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LAS MUERTES DE ROSARITO

RUBÉN LÓPEZ RODRIGUÉ

Rosarito había muerto seis veces y en su séptima y definitiva muerte nadie lo creyó. Y no sólo nadie lo creyó
sino que despertó enfado la noticia. Sus familiares que vivían en otras regiones del país no asistieron al
funeral porque habían perdido varios viajes para darle el último vistazo al cuerpo inerte de la anciana y así
aliviar sus conciencias.
Rosarito vivió en la población de Chamizal cuyos vientos fríos intensificaban sus sensaciones de melancolía.
Allí se había casado con José Manuel Arboleda y a la boda fue de traje rojo porque oyó decir que así vestían
las novias de la China en señal de pureza.
Pero no pudo gozar del frescor de los años floridos.
—Mi vida es una larga enfermedad —le dijo desde su lecho a Serena, una hija que le llevó agua de malva.
Las enfermedades, que ella creía ocasionadas por los demonios, parecían haberla inmunizado contra la
muerte, afirmaban las vecinas en sus comadreos mientras tejían. Su angustia también se manifestaba en las
noches de desvelo de luna llena con el disfraz de una bruja que la estrangulaba en su cama.
Cierto día, don José Manuel amaneció con la idea de aventurarse por otra región. Dijo que se iba. No
aguantaba más los embates, alegatos y dolencias de Rosarito que lo esclavizaban en cuidados, y quería otra
senda que lo condujera a un nuevo mundo, libre de tantos enfados. Ya se comunicaban mediante actitudes y
gestos. Eran dos soledades sin lugar común y la repugnancia y el desdén eran barreras que los alejaba a
pesar de vivir bajo el mismo techo.
—Yo vuelvo ligero, mija —le dijo a Rosarito mientras ensillaba una de las bestias.
Pero don José Manuel no cumplió con su palabra y Rosarito se hundió en la apatía y el desaliento. Una noche
sus signos vitales ni se percibían. Su cuerpo, rígido como una momia, no se movía, no respiraba, no se
contraía...
Sus hijos concluyeron que estaba muerta.
Mientras los vecinos bebían a sorbos el café y susurraban confidencias, Isidro, un hijo que la lloraba al borde
de la cama, la oyó tragar con dificultad. Por la boca entreabierta de Rosarito entró el soplo que la volvió a la
vida.
Los hijos mayores le recomendaron ir donde el médico.
—No creo en los médicos —respondió. Y sólo los veía a regañadientes cuando iban a su casa y le recetaban
placebos que ella no ingería.
Para Rosarito los sufrimientos eran condecoraciones. Provenía de un núcleo familiar en el que la madre la
odiaba porque estuvo a punto de morir en el parto y además le recordaba un embarazo lleno de conflictos por
las andanzas de su marido. Al ver cómo pasaban los días, las semanas y los meses y su marido no
regresaba, decidió ir en su búsqueda sin importarle los muchos tabacos de distancia.
—¡Debe tener moza! —le dijo a Serena, su hija mayor.
Contrató arrieros e hizo empacar los corotos. Viajó cómodamente, bajo una sombrilla negra, en una silleta
cargada por un mulato. Los niños más pequeños iban en silletas a lado y lado de los bueyes. Las sendas eran
despeñaderos de cabras. Cruzaban ríos de caudal amenazante, circundados por bosques y guaduales y
caminaban sobre campos donde ahojaban las vacas con sus terneros, rodeadas de garrapateros, garcitas
blancas que florecían el prado, boñigas y hongos que emergían como paragüitas.
Cuando la noche amenazaba dormían en alguna fonda o se hospedaban en una casa de familia. A la
madrugada del día siguiente reemprendían la marcha sobre montes y rocas cubiertas de vegetación, hojas y
ramas secas de los árboles que formaban un manto que empezaba a descomponerse.
Dos semanas después llegaron a la Felicia. Se enteraron de que don José Manuel no vivía con una mujer sino
con dos perros, Barrigón y Cantuña, más los peones, en la hacienda cafetera Puerto Espejo que él había
trabajado. No les informaron que se pegaba sus escapaditas para beber aguardiente de caña en una fonda
cercana, de donde salía trastabillando con las manos en los bolsillos, desgreñado y tarareando una canción.
—Usted quedó en volver pronto y no lo hizo. ¿Qué se quedó haciendo por aquí? —le reprochó Rosarito.
—¡Pues trabajando, mija!
La vieja casa era amplia, así que toda la familia pudo acomodarse allí. Una cascada se despeñaba desde lo
alto de una montaña y formaba un pequeño lago cristalino espejeando en el paisaje.
