no les
había comentado que South Seas se había convertido en un recuerdo de la gloria del
pasado.
-Cuando vi a Jennifer estaba bien, papá, muy bonita.
No encontraba ninguna razón convincente para contar a su padre y su hermano lo
ocurrido con South Seas, y menos estando a punto de entrar en batalla,
-¿Qué diablos haces aquí, hermanito? –preguntó Stirling con una amplia sonrisa-. No
hay mucho movimiento en los mares, ¿eh? ¿Y en Londres? ¿No te rompe eso todos los
esquemas, papá? Hemos estado partiéndonos la espalda aquí mientras Brent ha estado
de fiesta en Londres. ¡Deberíamos habernos alistado en la marina, papá, en lugar de en
la caballería!
-Stirling soltó una carcajada y dio un golpecito en la espalda a Brent-. Bien, hermano, si
estás buscando un poco de acción, espera a mañana. McClellan ha preparado a todo su
maldito ejército para enfrentarse con nosotros.
-Según me han dicho -interrumpió Justin, mostrando tan buen humor como su hijo
mayor-, es Brent quien está inyectando algo de acción en los mares. Pero es cierto, ¿qué
haces aquí?
Brent se encogió de hombros.
-El Jenny-Lyn recibió algunos cañonazos y está siendo reparado en los astilleros de
Richmond. Dispongo de un par de semanas. Fue el mismo Jeff Davis quien me sugirió
que viniera a veros.
-Es muy amable de su parte -aprobó Stirling-. Bueno, Brent, ven a saludar a los chicos.
Ya conoces a Cliff Deeferfirlf, a Craig Hampton y a algunos de los otros. Al viejo
Reilly lo mataron en Manassas, pero todavía somos una tropa endiabladamente buena.
Cogidos del brazo los tres McCain, con Justin en medio, se unieron al resto de hombres
sentados junto a la hoguera.

Las llamas fueron muriendo; el campamento entero, excepto los soldados de guardia, se
habían acostado ya, dispuesto a pasar una noche más llena de incertidumbre.
Stirling McCain, con la vista clavada en la entrada de su tienda, dio un codazo a su
hermano.
-Brent.
-¿Sí? -replicó en voz baja para no romper el silencio de la noche.
-¿Qué hay de cierto en el rumor que corre de que raptaste a la mujer de un yanqui?
Brent quedó rígido y se puso en guardia.
-El rumor no es infundado, Stirling; es más o menos cierto. No fui yo quien la raptó,
sino Zorro ROJO. Después el yanqui se presentó para rescatarla, y ella huyó de él para
regresar conmigo. Stirling suspiró.
-¡Tantos años sin que ninguna chica significara nada para ti! Y ahora te lías con una
mujer casada.
-Su marido es un bruto, Stirling, -Brent guardó silencio unos instantes-. Tenerla a mi
lado representaba mucho para mí, hermano. Me casaré con ella en cuanto obtenga el
divorcio. -Brent vaciló incómodo—, Si tú has oído hablar del tema, Stirling, supongo
que papá estará también enterado.
-Sí.
-Stirling, no hay nada deshonroso en este asunto. La amo, y no me importa que hablen
de nosotros ni aquí ni en el cielo. Tan sólo deseo que el orgullo de papá no se sienta
ofendido.
De repente una voz les interrumpió en la oscuridad.
-El orgullo de tu padre no está herido, hijo. Confío en tu sentido del honor. Debes
limitarte a hacer lo más conveniente para esa chica, ¿me oyes?
Brent sonrió en las tinieblas de la noche.
-Sí, papá, te oigo.
-Y ahora, vosotros dos, haced el favor de callar y dejar dormir a este viejo. Os juro que
sois peores que un montón de señoritas reunidas para merendar. –Tras titubear, añadió
con solemnidad-: Mañana no asistiremos precisamente a una merendola, hijos. Dormid
un poco.

El 17 de septiembre amaneció gris y lluvioso. La caballería de Jeb Stuart recibió


órdenes de cubrir el flanco de Jackson y los dos kilómetros que separaban esta ciudad
del Potomac. Los artilleros a caballo debían mantenerse en formación y disparar ráfagas
con el fin de crear la ilusión de que la línea estaba sólidamente constituida por
posiciones de disparo móviles.
Alrededor de las siete, la batalla estaba en pleno apogeo. Los cadáveres yacían por
doquier. La lucha tuvo lugar en un maizal de espigas doradas, listas para la cosecha, y
tallos verdes; pero ya no quedaba ni una planta en pie. La artillería de ambos bandos
había asolado la plantación de tal manera que los tallos de maíz no sobresalían ni un
palmo del suelo.
Tan sólo se veía un mar de cuerpos inmóviles, un cúmulo de cadáveres vestidos de azul
o gris. La caballería impidió al general de la Unión Doubleday desplegarse hacia la
carretera de Hagerstown, arrasando los campos a su paso. Jackson Muro de Piedra
mantuvo tenazmente su formación, a pesar de que las bajas entre aquellos que
continuaron combatiendo fué devastadoras. Brent ayudó a su padre y su hermano a
transportar un cañón Parrott. Se precisaron seis hombres para moverlo y cargarlo, y si
uno de ellos era reclamado para incorporarse a la avanzadilla otro hombre ocupaba su
puesto. Fueron intercambiando posiciones continuamente bajo las órdenes de Justin.
A pesar de que la batalla que se libraba frente a ellos era cada vez más encarnizada,
Stirling intentó cantar y hacer chistes. Mientras tanto, los cuerpos inertes se
amontonaban en la vasta extensión del maizal. Azul y gris. Azul y gris.
Brent tenía las manos ennegrecidas por la pólvora y la musculatura tensa. Ese día
aprendió que el ejército de Virginia jamás se daba por vencido. Constituido por
soldados tan combativos como sus generales, sobrevivía gracias a la tenacidad y osadía
de sus hombres, quienes, aunque el enemigo les superara en unidades, continuaban
luchando movidos por su fuerza de voluntad.
Resultaba difícil discernir quién estaba ganando la batalla. Alrededor de las doce la
intensa lucha se desplazó desde el maizal hasta la pequeña iglesia de Dunkard, y los
informes contabilizaban unos seis mil muertos en el bando de los confederados y unos
siete mil en el de los unionistas; unas estadísticas pasmosas.
Pero eran algo más que estadísticas. Eran montones de cadáveres hacinados en un
arrasado campo de maíz.
-¿Qué estamos haciendo aquí, Brent? –preguntó Stirling con voz cansina, secándose el
sudor de la frente y ensuciando su cara de pólvora.
-Estamos luchando por la Confederación –replicó Brent con voz monótona.
Stirling echó a reír sin ganas.
-La Confederación, Brent. Iniciamos la guerra movidos sobre todo por el deseo de
preservar los derechos de los estados. De hecho, defendíamos la esclavitud, pero todos
reclamábamos los derechos de los estados. Y aquí estoy, en Maryland, viendo cómo los
hombres caen a mi lado mientras mi hogar es invadido y yo soy incapaz de protegerlo
por estar lejos de él.
-¡Cuidado, Stirling! -exclamó Brent en tono áspero en el momento en que una bala de
canon pasaba silbando por encima de sus cabezas e impactaba detrás de ellos.
Brent tuvo la impresión de que unas manos fuertes y ardientes le cogían en volandas
para lanzarlo por los aires, como una hoja. Cayó al suelo y permaneció inmóvil unos
segundos, tratando de respirar en aquella atmósfera tan húmeda y recalentada. Comenzó
a moverse y comprobó que no tenía nada roto. Había tanta pólvora en el aire que no
podía ver nada. Se arrodilló y empezó a gatear a ciegas. Los gritos agonizantes de los
heridos se oían por todas partes.
-¿Stirling? ¿Papá?
Encontró a su hermano cuando el humo comenzó a disiparse. De la boca de Stirling
brotaba un hilillo de sangre. No fue, sin embargo, ésta la que aterrorizó a Brent, sino la
que se coagulaba alrededor del boquete que había en el estómago de su hermano y que
éste intentaba tapar con las manos.
-¿Brent?
-Estoy aquí, Stirling. No intentes hablar. Te sacaré de aquí.
Stirling echó a reír, aunque se ahogaba.
-¿Te acuerdas de las magnolias, Brent? ¿De cómo invadían el camino? Siempre me
gustó cabalgar por ese camino, correr hasta divisar South Seas, que asomaba entre los
árboles... ¿te acuerdas, Brent?
-Si, Stirling, me acuerdo. No hables. Voy a hacerte una cura provisional.
Cuando Brent se incorporó para enrollarle con fuerza su chaqueta en torno a la cintura,
Stirling gritó. Debía retirar a su hermano del campo de batalla, encontrar un cirujano.
Señor, ¿dónde podía encontrar un cirujano entre aquel maremágnum de cadáveres
vestidos de gris y azul?
A su espalda quedaban los West Woods, y más allá de los bosques la batalla seguía
librándose encarnizadamente junto a la iglesia de Dunkard. ¿Quién estaría en la iglesia?,
se preguntó. ¿Podría conseguir ayuda allí?
Arrastró a su hermano para alejarlo del alcance del fuego de la artillería hasta hallar un
claro en el bosque.
Stirling abrió los ojos.
-Cuida de South Seas, Brent. Y de Patricia y Patrick...
-Calla, Stirling -ordenó Brent, procurando ocultar su ansiedad-. Quédate quieto y respira
lentamente.
-¡Camilla!
Brent se volvió al oír aquella voz procedente de un lugar muy cercano. Resultaba difícil
ver algo debido al humo que había en el bosque.
-¡Camilla! -exclamó también. Al parecer existía alguna clase de ayuda médica en las
cercanías.
-Ya voy... Vuelve a gritar para que pueda localizarte -replicó una voz tranquila,
pausada, llena de alentadora autoridad.
Brent se puso en pie para tratar de distinguir algo a través del humo y la vegetación. Se
quedó helado al ver al hombre que se aproximaba.
Vestía de azul y por las insignias doradas que lucía en las mangas, Brent dedujo que se
trataba de un capitán yanqui. Tenía el cabello rubio, muy corto, y grandes e inteligentes
ojos castaños. El hombre, de aproximadamente su misma edad, lo observó también
sorprendido.
Ambos permanecieron mirándose un buen rato. La vista del capitán yanqui se posó en
Stirling.
-Un disparo en las tripas, ¿verdad?
-Eso creo -respondió Brent.
El capitán de la Unión se arrodilló junto al herido para retirar el improvisado vendaje
que Brent había realizado.
-No está tan mal -murmuró, quitando a Stirling la chaqueta y la camisa.
-Necesito sacarle de aquí -dijo Brent con un hilo de voz. Era evidente que los federales
controlaban la iglesia de Dunkard y los bosques colindantes.
El capitán yanqui se volvió hacia Brent.
-No podrá moverlo sin ayuda. Le causaría la muerte.
Brent tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.
-No puedo abandonarlo -susurró.
El capitán yanqui se incorporó, mordisqueándose el labio inferior.
-Escúcheme, rebelde. Lo que haya podido oír acerca de que los cirujanos yanquis
matamos más rebeldes que nuestra propia artillería no es del todo cierto. Soy médico,
señor, y creo en el Juramento que formulé de salvar vidas. Y en mi juramento no
pronuncié ni una maldita palabra acerca de salvar sólo las vidas de quienes visten de
azul. Déjelo conmigo. Es su única oportunidad. Esta tierra está plagada de muerte. Ya
han fallecido millares de hombres, y todavía morirán más. No permita que él se
convierta en uno más.
Stirling gritó de repente: estaba agonizando. Brent se arrodilló a su lado.
-Stirling, ¿puedes oírme? Éste es el capitán...
-Capitán Durbin, del cuerpo médico -dijo el yanqui mientras se arrodillaba junto al
herido.
-Conocí a Durbin en Nueva York, antes de la guerra -mintió Brent-. Cuidará de ti.
-No... no, no me dejes morir en manos de los yanquis...
-No vas a morir, Stirling. Nunca he tenido la intención de ocuparme de South Seas.
¡Debes vivir para hacerlo tú, Stirling! Los yanquis son los únicos que disponen del
equipamiento adecuado, los únicos que...
Brent notó una mano en el brazo y se volvió hacia el capitán del ejército enemigo.
-Ha perdido el conocimiento. No es necesario que siga hablando. Tal vez muera, pero le
doy mi palabra de que haré cuanto esté en mi mano para salvarle. Y lo mejor que podría
hacer usted es alejarse de aquí cuanto antes. La cárcel no es precisamente el mejor lugar
del mundo. Dígame dónde podré encontrarle. Le escribiré para explicarle cómo
evoluciona en cuanto me sea posible.
Brent vaciló un segundo.
-Jennifer McCain, Jacksonville. Si muere, será nuestra hermana quien se lo notifique a
su esposa... y su hijo.
El yanqui asintió con la cabeza.
-Váyase, rebelde. Márchese antes de que me vea sometido a un consejo de guerra por su
culpa.
Brent se puso en pie y echó a correr por el bosque.
La batalla prosiguió por la tarde. El general Hood continuó hablando de mantener con
toda valentía una formación en la parte inferior de uno de los laterales del y campo, pero
había demasiados federales. Hasta tres y cuatro cuerpos, uno encima del otro, se
apilaban a ambos lados del camino. Los soldados lo denominaban ya el «sendero
sangriento».
Lee tomó la decisión de replegarse en el Potomac y dirigirse hacia la parte occidental de
Virginia y McClellan no realizó el menor movimiento para evitar su retirada.
La batalla de un solo día de duración más sangrienta de toda la guerra civil había
terminado.
Brent pasó la noche oyendo los lamentos de los heridos y buscando a su padre.
El capitán Justin McCain, del Segundo de Caballería de Florida, se contaba entre los
desaparecidos.
Al amanecer Brent abandonó el ejército de Virginia y marchó a caballo hacia
Richmond. Rodeó los edificios de la capital y se dirigió hacia su barco. Sus hombres no
estaban a bordo, pues seguían de permiso. De todas formas Brent no tenía ganas de
compañía. Pasó los cuatro días siguientes en completa soledad, tendido en su litera, con
la vista clavada en el techo y oyendo los martillazos de los obreros que reparaban el
navío.
El primero en regresar fue Charlie McPherson. Enterado de lo ocurrido con el padre y el
hermano del capitán, respetó su intimidad. Pero en cuanto el resto de la tripulación
estuvo de vuelta, Charlie apareció en la puerta de Brent.
-No quería molestarle hasta el momento de partir, capitán, pero hemos oído unos
extraños rumores en las tabernas y he considerado que debería conocerlos.
-¿De qué se trata, Charlie? -preguntó Brent con desgana.
-Al parecer una goleta confederada, surgida de la nada y comandada por oficiales sin
graduación, se dedica, como nosotros, a burlar los bloqueos. Los yanquis dicen que un
indio... y una mujer la dirigen. Han hundido cuatro corbetas de la Unión, tres goletas y
dos fragatas. Todo ello en las aguas de la parte meridional de Florida. Se la conoce
como el Rebel's Pride.
Brent, que había permanecido tendido en la litera, puso los pies en el suelo como un
rayo.
-¿Qué? -rugió.
-El rumor tiene visos de verosimilitud, capitán. Los viejos marineros de la taberna
habían leído la noticia en los periódicos yanquis, que tienen un temor reverencial a esa
embarcación.., y deben de estar muy enfadados. Ofrecen una recompensa de mil
demonios por capturar ese barco. ¡Casi tan alta como la del nuestro!
-¡Hija de puta! -estalló Brent-. ¡Esa pequeña idiota! ¡No puedo creerlo! No tiene ni idea
del arte de la guerra- ¿De dónde diablos habrá sacado el barco? ¿Y la tripulación? ¿Y un
indio? ¡Maldito Zorro Rojo! Charlie retrocedió en silencio, lamentando haber sido el
portador de tales noticias. Brent McCain no solía perder los estribos, pero, cuando
montaba en cólera, el mundo temblaba.
El capitán comenzó a deambular por el camarote. La fiereza de su mirada gris era como
un fuego arrasador. Se detuvo de repente detrás de su mesa de despacho.
-¿Estamos ya en condiciones de navegar?
-Sí, señor. Toda la tripulación ha embarcado. Se supone que debemos partir al
amanecer...
Brent avanzó un decidido paso en dirección a Charlie.
-Zarparemos ahora mismo. El anochecer es un buen momento para esquivar los
bloqueos. -Brent se detuvo antes de llegar a la puerta y dio un puñetazo a la pared-. La
mataré. Condenada... voy a estrangularla. Debe aprender que no es invencible y que no
puede actuar como una loca... ¡Me veré obligado a encadenarla para probarlo!
Brent salió como una furia a cubierta, vociferando órdenes.
Charlie le seguía sin poder evitar pensar que también Brent estaba loco. Unirse al
ejército de Virginia en una batalla mortal para después abalanzarse contra el bloqueo
federal come si de una carrera de yates se tratara era una buena muestra de ello.
«Locos», pensó Charlie. Héroes y locos; más o menos era lo mismo.

16

Octubre de 1862

-¡Ha desaparecido, Kendall! ¡El Rebel's Pride ha desaparecido! ¡Se lo han llevado!
Kendall abrió los ojos y se quedó mirando, adormilada, a Amy Armstrong, que acababa
de entrar en la habitación, haciéndole recuperar la consciencia de forma repentina y
confusa. Amy se retorcía las manos con nerviosismo, y Kendall trató de despejarse y
comprender el significado de las palabras que estaba oyendo.
Había soñado, y en sus sueños placenteros la guerra había terminado. La vida volvía a
ser como antaño, hacía ya tanto tiempo. Cresthaven era el punto central de su sueño; la
enorme casa de la plantación se alzaba, majestuosa, ante kilómetros y kilómetros de
algodón listo para la cosecha.
En su sueño paseaba por un sendero con Brent, los brazos entrelazados. Ambos se
lamentaban del pasado perdido y del dolor sufrido tanto por el Norte como por el Sur.
Sin embargo un futuro maravilloso se abría ante ellos.
La causa gloriosa se había convertido en una realidad; los Estados Confederados de
América habían sobrevivido, ella había contribuido al triunfo. Su decisión de navegar
con la goleta yanqui había representado una importante ayuda.
-¿Desaparecido ? -exclamó Kendall tras sofocar un grito, sin poder creerlo. Retiró las
mantas y consiguió apartar aquel sueño de su mente-. ¿Que el barco ha desaparecido?
Amy, ¿de qué está hablando? ¿Cómo puede haber desaparecido? ¡Teníamos centinelas!
La joven se puso en pie, y Amy abrió la boca con la intención de hablar, pero lo que
hizo fue ahogar un grito al notar unas manos masculinas en la espalda.
Kendall se quedó con el rostro desencajado al ver aparecer a Brent y contemplar cómo
echaba a Amy de la habitación.
-Te explicaré la situación. Con tu permiso, Amy-murmuró Brent educadamente,
demasiado educadamente..,
Estaba magnífico. Con sólo verlo y oír el tono ronco de su voz, Kendall sintió que la
sangre le hervía y que todo su cuerpo empezaba a temblar. Brent ocupaba siempre sus
pensamientos. Vivía tan sólo por aquellos escasos y preciados momentos en que él
aparecía. Deseaba volar hacia él, rodearle con los brazos, estrecharle, abrazarle, tener la
certeza de que era de verdad, amarle.
En cambio, se quedó paralizada, sintiendo que el calor de sus venas se había convertido
de repente en agua helada.
Jamás la había mirado con tanta frialdad... o con tanta cólera. Y lo más terrible de todo
era que no se trataba de un ataque de ira repentino. Se mostraba tranquilo,
completamente sereno y controlado. Sabía que si le tocaba estaría frío y rígido como
una piedra.
-Brent -murmuró, intentado que no le temblara la voz, obligándose a conservar la calma
y a no retroceder ante la furia que brillaba alrededor del hombre como un aura.
Amy decidió obedecer a Brent y dejar sola a Kendall. Enseguida se marchó. Brent entró
en la habitación y cerró la puerta tras de sí.
Kendall se negaba a admitir que le temía; tanto como la primera vez que lo vio en los
pantanos después del desastre de Charleston. O quizá aún más, porque ahora lo conocía,
¿Lo conocía de verdad? ¿Qué estaba haciéndoles la guerra? ¿Serían sus propios ojos un
espejo del indescriptible dolor que la embargaba? Los de Brent eran tan fríos que a
Kendall casi se le detuvo el corazón...
Su enfado no era pasional, sino crudo y despiadado. El capitán vestía su levita gris con
insignias doradas y otros ornamentos que le conferían aquel bello porte de caballero. El
bigote y la barba necesitaban un buen recorte, y su rostro se mostraba algo más delgado
que cuando lo vio por última vez. Apretaba tos labios con fuerza, y aquello le hizo darse
cuenta de que lo había visto con más frecuencia enfadado que alegre.
«No, le decía su propio corazón. El la amaba, sabía que la amaba. Cuando estuvieron
juntos la última vez, el mundo que les rodeaba, a pesar de la dura guerra, se presentaba
espléndido. Brent no había hablado aún. Se limitaba a mirarla fijamente y, como
siempre, irradiaba una vitalidad explosiva. Cuando estaba en movimiento, emanaba
fuerza y agilidad. En aquellos momentos, incluso quieto, parecía destilar una pasión
sobrecogedora.
Kendall, inmóvil también, le devolvía la mirada y pensaba con tristeza que aquél no era
el encuentro con que ella había soñado...
La joven se movió por fin. Nerviosa, se llevó la mano a la garganta en busca del cuello
alto de su camisón blanco. Una vez superada la sorpresa inicial, su cerebro comenzó a
funcionar. Amy le había dicho que el Rebel's Pride había desaparecido, y allí estaba
Brent, observándola como si se tratara de un rey a punto de ordenar una ejecución.
Kendall apartó el temor que se había apoderado de ella hasta aquel momento y deslizó
su mirada sobre él. No sería un encuentro rebosante de ternura. Y se comportaría como
una idiota si se ponía a la defensiva ante un ataque como aquél.
-¿Qué has hecho con mi barco? -preguntó secamente.
Ésa era la chispa que Brent necesitaba para encender el temor y la ira que habían
permanecido enterrados bajo una apariencia de calma desde que saliera de Richmond.
Tal vez si no hubiera estado en Sharpsburg, si no hubiera visto la sangre que teñían las
aguas de Antietam Creek... Quizá si su hermano no hubiera caído en sus brazos abatido
por un disparo, si no se hubiera visto obligado a abandonarle en manos de un cirujano
yanqui, si su padre no estuviera entre los desaparecidos... todo habría sido distinto. Tal
vez entonces la habría tomado entre sus brazos y le habría explicado que había perdido
casi todo cuanto amaba y que no podría seguir viviendo si también la perdía a ella.
Tras el movimiento desafiante de la cabeza y la frialdad con que Kendall formuló la
pregunta, Brent cruzó la habitación temblando, a punto de perder el control. Cuando la
agarró por los brazos fue consciente de que le hacía daño, pero no pudo evitar cogerla
de aquel modo. En cuanto sus miradas se encontraron, la zarandeó; quería hacerle daño,
arrancarle aquella orgullosa serenidad capaz de deshacer con tanta facilidad lo que
sentía por ella, cuando, hacía tiempo ya, había dejado de pensar enfrentarse con ella.
-¡Eres una chiquilla temeraria! -masculló-. Si pretendes que te maten, arriésgate tú sola.
¡No tienes derecho a que, por tu culpa, mueran ancianos, ni más indios o un puñado de
críos!
Al agarrarla, la lastimaba. Lo primero que pensó Kendall fue en protegerse y huir. Con
la mano que le quedaba libre, intentó coger los dedos que la asían como ganchos de
hierro.
-Brent, basta. ¡Suéltame!
Él obedeció soltándola con tal violencia que la joven cayó sobre la cama. Mientras ella
se esforzaba por incorporarse, Brent se encaminó hacia la puerta y se detuvo allí. Se
quitó el sombrero y se atusó el cabello. Kendall no trató ya de ponerse en pie. A tientas,
arregló su camisón para que le cubriera las rodillas y se recostó contra el sencillo
cabezal esculpido de la cama.
Cuando él se volvió, estaba lista para saltar y echar a correr... o para luchar.
-¿Te has parado alguna vez a pensar —preguntó él, acalorado- en lo que estás haciendo?
De repente era como si todo comenzara a brotar de su interior: la espera, el esfuerzo, la
lucha, los sueños. Él era su mundo; él y una fantasía vaga e intangible que se desvanecía
día tras día: el Sur. Sin ellos el futuro no existía. Sólo quedarían las desoladoras cenizas
de un pasado destruido por el fuego.
Se había visto obligada a luchar contra los yanquis. A pesar de que entre ellos se
contaban hombres tan maravillosos como Travis, a sabiendas de que existían muchos
más hombres decentes como él vestidos de azul, tenía que luchar porque nunca
conseguiría olvidar el mal que le habían causado. Las marcas de los latigazos recibidos
en la espalda habían desaparecido lentamente, pero jamás se borrarían de su corazón.
Tampoco olvidaría nunca, mientras siguiera con vida, los gritos de Apolka, ni cuan
inútil se había sentido ante aquel montón de niños muriendo alrededor de ella.
-¡Sé muy bien qué estoy haciendo, capitán McCain!-afirmó encolerizada-. Y te repito la
pregunta: ¿qué has hecho con mi barco?
Él sonrió secamente, cruzando los brazos y apoyando un hombro, con indiferencia,
contra el umbral de la puerta.
-De manera que admites que se trata de tu barco.
Ella vaciló.
-No lo niego, capitán. En efecto es mío. Yo lo encontré y lo salvé.
-¿Y navegas con él?
-No siempre. Sólo cuando vamos cerca y con el fin de acabar con los enemigos que
merodean por esta zona. Harry y Zorro ROJO suelen ir más lejos. Harry es oficialmente
su capitán. ¡Maldito seas, Brent!. Actúas como si yo estuviera luchando a favor del otro
bando.
-Ya lo entiendo -interrumpió, hablando despacio-. Se trata de tu contribución a la
guerra.
-Naturalmente, idiota, ¿qué creías?
Él levantó una ceja. Tenía la mandíbula completamente tensa, pero decidió pasar por
alto el insulto.
-Entonces -dijo tranquilamente, acercándose a ella—, ¿no te importaría que el barco
pasara oficialmente a formar parte de la flota de la Confederación?
Al comprender lo que se proponía, Kendall se sonrojó. De repente fue como si la
invadiera una cólera encendida. Él, casi siempre ausente, tenía el coraje de regresar e
inmiscuirse en su vida sin hablar primero con ella.
-¡Sí me importa! -masculló-. ¡Me importa muchísimo! ¡Me importa... Brent! Detente...
La había agarrado por los hombros para obligarla a abandonar la rígida postura que
había adoptado al recostarse contra el cabezal. La tendió de espaldas y la colocó sobre
sus rodillas, de modo que quedara con las caderas sobre su regazo y los hombros
presionados contra la cama. Se inclinó sobre ella como si se dispusiera a dar un
concierto en stacatto.
-¿Cuándo pensarás, Kendall? ¿Cuándo vas a aprender? ¿Qué demonios crees que te
sucederá si te atrapan los yanquis? Te crucificarán, Kendall. Y a Zorro Rojo. Si
capturan a un indio hundiendo barcos federales... Pero al menos Zorro Rojo es un
hombre, un guerrero. Sabe qué podría ocurrirle. Tú, en cambio, estás loca...
-¡No! -exclamó Kendall, incapaz de soltarse, pero decidida a que le escuchara—. ¡No
me vengas con que Zorro Rojo es un hombre. Y no me digas qué sé y qué no sé. ¡Yo
estaba allí, Brent! ¡Estaba allí cuando aniquilaron a los seminolas!. ¿Acaso crees que no
mueren los hombres? ¿Y por qué razón arriesgas tú tu vida continuamente? ¿Cuál es la
diferencia entre tú y yo? Apenas estás conmigo. Es como si me dejaras colocada en una
estantería mientras combates. Soy sólo una mujer para pasar el rato... que tiene que
esperar ociosamente y con ansiedad a que vuelva a aparecer su hombre. ¡Pues te
equivocas, Brent! Sencillamente no puedo limitarme a esperar.
No estaba muy segura de cómo reaccionaría tras su discurso. De momento seguía
mirándola de reojo. Había soñado tantas noches con sentirse entre sus brazos, y ahora
que se hallaba junto a ella, sus pensamientos eran contradictorios. Le gustaba sentir su
calor, la vibración de sus músculos. Pero al mismo tiempo deseaba apartarle, dejar
constancia de que ella era fuerte, capaz e... igual.
-Kendall -dijo Brent con serenidad, acercándole los labios, intensificando la presión
sobre sus hombros, inclinándose tanto sobre ella que su torso le rozaba el pecho—,
presta atención a lo que voy a decirte. Te he explicado ya todos tus errores. Si te atrapan
los yanquis, te entregarán a John Moore. Y es más que probable que al principio quieran
jugar contigo. Saben que te has acostado con un rebelde, que has saboteado su guerra, y
no les importaría que fueras realmente tú u otra quien capitaneara ese barco. Si crees
que tu vida anterior con John Moore era mala, espera a volver con él por segunda vez...
si es que queda algo de ti cuando los yanquis hayan acabado contigo.
Hablaba con tanta frialdad... Era como si estuviera disparándole perdigonadas de hielo.
De hecho, ¿le importaba Kendall algo? No se habían visto desde hacía meses. Había
estado en Londres, donde no había guerra y las damas se vestían con sedas, cuidaban su
cutis y se comportaban de forma agradable y femenina. ¿Habría estado con otra mujer?
¿Con otras mujeres? De repente cerró los ojos; deseaba acariciarle, sentir que era suyo.
Pero no era suyo. Era Halcón de la Noche, que llegaba para abandonarla después en la
oscuridad, como siempre. Brent era como el viento que hacía girar su vida, y cuando la
tempestad finalizaba la dejaba en un inmenso vacío.
-Brent -dijo cálidamente-, ¿sabías que hay mujeres que se han confeccionado uniformes
y se han disfrazado de hombres para ir a los frentes de batalla? Harry se hizo con un
periódico de Washington en que había un artículo acerca de las mujeres del Norte, que
eran comparadas con las sureñas. Naturalmente, el autor del artículo admitía que carecía
de estadísticas del Sur...
-Kendall...
-Escúchame, Brent. Te juro que es la pura verdad. El artículo hacía referencia a una
tremenda batalla que se libró en una ciudad de Maryland llamada Sharpsburg. Uno de
los heridos de la Unión resultó ser una mujer...
-¡Calla, Kendall! -exclamó Brent-. ¡Basta ya! No quiero oírlo, ni me importa. Te Juro
que si no puedes permanecer quieta te entregaré yo mismo a los yanquis. De ese modo
al menos seguirás con vida.
-¡Con vida! El corazón de una mujer puede detener una bala igual que el de un
hombre...
-Kendall, juro por Dios que si vuelves a abrir la boca te la cerraré.
-¡No lo harás! Vas a escucharme...
La frase quedó interrumpida por un ruido sordo producido por el impacto de la palma de
la mano de Brent sobre la mejilla de la joven. Él vio el dolor reflejado en la mirada de
Kendall, el reproche y, finalmente la hostilidad. Deseaba disculparse, pero no pudo
hacerlo porque se sentía demasiado confuso. Después intentó convencerse de que lo que
había desatado su ira definitivamente había sido la mención de Sharpsburg. Trató de
buscar mil y una excusas, pero ninguna le pareció válida. Y el mismo sentimiento de
culpa que le asaltaba, le impulsaba a persistir en su actitud mientras notaba cómo ella le
clavaba las uñas para vengarse.
-No sabes lo que haces -acusó Brent, y el tono ronco de su voz no era más que una
tapadera para disimular sus deseos de suplicarle perdón. Ella se debatía
desesperadamente para liberarse de su abrazo, pero él la retuvo- No tienes escapatoria.
Me parece que esta lección ya está dada, pero no acabas de asimilarla, ¿verdad? No
ganarás, Kendall. Por tanto, será mejor que no luches conmigo.
-Suéltame -protestó, concentrando todos sus esfuerzos en reprimir las lágrimas. No
podía creer que la hubiera pegado, que no le hubiera importado hacerlo. Un caballero
jamás golpeaba a una dama... por tanto, sin duda Brent no la consideraba una dama. Era
la esposa de un yanqui y lo que había existido entre ella y Brent carecía de sentido. Le
había susurrado bellas y apasionadas palabras de amor, y de pronto Kendall se
preguntaba si las habría pronunciado sólo porque le convenía- ¡No! No, la amaba.
Estaba segura, tenía que estarlo...
Sin embargo, acababa de pegarla y ahora se burlaba de ella, provocándola
deliberadamente.
La joven dejó de forcejear para mirarlo con frialdad, con los ojos bien abiertos.
-Capitán McCain, no eres mi padre, y tampoco mi marido. A veces, hasta dudo de que
seas mi amigo. Suéltame y lárgate con tus lecciones y tus opiniones. No deseo que me
golpees, ni que abuses de mí, ni que me enseñes, ni que me toques.
-Actúas como una niña, Kendall, como una chiquilla mimada.
-¡Oh, Dios! -gruñó, apretando los dientes furiosa-. Lo digo de verdad, Brent, yo...
-¿De verdad? -la interrumpió, poniéndose de repente rígido y tenso.
Kendall le devolvió su mirada tormentosa. Sabía que no era sincera. Deseaba retroceder
en el tiempo, cerrar los ojos para, al abrirlos de nuevo, descubrir que aquella riña había
sido un sueño y que Brent la abrazaba, sonriendo. «¿Qué pretende de mí?», se
preguntaba. Deseaba ardientemente no haberle querido, no haberse sentido amada y
reconfortada por sus caricias. Cerró los ojos.
-No —musitó.
-Kendall... -murmuró él.
No estaba segura de si había susurrado su nombre con amor o con deseo febril. En
cualquier caso, no le importaba porque, igual que era incapaz de rechazar sus
sentimientos hacia él, tampoco podía rechazar la respuesta de su piel al contacto con la
de Brent. Sin embargo, lo que sentía en aquel momento no era deseo. La tempestad de
su cólera la había dejado como si hubiera sido arrojada contra las rocas, y lo único que
ansiaba era arribar a buen puerto, hallar ternura, recibir una agradable caricia, sentir que
la amaba, aunque aquel sentimiento fuera tan sólo una ilusión.
Los brazos que acababan de obligarla a permanecer inmóvil la abrazaron de repente.
Los labios que se habían burlado de ella formando una curva de amargura rozaron los
suyos como una brisa en un primer instante, después ávida, ardientemente, sin dejar el
menor espacio a la ternura.
Kendall le abrazó como si con ello quisiera capear el temporal. No intentaba luchar
contra el viento, sino más bien dejarse arrastrar por él. Volvía a experimentar el sabor,
las caricias, las sensaciones, la masculinidad apremiante de aquellos labios. Todo tan
familiar, añorado, anhelado...
Kendall te rodeó el cuello con los brazos, feliz de poder estrecharlo, de oler en él el sol,
el mar, de notar su fuerza viril. Sin embargo, a pesar del abrazo, del contacto de sus
labios, sus dientes y su lengua, del calor de sus brazos musculosos, trataba de luchar
contra el poder de su virilidad. Estaba harta de escuchar lecciones.
Era él quien se merecía aprender unas cuantas. Brent McCain era siempre quien llevaba
las riendas. Tocaba enfadarse cuando él lo decía, amarse cuando él lo indicaba...
Cuando por fin él se retiró, Kendall fue incapaz de interpretar su nebulosa mirada. Notó
un ligero escalofrío; le costaba creer que estuviera tan cerca... La potencia embriagadora
de sus caricias era como una droga que ofuscaba sus sentidos y su mente. Pero debía
controlarse y manifestar sus convicciones
Le dedicó una sonrisa deslumbrante.
-Te he añorado tanto, Brent -susurró, y el temblor ronco de su voz no era fingido.
Él no replicó, y Kendall le acarició la mejilla con mano trémula, enamorada del tacto
suave de su barba y el tono cálido y bronceado de su piel. «¿Existirá alguien-se
preguntó- que represente mejor que él lo que es un caballero?» Siempre un caballero,
atractivo, severo y decidido, aunque variable como la faz de la tierra.
Cuando le sonrió, la tristeza la embargó. Tal vez Brent no podía comprenderla porque
ella estaba librando una batalla por su propio ideal; el de las mujeres del Sur. ¡Ahh! Se
suponía que ellas, agradables florecitas a quienes los hombres debían proteger
valientemente, ceñían que comportarse como damas en busca de cobijo. Se trataba de
un bello y cortés ideal, un verdadero sueño.
Los hombres nunca habían entendido que las sureñas eran mujeres muy fuertes. Se
esperaba de todas ellas, desde las esposas de los pobres granjeros hasta las señoritas que
se casaban para hacerse cargo de las grandes plantaciones, que trabajaran de firme.
Brent era de los que defenderían el honor de una mujer hasta la muerte, del mismo
modo que defendería la vida de Kendall dando la suya a cambio si fuera preciso. El
código, el ideal, el sueño; todo formaba parte de él.
-Te has llevado mi barco -murmuró la joven-. ¿En qué más problemas puedo meterme?
-¿Por qué? -Respondió su pregunta con otra-, ¿Por qué te arriesgaste, Kendall?
-También es mi guerra, Brent.
Él negó con la cabeza.
-No, Kendall. Tú no sabes nada de la guerra. Has especulado únicamente con la amarga
esperanza de matar a John Moore.
-No. Te equivocas, Brent. Jamás he corrido riesgos innecesarios. Fueron Zorro Rojo y
Harry quienes capitaneaban el Rebel's Pride y hundieron un buen número de barcos.
Zorro Rojo no buscaba venganza, nunca cometió ninguna carnicería con los yanquis. Yo
estaba detrás de todo, sí, v me encontraba a bordo cuando atacaron una fragata. Y lo
cierto, Brent, es que sentí una fuerza maravillosa, la satisfacción que proporciona la
victoria. Me gusta luchar. Y jamás me planteé matar a John. Si fuera capaz de olvidar el
pasado, hasta podría sentir lástima por él. Ya hace mucho que murió... su corazón. -
Kendall le atusó el cabello, deleitándose al acariciar los dorados rizos. Volvió a sonreír.
El vello le sobresalía por el cuello de la camisa. De pronto la sonrisa se desvaneció-.
Estás delgado-comentó en voz baja.
Él se incorporó y Kendall, libre por fin de su abrazo, se apartó de él y, dándose la
vuelta, se sentó distraídamente en el lado opuesto de la cama, de cara a la mesita de
noche, en cuyo cajón escondía el cuchillo que Zorro Rojo le enseñó a manejar después
de que llegara a rozar la tragedia a bordo de la goleta. Abrió el cajón con disimulo y
sacó el cuchillo para deslizarlo también con disimulo bajo su muslo.
-¿Tan mal te fue en Londres? —preguntó.
-No- Todo fue bien.
«Entonces, ¿por qué estás así?", le habría gustado exclamar, pero tenía la sensación de
que un muro infranqueable se alzaba entre ellos y que, si formulaba aquella pregunta, la
situación empeoraría aún más.
-¿Has... has hablado con Zorro Rojo? -inquirió.
-Sí.
-¿Sabe que te has llevado el barco?
-Naturalmente.
Y sin duda, pensó Kendall con amargura. Zorro Rojo se sentiría más que feliz al ver
desaparecer al Rebel's Pride, liberado por fin de la responsabilidad de preocuparse por
ella continuamente.
Cuando Kendall oyó que Brent se levantaba de la cama y comenzaba a rodearla
caminando lentamente, se puso muy tensa. Brent se despojó de la espada y su vaina y se
desabotonó la levita, arrojándola a un lado.
Después se plantó frente a Kendall y la cogió amorosamente por la barbilla con sus
largos dedos, obligándola a mirarlo a los ojos.
-Kendall -dijo con un hilo de voz-, la guerra ha terminado para ti. Por favor, escúchame,
porque cumpliré lo que voy a decirte sin dudarlo un instante. Si me entero de alguna
más de tus hazañas. Te encontraré y te llevaré a la fuerza a otro país, donde
permanecerás hasta que acabe la guerra. ¿Me has entendido?
-Brent...
Apenas vio cómo él flexionaba una rodilla para desenfundar el cuchillo que llevaba
sujeto a la altura de la pantorrilla. De pronto Brent se lo puso contra el pecho.
Kendall lo miró de hito en hito, perpleja y sorprendida. Él tenía la mandíbula
firmemente apretada, y su boca había quedado reducida a una línea.
-¿Y si yo fuera un yanqui, Kendall? No podrías hacer nada. El frío está rozándote el
pecho.
Deslizó el cuchillo entre los botones de su vestido, recorriendo la carne, atormentándola
con la frialdad de la hoja, amenazándola. Ella sentía su mirada fundida con la de él.
Aquello parecía hipnosis. Cuando él comenzó a desprender los botones uno tras otro, la
joven apretó la mandíbula con fuerza, sin atreverse a hablar. Su cuchillo continuaba
escondido bajo la tela del vestido, pero no hizo ademán de sacarlo de allí. El tiempo era
su arma.
-¿Qué harías si yo fuera un yanqui, Kendall?-repitió.
Ella seguía con la barbilla bien alta.
-No todos los yanquis son crueles violadores, Brent.
-No, es cierto. Tampoco deberías suponer que todos los hombres del Sur son la perfecta
encarnación de la caballerosidad. ¿Te das cuenta de cuál es tu situación, Kendall?
-Sí -contestó con amargura.
Brent volvió a levantarse y envainó el cuchillo.
Tras deshacerse de la sujeción que llevaba en la pantorrilla, se sacó, de espaldas a ella,
los faldones de la camisa por encima de los pantalones.
-No tengo mucho tiempo -dijo.
-Nunca lo tienes -comentó ella, secamente.
Brent se volvió de golpe.
-No puedo evitarlo, Kendall.
-Ya -murmuró, bajando la vista-. El galán debe partir de inmediato hacia la línea de
fuego.
-Calla, Kendall.
Ella se sentó con la espalda bien erguida, oyendo el roce de la ropa al caer al suelo a
medida que Brent se desnudaba.
-Es de día, ¿lo sabes? -dijo ella con voz sepulcral.
-¿Y?.
«De manera que has venido a burlarte de mí, darme órdenes y después acostarte
conmigo. Dios, ayúdame. Aún te amo, aún te deseo. Saltarás de la cama todavía caliente
y te irás a luchar sin volver a dedicarme ni un minuto de tus pensamientos hasta que
puedas regresar.»
-Soy consciente de mi mala reputación, pero no me gustaría que empeorase. Lo más
seguro es que Amy se encuentre aún en la cabaña.
-Kendall -gruñó, impaciente, arrodillándose junto a ella en el lecho-. He estado lejos
mucho, mucho tiempo. Tu reputación no le importa a nadie de quienes viven aquí.
Nuestras circunstancias son especiales. Estoy convencido de que los Armstrong
comprenden que deseamos estar juntos.
Kendall, negándose a sentir la atracción sensual que le provocaba aquel cuerpo desnudo,
no se atrevía ni a levantar la vista ni a volverse hacia él. Se estremecía al notar el
contacto de su piel, la sangre le hervía, sus miembros se debilitaban y los latidos de su
corazón se aceleraban ante lo que podía suceder. Brent le apartó el cabello y la besó en
la nuca, mordisqueó su carne amorosamente, acariciándola con los labios y la punta de
la lengua. Un calor cada vez más húmedo la inundaba y se intensificaba al sentir sus
tiernas caricias.
No podía darse por vencida...
Poniéndole las manos en los hombros la obligó a tenderse en la cama y, sin apartar la
vista de su rostro, retiró la tela del vestido que acababa de rasgar con el cuchillo para
dejar sus pechos al descubierto. Se tumbó a su lado para contemplar uno de aquellos
senos, acunándolo, endureciendo el pezón con el roce del pulgar. A continuación bajó la
cabeza para que sus labios saborearan aquella plenitud.
Kendall le mesó el cabello, procurando no pensar en cuan doloroso resultaba quererle.
Sentía el fuego del deseo y el dolor en lo más profundo de su ser. Brent deslizó la mano
hasta el dobladillo del vestido para iniciar un erótico recorrido desde la pantorrilla hasta
la parte interior del muslo. Al llegar allí procedió a acariciar la vulnerabilidad de su piel,
dibujando perezosos círculos. Se detuvo un momento y tiró del vestido, murmurando
sobre su pecho:
-Te quitaré esto -dijo con voz ronca.
Ella tragó saliva y se puso rígida.
-Bésame, Brent.
-Estoy haciéndolo,
-En la boca, Brent. Bésame, por favor.
Él acercó sus labios a su rostro, y ella se movió a su vez en busca del cuchillo, que se
apresuró a blandir contra su cuello.
Los ojos del hombre reflejaban sorpresa, y el color gris ardiente se oscureció.
-¿Y ahora qué, Brent? El más mínimo movimiento, y te traspaso la yugular.
Brent masculló una maldición con tono mortífero y amenazador. Kendall volvió a tragar
saliva, obligándose a mirarlo a los ojos sin pestañear.
-Todos somos vulnerables, Brent- Todos podemos morir. Tu vida significa para mí más
que la mía, y continúas arriesgándola. Y nunca me has preguntado si lo comprendo.
-Es distinto, Kendall.
-¿Cuál es la diferencia? -Inclinó el cuchillo un poco más, haciendo que brotara un hilillo
de sangre-, Soy una mujer. Y sí, tú eres mucho más fuerte. Sin embargo, podría acabar
contigo ahora mismo.
Él sonrió. Kendall, que seguía con la mirada clavada en él, no opuso resistencia cuando,
de forma sutil y con rapidez, Brent le agarró la mano con fuerza para obligarla a soltar
el arma. Recogiendo el cuchillo de la cama, lo lanzó, encolerizado, a la otra punta de la
estancia.
-Te he arrebatado el cuchillo, Kendall.
-Porque te he dejado.
-Si me clavaste el cuchillo en la garganta fue porque yo te dejé hacerlo. Y has permitido
que te lo quitara porque eres mujer.
-¡Eso no tiene nada que ver con que sea mujer! Tiene que ver con que te quiero.
-Has perdido la pelea, Kendall.
-La perdí cuando me enamore de ti –respondió con amargura.
-¿Me amas? ¿Y por eso me amenazas con un cuchillo?
Kendall cerró los ojos para abrirlos de inmediato al sentir cómo Brent le tiraba del
cabello. El capitán volvió a besarla, furioso, exigente, voraz. Ella, con los ojos llenos de
lágrimas, se sentía tan incapaz de luchar contra él como de comprender qué originaba
aquella airada pasión.
Sin decir nada, sin susurrar palabras cariñosas y tiernas, el hombre rasgó la costura del
vestido con sus manos fuertes, en aquel momento trémulas e impacientes, y la prenda
cayó al suelo.
Le hizo el amor con voracidad, consumiéndola, invadiendo todas las partes de su
cuerpo. El deseo la ayudó a corresponder a su pasión, a arder en respuesta a aquel
demonio que le poseía.
La mañana transcurrió con un desdibujado vendaval de pasión. Una vez alcanzada la
dulce sensación de saciedad, el fuego volvía a reavivarse. Y continuaron, sin cruzar
palabra, sin promesas de paz.
Al final, hacia el mediodía, físicamente agotados, Kendall se quedó adormilada junto a
él, con las piernas entrecruzadas y sus frágiles brazos apoyados sobre su pecho.
Cuando despertó aún brillaba el sol, y Brent ya no estaba. Kendall recorrió la habitación
con la vista en busca de algún indicio que demostrara su presencia.
No encontró rastro de él; ni la espada, ni el sombrero empenachado. Nada había que
indicara que el capitán McCain se hallaba allí.
Hizo ademán de levantarse de la cama y no pudo evitar un quejido; estaba totalmente
magullada y dolorida. Con una mueca de dolor, se incorporó con cuidado,
apresurándose a lavarse y vestirse.
Kendall encontró a Amy cortando rosas en el jardín. Vaciló antes de acercarse a la
amable matrona y se arregló el cabello, rezando para que su aspecto no delatara los
íntimos momentos que acababa de vivir.
-Amy -murmuró sin alzar la vista-, ¿dónde está Brent?
Como la mujer tardara un buen rato en responder, Kendall levantó la mirada. Amy
parecía confusa y preocupada.
-¿Por qué? Se ha marchado, querida. Antes de embarcar, habló con Harry y Zorro Rojo
y luego vino a verte. Nosotros... bueno... lo comprendimos. Podéis pasar tan poco
tiempo juntos, pareja. Y ya sabes cuánto ha sufrido después de la desaparición de su
padre y de que su hermano fuera herido y quedara en manos de los yanquis.
-Amy, ¿de qué está hablando?
-Bueno, si no he entendido mal, parece ser que antes de venir aquí dejó su embarcación
atracada en Richmond para que la repararan. Después visitó a su padre y su hermano,
que combatían con el ejército de Lee. Permaneció jumo a ellos durante la terrible batalla
de Sharpsburg. Su hermano resultó gravemente herido y es prisionero de los yanquis. Su
padre se encuentra entre los desaparecidos.
-Oh, Dios -exclamó Kendall.
-A Harry le disgustó que yo hablara contigo antes que Brent, pero... bien, yo aún no
sabía nada de todo eso y pensé que tenías derecho a enterarte de lo del barco -prosiguió
Amy-. Lo que todavía no alcanzo a comprender es por qué Brent se ha marchado sin
explicarte nada.
-Yo sí lo comprendo -suspiró Kendall descorazonada, dispuesta a abandonar el jardín
antes de que Amy advirtiera que tenía los ojos llenos de lágrimas.
-Kendall...
-Estoy bien, Amy. Simplemente prefiero estar sola.
Echó a correr por el camino que conducía a los establos y siguió hasta llegar a la cala.
En cuanto alcanzó la orilla, cayó de rodillas y rompió a llorar.
Brent estaba herido en su corazón y su alma. Podía haberlo ayudado. En cambio...
Debía estar aún más enojado de lo que le había parecido. Por su parte, ella no se había
esforzado por tratar de comprender por qué se había comportado de aquel modo, sino
que se había burlado de él y le había acorralado. Y, realmente, había perdido la
oportunidad...
Kendall permaneció en la cala hasta la puesta de sol. Cuando por fin se le agotaron las
lágrimas, regresó a la cabaña como una sonámbula.

