Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Este artículo, escrito por el doctor Gonzalo Báez Camargo, uno de los biblistas latinoamericanos que
más contribuyó a las ciencias de la traducción de la Biblia, fue publicado por primera vez en 1975.
Debido al valor de su contenido lo presentamos a las nuevas generaciones, haciendo la salvedad de que
hay que considerar su vigencia actual pese a varias referencias tempranas que pudieran parecer
extemporáneas.
La revelación de Dios
La Biblia es la Palabra de Dios. Tal es la fe común de los cristianos de todas las
confesiones, y por lo que hace al Antiguo Testamento, también de los judíos. La palabra y la
acción son las principales formas en que una persona se expresa o se revela a sí misma. Dios
se ha revelado por su acción en la naturaleza y en la historia, y por su Palabra. Dios actúa.
Dios habla. En eso se resume lo que llamamos la «Revelación».
La Biblia misma nos dice cómo ha hablado Dios: «Antiguamente y en muchas ocasiones, Dios
habló por partes y de varias maneras a nuestros antepasados por medio de los profetas»
(Hebreos 1.1).1 «Hombres guiados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios» (2
Pedro 1.21). «Toda Escritura es inspirada por Dios» (2 Timoteo 3.16).
Dios habla por medio de hombres a quienes su Espíritu guía e inspira. El portavoz o escritor
sagrado es un ferómenos (2 Pedro), literalmente un «llevado» o «transportado» por el
Espíritu Santo. Lo que escribe en esas condiciones es teópneustos, literalmente algo que
contiene el soplo, el aliento, la inspiración de Dios.
Cuatro pasajes, entre otros, nos ofrecen ilustración de este hecho trascendental. Dios dice
a Moisés: «Yo estaré en tus labios y te instruiré sobre lo que debes hablar» (Éxodo 4.12). A
Isaías se le purifican y consagran los labios, tocándolos con una brasa del altar. A Ezequiel,
Dios le da a comer un rollo escrito. Y eso se repite con Juan, el vidente del Apocalipsis
(Ezequiel 3.1,2; Apocalipsis 10.9,10). La Palabra divina, el mensaje de Dios, se ingiere, se
asimila por el mensajero. Pasa a formar parte de su propio ser, de su propia vida.
O sea que en la Biblia, el mensaje, la Palabra, es de Dios; las palabras con que ese mensaje
se comunica, son de hombres. Pero de hombres escogidos por Dios e inspirados y guiados
por su Espíritu. Así, el mensaje, que es de Dios, pasa en su esencia a través de la forma de
1
Las citas bíblicas son de la Nueva Versión Castellana, obra que nunca se publicó.
expresarlo, que es humana, y está condicionada por la época, el medio cultural y la
personalidad del escritor o portavoz, así como por la índole de la lengua que habla y en que
escribe. Y por supuesto, ni el hebreo ni el arameo ni el griego, lenguas originales de la
Biblia, son las únicas lenguas que Dios habla.
La encarnación de Dios
En cierto modo, la Palabra de Dios «encarna» en la Biblia. Pero esta «encarnación» en un
libro escrito por hombres tiene, desde luego, las limitaciones consiguientes. Por eso,
finalmente, la Palabra de Dios encarna en un hombre, la Palabra de Dios se hace hombre, se
hace una Persona, cuya realidad trasciende todas las palabras: Jesucristo, la Palabra viva
de Dios, su revelación plena y perfecta.
Dios habló antiguamente por medio de sus mensajeros -dice la Epístola a los Hebreos-,
«pero en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo... Él es el
resplandor de la gloria de Dios y la representación de su esencia» (1.2,2). O como dice el
prólogo del Evangelio según Juan: la Palabra «se hizo hombre y habitó entre nosotros por
un tiempo» (1.14).
Para la comunidad judía, la Biblia es solamente lo que la comunidad cristiana llama Antiguo
Testamento, ya que la Biblia cristiana actual contiene además lo que se denomina Nuevo
Testamento. La historia del texto bíblico es diferente de la historia del canon, o mejor
dicho, de los cánones, o sea las colecciones respectivamente consideradas como de singular
inspiración divina. Ambas historias, la del texto y la de los cánones están, sin embargo,
estrechamente enlazadas. Concentrándonos, pues, en la historia del texto, que es nuestro
tema, sólo tocaremos la de los cánones en los respectos en que sea necesario y pertinente.
Es ésta una etapa en que el texto es fluido, y en que se efectúa un proceso de evaluación y
selección, más o menos prolongado, de parte de los que usan las copias que, por sus
semejanzas o procedencia, van formando familias textuales. Se trata de una especie de
consenso general sobre el valor comparativo de los textos, basado en su propio poder de
inspiración y edificación. Un como sexto sentido, de orden espiritual, algo así como una
respuesta, o impresión íntima, a la lectura, que suscita mayores o menores vibraciones
anímicas, va dando lugar a preferencias.
Al parejo de este sentir general, los guardianes oficiales de la fe, judaica en un caso,
cristiana en el otro, aportan su erudición y sabiduría. Al efecto, aplican su discernimiento a
las copias existentes que tienen uso preferente, y para su propia lectura y para el uso
litúrgico van prefiriendo las que les parece que contienen la tradición más pura. De esta
manera se va llegando a la etapa en que se fija el que se considera como texto más fiel, el
texto autorizado oficialmente, llamado comúnmente en latín textus receptus (en su sentido
literal, «texto recibido» o «aceptado»).