Rosarito se veía rodeada de duendes que tiraban piedras y volaban por encima del techo de la casa, espíritus
malignos del infierno que aparecían en sus sueños, demonios de forma animal, etéreos, que le transmitían el
semen, fantasmas irreales que la habían rondado desde su infancia, espantos provenientes desde la orilla del
río Memoré que la asustaban, y brujas de ojos rojos que volaban sobre escobas en medio de griterías
infernales y llegaban hasta su lecho para robarle la vida. Y aunque Rosarito despertara asustada y sudorosa,
con el corazón a punto de salírsele del pecho, prendiera el candil y quemase incienso, no le era posible
espantarlos.
Convencida de que la vieja casona de Puerto Espejo estaba invadida por seres anónimos del "más allá",
decidió irse con su prole a vivir a la Felicia, mientras que don José Manuel prefirió quedarse en la finca. En el
pueblo se dedicó a obras de beneficencia; pedía monedas de casa en casa y volvía donde sus hijos
quejándose de callos y juanetes, hasta que reunió el dinero suficiente para fundar el Hospital de la
Misericordia.
En las tardes del sábado, día de mercado, don José Manuel se iba a caballo con su sombrero alón para ver a
sus hijos y llevarles el revuelto y las legumbres que consumirían en la semana. Veía a Rosarito cada vez más
flaca y pequeña, consumida por su incendio interior. Veía cómo sus dedos se ponían más y más amarillentos
de tanto fumar cigarros.
Un fin de semana envió a uno de los peones para que le avisara a Rosarito que tenía mucho trabajo. Y al
sábado siguiente le mandó a decir que estaba enfermo. La intuición comenzó a bullir en la cabeza de Rosarito
y se hizo acompañar a la finca, distanciada a diez tabacos de la Felicia.
—¿Puerto Espejo? ¡Tal vez Puto Espejo! —le dijo al arriero que la escoltaba por un camino empedrado en el
que resonaban los cascos y el tintineo de espuelas.
Los perros de la hacienda salieron a recibirlos meneando la cola. Cuando Rosarito se dirigió al corredor de la
casona detuvo por un instante su mirada en Barrigón, el perro negro que husmeaba el trasero de Cantuña.
Don José Manuel salió presuroso de una de las piezas con la sorpresa reflejada en el rostro. Tras él salió una
mujer joven que cerraba afanosamente la abotonadura de su vestido.
—¿¡Y quién es esa!? —le gritó Rosarito.
Se vio temblorosa y retorcida sobre el espejo de agua de un verde frío. El reflejo espectral en el lago delató la
impresión del suceso que presenció en el momento de su reproche cuando su marido cayó fulminado por un
infarto.
Regresó externamente inconmovible a la Felicia, sin derramar una sola lágrima ¾ el martirio de su existencia
había agotado tales signos de dolor¾ , llevando el cuerpo de su marido en un ataúd de papaya cargado por
varios peones.
Le resultaba difícil dormir en las noches siguientes al funeral. De nuevo le aparecía la imagen luminosa del
candil, pues le acechaba una sensación de muerte inminente. Quemaba hojas y ramas aromáticas para
espantar los espíritus y demonios que habían reaparecido. Y al no conseguir ahuyentar la angustia se
dedicaba a matar zancudos que invadían su habitación y pulgas que brincaban en su cobija.
Una noche de invierno se metió entre las cobijas. "¿Será mi último sueño?" ¾ pensó. Sin embargo quería, al
día siguiente, volver a calorearse en el solar y contemplar una vez más los naranjales, manzanos y palos de
limón en los que se acurrujaban los toches y se asentaban los azulejos a picotear los frutos resplandecientes.
Quería mantenerse viva y dinámica. No estaba de acuerdo con tener que morir algún día.
De pronto quedó mortalmente pálida. La mandíbula se le entumeció y se fue quedando sin voz y sin sentido.
No podía pensar algo distinto a: «¡Oh, Dios mío, la muerte ha venido por mí!». Oyó los lamentos de Serena,
que se quedó sin respuesta cuando le ofreció el agua de malva. Oyó cuando los demás hijos rompieron en
sollozos. Oyó que hablaron de llamar al padre Santacruz para que le ayudara a bien morir. Oyó que acordaron
llamar al médico Salvador Insuasty para que certificara su deceso.
Los hijos esperaban con ansiedad al cura para que le ayudara a morir cristianamente. Sabían que Rosarito no
se preparaba con tiempo para la defunción, pero le tenía mucho miedo al fallecimiento repentino ya que no le
daría tiempo para arrepentirse. La «buena muerte» consistía en que las faltas y pecados le fueran perdonados
para llegar en estado de gracia a la presencia de Dios.
El cura Santacruz llegó acompañado de personas que no conocían a Rosarito y que al ver por la calle al
sacerdote con viático lo siguieron hasta la habitación de la moribunda. Hizo colocar un Cristo junto a la
cabecera de Rosarito. Ordenó que dispusieran su cuerpo de modo que el rostro mirase hacia el cielo, aunque
no viera la hoz de la luna. Le aplicó los santos óleos rociándole de la calderilla agua bendita, así como a los
espectadores y objetos que reposaban en la habitación. La santiguaba para que Dios le perdonara los
pecados y no la dejase sufrir mucho.