17
Junio de 1863

Vicksburg, Mississipi.

Queridísima Amy, Ignoro cómo y cuándo le llegará esta carta, pero le escribo con la
esperanza de que la reciba. Aquí, en el hospital, estamos tan atareados que apenas
tenemos tiempo de entablar verdaderas amistades, de modo que espero que tenga
paciencia conmigo cuando se dé cuenta de que en esta carta deposito todos mis
pensamientos. La situación aquí es cada día más precaria- El mejor calificativo que
puede aplicarse a un estado de sitio como el que estamos padeciendo es «devastador».
Y, querida Amy, ¡no pretendo reprocharle nada con estas palabras! Nadie sabía lo
que nos aguardaba cuando me ayudó a partir de Florida para colaborar con el
hermano de Harry en el hospital. De todos modos, y por extraño que le resulte, me
siento bien. Es cierto que sufro terriblemente al ver los hombres que nos traen,
destrozados y vestidos con jirones, pero ¡me satisface poder ayudar. Me siento útil,
Amy, y para mí eso es muy importante. Estoy ocupada desde que amanece hasta que
se pone el sol, lo que me impide pensar en Brent, obsesionarme, llorar y...
Kendall se sobresalió al oír el demoledor estruendo provocado por la explosión de una granada muy cerca
de donde ella se encontraba. Apartó la mano del papel y contuvo la respiración. La lámpara de aceite que
descansaba sobre la pequeña mesa de tosca madera se tambaleó. Daba la impresión de que todas las
paredes crujían y temblaban.
De pronto todo cesó. Exhaló un largo y trémulo suspiro. Vicksburg llevaba dos meses
en estado de sitio, y ella seguía sin acostumbrarse a los estallidos de las granadas que
continuamente retumbaban en la ciudad. Por lo general el hospital, situado lejos del río,
permanecía a salvo, aunque varias granadas habían conseguido alcanzar dos salas y
habían matado a todos sus ocupantes.
Kendall permaneció un rato inmóvil, y aguzando el oído. El fuego había cesado. Releyó
la carta que había estado escribiendo y la hizo trizas.
Era una locura referirse a Brent, pensar en él. Hacía nueve meses que ni lo veía ni tenía
noticias suyas; desde que la abandonara sin ni siquiera susurrarle un adiós.
Evidentemente había oído hablar de él. El capitán Brent McCain continuaba siendo un
héroe de los confederados. Los periódicos del Sur afirmaban que él solo proporcionaba
suministros a cinco ejércitos rebeldes, y se rumoreaba que ya había lomado o destruido
unos cincuenta barcos federales.
¿Dónde se hallaría en aquel momento? Kendall golpeaba distraídamente la mesa con la
pluma. ¿Habría vuelto alguna vez a la bahía? ¿Se habría preguntado siquiera si ella se
encontraba bien? Tampoco sabía nada de Amy desde que se había trasladado a
Vicksburg, en febrero.
Tras la partida de Brent, le había resultado insoportable permanecer por más tiempo en
la bahía. Además le habían arrebatado el Rebel's Pride, y estaba segura de que Brent no
regresaría jamás, al menos con la intención de verla.
No se atrevió a volver a Charleston, pues jamás podría confiar en su padrastro. Además,
le inquietaba saber que John Moore estaba destinado en algún lugar a orillas del
Mississipi, a las órdenes de Farragut.
Nadie creía a los yanquis capaces de obligar a retroceder a los ejércitos rebeldes que
seguían luchando contra ellos en el frente occidental. Rodeada de montañas y encarada
al río, Vicksburg era inexpugnable. En el mes de febrero, cuando Kendall decidió partir
para ayudar a David Armstrong en aquel hospital, nadie suponía que la ciudad sería
asediada; al menos nadie del Sur. Desde el principio de la contienda, las armas con que
contaban los confederados eran su coraje y su valentía, y era su fuerza de voluntad la
que podía con los yanquis, sin importar su número o las armas de que dispusiesen éstos.
Kendall se levantó para estirarse, apoyando las manos en la parte inferior de su dolorida
espalda. Estaba tan cansada,- Por mucho que se empeñara, no lograba olvidar a Brent.
Cuando pensaba que se presentaría algún día, la espera le resultaba más soportable...
dura, pero soportable. Al menos podía permitirse el lujo de soñar con compartir el
futuro con él. Sin embargo, aquella fantasía estaba tan muerta como el lugar maravilloso
que antaño había sido Vicksburg.
Los recuerdos no se difuminaban. Todo lo contrario, la asaltaban a diario. A pesar del
tiempo transcurrido, cuando intentaba conciliar el sueño, seguía viendo su rostro. Se
acordaba de su risa, de su sonrisa gentil que con tanta elegancia iluminaba la dureza de
sus facciones, de sus ojos grises capaces de convertirse en algo tan ardiente como el
verano y calentar con la misma fuerza que el sol.
Kendall hizo una mueca de dolor y se mordió el labio inferior. Puesto que no podía
evitar acordarse de Brent, consideró que sería inteligente recordar también su mal
genio, punzante como un látigo, su insolencia y arrogancia, capaces de irritar a
cualquiera. Era un loco decidido a que lo mataran. «¿Por qué me resulta imposible -se
preguntaba con amargura- dejar de estar enamorada?» Zorro Rojo vaticinó que nunca lo
conseguiría... y el tiempo estaba dándole la razón. El jefe indio había intentado
disuadirla de su propósito de marcharse. La había acusado, perdida ya la paciencia, de
comportarse como una chiquilla... exactamente lo mismo que le había dicho Brent,
Zorro Rojo auguró que Brent acabaría regresando con la esperanza de hallarla allí. Ella,
en cambio, no creía que el capitán quisiera volver a verla...
Kendall echaba de menos a Zorro Rojo, el mejor amigo que había tenido en su vida.
Añoraba sus serenas palabras, su presencia, su espíritu sosegado y estoicamente
hermoso. Y sobre todo le añoraba porque representaba el vínculo más tangible con
Brent... Debía olvidarse de Brent, trabajar hasta que el agotamiento la venciera y alejara
los sueños de su mente. Trabajaba de sol a sol. A consecuencia del cerco a que estaba
sometida la ciudad, el hospital se abarrotaba de soldados heridos, en ocasiones hasta
resultaba difícil moverse entre tanta camilla.
John Pembenon, el general confederado, trataba con denuedo y valentía de conservar la
ciudad, pero el general unionista, Grant, era un hombre testarudo. Los habitantes de
aquella vieja ciudad sureña demostraron su fortaleza y resolución al adaptarse de forma
asombrosa a la vida dura.
Las semanas pasaban, y el coraje y la gallardía fueron desvaneciéndose de forma
directamente proporcional a la falta de alimentos. Caballos, gatos y perros se
convirtieron en manjares habituales, y cuando esos animales empezaron a escasear hubo
estómagos que no rechazaron los ratones asados.
Alguien llamó a la puerta de su pequeña habitación.
-¿Sí? -se apresuró a responder Kendall, contenta de que la sacaran de su estado de
abatimiento.
-Kendall, te necesito. La granada ha herido a varios hombres. Los traen hacia aquí.
-¡Ya voy, doctor Armstrong! -exclamó Kendall rápidamente.
Se alisó la falda con las manos y se miró en el espejo sin lustre que colgaba sobre el
sencillo aguamanil. Apreció algo en su imagen que le llamó la atención y la hizo
detenerse un momento. Recorrió con los dedos los huecos que se habían formado bajo
sus pómulos. Su aspecto era horrible. Tenía ojeras moradas y parecía un esqueleto... era
todo ojos y huesos. Suspirando, se recogió un mechón de pelo que había escapado del
moño y dio la espalda al espejo con resolución. Probablemente a los hombres
moribundos poco les importaba su aspecto mientras pudiera seguir infundiéndoles
ánimos y dando agua a sus secas gargantas.
David Armstrong se parecía mucho a su hermano. Fuerte y encantador, era un
trabajador infatigable.
Kendall se sentía cada vez más unida a él, como antes lo estuviera a Amy y Harry. Lo
encontró en el pasillo arremangándose, dispuesto a lavarse las manos.
-Baja al vestíbulo, Kendall. Practicaremos tres amputaciones.
Kendall palideció y asintió con la cabeza. Aquélla era la parte que más odiaba de su
trabajo. Los hombres gritaban, se debatían, lloraban y suplicaban piedad. La gangrena
era uno de los mayores enemigos a que se enfrentaban ambos bandos. La infección
podía llegar a matar por allí donde las balas no habían hecho su trabajo.
-¿Tenemos anestesia?
El doctor Armstrong la miró apesadumbrado.
-No.
Kendall sacudió la cabeza. Sentía náuseas.
-Vamos -dijo el doctor Armstrong.
Kendall lo siguió.
Era inevitable que aquel pobre soldado joven perdiera la pierna, y sabía que su ayuda
resultaba imprescindible al doctor Armstrong. La mayoría de los hombres del Sur
capacitados para la lucha se hallaba en el frente, defendiendo la ciudad, y no podían
malgastar sus esfuerzos trabajando en el hospital. Kendall había llegado a conocer bien
al doctor Armstrong. Tenía los bisturíes y los demás instrumentos preparados antes de
que se los pidiera, y todo dispuesto para vendar los muñones. Y siempre dedicaba una
palabra de ánimo y una gentil caricia a los pacientes. Pero cada vez que debía asistir a
una operación, pensaba que acabaría desmayándose y que con ello conseguiría que el
paciente se sintiera aún peor.
El doctor Armstrong trabajaba con rapidez, con manos expertas y de forma metódica.
Se llevaron por fin al tercer hombre, y los ecos de sus alaridos se desvanecieron por los
pasillos. Fue un asistente quien envolvió aquel desecho de lágrimas y carne atormentada
para retirarle de allí. Kendall contempló la acción con la mirada perdida.
El doctor Armstrong le rodeó el hombro con el brazo.
-Ya sabes -murmuró cálidamente- que para mí lo peor de todo son los pájaros. Toda esta
carnicería prosigue, y los pájaros sólo se dan cuenta de que la primavera va dando paso
al verano. Y las flores... siguen creciendo. Bien. La vida continúa, Kendall. La época de
la siembra, la época de la cosecha.
Kendall lo miraba de reojo, asombrada ante aquella insólita fantasía. Estaba siempre tan
ocupado- y era amable, pero directo. Él sonrió.
-Kendall, deberías vestir preciosos trajes de seda y muselina y estar coqueteando con
todos los jóvenes del baile. Imagino, pequeña, cómo estarías; encantadora,
despreocupada, sin ansiedad. Me temo que éste no es el mejor lugar para una bella
damita.
Kendall hizo un mohín.
-Doctor Armstrong, no estoy muy segura de haber sido alguna vez una bella damita.
El sacudió su canosa cabeza adoptando una expresión de sabiduría.
-Mi niña, tú serás siempre la más bella de las damitas. Eres fuerte y sobrevivirás a todo
este sufrimiento, algo que no muchos conseguirán.
A Kendall le dio un vuelco el corazón.
-¿Cree que... que vamos a perder Vicksburg?
-Kendall, no se trata de creerlo o no. Mira alrededor. Estamos todos muertos de hambre.
Vicksburg es una bomba. Sus habitantes corren para cobijarse en las cuevas y refugios
que pueden proporcionar los cimientos de las casas que quedan en pie. Cada día acuden
más y más federales. El general Pemberton está defendiendo el sitio con valentía, pero
¿cuánto tiempo podrá aguantar un ejercito mermado, descalzo y famélico ante esos
hombres bien alimentados, armados y que además les doblan en número? Sí, Vicksburg
caerá a menos de que ocurra un milagro. En cuanto al Sur...
-Se interrumpió al ver la expresión afligida de la joven-. No me hagas caso, Kendall.
¡No soy más que un viejo y agotado mulo de carga que se ha quedado inútil antes de
tiempo! -Ella continuaba mostrándose compungida y vulnerable. El doctor David
Armstrong intentó animarla-: Mañana recibiremos morfina -añadió cariñosamente-.
Hemos enviado a un hombre al otro lado del río en busca de un contacto entre las líneas
de la Unión. Mañana por la noche se producirá el encuentro.
Kendall esbozó una fugaz sonrisa.
-Morfina -murmuró-. Será estupendo. -A partir del día siguiente, cuando se dedicaran a
desmembrar hombres, conseguirían disminuir el volumen de los alaridos. Una patética
bendición.
-Y ahora, acuéstate, Kendall. Duerme un poco,
La joven se retiró a su habitación y se sumió en un sueño plagado de terribles pesadillas.
Un hombre vestido de gris gritaba sobre la mesa de operaciones. Cuando le vio la cara,
resultó ser Brent. Se despertó temblado y se obligó a dormir de nuevo. Al conciliar el
sueño, volvió a aparecer la mesa de operaciones. Había otro hombre. Su piel era de
color bronce oscuro, y sus numerosas heridas sangraban en abundancia. Se volvió hacia
ella y susurró: «¡Venganza!»
Era Zorro Rojo.
Entonces saltó súbitamente de la mesa con la intención de perseguirla. Ella echó a
correr y de pronto Brent se interpuso en su camino cubierto de sangre, con su preciosa
chaqueta gris hecha jirones y los pies descalzos. La miraba con ojos acusadores. Estaba
atrapada entre los dos. Se cubrió el rostro con las manos y cayó de rodillas, llorando.
Eran los hombres que la habían amado y cuidado y a quienes ella había conducido a la
mayor agonía imaginable. En su sueño se sentía atemorizada.
Volvió a despertarse. Sus sollozos quedaron ahogados por el estallido de una granada.
Ya era de día. Kendall se levantó y se lavó la cara. Cuando alzó la vista para mirarse en
el espejo, adivinó que las sombras que tenía bajo los ojos parecían haberse oscurecido
aún más en el transcurso de la noche. Se recordó de nuevo que poco les importaría a los
heridos a quienes atendía el aspecto que ofreciera mientras los cuidara como era debido.

Parecía que aquel día no acabaría nunca. Grant les bombardeaba desde tierra, y el
almirante Porter desde el río. Junto con los soldados heridos, llegaban civiles -ancianos,
mujeres y niños- que habían sido sorprendidos en plena línea de fuego. La visión de
aquellos niños era lo que más afectaba a Kendall. Escuálidos, harapientos como
espantapájaros, incapaces de comprender el significado de la guerra, sólo sabían que
habían resultado heridos.
El bombardeo cesó por fin. Los médicos que dormían durante el día se levantaron para
iniciar el turno de noche. Kendall se retiró a su habitación y trató de hacer desaparecer
de su cuerpo los rastros de muerte y decadencia.
-¡Kendall!
El doctor Armstrong llamaba a su puerta.
-¿Sí?
-¿Me acompañarás?
-¡Oh! ¡La morfina, sí! -Con anterioridad le había pedido que le acompañara-. Sí, si,
¡ahora mismo voy!
Tras enfundarse a toda prisa unas bragas y un sencillo vestido de algodón, abrió la
puerta. El doctor Armstrong le ofreció el brazo galantemente.
-Vamos, querida -dijo, guiñándole el ojo-. ¡Te escoltaré por las calles!
Deambular por aquellas fantasmagóricas calles y observar en qué habían convenido las
granadas los en otro tiempo preciosos hogares podía haber resultado deprimente. Sin
embargo el doctor Armstrong habló durante todo el recorrido en medio de aquella
oscuridad y aquel silencio, señalando las casas y contando divertidas anécdotas acerca
de la gente que las había habitado.
El verano flotaba en el ambiente. La sensación de frescor que producía la brisa
procedente del río representaba un cambio muy agradable en comparación con el hedor
a muerte que inundaba el hospital.
Giraron a la izquierda, alejándose de la ciudad y los puestos de guardia de los rebeldes.
Al oír un silbido, el doctor se detuvo, cogiéndola del brazo con fuerza. Un joven salió a
su encuentro de entre los matorrales.
-Doctor Armstrong, no sé qué ha fallado. He visto el bote, pero no se acerca. Mire allá a
lo lejos. ¿Verdad que parece que vaya a la deriva? Ahora que las nubes se apartan de la
luna, ¿lo ve? Allí. ¿Por qué no entra? ¡Billy debería haber atravesado las líneas!
El medico contemplaba el río en silencio.
-Lo ignoro -murmuró por fin-. La corriente arrastrará el bote de remos. Me pregunto si
se habrá hecho ya con la morfina.
Kendall miraba ya al chico, que no debía de contar más de trece anos, ya al doctor.
Como si hubiera leído sus pensamientos, el muchacho empezó a hablar con voz algo
entrecortada.
-Intentaría acercarme, pero no sé nadar, doctor Armstrong. Mamá siempre solía
decirnos, antes de la guerra, que nos retorcería el cuello si nos pillaba en el río o la cala.
-Puedo ir yo -se ofreció Kendall.
El doctor Armstrong la miró como si se hubiera vuelto loca.
-No, Kendall, no puedo enviar a una mujer...
-¡Por supuesto que puede! -replicó Kendall, enfadada-. El chico no sabe nadar y,
perdone que le diga, doctor Armstrong, es usted demasiado viejo para hacerlo. Además,
los heridos del hospital no pueden permitirse el lujo de prescindir de usted.
Kendall comenzó a desvestirse. No se atrevía a reconocer que estaba muerta de miedo.
No era muy buena nadadora. Intentó convencerse de que todo saldría bien si no se
dejaba dominar por el pánico. El bote no se hallaba muy lejos, pero la cómeme era
intensa.
-Kendall, iremos a buscar alguien más.
-No hay tiempo. La corriente arrastrará la morfina hacia los yanquis y ¡estoy segura de
que no tendrán la gentileza de devolvérnosla!
Cuando se descalzó advirtió que el chico la observaba. Echó a reír, nerviosa.
-Escucha -murmuró, posando la vista en sus bragas y su corpiño de encaje-, soy
consciente de que éste no es el último modelito de Godey´s pero podríamos
considerarlo como un bañador de señora.
-Kendall, por favor.
El doctor Armstrong intentó en vano disuadirla.
La joven atravesó con resolución las altas hierbas hasta alcanzar la orilla del río- Apretó
los dientes con fuerza, preparándose mentalmente para enfrentarse a las frías aguas y las
horribles criaturas que las poblaban.
Extendió los brazos para comenzar a nadar, procurando poner los pies en el fondo
enlodado lo menos posible. Avanzó por el agua dando brazadas y se detuvo un
momento para buscar con la mirada el pequeño bote de remos. Cuando vio que se
encontraba aún bastante lejos, se sintió desfallecer. Podía dar media vuelta y...
El recuerdo de los hombres gritando en el quirófano la animó a continuar. Respiró
hondo y comenzó a nadar de nuevo, intentado que sus brazadas fueran más pausadas y
cómodas. Se detuvo para volver a observar su objetivo. ¡Estaba tan lejos! Tomó aire
otra vez, recordándose que era mejor seguir antes de que los miembros se le quedaran
congelados. Volvió a bracear; debía ser tan metódica como el doctor Armstrong. Echó
otro vistazo. Un poco más, sólo un poco más.
Por fin llegó a la pequeña embarcación de remos. Se aferró a la regala, apoyó la mejilla
contra el casco de madera y respiró hondo, tratando de descansar un momento antes de
salir del agua para subir el bote. Se sentía feliz y orgullosa de sí misma. Estaba asustada,
pero había conseguido alcanzar su objetivo. Y gracias a su acción lograrían aplacar el
dolor de muchos hombres.
De repente sofocó un chillido al notar que unas manos ásperas y fuertes apretaban las
suyas.
-¡Sube a bordo, espía! -la invitó melosamente una voz.
-¡No! -exclamó Kendall amedrentada, forcejeando para liberarse de aquellas manos. Sin
embargo fue sacada del agua y se encontró en la bancada del bote.
-¡Que me maten, mi sargento! Es una mujer.
-No voy a discutir con usted, soldado Walker-respondió templadamente una agradable
voz masculina-. Ya veo que es una mujer.
Con los ojos abiertos como platos, Kendall miraba, ora al hombre vestido de azul de
babor, ora el hombre también uniformado de estribor, que comenzó a caminar alrededor
de la recién llegada tranquilamente.
-¡Espere! -suplicó, ya que por el agradable tono de su voz dedujo que el sargento era
una buena persona-. ¡Espere, por favor! ¡Necesitamos la morfina!
-¿Qué morfina? -preguntó el suboficial, cuyo rostro ajado mostraba miles de arrugas-.
Jamás ha habido morfina a bordo de este bote, señora. Tan sólo armamento de pequeño
tamaño. Se lo arrebatamos a un hombre que trataba de introducirlo en Vicksburg.
-Pero no lo entiendo... -dijo Kendall.
El sargento soltó una carcajada.
-Lo siento, señora, su hombre no es un filántropo. Seguramente decidió que obtendría
más dinero con la venta de las armas que con la de los medicamentos. De todos modos
no se preocupe, señora, pues se pasará el resto de lo que queda de guerra en una cárcel
de la Unión.
Cárcel... Dios, pensó Kendall, ya era demasiado tarde. Aquel par de yanquis la llevarían
a la frontera de la Unión. Estaba sentada, en bragas y corpiño, empapada, ante dos
yanquis que pensaban trasladarla a la frontera de la Unión.
Se puso en pie, con lo que el bote se tambaleó, y antes de que pudiera echarse de cabeza
al agua, el sargento la agarró por las piernas y la arrojó sobre la bancada.
-Lo siento, señora -murmuró-, pero ya sabrá que nos hemos topado con un montón de
bonitas espías. Nos acompañará a ver al lugarteniente.
Kendall ni siquiera reparó en las contusiones que tenía en las costillas a consecuencia de
la caída. Cerró los ojos, incapaz de pensar, tan aterrorizada estaba.
Jamás podría decir que no se mostraron amables con ella. En cuanto llegaron a la orilla
los soldados le entregaron una manta para que se cubriera. Cualquier hombre que se
atrevió a dirigirle una mirada licenciosa recibió una buena reprimenda.
La llevaron a un lugar repleto de tiendas situado aproximadamente a un kilómetro de la
orilla. Había miles de hombres vestidos de azul sentados alrededor de las hogueras y
que interrumpieron su cena para contemplar al grupo compuesto por Kendall y sus
captores.
Se detuvieron por fin ante una tienda muy grande. El sargento entró rápidamente,
pasando por debajo de la lona de la puerta, para reaparecer enseguida y, levantando la
pieza de tela, indicarle que debía entrar. La mujer obedeció.
Kendall permaneció inmóvil, con el cabello, que le tapaba el rostro, empapado, mirando
fijamente al joven lugarteniente sentado detrás de la mesa del despacho.
Le sorprendió que el hombre se apresurara a levantarse. Sonrió, y ella advirtió que era
aún más joven de o que aparentaba y que sus facciones habían envejecido debido a la
dureza de la guerra. Sus ojos, despiertos, eran de color avellana y evidenciaban
cansancio sus gestos parecían poco autoritarios.
-Así pues, se trata de una espía confederada -murmuró.
-No soy una espía -replicó Kendall, más agotada que nerviosa. Su mirada era osada,
desafiante-necesitábamos morfina. Nadé para conseguirla.
-Nosotros encontramos el bote lleno de armas.
-Eso me han dicho.
-¿Sí Entonces también le habrán informado de que estábamos utilizando el bote para
descubrir quién e había infiltrado en nuestras filas para robar armas.
-No.
-¿Cómo se llama, señora?
-Kendall -susurró tras vacilar-, Kendall... Armstrong.
-¿Ha comido ya, señora Armstrong?
-Yo...
-Pregunta tonta. Hace bastante tiempo que nadie come en Vicksburg.
El lugarteniente pasó junto a ella en dirección a la entrada de la tienda.
-Soldado Greene. Traiga algo de comida para nuestra invitada rebelde, ¡rápido!
-¡Sí, señor!
Cuando entró de nuevo en la tienda, volvió a sonreír a Kendall, indicándole
educadamente con la mano que podía tomar asiento en la silla baja situada frente a su
mesa de despacho. Ella obedeció.
-Lugarteniente -murmuró Kendall-, le aseguro que no soy una espía. De hecho, ¿no
cree, señor, que de bien poco podría servir aquí? Vicksburg se encuentra en una
situación desesperada. Por lo tanto, no existe información alguna que pudiera salvar a la
ciudad, ¿verdad?
-Salvarla, no -contestó el lugarteniente-, pero sí prolongar la agonía. Nos consta que los
traficantes de armas tienen contactos en la costa. Ah, aquí está su comida. Coma, por
favor.
Le habría encantado rechazar aquellos alimentos, pero no podía hacerlo. Había carne de
buey fresca, pan, y maíz sobre mantequilla cremosa...
-Gracias -dijo con voz trémula, atacando literalmente la comida al aspirar su delicioso
aroma.
-Coma despacio -aconsejó amablemente el lugarteniente yanqui mientras regresaba a su
silla sin dejar de observarla. Sacó una botella que contenía una bebida de color oscuro y
la depositó sobre la mesa-. ¿Pueden aceptar las mujeres sureñas un trago de whisky? -
preguntó.
-La que tiene enfrente, sí -respondió Kendall en voz baja. Revolvió en el cajón hasta
encontrar un vaso.
Kendall bebió de un trago el whisky que acababa de ofrecerle. Le escoció la garganta,
pero la hizo entrar en calor. Volvió a dedicar toda su atención a la comida más deliciosa
que había saboreado en su vida. Apenas se daba cuenta de que el lugarteniente la
contemplaba en silencio.
-No estoy muy seguro de qué debo hacer con usted -dijo por fin-. Esta noche la
alojaremos en una tienda contigua a la mía, bajo una estricta vigilancia, naturalmente.
Mañana por la mañana mis hombres le habrán conseguido ya algo de ropa. Y hablaré
con el general.
Kendall dejó el tenedor y acomodó las manos en su regazo, sin levantar la vista. No
valía la pena discutir con aquel hombre. Dudaba de que él creyera que se trataba de una
espía y sospechaba que acabaría dejándola marchar.
El militar volvió a reclamar al soldado Green, quien la acompañó a otra tienda en que
había una cama limpia con sábanas ásperas.
Creía que se pasaría la noche entera dando vueltas nerviosa, pero no fue así.
Sorprendentemente el sueño pudo más que su miedo y su ansiedad. Durmió
profundamente y sin pesadillas.