Textus Receptus
La forma como se desemboca en tal texto es diferente, como veremos después. La etapa
que conduce a él, sin embargo, es más o menos de la misma duración para el Antiguo que
para el Nuevo Testamento, unos cuatro siglos. Pero tan largo lapso viene a ser una garantía
del contenido general y esencial del texto a que se ha llegado, ya que no ha habido
festinaciones irreflexivas ni imposiciones arbitrarias. De hecho, las autoridades religiosas
respectivas no han hecho más que oficializar el texto que la comunidad de los creyentes,
por implícito consenso, ha considerado el mejor, el que más fielmente representa la
inspiración divina.
Así, ambas comunidades, la judía y la cristiana, profesan que el espíritu de Dios guió no sólo
a los escritores sagrados originales sino también a los compiladores, revisores y anotadores
que produjeron el texto bíblico. Y que además ha velado por su transmisión, en medio de las
vicisitudes y riesgos propios de las copias a mano, que ni la propia imprenta ni las máquinas
modernas de escribir eliminan totalmente. Porque parece probado que en la transmisión
manuscrita de tantos siglos, el texto bíblico sufrió comparativamente mucho menos que los
manuscritos de otras grandes obras clásicas de la antigüedad.
De manera que ni las variantes que aparecen en los mejores manuscritos antiguos ni los
pasajes que resultan inciertos u oscuros ni los errores, en muchos casos evidentes, en que
incurrieron los copistas, afectan el mensaje esencial de la Biblia. Porque es notable que
ninguna doctrina fundamental se basa en esos pasajes inciertos, que desde luego están muy
en minoría. Esto es particularmente seguro en el caso del Nuevo Testamento.
Y tal hecho es tan extraordinario que, sin necesidad de estirones apologéticos, bien puede
decirse que es una prueba capital de la inspiración de las Sagradas Escrituras. La decisiva,
por supuesto, es el poder que éstas han demostrado en el curso de siglos y generaciones,
para acercar a los hombres a la gracia redentora y transformadora de Dios.
Tenemos, en efecto, como testigos muy importantes, las versiones antiguas, primeramente
la griega llamada Septuaginta (LXX), hecha en Alejandría entre los años 250 y 150 a.C.
aproximadamente; los tárgumes, versiones al arameo, como el de Onkelos (siglo II o III
A.D.) y los del Seudojonatán, Samaritano y Palestino, los tres probablemente del siglo I
A.D.; las versiones griegas respectivamente de Aquila, Teodoción y Símaco, del siglo II; las
siriacas, especialmente la llamada Peshitta, siglo II 0 III; la llamada Vetus Latina (Latina
Antigua), siglo II o III, y finalmente la Vulgata (latín), de fines del siglo IV A.D.
Testigo de extraordinario valor es la Hexapla de Orígenes, primera mitad del siglo III A.D.
Tiene seis columnas (de ahí su nombre), a saber, respectivamente, el texto del Antiguo
Testamento en caracteres hebreos, el mismo transcrito a caracteres griegos, y luego
paralelamente las versiones griegas de Aquila, Símaco, LXX y Teodoción.
2
La Iglesia Católica Romana los llama «deuterocanónicos», o sea, pertenecientes a un segundo canon,
que sería el de la versión LXX.
aunque hay autoridades que suponen que algunos de ellos podrían datar del siglo V A.D. Pero
aparte de estos fragmentos, los manuscritos hebreos más antiguos que se conocían hasta
1947 eran los llamados Códice Cairense, Códice de Aleppo y Códice de Petersburgo, de
fines del siglo X A.D., y el Códice Leningradense, del siglo XI A.D.
Tan pronto como fue posible, pues hasta 1949 hubo un estado de guerra ardiente entre el
nuevo Estado de Israel y sus vecinos árabes, eruditos judíos, católicos y protestantes
colaboraron en el cotejo de los nuevos manuscritos con el texto que podríamos llamar
oficial, basado en los códices medievales antes mencionados. Sin esperar los resultados de
este estudio experto, el amarillismo periodístico se apoderó del tema. Algunos comentarios
precipitados crearon la impresión de que los rollos de Qumrán representaban un texto tan
diferente del conocido hasta entonces, que habría que rehacer por completo el Antiguo
Testamento.
Texto masorético
El texto tradicional o masorético mencionado por el doctor Burrows es el que ha servido de
base general a las versiones antiguas, y es al que se han apegado las versiones modernas.
«Masorético» significa precisamente tradicional. Masoreth o masoráh, en hebreo, quiere
decir «tradición». A los sabios judíos que velaron escrupulosamente por conservar libre de
alteraciones el texto tradicional se los denomina por ello masoretas. A ellos y su meritoria
labor volveremos a referirnos luego.
El problema capital en la historia del texto hebreo, mucho más serio y complicado que en el
caso del griego del Nuevo Testamento, es trazar con cierta seguridad el camino que se
siguió para llegar al texto masorético, el cual quedó establecido oficialmente hacia fines
del siglo I de nuestra era. Es decir, establecido en su primitiva forma consonántica. Porque
el hebreo se escribía originalmente sólo en consonantes. Siendo lengua hablada se suponía
que los lectores sabían con seguridad pronunciar correctamente cada palabra. La
vocalización, que se hizo imperativa cuando el hebreo dejó de hablarse corrientemente, y
labor también de los masoretas, se desarrolló hasta quedar fijada en su forma actual
durante los siglos VIII al X de nuestra era. (Es interesante que el hebreo moderno, lengua
oficial del Estado de Israel, ha vuelto a prescindir de la vocalización escrita.)
