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Lo intolerable

Gonzalo Velasco

Somos un país que aún no ha logrado ponerse de acuerdo sobre lo que consideramos
intolerable. De ello se deriva el carácter existencial de nuestro actual escenario político: el
otro no es el rival con el que se discrepa, sino el antagonista apolítico que pone en riesgo los
fundamentos de la vida en común. Cuando esto ocurre, el tiempo de la política se acelera y
se convierte en historia: en 2011, lo intolerable se reveló en el déficit representativo de
nuestros partidos e instituciones, así como en la gestión desigualitaria de la crisis económica;
un quinquenio después, fue la evidencia de la corrupción endémica lo que nos puso ante los
límites de lo admisible; hoy, la crisis de Estado generada por el conflicto catalán es la vara de
medir si los demás actores políticos se sitúan dentro o fuera del orden constituido. En
momentos críticos como los referidos, la política se reduce al ahora o nunca, a lo básico y
elemental que permita la reproducción del orden: en el ciclo inaugurado por el 15M la
supervivencia pasó por la reconstitución de un pueblo vindicativo de una relación
verdaderamente representativa entre gobernantes y gobernados; frente a la corrupción, la
moción de censura supuso un despertar ético de nuestros partidos ante la cultura de la
impunidad reinante. Y en la circunstancia actual, marcada por el espectáculo del procés,
¿cuál es el dilema decisivo que puede marcar un antes y un después en lo que nuestra política
define como tolerable?

Para la triple alianza de derechas la respuesta está clara: lo intolerable es el PSOE (la
exclusión de Podemos se da por supuesta), por desear un horizonte legal de diálogo con
nacionalistas e independentistas. El hecho de que la memoria del terrorismo de ETA se haya
sumado a la ecuación puede ser síntoma de que esa esperanza de solución al problema
catalán no basta para encender el índice de lo intolerable. El resultado es que los ciudadanos
nos vemos confrontados a falsas alternativas que distorsionan la deliberación pública y
desdibujan la voluntad popular expresada en la autonomía de cada circunscripción electoral.
Según esta lógica, es necesario elegir entre un PP cuya corrupción arraiga en el entramado
institucional de la Comunidad de Madrid, y el candidato de un PSOE que puede acceder a la
Presidencia del Gobierno con la abstención de ERC o EH Bildu. Poco importa que aspirante
a abrir los cajones de la Puerta del Sol sea Ángel Gabilondo, ese campeón de la moderación
(sea esto una virtud o un defecto) que presidió la CRUE y daba sus clases de metafísica con
escolta. Del mismo modo, en Castilla y León la opción de la regeneración institucional
después de tres décadas de gobierno conservador sin alternancia se relativiza ante la
posibilidad de otorgar el poder a Luis Tudanca, candidato más votado cuya barbarie estriba
en no aceptar la aplicación del 155 en Cataluña en su programa de gobierno.

Si, a ojos de C’s, la corrupción y la degeneración institucional del PP es menos intolerable


que el beneficio de una abstención por parte del independentismo, tampoco aceptan que se
equipare un pacto con la ultraderecha a negociar con los que homenajean a terroristas. De
nuevo, la alternativa es altamente falaz. No solo porque existan precedentes llamativos, como
los de Javier Maroto cuando fue regidor de Vitoria-Gasteiz. Lo relevante es que, al considerar
aceptar los votos de la izquierda abertzale, ni el Grupo Socialista en la Cámara Baja ni María
Chivite en Navarra barajan hipotecar su llegada al ejecutivo a una gestión distinta de la
memoria del terrorismo. Como tampoco la abstención del independentismo catalán implicaría
incluir en su programa medidas secesionistas. Aceptar de un modo relativamente pasivo su
abstención no implica asumir las propuestas intolerables de estos grupos. En cambio, los
pactos entre PP y C`s con Vox sí incluyen en los programas de gobierno algunas de las
medidas intolerables del partido de ultraderecha, o ceden altos cargos de representación a
sus adalides. La retirada de la enmienda a la totalidad de los Presupuestos andaluces ha
tenido como contrapartida la revisión de las normativas de la transversalidad de género en
nombre de la igualdad de trato (lo que equivale a convertir a los hombres en víctimas de un
trato desigualitario), a sustituir el término “violencia de género” por “violencia intrafamiliar” (se
reduce a problemas domésticos lo que es un problema estructural universalmente
reconocido), a promover medidas para ayudar a mujeres embarazadas en dificultades en
nombre de la “cultura de la vida” (se equipara el aborto a una falta moral grave que es
necesario evitar). PP y C’s pueden discrepar con el PSOE y Podemos en las soluciones al
problema catalán, pero todos coinciden en identificar lo ocurrido en Cataluña durante los
últimos años como un grave problema. La discrepancia sobre las soluciones es parte de la
normalidad política. Pero lo que han hecho el PP y C’s al asumir como propias las obsesiones
intolerables de Vox, es romper el acuerdo sobre los problemas a los que la política debe
encontrar soluciones: la violencia de género desaparece como fenómeno social, al tiempo
que el aborto, la homosexualidad y el presunto maltrato legal a los hombres se erigen en
problemas prioritarios para los andaluces.

Raymond Williams, fundador de los estudios culturales, utilizaba el término “estructura de


sentimiento” para explicar el modo en que nuestra comprensión emocional del mundo se
ordena a partir de vivencias comunes. Para algunos españoles, la lucha contra el franquismo
estructuró su emocionalidad más que el proceso de Transición a la democracia; para otros,
la decadencia del felipismo en los noventa pesó más que los logros de sus primeros
gobiernos; para los nacidos en los ochenta, el asesinato de Miguel Ángel Blanco pugna con
la catástrofe del Prestige o el engaño de la guerra de Iraq como hitos de politización. Más
recientemente, el rechazo del secesionismo parece contraponerse a la indignación por la
degeneración democrática como hitos que determinan nuestro carácter y orientación
ideológica. Pero también estas son falsas alternativas: el recuerdo emocionado de las
manifestaciones previas al brutal asesinato del concejal de Ermua en 1997 puede convivir
con la memoria viva del “Nunca mais” o del “No a la guerra”, al igual que el impulso
democrático del 15M es coherente con la denuncia de los delirios anti democráticos del
procés.

Las falsas alternativas nos abocan a una democracia existencial, en la que cada elección se
convierte en un ultimátum sobre cuestiones cruciales para la vida individual o colectiva.
Cuando lo que está en juego es la propia supervivencia del orden social y de la dignidad
personal, la política se torna inhabitable. Debemos rechazar los dilemas que nos llevan
inexorablemente a lo inadmisible por evitación de un supuesto mal mayor. Y debemos ser
capaces de entender que el riesgo de las formaciones que defiende propuestas rechazables
no estriba en su participación regular en nuestro sistema institucional, equipado para
protegerse a sí mismo, sino en los pactos políticos que den carta de normalidad a su criterio
sobre lo intolerable.

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