La despertaron las cometas que tocaban a diana y el estruendo de ruidos metálicos y


crujidos producidos por miles de soldados al formar filas.
Al oír aquellos sonidos típicos del campamento yanqui, se cubrió con la sábana y cerró
los ojos con fuerza una vez más, rezando. «¡Señor, por favor! Haz que esta gente me
libere antes de que descubran que soy la esposa desaparecida de un lugarteniente de la
marina federal.»
-Señora Armstrong, le traigo un vestido. Por favor, vístase inmediatamente. El soldado
Green estará esperándola para acompañarla a mi tienda.
Kendall contuvo la respiración al ver aquel vestido de algodón y color rojizo que le
dejaban en la tienda.
Era el lugarteniente quien acababa de hablar, tan educado como la noche anterior. Pero
apreció algo distinto.«¡Brent McCain! -se lamentó en silencio, como un airado
reproche-. Fuiste tú quien me arrebató el barco y me pidió que jugara un papel cómodo
en esta guerra, un papel de mujer. En el barco podría haber luchado; aquí no. Estoy
indefensa. ¡Arrogante bastardo! ¡Tú has provocado esto!»
Pero eso no era del todo cierto. Lo que él había querido era que permaneciera en
Florida, en lugar seguro, y había sido ella quien había resuelto marcharse a Vicksburg e
ingenuamente había decidido alcanzar a nado aquel bote de remos.
Suspirando pensó que no había tenido otra alternativa. Se obligó a levantarse y a
ponerse el vestido encarnado.
En cuanto entró en la tienda del joven lugarteniente, su sospecha de que algo había
cambiado en el transcurso de la noche quedó confirmada. No se encontraba solo.
Sentados junto a él se hallaban dos oficiales mayores de apariencia muy severa.
En esta ocasión el lugarteniente no se levantó ni le indicó que tomara asiento. La miraba
con ojos fríos y acusadores.
-A mi izquierda, señora, el comisario Jordán, de la Marina de Estados Unidos. Estoy
seguro de que sabe que nuestro asalto a Vicksburg ha sido el resultado de una
combinación de esfuerzos de la marina y el ejército de tierra. El comisario Jordán acaba
de ser trasladado a nuestro frente desde un pequeño destacamento situado en cayo
Oeste. La vio llegar la noche pasada y ha creído reconocerla. Afirma que usted estaba a
bordo de una goleta confederada que mandó al infierno a un barco de la Unión. ¿Qué
dice usted contra esa acusación, señora?
-La niego, naturalmente -murmuró Kendall, internando hablar con convicción a pesar de
que los temblores se apoderaban de ella.
-Además -prosiguió el lugarteniente, como si ella no hubiera dicho nada-, me ha
informado de que corren rumores de que la mujer que se dedicaba a hundir barcos
federales era la esposa de un compañero, oficial de la marina. Usted se llama Kendall
Moore, señora, no Armstrong.
La habían descubierto. Sintió como si el mundo entero desapareciera bajo sus pies, pero
estaba decidida a que ellos no lo advirtieran. Enderezó la espalda, puso los hombros
rectos y alzó ligeramente la barbilla. El lugarteniente echó su silla hacia atrás, se levantó
y se acercó a ella.
-Es usted culpable, señora, de actos de sabotaje contra las fuerzas armadas de Estados
Unidos. Las acusaciones son graves, señora Moore. En circunstancias normales nos
veríamos obligados a enviarla a un campo de prisioneros de guerra. Yo en su lugar,
señora Moore, daría gracias a Dios por estar casada con un oficial de la marina. La
dejaremos bajo la custodia de su marido...
-¡No! -interrumpió Kendall, cortante corno el hielo.
-¿Qué? -El joven oficial parecía perplejo.
-He dicho que no. No quiero estar bajo la custodia de mi marido.
-Me temo que no lo entiende. La alternativa es la cárcel.
-Lo entiendo perfectamente -replicó Kendall con fría dignidad-. Prefiero la cárcel.
El joven militar la miró fijamente, percibiendo la determinación y firmeza que
mostraban sus bellos ojos azules. Los segundos pasaban.
Levantó los brazos, exasperado. Se sentó en la silla situada detrás de la mesa de
despacho y rasgó por la mitad un trozo de papel.
-La compadezco -dijo con voz ronca-. Jamás pensé que llegaría a condenar a una mujer
a tal destino. Señora Moore, ¿quiere usted, por favor, reconsiderarlo? Su esposo estará
sin duda enfadado, pero ya que es usted su mujer a los ojos de Dios...
-No, lugarteniente -atajó Kendall con firmeza-. No voy a reconsiderarlo.
El joven hizo una mueca de dolor y estampó su firma en un documento oficial.
-¡Soldado Green! -llamó sin apartar la vista de Kendall.
El soldado apareció rápidamente en la tienda y saludó. El lugarteniente enrolló y lacró
la orden para entregársela a su subordinado.
-Prepare una escolta. El sargento Matling estará al mando. La señora Moore será
trasladada a Camp Douglas, en Chicago, donde permanecerá hasta que finalice la
guerra.
¡Camp Douglas! A Kendall se le encogió el corazón. Se comentaba que era el
Andersonville del Norte, un lugar asolado por los piojos, las enfermedades, el hambre...
Empezaron a temblarle los labios, pero los apretó con fuerza, obligándose a mantener la
cabeza bien erguida. Era mejor Camp Douglas que John Moore... Al menos eso era lo
que pensaba hasta que, cuatro días después, llegó a la prisión de Camp Douglas. Ni el
infierno podía ser peor que aquel lugar.

18

Kendall pensó que jamás olvidaría el hedor de Camp Douglas mientras viviera— ni,
quizá, una vez muerta.
Los jóvenes que se encargaron de su traslado le advirtieron que el comandante del
campamento era un tirano que opinaba que los rebeldes disidentes merecían sufrir. Y las
condiciones del campamento garantizaban el sufrimiento.
En cuanto vio aquel presidio, con sus paredes interminables y sus severas hileras de
edificios, se sintió enferma. Llegó a media tarde. Las verjas se abrieron para
franquearles la entrada, y lo primero que vislumbró fue un grupo de prisioneros que
hacían ejercicio en la enorme parte central del campamento.
Delgados como palillos, andrajosos, sucios, patéticos, ofrecían un aspecto lamentable.
No vio nada más, pues enseguida fue conducida a la oficina del comandante, quien
apenas levantó la vista para mirarla mientras estudiaba el informe.
-Mándala con los de Georgia -ordenó.
-Señor —protestó el soldado Green tras aclararse la garganta, nervioso-, ¡la prisionera
es la señora Moore!
-Se empeñó en luchar con sus amigos rebeldes. Mándala con ellos. -Por fin alzó la vista,
y una mueca burlona apareció en su rostro, extremadamente velludo-. Me parece que
prefiere la compañía de esa basura rebelde a la de un marido yanqui. Vamos, llévatela.
Deja que descubra por sí misma lo educada que puede llegar a ser esa chusma
confederada. Debe de hacer casi un año que la mayoría de los hombres no ve algo con
pinta de mujer. Veamos lo henchida que queda de fervor rebelde después de pasar unas
cuantas noches con esa caballerosa inmundicia.
No fue el soldado Green quien la tomó del brazo para acompañarla, sino un ayudante
del comandante yanqui. Kendall se soltó para volverse hacia el hombre sentado tras la
mesa.
-¿Capitán? -dijo con dulzura.
-¿Qué? -levantó la vista y la inspeccionó lentamente.
Kendall escupió en el suelo.
-Preferiría que me violaran mil rebeldes a que me tocara un solo yanqui.
-Sácala de aquí -vociferó el comandante-. Pronto cambiará de opinión.
Quizá fuera así, pensó Kendall apenas unos instantes después.
Tras pasar ante una larga hilera de edificios idénticos entre sí, abrieron una de las
puertas con llave y empujaron a Kendall al interior.
Le costó un rato acostumbrar la vista a la profunda oscuridad que reinaba en el recinto-
Cuando lo logró, se encogió de horror. Aquel pequeño barracón albergaba alrededor de
tres docenas de hombres sucios, harapientos, demacrados, inmundos. El hedor de los
cubos que hacían las veces de retrete resultaba insoportable. En una esquina había un
charco de agua estancada procedente de una gotera del techo.
Los hombres que te devolvían su mirada escrutadora no tenían aspecto de haber
pertenecido al gran ejército confederado. Los uniformes, convertidos en harapos, eran
irreconocibles.
Kendall sentía todos aquellos ojos fijos en ella como si fueran los de millares de voraces
roedores. Un soldado que parecía un amasijo de huesos descoyuntados se levantó del
suelo para dirigirse hacia ella.
-¡Qué me aspen! ¡Es una mujer!
Continuó acercándose, rodeándola; sus ojos amarillentos y sin vida parecían despertarse
a medida que la observaba. Kendall retrocedió hacia la puerta que acababan de cerrar
con llave y se pegó a ella, incapaz de soportar aquella mirada de asombro y deseo.
Pensó con amargura que aquel hombre debía de tener aproximadamente su edad. Quizá
antes de convertirse en un esqueleto había sido guapo, sobre todo sin aquella porquería
que llevaba incrustada desde su pelo sin brillo hasta sus pies descalzos.
-Oh cariño —suspiró el prisionero, levantando los brazos para colocarlos a ambos lados
de la cabeza de la joven, apoyándose en la pesada puerta de nogal—, hace mucho
tiempo que no veo a nadie agradable y con curvas...
Se movió con intención de tocarla, y Kendall dejó de sentir la compasión que le había
inspirado al percibir el tono melancólico de su voz. Gritó y cayó al suelo, cubriéndose el
rostro con las manos.
-Por favor, por favor..., no, no...
Su voz se desvaneció, y un silencio sepulcral reinó en la estancia. Entonces se oyeron
nuevos pasos que se arrastraban y agitaban el fétido ambiente; se acercaba otro hombre.
Éste se arrodilló junto a ella y le apartó el cabello del rostro con delicadeza. Luego se
levantó y se volvió hacia sus camaradas. Su figura parecía orgullosa y retadora a pesar
de las ampollas que tenía en los pies, su aspecto demacrado y sus andrajosos ropajes..
-Somos —dijo con autoridad y dignidad— todavía soldados del ejército de los Estados
Confederados. Seguimos siendo caballerosos, orgullosos y gentiles. ¡No somos una
banda de violadores licenciosos! Seguramente esta dama ha luchado contra el enemigo
como nosotros, y por ello la han arrojado a esta carbonera. No, señores, y lo remarco, no
vamos a ayudar al enemigo infligiendo aún más dolor a esta pobre chica.
Demostraremos que continuamos siendo los últimos caballeros... caballeros, amigos
míos, hasta el final.
Volvió a inclinarse hacia Kendall, quien observó un par de cálidos y sensibles ojos
castaños en un rostro avejentado, ajado, pero tremendamente agradable.
-Soy el mayor Beau Randall, de la tropa regular número veintidós de Georgia. Poco
puedo ofrecerle, señora, pero estoy a su servicio.
Su amabilidad era tan noble que Kendall no pudo reprimir el llanto. El mayor la tomó
entre sus brazos para consolarla.
Desde el primer día Beau Randall estableció las normas de comportamiento de sus
compañeros hacia Kendall. A ella le gustaba pensar que de un modo u otro su presencia
allí contribuía a hacer más agradable la monótona existencia de aquellos prisioneros.
Los treinta hombres suspiraban por una amante y, aunque ella no podía ser la amante de
nadie, podía brindarles su amistad. Y la conducta de los integrantes de la tropa regular
número veintidós de Georgia le ayudaba a recuperar su fe en los seres humanos.
Descubrió que, en lo referente a las emociones, los hombres no eran tan distintos a las
mujeres. Los que estaban casados hablaban con melancolía de sus esposas e hijos; los
solteros, de sus sueños, sus novias y tas amistades femeninas que habían dejado atrás.
Kendall estaba convencida de que ella les ayudaba a mantener las formas y que ello
resultaba estupendo para el orgullo de aquellos soldados, pues así recordaban que
seguían siendo hombres, no animales enjaulados.
Sin embargo en ocasiones ni ella misma era capaz de dejar de lado las miserias que
llevaba implícitas la vida en prisión. La mitad de los hombres padecían de disentería y
escorbuto. Las raciones eran tan escasas que, cuando enfermaban, pocos tenían las
fuerzas suficientes para poder sobrevivir. La mortalidad era terrible.
Cada mañana, a las seis, los cornetas tocaban a diana. Los prisioneros formaban en
medio del campo y se pasaba lista. Nadie se atrevía a romper filas. Los prisioneros más
débiles o enfermos se sostenían en pie gracias a la ayuda de sus compañeros. El
incumplimiento de las reglas se castigaba con severidad. Una simple palabra fuera de
lugar bastaba para sentenciar a un hombre a sentarse a horcajadas sobre la «mula de
Morgan», un enorme caballete para aserrar situado en la parte trasera de los barracones.
Otros castigos utilizados por los guardianes eran el aislamiento o el ayuno, lo que podía
resultar fatal.
El comandante de Camp Douglas tenía fama de ser un hombre cruel; en cambio, la
mayoría de los guardianes yanquis no lo eran. Aunque estaban obligados a gobernar
aquel lugar según las normas dictadas por su comandante, lo cierto era que no
intentaban aumentar las penalidades de los prisioneros ejerciendo la brutalidad porque
así lo desearan. Las verdaderas penurias eran las que provocaba el hacinamiento, el
hambre y las enfermedades.
Por lo general, después de pasar lista dejaban solos a los prisioneros. En ocasiones los
carceleros más amables les entregaban periódicos y de vez en cuando cartas de sus
familiares. Kendall se pasaba los días leyendo y releyendo periódicos en voz alta para
aquellos regulares de Georgia analfabetos, que formaban un corro alrededor de ella. Al
cabo de un mes, se había convertido ya en la lectora oficial.
A finales de julio llegaron malas noticias. Cuando Kendall leyó a sus compañeros la
lamentable caída de Vicksburg, lo hizo con voz temblorosa. Pemberton había rendido
oficialmente a Grant el 4 de Julio, fecha que marcó el fin de otra batalla, la que se había
librado en Gettysburg, una pequeña ciudad situada en la parte central de Pensilvania. El
general Robert E. Lee se había visto obligado a claudicar. Tanto rebeldes como yanquis
habían sufrido grandes pérdidas durante los combates, que se desarrollaron durante
cuatro días.
Un irónico día de la Independencia para las dos naciones...
Cuando por fin la voz de Kendall se apagó después de haber leído hasta la última
palabra impresa, todos mostraban expresiones sombrías. Rompieron el corro en silencio
y se perdieron en distintas direcciones con la intención de reflexionar en soledad sobre
lo ocurrido.
Kendall se sentó junto a la pared, apretando las rodillas contra su cuerpo. Reposó la
cabeza en el brazo, tratando de comprender la indiferencia con que había aceptado la
noticia. Quería sufrir, sentirse dolida por aquellos millares de muertos caídos en
Gettysburg. Sin embargo era incapaz de sentir nada. La guerra estaba insensibilizando
su corazón ante la tragedia.
Notó una presencia cerca y, cuando Beau Randall se arrodilló a su lado, levantó la
cabeza.
-¿Estás bien? -preguntó, él amable. La joven rió con la cabeza-, ¿Seguro?
Kendall hizo una mueca.
-Creo que tengo piojos.
Beau echó a reír.
-Probablemente. Sería un milagro que no los tuvieras viviendo con nosotros. ¡Estamos
todos atiborrados!
Kendall sonrió un instante y frunció el entrecejo.
-Beau, ¿continúan los dos bandos intercambiando prisioneros? ¿Existe alguna esperanza
de salir de aquí?
El mayor suspiró.
-Sospecho que hay pocas esperanzas. El general Grant teme que, si regresamos, nos
incorporemos todos a primera línea. Cree que para vencer tendrá que aniquilar a todos
los habitantes del Sur. Sabe que sus chicos también sufren en nuestras cárceles y que
muchos de ellos morirán. Pero él cuenta con la posibilidad de reforzar sus tropas sin
necesidad de liberar prisioneros de su bando, lo que Robert E. Lee no puede permitirse.
-Entonces, no hay esperanza -susurró Kendall.
-Siempre hay esperanza, Kendall. Muchos de estos yanquis son seres humanos que no
se enorgullecen de vernos enfermos y muertos de hambre. Estoy seguro de que
podríamos sobornar a muchos de ellos si alguno de nosotros tuviera con qué hacerlo.
Yo...Beau interrumpió su discurso y los dos a la vez volvieron la cabeza hacia la puerta
de su barracón al oír el rechinar de la llave en la cerradura. Se quedaron mirando con
curiosidad al soldado de la Unión que apareció en la entrada.
-¡Señora Moore! -Recorrió con la mirada a los prisioneros aletargados hasta localizar a
Kendall-. Carta para usted, señora Moore.
La joven se levantó frunciendo el entrecejo y cogió la misiva que le tendía el vigilante,
que se marchó en cuanto la hubo entregado.
Beau se puso en pie y se acercó a su lado.
-¿De qué se trata?
-No... no lo sé -murmuró abriendo el sobre.
Sintió náuseas al distinguir la perfecta caligrafía de su marido.
El infierno acaba de empezar. El 1 de septiembre llegaré a Chicago para acogerte
bajo mi custodia. Nuestro amable presidente, el señor Lincoln, quedó
horrorizado al enterarse de que había una dama prisionera en Camp Douglas.
Dedica una oración al señor Lincoln, Kendall.

Tu devoto esposo,
JOHN.

-¿De qué se trata? -preguntó de nuevo Beau al ver que Kendall palidecía.
La mujer se derrumbó sobre él, que le arrancó el papel de las manos y se apresuró a leer
la carta.
-Kendall, saldrás de aquí. Es maravilloso.
Ella sacudió la cabeza. No podía ni hablar.
-No... no lo entiendes -murmuró por fin-. ¡Él... él me matará!
-No, Kendall, ¡ningún hombre puede llegar a estar tan enojado contigo como para
querer matarte! Tu caso no es único. En esta guerra han luchado hermanos contra
hermanos, hijos contra sus padres.
-John no es un hombre normal. Desconoce el significado de la palabra piedad.
De repente rompió a llorar sobre el hombro de Beau, quien intentó consolarla, y sin
darse cuenta Kendall se encontró explicándole la historia de su vida. Le habló de su
huida a Charleston, ¡hacía tanto tiempo ya!, de Zorro Rojo y los indios y le contó todo
lo referente a Brent.
-¿Brent McCain? -preguntó Beau.
Kendall, sin advertir la incredulidad de su interlocutor, asintió con la cabeza.
-Tiene reputación -murmuró Beau- de ser un hombre íntegro. Y -dijo, bajando el tono
de voz- Parece ser que está muy enamorado de ti.
Kendall rió con amargura.
-No está tan enamorado, Beau. Me dejó plantada.
-Kendall, él es un oficial de la marina. Tiene que obedecer órdenes. -Beau vaciló un
instante, frunciendo el entrecejo-, McCain... Aquí hay un McCain; el lugarteniente
Stirling McCain.
-Debe tratarse de su hermano -susurró Kendall, alegrándose de saber que seguía con
vida- El año pasado resultó herido de gravedad en Sharpsburg.
-Bueno, tiene buen aspecto... tan buen aspecto como pueda tener cualquiera de nosotros
–añadió Beau, haciendo una mueca-. He hablado con él unas cuantas veces. En alguna
ocasión los hombres de Georgia y Florida hacemos ejercicio juntos.
-Me alegro de que esté bien -musitó Kendall-. Una... una amiga me contó que le
hirieron... y me explicó también que su padre había sido dado por desaparecido.
Supongo que habrá muerto. Me alegro mucho de que Stirling se haya recuperado.
Beau le puso las manos en los hombros y la miró fijamente.
-Kendall, acabas de explicarme que Brent te abandonó poco tiempo después de regresar
de Sharpsburg. Cariño, ¿acaso no comprendes cómo debía sentirse aquellos días? Yo
podría decirte exactamente qué pasaba por su mente.
-¿Qué? -preguntó Kendall con indiferencia.
-Brent acababa de perder a su padre y su hermano. No podía soportar la idea de que
también te mataran a él o que le hicieran prisionero, como te ha ocurrido a ti.
Sharpsburg fue una batalla terrible y sangrienta, Kendall. No me extraña que se
enfadara al enterarse de que tú te arriesgabas de aquel modo. No hubiera podido
soportar perderte a li también. Se marchó porque te amaba y temía que volvieras a
involucrarte en la contienda.
Kendall se encogió de hombros.
-Lo dudo. No lo he visto desde hace casi un año. Dudo incluso de que se acuerde de mí,
de que pudiera reconocerme. Bueno, ni mi madre podría reconocerme en este momento.
-Sorbió con la nariz y, llorando, añadió-: No regresará jamás... Además, yo no pensaba
volver a participar en la guerra. Trabajé de enfermera en la retaguardia; lo que se supone
debe hacer una mujer. Caí en manos de los yanquis por pura casualidad. Oh, ¿y qué
importa eso? -dijo, suspirando con apatía. El llanto la había agotado hasta tal punto que
todo le resultaba indiferente. Se recostó sobre el hombro de Beau y cerró los ojos-.
Supongo -suspiró- que ahora comprendes por qué temo que John me mate.
-No pierdas las esperanzas, Kendall -susurró, con la mirada perdida-. Jamás pierdas las
esperanzas. Ya se nos ocurrirá algo, te lo prometo.
-Ya no importa -dijo. Y se abrazó a él, desesperada. Ya no importaba. La guerra, el
hambre y las enfermedades eran su única realidad. No había nada más. Sí lo hubo un
día, en una época dorada de esperanzas y felicidad... Brent. Seguía recordándole con
tanta nitidez, de una forma tan dolorosamente vivida. Aún lo amaba con toda su alma
aunque estaba convencida de que jamás volvería a verlo.
John Moore iría a buscarla. De repente se encontró rezando para que su estancia en
Camp Douglas no acabara nunca.
-Estoy tan cansada, Beau, tan cansada.
-Descansa -le aconsejó con cariño.
Beau Randall guardó silencio y dejó que durmiera apoyada en su hombro.

Cuando Kendall se sumió en un sueño más profundo, el mayor depositó con cuidado su
cabeza sobre el suelo. Encontró la carta allí y, pidió, en voz baja a sus compañeros un
lápiz. Como disponía de poco espacio para escribir, trató de escoger las palabras justas y
adecuadas.
Una vez terminada su labor, y satisfecho de ella, se palpó la camisa hasta encontrar su
última pieza de oro. La llevaba oculta en la costura de un pequeño bolsillo. La escondió
en el puño, apretándola con fuerza, se sentó y clavó la mirada en la puerta, a la espera
de que apareciera el centinela que hacía el tumo de noche. Era el carcelero más amable
de todos; padre de seis hijos, siempre andaba necesitado de dinero. Beau sospechaba
que, si le prometía algo más a cambio del favor, la carta que había escrito llegaría a su
destino. Sólo le quedaba rezar para que fuera recibida a tiempo. Pero, aunque así fuera
¿de qué serviría? Brent MacCain era un genio en los mares, pero no un dios. ¿Cómo
demonios podría conseguir Brent sacar a Kendall de una cárcel de la Unión? Los
yanquis le acribillarían en cuanto lo vieran.

Los cayos de Florida. 18 de agosto de 1863

La goleta navegaba con el viento a favor, escorando hacia estribor hasta desaparecer a
toda prisa detrás de la isla. Contemplando la zona donde había estado situado el barco,
Travis Deland maldecía la suerte que le había tocado sufrir. Se sentía atrapado en una
trampa. No había tiempo de distinguir el nombre del barco, que además no llevaba
bandera. De haber tenido sentido común, de haber podido, habría dado media vuelta.
Suspiró. Las órdenes habían sido terminantes, detener a quienes burlaban los bloqueos
costara lo que costara.
Si lograban atajar el flujo de suministros que continuaban llegando al hambriento Sur, el
Norte ganaría la guerra. Tanto en los centenares de islas como a lo largo de la costa de
Florida, demasiados capitanes intrépidos se dedicaban a eludir los navíos de la Unión. Y
era Florida la que en aquel momento abastecía de carne y sal a los ejércitos
confederados.
-¿Comandante? -inquirió el lugarteniente Hanson, que estaba al timón.
Travis hizo un movimiento con la cabeza y volvió a suspirar profundamente.
-Persiga a la goleta, lugarteniente. ¡Qué diablos! Lo peor que puede sucedemos es que
acabemos todos muertos. No se nos perdonaría jamás que dejáramos escapar al
enemigo.
Mientras el barco viraba en pos de la estela de la goleta, Travis permanecía tenso.
Recordaba perfectamente otro día como aquél; el día en que cayó en la trampa tendida
por Brent McCain...
Rodearon el extremo de la isla, e inmediatamente la goleta se puso a tiro. En ese
instante Travis sintió el tembloroso rechinar de la quilla a! embarrancar en un arrecife
de coral. «¡Maldición!», pensó, encolerizado. Acababa de morder el cebo del capitán
enemigo. Vociferó a su tripulación que mantuviera la calma y se quedó mirando la
esquiva goleta situada a lo lejos.
Travis frunció el entrecejo al ver la bandera blanca que ondeaba en la goleta, cerrando
los ojos debido al resplandor del sol estival. El nombre de la embarcación estaba
claramente escrito, y enarbolaba tan sólo la bandera blanca. ¡Sin duda, no con la
intención de rendirse! ¿Una tregua? Escrutó la silueta del barco y sintió cómo el corazón
le retumbaba con fuerza. Tenía que ser el Jenny-Lyn, el navío de McCain.
-Bajad un bote-vociferó.
-Sí, señor- ¿Le acompaño, señor? –preguntó Hanson.
-No. Iré sólo.
-Señor, podría tratarse de un corsario peligroso.
Travis echó a reír fríamente.
-El capitán de ese barco es el hombre más peligroso que conozco, lugarteniente, pero no
para mí, al menos en este momento.
Quince minutos después se hallaba frente a Brent McCain, quien, con el torso desnudo,
aparecía bronceado, delgado y musculoso. Las únicas señales de la guerra en que
participaba eran las profundas arrugas que rodeaban sus ojos grises como el acero. El
sudista permaneció en silencio mientras Travis subía a bordo de la embarcación y le
tendió la mano en cuanto llegó a cubierta. Por ridículo que pareciera, Travis tuvo la
sensación de que estaba saludando a un viejo amigo-
-Acompáñeme a mi camarote -dijo Brent, y se apresuró a volverse, apenas capaz de
controlar el temblor repentino que se había apoderado de él.
Había estado muy inquieto temiendo no llegar a tiempo de encontrarse con Deland.
Había recibido el mensaje procedente de Camp Douglas el 10 de agosto. Por suerte,
acababa de atracar en Richmond. ¡Dios! ¿Qué habría ocurrido si se hubiera hallado en
Londres, las Bahamas o cualquier otro lugar alejado de la zona del golfo? No quería ni
pensarlo. Había recorrido la ruta de los cayos en tres días eludiendo continuamente a los
federales. Tardó cinco días más, casi al borde del pánico, en buscar y acorralar a Travis
Deland... y aquello no era más que el comienzo. No podía dejarse devorar por los
nervios. Todo debía funcionar con la precisión de un reloj.
Abrió la puerta del camarote con tal fuerza que saltaron las bisagras. Entonces se forzó a
respirar hondo y pasó al interior.
En cuanto tomaron asiento, Brent sorprendió a Travis entregándole una nota arrugada,
mugrienta y con claros visos de haber sido leída repetidas veces. El yanqui frunció el
entrecejo e intentó descifrar los garabatos de la carta. Cuando reconoció la escritura de
John y leyó el contenido se quedó helado. Y al leer el mensaje que seguía, escrito a
lápiz y con otra caligrafía, arrugó la frente.

Kendall está aquí. También Stirling McCain..

Situación desesperada. Moore llega el 1 de

septiembre. Si tiene usted algún amigo yanqui, utilícelo.

B. RANDALL, Camp Douglas.

Travis dejó la nota encima de la mesa, temblando.


-¿Cómo obtuvo esto? -preguntó con voz entrecortada-, Me informaron de que Kendall
se hallaba en Vicksburg. Y cuando la ciudad se rindió, no se hicieron prisioneros.
-Por lo que me han dicho -respondió Brent-, fue apresada antes de la rendición. Un tal
doctor Armstrong esperaba un envío de morfina de contrabando. Divisaron el bote que
aguardaban, pero no había nadie a bordo remando. -Suspiró-, Ya conoce a Kendall.
Nadó hasta alcanzarlo. Y había dos soldados yanquis.
Travis volvió a coger la nota para releerla. Tragó saliva.
-Quizá John haya cambiado. Hace casi un año que no lo veo. Le han destinado al
Mississipi.
Brent le interrumpió con un improperio cortante y explosivo.
-Sabe usted tan bien como yo que si vuelve con él la matará o... algo peor.
Travis no lo negó.
-Según la nota, su hermano se encuentra también en Camp Douglas.
-Sí.
Travis lanzó un suspiro.
-No sé muy bien qué puedo hacer yo. Quizá le sorprenderá que le diga que Abe Lincoln
es un hombre amable y caballeroso. Cuando visitó Capital Prison, en Washington,
quedó horrorizado. Estoy seguro de que piensa que hace un favor a Kendall al ordenar
que la liberen para entregarla a su marido. No tengo ninguna autoridad sobre John. Me
resultará imposible asegurarme de que la dejan en libertad cuando...
-No pretendo que se asegure usted de que la dejan libre. Lo que quiero es que me haga
su prisionero y me lleve a Camp Douglas.
-¿Que? Está loco, McCain. ¿Qué conseguiría con ello? Estaría en la cárcel, y John se
llevaría a Kendall...
-Ya me encargaré yo de escapar de allí -atajó Brent con calma-. Lo único que deseo es
que me lleve al lugar adecuado y me preste un buen puñado de monedas de oro; el
dinero confederado carece de valor. Ya me las arreglaré yo. Ahora, iré con usted.
Charlie McPherson se ocupará de mi barco.
-McCain, yo no soy el oficial al mando de Fort Taylor. Tal vez el capitán decida
enviarle a otra prisión. Brent arqueó una ceja con ironía.
-¿Acaso no intentan ustedes, los yanquis, demostrar que también son hombres de
honor?
Travis se quedó rígido.
-El capitán es un hombre de honor.
-Entonces sin duda comprenderá que me ha dado usted su palabra de que, si me rendía,
sería enviado a Fort Douglas... junto a mi hermano.
-Lo único que espero es que nadie acabe con usted por el camino -murmuró Travis.
Brent soltó una carcajada-
-Creo que tengo yo más fe en el civismo de la gente de la Unión que usted, Deland.
Salgamos de aquí. No disponemos de mucho tiempo.