No se ha descubierto hasta hoy, y es casi seguro que no exista, ningún manuscrito original,
propiamente dicho, como quien dice, autógrafo. (Y esto es verdad también por lo que toca a
los escritos del Nuevo Testamento.) Ni siquiera sabemos con precisión la fecha en que se
escribieron los perdidos originales. Tampoco puede discernirse con completa certeza en
qué casos el personaje cuyo nombre lleva un libro lo escribió o dictó él mismo. Tal cosa es al
parecer probable sólo en casos contados. Por ejemplo, Esdras, Nehemías, Amós, quizá
Ezequiel, Jeremías por lo menos en partes, pues se menciona su empleo de un amanuense:
Baruj Ben Neriyáh. En la redacción de los libros históricos, y obviamente en casos como los
de Salmos y Proverbios, intervienen varios autores, compiladores y revisores.
Las copias hechas hasta entonces de los escritos sagrados ya existentes, que son casi
todos, se han perdido por completo. No ha aparecido hasta hoy ninguna. Pero en la misma
Escritura hallamos indicios de cómo en la formación de esos escritos, yendo hasta épocas
muy antiguas, convergen la tradición oral y viejos escritos que sirven como fuentes. A ellas
pertenecen trozos poéticos primitivos, como el Canto de Lamec (Génesis 4.23,24). Los que
sirvieron de consulta para la redacción del Pentateuco, al lado de la tradición oral mosaica
básica, datarían quizá de fines del segundo milenio y principios del primero.
Los eruditos bíblicos creen hallar en muchas partes del Pentateuco rastros de primitivos
documentos escritos que entraron en la composición de los libros del Antiguo Testamento,
y hablan, por ejemplo, de la presencia en Éxodo de un «Libro del Pacto» y un «Pequeño
Libro del Pacto» (20.22-23.33; cap. 40), un «Código de Santidad» en Levítico (capítulos 17
al 26), un «Ritual del Arca» en Números (10.35,36), y de por lo menos tres principales
fuentes o extensos documentos que se combinaron y a los que se dan los nombres de
Yahvista, Elohísta y Sacerdotal, respectivamente.
En los Salmos es posible hallar trazas de composiciones muy antiguas y de adaptaciones de
viejos himnos cananeos, asimilados o adaptados por los salmistas al estricto monoteísmo
que es la principal aportación religiosa del pueblo hebreo, mediante una reinterpretación.
Por tradición oral o por medio de documentos antiguos, los hebreos heredaron preceptos
jurídicos de venerables códigos, correspondientes a un origen y contexto histórico y
cultural común del área comprendida desde Mesopotamia hasta Egipto. De ahí algunas
semejanzas de forma entre la literatura bíblica y la de otros pueblos aledaños.
Antes del siglo III existían ya, al menos en una primera redacción, algunos de los libros que
serían la base del canon o colección oficial de libros sagrados hebreos. Se recordará que en
tiempos del rey Josías de Judá, segunda mitad del siglo VII, ocurre el hallazgo de un
«Libro de la Ley» en el templo. Se cree que era el que luego formó el núcleo del
Deuteronomio. El que leyó Esdras al pueblo vuelto del exilio (Nehemías 8.1), mencionado
como el «Libro de la Ley de Moisés», puede haber sido también un escrito deuteronómico,
si no precisamente idéntico al anterior. Según parece, Esdras lo habría traído de Babilonia
(Esdras 7.14), y algunas autoridades creen que sería esencialmente el llamado «Documento
Sacerdotal», al que aludimos, mientras otros llegan a suponer que era un Protopentateuco.
Quizá durante el exilio se había comenzado también a reunir, revisar y compilar materiales
como los anales de los reyes, escritos de Amós, Oseas y Miqueas, oráculos de Isaías
coleccionados por sus discípulos, y lo que existía escrito de Jeremías y otros profetas
preexílicos. Y al regreso, durante el siglo V, se recogería lo de Ezequiel, los profetas
postexílicos, y las memorias de Nehemías y Esdras. Tal vez hacia el final del siglo se
completaría el Pentateuco, porque cuando ocurre el cisma de los samaritanos (entonces o en
el siglo IV), éstos se lo llevan a Samaria. Y entre los siglos IV y III se recogerían, en
términos generales, los demás escritos.
Se iría formando así una segunda colección, que llegaría a llamarse simplemente de «los
Profetas», que incluía los libros que hoy llamamos históricos, y se completaría hacia el año
200. Más tardía en formarse fue la colección de libros llamados simplemente «Escritos»,
en los cuales hubo la subcolección denominada de los «Cinco Rollos», de los que tres:
Cantares, Eclesiastés y Ester sólo vinieron a aceptarse como inspirados, después de
acalorados debates, en el Concilio rabínico de Yabneh (o Jamnia), a fines del siglo I de
nuestra era, con lo cual se declaró cerrado el canon hebreo.
Sin embargo, aunque no en hebreo sino en versión griega, hubo una colección general que
acabó de formarse a mediados del siglo II a.C., a saber, la versión Septuaginta. Esta incluía
los libros llamados después «apócrifos»,3 palabra que etimológicamente significa solamente
3
Todavía, sin embargo, hay defensores del textus receptus, como Edward F. Hills (The King James
Version Defended! A Christian View of the New Testament Manuscripts, Christian Research, Des
Moines, Iowa, 1936), y más recientemente David Otis Fuller (True or False? The Westcott-Hort
«ocultos», o no destinados a la lectura general -lo que hoy llamaríamos «esotéricos»- y que
los hebreos llamaban «exteriores». Sinónimo de «apócrifos» es en hebreo guenuzim,
literalmente «guardados», o sea, no para usarse en público. (Es interesante que en un
principio el libro de Proverbios fue considerado guenuzí, y que la profecía de Ezequiel
estuvo a punto de ser declarada igual.) La Septuaginta, aunque por un par de siglos fue la
Biblia de los judíos de habla griega, no fue nunca declarada oficial por las autoridades del
judaísmo.
Esto indica, fuera de duda, que hasta fines del siglo I de nuestra era, cuando los rabinos
convinieron en fijar, y de ahí en adelante, preservar escrupulosamente una sola redacción,
que como ya dijimos fue primeramente la consonántica, el texto se hallaba en estado fluido.
No existía en rigor ningún textus receptus. Aun los rollos que se utilizaban en los servicios
del templo de Jerusalén hasta su destrucción en 70 A.D., y de los cuales se sabe por los
escritos rabínicos que eran por lo menos tres, representaban, según dichos escritos,
diferentes tradiciones textuales.
Que no existiera un solo texto uniforme se explica, primero, porque el proceso de copia a
mano se prestaba a alteraciones involuntarias debidas a fallas del ojo, de la mano o, cuando
se copiaba bajo dictado, del oído. Otras alteraciones se debían a asociación de ideas, ya que
los copistas, sabiendo textos de memoria, propendían a armonizarlos en pasajes paralelos,
añadiendo lo que creían que faltaba. Otras alteraciones eran conscientes, pues al hallar en
una copia un pasaje difícil de entender, el copista trataba de aclararlo, expandiendo el
texto mismo o haciendo una anotación al margen, que después otro copista introducía en el
texto pensando que había sido una omisión del escribiente anterior, y marcada después
marginalmente.
Debemos a Paul Kahle, con modificaciones hechas por W. F. Albright, la hipótesis que en la
actualidad parece tener más apoyo, sobre el camino que condujo de esta fluidez del texto,
o sea de la diferencia de tradiciones textuales, al texto masorético. La multiplicación de
Textual Theory Examined, Grand Rapids International, Grand Rapids, Michigan, 1973). Pero se trata,
al parecer, de una acción de retaguardia en una batalla que las mejores autoridades dan por perdida.
copias, sacadas unas de otras, sin que hubiera al principio ningún control oficial, hizo que
fueran apareciendo varios tipos de texto o familias textuales, en cuya formación influía
también la localidad en que se hacían las copias.
Se habrían formado así, con el tiempo, tres principales tipos de texto, según los centros
más importantes del judaísmo: Babilonia, Palestina y Egipto (Alejandría, sobre todo). Según
algunas autoridades, la familia textual egipcia sería realmente una derivación de la
palestina, con lo que nos quedarían básicamente dos, ésta y la babilónica. De ellas, la mejor
sería esta última (excepto en los libros de Samuel), pues sería el suyo un texto
conservador, con menos ampliaciones, y probablemente más primitivo y próximo al que
habría sido el texto original.
Del texto babilónico provendría otro al que se da el nombre de protomasorético, que por su
excelencia intrínseca se habría ido imponiendo y que habría sido preferido para la lectura
en el templo y en la sinagoga. Esto habría sucedido más o menos entre el año 100 a.C. y el
100 A.D., aunque un erudito, el doctor Robert Gordis, sostiene que de ese texto era el
Sefer ha'Azaráh, el «Rollo del Recinto del Templo», del que hablan los escritos rabínicos y
que -según él- ya servía de piloto para corregir las copias destinadas a la lectura pública.
Probablemente era un rollo sólo de la Tora (el Pentateuco). De acuerdo con una leyenda, los
sacerdotes habrían logrado salvarlo de la destrucción del templo en 70 A.D., y lo habrían
llevado primero a Bether y más tarde a Bagdad, donde se habrían sacado copias de él para
distribuirlas en la Diáspora.
Gordis sostiene que ese texto era ya el masorético, fijado antes de la destrucción del
templo y no en Yabneh (90 A.D.) ni en tiempos del rabí Aquiba, primera mitad del siglo II.
Sea esto, o que haya dado lugar al texto propiamente masorético, fijado probablemente
hacia el 100 A.D., como proponen otras autoridades, el hecho importante es que ya por
entonces hubo un textus receptus. Por un tiempo se seguirían sacando copias de otros
textos, pero serían para uso privado, copias no vigiladas y por tanto menos costosas. Pero
en las sinagogas se usarían solo las que se apegaran
Fijaron al respecto reglas muy estrictas que debían llenar las copias destinadas a la lectura
pública. Las que conforme a ellas resultaban defectuosas podían utilizarse solamente para
lectura privada o para ejercicios escolares, pero no para lectura litúrgica.