Kendall se sentó en un rincón del patio con la mirada perdida mientras los hombres
hacían ejercicio. A pesar de las tentativas de Beau para animarla, era incapaz de
recuperar las fuerzas.
Sencillamente, nada le importaba ya. No había forma de escapar de Fort Douglas;
estaba condenada a muerte. Y John Moore no tardaría en presentarse para llevársela...
Habían muerto tantos hombres durante aquella guerra. ¿Por qué no John? Lamentaba
desear la muerte a alguien, pero no podía evitarlo, como tampoco podía evitar encogerse
de miedo cada vez que se abría la puerta del barracón y veía entrar unos pies
enfundados en botas o echarse a temblar cuando alguien se acercaba a ella, incluyendo a
Beau.
-¿Kendall? Perdóneme. Usted debe ser la señora Moore.
Kendall vio unos pies descalzos y mugrientos a su lado. Levantó la mirada para seguir
con la vista las piernas y el cuerpo del hombre. Y tragó saliva ante la sorpresa. Tenía el
cabello oscuro y estaba tremendamente delgado... Uno de sus rasgos le resultó familiar;
los ojos grises. No, eran azules, pero poseían aquel tono de nubes de tormenta.
-Lo siento —murmuró el hombre con voz cansina, agachándose junto a ella.
A Stirling McCain le había impresionado la palidez de las delicadas facciones de
aquella mujer. Al principio le había parecido una loca. Su cabello, rubio rojizo, estaba
despeinado y le llegaba hasta la cintura, su piel había adquirido un tono ceniciento, el
vestido estaba hecho jirones, y parecía un frágil como un pergamino.
Enseguida apreció la delicada y asombrosa belleza que ocultaban la suciedad y los
harapos. Se dio cuenta de ello al contemplar aquellos ojos azules como el mar que le
miraban atemorizados, lo vislumbró bajo las manchas de mugre que cubrían sus
elevados pómulos, se lo indicaron los cálidos labios en forma de pétalos-
-Lo siento -repitió Stirling-. No pretendía asustarla. Soy Stirling McCain.
-Lo sé -susurró-. Es usted... igual que Brent.
Stirling sonrió.
-No, es él quien se parece a mí. Yo soy mayor.
Le encantó ver cómo sus labios esbozaban una sonrisa. Era realmente hermosa.
Stirling tosió para aclararse la garganta.
-El mayor Randall me ha hablado de usted. Está muy preocupado, señora- Nosotros...
todos lo estamos. Me he acercado con la intención de hacerla entrar en razón. El mayor
me ha comentado que apenas come usted desde hace una semana. Dice que es como si
deseara morir. No lo haga, Kendall. Esta guerra acabará. La gente le ayudará. Y...
bueno, Kendall, mi hermano la quiere mucho.
-Hace ya casi un año que no veo a su hermano-dijo Kendall lentamente.
-Eso no cambia nada. Conozco a Brent.
«¿Y yo? ¿Lo conozco de verdad?», se preguntó Kendall. La desesperación volvía a
apoderarse de ella. En el fondo, ¿qué importaba? No volvería a verlo jamás... Intentó
sonreír a Stirling McCain.
-Por favor, no se preocupe por mí. Me pondré... me pondré bien. Apenas tengo apetito;
eso es todo. -Trató de reír, pero el sonido que emitió más bien parecía un graznido-.
¡Debe admitir que las comidas no son muy sabrosas!
-Manténgase fuerte -insistió Stirling, animándola-. Ninguno de nosotros sabe lo que el
futuro... –se interrumpió de repente.
Kendall observó con curiosidad la excitación que mostraban de pronto las facciones de
aquel hombre. Tenía la mirada fija en el centro del patio, perplejo. Entonces la sorpresa
iluminó su demacrado rostro. Stirling se puso en pie y empezó a andar por el patio,
renqueando un poco. Enseguida dejó de caminar para echar a correr, y su cojera se
acentuó.
Kendall lo siguió con la vista y se encogió de hombros al ver que simplemente corría a
saludar a otro prisionero. Como el sol de agosto le daba en los ojos, no distinguió más
que otro cuerpo vestido de gris. El desaliento volvió a adueñarse de ella y se quedó
contemplando, con mirada perdida, la suciedad que la rodeaba.
Un instante después una sombra se interpuso entre ella y la luz del sol. Un par de pies
calzados con botas se detuvieron frente a ella. El ritmo de los latidos de su corazón se
aceleró al temer que un yanqui se hubiera aproximado para comunicarle que John...
Sus miedos se desvanecieron en cuanto alzó la vista y descubrió unos pantalones grises.
Se trataba, evidentemente, de un prisionero nuevo. Ofrecía un aspecto musculoso y
mucho más saludable que los demás.
-¡0h, Dios! -Kendall empezó a temblar.
Unos ojos grises como el acero, sin una pizca de azul la contemplaban, una mirada
increíble, fija en su rostro que le resultaba tan familiar como el sol, tan poderosa y
ardiente como éste, y que como el astro irradiaba energía. Brent... Parpadeó. No; no era
una ilusión. Estaba mirándola, tan arrebatadoramente hermoso y seguro de sí corno
siempre. ¿Cuántas noches le había añorado? Hubiera dado la vida a cambio de una
mirada suya. Y de pronto estaba allí...
Y ella, escuálida, pálida, mugrienta, parecía una muerta. Tenía el pecho hundido, estaba
esquelética. Su cabello se había convertido en un amasijo de rizos desgreñados, y su
piel había adquirido un tono tan ceniciento como el de un cadáver.
-¿Brent? -susurró-. No... ¡oh, no! Apoyándose en la pared del barracón, Kendall hizo un
esfuerzo para levantarse. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se cubrió el rostro con las
manos.
-¡No! -exclamó de nuevo, horrorizada. Intentó correr para alejarse de él, como si sus
miembros hubieran cobrado vida de repente.
Él la agarró por el brazo y la obligó a darse la vuelta para atraerla hacia su pecho.
-Kendall... -murmuró. Era como si no viera las manchas de suciedad que salpicaban su
cara, como si no le importara que el brillo dorado de su cabello hubiera desaparecido.
Parecía no darse cuenta de que tenía el vestido mugriento y hecho jirones, ni de que
estaba escuálida y enjuta. Tan sólo veía a la mujer a quien amaba... y a quien había
estado a punto de perder-, Kendall... -repitió, acariciándola con adoración, acunando su
cabeza-. Perdóname, amor mío -susurró-. Perdóname.
Se oyó un silbido estridente. El breve tiempo del ejercicio había finalizado. Brent se
aparto de ella y la miró a los ojos con ansiedad.
-Saldremos de aquí -prometió.
-¿Cómo? ¿Y cómo has llegado tú aquí? Oh, Brent, es imposible.
-Confía en mí. Ahora no tengo tiempo de contártelo. Estoy con los de la caballería de
Florida. Prepárate; no tardaremos en marcharnos. ¿Me has entendido?
Kendall asintió con la cabeza.
-Te quiero, Brent.
-Lo sé -dijo él, curvando los labios en una mueca-, Te quiero. Y ahora vete antes de que
nos vean juntos.
Le dio un empujoncito para enviarla hacia los barracones de los regulares de Georgia y,
volviéndose rápidamente, corrió para reunirse con los de Florida, que desfilaban
lánguidamente hacía el edificio que les había sido asignado.
Kendall no podía ni moverse. Apenas si advirtió que Beau se acercaba a ella y le ponía
la mano en el brazo para acompañarla. La joven avanzó junto al mayor con la mirada
clavada en Brent. Sólo cuando éste desapareció detrás de la puerta permitió que Beau la
introdujera en el barracón.
-¡Ha venido! Y tiene un plan estupendo, Kendall. ¡Vamos a salir de aquí! -exclamó
Beau, emocionado.
-¿Todos? -murmuró Kendall. Estaba eufórica. Se sentía aturdida, incapaz de pensar.
-Bueno, como mínimo la caballería de Florida y nosotros. Santo cielo, ha venido Halcón
de la Noche.
Su nombre es la contraseña, Kendall: Halcón de la Noche. Mantén los ojos bien
abiertos. Mantente alerta.
Ella sonrió, distante. Escucharía a Halcón de la Noche, seguiría esperándolo. Siempre...

19

-¡Halcón de la Noche!
Fue uno de los centinelas yanquis quien, tras entrar en el barracón y cerrar la puerta,
susurró esas palabras.
Kendall estaba adormilada. Débiles y agotados debido a la mala alimentación, los
prisioneros se dormían con mucha facilitad, sin que ni las situaciones de excitación o la
confusión mental pudieran evitarlo.
Pese a su estado de somnolencia, oyó perfectamente aquellas palabras pronunciadas en
voz baja y se puso en pie, mirando con ojos brillantes a Beau y al yanqui.
-Tendréis que darme un porrazo en la cabeza –dijo el yanqui-. No tengo ganas ni de que
me formen un consejo de guerra ni de que me fusilen. –Mientras hablaba, entregó un
revólver a Beau.
Este asintió con la cabeza.
-Desde luego, piensas en todo- ¿Está todo preparado?
El yanqui asintió.
-Debéis salir al patio sin hacer ruido. Casi la mitad de los centinelas están encerrados en
el viejo almacén. Han pagado bien al hombre de la verja, pero el resto de nosotros no
recibirá la parte de oro que falta hasta que no estéis fuera de aquí. Salid de uno en uno y
prestad atención a cualquier movimiento. Si los que no están involucrados llegaran a
darse cuenta de algo, todos tendríamos problemas. Y ahora, muévase, mayor.
Kendall observó perpleja cómo Beau, tras asentir con un gesto, golpeaba al yanqui en la
cabeza con la culata del revólver. El hombre se desplomó sin hacer ruido.
El mayor se quedó mirado los escuálidos rostros que lo contemplaban.
-Kendall saldrá primero, y después todos vosotros, en fila. Ya habéis oído al yanqui.
Avanzad despacio.
-¿Hacia dónde hemos de dirigirnos? –preguntó Kendall a Beau.
-Hacia el campo del oeste situado tras la pista de ejercicios. A los ataúdes.
-¿A los qué...?
Kendall no pudo acabar la pregunta porque Beau abrió la puerta y, tras empujarla fuera,
volvió a cerrarla de inmediato. La mujer tragó saliva para ahogar un grito de pánico.
Debía mantener la calma y actuar con rapidez y tranquilidad.
Buscó con la mirada un posible centinela que saliera a detenerla. No había nadie. Tras
correr pegada a los edificios oscuros y silenciosos colindantes al patio se detuvo. No
veía ningún centinela. No había más que un carro enorme enganchado a cuatro robustas
muías.
Y en el suelo, a su lado, una hilera de ataúdes dispuestos desordenadamente.
De pronto, y por la espalda, una mano le tapó la boca- Aterrorizada, intentó gritar.
-Kendall, soy yo, Brent. Ven, rápido.
Abrió los ojos de par en par. El hombre, vestido con un uniforme azul de capitán de la
Unión, la hizo correr hacia el carro, percibiendo el miedo en su mirada.
-Uno de nosotros tendrá que sacarnos fuera de aquí en el carro -explicó en voz baja-
Kendall no tuvo tiempo de protestar. Cuando llegaron a los ataúdes, estaba sin aliento.
Se asustó de nuevo al ver dos hombres más vestidos de azul trajinando entre las cajas de
madera de pino. Brent, advirtiendo que estaba tensa, susurró:
-Son Stirling y uno de sus sargentos. Muévete, Kendall... ¡rápido!
-¡Por aquí!
Era Stirling McCain quien acababa de señalarles la dirección. Había abierto la tapa de
uno de los ataúdes y le indicaba que se metiera dentro.
-No... no puedo —sollozó, horrorizada.
-Métete, Kendall -ordenó Brent.
-La única forma de salir de aquí es hacerse pasar por un cadáver -intervino Stirling,
procurando no elevar el tono de su voz.
Nerviosa, Kendall miró la sombra de los barracones, donde dos hombres amontonaban
algo. Eran los cadáveres de verdad, los de los hombres que habían muerto en Camp
Douglas durante el día.
-Oh, Dios -murmuró. Sentía náuseas-. Estamos profanando nuestros muertos.
Brent masculló una maldición, impaciente.
-Kendall, no son más que... muertos -dijo Stirling, tratando de infundirle ánimo-. Todos
ellos fueron valientes confederados y aplaudirían los esfuerzos que estamos realizando
para sobrevivir. Ahora...
-¡Métete en el ataúd! -ordenó Brent entre dientes-, Aún quedan veinte regulares.
Kendall se introdujo en la caja. Cuando la tapa se cerró tuvo que apretar puños y dientes
para no gritar.
Totalmente a oscuras, la sensación de ahogo le resultaba insoportable. En cuanto notó
que los hombres levantaban el ataúd para subirlo al carro, sintió más pavor si cabe. Y
poco después, al oír el ruido sordo de otra caja al ser colocada encima de la suya, sintió
escalofríos.
«No grites, no llores, no tengas miedo», se decía.
La sobresaltó una sacudida; las muías estaban avanzando, arrastrando el carro.
El vehículo se detuvo al llegar a la verja. Oyó la voz de Brent, apagada y muy débil,
como si el capitán se encontrara muy lejos.
-¡No son más que rebeldes muertos! Voy a embarcarlos y partir hacia el Sur para que les
den sepultura
-¡Abrid las verjas!
Kendall contuvo la respiración. Tenia la impresión de que llevaba una eternidad
encerrada en aquel ataúd terrible y claustrofóbico. La oscuridad y aquel espacio tan
estrecho crispaban sus nervios. Sentía deseos de gritar y gritar, de aporrear aquella caja
de madera que olía a muerto.
El carro empezó a avanzar de nuevo. Kendall se abrazó a sí misma con toda sus fuerzas
para evitar golpearse contra las paredes de madera. Aquella dolorosa eternidad parecía
no terminar nunca. Se sentía zarandeada, magullada, destrozada. Estaba agotada por el
esfuerzo de intentar mantenerse a salvo de los golpes.
Finalmente las muías se detuvieron. Kendall oyó el ruido que producían los ataúdes al
ser descargados. Cuando se dio cuenta de que estaban bajando su caja, rompió a llorar.
La tapa se levantó y ella se encontró con la mirada ansiosa y severa de Brent, que le
tendió la mano para ayudarla a salir.
-¡Oh, Brent! -dijo entre sollozos, arrojándose a sus brazos.
La estrechó contra su pecho por un brevísimo instante para luego casi empujarla hacia
su hermano,
-Debemos seguir avanzando -anunció con fría autoridad.
Kendall, apoyada en Stirling, miró alrededor. Se hallaban en medio de un bosque
frondoso, sólo iluminado por la luz benevolente de la luna. Reconoció a los regulares de
Georgia que habían sacado los cadáveres a toda prisa y a algunos de los soldados de
Florida que estaban bajo el mando de Stirling y con quienes había coincidido en alguna
ocasión en el campo de deporte.
-Somos casi cincuenta -explicó Brent con calma a los hombres que lo rodeaban-.
Dividios en grupos de como máximo diez personas. Caminad por las callejuelas,
alejados siempre de los campos de cultivo. Dirigios al Sur y jamás olvidéis que os
encontráis en territorio enemigo. Que el Señor os acompañe -murmuró.
-¡Amén!
La exclamación fue pronunciada al unísono por todos los allí congregados, seguida de
las rápidas palabras de agradecimiento dirigidas a Brent. Kendall notó que Stirling
tiraba de ella.
-Empieza a andar, Kendall -murmuró.
-Brent...
-Ya nos alcanzará. ¡Vamos!
La cogió de la mano y echaron juntos a correr. Se oían pasos a sus espaldas y, al mirar
de reojo el semblante tranquilo de Stirling iluminado por la luz de la luna, Kendall supo
que eran sus compañeros quienes caminaban tras ellos.
El bosque cobraba vida a medida que la invasión humana alertaba a las criaturas
nocturnas. El sendero escogido por Stirling se estrechaba cada vez más. Las hojas y las
ramas arañaban los brazos de Kendall; las piedras y las raíces eran amenazadoras
trampas. El grito chirriante de una lechuza enojada que sobrevoló sus cabezas les
sobresaltó. Continuaron corriendo guiados por la pálida luz de la luna que se filtraba
entre los árboles.
Agotada, Kendall creyó que moriría si daba un paso más. El dolor que sentía en las
piernas parecía producido por decenas de cuchillos clavados en las pantorrillas; le
retumbaba el corazón y tenía la sensación de que todos los miembros de su cuerpo
estaban a punto de estallar. Sin aliento, se soltó de la mano de
Stirling y se apoyó contra un roble.
-Stirling, no puedo...
-Sólo un poco más, Kendall. Yo te llevaré...
-¡No! -No podía permitir que un hombre demacrado y famélico tuviera que cargar con
ella-. Estoy...estoy bien.
Se obligó a correr hasta que alcanzaron un claro resguardado por un gran círculo de
viejos y fuertes robles de denso follaje, en medio del cual se alzaba una cabaña
semiderruida.
Stirling imitó el sordo grito de un halcón de la noche. Respondieron desde el interior de
la cabaña. Tomándola de la mano, la hizo bajar por los desvencijados escalones.
Kendall se encogió de miedo, pero allí dentro sólo se encontraban Beau y tres de los
regulares de Georgia que habían llegado a la cabaña antes que ellos.
-¿Estás bien, Kendall? -preguntó Beau, ansioso-. Jaque, da un poco de agua a Kendall.
El soldado Jacob Turner cumplió al instante la orden del mayor y llenó un cazo de agua
de la bomba situada en la pared posterior.
-Es potable -aseguró Turner.
Bebió con avidez la mitad del agua y después pasó el cazo a Stirling.
-¿Dónde estamos? -preguntó Kendall con nerviosismo-. ¿Y dónde está Brent?
-Él y cuatro de los chicos de Florida han regresado a Camp Douglas para devolver el
carro y las muías con el fin de no despertar sospechas. La cabaña pertenece a un amigo
vuestro, un yanqui. Es cuanto dijo Brent. Se las apañó para que dispusiéramos del
atuendo adecuado. En cuanto llegue, reanudaremos la marcha -dijo Beau-.
Lugarteniente McCain, le sugiero que se deshaga de esa chaqueta yanqui que lleva
puesta. Llamaría demasiado la atención si en pleno campo nos viera alguien.
Stirling asintió con la cabeza y se quitó la chaqueta con desgana. Fue entonces cuando
Kendall Reparó en que los andrajosos ropajes grises que habían llevado Beau y sus
hombres hasta aquel momento habían sido reemplazados por ropa de civil de color
marrón y beige muy discreto.
-También hay algo para ti, Kendall —añadió Beau—. Saldremos fuera hasta que estés
lista.
Los hombres salieron cortésmente de la cabaña. Con curiosidad, Kendall se dirigió
hacia el fardo que había sobre el asiento de piedra. En cuanto se percató de que era un
vestido suyo, se le llenaron los ojos de lágrimas. Se trataba de un sencillo vestido de
algodón de cuello alto y mangas largas que se abombaban a la altura de los hombros.
Solía lucirlo cuando estaba en Fort Taylor. Travis, su querido Travis. Junto con Brent,
se había arriesgado mucho para liberarla.
-¿Kendall? -preguntó Stirling.
-Ya casi estoy lista -respondió en voz baja, apresurándose a despojarse de los harapos
de la cárcel para ponerse el vestido limpio. Necesitaba un baño. En Camp Douglas se
había acostumbrado a la suciedad, pero ahora...
Ahora estaba Brent. Y le había dicho que la amaba, a pesar de su delgadez, de sus
ojeras... y de que apestara más que un zapato viejo.
Pero el lujo de darse un baño debía esperar. Se abrochó el vestido con resolución y abrió
la puerta de la cabaña en el preciso instante en que llegaba Brent seguido por cuatro
hombres de la caballería de Florida. Kendall ardía en deseos de correr hacia su amado y
abrazarlo... aunque, por otro lado, también le habría gustado que se la tragase la tierra.
Sabía que se hallaban en una situación desesperada y que sobrevivir era lo más
importante. No soportaba que Brent la viera en aquel estado... demacrada, destrozada,
convertida en una sombra de la encantadora criatura que había conocido en Charleston.
Brent la buscó con la mirada hasta dar con ella y luego se volvió hacia Beau.
-¿Estaban las chaquetas?
-Sí. Tenemos la tuya.
-¿Agua?
-Sí. Las cañerías estaban limpias.
-¿Comida?
-Nada comestible. Parece ser que alguien nos dejó algunos víveres, pero los mapaches o
lo que fuera acabaron con ellos- Sólo quedaba un pedazo de carne lleno de gusanos.
-¡Maldición! —murmuró Brent. Giró sobre sus talones para dirigirse a los hombres
situados Iras él-. Traed algo de agua y cambiaos las chaquetas. Y buscad por aquí,
rápido. Mi amigo me prometió zapatos. Stirling, busca algo para transportar agua. Y
marchémonos. Cuando antes salgamos de aquí, más feliz me sentiré. ¡Vamos!

Anduvieron toda la noche. Brent encabezaba la marcha, dejando a Beau o Stirling al


cuidado de Kendall. Cuando el sol comenzó a resplandecer en el cielo, Brent decidió
que debían descansar al amparo de la sombra del bosque hasta que anocheciera. Kendall
se acurrucó bajo un roble nudoso, de espaldas a los hombres.
No había forma de esconderse de Brent. Éste se acercó, se tendió a su lado y la abrazó,
apretándola contra su pecho. Silenciosas lágrimas rodaron por las mejillas de Kendall,
que, a pesar de sus esfuerzos por ocultar sus sentimientos, no pudo evitar que sus
hombros temblaran a causa de los sollozos. El la volvió para contemplar su rostro,
estudiando sus facciones con detenimiento.
-¿Qué te ocurre?
-Por favor, no me toques —murmuró-. No... no lo hagas mientras esté así. Oh, por
favor, Brent, no lo hagas mientras siga en este estado tan lamentable. Tú... tú no podrías
hacerme el amor. Estoy más delgada que un palillo y mi cara...
Le puso el dedo índice en los labios para hacerla callar. A continuación le acarició los
frágiles contornos de sus mejillas y su mandíbula.
-Tu rostro, Kendall, nunca me ha parecido tan hermoso como ahora. Tienes más
arrugas, es verdad, y estás pálida y ojerosa, pero todo esto desaparecerá con el tiempo.
Kendall, necesito abrazarte. No te apartes de mí- No pretendo hacerte el amor, y no
porque no lo desee, sino porque estás débil y medio muerta de hambre. -Estrechó contra
sí su frágil figura-, Kendall, te quiero. No puedo pedirte que me perdones por haberte
abandonado de aquella manera. No estoy seguro ni de que pueda perdonarme a mí
mismo. Creí que podría olvidarte si te abandonaba. Parecía que te hubieras propuesto
acabar con tu vida a costa de lo que fuera. He intentado comprender por qué actuabas de
ese modo y me he dado cuenta de que tú y yo somos muy parecidos. La diferencia
estriba en que yo he presenciado muchas más muertes y sufrimientos.
Mi padre... mi padre desapareció en medio de un torrente de sangre y muerte tan
espantoso que jamás seré capaz de olvidar. Necesitaba que estuvieras esperándome,
Kendall, saber que luchaba por algo, por alguien, que cuando todo acabara, alguien a
quien amaba estaría esperándome en casa. De ese modo todo tendría sentido.
-Temía que no me amaras... que no pudieras amarme después de lo que te hice.
-¿Después de amenazarme con el cuchillo? -preguntó lentamente-. Estaba muy enojado,
y tú fuiste más lista que yo, mi amor. Además debo admitir que con tu acritud
demostraste que tu orgullo había resultado totalmente inútil. Sin embargo, no por ello
disminuyó el amor que te profeso. No hay nada que pueda con él. Tenía miedo, me
comporté de forma egoísta. No podía permanecer junto a ti para protegerte. -Se
interrumpió un instante. Ella seguía con la cabeza recostada en su hombro y él le
acarició el cabello-. Kendall -añadió en voz baja y muy serio-, ahora estamos corriendo
un peligro enorme. Aún nos queda un largo, larguísimo camino que recorrer antes de
llegar a casa.
A casa... Se refería a Florida, pero Kendall no hizo gesto alguno de protesta. Charleston
ya no era su hogar. Ahora formaba parte de su pasado, al igual que Nueva York. Y
Vicksburg no había sido más que una válvula de escape.
-¿Por dónde iremos?
-Nos dirigiremos al Sur por Illinois. Luego seguiremos los caminos fronterizos de
Kentucky y Tennessee hasta llegar a Virginia, La Unión tiene en estos momentos casi
todo el estado de Kentucky en su poder, pero sigue habiendo simpatizantes de los
confederados. Cualquier alternativa es arriesgada. Tendremos que hacer a pie casi todo
el trayecto, evitando los caminos principales, Recuerda, Kendall, que cualquier persona
que te encuentre querrá matarte por ser una rebelde o pretenderá devolverte a las
autoridades federales.
Caminar de Illinois a Virginia. Le costaba creer que pudieran conseguirlo, pero lo cierto
es que tampoco había pensado que sería capaz de fugarse de Camp Douglas oculta en
un ataúd.
-¿Brent?
-¿Hummm?
-¿Te ayudó Travis a entrar en Camp Douglas?
Tras vacilar un buen rato decidió responder a su pregunta.
-Sí. Le tendimos una trampa para que saliera de su escondite en los cayos. Una vez
conseguido, dejé mi barco a cargo de Charlie y me entregué a Travis Deland. Tenía que
lograr que me capturaran,
Kendall sintió un ligero estremecimiento. Los brillantes rayos de sol calentaban, pero en
realidad la fuente del calor que sentía eran sus caricias, sus palabras. Había abandonado
su barco, sus hombres, la Confederación, para rescatarla.
-Gracias, Brent -murmuró, cogiéndole la mano para llevársela a los labios-. Muchísimas
gracias.
Él le susurró al oído:
-Debía rescatarte. Te quiero.
De repente las lágrimas volvieron a asomar en los ojos de Kendall.
-Oh, Brent, no deberías abrazarme. No deberías acercarte tanto a mí. ¡Cogerás piojos!
Él se echó a reír, burlándose de ella, haciéndole abandonar todos sus temores.
-Kendall, te quiero, incluso con piojos. Deja de llorar. Conseguiremos jabón y
enseguida te sentirás mejor. Y ahora descansemos un poco, mi amor. Tendremos que
avanzar con rapidez cuando anochezca. En cuanto John Moore descubra lo acontecido,
movilizará la mitad de la milicia de Illinois en pos de nuestros pasos.
John... le parecía alguien muy lejano, a pesar de que por su culpa casi había perdido las
ganas de vivir. Y es que en aquel momento, en medio de aquella guerra y de toda
aquella carnicería, se sentía tremendamente feliz. Estaba sucia y andrajosa, tendida en
medio de un bosque del Norte, pero nunca antes había imaginado que la luz del sol
pudiera bañar tanta belleza y jamás se había sentido tan dichosa por el simple hecho de
hallarse tumbada sobre la hierba Junto a un hombre que la abrazaba.
No le importaba lo que pudiera suceder en días venideros. Disfrutaba del momento,
contenta de saber que Brent había arriesgado todo para tenerla a su lado.
-¿Kendall?
-¿Sí, Brent?
-Debemos nuestra libertad a tu amigo Deland.
-Lo sé -dijo Kendall, recostándose sobre su hombro-. Brent, me gustaría que cuando
esta guerra acabe, si lo hace algún día, fueses amigo suyo.
-La guerra acabará, Kendall. Y ahora duerme.
Kendall cerró los ojos. Quedaban aún muchos temas de que le gustaría hablar. Quería
manifestarle cuánto lamentaba la desaparición de su padre, y cuánto se alegraba de que
su hermano se encontrara a salvo y junto a ellos. Deseaba saber cómo estaban Amy y
Harold Armstrong, que le explicase cosas de Zorro Rojo, tos seminolas y los nikasukis.
Por otro lado, era dolorosamente consciente de que debían avanzar con rapidez por las
noches para evitar cualquier emboscada que John pudiera tenderles.
Tenían muchísimos días por delante para hablar. Y llegaría un momento, en el futuro,
en que podría volver a soñar, como en esos que soñaba con que pronto se sentiría limpia
y con las fuerzas suficientes para tocarlo y acariciarlo amorosamente.
La fuerza de los brazos de Brent y el cobijo de su amor representaban ya un respiro a la
guerra y el miedo.

Brent estableció un plan durísimo que, de cumplirse enorgullecería a cualquier general


confederado. Para lograr su objetivo debería caminar alrededor de cuarenta kilómetros
diarios. Lo más importante era abandonar cuanto antes e! territorio de la Unión,
especialmente Illinois.
Kendall jamás había supuesto que la extensión de un estado pudiera llegar a ser tan
enorme. Avanzaban de noche, descansaban de día, y el paisaje parecía ser siempre el
mismo. Tomaban senderos tortuosos con el fin de evitar los pueblos y las ciudades,
caminaban kilómetros de más para no pasar ni siquiera por las granjas.
Cada mañana, al amanecer, estaba tan exhausta que no tardaba en sumirse en un sueño
profundo. Brent estaba inquieto por el estado de salud general del grupo, pero le
preocupaba aún más llegar cuanto antes al Sur.
Nadie cayó enfermo. Era como si los músculos recobraran las fuerzas cada día. La
comida escaseaba.
A pesar de tratarse de un verano de lo más exuberante, apenas si se atrevía a robar en
los campos de cultivo de las granjas y tampoco disponían de las municiones suficientes
para cazar animales del bosque. Gracias a las enseñanzas de Zorro Rojo, Brent se había
convertido en un verdadero maestro en el arte de fabricar arcos y flechas con ramas y
pedernales. Además, los sudistas resultaron expertos tiradores. El mayor problema era
cazar y cocinar con cuidado y discreción. Acababan saboreando algo mejor que las
raciones que les daban en prisión, pero continuaban yéndose a dormir con hambre. Los
numerosos arroyos les proporcionaban el suministro de agua suficiente. Para Kendall el
mayor lujo era poder bañarse, a pesar de que contemplar su propia desnudez le resultaba
espantoso, tan delgada se veía. Cuando se bañaba, Beau o Stirling solían aguardarla
cerca del riachuelo, y agradecía a Dios que Brent, siempre muy ocupado, no pudiera
acompañarla. Entre ambos se había establecido una sorprendente relación de
camaradería que les permitía sobrellevar aquellos días tan largos. Eran amigos, no
amantes. Cuando viajaban de noche apenas hablaban entre sí, pero siempre dormían
abrazados.
Brent estaba tan fuerte y sano como siempre. Su poderoso cuerpo estaba acostumbrado
al ejercicio. Con el transcurso de las semanas, perdió algo de peso, lo que contribuyó a
hacerle parecer más musculoso, sensual, vital, vibrante...
Kendall comenzó a albergar algunos temores. El se mostraba más tierno que nunca,
pero no se parecía en absoluto al directo capitán McCain que había conocido. A veces
hasta le sorprendía su amabilidad. La joven no quería que sintiera pena de ella. Deseaba
ser amada con pasión y energía y se preguntaba si todavía existía aquel amor
tempestuoso que habían compartido. La guerra la había marcado tanto...
El verano había dado paso al otoño cuando por fin dejaron atrás Illinois. Cruzaron la
frontera del estado un día de octubre, lo que celebraron con júbilo. Beau y los de
Georgia prorrumpieron en gritos de alegría y entusiasmo típicos de los rebeldes.
Stirling, imponiendo la calma, les recordó que Kentucky pertenecía a la Unión, al
margen de hacia qué bando se inclinaban las simpatías de sus habitantes, Brent,
tolerante, consintió en que disfrutaran de un intervalo de esparcimiento, aunque no se
unió a la fiesta sino que se quedó sentado bajo un árbol.
-Caballeros, deberíamos posponer la celebración hasta llegar a Tennessee -aconsejó-. Si
mantenemos el ritmo de la marcha, pronto estaremos a salvo.
Pero nada podía apagar el júbilo que todos sentían. Por fin habían dejado atrás Illinois.
Aquello representaba una pequeña victoria, sobre todo desde que se habían enterado que
los yanquis rastreaban la zona en su busca.
A última hora de la tarde del segundo día de su estancia en Kentucky, Kendall despenó
al oír un murmullo de voces. Al volverse se dio cuenta de que Brent no estaba a su lado.
Se sentó, sorprendida, y lo vio cuchicheando con Beau.
Se apartó el pelo de la frente y, curiosa, se incorporó para acercarse a ellos.
-Te repito, Brent, que se trata de una anciana granjera que vive sola, Y te aseguro que es
una rebelde.
-¿Y cómo demonios puedes garantizarlo, Beau? preguntó Brent con escepticismo.
-Bueno, ¿y qué podría hacernos si no lo fuera? Nueve hombres y una mujer joven contra
una vieja bruja. Nos ha ofrecido una comida decente, Brent. Pan recién salido del horno,
verdura, jamón, cereales y ciruelas claudias.
Brent soltó una risita ante el tono melancólico de Beau.
-Lo cierto es que no puedo culparte, mayor, por estar hambriento. De acuerdo. Nos
detendremos en la granja de la vieja. Pero apostaremos dos centinelas.
Kendall se unió a la pareja.
-¿Qué sucede? -preguntó perpleja, frunciendo el entrecejo.
-Beau salió a buscar comida y se topó con una anciana en un maizal. Parece ser que nos
ha invitado a todos a una cena de domingo. No estoy muy seguro de que debamos
acudir, pero...
Kendall estaba ya imaginando el aroma de la comida casera recién cocinada. Se arrojó a
los brazos de Brent y le obligó a echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos,
suplicante.
-Brent, ¿qué mal puede hacernos una anciana? Oh, por favor...
-El mayor ya ha utilizado este argumento, Kendall-replico Brent, encogiéndose de
hombros y mirándola a los ojos, a su vez, con un parpadeo indolente-. Por lo visto,
cerca de aquí hay un riachuelo, y la mujer nos ha ofrecido una pastilla de jabón a cada
uno. Ya tenemos la tarde montada.
Jabón... ¡aquello era todo un lujo!
-¿A qué estamos esperando? -preguntó Kendall, ansiosa.
Brent volvió a encogerse de hombros, en absoluto convencido.
-¡Vamos! -exclamó Kendall feliz, respondiendo a su propia pregunta. Se apartó de
Brent-. Voy a despertar a los demás -dijo, mirándolo de reojo por encima del hombro.
Unos minutos después, Beau se encontraba guiándolos a través de un desolado maizal
en dirección a una granja deteriorada por la intemperie. Todo parecía tranquilo. El
paisaje exhibía la belleza típica del otoño, y no vieron a nadie hasta que se aproximaron
a la casa.
Al llegar, la puerta se abrió, y en el umbral apareció una mujer alta, delgada y de cabello
cano, que le dio la bienvenida con una amplia sonrisa.
-Me alegra volver a verle, Beau. ¿Son éstos sus amigos?
-Sí, señora "contestó Beau--. Ya le advertí que éramos bastantes.
La anciana observaba el grupo sin dejar de sonreír amistosamente.
-Es tan agradable ver gente en estos días que corren; cuantos más seamos, más reiremos.
Entren, entren todos. Me he pasado la mañana cocinando y preparando el pan y ¡ha sido
un placer!
-Gracias, es muy amable por su parte, señora.
-Mi nombre es señora Hunt, joven. Hannah Hunt. Beau señaló a todos los integrantes
del grupo, indicando sus nombres. Hannah Hunt los saludaba con la cabeza después de
oír sus nombres y, una vez terminado el protocolo, se retiró de la puerta para
franquearles la entrada. Beau fue el primero en subir por las escaleras. Luego,
titubeando, dijo en voz baja:
-Soldado Tanner, sargento Marshall, ustedes dos montarán el primer turno de guardia,
después lo harán Hudson y Lowell.
Los aromas que provenían del interior de la casa casi enloquecían a Kendall. Sin
embargo, cuando se disponía a seguir los pasos de Beau, un sexto sentido la obligó a
detenerse y volverse. Brent estaba estudiando la casa con semblante sombrío, tensas las
facciones.
-Brent, ¿qué sucede? -preguntó.
El dio un ligero respingo, como si la pregunta le hubiera sorprendido, y se encogió de
hombros.
-No lo sé... Supongo que estoy algo inquieto.
-Capitán -murmuró Bill Tanner, uno de los georgianos de Beau, al oír sus palabras-,
créame, señor, el sargento y yo mantendremos una estricta vigilancia.
-No lo dudo -aseguró Brent, que, encogiéndose de nuevo de hombros, rodeó con el
brazo la espalda de Kendall-. Comamos, Kendall, ¿de acuerdo?
-¡Claro que sí! -exclamó ella, entusiasmada.
Estaba preocupada por Brent y, cuando se sentaron todos en torno a la gran mesa de
madera rústica dispuesta en medio de la enorme cocina de la granja, no dejó de
observarlo. Se ofreció para ayudar, pero Hannah insistió en que permaneciera sentada.
Se tranquilizó al ver que Brent se relajaba en cuanto comenzaron a pasar ante ellos
bandejas llenas de jamón aderezado con una salsa campesina. Ante aquella exquisitez,
sólo se oyeron palabras de alabanza.
Kendall pensó que aquél era el mejor manjar que había comido en su vida. Hannah
inició la conversación, lamentándose de la guerra.
-Solía tener diez bocas que alimentar a diario, hasta que todos se marcharon a la guerra,
algunos yanquis, otros rebeldes. Y ahora lo único que puedo hacer es ver cómo los
ejércitos siegan los campos a nuestras espaldas. Primero fueron esos generales sudistas,
Kirby-Smith y Braxton Bragg, que robaron todo cuanto les alcanzaba la vista para
dárselo a sus hombres. Y ahora les ha tocado el turno a los de la Unión...-se interrumpió
de repente-. Pobre de mí, no sé cómo continuar adelante. En fin, he preparado también
un enorme pastel de moras.
Kendall no pudo ni probar el postre después de haberse hartado de jamón, pan y
verdura. Como no quería ofender a la anciana, aceptó el pedazo de pastel que le
correspondía y se lo pasó al sargento que tenia sentado a su derecha, guiñándole el ojo.
Él le devolvió el guiño y devoró la porción con gran placer.
Se oyó el ruido de una silla al ser arrastrada. La joven vio que Brent se levantaba y,
rodeando la mesa, susurraba al oído a Hanna Hunt. Ésta se echó a reír y le entregó algo
que había sacado de un armario. Unos segundos después, el capitán se situó detrás de la
silla de Kendall y ella lo miró de reojo con curiosidad.
Advirtió que la tensión había desaparecido por completo de tas facciones del hombre,
cuyos labios esbozaban una sonrisa y cuya mirada reflejaba una pasión contenida
insondable. Se inclinó y le susurró al oído;
-Vamos a dar un paseo.
Le retiró la silla, y ella se levantó, preguntándose qué estaba tramando. Brent pidió
excusas educadamente al resto de los comensales y la cogió de la mano.
-Hudson y Lowell saldrán enseguida –aseguró Brent a Marshall y Tanner al pasar junto
a ellos.
-De acuerdo, capitán -dijo Bill Tanner-. Esa encantadora señora Hunt acaba de traemos
un trozo de pastel.
-Sí -vociferó Jo Marshall, soltando una carcajada- y Tanner se lo ha comido entero. No
me ha dejado ni las migas.
-¡Dijiste que no querías probar el pastel sin haber comido antes el jamón! —protestó
Bill.
Kendall se rió de los dos. Ambos eran un par de años menores que ella, pero se habían
convertido ya en curtidos soldados. Resultaba muy agradable verlos reír y bromear
después de tantas semanas duras y llenas de peligros.
-¿Adónde va, capitán? —preguntó Tanner.
-A pasear -respondió Brent-. Me apetece disfrutar de la puesta de sol con el estómago
lleno.
-¿Adónde vamos realmente? -preguntó Kendall poco después, cuando comenzaron a
adentrarse en el bosquecillo de pinos situado en la parte posterior de la casa.
La miró de reojo y, sin dejar de andar, le apretó la mano.
-A contemplar la puesta de sol.
Llegaron a un arroyo sin dejar de hablar en ningún momento. El sonido del agua llenaba
el frescor del atardecer de una música ligera y agradable. Estaban rodeados de pinos, y
el sol se reflejaba en el agua saltarina y rumorosa.
-¡Oh, Brent! Qué bonito -suspiró Kendall, apartándose de él para correr en dirección al
agua. Al notar su frescura en las manos y el rostro, se estremeció de placer.
-Sí -murmuró él-. Supuse que lo sería.
Al oír el tono ronco de su voz, Kendall se volvió hacia él, inquieta. Las facciones de
Brent mostraban de nuevo tensión. Recorría su cuerpo, sus formas, con una mirada
oscura, insinuante. Al percatarse de que la joven lo observaba sorprendida, se acercó a
ella y, agachándose a su lado sacó algo del bolsillo. Abrió la mano lentamente para
enseñárselo. Se trataba de una pastilla de Jabón.
-¿Qué te parecería, amor mío, un baño al anochecer?
Kendall miraba, ora el jabón, ora aquellos ojos. Se sentía absurdamente temerosa de lo
que pudiera suceder.
-Hace frío, Brent. Pillaríamos una pulmonía.
-No hace frío. Y yo te calentaré.
Kendall volvió a mirar el jabón que sostenía aquella mano tan fuerce.
-Kendall -dijo, cogiéndola por la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos-, quería
darte tiempo para que te recuperaras y confiases de nuevo en mí. Ten compasión,
cariño. Estoy a punto de enloquecer durmiendo a tu lado noche tras noche.
-Tengo... tengo miedo —musitó.
-¿De mí?
-No de ti, sino por ti.
-¿Por mí? —preguntó, perplejo y divertido a la vez por la situación. Se sentó junto a
ella-, ¿Te importaría explicármelo, amor mío? -Hablaba con voz cálida y empezó a
pasarle los dedos por la nuca y los hombros.
-Tú siempre estás... fuerte, Brent. No hay nada que pueda hacerte cambiar, nada que
pueda destrozarte. Estamos todos medio muertos de hambre, y tú pareces aún más
fuerte. Oh, Brent ...
-Kendall -dijo, interrumpiéndola con decisión, apretándola con fuerza y obligándola a
mirar el agua.
Ella notó que empezaba a desabrocharle el vestido por la espalda y le detuvo. Brent le
cogió las manos-. Hace semanas que no me afeito y mi barba parece un bosque salvaje.
Ni tú ni yo somos un ejemplo de pulcritud en este momento.
-Brent, por favor, no. Yo...
-Estás bonita.
-No, no lo estoy. Hasta podrías contarme las costillas.
-Kendall, me muero por contarte las costillas. –Le susurraba al oído con voz ronca,
cálida, mientras le acariciaba los hombros con los dedos-. Kendall, me siento como una
tea encendida. Mi deseo es tan grande que no me deja n¡ pensar.«Me olvido de quién
soy, de adonde estoy intentado ir, porque al verte, recuerdo qué es sentirte desnuda a mi
lado, qué es rozarte los senos con los labios, cómo te mueves conmigo. Amor mío, es
enfermedad, deseo, fiebre. ¿No sientes tú, Kendall, la necesidad... las ansias...?
Kendall tragó saliva y se humedeció los labios, estremecida. Sí... claro que sí, sobre
todo en aquel instante, cuando sus palabras y sus caricias encendían un trémulo deseo
en su interior. Sin embargo temía fracasar, no complacerle, descubrir que no era capaz
de alcanzar la cumbre...
-Brent, en ocasiones me obsesiono con el recuerdo de los llantos de los hombres en
Camp Douglas; la miseria, la ignonimia. No recordar las cosas hermosas y...
-Yo te devolveré esos recuerdos —prometió él con resolución y dulzura.
Brent se levantó y la ayudó a ponerse en pie. Se situó detrás de ella para acabar de
desabotonarle el vestido y, deslizando las manos por debajo de la tela, lo dejó caer.
Kendall era incapaz de girarse, de moverse. Sabía que Brent estaba desnudándose a su
espalda. Casi se le cortó la respiración cuando él le rodeó la cintura con las manos y
procedió a despojarla de los zapatos y a aflojarle las bragas. La mujer recostó la cabeza
en el hombro de su amante y empezó a temblar al sentir la brisa del atardecer.
Cogiéndola en brazos, Brent se introdujo lentamente en el agua cristalina del arroyo.
-¡Está helada! —protestó ella.
-No. El sol ha calentado el agua.
Enseguida la soltó. En los oscuros ojos grises de Brent se encendía el fuego de la pasión
a medida que enjabonaba la espalda de la joven. La sensación de limpieza era tan
deliciosa como la que provocaba la áspera caricia de sus dedos encallecidos. Kendall no
podía apartar la vista de él- El agua brillaba con los últimos rayos dorados del sol y
reflejaba como un espejo los grises destellos de su hipnótica mirada.
Brent se detuvo un momento. Sin soltar la pastilla de jabón, le recorrió con la punta del
dedo pulgar los pómulos hasta alcanzar la barbilla para luego descender por el cuello
hasta la clavícula. Estaba tremendamente delgada, pero el hambre no había deteriorado
la perfección de su figura. Era como si las esbeltas líneas de su cuerpo hubieran sido
cinceladas por la mano de un artista. Brent deseaba acariciarla, besar las profundas
sombras y las curvas femeninas capaces de desafiar al destino que había encarcelado
una nación entera.
Continuó lavándola, saboreando la cálida sensación de su piel. Le tomó los pechos con
las manos, rozó sus pezones. Ella suspiró ligeramente y entreabrió los labios como si le
faltara el aire, con la mirada, eternamente azul, añil al oscurecer, fija en él. Brent deslizó
las manos por las costillas y descubrió que era cierto que podía contarlas. La cintura se
había reducido a su más mínima expresión. En cambio, las caderas, todavía espléndidas,
eran una invitación a sus caricias. Él gruñó y la estrechó, explorando enfebrecido su
flexible espalda, la concavidad de su base y la excitante ondulación de sus nalgas. El
deseo le acometía con fuerza, palpitando con una salvaje potencia viril que no quería
reprimir. Sentía su cuerpo en tensión.
-¿Te acuerdas ahora? —susurró él entre dientes-. Ahora... esto. ¿Te acuerdas, amor
mío? La belleza y el deseo creciendo en tu interior, suplicando el ataque, las caricias, ser
alimentado y liberado después. Contesta, amor mío, ¿te acuerdas? ¿Acordarse? Sí... no...
sí... pero no era un recuerdo, era aquel momento; calor, y fusión, fuego. Todo giraba en
vertiginosa espiral alrededor. Kendall volvía a recuperar las fuerzas. Un dulce fuego le
recorría las venas, las caricias la hacían estremecer, arquearse buscando...
-¡Kendall!
La zarandeó ligeramente. Ella notaba el fuerte latido del corazón de Brent, la energía
contenida de sus músculos, la espléndida y caliente desnudez de la piel masculina al
rozar la suya. Sentía su virilidad, palpitante, vital, un calor abrasador contra la parte
inferior de su abdomen. Kendall se humedeció los labios, y, cuando él emitió una
especie de gruñido, le recorrió el cuerpo un escalofrío de placer que la arrastró hasta el
borde del abismo.
Hicieron el amor tendidos en la orilla. Él sentía cómo la marea fluía en su interior con
tal pasión y voracidad que apenas si podía controlarla. Y cuando por fin retumbando, la
corriente se precipitó, saboreó aquel placer can estremecedor disfrutando de su
enfebrecido abrazo. Ella le rodeaba con sus flexibles piernas, sus caderas llenas de
femineidad se elevaban para fundirse a sus apremiantes embestidas.
Salvaje, erótico, bello. Como si el sol ardiera a pesar del mortecino crepúsculo.
No existía mujer como ella. Podría navegar mil mares, buscarla en un millón de puertos,
pero siempre regresaría a ella. La abrazó, temblando con las secuelas de la erupción
definitiva de su amor y su placer, y se ovilló a su lado, en silencio.
Permanecieron así, tumbados, callados hasta que
Brent advirtió que Kendall estaba temblando.
-Será mejor que nos vistamos -dijo Brent cariñosamente.
Ella negó con la cabeza.
-No, Brent- Quiero lavarme el pelo. Y después...
-¿Y después?
-Me gustaría volver a hacer el amor. No tendremos muchas oportunidades hasta que
lleguemos a casa.
El se echó a reír, se incorporó y la ayudó a levantarse.
-Espero haberte hecho recuperar la memoria.
-0h, casi por completo -murmuró ella, ruborizándose y cerrando los ojos.
Se volvió para correr hacia el agua, pero Brent se lo impidió agarrándola por el brazo.
Todavía sonrojada, se negó a abrir los ojos, consciente de que él la observaba.
-Kendall, eres muy bonita, No intentes esconderte de mí. Dame lo poco que podamos
tener en este momento.
Ella se lanzó a sus brazos, rodeándole el pecho, apoyando la mejilla contra su velloso
torso musculado.
-Oh, Brent, te amo tanto.
Lo estrechó un instante para de inmediato lanzarse al agua. Él la siguió, sonriendo, y la
ayudó a lavarse el cabello. Luego pidió que le ayudara ella.
Y volvieron a hacer el amor, lentamente, recreándose, explorándose mutuamente con
besos encendidos, descubriendo de nuevo los matices más placenteros y las intimidades
más recónditas de un amor sin vergüenzas ni límites. Su pasión encendida mantenía el
calor bajo la luz de la luna; los ruegos del amor iluminaban la oscuridad de la noche.
Brent, saciado, quedó medio adormilado. Después le dio un pequeño codazo para
susurrarle:
-Vamos, amor mío. Ahora sí pillaremos una pulmonía si no nos marchamos pronto de
aquí. Debemos reunimos con los otros y refugiarnos en el bosque.
Kendall se desesperezó y, sonriendo, protestó. Finalmente se puso en pie e, indolente,
permitió que la ayudara a vestirse. Tras abotonarle la chaqueta, Kendall le rodeó por la
cintura con el brazo, y así, juntos emprendieron el camino de regreso envueltos en la
oscuridad.
Caminaban rodeados por un aura de alegría y mutua comprensión. Aquello había sido
un maravilloso intervalo de esplendor compartido y paz. Kendall era consciente de que,
mientras Brent siguiera con vida, seria capaz de soportar cualquier contratiempo, por
duro que éste fuese.
De repente, un grito desgarrado rompió el encanto y la quietud de la noche.
-¡Oh, Dios! ¡Ayuda, por Dios!
A continuación se oyeron pasos que corrían alocadamente entre los pinos.
-¡Brent! ¿Dónde estás? Ven rápido. !Por Dios!¡Brent!
-¡Ya voy -respondió Brent.
Kendall percibió cómo la tensión crecía en el cuerpo del hombre, que le apretó la mano
con fuerza.
Ambos echaron a correr entre los pinos. El terror corría, a su vez, por sus venas.