Con mucha razón, el doctor Gordis rinde a los masoretas este sentido homenaje: «Aquellos
humildes pero indomables trabajadores... realizaron en la oscuridad su tarea hercúlea de
guardar el texto bíblico en contra de toda merma o variación. Sus nombres, el periodo de
su actividad, y la índole precisa de su trabajo, se halla bajo un velo de oscuridad, rasgado
apenas por leves destellos de luz».
Con la invención de la imprenta la transmisión del texto hebreo se hizo más segura. El
primer texto hebreo impreso fue el de los Salmos, hecho en Italia (1477), posiblemente en
Bolonia. Siguió el Antiguo Testamento completo, impreso en Soncino, también Italia, en
1488. El cardenal Cisneros incluyó el texto hebreo en su famosa Políglota Complutense,
Alcalá de Henares, de 1514 a 1517. Daniel Bomberg, Venecia, 1516-17 fue el editor de la
primera impresión con vocales, en cuatro volúmenes; su segunda edición (1524-25),
preparada por el erudito judío Jacob Ben Jáyim, fue el textus receptus judío hasta 1929.
La primera edición «crítica», es decir, cotejando manuscritos (en este caso más de 600),
fue la preparada por el canónigo anglicano Kennicott (Oxford, 1776-1780). La Sociedad
Bíblica Británica y Extranjera editó en 1916 el texto preparado por el eminente
escriturista judío C. D. Ginsburg. Por su parte, la Sociedad Bíblica Americana editó el texto
preparado bajo la dirección de Rudolf Kittel, al cuidado de Paul Kahle, e impreso por la
Sociedad Bíblica Würtemberg, de Alemania. Las primeras dos ediciones se basaban en el
Ben Neftalí, pero ya para la tercera se adoptó el Ben Asher de Leningrado.
Por otra parte, en Israel está desarrollándose una intensa actividad bíblica, especialmente
en la preparación de ediciones del texto hebreo. Ha aparecido, por ejemplo, la de Casutto,
y se ha iniciado el proyecto de una edición crítica monumental bajo la dirección del doctor
M. H. Goshen-Gottstein, de la Universidad Hebrea de Jerusalén. A la fecha se ha publicado
solamente el fascículo con el texto de Isaías
Los rollos de la Sagrada Escritura que se leían en las sinagogas -como el de Isaías que
Cristo leyó en Nazaret-, serían del texto protomasorético, como ya vimos. Igualmente el
que iba leyendo el funcionario etíope, si es que sabía hebreo. Si no, sería entonces un rollo
de la versión griega de los LXX, como casi seguramente era el caso de los estudiosos
bíblicos de Berea (Hechos 17.10). Apolos, oriundo de Alejandría, de quien se nos dice que
era «muy versado en las Escrituras» (Hechos 18.24), posiblemente las leyera en el texto
hebreo, pero siendo judío helénico es probable que también las estudiara en la versión de la
Septuaginta.
Por supuesto, el uso principal del Antiguo Testamento por los cristianos era para demostrar
que Jesús era el Mesías, el Cristo anunciado por ellas. Su primera Biblia, como la de los
judíos de habla griega, con quienes debatían esa cuestión, fue la Septuaginta. Pero el
Antiguo Testamento no les bastaba. Para el sostén de su propia fe necesitaban saber más
sobre Jesús, cómo había vivido, qué había hecho, qué había dicho, cómo había muerto y
resucitado.
Pronto empezarían, sin embargo, a consignarse por escrito y a circular en copias hechas
libremente, los primeros registros. No sabemos con certeza cuáles fueron. Quizá concisas
reseñas de incidentes en la vida del Señor. Tal vez colecciones de sus dichos, sucintas
«memorias» de los testigos, o apuntes de los que oían hablar a los testigos. Los eruditos
suponen la existencia de una colección de dichos de Jesús (en griego Logia), fragmentos de
una vieja copia de la cual podrían ser dos hojas del llamado Papiro Oxirrinco, halladas una
en 1897 y otra en 1903, que datan del siglo III. Con más vaguedad hablan también de una
primitiva tradición escrita que designan con la letra Q, inicial del alemán Quelle, «Fuente».
En todo caso, la etapa puramente oral que precede a la formación del texto del Nuevo
Testamento es sumamente breve, y otro tanto la intermedia en que dicha tradición
coexiste con esos misteriosos primeros escritos anónimos, que no parecen haber sido
abundantes, ya que los creyentes de esa primera generación estaban ciertos de que la
Segunda Venida del Señor iba a ocurrir pronto, tal vez aun antes de que ellos murieran. A
diferencia de la etapa oral que antecede al Antiguo Testamento, la del Nuevo dura
escasamente unos tres decenios. Hacia el 50 A.D., Pablo escribe a los tesalonicenses desde
Corinto su primera carta. Con ella empieza, cronológicamente, el Nuevo Testamento.
La actividad epistolar del gran apóstol continúa hasta su muerte, ocurrida entre los años 61
y 67. Y aunque algunas de sus cartas se perdieron -dos a los corintios, de las que algunas
partes se hallan incorporadas a las ya conocidas como 1 y 2 Corintios, y ciertamente una a la
iglesia de Laodicea, citada en la de Colosenses (4.16)- con ellas se forma una cuarta parte
del texto neotestamentario y ciertamente su núcleo doctrinal. Hacia el año 65 aparece el
Evangelio según Marcos, al que siguen Mateo y Lucas. En los últimos decenios del siglo
surgen otras epístolas, el magnífico tratado de autor desconocido que llamamos Hebreos, y
al final la Revelación de Juan.