20

A punto estuvieron de chocar contra Marshall al salir del bosque.


-Es Tanner, capitán. Se encuentra muy mal. El mayor está con él en este momento. Y
alguno de los otros chicos está poniéndose también enfermo.
Inconscientemente, Brent agarró la mano de Kendall con más fuerza.
Cuando llegaron a la granja, encontraron a Tañer en las escaleras, retorciéndose de
dolor. Brent soltó la mano de Kendall para arrodillarse junto al hombre que se agitaba
de forma espasmódica. Tanner soltaba alaridos, gritaba el nombre de Dios, sumido en
una agonía escalofriante.
-Tanner -empezó a decir Brent, tratando de inmovilizar el cuerpo del soldado que sufría
terribles convulsiones.
Tanner gritó una vez más y se quedó quieto.
Muerto. Brent y Beau observaban, incrédulos y sorprendidos, al hombre que acababa de
fallecer. Beau cerró aquellos ojos vidriosos.
-Jesús! ¿Qué demonios...? -Brent se interrumpió al oír más alaridos procedentes del
interior de la casa.
Aturdida, Kendall entró en el salón siguiendo a Brent, Beau y Jo Marshall. Stirling
McCain atendía tamo a Hudson como a Lowell, que mostraban los mismos síntomas
que había sufrido Tanner.
-Lowell, ¡intenta hablar! ¿Qué te ocurre? ¿Qué te ocurre?
-El estómago—, me quema todo... ¡por todos los santos! ¡Dios....!
Lowell lanzó un nuevo grito y cayó al suelo doblado, apretándose el estómago. Un hilo
de sangre asomaba por su boca. Entonces, volvió a retorcerse... y se quedó inmóvil.
Beau, Stirling y Brent se miraron, asombrados, perplejos, buscando una posible
explicación que ninguno de ellos podía dar. De repente, Beau se volvió y echó a correr
hacia la cocina encima de la cual quedaban los restos de la comida. Sus dos jinetes
estaban sentados a la mesa, con las cabezas recostadas sobre ella. Tocó la frente de su
sargento; estaba completamente helada. El hombre había muerto.
Kendall corrió hacia el umbral y miró a Beau.
Stirling y Brent la siguieron. Éste pasó a toda prisa junto a ella para dirigirse a la mesa y
comenzó a revolver entre los restos de la comida, a tocar el pan, a olerlo. Su mirada era
oscura y tan dura como una hoja de acero.
-El pastel -dijo Stirling, de pronto-, Brent, Beau, ¿habéis comido pastel?
-No -respondieron al unísono.
-¿Kendall?
-No.
-¿No?
-No, señor.
Brent cogió un plato en que aún quedaba un trozo de pastel. Hundió la mano en él y
frotó la sustancia entre sus dedos.
-Veneno -dijo.
-¿Veneno? -repitió Kendall, atónita.
-Esa mujer ha puesto moras envenenadas en el pastel. -Y mirando a Beau, preguntó-:
¿Dónde demonios está?
-No... no lo sé. Preparó café. Yo estaba echando una cabezada en el salón cuando
Tanner empezó a gritar.
-¿Stirling? -inquirió Brent, tenso.
Yo estaba con Beau. OÍ una puerta que se abría y se cerraba.
-Lo más seguro es que se haya marchado en busca de los soldados de la Unión. Vamos.
Pasaron deprisa junco a Kendall, dejándola con los cadáveres de quienes habían sido
como parte de su familia durante los últimos meses.
-¡Esperad! -exclamó. Al ver la expresión de sus rostros se quedó helada. Beau, Stirling,
Jo Marshall y especialmente Brent estaban dispuestos a matar a la vieja.
Echó a correr para alcanzarlos, tropezando en el camino con el cuerpo de Tanner y
cayendo sobre él. Se levantó, completamente aturdida. Sus compañeros acababan de
morir después de una agonía terrible, pero no podía permitir que Brent y los demás se
dejaran arrastrar por la ira encendida que los dominaba en aquellos momentos. No sabía
por qué debía detenerlos, apenas si podía entender sus propios pensamientos, pero si
asesinaban a sangre fría a una anciana...
-¡Esperad! -repitió corriendo tras ellos-. ¡Esperad!
Los vio en el maizal. La anciana montaba una yegua gris medio coja. Brent, su
hermano, Beau y Jo Marshall trataban de acorralarla y cortarle el paso.
Kendall corrió entre los tallos de maíz, tropezando y cayendo a menudo debido a la
oscuridad de la noche, apenas iluminada por la luz de la luna.
Cuando les dio alcance, Hannah Hunt increpaba a los hombres con crueldad:
-¡Merecéis morir! ¡Vosotros sois los culpables de esta guerra! ¡Vosotros y vuestra
maldita esclavitud!
Jo Marshall le respondió a voz en grito, con lágrimas en los ojos.
-Bill Tanner jamás tuvo un esclavo en su vida. ¡Dios mío! ¿Acaso no oíste sus alaridos?
Jo Marshall se abalanzó sobre Hannah, aferrándose a la escuálida pierna que colgaba de
uno de los costados de la yegua.
Kendall miraba a Beau, Stirling y Brent, cuyos ojos parecían de hielo bajo el resplandor
de la luna.
-¡No! -exclamó Kendall, arremetiendo contra Jo Marshall. El ímpetu de su acción
provocó que ambos cayeran rodando al suelo. Aturdida, oyó a Brent vociferar una
maldición y el ruido amortiguado de los cascos de la yegua al chocar contra el suelo.
Hannah había logrado huir.
-¡Cogedla! -ordenó Stirling.
-Kendall Moore, ¿ qué demonios te ocurre? -exclamó Jo Marshall airado, librándose de
ella y mirándola fijamente. Antes de que tuviera tiempo de responder, Brent tiró de ella
para ponerla de pie y le dirigió una mirada gélida.
-¿Qué has hecho? -preguntó, zarandeándola sin poder controlarse.
Ante aquel violento arrebato de cólera, Kendall creyó que iba a desmayarse. Le
castañeteaban los dientes, y estaba temblando. La furia de Brent podía llegar a ser tan
apasionada como lo era su amor.
-Habría sido un asesinato -dijo, tratando de razonar.
-¡Asesinato! ¡Justicia! ¿Estás ciega? ¿Acaso no has visto morir a esos hombres? Y ahora
va a contar a los yanquis dónde nos encontramos los que quedamos con vida. ¡Eres
idiota! ¡Deberían haberte encerrado en una cárcel y encadenado cuando estalló la
guerra! ¿Qué crees que te habrían hecho los yanquis de haberte sorprendido hundiendo
los barcos de sus amigos? Esto ha sido un asesinato, frío, calculado, cruel. Me gustaría...
-¿Pegarme? -interrumpió Kendall. También ella, al ver cómo la agarraba y la ligereza de
su lengua, comenzaba a encolerizarse-. Hazlo... ¡pero ahórrame los discursos! ¡Estabais
actuando como auténtica chusma! ¡No podéis tomaros la justicia por la mano!
-¿Y qué sugieres? ¿Que acudamos a los jueces yanquis? Kendall, ¡has estado en prisión
con todos esos hombres! Han sido tus amigos, casi tu familia ¡durante meses!
-Brent, no necesito que me recuerdes lo horrible...
-Debemos salir cuanto antes de aquí –intervino Beau, corriendo hacia ellos en medio de
la oscuridad-, Se ha escapado. ¡En cuestión de minutos podríamos tener un regimiento
entero pisándonos los talones!
Brent empujó a Kendall para alejarla de sí con tanta fuerza que chocó contra Stirling.
Éste la agarró de los hombros para ponerla otra vez en pie, con una actitud tan fría y
abrupta como la de su hermano. Brent masculló un juramento.
-Tienes razón, Beau. Vayámonos.
-Debemos enterrar a Tanner y los demás -dijo Jo Marshall, sin avergonzarse de las
lágrimas que bañaban su joven rostro.
Brent le puso una mano en el hombro.
-No tenemos tiempo, Marshall. Tanner era un buen soldado. Lo habría entendido.
Brent buscó la mano de Kendall para apartarla de Stirling.
-Espero que andes sobrada de energías, señora Moore. Gracias a ti tendremos que correr
como el viento la noche entera.
Kendall intentó responder pero no pudo. Miró de reojo a Brent y después a los demás.
Daba la impresión de que no les hubiera importado matarla a ella en lugar de a la vieja
que acababa de huir. Ni siquiera la mirada de Beau ofrecía la más mínima señal de
comprensión.
Sabía que Brent la llamaba por su nombre de casada cuando estaba mucho más
encolerizado de lo que demostraba. ¿Les habría traicionado de verdad? No, ella había
obrado correctamente. No se arrepentía de su comportamiento. No podía permitir que se
convirtieran en unos salvajes.
Cuando la guerra finalizara, e! humanitarismo volvería a reinar. Y un futuro así sólo era
posible con hombres de la talla de Beau, Brent... y Travis Deland.
Gente como Abe Lincoln, el presidente de la Unión, que moría un poco cada vez que
uno de sus hombres fallecía en el campo de batalla y que no podía permitir que una
mujer permaneciera en un campo de prisioneros.
Cuando Brent la agarró del brazo para arrastrarla de nuevo por el maizal, Kendall lanzó
un breve grito.
No la entendía. Quizá nunca la entendería. Estaba segura de que había dejado de
amarla... y quizá ella también a él. Tenía la sensación de que no le quedaba ningún
amigo en el mundo.
Stirling corrió tras su hermano.
-Deberíamos pasar un momento por la casa.
Tanner llevaba un revólver y Lowell una carabina. Tal vez necesitemos las armas.
-Está bien -dijo Brent, sin aliento-. Será mejor que nos internemos en el bosque y
crucemos el riachuelo, no sea que nos persigan con perros rastreadores.
Debemos llegar a Tennessee cuanto antes— y rogar a Dios que topemos con un
regimiento rebelde.
Stirling sacudió la cabeza y se volvió hacia Beau y Jo, que corrían pisándole los talones.
-Iremos todos. Nos detendremos un momento y correremos cuanto podamos.
Mientras recuperaban las armas, Kendall los aguardaba en las escaleras. Unos
momentos después, se encontraban corriendo entre los árboles y chapoteando en el
arroyo. Cuando Brent la arrastró detrás de él, Kendall cerró los ojos. Le costaba creer
que pudiera llegar a mostrarse tan cruel y frío después de haberla amado, hacía menos
de una hora, con tanta ternura en el mismo lugar que tan apresuradamente abandonaban.
Apenas hablaron en toda la noche. Cuando por fin amaneció, se refugiaron en una cueva
escondida entre montañas. Cayeron exhaustos sobre el frío suelo.
Kendall durmió sola. Brent se hallaba muy lejos.

En los días que siguieron, Stirling, Beau e incluso Jo Marshall parecieron ir


perdonándola gradualmente. Al menos se comportaban con cortesía y se preocupaban
por ella. La primera nevada de invierno cayó la noche que llegaron a Tennessee, y Beau
rodeó a Kendall con el brazo para darle calor. Brent, en cambio, se mostraba frío.
Se hallaban en una región muy hostil, y el mal tiempo les dificultaba la marcha. Además
la comida escaseaba. Pero ni todas esas inclemencias alcanzaban la altura del continuo
pesar que Kendall arrastraba en su interior.
Debía haber pedido disculpas. Debía haberse acercado a Brent y suplicarle que la
perdonase, rogarle que comprendiera que ella era tan sólo una mujer, con corazón de
mujer.
Sin embargo, estaba convencida de que había actuado como debía. Y los meses que
llevaban juntos le habían dado una lección respecto al amor: una relación duradera no
podía basarse únicamente en noches de dulce y delirante pasión- Debía ir más allá. Y,
cuanto más le amaba, cuanto más sufría a causa de la guerra fría y silenciosa a que
estaban abocados, más firmemente creía que era él quien debía disculparse.
Incluso después de haber cruzado la frontera, tanto Beau como Brent se mostraban
recelosos respecto a las granjas, y por ese motivo continuaban avanzando con dificultad
a través de valles y montañas, decididos a no detenerse hasta llegar a una ciudad lo
suficientemente grande.
Encontraron una vieja choza abandonada que Brent y Stirling registraron con la cautela
de un indio. El descubrimiento les proporcionó dos pares de botas en bastante buen
estado, algo de harina y un precioso costurero lleno de agujas. Se llevaron algunas
cortinas y ropa de cama de la choza, y con ellas, entretejiéndolas con pieles de conejo,
Kendall confeccionó prendas de abrigo. A pesar de ello, y como caminaban durante la
noche, el invierno les resultaba tremendamente frío y riguroso.
Por fin el día de Navidad, al acostarse, Brent se acercó a Kendall. Ella se sobresaltó al
notar que su mano le tocaba el hombro y se puso rígida de manera instintiva. Se volvió
para mirarlo con los ojos bien abiertos, amenazadores.
Brent se llevó un dedo a los labios para indicarle que no quería despertar a los hombres
que dormían detrás de ellos, acurrucados junto a la debilitada hoguera. Entonces le
tendió una mano para ayudarla a levantarse y la condujo hacia el interior de la cueva en
busca de intimidad.
Kendall abrió la boca con la intención de hablar, pero apenas tuvo tiempo de susurrar el
nombre de Brent, ya que los labios de éste se unieron a los suyos y su abrazo la hizo
hundirse estrechamente con él.
Más tarde reflexionaría, asombrada, sobre lo fácilmente que se había dejado seducir.
Las manos fuertes y exigentes la desnudaron con maestría, los besos incitadores y
absorbentes la hicieron perder la razón al instante. El roce con la piel masculina le
provocaba hormigueos; sentir su desnudez contra su cuerpo era como una droga. Y su
corazón le decía que había sido él quien se había acercado y que con tal actitud le
ofrecía sus disculpas. Kendall anhelaba perdonarle y recibir sus caricias, la llama del
amor. Cuando la penetró se sintió convertida en fuego líquido. Formaba parte de ella de
tal modo que era capaz de amoldar su cuerpo a su voluntad, de mover las cuerdas de sus
miembros y su corazón como si fuera el dueño de una marioneta. Él le susurraba
órdenes, y ella obedecía, volviéndose, arqueándose, abrazándole, totalmente sumisa y
ansiosa por satisfacer sus deseos. La condujo hasta la cumbre del placer, el abandono,
manejándola a su antojo, recorriendo su espalda por entero con sus labios húmedos
hasta alcanzar su cintura y sus nalgas, desencadenando con ello un delirio de suspiros.
Y entonces volvió a entrar dentro de ella, arrastrándola una vez más a un calor
enfebrecido y, después, hasta la dulce y explosiva cima de la pasión.
Quedó tendida a su lado y, cuando las caricias se desvanecieron, se arropó con el
vestido porque tenía frío.
-Brent -murmuró perezosamente, recostando la mejilla contra su pecho y ensortijando
en los dedos su rizado y abundante vello-, me alegra tanto que hayas comprendido que
yo tenía razón. Odiaba estar...
-¿Qué? -exclamó, interrumpiéndola secamente.
Ella levantó la cabeza y lo miró. Sus ojos, de un azul brillante, transparentaban
ingenuidad.
-Acepto tus disculpas...
-¿Qué disculpas? -bramó él-. Aún tengo ganas de darte un buen azote...
-¿Qué?
-Podrías haber acabado con la vida de todos nosotros. Te portaste como una necia y me
hierve la sangre cada vez que pienso en aquello. No vuelvas a sacar el tema.
-¿Que no vuelva a sacarlo? ¿Por qué, insolente hijo de puta? ¿Y qué te ocurre? ¿Es que
te mueres de ganas por hacer el amor con una necia?
Kendall se percató de que, a medida que Brent entornaba los párpados, sus ojos grises
se oscurecían.
Incluso notaba el casi imperceptible temblor de ira en sus mejillas ocultas por la barba
dorada.
-Hay ciertas necesidades -espetó- que poco tienen que ver con la cabeza idiota de una
mujer.
Kendall se llevó las manos al cuello. Se sentía cada vez más violenta, y la cólera ardía
en su interior. Incapaz de aplacar la furia de aquel hombre, apretó los dientes e intentó
golpearle. Él la agarró por las muñecas, pero no con la rapidez suficiente para evitar que
le arañara la mejilla. Casi sin darse cuenta, Kendall se encontró encima de él, mirándolo
fijamente a los ojos.
-Kendall —mascullo-, Jamás entres en batalla si vas desarmada.
-Capitán McCain -replicó ella, fría como el hielo, forcejeando para liberarse-, he
decidido que estoy de acuerdo con usted. Admito que me he comportado como una
idiota redomada con usted. No me considero un alimento a su disposición para cuando
tenga hambre. Y me temo que mi cabeza idiota forma parte de mi cuerpo de mujer.
-Kendall, eres una mujer muy sensual. No creo que el hecho de que nos peleemos
impida que estar juntos te resulte placentero.
-¡Perfecto! Brent, tienes toda la razón. Hacer el amor es como comer, ¿verdad? Ocurra
lo que ocurra, siempre anhelamos la comida y el agua. Jamás antes había pensado así.
Era una estúpida; te amaba. Como soy tan sensual... como tengo necesidades... escogeré
mi pareja. Ahí fuera hay tres hombres más...
-¡Deja de hablar como una zorra!
-Y Beau estaría encantado. Podría...
Le tiró del pelo con fuerza, haciéndole daño.
-¿Y ahora qué te pasa, Kendall? ¿No tienes bastante con la guerra? ¿Es que te apetece
ver cómo Beau y yo nos matamos?
Kendall sacudió la cabeza y cerró los ojos.
-No -musitó.
Dejó de tirarle del cabello y la abrazó tiernamente, temblando.
-Lo siento, Kendall. No pretendía decir eso.
Cuando me llamaste hijo de puta me sentí ofendido y no supe contener mi lengua.
Ella quería llorar. Era tan agradable sentir su ternura, alcanzar su alma, oír sus palabras
susurradas...
-Si aprendieras a no meterte en lo que no te importa -murmuró él, ausente-. Cuando no
sabes lo que haces, Kendall, te comportas como una tonta.
Kendall se apartó de él, obstinada.
-Brent -dijo fríamente-, me importa todo lo que pueda sucedemos y no actué como una
toma. Jamás lo he hecho. He cometido muchas estupideces que han tenido
consecuencias calamitosas... y, sí, he necesitado ayuda muchas veces. Pero no cambiaría
nada. Si no puedes aceptar que...
Brent, que estaba sentado, comenzó a revolverse y, agarrándola por los hombros, la
zarandeó.
-Me gustaría, Kendall, que confiaras en mí de vez en cuando. No me apetece discutir
contigo. Estoy seguro de que eres astuta, brillante... y muy valiente, pero, Kendall, tú no
puedes cambiar el curso de la guerra. La vieja asesinó a cinco hombres. Si existieran
candidatos a la horca, Hannah Hunt sería uno. El Hecho de que la dejaras escapar podría
haber tenido como consecuencia que nos atraparan a todos. A mí, con toda probabilidad,
me habrían colgado o fusilado, y a ti te habrían entregado a John Moore. Y te anuncio,
señora, que en cuanto pueda te mandaré bien lejos, donde estés a salvo. Y si te
escabulles, te encontraré... estemos en guerra o sea el día del Juicio final. Espero que me
comprendas, Kendall.
-¡Espera un minuto! -protestó ella enfadada- ¡No estoy de acuerdo! Tú me abandonaste,
y por eso me trasladé a Vicksburg.
-Yo no te abandoné. Estoy obligado a luchar en esta guerra. Tú, en cambio, no.
-No es cierto. Tú tampoco estás obligado. Como prisionero...
-Kendall, tengo que volver a tomar el mando de mi barco. Stirling deberá incorporarse
al ejército de Virginia, y Beau y Jo se unirán de nuevo a su regimiento.
-Y yo, ¿tendré que esperar sentada como una buena chica? -preguntó, cínica.
-Eso es, amor mío.
-Brent...
-Kendall, ¿me obedecerás algún día? -Se levantó, impaciente, y empezó a vestirse.
Kendall cogió rápidamente su vestido, dispuesta a ser la primera en marchar.
-Brent...
-Kendall -interrumpió él-, te quiero.
Las lágrimas asomaron a los ojos de la joven.
-No puedes quererme, Brent, y llamarme idiota.
Brent hizo una mueca.
-Sí puedo -dijo con calma.
-No según mi parecer -murmuró-. Y si repites que mi cerebro no te importa, ¡hallaré las
fuerzas suficientes para arrancarte la piel a tiras!
Él soltó una carcajada y le tendió la mano para levantarla. Luego la ayudó a abrocharse
el vestido, a pesar de sus protestas.
-Señora, podernos probarlo un día; una contienda en toda regla, si así lo desea. Pero no
ahora. Ahora lo más importante es sobrevivir. Vayamos a dormir. No me gustaría que se
despertaran los demás y se preocuparan al no vernos allí.
Kendall estaba enojada porque nada se había resuelto. Sin embargo él tenia razón;
debían sobrevivir.
Regresaron al lugar donde se hallaban los demás. Se tendió junto a Brent cerca del
fuego. Sólo cuando sucumbió al sueño más profundo desapareció la tensión que sentía
en la espalda y aceptó el consuelo de sus brazos.

Aquella misma noche, escondidos entre la maleza, divisaron a lo lejos la luz de unas
hogueras, señal de que por fin habían encontrado un batallón de soldados. Brent y
Stirling se ofrecieron voluntarios para inspeccionar y desaparecieron silenciosos en la
oscuridad de la noche. Regresaron a toda prisa, anunciando, jubilosos, que
efectivamente habían dado con un regimiento rebelde.
Era Navidad y la sensación de que al fin habían llegado al hogar era maravillosa, tanto
como compartir la escasa comida con los soldados del campo de batalla y cantar
villancicos apiñados junto a las hogueras.
Por otro lado, el encuentro resultó algo espeluznante. La división rebelde no ofrecía
mucho mejor aspecto que ellos. Gran parte de los hombres llevaba los pies envueltos en
trozos de diversos materiales porque carecían de calzado. Sus uniformes aparecían
hechos jirones y gastados, e incluso algunos vestían uniformes azules que habían
arrebatado a los yanquis fallecidos.
Kendall se sentó a tomar café jumo a Brent. Apenas si escuchaba los villancicos y las
conversaciones apagadas de los hombres. Alguien explicaba a Beau que la mitad del
campamento padecía disentería y que tan sólo en el último mes una epidemia de fiebre
había acabado con veinticuatro hombres. Kendall estuvo a punto de romper a llorar,
pero de pronto se apoderó de ella una fría calma.
El Sur iba a perder la guerra. Podía afirmarlo y creía que casi todos los hombres del
regimiento de Tennessee pensaban como ella. Sus miradas tristes, aunque orgullosas,
los delataban. Continuarían luchando hasta el amargo final, pero estaban ya acorralados,
esquivando los puñetazos del enemigo...
-Kendall, ¿me has oído?
-¿Qué? -Al volverse se encontró con la mirada gris y triste de Brent.
-Mañana una caravana partirá hacia el este para trasladar a algunos de los hombres
heridos a Richmond con la intención de quemar el último cartucho y constituir una
tropa para defender la ciudad si fuera necesario. Pueden llevarte con ellos. No te
importaría cuidar de los hombres que están en proceso de recuperación, ¿verdad?
-Naturalmente que no me importa ayudar. Pero, ¿y tú ..?
-Sólo hay sitio para tí. Nosotros tenemos que proseguir a pie; no pueden ni
proporcionarnos un caballo. De todas formas NO tardaremos en llegar a Virginia.
-Yo...
-Irás, Kendall. Me han comunicado que la amenaza que se cernía sobre Richmond ya no
existe y que la esposa del presidente Davis ha regresado a su residencia. Se trata de una
vieja amiga mía que se ocupará de ti. Se alegrará de que seas su huésped hasta que yo
llegue y descubra qué ha hecho Charlie con el Jenny-Lyn.
-¿Y entonces?
-Y entonces, si me es posible, te llevaré a casa.
-¿Dónde está mi casa, Brent? —preguntó en voz baja.
Aquella pregunta le hizo reflexionar un instante. South Seas había desaparecido. En
cualquier caso el hogar seguía estando más al sur de Tennessee.
-Volverás con Amy -respondió con tono hastiado-, Kendall, estoy cansado de discutir
contigo.
Kendall suspiró.
-No deseo discutir contigo, Brent. Sólo preguntaba.
Y desde luego no protestó cuando la condujo a la pequeña tienda que les habían
ofrecido para pasar la noche. Se alegró de acostarse junto a él y aceptó hacer el amor.
Las pocas palabras que se cruzaron fueron susurros apasionados. Durante los tristes
años de la guerra, las despedidas se habían convertido en una forma de vida.
A la mañana siguiente la acompañó al carromato que la llevaría hasta Richmond. Subió
Junto a ella en silencio e intentó encontrar espacio para permanecer allí de pie, mientras
Kendall tomaba asiento entre dos cabos malheridos. Se inclinó hacia ella para
murmurarle:
-Espérame en Richmond, Kendall en el lugar exacto adonde te envío.
Le sonrió secamente.
-¿Adónde podría ir, Brent?
-Soy incapaz de predecirlo... y es eso lo que me preocupa.
Se oyó un latigazo, y el carro dio una sacudida cuando los caballos iniciaron su lenta
marcha. El susurro de la voz masculina le rozó la oreja.
-Te quiero, Kendall —Brent observó cómo sus ojos azules se tornaban de color añil al
llenarse de lágrimas-, Aunque seas una tonta -añadió con tono burlón.
Ella trató en vano de sonreír.
-Yo también te quiero, aunque seas un insolente hijo de puta.
La besó, saboreando la postrera y tierna dádiva de amor. A continuación se apeó
saltando ágilmente a pesar del baqueteo del carromato. Ella lo miraba con ojos tristes y
resignados, prometiendo amor... que duraría toda la vida.
Él se quedó contemplando el carro hasta verlo desaparecer entre el reflejo brillante del
sol matutino.

21

Marzo de 1864

Brent no regresó a Richmond de inmediato. Kendall se sentía desdichada por ello, pero
no le sorprendía. Comenzaba a conocer bien a Brent y, sabedora de que los informes de
los servicios de inteligencia sudistas anunciaban los planes de una invasión yanqui
desde el interior de Jacksonville, en Florida, con la intención de conquistar la capital del
estado, a Kendall le pareció normal que Brent, capitán de la marina confederada,
decidiera abandonar su navío y dirigirse hacia el sur con Stirling para participar en la
batalla terrestre.
Si no le hubiera amado tanto y no se preocupara continuamente por si una bala
atravesaba su valiente corazón, habría entendido qué le impulsaba a luchar sin que
ningún compromiso le obligara a ello. Brent llevaba alrededor de tres años involucrado
en aquella guerra y hasta entonces nunca había tenido la oportunidad de ayudar a su
propio y debilitado estado. Tanto Stirling como él obtuvieron un permiso especial para
combatir en la batalla de Olustee, y Kendall se alegró por ellos cuando se enteró de la
victoria rebelde por los periódicos. Se había salvado Tallahassee y, mientras que las
fuerzas confederadas estaban siendo obligadas a replegar filas en muchos lugares, las de
Florida acababan de conseguir un triunfo sensacional. Sospechaba que Brent debía
sentirse tremendamente satisfecho porque sabía lo que para él significaba luchar.
Y tenía sus cartas. De hecho su posición no era peor que la de cualquier mujer de la
confederación. Algunas no veían a sus esposos desde el principio de la guerra, y otras
no volverían a verlos jamás.
Y por lo menos se hallaba en Richmond. Varina Davis, la primera dama de la
Confederación, la había tratado siempre con amabilidad. La tomó bajo su tutela la
misma noche que llegó a la ciudad. Kendall disfrutó de un larguísimo baño caliente y
después se deleitó cenando pescado al calor del fuego. Remató la velada con una copa
de coñac de reserva. Varina, que había dispuesto para Kendall unas habitaciones de una
vieja posada cercana, solía invitarla a comer o simplemente a lomar el té, de modo que
la mantenía informada de los progresos de la guerra y del capitán Brent McCain.
Kendall admiraba muchísimo a Varina Davis. Todos los comentarios que la primera
dama del Sur despertaba alababan su dignidad. Había perdido a un hijo queridísimo en
el transcurso de la guerra. No se trataba de un soldado, sino de un chiquillo que
empezaba a dar sus primeros pasos. El pequeño había caído del porche en su hogar de
Richmond, la Casa Blanca de la Confederación. Kendall había oído muchas historias
que relataban lo acontecido aquel funesto día, cómo el niño murió en brazos de su padre
y cómo su madre tuvo que detener la riada de cartas de guerra y decisiones que tomar
aunque sólo fuera por unas horas... el único tiempo de que dispusieron aquellos padres
para lamentar la pérdida. Pensar en el hijo de Varina la hacía recordar a otra pequeña
víctima: el hijo de Zorro Rojo. Sabía que ni el jefe indio ni Varina podrían olvidar jamás
el horror de que habían sido testigos y que, hasta el fin de sus días, arrastrarían su
sensación de angustia por aquellos niños.
Sin embargo Varina no se permitía explayarse en su pesar. Tenia otros hijos que sacar
adelante, y Kendall estaba encantada con la abundante prole de los Jefferson. Se
asombró de lo muchísimo que le gustaban los niños y de desear tener uno. No estaba en
posición de ser madre, lo sabía; era una mujer marcada, la esposa despreciada de un
hombre, la amante de otro. Pero aún...
Su casera era una mujer viuda, madre de dos hijas, una de cinco y otra de catorce años,
y Kendall pasaba el tiempo libre en su compañía, cosiendo, leyendo y jugando... y
deseando que el mundo fuera distinto, añorando a Brent y soñando con una auténtica
vida hogareña. Y a la vez temiendo no poder tener hijos y no poder disfrutar de una vida
en familia con Brent. Sin embargo quizá no todo era tan malo como parecía.
Kendall se había dado cuenta de que, muy lejos de ser condenada al ostracismo por los
hombres de su país, tal y como ella suponía le ocurriría, se había granjeado una pequeña
reputación de heroína. Había huido de un esposo yanqui para regresar a su tierra natal y
tomado un navío federal que había cedido al Sur. Había sido hecha prisionera en
Vicksburg, cuando intentaba conseguir medicamentos para un hospital rebelde, y todo
aquello había creado un halo de leyenda en torno a su persona. El hecho de que se
supiera que era la amante ¿el afamado e idolatrado capitán McCain contribuía a añadir
encanto y romanticismo a la historia, especialmente entre las damas jóvenes de
Richmond.
Kendall encontraba todo aquello un poco irónico, porque era consciente de que se
hallaba en una posición precaria. Aunque cientos y miles de soldados habían muerto en
ambos bandos, John Moore seguía con vida e ileso, y la Unión la consideraba una espía.
A pesar de no haber manifestado nunca en público sus ideas respecto al futuro del
todavía decidido Sur, estaba convencida de que aquella guerra sólo podía tener un final.
Y entonces, cuando los federales estuvieran en el poder... Debía planear una huida.
Hacía aproximadamente dos años que no veía a su esposo. Conocía a John Moore tan
bien como a Brent y sabía que, en cuanto pudiera, la encontraría, incluso aunque la
guerra durara cinco años o diez más.
Debía desaparecer, escapar a Europa quizá. Sin embargo sabía que no se marcharía
jamás, no mientras estuviera esperando a Brent. Y sabía que su amado seguiría
batallando hasta el amargo final. Así pues, se dedicó a pasar los días trabajando en el
hospital de Richmond, ayudando a los soldados heridos, sin evitar jamás ni su hedor ni
su dolor. La guerra la había endurecido, y el hospital de Vicksburg le había
proporcionado la experiencia suficiente. Los médicos apreciaban su colaboración.
Nunca desfallecía ni palidecía ante la visión de una herida llena de gusanos o ante una
amputación. Su ayuda era de un valor incalculable.
El trabajo mermaba sus fuerzas, pero el contacto con los heridos le infundía ánimos. En
ocasiones se encontraba con rostros que le resultaban familiares, hombres que habían
crecido junto a ella en Charleston. Ayudarles, aliviar su dolor, escribirles las cartas era
como recuperar una parte de su vida que consideraba perdida. Los viejos del lugar le
hablaban de su padre; los pacientes más jóvenes evocaban con melancolía las
barbacoas, las cacerías, los bailes..., y ella recordaba que aún era joven.
A finales de marzo, Varina le entregó una carta de Brent. Fechada a finales de febrero,
transparentaba su euforia y su sensación de triunfo por haber contribuido a expulsar a
los yanquis de las tierras de Florida durante la batalla de Olustee. Refería que tanto él
corno Stirling tratarían de dirigirse a Jacksonville para ver a su hermana y que después
partirían hacia Richmond. Stirling esperaba visitar a su esposa y su hijo, a quienes no
había visto desde el invierno de 1861. Stirling debía reincorporarse a la caballería de Jeb
Stuart a finales de abril. Brent suponía que Charlie McPherson, que había marchado a
Inglaterra con el Jenny-Lyn en busca de suministros, arribaría a algún puerto
confederado hacia abril o mayo.
No era una carta muy elocuente. Escueta y descriptiva, estaba escrita en el revés de un
viejo impreso de pedido de suministros- Las palabras con que concluía: "Con todo mi
amor, Brent», infundían fuerzas a Kendall.
De todos modos había algo en aquella carta que la importunaba y no supo de qué se
trataba hasta varias semanas después, cuando descubrió otro rostro conocido en el
hospital de Richmond. En el momento en que ofrecía agua a un soldado con fiebre muy
alta, Kendall notó que le tiraban del vestido. Se retiró un rizo que le caía sobre la frente
y se volvió para encontrarse con un semblante que le resultaba extrañamente familiar. El
soldado tenía la cara sucia y la barba crecida y descuidada. Al contemplar aquellos
agradables ojos de color avellana, Kendall se dio cuenta de que era su cuñado.
-¡Gene ¡Gene Mcintosh! Oh, Dios mío, ¿cómo estás? ¡Qué estúpida soy! Estabas en el
hospital y...
-Y me recuperaré, Kendall. La semana pasada, mientras realizaba una misión de
reconocimiento, un piquete yanqui me disparó en el hombro. Han conseguido extraer la
bala limpiamente. Supongo que estaré fuera en un par de días. Kendall, hace años que
estamos muy preocupados por ti. Lolly cuenta en todas sus cartas que está siempre
rezando para que sigas bien.
Kendall bajó la vista y se mordió el labio.
-¡0h Gene! Debería haber escrito a mamá y Lolly, ¡pero todavía me aterroriza lo que mi
padrastro pueda tramar!
-Kendall -interrumpió, asombrado-, tu padrastro ha muerto.
-¿Lo mataron en la guerra? -preguntó Kendall, sorprendida.
-No. -Gene rió-. El tacaño George se puso las botas comiendo toda la carne de buey de
que disponía antes de que nuestro ejército se la reclamara, y falleció.
Kendall sabía que no era correcto alegrarse de la muerte de alguien, pero no pudo evitar
sentirse satisfecha de que aún quedara algo de justicia en el mundo.
-¿Cómo se encuentra Lolly y mi madre? —preguntó Kendall-. ¿Las has visto?
-Me concedieron una noche de permiso poco antes de Navidad -explicó Gene-. Ni
siquiera sabrás que ya eres tía, ¿verdad, Kendall? Lolly y yo tuvimos una niña. Nació el
verano pasado. Es preciosa, Kendall. Tiene los ojos azules como el cielo y el cabello tan
rubio como la luz del sol.
-¡Es maravilloso, Gene! ¡Soy tía! ¿Y Lolly, el bebé y mamá... están bien?
-Perfectamente, Kendall. A veces me inquieto pensando en ellas. Se rumorea que los
yanquis barrerán Carolina del Sur sí consiguen entrar allí porque consideran que fuimos
nosotros quienes iniciamos la guerra.
-Oh, Dios mío...
-No temas, Kendall. No debería habértelo dicho. Contamos con los soldados y generales
más condenadamente buenos del mundo. Los yanquis no llegarán jamás a Charleston.
"SÍ, claro que sí», pensó Kendall, que en el fondo no compartía la opinión de Gene.
-Kendall, ¿por qué no las visitas?
La pregunta de Gene hizo comprender a la joven qué le preocupaba de la carta de Brent:
la familia. Él tenía obligaciones con su hermano y su hermana, mientras que ella no
había visto a su madre desde el día en que Charleston decidió independizarse de la
Unión.
-Lo haré. Gene. Será una visita rápida, pero regresaré a casa. —Dio a su cuñado un beso
en la frente y giró en redondo, decidida a hablar cuanto antes con el cirujano jefe. De
pronto se volvió y agregó-: Gene, ¿estás seguro de que te recuperarás?
-Seguro -repuso el soldado con una amplia sonrisa.

Lolly se enteró del fallecimiento de Gene la misma tarde que Kendall llegó a
Charleston.
Ambas hermanas llevaban un par de horas disfrutando de aquel feliz reencuentro
cuando un soldado llamó a la puerta. Portaba una carta del oficial comandante de Gene.
Éste había muerto a consecuencia de una infección postoperatoria.
La guerra había fortalecido a Lolly. Su matrimonio había sido por amor, y aquel día una
parte de ella murió al conocer la noticia. Kendall se alegró de estar allí para estrecharla
entre sus brazos y ayudarla a soportar los primeros momentos traumáticos y de amargo
dolor.
Había ansiado pasar unos días charlando con su hermana, riendo y divirtiéndose con las
payasadas que hacía su encantadora sobrinita. En cambio Kendall tuvo que encargarse
de preparar el velatorio y sostener como pudo la grácil y llorosa figura de Lolly
mientras enterraban a Gene en el panteón familiar con todos los honores militares que le
correspondían.
Su madre guardaba cama, convaleciente de un resfriado mal curado. La abrazó y besó,
haciendo caso omiso a las advertencias maternales de que la contagiaría.
-¡No me importaría estar enferma durante un mes, madre! Poder besarte vale eso y más.
Su madre echó a llorar y la estrechó. No veía a su hija mayor desde hacía muchísimo
tiempo.
-Temo por mamá -reconoció francamente Lolly hablando con Kendall. Mientras
amamantaba a la niña, que jamás conocería a su padre, intentaba enjugarse tas lágrimas.
Se resfría con demasiada frecuencia. Está débil y tengo la sensación de que debo
partirme por la mitad. No me veo capaz de ocuparme de las dos plantaciones a la vez.
Kendall, ¿no podrías quedarte? Cresthaven será tuyo, lo sabes bien.
-No, Lolly -repuso Kendall apenada-. Debo regresar a Richmond. Buscaré una
enfermera para mamá y contrataré gente competente para que te ayude.
-¿A quién? —preguntó Lolly con amargura-. Todos los hombres que pudieran ser útiles
están en el ejército.
-Algunos ya han regresado a sus casas —aseguró Kendall.
En el transcurso de la siguiente semana contrató a una mujer libre, de color, que resultó
tener muy buena mano con su madre, y a dos hombres de confianza, capaces de trabajar
como capataces en las plantaciones.
Cuando Lolly vio que ambos habían sido devueltos a casa por el ejército porque habían
sufrido amputaciones se mostró algo escéptica para luego encogerse de hombros con
apatía. Kendall sabía que su hermana no tardaría mucho tiempo en recuperar los
ánimos.
A pesar de la ayuda que representaban los hombres que acababan de emplear, Kendall
habló a Lolly con franqueza antes de partir.
-Lolly, Charleston no será lugar seguro si...
-¿Si los yanquis ganan la guerra? -inquirió su hermana con sequedad.
-Sí -respondió Kendall en voz baja.
-¿Qué sugieres? -preguntó Lolly sin ningún entusiasmo.
-Aún no estoy segura del todo, pero creo que sé de un lugar donde hay pocas
probabilidades de que lleguen las repercusiones de la guerra. Pronto recibirás noticias
mías.
Kendall se interrumpió al ver la irónica sonrisa de su hermana.
-Kendall, no hemos sabido de ti desde que se inició la contienda. Cuando dices pronto...
-¡Oh, no seas injusta! Sabes perfectamente que me era imposible regresar a Charleston.
-Podrías haberme escrito. Kendall, ¿estás resentida por el hecho de haber sido tú, no yo,
quien fue vendida a John Moore?
-¡No! -exclamó Kendall, horrorizada, sacudiendo la cabeza con vehemencia-. Lolly,
jamás he estado resentida contigo en ningún sentido. Yo era mayor y más fuerte.
Nuestro padrastro consideró que podría venderme por un precio mejor.
Lolly soltó una carcajada y su rubia belleza resplandeció por un instante a pesar de la
reciente tragedia que acababa de sufrir.
-Kendall, yo no he adquirido aún la fuerza suficiente. No sirvo para nada. Jamás habría
podido soportar las penalidades a que tú has tenido que enfrentarte; el matrimonio con
John, la estancia en un campo de prisioneros, recorrer el país entero a pie... Me muero
de ganas por conocer a tu capitán McCain. ¡Los dos protagonizáis el chismorreo más
romántico de toda la guerra!
-No se podrá hablar de “los dos” si no regreso a Richmond -murmuró Kendall.
Llegada la hora de partir, su madre rompió a llorar. Estaba convencida de que su hija
mayor se ocuparía de ellas y que regresaría en cuanto pudiera. Como la enferma se
encontraba demasiado débil para levantarse de la cama, fue Lolly quien dirigió a
Kendall las últimas palabras de despedida. Y ambas hermanas, habiendo descubierto
que la guerra no había hecho más que reforzar los lazos que las unían, se fundieron en
un gran abrazo. Kendall besó al bebé, maravillada ante la perfección de una nueva vida,
y se despidió de ella con palabras cariñosas.
-Kendall —murmuró Lolly.
-¿Sí?
-Es una verdadera ironía que fuera Gene quien muriera en lugar de John.
-Sí, es una ironía, Lolly. Pronto volveremos a vernos -añadió Kendall.
Lolly sonrió y le dijo adiós con la mano.

Cuando tomó el tren con destino a Richmond, Kendall estaba tan absorta en sus
pensamientos que ni siquiera reparó en la presencia de nerviosos soldados apostados en
diversos puntos.
A pesar de su lúcido pesimismo respecto al final de la guerra, no comprendió que todo
estaba perdido hasta que llegó a la posada y se enteró de que Varina Davis había
intentado contactar con ella. Se refrescó un poco y salió a toda prisa para reunirse con la
primera dama de la Confederación.
Fue recibida por un mayordomo negro que la acompañó a la sala de música donde
aguardó mientras tomaba una infusión de menta.
-¡Oh, Kendall, querida -exclamó Varina entrando como una exhalación en la estancia.
Como siempre, su voz era cálida y modulada. Varina empleaba el mismo tono tanto
para decir que hacía un día precioso como para comunicar que los yanquis acababan de
tomar Richmond. Era una mujer bella de verdad, agraciada, cortés, amable y siempre
digna.
-¿Qué sucede, Varina? —preguntó Kendall.
La primera dama sonrió y se aproximó a ella. El miriñaque que se abría bajo la cintura
de su vestido de diario color gris perla hacía frufrú.
-En primer lugar, querida, voy a abandonar la ciudad de nuevo. Ese terrible general
Grant está cada vez más cerca. Y debo decirte algo que sin duda te causará un gran
dolor. El capitán McCain estuvo aquí durante tu ausencia. Esperaba encontrarte para
llevarte con él en su barco, pero el lugarteniente McPherson no ha regresado todavía
con la embarcación. Lo han enviado de nuevo a Londres. ¡Oh, ojalá los británicos
decidieran ofrecernos abiertamente su ayuda! Mucho me temo que no lo harán. El
capitán McCain partió para unirse al ejército de su hermano. Creo que lo mejor que
podrías hacer es huir de Richmond conmigo.
-¡Oh, no! -se lamentó Kendall, con el rostro demudado-. ¡Oh, no! Brent estuvo aquí, y
yo me había ausentado...
-Todo va bien, querida. Visitó el hospital y se enteró de que te habías ido a ver a tu
familia...
Varina se interrumpió al ver a Kendall tan abatida.
-¡No lo entiende! Le prometí que permanecería aquí.
-Kendall, estamos en guerra. Estoy segura de que el capitán lo comprende.
Kendall hizo un enérgico gesto de negación.
-Tengo que encontrarlo. ¿Sabe a donde se dirigía?
-Hacia el norte, para incorporarse al ejercito del general Lee. No puedes seguirlo,
Kendall, el campo está plagado de enemigos.
-¡Debo ir! ¡Debo ir! ¡Por favor, Varina! Si puede ayudarme, hágalo. Debo alcanzarlo de
una forma u otra.
Varina suspiró.
-¡Al presidente Davis no le gustará! Está bien, me enteraré de cuándo parte el próximo
correo y haré los arreglos pertinentes para que salgas con él. Ten presente, Kendall, que
tendrás que recorrer caminos infernales a toda velocidad; es imprescindible que las
cartas de mi marido lleguen al general Lee lo antes posible.
-Créame, señora Davis. ¡Estoy acostumbrada a los caminos infernales y a viajar en
condiciones adversas!

Kendall y el capitán Melbourne, el correo encargado de entregar la correspondencia del


presidente del Sur a su general más destacado, llegaron al campamento del ejército en
dos días. A Kendall volvió a conmocionarle el aspecto harapiento de los famélicos
soldados.
Sin embargo en aquel momento no era el aspecto de los hombres lo que más le
preocupaba. Su corazón había latido a ritmo acelerado durante todo el viaje; en el
trayecto su ánimo pasaba del miedo al pavor.
Brent le había pedido que permaneciera en Richmond y, fuera o no justo aquel
ultimátum, la promesa que le hizo en su día convertía su ausencia en una especie de
traición. Y el tiempo que compartían era siempre tan breve... y tan precioso. Anhelaba
verlo y a la vez temía la reacción de su amado. Ensayó una y mil veces las palabras que
debía decirle...
Fue ella quien lo vio primero. Relajadamente sentado Junto a un caballo que pacía,
bebía café en una taza, atento a las conversaciones que mantenían sus compañeros. Al
escuchar un comentario en voz baja, su mirada gris pareció intensificarse de forma
repentina. Entonces soltó una carcajada y se quedó con una mueca burlona en los labios.
Había cambiado mucho desde la última vez que lo viera. Lucía barba y bigote bien
cuidados, y el cabello, que le llegaba casi a la altura del cuello de la camisa, bien
arreglado v a la moda. Aunque vestía un uniforme tan andrajoso como el del resto de los
hombres que se hallaban con él, todavía representaba la perfecta estampa de un oficial
sureño, viril y correcto, orgulloso y galante.
Quiso llamarle, pero parecía haber enmudecido.
De repente se oyó un silbido. Uno de los soldados la había visto y expresaba de aquel
modo su sorpresa y admiración.
Brent se volvió y abrió los ojos como platos al verla. A la espera de su reacción, el
corazón de Kendall parecía haber cesado de latir. ¿Sería de enfado, de rechazo...?
Brent sonrió, y ella temió desplomarse de alegría. El hombre se acercó, acortando la
distancia que los separaba rápidamente, y entonces ella se estremeció al sentirse rodeada
por sus brazos y notar que sus fuertes dedos se hundían en su cabello. Estrechándola
con ternura, la besó ante todos sus camaradas, con amor, apasionadamente. Al sentir la
dulce caricia de su boca, su aroma, su presencia, las lágrimas rodaron por las mejillas de
la joven, que se olvidó de la guerra por un instante eterno, se olvidó del mundo, la tierra
que pisaba y el sol que brillaba en el cielo.
Él comenzó a susurrarle palabras confusas con tono angustiado.
-Kendall—, ¿qué estás haciendo aquí?
-Tenía... tenía que verte. Te prometí que estaría en Richmond y...
-Kendall, ¡estamos a punto de enfrentamos al ejército de Grant!
-Pero yo...
-¡Espera! -murmuró Brent, apartándola de sí y cogiéndole las manos. En sus ojos grises
refulgía un destello de fuego ardiente. Señalando al público de entusiastas rebeldes
situado tras ellos, añadió-: Creo que deberíamos buscar un poco de intimidad.
Alguien tosió para aclarar la garganta y luego rió.
-Hay una pequeña taberna no muy lejos de aquí, hermano. Creo que el campamento no
es lugar muy adecuado para una dama.
-Kendall se volvió hacia quien había hablado.
-¡Stirling! —exclamó con alegría, colgándose a su cuello.
Él la abrazó, ignorando a su ceñudo hermano.
-¡Kendall, estás preciosa! ¡Todos esos pobres soldados deben pensar que están viendo a
un ángel! Éste no es un lugar seguro para ti. Brent -agregó, volviéndose hacia su
hermano-, debes sacarla de aquí.
-Ya lo sé. Pero...
-Te disculparé ante Stuart. Por todos los diablos, Brent, tú eres un marinero. De hecho
no deberías estar aquí.
-Regresaré al amanecer -prometió Brent. Entonces se percató de que todo el regimiento
los observaba. Tomó la fina mano de su amada-. Kendall, saluda a los chicos del
Segundo de Caballería de Florida. Chicos, saludad a Kendall Moore. Di hola y
despídete, cariño.
Kendall se ruborizó al ver cómo la saludaban los hombres, pero la embarazosa situación
no duró mucho rato, ya que enseguida Brent la arrastró para montarla delante de él a
lomos de su caballo.
Empezaron a cabalgar y salieron del campamento al trote. Les detuvieron varias veces y
al explicar Brent a los vigilantes que estaba conduciendo a la dama a un lugar seguro les
permitieron pasar.
No cruzaron palabra hasta llegar a la destartalada taberna. Después de atar el caballo,
Brent la ayudó a apearse y entraron juntos, asidos de la mano. El capitán habló con el
dueño de la posada, que al ver el uniforme de Brent se interesó por lo que estaba
sucediendo en el campo de batalla.
Brent no mintió:
-El enfrentamiento se producirá de un momento a otro, caballero. Y sí, es verdad, será
muy cerca de aquí.
-¿No será usted un desertor, capitán?
-No, señor. Lo único que quiero es pasar unas horas con mi... mujer. Luego regresaré al
frente.
Poco después entraban por fin en la humilde habitación. Brent echó un vistazo a la
estancia, se encogió de hombros y tomó a Kendall en brazos.
-Lamento no haber podido conseguir algo mejor.
Ella sonrió.
-Debería recordar, caballero, que he pernoctado más de una vez en una cueva. Esto
resulta encantador... mientras tú estés conmigo.
-Estoy contigo -murmuró con voz ronca.
-Brent -dijo Kendall-, siento mucho no haber estado en Richmond. Te di mi palabra,
pero no te esperaba y...
-Ya me lo explicarás después, Kendall... -Se interrumpió para posar sus húmedos y
cálidos labios en los de la mujer, en su cuello, en el lóbulo de la oreja y en la nuca. Ella
sintió llamaradas ardientes y se abrazó a él, arqueando el cuello para depositar el
brillante centelleo de sus azules ojos en los de él, grises como el acero.
-Después -repitió, mostrando su conformidad-mucho después...
Y, efectivamente, fue mucho después, cuando ya se había puesto el sol y la luna
empezaba a despuntar, cuando, abrazados, saciados y felices, iniciaron la conversación.
Brent tenía la vista fija en el techo y el codo doblado bajo la cabeza. Kendall reposaba la
mejilla contra su pecho desnudo mientras él ensortijaba en los dedos su cabello.
-Kendall, no estaba enfadado. Me ha alegrado mucho verte, pero hubiera preferido que
no hubieras venido. Mañana este lugar cobrará vida de un modo atroz. Lee planea el
encuentro con Grant en Wilderness, con la esperanza de sacar ventaja del hecho de estar
en plena naturaleza. Somos tremendamente inferiores en número.
Los dedos de Kendall le acariciaban el torso.
-Brent, no deberías estar aquí. Abandona esta batalla, por favor. Tengo miedo.
Él guardó silencio unos segundos.
-Kendall, he reprimido el impulso de estrangularte al menos media docena de veces.
Estos últimos meses me han servido para reflexionar sobre tu conducta. En cierto
sentido me he comportado de forma injusta. Te amo, Kendall, te amo de verdad y he
intentado comprenderte. No puedo evitar amarte, Kendall. Ni la guerra, ni el tiempo, ni
la distancia son capaces de modificar mis sentimientos. Y sé que no puedo hacerle
cambiar. Lo único que espero conseguir es domarte un poco, al precio que sea. Kendall,
debo participar en esta batalla. La Confederación necesita a todos y cada uno de los
hombres disponibles
Ella procuraba no llorar, pero no pudo evitar que le temblara la voz.
-No te entiendo, Brent. No hay razón...
Él la interrumpió amablemente.
-Existen todas las razones, Kendall; el Sur, tú, yo...nosotros.
-La suerte del Sur está echada, Brent.
-No digas eso, Kendall -espetó.
-Es cierto, y lo sabes, Brent. Lo sabías ya la noche que nos conocimos, la noche en que
Carolina del Sur se independizó de la Unión. Por aquel tiempo, la única soñadora era
yo.
-Kendall, yo no sé nada, excepto que mañana tendré que combatir. Y que los
confederados poseemos espíritu de lucha y tenacidad. -De repente se colocó sobre ella,
tomando sus manos entre las suyas-. Kendall, es imposible distinguir perfectamente lo
que está bien de lo que está mal porque el mundo no es blanco o negro; existen sombras
grises. Debemos obrar según lo que nosotros consideramos correcto. Tú eres una mujer
casada, Kendall, pero nuestro amor es bueno; no importa a donde nos lleve. Y,
recordando ahora lo ocurrido en Kentucky, cuando arremetimos contra aquella vieja, te
diré que tu acción pudo habernos acarreado consecuencias realmente terribles. Pero
hiciste lo que juzgabas correcto, Kendall. Creo que ahora comprendo tu
comportamiento. Ah, Kendall... siempre serás como un dolor de tripas.
-¡Brent!
-Pero te amo por ese motivo. Te amo por tu orgullo y decisión. No existe hombre capaz
de hacerte cambiar, ni siquiera yo. Te pido, por favor, que comprendas por qué debo
participar en esta batalla. Además, te ruego que me prometas algo.
-¿Qué? -inquirió ella, dudando entre darle un bofetón por decir que era como un dolor
de tripas o abrazarle para impedir que se marchara de nuevo.
-Quiero que regreses a casa lo antes posible, cuando digo "a casa”, me refiero a la de
Harold y Amy Armstrong. Richmond no es un lugar seguro. Kendall se disponía a
protestar, pero él la acalló con un cálido beso.
-En cuanto pueda, iré a buscarte -aseguró él—. Y ahora te toca a ti. Promete que me
esperarás allí.
Incapaz de hablar, Kendall asintió con un gesto de la cabeza.
Las lágrimas empañaban los ojos de la joven y humedecían sus mejillas mientras hacían
de nuevo el amor, incluso en el instante más dulce de éxtasis. Con las secuelas de su
pasión, Brent se las enjugó a besos, abrazándola. Antes de dormirse, ella oyó un cálido
susurro.
-Iré a buscarte a la cala, Kendall, te lo prometo.
Cuando despertó, antes del amanecer, él ya se había marchado. Se oían ya los
estampidos de los cañones y el estruendo de las granadas. La campaña de Wilderness
acababa de empezar.

Nunca en toda su vida había presenciado Brent algo tan imponente como la campaña de
Wilderness. Partieron a caballo y fueron una de las primeras unidades que comenzaron
la refriega. En el bosque, bajo un cielo claro y fresco, reinaba calma. Se oía el canto de
los pájaros y se respiraba el dulce aroma del verdor de los árboles y los matorrales.
A mitad de camino se vieron obligados a entrar en acción por primera vez al recibir una
lluvia de balas procedentes de los árboles que se alzaban a su izquierda. Los caballos se
espantaron, y los jinetes tuvieron que abandonarlos y cruzar el camino para ponerse a
cubierto.
Entonces empezaron los cañonazos, que convirtieron los árboles en una hoguera.
Brent oyó a Stirling ordenar a sus hombres que se replegaran. Incluso él mismo se batía
en retirada cuando vio a Billy Christian, el joven tamborilero de Tallahassee. Se suponía
que muchachos tan jóvenes como él no debían combatir en una guerra como aquélla.
Pero Billy estaba allí desde el primer día, o al menos eso era lo que Stirling había
contado a Brent. Había cumplido trece años hacía tan sólo una semana, y daba la
impresión de que llevaba coda la vida obligando a los hombres a marcar el paso. Era
huérfano, y su viejo tío Josh, el único pariente que le quedaba, se había incorporado a la
unidad y fallecido poco después.
En aquel momento Billy estaba tendido en el suelo, en medio del fango, rodeado de
hombres muertos y caballos agonizantes, árboles que ardían y un humo sofocante. Le
habían dado en la pierna.
Brent oyó gritar al chico y retrocedió hacia la maleza incendiada sin apartar la vista de
las ramas de los árboles. Al oír el crepitar de una al caer delante de él, se apartó. Las
llamas eran muy altas y sentía el calor del fuego en la cara. Encontró a Billy y estudió la
herida. El muchacho abrió los ojos, llenos de dolor, y lo vio.
-Capitán, será mejor que a partir de ahora no se aleje del agua, ¿eh? -dijo, intentando
bromear. Volvió a gritar y Brent se rasgó la pernera de sus pantalones para realizar un
torniquete que le ciñó debajo de la rodilla. Lo más probable era que Billy perdiera la
pierna. Brent tan sólo pretendía que no perdiera también la vida.
-Capitán, salga de aquí. El bosque arderá por entero -le avisó Billy.
-Bien, esto ya está.
Brent se levantó como pudo y cogió a Billy en brazos como si fuera un bebe, tratando
de vislumbrar algo entre el espeso humo y la pólvora negra. El peso de Billy le hacía
tambalearse, pero estaba decidido a no perder el sentido de la orientación. Se hallaban
solos en el bosque, en medio de aquel infierno.
Crujió un árbol más y cayó a sus espaldas. Brent aceleró la marcha. Creyendo haber
oído pasos un poco más adelante, comenzó a correr.
De pronto vio un caballo montado por un soldado con una herida en el brazo y otra en el
estómago. Al ver a Brent y al chico, el jinete se detuvo.
-Señor, puedo daros el caballo -dijo el herido con una mueca de dolor.
-Estoy ileso y usted necesita asistencia urgente. No me ofrezca el caballo, soldado.
-¡Puede subir alguien más sin que este animal se derrumbe, señor! -exclamó el hombre
del brazo ensangrentado.
-Está bien. Montará el muchacho. Yo iré andando-dijo Brent—. Saque a Billy de aquí.
-¡Sí, capitán! -dijo el soldado saludando.
Brent subió a Billy al caballo. Aquel escuálido rocín no parecía capaz de cargar con dos
hombres. Sin embargo, cuando el soldado lo espoleó, el caballo comenzó a galopar,
alejándose a una velocidad asombrosa del campo de fuego y muerte.
Brent siguió tan deprisa como pudo. El calor le resultaba insoportable y le impedía casi
respirar. Volvió sobre sus pasos, pero perdió enseguida el sentido de la orientación.
Entonces, entre el humo, creyó divisar una casita de campo. Se detuvo. En ese instante
el fuego prendió en un árbol situado a su espalda. Oyó el crepitar de las llamas y el
crujido de la madera. Se volvió, dispuesto a salir cuanto antes de allí. Consiguió que
aquella mole no le cayera encima. Una de las ramas que empezaban a arder se
desprendió del árbol. Brent levantó los brazos, pero no con la suficiente rapidez como
para esquivar el golpe. La rama le dio en la cabeza. El paisaje gris y el fuego rojo que lo
salpicaba desaparecieron. Luchó por mantenerse consciente, pero perdió el
conocimiento...
Momentos después pensó que aún seguía con vida. O que había muerto y se hallaba en
el infierno; el calor era agobiante. Intentó incorporarse. No podía sucumbir a aquella
oscuridad grisácea. En cuanto levantó la cabeza, se desvaneció de nuevo.
No podía morir. Había prometido a Kendall que no moriría. A veces, al cerrar los ojos,
la veía correr por la playa, mientras el agua de color turquesa salpicaba sus pies
desnudos y los rayos del sol iluminaban su cabello. Él iba a su encuentro...
Después volvía de repente a la realidad del campo de batalla. Se levantó como pudo.
Había prometido a Kendall que seguiría con vida.
-¡Kendall! -Susurró su nombre, lo repitió en voz alta en la soledad del bosque en llamas
y se desplomó.
Alguien lo observaba. Brent veía una cabellera abundante. Kendall, allí... No; no era
Kendall. El cabello era de color gris. Trató de ponerse en pie de nuevo y vio a una
anciana de rostro triste y enjuto que había surgido de la nada.
-Señora, tengo que salir de aquí -dijo.
-Está usted medio muerto, caballero -afirmó.
Intentó bromear.
-¿Sólo medio?
Ella sonrió. Alguna vez debió ser joven. Por supuesto, antes de la guerra.
La cara desapareció. Notó que lo agarraban por los tobillos. Al ser arrastrado, se
golpeaba la cabeza contra el suelo.
Kendall... Le había dado su palabra. Señor, la amaba tanto... Tenía que reunirse con ella.
Se reuniría con ella, maldita sea. ¡Debía sobrevivir! Parecía que el fuego, cada vez más
vivo, hiciera aullar al bosque. De pronto el calor y el dolor desaparecieron, Y el mundo
se convirtió en una dulce sombra oscura...
Hacia el mediodía empezó a hacerse evidente que la posada no tardaría en convertirse
en frente de batalla. Kendall y el resto de los civiles que allí se encontraban se
refugiaron en la bodega.
Con el paso de las horas la intensidad del bombardeo aumentó. Por la tarde la posada
formaba ya paire del frente rebelde. Soldados heridos invadían las estancias, así como
los hombres que los trasladaban a aquel lugar con el propósito de alejarlos del alcance
del fuego enemigo.
Kendall, incapaz de soportar la espera por más tiempo, trepó por las escalerillas de la
bodega. Los rebeldes se sorprendieron al verla y no protestaron al comprender que
podía resultarles de utilidad. Ayudó a vendar a los heridos y ofrecía agua a quienes
continuaban luchando mientras escuchaba con avidez la información que llegaba a la
taberna acerca de las tropas de infantería. Estaban rodeadas por la caballería de Jeb
Stuart, que mantenía la línea del frente con tenacidad.
Curiosamente el estruendo de los cañones fue apagándose. Explicaron a Kendall que,
debido al incendio que había estallado en el bosque, el humo era tan espeso que ni un
bando ni otro se atrevía a utilizar la artillería pesada, ya que se exponían a que las balas
de los cañones destrozaran las propias tropas de quienes disparaban. En aquel momento,
el combate se libraba cuerpo a cuerpo.
Con la puesta del sol llegó un intervalo de calma. Los soldados de la caballería se
precipitaron en la posada con la intención de tomarse un respiro antes de unirse de
nuevo a sus agotados y dispersos camaradas.
Kendall rezaba por ver entrar a Brent. El corazón le dio un vuelco cuando reconoció los
uniformes del Segundo de Caballería de Florida. Entonces vio a Stirling McCain.
Estuvo a punto de llamarle a gritos cuando advirtió que él la buscaba con la mirada por
toda la estancia.
-¡Kendall, Dios mío! ¡Sigues aquí! Tendrías que haber regresado a Richmond. Márchate
en los carromatos de los heridos.
-¿Dónde está Brent? -se apresuró a preguntar Kendall.
Stirling vaciló.
-No lo sé.
-Estabais juntos. ¿Qué le ha ocurrido, Stirling?
Éste la cogió por los hombros y la zarandeó.
-¡El bosque está en llamas! Los hombres de ambos bandos mueren, bien a causa del
fuego, bien abatidos por las balas enemigas. Resulta imposible saber si quien tienes
enfrente es amigo o enemigo, a menos que se encuentre a un palmo de distancia.
Kendall se apartó, casi histérica.
-Voy a salir, Stirling. Quizá esté herido.
Pasó corriendo junto a Stirling, dispuesta a dirigirse hacia el bosque.
-¡Kendall, espera! -exclamó Stirling, siguiéndola-., ¡Hay fuego por todas partes!
Sabía que Stirling corría detrás de ella, pero le ignoró. Se adentró en el bosque a toda
velocidad y se detuvo al cabo de un rato para mirar alrededor, tosiendo y medio
asfixiada debido al denso humo que la rodeaba. Stirling tenía razón. Entre la oscuridad
de la noche y la humareda gris, resultaba imposible ver algo.
-¡Brent! -llamó. Un silencio sepulcral fue la respuesta, sólo roto por el súbito crujido de
un roble gigantesco al desplomarse bajo la furia del fuego. Al verlo caer, gritó y saltó
hacia atrás para evitar que se derrumbara encima de ella. Le costaba respirar. De pronto
tropezó con un montón de cadáveres. Sintió que una mano la agarraba por el tobillo.
-Ayúdeme, señora, por el amor de Dios, ayúdeme.
Kendall bajó la vista y descubrió una cara dolorida y sucia de hollín que la miraba
fijamente. Era un hombre Joven, vestido de azul, que se retorcía de miedo y dolor.
-Por Dios, al menos dispáreme, señora. No permita que me queme. Por favor, tenga
compasión.
-¿Puede asirse a mí? -preguntó Kendall, sofocada.
-Sí, pero tengo una pierna destrozada.
Kendall se agachó y cogió al hombre por la cintura- Si reunía las fuerzas suficientes,
podría arrastrarlo.
El soldado gritó una vez, y, al detenerse ella, le pidió que siguiera.
-Dios la bendiga, señora. Es usted una santa.
-Soy una rebelde —replicó Kendall.
-Una santa rebelde...
El humo comenzaba a aclararse. Kendall atisbó gente que se desplazaba con lentitud no
muy lejos de allí. Semejaban sombras fantasmagóricas que vagaban por aquella noche
fatal y horripilante.
-¡Ayudadme! -vociferó.
Un hombre se acercó a Kendall, que quedó aterrorizada al ver que también vestía de
azul.
-Señora -dijo él, descargándola de aquel fardo humano-, tiene que salir de aquí. ¡El
bosque entero arde como la yesca!
-Debo... debo encontrar a un hombre -afirmó.
El yanqui titubeó un instante. .
-¿Un rebelde?
Kendall se mordió el labio y asintió con la cabeza. De pronto un resplandor anaranjado
iluminó la noche y un estruendo amenazador invadió el ambiente. La arboleda que se
alzaba a sus espaldas se había convertido en una inmensa llamarada que se elevaba
hacia el cielo.
-No puede retroceder, señora, no encontrará a nadie con vida en aquella dirección.
Acompáñeme. La llevaré con el lugarteniente Bauer.
A Kendall no le importó que la cogiera del brazo.
Estaba cubierta de hollín, abatida y desesperada. Brent se había perdido entre las llamas.
Ya nada importaba.
Nada.
Tenía la impresión de que llevaba horas vagando con aquel grupo formado por una
veintena de hombres que recogían a su paso todos los heridos que encontraban para
transportarlos en camillas.
Avanzaban en zigzag para evitar el fuego. Por fin salieron del bosque y llegaron a un
campamento emplazado en el norte.
La condujeron a la tienda que constituía el cuartel general, donde la recibió un anciano
bigotudo y de aspecto fatigado. Sin duda había estado combatiendo. Su uniforme, que
no era azul, sino negro, estaba completamente chamuscado y olía a humo, como, pensó
Kendall, también olería ella.
-Hemos encontrado a esta bonita rebelde, lugarteniente Bauer -dijo el joven yanqui—,
¿Qué hacemos con ella?
Los ojos verdes del anciano la observaban con sorpresa y compasión. Cubierta de
hollín, con el pelo enredado y los hombros caídos de abatimiento, debía ofrecer un
aspecto deplorable.
-¿Cómo ha llegado a este infierno? -preguntó el lugarteniente, sacudiendo la cabeza-.
No importa. –Se volvió hacia su subordinado-. Si esta dama es rebelde, la entregaremos
a su bando. Prepare un medio de transporte.
Las lágrimas asomaron a los ojos de la joven, conmovida por su amabilidad.
-Gracias, señor -acertó a susurrar.
-Ya tenemos suficiente con el dolor y el horror que nos rodea -replicó él, zanjando así el
asunto.
La devolvieron al frente rebelde a caballo y fue entregada a un emisario de Robert E.
Lee. No pudo ver al general sudista. Jeb Stuart había sido herido de muerte, y Lee se
ocupaba en esos momentos de ordenar los preparativos pertinentes para enviar al gran
comandante de la caballería a Richmond.
A Kendall nada le importaba ya. Permaneció de pie, tambaleándose ante una hoguera y
dejando la decisión sobre su futuro inmediato en manos de los oficiales.
Alguien le tocó el brazo. Era Stirling. La abrazó con fuerza.
-Kendall, gracias a Dios. -Guardó silencio un instante para luego, apartándola,
contemplar sus ojos sin vida-. Están a punto de partir hacia Richmond con algunos de
los heridos, Kendall. Debes marcharte.
Ella negó con la cabeza, cegada por las lágrimas.
-No puedo irme.
-Kendall, no ayudarás en absoluto a Brent si vuelves a echar a correr hacia los yanquis...
o si falleces abrasada en el bosque. Me mantendré en contacto contigo. Si de verdad
amas a mi hermano, cuídate. Regresa a Florida en cuanto puedas. -Stirling se
interrumpió de nuevo para abrazarla- Podrías llevar en tu vientre un hijo suyo, Kendall.
Kendall albergaba serias dudas al respecto, pero no las manifestó. Se habían acostado
juntos en muchas ocasiones, habían transcurrido muchos meses... y ya podría haber
tenido un hijo suyo. Incluso eso le había sido negado.
-Kendall, debes marcharte -insistió Stirling.
-Esperaré en Richmond.
Stirling abrió la boca con intención de protestar, pero cambió de opinión y dijo:
-Estaré en contacto contigo, Kendall. Te lo prometo.