Comienza la etapa en que se intensifica la multiplicación de copias de los escritos que ahora
forman el Nuevo Testamento. Circulan primero, como sucedía con los del Antiguo, en rollos
por separado o en hojas sueltas de papiro. Pero con ellos empiezan a formarse colecciones,
la primera, al parecer, de las cartas paulinas. Más tarde quizá la de los evangelios. Hacia
fines del siglo II los cristianos adoptaron la forma de códice, hojas escritas encuadernadas
como libro, sistema que había empezado a emplearse en el siglo I y que acabó por sustituir
a los rollos y las tabletas como material de escritura, y parece que los primeros códices
cristianos fueron de los cuatro evangelios, de los evangelios y Hechos, de 10 epístolas
paulinas, y de las 13 epístolas de Pablo. Fue ya bien entrado el siglo III cuando aparecieron
códices con todo el Nuevo Testamento, y tal vez con toda la Biblia.
Igual que en el caso del Antiguo Testamento no hubo durante siglos un textus receptus del
Nuevo. La libre multiplicación de copias dio lugar también a la formación de familias
textuales que, como en el caso del texto del Antiguo Testamento, se fueron formando en
torno a ciertos centros de erudición bíblica cristiana. Se señalan así por lo menos tres
principales tipos de texto: el alejandrino, el llamado oriental, emanado de Cesarea y
Antioquía, y el llamado occidental, que se desarrolló en África, Italia y Galia. El alejandrino,
también llamado por algunos eruditos «neutral», es el que se considera generalmente como
mejor conservado
Son tres los papiros más famosos, el p 52 (Beatty) con fragmentos del Evangelio de Juan,
probablemente de la primera mitad del siglo II, aunque hay eruditos que creen que se
puede fechar entre 98 y 117 A.D.
En todo caso, prueba la antigüedad del evangelio, refutando teorías anteriores de que
databa, cuando muy temprano, de la segunda mitad del siglo II. Los otros dos papiros
importantes son el Bodmer p 66, también con fragmentos de Juan, cercano al año 200, y el
Bodmer p 75, de principios del siglo III, con fragmentos de Lucas y de Juan.
Los códices unciales más importantes son el Sinaítico (álef), único de todo el Nuevo
Testamento y con partes del Antiguo, del siglo IV, descubierto en 1844; el Vaticano (B),
también de este siglo, de cuya existencia se sabía desde el siglo XV, pero no dado a
conocer hasta 1889, con fragmentos de toda la Biblia, incluso de algunos apócrifos, y el
Alejandrino (A), con el A.T. y casi todo el N.T. Los dos primeros, y el tercero con excepción
de los evangelios, pertenecen al tipo alejandrino (o egipcio), llamado también neutral.
Hacia principios del siglo IV, Luciano de Antioquía preparó el texto que lleva su nombre y
que también se llama bizantino, sirio o koiné.
Otros testigos
Testigos valiosos, pero naturalmente secundarios, son versiones antiguas como la Vetus
Latina, que del Nuevo Testamento contiene sólo fragmentos, la Antigua Siriaca, en que
hallamos los cuatro evangelios , la Peshitta y sobre todo la Vulgata. De sumo valor,
especialmente por su antigüedad, son las citas neotestamentarias que se encuentran en los
primitivos Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos. Otro testimonio valioso es de
los leccionarios, o sea colecciones de pasajes selectos del Nuevo Testamento para la
lectura pública en los cultos. Aunque pertenecen a la época bizantina, relativamente tardía,
son importantes porque, dado el carácter conservador y más o menos fijo de la liturgia,
pueden representar una tradición textual comparativamente antigua.
En la segunda mitad del siglo IV, Cirilo de Jerusalén y Gregorio de Nazianzo emiten sus
listas, que enumeran solamente 26 libros, faltando el Apocalipsis. Pero en las suyas lo
incluyen Epifanio de Constancia y Atanasio de Alejandría. Este último los denomina «libros
canonizados que se nos han transmitido y que se cree que son divinos». Sin embargo, las
Constituciones Apostólicas, hacia 400 A.D., todavía omiten en su lista Apocalipsis, y en
cambio añaden dos epístolas de Clemente de Alejandría.
Por ese mismo tiempo circula ya la Vulgata, versión de San Jerónimo hecha por iniciativa
del papa Dámaso y aprobada por él. En ella aparecen los actuales 27 libros del Nuevo
Testamento, que la mayoría de los Padres Latinos había venido citando en sus escritos. Por
su lado, San Agustín apoyaba los libros que habían estado bajo debate. Y al fin la Iglesia
habla por voz de dos de sus concilios, el de Hipona (393) y el de Cartago (397), que
declaran cerrado el canon del Nuevo Testamento con los 27 libros actuales.
Continuaron, pues, en la Vulgata en tal categoría de orden secundario hasta que el Concilio
de Trento (1546) decretó bajo lista el «índice de libros canónicos», incluyendo, sin
establecer ninguna distinción de los demás, sino parejamente, Tobit (Tobías), Judit,
Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y 1 y 2 de Macabeos. Con el tiempo, no obstante, comenzaron
a llamarse entre los católicos romanos libros «deuterocanónicos». Lutero, compartiendo el
criterio de San Jerónimo, incluyó los apócrifos en su traducción alemana, sólo que
formando grupo aparte entre los dos testamentos.
Auge de la Vulgata
La autoridad otorgada por la Iglesia a la Vulgata, en sus ediciones sucesivas, hizo que los
escrituristas occidentales fueran perdiendo interés en el texto griego. Casi hasta nuestros
días se seguían haciendo versiones sólo del latín de la Vulgata. No obstante, se siguieron
sacando copias del texto griego siglo tras siglo hasta la invención de la imprenta, y aun
después, como se ve por algunos códices en minúscula que datan nada menos que del propio
siglo XVI. A diferencia de las autoridades religiosas judías, las cristianas no instituyeron
un textus receptus griego. Fue el texto latino de la Vulgata el que se consideró oficial.
Con el resurgimiento de las humanidades clásicas y del estudio del griego antiguo que el
Renacimiento trajo consigo, vino también un gran florecimiento escriturístico. Bajo la
influencia de eminentes humanistas como Lorenzo Valla y Erasmo -que era a la vez el primer
helenista y escriturista de su tiempo-, y de otros, se hizo destacar la anormalidad, porque
eso era, de que se estuvieran haciendo retraducciones del latín de la Vulgata, en vez de
traducciones directas de los textos hebreo y griego de la Biblia a las lenguas modernas.
Dramáticamente, Santos Pagnini llevó la cuestión al punto de producir una versión del
Antiguo Testamento directa del hebreo al latín contemporáneo, la cual Reina utilizó mucho
en su versión.
El aporte de Erasmo
Por supuesto, para el hebreo había la ventaja de tener a mano el texto masorético,
celosamente preservado. Pero no sucedía lo mismo con el griego. Si se iban a hacer en
adelante versiones del Nuevo Testamento directamente del griego, era imprescindible que
de la masa de copias entonces disponibles surgiera un texto que sirviera de base. Fue
Erasmo el que acometió con tanta bravura como competencia esa hercúlea tarea. Pero
tropezó con una grave limitación. No pudo disponer de más de media docena de
manuscritos, de los que los dos principales no eran anteriores al siglo XII, y para peor
suerte, ninguno completo, al punto de tener él que retraducir del latín los últimos seis
versículos del Apocalipsis. Su texto se editó en 1516, y sigue la tradición textual bizantina.
Erasmo se defendió diciendo que no hallaba esa porción en ningún manuscrito griego.
Exasperado porque este argumento no parecía convencer a nadie, y se le continuaba
anatematizando, en un estallido de disgusto prometió que si se le mostraba un solo
manuscrito que contuviera esa frase, la insertaría en la siguiente edición. Y sucedió que
justo en 1520 apareció un manuscrito en Dublín que la contenía. Todavía se enseña ahí en el
Trinity College. Fiel a su precipitada promesa, Erasmo la insertó en su tercera edición,
1522. Pero en una apostilla expresa sus sospechas de que el tal manuscrito fuera una
falsificación ex profeso.
Autoridad de la Vulgata
La situación ha cambiado en lo que respecta a la Vulgata y a las versiones directas de los
textos hebreo y griego de la Biblia. Por influencia en buena parte del prominente
escriturista español fray Serafín de Ausejo, OFMCap, ejercida discretamente por
conducto de algunos prelados compatriotas, el Concilio Vaticano II declaró que la Iglesia, si
bien «mira con honor» las versiones bíblicas antiguas, «señaladamente la llamada Vulgata...,
como la palabra de Dios ha de estar a mano para todos los tiempos..., procura con maternal
solicitud que se compongan versiones adecuadas y bien hechas a las varias lenguas,
señaladamente de los textos primigenios de los libros sagrados». En el primer borrador se
proponía para dichas versiones la Vulgata como base y los textos hebreo y griego en
segundo término. Ahora éstos quedan «señaladamente» en el primero.
Del siglo XVI en adelante van apareciendo nuevos y más valiosos manuscritos griegos, con lo
cual se imponen revisiones cada vez más a fondo del llamado textus receptus. En 1637, el
Patriarca de Constantinopla obsequia con el gran Códice Alejandrino a Carlos I de
Inglaterra. Ni tardo ni perezoso, el escriturista inglés Brian Walton se da a estudiarlo, con
otros 13 nuevos manuscritos, y en 1657 publica su Biblia Políglota, anotando en ella las
variantes principales halladas en esos antiguos documentos. Y así se inicia la fructífera
etapa de ediciones del texto griego que van acompañadas de aparatos críticos, más o menos
extensos, en que se indican las variantes más notables y el códice o códices en que se
originan. En 1707 John Mill saca una edición del texto de Estienne 1550, con anotación de
las variantes obtenidas de unos 100 manuscritos y de citas de los Padres de la Iglesia. Y
son de más de 300 manuscritos los que constituyen las variantes que el erudito suizo J. J.
Wetstein anota en su edición de 1751-52. Luego vienen con el mismo carácter las de J. A.
Bengel (1734) y J. J. Griesbach (1775-77).
Todavía, sin embargo, la base de estas nuevas ediciones sigue siendo el textus receptus. La
primera revisión a fondo, que puede decirse que rompe abiertamente con dicho texto al
producir uno en verdad nuevo, es la de Karl Lachmann, 1831. Pero quien abre de lleno la era
de las grandes ediciones críticas del texto griego es el doctor Constantin von Tischendorf,
el descubridor del Códice Sinaítico, que entre 1841 y 1872 produjo ocho ediciones del
Nuevo Testamento griego, además de 22 volúmenes de textos de manuscritos bíblicos. Los
eruditos consideran que la más importante de sus ediciones del Nuevo Testamento griego
es la de Leipzig (1869-72), con el más copioso aparato de notas críticas publicado hasta
entonces.