Stirling cumplió su palabra. Kendall solía recibir carta por lo menos una vez al mes. No
había ni rastro de Brent, escribía Stirling, ni se había encontrado su cuerpo. Las misivas
eran, sin embargo esperanzadoras. Stirling se resistía a creer que su hermano hubiera
muerto. Igual que Kendall.
A pesar de que en sus cartas le apremiaba a salir rápidamente de Richmond, ella se
negaba. Incluso rechazó la invitación de Charlie McPherson de llevarla hasta el hogar
de Amy a bordo del Jenny-Lyn.
-Regresaré dentro de dos meses, señorita –afirmó Charlie-. Entonces vendrá conmigo.
Así lo hubiera querido el capitán.
Kendall sonrió sin ganas. Sabía que no le acompañaría.
Meses después, ya entrado octubre, Brent continuaba incluido en la lista de
desaparecidos. Y, según lo prometido, Charlie volvió a buscarla.
-No, Charlie. No me marcharé hasta que sepa qué le ha ocurrido a... -Se interrumpió
ante la visión de otro hombre que, situado detrás de Charlie, resultaba totalmente fuera
de contexto en un salón civilizado como aquél-. Zorro Rojo —musitó, asombrada.
Se acercó a ella, con su mirada oscura, severa e insondable, para tomarla entre sus
fuertes brazos, que infundieron seguridad a la joven.
-Vendrás, Kendall. En cuanto pueda, Halcón de la Noche irá a buscarte a la bahía.
-Yo...
-Conozco a mi amigo -sentenció Zorro ROJO-. Y voy a llevar a su mujer al lugar donde
él desearía que estuviese.
Kendall claudicó ante el poder de convicción del seminola y recordó las palabras de
Brent; sí, en cuanto pudiera, iría a buscarla a la cala, donde ella lo esperaría... Richmond
estaba convirtiéndose en un lugar cada vez más peligroso. El cerco que los yanquis
habían tendido a la capital se estrechaba más y más.
-Os acompañaré -susurró.
Burlaron el bloqueo de Richmond muy fácilmente. Charlie era un alumno aventajado de
su capitán. Kendall no se apartó de Zorro ROJO durante todo el viaje- Confiaba en él, y
su proximidad la reconfortaba. Sin embargo, la conversación que mantuvieron una
noche estrellada y de cielo aterciopelado la alejó de él.
-Kendall Moore, aprecio a Halcón de la Noche. Presiento que sigue con vida. Y soy de
carne y hueso, aunque mi piel sea de color rojo. Tú eres una mujer muy bonita y te amo-
Permaneces a mi lado con toda tu inocencia, pero no puedes evitar que sienta
tentaciones de traicionar a mi hermano.
Kendall lo miró sorprendida, con los ojos abiertos de par en par. Entonces comprendió
que él la amaba y que estaba tan solo como ella. Y sospechó que si Brent McCain no
hubiera existido, habría amado a Zorro Rojo. Era uno de los hombres más fuertes que
había conocido, tanto por su carácter, como por su personalidad.
Y los dos amaban a Brent, y estaban seguros de que regresaría.
-Lo siento -musitó, apartándose de él.
La cogió de la mano.
-No, no te vayas. Él es mi hermano; tú eres mi hermana. No debemos perder nuestros
lazos de amistad.
-No -dijo Kendall, mostrando su conformidad, estudiando la sabiduría ancestral de su
profunda mirada oscura-. No vamos a hacerlo.
Arribaron a la bahía en noviembre. A principios de año, la situación era desesperada
para el Sur. Sherman prendió fuego a toda Georgia utilizando tácticas devastadoras,
destruyendo todo a su paso. Kendall comenzó a temer por su familia y por ese motivo,
cuando Charlie hizo escala en la bahía en febrero, le suplicó que intentara acercarse a
Charleston para trasladar a su hermana, su madre y su sobrina hacia el sur. Lolly y su
pequeña llegaron a la bahía un ventoso día del mes de marzo, y Kendall se enteró
entonces del fallecimiento de su madre. El hecho no le afectó demasiado. Hacía mucho
tiempo que había perdido la sensibilidad. Además quizá era mejor así, pues su madre no
hubiera tenido fuerzas suficientes para ver cómo el Sur se rompía en mil pedazos.
Amy Armstrong estaba encantada con el bebé. Se ocupaba de la pequeña Eugenia muy
a menudo, lo que resultaba beneficioso para la niña, ya que Lolly se había vuelto tan
insensible como Kendall. Harry ayudó a su esposa a acondicionar una vieja cabaña
abandonada situada en la parte posterior de la propiedad, y Lolly pasaba allí la mayor
parte del tiempo, manteniendo la calma, totalmente ajena a lo que acontecía alrededor.
El telégrafo y las conexiones ferroviarias fueron cortadas en todo el Sur. Las noticias
llegaban de forma muy esporádica y cuando lo hacían transmitían la sensación de que la
suerte estaba echada. Charlie partió de nuevo a finales de marzo, y Kendall se preguntó
si volvería a verlo alguna vez.
Llegó la primavera. A pesar de su exuberante belleza y los nítidos cielos azules, los días
transcurrían con una sombra de grises.

22

Primavera de 1865
Kendall pasaba todos los ratos que podía en la cala. Era consciente de que, a medida que
el tiempo transcurría inspiraba cada vez más pena a los demás, que pensaban que se
había vuelto loca por continuar esperando de aquella manera.
Pero la vida sin esperanza era descorazonadora e insoportable. Pasaban los meses, y
sabía que las oportunidades de ver a Brent con vida menguaban más y más. Sin
embargo, en lo más profundo de su corazón, creía que él era invencible y que por ello
seguía vivo.
Y que regresaría a buscarla.
Por lo demás, Kendall procuraba comportarse de la forma más racional posible.
Ayudaba a Amy en el jardín, cosía, zurcía y se encargaba de la mayor parte de las tareas
domésticas. Sabía que Amy estaba preocupada por ella. La anciana estaba convencida
de que Brent había muerto y consideraba que no era bueno que Kendall mantuviera viva
la llama de la esperanza y se aferrara al pasado. Lolly, por su parte, se dedicaba a
limpiar la cabaña que Harry le había proporcionado para convertirla en un lugar
confortable tanto para ella como para su pequeña.
Tan sólo Zorro Rojo parecía comprenderla. Kendall sabía que a menudo se acercaba a la
cala para vigilarla y desaparecía después con sigilo. Le conmovía que se preocupara por
ella y agradecía su comprensión. De vez en cuando él le pedía que lo acompañara a los
Glades, y ella aceptaba, feliz de poder escapar de los comentarios o consejos acerca de
la soledad que solía buscar. Zorro Rojo quería a Brent como si de un hermano de sangre
se tratara; cuando se hallaba en compañía de Kendall se sentía más unida a Brent.
Desde aquel día de confesiones a bordo del Jenny-Lyn, no se habían ni tocado, pero sus
lazos de amistad se habían tornado tan fuertes que nada podría romperlos jamás. ASÍ, sin
importarle lo que la gente dijera, ella continuaba esperando. Se sentaba en la orilla,
contemplando el mar, con las manos en las rodillas y la barbilla apoyada en los nudillos.
El mes de abril estaba resultando encantador. Soplaba una brisa agradable, y el
resplandor del sol se reflejaba en el agua. Era como si las olas del mar, con su continuo
Ir y venir, amortiguaran el dolor de su corazón. Cerró los ojos para concentrarse mejor
en los sonidos que la rodeaban; el flujo y el reflujo del agua, el rumor de las hojas de las
palmeras, el ocasional aleteo de los pájaros.
De pronto percibió algo. De hecho no se oía nada; simplemente advirtió un movimiento.
Y sonrió, abriendo los OJOS para contemplar de nuevo el mar.
-Zorro Rojo, no es necesario que me vigiles. ¡Me conoces lo suficiente para saber que
no me arrojaré al agua para ahogarme!
No obtuvo respuesta. Un extraño hormigueo le recorrió la espalda y como alertada por
un sexto sentido, volvió la cabeza. Entonces fue como si el corazón le dejara de latir
para empezar después a martillearle el pecho.
Pudo haberse quedado pasmada, pero no fue así porque siempre había estado segura de
que seguía con vida... e iría a buscarla allí, a la cala.
Y allí estaba, vivo, más alto, hermoso y bronceado que nunca, con su uniforme gris con
adornos dorados hecho jirones. El color de sus ojos era como el humo. La contemplaba
en silencio. El dolor y el deseo de su melancólica mirada gris eran mucho más
elocuentes que cualquier palabra que pudiera salir de su boca.
-Brent,.. -susurró, poniéndose en pie sin apartar la vista de él, como para asegurarse de
que estaba allí. Y echó a correr hacia él para abrazarle, acariciarle y besarle, llorando de
alegría por el reencuentro.
Estuvieron mucho rato enlazados. Kendall pensó que la vida era maravillosa. Él estaba
allí, y la fuerza entera del mundo se concentraba en su abrazo. Sentía alrededor la
agradable brisa primaveral, el calor del sol, oía la canción de cuna de las olas, que los
mecían con su sonido. Permanecieron en silencio durante mucho, mucho rato, juntos,
saboreando aquel abrazo, aquella caricia de ternura y amor.
Fue Kendall quien finalmente se apartó para, enjugándose las lágrimas que resbalaban
por sus mejillas, interrogarle.
-¿Dónde has estado? ¿Por qué no me escribiste? Después de la batalla de Wilderness
casi enloquecí...
-Te envié un mensaje -explicó, estudiando sus facciones y acariciando los bucles que
caían sobre su frente-. Pero parece ser que han cortado la mayoría de las líneas del
telégrafo. Por lo que sé, nada ha llegado a su destino.
-¿Qué ocurrió? ¿Dónde has estado?
Se encogió de hombros y la estrechó.
-Me hirieron y me vi cercado por las llamas.
Permanecí allí una eternidad, el tiempo suficiente para caer en un terrible estado febril.
Una mujer me encontró y me llevó a su casa. Más tarde me contó que había estado
mucho tiempo delirando y que después quedé tan débil que sólo mascullaba
incoherencias. Fui incapaz de levantarme hasta el mes de agosto y no pude regresar a
Richmond hasta noviembre. Lo primero que hice rué enviarle un mensaje; Charlie acaba
de decirme que nunca lo recibiste.
Kendall hundió el rostro en la cálida piel de su cuello.
-Ya no importa... Estás aquí. Siempre estuve segura de que vendrías, Brent... -Se
interrumpió al notar su rigidez y se retiró para mirarle a los ojos, temerosa y confusa-.
¿Qué sucede, Brent? ¿Qué...?
-Kendall, seguimos en guerra.
Lo miró con incredulidad y retrocedió, apartándose de sus brazos.
-¡No! -exclamó Kendall-. ¡No permitiré que vuelvas a marcharte! Además, ¿cómo
piensas irte? Charlie se ha llevado el Jenny-Lyn a las Bahamas.
-He venido en el Rebel's Pride -repuso con toda tranquilidad.
Kendall no daba crédito a lo que oía. El barco que ella había hecho suyo, su barco, lo
alejaría de ella.
-¡No! -repitió y de repente echó a correr por la arena, se abalanzó sobre él y comenzó a
propinarle puñetazos en el pecho-. ¡No! ¡La Confederación me ha arrebatado cuanto
poseía! No te marcharás. ¡Tú no! La cogió por los puños y la atrajo hacia sí, sin
conseguir, sin embargo, detener el frenético forcejeo.
-Kendall, he venido para estar con la mujer que amo, ¡no para recibir órdenes de una
arpía histérica!
-¿Por qué? ¡Llevas casi cuatro años dándome órdenes! —vociferó Kendall enloquecida,
sin cejar en la pelea. Aquello era la gota que colmaba el vaso. No soportaría perderlo
otra vez; se rompería en mil pedazos—. No, no, ¡no! -exclamó. Estaba tan encolerizada
que consiguió separarse de él para seguir golpeándole el pecho.
-¡Kendall! ¡Basta ya! -pidió él. Volvió a arremeter contra ella y esta vez, al sujetaría por
las muñecas, le trabó el tobillo entre sus botas hasta hacerla caer sobre la arena. Con
gran agilidad se colocó sobre ella y, gracias a la presión ejercida por sus caderas y a que
inmovilizó su cuerpo tembloroso asiéndola por los brazos, logró dominarla-. Kendall, si
no obedezco las órdenes, seré condenado por deserción. Y si no ganamos la guerra, no
nos quedará nada. Me he enterado de que John Moore sigue con vida. Si los yanquis
vencen, resultará casi imposible encontrar un juez que te conceda el divorcio. Kendall,
escucha, nuestro destino está unido al de la Confederación.
-¡Y qué me importa no obtener el divorcio! -masculló Kendall-. Si mueres, no lo
necesitaré para nada. ¡Brent, por favor! Podríamos marcharnos en el barco, refugiarnos
en Inglaterra o las Bahamas.
-Kendall, ni tú ni yo podemos marcharnos, ¡ya lo sabes!
-¡No sé de qué me hablas! —Las lágrimas asomaban a sus ojos, y para evitar que él las
viera trató de liberarse de su abrazo, apartándolo hacia un lado. Con el movimiento se le
desabrocharon Los dos botones superiores del vestido, que dejaron al descubierto los
dos montículos de marfil que formaban sus senos. Notó cómo el cuerpo de Brent se
tornaba rígido de inmediato y descubrió en su mirada aquella pasión latente que tan bien
conocía. Se había sentido morir de felicidad al verle tan sólo unos momentos antes. Se
habría desnudado despreocupadamente para recibir sus caricias. Jamás había olvidado el
ardor de la pasión que compartían. La mera presencia de aquel hombre parecía despertar
el ansia y el deseo que dormían en su interior. Y era consciente de que, incluso en una
situación como en la que se encontraba, su cuerpo la traicionaría a pesar de su
determinación de imponer su voluntad.
Inspiró profundamente. :
-Brent, no te atreverás...
Se atrevió. Su boca reclamaba los labios femeninos con un hambre voraz, acallando con
maestría cualquier protesta o rechazo. Poseía la fuerza de un temporal capaz de desafiar
cualquier obstáculo. Su lengua bebía el néctar de su boca, invadiéndola, explorándola,
solicitando ansiosamente una respuesta.
Ella mantuvo las distancias hasta que quedó sin respiración y su mente fue barrida
totalmente por la energía de aquella tormenta avasalladora. Su propio deseo era
demasiado intenso- Le devolvió el beso con una pasión casi colérica, desesperada por
saberse incapaz de rechazarlo. Entonces el fuego que la abrasaba brotó para debatirse
primero y fundirse con el de Brent después.
El hombre introdujo la mano por el escote de su vestido hasta colocarla sobre un seno,
abarcándolo en su totalidad como si quisiera acunarlo- La rugosidad de la piel de su
mano le endureció el pezón, excitándola. Comenzó a sentir un ardor que la quemaba en
su interior. Temblaba, estaba enojada, pero no podía evitar reaccionar ante aquellas
caricias. En cuanto la incorporó para, con dedos torpes, trémulos, despojarla de aquel
vestido, iniciador de la situación en que se hallaba, bajó la vista. A continuación,
mientras él le retiraba las bragas, sintió cómo la arena rozaba su espalda desnuda. Brent
tomó aire al verla de aquel modo. El tiempo y la bahía le habían sentado bien. Sus
pechos habían alcanzado de nuevo su plenitud, y sus curvas se mostraban voluptuosas.
Su cintura era una invitación para las enormes manos de un hombre.
Cuando él procedió a desvestirse, Kendall abrió los ojos para observarlo. En cuanto lo
vio desnudo ante ella, volvió a cerrarlos; la cabeza le daba vueltas.
Aparecía terso y espléndidamente musculoso. Era robusto, pero esbelto, y su virilidad se
mostraba tan implacable como sus ojos grises como el acero.
Le amaba, le adoraba, le necesitaba... y le deseaba. Durante los largos meses de espera
había descubierto que, si él llegara a morir, la vida perdería todo su sentido.
-¡No! -exclamó Kendall de repente, poniéndose en pie.
-¡Qué demonios...', -balbuceó él, siguiendo a la joven, que se había echado a correr,
desnuda, en dirección a los arbustos-. ¡Kendall! -llamó enojado, sin poder creerlo.
Ella desapareció entre los matorrales de vides y palmitos. Él no tardó en alcanzarla y,
agarrándola del pelo, la obligó a detenerse. La hizo girar en redondo y la atrajo hacia sí.
-¡Kendall!
Ella comenzó a propinarle patadas, cegada por su amargo delirio. Brent la rodeó con los
brazos para inmovilizarla, y ambos cayeron sobre un montón de hojas. Kendall volvió la
cabeza, negándose a enfrentarse a su mirada.
-No permitiré que te maten. No...
-¡Kendall, no voy a morir!
-No lo hagas. Por favor. ¡Brent, no! He intentado por todos los medios aprender a vivir
sin ti. Y ahora que has regresado pretendes marcharte de nuevo. He vivido a base de
esperanzas, totalmente sola. Oh, Dios, no puedo soportar perderte otra vez, ¡no puedo!
Sus protestas de nada sirvieron. Él le había rodeado el cuello con los brazos y buscaba
sus labios con pasión encendida. Ella hundió los dedos en su cabellera, eludiendo sus
labios para, abrazada a él, besarle los hombros. No; nunca podría aprender a vivir sin él
y, en aquel momento, con el esplendoroso sol sobre ellos y tendidos sobre hojas que
acariciaban sus cuerpos desnudos, le deseaba. Cuando estaba a su lado, lo quería todo
para ella y permanecería unida a él tanto tiempo como le fuera posible.
-Brent.
-Kendall, oh, Dios mío, Kendall. Te amo, te amo. He soñado contigo día y noche, he
vivido con la esperanza de volver a abrazarte, acariciarte... amarte.
Con un ágil y decidido movimiento de rodillas, Brent separó los muslos de Kendall con
la intención de consumar su búsqueda y su ataque. Ella sentía el sol en su interior,
deshaciéndola, elevándola al nivel de un viento de tempestad, a la belleza de la
tormenta, y gritó su deseo. El sonido del nombre de su amante se unió a la amargura de
las lágrimas que ella vertía, y la pareja se sumergió en las olas de estremecedora pasión.
Kendall era consciente de todo cuanto sucedía alrededor; del ambiente primaveral, de la
caricia de las hojas, del calor del sol que los envolvía como si fuera un brillante fuego
dorado. Reconocía el aroma masculino, la maravillosa presión de sus músculos y sus
fuertes muslos, el roce áspero de su barba, su poderosa y segura vitalidad en su interior,
poseyéndola, colmándola, amenazándola con partirla en dos. Entonces sintió cómo
aquella belleza que tenía dentro de sí se encumbraba, alcanzando la cúspide, llenándola
de nuevo de aquel calor líquido y la respuesta de su cuerpo fue el éxtasis.
De pronto el mundo entero dejó de dar vueltas. Kendall recuperó la conciencia del cielo,
la tierra y las hojas que habían hecho las veces de lecho. El, a su lado, le acarició con
ternura la mejilla. Kendall le rechazó. Le había deseado desesperadamente, sí, pero
Volvería a marcharse.
-Abandóname -susurró, ocultando los ojos con el brazo.
-Kendall, por favor, sé sensata.
-¡Estoy siendo sensata! -Se puso en pie, y él se levantó a su vez. En el momento en que
iba a tocarla, ella le retiró la mano-. No pienso correr desnuda por ahí, otra vez.
Recogeré mi ropa, Y seré sensata.
-¡Maldita seas, Kendall! ¡Vete! ¡No me marcharé enseguida! Dispongo de tres días.
-¡Cómo si son cuatro semanas!
-¡Lo mejor que podrías hacer es darte un buen baño y refrescarte las ideas! -vociferó
siguiendo sus pasos-, Y no creas que podrás escapar. ¡Esta noche aclararemos la
situación!
Kendall encontró su ropa y se vistió a toda prisa. Vio los pantalones y la chaqueta grises
y las botas de media caña de color negro- Rabiosa, cogió la chaqueta y la arrojó al mar.
Al devolverla la marea, rompió a llorar. Dio media vuelta para encaminarse hacia los
matorrales, con la intención de evitar el sendero y a Brent.
No regresó directamente a casa de Amy, sino que vagó durante horas. Necesitaba
reflexionar, aunque se sentía completamente incapaz de ello. Y cuando logró hacerlo,
comenzó a maquinar una venganza.
«Debo impedir que se marche.» Continuó deambulando, repitiéndose aquella frase hasta
la saciedad. Sin darse cuenta, se encontró con que se hallaba cerca de la desembocadura
del río. Se sentó en un banco de arena y lodo y contempló el mar con la mirada perdida,
El Rebel's Pride estaba anclado allí, y se preguntó si existiría alguna manera de hundir
el barco. Entornó los ojos sin apartar la mirada de la embarcación y entonces desvió la
vista hacia la bahía situada junio a la desembocadura del río.
El corazón se le aceleró al divisar en el horizonte un barco que viraba a toda velocidad
hacia la orilla. Ondeaba la bandera federal. Se levantó, parpadeando. El barco seguía en
el horizonte. Lo observó boquiabierta y echó a correr,
Llegó a casa de Amy jadeando.
La anciana trabajaba tranquilamente en el jardín. Al advertir que Kendall se acercaba,
levantó la vista.
Sus ojos traslucían alegría.
Kendall, ¿no es maravilloso? ¡Tenías razón respecto a Brent! ¿Dónde está?
Kendall se detuvo en seco.
-¿No está aquí?
-No. Ha ido a buscarte.
-¡Oh, Dios, Amy! ¡Un barco federal navega hacia la bahía!
Amy arrojó al suelo el ramo de flores que sostenía en las manos.
-¡Oh, Señor!. Rápido Kendall. Sube al bote de remos y márchate río arriba, hacia los
pantanos. Escóndete.
-No lo haré hasta que sepa dónde está Brent.
-Brent estará bien, aunque preocupado por ti. No quise contarte antes que Harry se ha
enterado de que tu marido ha regresado a Fort Taylor. Tal vez está buscándote. ¡Tienes
que salir de aquí de inmediato!
Kendall notó que todo le daba vueltas; el día pareció oscurecerse de pronto.
-John...
Amy le dio un empujón.
-¡Márchate, Kendall!
-¡Espera! Tengo que llevarme a Lolly y al bebé. ¡Dios sabe qué podría hacerles por mi
culpa!
-Vete al bote, Kendall. Yo me encargaré de tu hermana y la pequeña. Busca un lugar
donde esconderte, Kendall. Conoces los pantanos. Y no vuelvas hasta que alguno de
nosotros vaya a por ti.
-Pero los yanquis...
-No nos harán ningún daño, querida. No les interesa nada de lo que tenemos- Ve a la
casa, coge algunas provisiones sube cuanto antes al bote. Yo me ocuparé de tu hermana.
Kendall se mordió el labio con tal fuerza que se hizo sangre. No quería marcharse sin
Brent, pero Amy tenía razón. Si él creía que ella estaba a salvo, no arriesgaría su propia
vida. Amy se puso en camino para avisar a Lolly. Kendall entró corriendo en la cabaña
y llenó a toda prisa un recipiente con agua fresca. Con un trapo de la cocina, se preparó
un hatillo en que guardó pan recién cocido, fruta y carne ahumada. No dejó de rezar
para que Brent apareciera. Finalmente comprendió que no podía perder más tiempo.
Se encaminó deprisa hacia el río. Después de dejar el hatillo en el bote de remos, vio
que su hermana se aproximaba entre los árboles. Lolly saltó al interior de la
embarcación, mientras la pequeña Eugenia berreaba debido al mal trato que en aquellos
momentos su madre le dispensaba. La mirada de Lolly se cruzó con la de Kendall, sin
ningún reproche, y la hermana mayor empezó a remar en dirección a los pantanos.
No hablaron hasta que Kendall hubo rodeado el primer meandro del río y descubierto
una estrecha vía abierta en el pantano que las conduciría lejos del Rebel's Príde y el
navío yanqui que se acercaba a toda velocidad.
-Lolly, lo lamento -musitó Kendall-. Creí que aquí estarías más segura. Jamás pensé que
John pudiera venir. Es tan vengativo, Lolly. No tengo ni idea de qué es capaz de hacer.
-Kendall, hiciste lo que consideraste mejor -respondió Lolly tranquila.
Kendall se humedeció los labios y continuó remando con todas sus fuerzas.
-Cerca de aquí hay una colina donde estaremos a salvo. Sólo la conocen los indios.
Lolly sonrió.
-Confío en ti, Kendall.
-¡No confíes tanto en mí! Parece que llevo los desastres conmigo.
Lolly volvió a sonreír.
-He conocido a tu capitán, Kendall. ¡No tiene el aspecto de ser un desastre! Estoy
segura de que acudirá en nuestra ayuda.
Llegaron a la colina al anochecer. Mientras Kendall se esforzaba por construir una
especie de refugio, Lolly batallaba con la pequeña Eugenia, que trataba de comer todas
las hojas que encontraba. Tras una hora de intentos fallidos, Kendall consiguió encender
una pequeña hoguera que las calentaría en la fría noche primaveral.
-Sé que nos arriesgamos a que vean el fuego, Lolly-dijo a su hermana-, pero servirá para
ahuyentar las serpientes y los insectos.
-Estoy casi segura de que preferiría tropezarme con una serpiente de cascabel que con
un yanqui-murmuró Lolly-. De todos modos haz lo que creas conveniente.
El bebé se durmió en brazos de Lolly. Las dos hermanas, en cambio, estaban tan tensas
que les resultó imposible conciliar el sueño. Conversaron durante horas. La situación
parecía haber dado un giro de noventa grados; la fuerte era ahora Lolly. Kendall le abrió
su corazón, admitiendo que la pasión que sentía por Brent vencía a su voluntad, y Lolly
insistió en que cometía un error al enfrentarse a él.
-Es imposible cambiar a un hombre que lucha por sus ideales, Kendall. Tan sólo cabe
rezar para que siga con vida. -De repente, echó a reír-. ¡Parece ser que habéis estado
juntos! ¡Mírate el vestido!
Kendall se sonrojó al percatarse de que le faltaban dos botones.
-Kendall, ¿no te das cuenta? Ha llegado el momento decisivo, el momento en que uno
de los dos se quede contigo. Brent... o John.
Al oír aquellas palabras, Kendall sintió un escalofrío. Miró a su hermana, que en aquel
momento tenía la vista fija en los arbustos. Kendall se volvió para seguir el recorrido de
su mirada. Entonces, aterrorizada, Lolly dijo:
-Un indio nos observa.
-¡Zorro Rojo! -susurró Kendall con alegría.
Corrió hacia él, arrojándose a sus brazos para sentir la seguridad de su poderoso pecho.
-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó con voz ronca el seminola.
-Los... los yanquis han vuelto -dijo, escudriñando su oscura mirada-. Y Brent...
-Lo sé. Ha regresado a bordo del Rebel's Pride.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó Kendall, asombrada.
-Porque anduvo buscándome esta tarde. En este momento debe de estar en la
desembocadura del río.
-¿Solo? -inquirió Kendall, horrorizada. Acabaría por caer en una trampa-. ¡Oh, Dios
mío! ¡Tengo que encontrarle!
-Quédate aquí, Kendall -ordenó Zorro Rojo con determinación-. Yo me ocuparé de
Brent. -Levantó la vista para posarla en Lolly, que lo contemplaba embobada-, ¿Quién
es?
-Mi hermana.
Zorro Rojo asintió con la cabeza de forma imperiosa.
-Se quedará contigo. Ten mi cuchillo. Sabes cómo utilizarlo.
-Sí -contestó Kendall, y antes de que el eco de su voz se hubiera desvanecido, el Jefe
indio ya había desaparecido.
-¡Un indio! -exclamó Lolly, temblando-, Oh, Kendall, ¿cómo puedes confiar en un
salvaje?
-No es un salvaje, Lolly. Se trata de una larga historia.
Lolly se estremeció.
-Cuéntamela, Kendall. Háblame. Algo debemos hacer para soportar esta larga espera.
Estuvieron hablando toda la noche y, cuando la pequeña se despertó llorando,
hambrienta, aún continuaban conversando. No habían dormido nada, y ya estaba
amaneciendo.
Por la tarde, Kendall se dedicó a entretener a la pequeña Eugenia enseñándola a jugar
con un montoncito de piedras que metía y sacaba de un recipiente vacío. Le asombraba
la belleza de la chiquilla. Tenía los ojos tan azules como un claro cielo de primavera y el
cabello, que había heredado de su madre, dorado como el sol.
Lolly, que se hallaba tendida en el suelo, medio adormilada, con la mirada perdida, dijo
sonriendo:
-Serás una madre maravillosa.
Kendall se encogió de hombros.
-Yo... no creo que pueda tener hijos, Lolly.
Su hermana echó a reír, lo que sorprendió a Kendall.
-¿Lo dices porque has estado con tu capitán un montón de veces en los últimos años y
no ha pasado nada? No seas tonta, Kendall. Cuando viváis juntos, serás madre.
-Si vuelvo a verlo alguna vez -susurró Kendall.
Lolly no respondió.
Al caer la noche Kendall decidió encender otra hoguera. Lolly y la niña se durmieron
enseguida, abrazadas. A ella en cambio le resultaba imposible descansar. Se dedicó a
buscar ramitas secas para frotarlas unas contra otras. Tan concentrada estaba en su tarea
que ni siquiera oyó el crujido de una rama y tardó en darse cuenta de que había alguien
de pie junto a ella.
Alzó la vista lentamente; tenía una terrible corazonada. El horror se adueñó de ella. Allí
estaba John Moore.
La guerra no le había cambiado en absoluto. Seguía igual que la última vez que lo vio
en los pantanos. Era el mismo hombre que en su día, y muy a su pesar, llegó a conocer
perfectamente.
Se incorporó con cautela, sin apartar la vista de él y sin pronunciar palabra. El temor se
había apoderado de ella junto con mil sentimientos más, principalmente la ira y el odio.
Era como si el tiempo se hubiera detenido. Recordaba el día de la masacre de inocentes
allí mismo, en los pantanos. Las imágenes de aquella tragedia seguían acosándola, a
pesar del tiempo transcurrido. Tampoco había olvidado aquella noche, cuando se vengó
de ella de un modo tan perverso...
-¡Kendall! -Pronunció su nombre con la misma calma y amabilidad con que lo habría
hecho para invitarla a tomar el té. Sonrió, tranquilo-. Sabía que te localizaría si
continuaba buscándote.
Ella parecía haber enmudecido. A medida que él se aproximaba, Kendall retrocedía,
mirándolo fijamente; tenía miedo hasta de pestañear.
-¡Todo tiene su fin! —afirmó el yanqui con un tono cálido y agradable-. ¿ Creías que
me olvidaría de ti? De ser así, habrías demostrado que no me conoces muy bien.
¡Suponía que sabías de mí cuanto debe saberse! Al fin y al cabo, eres mi esposa. ¡Y
ahora volvemos a estar juntos! Éste es un día glorioso. Vuelves a ser mía, Kendall,
vendrás conmigo. ¡Tenemos que recuperar el tiempo perdido!
El rechazo y el horror hicieron que el corazón de la joven se acelerara. Jamás. Jamás,
después de cuanto había sufrido y llegado a soportar.
-¿Por que? -preguntó Kendall con voz seca, ladeando ligeramente la cabeza. Le costaba
creer que la hubiera hallado, que estuviera allí frente a ella.
Debía admitir que se trataba de un hombre muy atractivo. La chaqueta azul de marinero
resaltaba aún más su elegante figura. La forma de su bigote era arrogante, el profundo
color azul de sus ojos contrastaba maravillosamente con su oscuro cabello ondulado.
Hubiera podido encontrar a una mujer que lo amara, quizá podría haber sido feliz y...
normal. Tal vez...
Hubo una época en que Travis creyó que todo aquello era posible. Incluso Travis, que
conocía a John de toda la vida, le había dado la espalda en los últimos años, horrorizado
por el cambio que John había experimentado. Kendall hubiera deseado compadecerse de
él, un hombre echado a perder por culpa de su orgullo herido. Sin embargo había
cometido actos imperdonables contra ella, y lo único que le inspiraba era miedo y
repugnancia.
-¿Por qué? -Él repitió la pregunta y sonrió-. No lo sé, Kendall. Supe que te amaba desde
el primer instante en que te vi. Recé para que consiguieras curarme. Jamás había
conocido una mujer tan bella- Se encogió de hombros-. Habría pagado cualquier precio,
¡de hecho pagué por ti una cantidad enorme! Pero demostraste el odio que sentías hacia
mí desde el primer momento; te sentías superior, igual que ese hatajo de fanfarrones a
quienes hemos infligido una sangrienta derrota. ¡Los grandes soldados del Sur! No me
curaste, Kendall, sino que me clavaste un puñal por segunda vez. La situación ha
cambiado desde la última vez que nos vimos. He descubierto que lo que me provocó
aquella fiebre no fue más que un problema nervioso. Y como cualquier otra herida, el
tiempo se ha encargado de cicatrizarla. -Se interrumpió y se inclinó para observar a
Lolly y la niña, que continuaban durmiendo-. ¿Es tuya esta mocosa, o es de ella?
-¡No! -exclamó Kendall, sacudiendo la cabeza con vehemencia, temerosa de que tomara
represalias contra los demás para vengarse de ella- El bebé es de mi hermana. Podrías
adivinarlo sólo con mirarla. Tiene el cabello dorado, como Lolly.
-Tanto tú como tu hermana sois rubias -le recordó-, y también lo es tu rebelde. ¿O quizá
debería decir que tu rebelde era rubio?
-¿De qué estas hablando? -inquirió Kendall, tensa, aterrorizada ante la posible respuesta.
La joven miró discretamente por encima del hombro del yanqui para averiguar cómo
había llegado hasta allí y si lo había hecho solo. Cuando él lo advirtió, sonrió de un
modo aún más irónico.
-¡Ah, un destello de temor ilumina tus maravillosos ojos azules! -dijo con tono burlón-.
Me gusta verte asustada, Kendall. No; no me he topado con el famoso capitán McCain,
todavía no. Por cierto, Kendall, ¿sabes que la guerra ha terminado? Hace dos días
vuestro general Roben E. Lee ofreció su rendición a Grant. Jeff Davis ha desaparecido
de Richmond y Milton, el gobernador de Florida, un rebelde convencido, se ha
suicidado. -John la miraba de hito en hito, impasible, dejando que asimilara poco a poco
la información. Para él resultaba un placer relatarle una tragedia como aquélla-. Se ha
acabado, Kendall. Tu magnífico Sur, tu paraíso, no es más que un montón de polvo y
cenizas. Y si mis hombres no logran encontrar al capitán McCain para matarlo, seré yo
quien lo haga. Con el tiempo haré que te olvides de él. Cuando me enviaron al
Mississipi y estuve en Nueva Orleans, tuve la oportunidad de conocer muchas atractivas
señoritas sureñas- Me asombró que se mostraran tan deseosas de distraer a los soldados
de la Unión... Supongo que sabían perfectamente que éramos los únicos con dinero
suficiente para comprar medias de seda. Sin embargo ¿sabes, Kendall? Aunque sabía
que estaba completamente curado, que era un hombre de verdad, sólo te deseaba a ti. A
ti, con tus aires de superioridad, tu pasión, tu furia e incluso tu aborrecimiento. Nunca
has querido tener nada que ver conmigo, pero eso cambiará, Kendall. Estás en deuda
conmigo, mi amor, esposa mía. Ahora todo está en el lugar que le corresponde. A todos
nos llega el momento de saldar nuestras deudas. Todo cambiará a partir de ahora.
Conseguiré que olvides todo.
-¡Las cosas no cambiarán nunca! -musitó débilmente-. Y jamás olvidaré. ¡Por Dios,
John! Yo no deseaba casarme contigo, pero no te odié hasta que descubrí lo cruel que
podías ser. Tal vez hayas cambiado, pero nunca podré olvidar el pasado. Y no me
refiero a lo que me hiciste... sino a lo que hiciste a los demás. No muy lejos de aquí,
John, masacraste a gente que yo amaba- Mujeres, niños, ¡bebés! Mis sentimientos no
cambiarán jamás, John. Tanto si hemos perdido la guerra como si no, amo a Brent
McCain.
-Kendall, eso carece de importancia. Te he encontrado y vendrás conmigo.
-¡No! —masculló colérica.
-Kendall, hay una veintena de hombres armados hasta los dientes a bordo de mi barco.
Se presentarían aquí en un minuto- No puedes luchar contra mí, Kendall. Eres mi
esposa... una confederada derrotada, y una espía rebelde que escapó de la cárcel. Tengo
la ley de mi lado.
La Ley... Jamás.
Zorro Rojo le había entregado su cuchillo y tiempo atrás le había enseñado a utilizarlo.
Si lograra alcanzar la cinta que llevaba atada a la pantorrilla... Sonriendo, se acuclilló,
dando a entender así que se negaba a moverse de aquel lugar.
-John -dijo con calma-, llevo casi cuatro años luchando. No hay ni una maldita
diferencia...
Kendall se introdujo la mano por debajo de la falda y sacó el cuchillo con un rápido
movimiento. Quizá él intuyó su acción; tal vez sabría cuan desesperada estaba. El caso
fue que antes de que ella se abalanzara sobre él, John se arrodilló junto a su hermana,
amenazando con su propio cuchillo el cuello de Lolly, que continuaba durmiendo,
ajena, vulnerable, como un ángel.
-Arroja el cuchillo a mis pies; ahora-ordenó John.
Kendall tragó saliva.
-No irás a asesinarla, John. Maldito seas, no...
-Tira el cuchillo. ¡Ahora mismo!
No tenía muy claro hasta dónde se atrevería a llegar y tampoco quería arriesgarse a
ponerlo a prueba en aquel momento. Derrotada, lanzó el cuchillo al suelo, bajó los
hombros y empezó a llorar. ¡Había llevado las cosas demasiado lejos! Pensó en Brent y
recordó cómo la había abrazado después de una espera tan larga, llena de soledad,
plegarias e incertidumbre, la guerra los había mantenido separados, pero jamás había
logrado apagar el amor que se profesaban. Y cuando, después de tanto tiempo, pudo por
fin acariciarle, ella huyó corriendo, enfadada.
En aquellos momentos no se le hubiera ocurrido pensar que no volvería a verlo, que
todo terminaría, después de tanta espera, tanta lucha, tanta esperanza y tantas oraciones,
de aquella manera.
John sonrió y se guardó el cuchillo. Se puso en pie y tras recoger el cuchillo que
Kendall había empuñado, avanzó hacia ella, blandiéndolo.
-Quizá conseguiría hacer desaparecer tu arrogancia si te marcara una «A» de adúltera en
la frente. O tal vez seria mejor en la mejilla.
La obligó a levantarse y le rozó la mejilla izquierda con el filo del cuchillo. Ella lo miró
fijamente, sin acobardarse. John deslizó el gélido acero por su garganta de forma
amenazadora, rozándole la piel apenas, y lo hizo descender hasta alcanzar el profundo
valle formado entre sus pechos.
-¡Creo que hay otros lugares en que podría marcar esa letra como señal de advertencia!
Quizá el pecho sería el lugar adecuado. No nos gusta ser la comidilla de tos vecinos, y
de ese modo te lo pensarías dos veces antes de desnudarte ante otro hombre...
Al notar que la presión del cuchillo se incrementaba, Kendall apretó los dientes,
estremecida. Moore le clavó la punta, haciendo brotar un fino hilillo de sangre. Ella no
se atrevió ni a emitir un ahogado grito de dolor. Al comprender que John no bromeaba,
que estaba indefensa ante él, e! pánico se apoderó de ella.
Se hallaba sola, sin más compañía que la de una mujer dormida y agotada y una
pequeña.
-John, no...
-Tienes que pagar, Kendall. Lo sabes muy bien. Arrodíllate, como ha hecho tu preciosa
y moribunda tierra. Vamos, Kendall- Suplícame que te perdone. Su mirada, dura y fría
como el hielo, daba a entender cuan poco le importaba que ella le rogara compasión. Le
había puesto dos veces en ridículo; una, por otro hombre, otra, en una cárcel yanqui.
Pretendía hacerle pagar por ello.
Kendall empezó a forcejear valientemente para liberarse de él. Las lágrimas le
empañaban los ojos. Vio de soslayo que se acercaba otro hombre procedente del
pequeño bote que supuestamente había utilizado John. También vestía de azul, y por
tanto no cabía esperar ayuda alguna por su parte. Sus hombres se habían convertido en
seres tan crueles como él. Sin duda considerarían también que ella debía pagar por sus
actos.
De pronto, la ira de John estalló en un potente arranque de furia.
-¡Kendall, que Dios me ayude, te mataré, puta!
Presionó aún con más fuerza la punta del cuchillo sobre su pecho. Ella se disponía a
suplicarle, cuando de pronto sus miradas se cruzaron. La de él, en lugar de ofrecer un
brillo de triunfo y deleite como ella esperaba, era extraña y distante.
El cuchillo cayó de su mano y John Moore se desplomó, y a punto estuvo de arrastrar a
su esposa en la caída. Asombrada, Kendall observó el cuerpo con los ojos desorbitados
y vio que tenía un cuchillo clavado en la espalda. Alzó la vista.
El hombre de uniforme azul se acercaba a ella. Su rostro mostraba tortura, pesar y
preocupación. Travis Deland se detuvo un momento ante Kendall para asegurarse de
que su herida no revestía gravedad. Después se arrodilló junto a John y observó cómo se
convulsionaba y apretaba los puños hasta que los nudillos se quedaron blancos. De
repente, resonó un grito estremecedor.
-¡Maldito yanqui! ¡Has dejado sola a mi hermana! ¡Te mataré, te partiré en dos con mis
propias manos!
-¡Lolly! -exclamó Kendall-. ¡Espera!
Demasiado tarde. Lolly y Travis rodaban ya por el suelo. Su rubia y delicada hermanita
estaba envuelta en una lucha titánica, como si con su ataque a Travis pretendiera
exorcizar el dolor, el odio y la cólera que la guerra le había causado.
Travis se defendía procurando no hacerle daño, lo que no resultaba fácil.
-¡Detente, fierecilla! -vociferó, cogiéndola por los hombros y zarandeándola
vigorosamente con la intención de calmarla.
-¡Parad los dos! -ordenó Kendall, interviniendo en la pelea-. ¡Travis! ¡Lolly!
Instantes después de unirse a la lucha, notó que tiraban de ella con violencia para
alejarla de allí.
Conocía muy bien aquella forma de tocarla. Fuera ruda o amable, siempre la
distinguiría. Brent. Brent, que al suponer que era Travis quien las atacaba, golpeaba a
éste con el fin de separarle de Lolly. Ambos hombres terminaron revolcándose en el
fango, enzarzados en una lucha a muerte.
-¡Gracias a Dios! -exclamó Lolly-. ¡Mátele, capitán McCain, acabe con el yanqui!
-¡No! -exclamó Kendall. Miró alrededor y vio a Zorro Rojo, quien observaba la pelea a
cierta distancia-. ¡Zorro Rojo! ¡Detén a Brent! ¡Detente! ¡Travis me ha salvado!
El indio se encogió de hombros-
-No se matarán...
-¡Travis me ha salvado la vida y es mi amigo! -declaró con firmeza al tiempo que se
acercaba a los dos hombres-. ¡Basta! ¡Malditos seáis los dos! ¡Basta!
Los puños volaban y, por los dolorosos golpes que se oían, con toda seguridad atinaban
en el blanco.
Kendall, desesperada, encontró un cubo en uno de los botes de remos. Lo llenó con el
agua gélida del pantano y regresó al escenario de la pelea para derramar el contenido del
cubo sobre las cabezas de los contendientes.
Ante aquella sorpresa, farfullaron una ristra de palabras ininteligibles y quedaron
tendidos en el suelo, contemplándola con cólera e incredulidad.
-¡Mantente al margen, Kendall! -masculló Brent-. Jesús, este hombre os ha atacado a ti
y tu hermana...
-¡Y un cuerno! -protestó Travis.
-¡No nos atacó! -insistió Kendall-. Y no puedo mantenerme al margen. ¡Travis me ha
salvado la vida, y tú te dedicas a darle una tremenda paliza!
-Perdona, Kendall -exclamó Travis indignado—, pero yo me ocupo de mis propias
batallas. ¡Y también él estaba haciéndolo condenadamente bien!
-¡Tienes razón! ¡Estáis haciéndolo muy bien!-Una voz fría interrumpió el diálogo. Al
intentar, volverse para averiguar quién había hablado, Kendall descubrió que no podía
moverse. Una mano ensangrentada le ceñía la cintura con fuerza, y la hoja de un
cuchillo, afilado como una navaja de afeitar, temblaba contra su garganta. Apenas si
podía tragar saliva. ¡John! Con la refriega todos se habían olvidado de él. Le habían
dado por muerto. «¡Ojalá hubiera muerto! -pensó Kendall-. Oh, Dios, ¿es que no morirá
nunca este hombre?"
La pelea entre Travis y Brent había concluido. Ambos se incorporaron en silencio.
Lolly, blanca como el papel, permanecía inmóvil detrás de ellos. Zorro Rojo se hallaba
a su lado, tan paralizado como los demás. Todos creían que John había fallecido, pero
estaba allí, de pie, quizá medio muerto, pero con la vitalidad suficiente para amenazar la
vida de Kendall.
-¡Bastardos condenados! -masculló John, recorriendo con la vista a los presentes. Sus
ojos se iluminaron, furiosos, al ver a Travis-. Todos vosotros sois unos condenados
bastardos!
Brent avanzó un paso, con mirada nebulosa y la tensión reflejada en su rostro.
-¡Suéltala ahora mismo!
-Ah, aquí lo tenemos por fin, ¡el valiente, el temerario, el osado, el magnífico capitán
McCain! -exclamó John con tono burlón-, ¡El seductor de las esposas ajenas! Bien,
caballero, poco valdrá la mía en cuanto acabe con ella, ¡se lo aseguro! ¡Mía, maldito
rebelde! Y ahora ella vendrá conmigo.
El cuchillo temblaba en sus manos. Kendall no se atrevía ni a respirar.
-¡John -intervino Travis-, Por el amor de Dios, suéltala! Soy yo...
-¡Ah, sí! ¡Aquí está él, mi amigo de toda la vida! ¡El que me ha dado la puñalada por la
espalda! Ya llegará también el momento de ajustar cuentas contigo, Travis. Por el
momento, dedicaré toda mi atención a Kendall. No pienso matarla, a menos que me
forcéis a hacerlo. Así pues, mantened las distancias. Mi esposa regresa a casa. |A mis
brazos tiernos y amorosos! Jamás volverá a ser la misma, rebelde, te lo prometo. Te
gusta su cara, ¿verdad? ¡Mírala bien ahora! Sus pechos son bellísimos, yo también lo
sé... pero tampoco volverán a ser los mismos. Quizá te permita que la veas algún día,
rebelde. Quizá os encontréis de nuevo... ¡en el infierno!
Giró en redondo con la intención de regresar a los botes, arrastrando con él a Kendall,
que no opuso resistencia. Cuando John comenzó a avanzar, se oyó un sonido muy
semejante a un gruñido profundo que retumbó como un trueno en toda la colina.
Brent echó a correr hacia ellos como un rayo. Se precipitaba hacía ellos, acortando la
distancia que los separaba, con la fuerza y el ímpetu de un tigre.
Acometió con precisión su ataque, temerario y desesperado, abalanzándose sobre John y
arrojándolo al suelo, obligándolo a soltar a Kendall. John Moore rugió como una fiera,
tratando por todos los medios de clavar el cuchillo en el pecho de Brent. Kendall, al
verlo, gritó. Brent sujetó a su adversario por la muñeca y se la aplastó contra el suelo. El
cuchillo salió disparado y cayó en el fango. Brent levantó el brazo y le asestó un
puñetazo en la cara. Tras observar a John Moore con una mirada gris y vidriosa, con las
facciones tensas y duras como una piedra, le golpeó de nuevo.
Kendall volvió a chillar horrorizada. Corrió hacia él y se arrodilló en el fango.
-¡Brent, Brent!
Deseaba que John Moore falleciera. Ella misma había querido acabar con él en
numerosas ocasiones.
Sin embargo no soportaba ver a Brent golpearle hasta darle muerte. Si lo hacía, algo
moriría también entre ellos dos.
-Brent, basta, ya no representa ningún peligro, Brent...
No podía ni expresar lo que quería decir. Era la misma sensación que experimentó el día
que vio a Brent y los demás persiguiendo a la mujer que les ofreció aquel pastel
envenenado. Era muy posible que John mereciera la muerte por el mal que había
causado, como probablemente también la merecería la anciana. Pero no deseaba que
Brent tuviera que ser juzgado y condenado.
Brent la miró fijamente. Pareció pasar una eternidad. Era como si todos los demás
hubieran muerto, incluso como si la brisa hubiera dejado de soplar.
Entonces supo que él comprendía lo que ella era incapaz de expresar. Brent suspiró.
-Dios mío, cuánto te quiero —murmuró. Se puso en pie, dio la mano a Kendall y la
atrajo hacia sí. Y juntos se alejaron del hombre que tanto dolor les había provocado. De
pronto se detuvieron en seco, paralizados al ver un repentino y violento brillo plateado
pasar junto a ellos a roda velocidad, rozándoles.
Oyeron un grito sofocado y se giraron.
John se había incorporado... y recogido el cuchillo del suelo. Tenía los ojos y la boca
ensangrentados e hinchados. No le importaba; se había propuesto matar a alguno de los
dos... a Kendall o Brent. Nunca consiguió lanzar el cuchillo. Tenía la empuñadura de
otro incrustada en el centro del pecho. Una mancha de color púrpura había aparecido en
su uniforme.
Zorro Rojo pasó ante Lolly, Travis, Brent y Kendall y se detuvo ante el cadáver. John
había muerto por fin. Zorro Rojo se arrodilló y retiró el cuchillo de su corazón para
hundirlo de nuevo en el cadáver.
-La primera ha sido por Apolka, mi esposa, mi vida. La segunda, por mi hijo, mi sangre.
Entonces se incorporó.
Brent se acercó a Travis.
-Deland -dijo con voz ronca-, le pido perdón. Ahora, caballero, salga de una vez de
nuestros territorios antes...
-¡Brent! -exclamó enseguida Kendall-. Ya no son nuestros territorios, Brent. La guerra
ha terminado.
La miró, incrédulo, y parpadeó. Luego fijó la vista en Travis, sacudiendo la cabeza.
-Kendall...
-¡El general Lee se ha rendido! —insistió ella-. Travis, díselo, ¡convéncele!
El yanqui asintió solemnemente.
-Se lo juro, McCain -dijo Travis—. Lee se rindió ante el palacio de justicia de
Appomattox el pasado día 10.
Brent respiró hondo, expulsó el aire y soltó la mano de Kendall. Clavaba los dedos en
las palmas de sus propias manos; tenía los nudillos blancos.
-Lee no es el único general. Estoy seguro de que Kirby-Smith continúa luchando en el
flanco occidental. No ha terminado, no puede haber terminado. ¡Maldita sea, no puede
haber acabado! ¡Han sido demasiados años, demasiadas vidas, demasiada sangre!
-¡Demasiada sangre, demasiadas vidas! –repitió Kendall y, con voz suplicante, añadió-;
Brent, por favor ¡ha terminado!
La colina quedó en silencio. Y entonces el bebé de Lolly se echó a llorar.
Brent permaneció inmóvil unos segundos y se dirigió hacia los botes, caminando como
si estuviera ciego.
-¡McCain! -exclamó Travis-. ¡Tengo la potestad de perdonar a cualquier rebelde que me
ofrezca su rendición!
Kendall hizo el ademán de echar a correr tras él, pero Zorro ROJO la detuvo agarrándola
por el brazo.
-Déjale -dijo con voz serena-. Te ama. Habría muerto por ti. Y, con el tiempo, vivirá por
ti. Sólo cuando haya aceptado que la batalla ha concluido, te escuchará.
Kendall contempló con el corazón destrozado cómo Brent se alejaba remando. Apenas
prestó atención a Lolly, que tras consolar a la pequeña, increpó a Travis con franca
hostilidad.
-Y bien, yanqui, ¿qué han hecho sus amigos con la gente de la bahía?
-¡Nada! -respondió bruscamente-. Ya he explicado que la guerra ha terminado. Ordené a
mis hombres que se replegaran.
Lolly se encaminó hacia el bote de remos que les había llevado hasta allí.
-Un indio y un yanqui -murmuró-. Kendall, deberíamos regresar a casa... sí realmente
ese yanqui dice la verdad y todavía tenemos una casa,
-No miento -insistió Travis, quien, bastante irritado, había abandonado su habitual
galantería.
-¿Kendall? -dijo Lolly.
-Todavía no -musitó su hermana-. La muerte de John no le causaba ningún dolor, pero
ella y Travis tenían que enterrarle.
-Bien -murmuró Lolly-. Parece que no podré quitarme al indio de encima.
Zorro Rojo soltó una carcajada.
-Debería tener más respeto por los salvajes. Mujer de Oro -replicó con toda
tranquilidad-. De todas formas la acompañaré en atención a su hermana.
Kendall observó cómo los dos subían al bote, junto con la pequeña Eugenia. Luego se
dirigió a Travis.
-Has venido para salvarme la vida, y soy consciente de lo que te ha costado.
Travis se encogió de hombros y bajó la vista.
-John debería haber muerto hace ya mucho tiempo. De hecho, era un cadáver durante
los últimos años. Pero fue mi amigo. Ruego a Dios que, por fin, descanse en paz.
-Sí -musitó Kendall.
Se pusieron manos a la obra, cavando con la ayuda de un remo y un cubo. Enterraron a
John y con él todo el pasado.
Subieron al único bote que allí quedaba después de haber hecho una cruz de madera y
ponerla sobre la tumba. De regreso a la había, hablaron del futuro.