4
Al momento en que se escribió este artículo se conocían más de 80 papiros, cerca de 270
manuscritos unciales, casi 2800 en minúsculas, y más de 2,100 leccionarios.
Wescott y Hort: depuración del texto griego
El siguiente paso en el camino de creciente aproximación, o al menos del esfuerzo por
lograrla, a la forma original del texto del Nuevo Testamento -labor que Tischendorf llamó
desde su juventud la «tarea sagrada» de su vida- lo dan los británicos B. F. Westcott y F.
J. A. Hort con la edición que lleva el nombre de ambos, publicada en 1881. Se basaron, en lo
general, en el Códice Vaticano (B), y se considera que con su edición quedó definitivamente
superado y traspuesto el antiguo textus receptus.
Esto no significa, por supuesto, que su abandono sea total y que el texto griego
reconstruido a partir de Westcott y Hort sea enteramente nuevo y diferente de aquel. La
mayor parte del textus receptus se conserva en el de los dos eruditos británicos y en el de
las ediciones preparadas por otros escrituristas, las cuales siguen en términos generales
las pautas críticas establecidas por ellos. Lo que ha sucedido simplemente es que el textus
receptus ha dejado de ser considerado como el de mayor autoridad y como el que debe
seguirse rigurosa y totalmente como base de las traducciones.v Esto se debe, en primer
lugar, al gran número de manuscritos descubiertos después de la época en que el textus
receptus tomó cuerpo.vi Segundo, al considerable progreso obtenido en lo que va del
presente siglo en el estudio comparativo de esos documentos y de los demás testigos del
texto, tales como los escritos de los Padres de la Iglesia y los leccionarios. Tercero, al
notable desarrollo de las técnicas científicas de evaluación de documentos, y de la filología
y la arqueología bíblicas.
Lo que Westcott y Hort llevaron a una culminación, continuando las labores de antecesores
como los ya mencionados, fue la depuración del texto griego apelando a los esclarecedores
recursos con que cuentan las ciencias bíblicas de unos 150 años a esta parte. En su edición
unificaron la ortografía, anotaron importantes lecturas alternas, señalaron las que
probablemente representan algún error primitivo de copia, encerraron en corchetes las
posibles interpolaciones, y dieron en un apéndice una lista de las lecturas más importantes
rechazadas por ellos como tales. Al texto griego así depurado se le llama texto crítico para
diferenciarlo del tradicional textus receptus.
Más versiones
No tardaron en seguir a Westcott y Hort dos patriarcas de la erudición bíblica, Bernhard
Weiss, cuya edición sale en tres volúmenes entre 1894 y 1900, y Eberhard Nestle, que
lanza su texto en 1898. En ediciones posteriores preparadas por Kurt Aland, el Nuevo
Testamento griego de Nestle ha alcanzado más de dos docenas de ediciones, revisadas
particularmente en su aparato crítico. Es el texto de base empleado por la Versión
Hispanoamericana, y el Nuevo Testamento Ecuménico (Taizé-Herder).
Otras ediciones modernas del texto griego, ejemplos de una empeñosa labor en este campo,
son las respectivas de Von Soden, Merk, Vogels, Bover, Souter y Kirkpatrick. Las de Vogels
y Souter, no obstante, siguen alineadas con el textus receptus, y se consideran valiosas
más bien por sus aparatos críticos. Las otras continúan los lineamientos trazados por
Westcott y Hort.
El texto más reciente y autorizado, y especialmente valioso por su evaluación crítica de las
variantes, es el preparado para las Sociedades Bíblicas Unidas por Kurt Aland, Matthew
Black, Bruce M. Metzger y Alien Wikgren, 1966, por iniciativa y bajo la dirección de Eugene
A. Nida. A la fecha ha visto, ya su tercera edición (The Greek New Testament, American
Bible Society, British and Foreign Bible Society, National Bible Society of Scotland,
Netherlands Bible Society, Württemberg Bible Society, impresa en Stuttgart, República
Federal de Alemania). Próxima a publicarse está una edición de este texto, con el prefacio
y la introducción en castellano.
Es enorme la deuda de gratitud que tenemos no sólo con los escritores sagrados mismos,
sino con tantos hombres, durante tantas generaciones, que guiados como ellos sin duda por
el Espíritu Santo, se han consagrado a despejar la vía para que el mensaje esencial
Bibliografía
P. R. Ackroyd y C. F. Evans, The Cambridge History of the Bible, Cambridge University
Press, Londres, 1970.
Ernest Würthwein, The Text of the Old Testament, Basil Blackwell, Oxford, 1957.
Bruce M. Metzger, The Text of the New Testament, Clarendon Press, Oxford, 1964.
FIN
NOTA Las consideraciones expuestas en el presente boletín son una invitación al diálogo a
todos cuantos estén interesados en el tema. El firmante, o los firmantes, de las
contribuciones serán los únicos responsables de lo que allí se diga. Rogamos
encarecidamente ser respetuosos con las personas e instituciones, cualquiera que sea la
crítica o la exposición que se haga.