Tal y como esperaba, Kendall encontró a Brent en la cala. Estaba contemplando el mar.
A pesar de que no se inmutó, ella sabía que la había oído llegar.
La mujer se sentó a su lado. No la miró ni le habló. Al cabo de un rato, ella recostó la
cabeza sobre su hombro para contemplar el mar y la noche junto a él.
-Te amo -susurró ella.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Brent, que finalmente la abrazó.
-El sur está perdido, Kendall. La guerra ha sido inútil. No nos queda nada.
Al percibir la desesperación en su voz, Kendall se echó a temblar. Poniéndole las manos
en los hombros, se arrodilló en la arena frente a él obligándole a mirarla con sus ojos
duros como el acero.
-Brent, lo tenemos todo.
-¡Todo! -exclamó-, Kendall, ¡yo no tengo nada! South Seas ha sido destruido y no tengo
un dólar. No nos queda más que un montón de papel moneda de la Confederación que
no sirve más que para encender fuego. La antigua forma de vida ha desaparecido
también. El Sur ya no existe.
-¡Sí existe! -protestó Kendall-. La tierra sigue en su lugar, Brent. Sí, debemos
reconstruir lo destrozado. Y nosotros estamos aquí, Brent. Oh, Brent, hemos perdido,
pero también hemos ganado. Estamos aquí, juntos. Y te amo, Brent. ¡Acaríciame,
Brent! Estoy viva y te necesito. Y tenemos algo por fin, algo de verdad, algo para
siempre. -Le estrechó la mano y la llevó al nido formado por sus pechos, allí donde su
corazón latía henchido de vida-. Por Dios, Brent, se ha terminado, ¡pero nosotros
podemos empezar! Por favor, por favor...
Se echó sobre él llorando. Lo había perdido con la guerra. Brent era incapaz de aceptar
la derrota. Volvería a abandonarla, partiría hacia el oeste en pos de los rebeldes que
continuaban luchando.
Al cabo de un buen rato notó que Brent le acariciaba el cabello suavemente.
-Kendall, en estos momentos no tengo nada que ofrecerte, ni tan siquiera un hogar. E
ignoro dónde se encuentra el Jenny-Lyn.
-Yo nunca tuve nada hasta que te tuve a ti -susurró Kendall-. Podemos construir un
hogar aquí mismo. Travis ha dicho que pocas cosas podrían suceder en este rincón de
mundo. A nadie le importa lo que acontezca en un pequeño poblado situado en la parte
más retirada de los pantanos. -Vaciló un instante y, al percatarse de que él la acariciaba
de un modo posesivo, prosiguió con mayor entusiasmo-: Travis está interesado en
construir un puerto aquí y dedicarse a negocios navales.
-¿Estás pidiéndome que trabaje con un yanqui? -preguntó Brent hecho una fiera.
Tras titubear, Kendall replicó:
-No, te pido que consideres la propuesta de alguien que, salvando todos los obstáculos,
ha demostrado ser nuestro amigo.
Ella percibió la rigidez del cuerpo de Brent, que enseguida se relajó ligeramente.
Mirándolo a los ojos, se enjugó con la mano las lágrimas que resbalaban por sus
mejillas. Él frunció el entrecejo, con los ojos grises como el acero, y se incorporó para
alzarle la barbilla.
-Está bien, lo pensaré.
-!0h, Brent! -suspiró Kendall, feliz, abalanzándose sobre él de modo que ambos cayeron
sobre la arena. Le besó antes de que pudiera esgrimir alguna protesta o rechazarla. En
un primer momento, los labios de él permanecieron fríos y rígidos, pero, en cuanto la
abrazó, sus bocas se amoldaron a la perfección. La vida, el calor y el deseo tomaron
forma en Brent, que acarició sus labios, saboreándolos con delicadeza. Cuando ella se
retiró, en el rostro, antes ceñudo, se había dibujado una mueca burlona.
-Te amo, pequeña rebelde -murmuró con voz ronca, estrechándola-. Quizá sí lo
tengamos todo. Mientras te tenga a ti, poseeré siempre el coraje y la belleza del Sur.
-Oh, Brent -susurró Kendall, apoyando la mejilla contra su pecho, sintiendo su calor y
vigor bajo las puntas de los dedos.
Permanecieron tendidos bajo los viñedos y las palmeras, disfrutando de la paz y la
belleza de la noche.
-Brent, Travis me ha hecho otra oferta.
-¿Sí?
Notó que los músculos del hombre se tensaban y se vio incapaz de reprimir tanto una
risita de complicidad como la necesidad de prolongar la situación.
-Sí...
-¡Kendall! -La abrazó con más fuerza aún, apremiándola.
-Se ha ofrecido a casarnos en su barco. Tiene potestad legal para hacerlo.
Brent se echó a reír, y Kendall tuvo la certeza de que todas sus batallas habían
concluido. Tardarían algún tiempo en reconstruir su tierra y sus almas, pero había
llegado la hora de su verdadera paz.
-La propuesta parece interesante -murmuró, atrayéndola hacia sí. Ella le permitió un
único beso más antes de intentar escabullirse.
-Brent, nos casará esta noche si así lo deseas.
-Sí, lo deseo.
-¿Y bien? -preguntó ella.
La estrechó, penetrándola con su poderosa y sensual mirada gris.
-Pronto -murmuró-. Pero antes de convertirme en un hombre casado me gustaría pasar
una última hora a la luz de la luna con este marimacho que no ha dejado de crearme
dificultades en los últimos años.
Kendall apretó los labios, pero sonrió enseguida, sucumbiendo bajo la presión de sus
brazos. La luna estaba bellísima, y necesitaban estar juntos, gozar de un rato agradable.
Un rato para empezar a cicatrizar las heridas...

Dos horas más tarde Brent se había convertido en un hombre casado. Tanto rebeldes
como yanquis asistieron a la ceremonia; sus respectivos comandantes les habían
ordenado que se comportaran de forma civilizada. ASI pues, se mezclaron chaquetas
azules y harapos grises.
La tensión que reinó en aquel primer encuentro tras la declaración de paz fue enorme.
Los yanquis maldecían a los rebeldes por todos aquellos años de privaciones. Los
rebeldes, por su parte, se mostraban renuentes a aceptar el hecho de que todo había
concluido, de que la muerte, el derramamiento de sangre y la destrucción no habían
servido para nada...
Sin embargo, en el momento en que se proclamó el nombre de Dios para bendecir el
matrimonio, surgió algo intangible que transformó el ambiente y que, sin llegar a unir a
los azules y los grises, provocó que todos fueran plenamente conscientes de que la
guerra había terminado de verdad. Incluso la misma tierra comenzaba a renovarse; era
primavera. Ya no tenían necesidad alguna de seguir matando extraños. Podían regresar a
sus hogares.
Y, en cuanto la ceremonia concluyó, los hombres empezaron a mezclarse entre sí. La
hostilidad era aún latente, pero conversaban sobre cómo serían sus vidas sin la guerra. Y
cuanto más hablaban, más ansiosos se mostraban por que se iniciara el tiempo de paz.
Brent y Kendall salieron a la cubierta del barco de Travis. La brisa primaveral les
refrescaba, el aroma fresco y fuerte de la mar los envolvía. Satisfecha, recostándose
contra él, Kendall señaló hacia la desembocadura del río.
-Mira, Brent.
El Rebel's Pride acababa de levar anclas y se escoraba grácilmente siguiendo la
corriente. Por la estela que dejaba a su paso, daba la sensación de que el navío era una
orgullosa dama, una bella silueta que se recortaba contra el cielo de la noche, con sus
mástiles apuntados hacia la luna. Kendall pensó, sosegada que la estampa del barco
intentaba recordarle que no todo estaba perdido. El orgullo, el honor y el coraje eran
virtudes de hombres y mujeres, no de una nación en lucha. El orgullo, el honor y el
coraje eran atributos intangibles que ella y Brent podían conservar, igual que
mantendrían su amor.
El descansó la barbilla sobre su cabeza, y Kendall se percató de que estaba sonriendo.
¿Irían sus pensamientos por los mismos derroteros? Estaba segura de que sí.
-Conservaré ese barco como sea -dijo a Kendall.
Ella estaba convencida de que, de un modo u otro, lo haría.

EPILOGO

Diciembre de 1865
La noche era oscura, el ambiente frío y húmedo. El espíritu festivo que reinaba en
Charleston era realmente mínimo. Las leyes de reconstrucción azotaban la ciudad con
dureza. Fue aquél el lugar donde el primer estado declaró su independencia y donde
estallaron los primeros disparos de la guerra.
Hombres y mujeres pesarosos empezaban a dejar la guerra atrás. Desafiaban
abiertamente las repercusiones que pudieran emprenderse contra el Sur y que, además,
se habían incrementado en gran medida desde el asesinato de Abraham Lincoln.
Muchos de los incondicionales que formaron parte de las fuerzas más tenaces y
luchadoras se dedicaban a buscar nuevas formas de encauzar sus vidas.
Uno de ellos se encontraba allí, apoyado contra la pared de la Batería. Se trataba de un
hombre de duras facciones que contemplaba el mar con las manos, fuertes, endurecidas
por el trabajo, metidas en los bolsillos de su chaqueta. Era un sudista; siempre lo sería.
Sin embargo había superado la derrota; estaba seguro de que el Sur se levantaría sobre
sus cenizas. Sería distinto. La nostalgia solía apoderarse de él. Pero trabajaría por el
futuro y le daría forma con sus propias manos. Reflexionaba sobre los años
transcurridos con la mirada, gris como el acero, perdida en la inmensidad del mar. La
guerra se había iniciado en aquel lugar.
También la derrota... y lo más hermoso que le había sucedido en la vida; lo mejor. Su
futuro. Sonrió, preguntándose si ella llegaría algún día a comprender que para él
representaba toda su fuerza. Ella lo consideraba un ser indómito, y no lo era. Siempre
que había estado a punto de sumirse en la desesperación, ella había estado presente,
brindándole aquel ideal de orgullo y honor necesarios para sobrevivir.
En la Batería hacía frío. No tenia ni idea de por qué permanecía allí, contemplando el
mar, encarando la gélida brisa invernal. Mejor haría cobrándose en el confortable
camarote principal del Pride. Y un buen trago de bourbon le haría entrar en calor...
Un ligero movimiento atrajo su atención hacia el lado norte de la Batería.
Era una mujer, cuya silueta se recortaba contra la luz del puerto y el resplandor de la
luna. De hecho, se encontraba demasiado lejos como para poder haberla oído, de modo
que había sido el movimiento lo que le había llamado la atención.
De pie, inmóvil, la mujer contemplaba el mar.
Sonriendo, corrió hacia ella.
-Señora -dijo, y ella se volvió de repente con una espléndida sonrisa en sus delicados
labios rosados.
La rodeó con los brazos y pensó, por milésima vez, que era increíblemente bella. Le
recibieron unos maravillosos ojos azules, tan oscuros y turbulentos como el mar de
noche, unos ojos cautivadores enmarcados por pestañas aterciopeladas, negras como la
medianoche.
-¿Qué haces aquí? -preguntó con voz ronca, acompañándola hacia el barco.
-Oh, no lo sé -murmuró-, meditando, supongo. ¡0h, Brent! ¡Charleston está tan
cambiado! ¡Es tan triste!
La estrechó.
-Las heridas abiertas tardan tiempo en cicatrizar, Kendall. .
-Lo sé. Me gustaría que Lolly no hubiera decidido regresar.
-Ha sido su decisión, Kendall. ¿Cómo está?
-Amargada. Y loca de remare para haberse empeñado en mantener su propiedad con
la ayuda de Travis. Se trata de mi hermana, Brent, y la quiero, pero si yo fuera
Travis ¡la habría mandado al infierno!
-¡Kendall!
-Sí, es verdad. Se comporta con él como un gato rabioso.
-Bueno, es tu hermana...
-¿Y qué quieres decir con eso?
-Nada, mi amor, nada. -Brent se echó a reír-. Ya son adultos. Tendrán que
solucionar sus propios problemas.
Al llegar a la plataforma del barco, él se detuvo un momento, manteniendo tas
manos de ella entre las suyas.
-¿No tienes nada más que contarme? -preguntó, entornando sus ojos grises.
Ella bajó la vista con malicia y pestañeó con ingenuidad.
-¿Sobre qué? -inquirió dulcemente.
-Kendall -avisó, apretando con fuerza sus estilizadas manos-, no te dediques ahora a
jugar conmigo a la señorita sureña, amor. Quiero la respuesta.
Ella rió, encantada ante la situación.
-Septiembre.
-¿Septiembre?
-Sí. El doctor Lassiter dice que el niño nacerá hacia mediados de sep...
No pudo acabar la palabra. Él la levantó del suelo, la tomó en brazos y, con un ágil
salto, se encaramó a la plataforma y después a la cubierta del Pride.
-¡Brent! -exclamó Kendall con voz entrecortada, rodeándole el cuello con los brazos;
casi no podía respirar-- ¿A qué vienen tantas prisas?
-¡Voy a ser padre! -contestó, dando vueltas con ella en brazos-. Naturalmente. Lo sabía,
pero necesitaba la confirmación del doctor Lassiter...
Entró en el camarote principal y la dejó sobre la cama. Entonces, se volvió y se
encaminó hacia la puerta.
-¿Brent? ¿Adónde vas? -exclamó ella, perpleja, siguiéndolo.
El esbozó una sonrisa burlona.
-A dar la orden de zarpar. Quiero hacer el amor con mi esposa embarazada. Dios, ¡no
puedo esperar más a abrazarte!
-¡No es necesario que zarpemos!
-Ah, creo que me siento algo receloso ante la idea de hacer el amor en el puerto de
Charleston.
-Brent... -protestó.
Antes de que pudiera añadir algo más, él se había esfumado- Regresó unos minutos
después. Arrojó su chaqueta al sucio y se apresuró a desnudarse y despojar a Kendall de
su abundante vestimenta.
-¡Brent! -Ante su precipitación, reía y protestaba.
La acalló con un dulce beso.
-Querida, que yo sepa, no existe ley en el mundo que prohíba hacer el amor en alta mar.
Kendall suspiró y lo miró a los ojos, satisfecha.
-Yo tampoco, capitán. Yo tampoco.

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