El médico Insuasty la examinó ante la mirada expectante de los presentes.
—No veo qué se pueda hacer —dijo.
Los hijos, llorosos, prendieron velas en derredor de la cama y comenzaron a rezar para pedir perdón a Dios
en su nombre. Los vecinos, que habían sido despertados con la noticia, se arrodillaron con sus trajes oscuros.
Rosarito trataba de abrir los párpados, mas éstos estaban como pegados. Quería darle un puñetazo al cura
que rezaba arrodillado junto a su cama, pero el brazo no le respondía. Quería gritar que aún vivía, pero una
soga le ahogaba la voz.
Sintió pavor de que la enterraran viva.
Los primeros rayos de sol se filtraron por los resquicios de las ventanas. Los asistentes dormitaban,
cabeceaban, a pesar de las repetidas tazas de café. El gallo reventó su grito otra vez. Se escuchó el repicar
de campanas anunciando la misa de seis, en la que el padre Cristo Santacruz pediría de nuevo con los fieles
por la salvación del alma de Rosarito.
Habían llegado dos hijas que pertenecían a la comunidad de las Hermanas Vicentinas con los nombres de sor
Ofrenda y sor Josefina. En forma inesperada Rosarito comenzó a parpadear respirando con dificultad. Sor
Ofrenda lanzó un grito y exclamó:
—¡Mamá está viva! ¡Está viva!
Los presentes se pusieron de pie, lívidos, y Rosarito que terminaba de salir de su profundísimo sueño se limitó
a decir:
—¡Qué les pasa! ¿Acaso se están embobando?
Luego del suceso en que sintió abandonar el mundo para siempre, le encomendó su alma a Dios. Y ordenó
que le llevaran leche caliente de cabra con cortados de quereme.
En el otoño el maestro Tomás Bustos había moldeado su capacidad en la Escuela de Tallas de Barcelona con
la estirpe de imagineros españoles que dedicaban su vida artística más sublime al servicio de Dios. Por
encargo de la dadivosa Rosarito, o Saringa como la llamaban cariñosamente sus hijos y nietos, fabricó en su
taller la que se llamaría la Virgen de los Dolores de la Felicia.
Amiga de todos, pobres y ricos, viejos y niños, Rosarito regaló al pueblo la Dolorosa. Era una obra maestra, la
más hermosa y perfecta entre las vírgenes labradas por el cincel del maestro Bustos. Este regalo, añadido a
sus obras de beneficencia, equivalía a quedar en paz con su conciencia atormentada desde la muerte de su
marido.
Tiempo después no pudo levantarse de la cama por una grave enfermedad que eclipsó su vida. Quedó
postrada el día correspondiente en el santoral cristiano al Papa Adriano III.
Otras muertes fueron certificadas no sólo por el galeno Salvador Insuasty. Los hijos derramaban lágrimas,
cerraban las ventanas y contraventanas, encendían las velas, colgaban el Cristo en la baranda superior de la
cama en que yacía la supuesta fenecida, les daban la noticia a los vecinos, contrataban plañideras y les
mandaban a avisar a los hermanos y familiares distantes.
En pleno velorio Rosarito se incorporaba en su lecho de muerte, regañaba a los asistentes por haber
perturbado el sueño que le representaba imágenes de la infancia, ordenaba desalojar la pieza y fijaba a sus
hijas las tareas del día:
—¡Tiendan las camas, saquen las bacinillas, barran la casa, sacudan los baúles, nocheros y escaparates,
preparen el desayuno con café negro, tostadas con mantequilla, requesón y pandeyucas, para el almuerzo
hagan sancocho de espinazo y de sobremesa mazamorra y dulce de brevas... y para la comida, ya veremos!
A los días llegaban sus hijos finqueros y comerciantes de los lugares más apartados del país, dispuestos a
llevarle ramos de flores a su tumba y acompañar a los otros hermanos en la pena.
Y se encontraban con tamaña sorpresa.
Cuando los hijos se marchaban de nuevo el estado comatoso retornaba. Mandaban a llamar al cura para que
le aplicara la extremaunción, al médico para que certificara su muerte, a los familiares de otras partes y
contrataban plañideras. Le mandaban a avisar a los vecinos del barrio y a las amistades de las fincas
aledañas. El padre Santacruz y el galeno Insuasty se marchaban convencidos de que ya no regresarían por
enésima vez, cansados de que la vieja se muriera tantas veces en la vida.
Sin embargo, Rosarito se erguía sobre su lecho con más fuerza que nunca, mandaba que a los presentes —y
por supuesto a ella— les sirvieran chocolate caliente con clavos, canela, nuez moscada, pandequesos,
tamales y aguacates, órdenes que sus hijas cumplían al pie de la letra.
Por fin, a los 100 años de edad, el corazón de Rosarito se detuvo, dando paso a la más tranquila de las
muertes. Dos días después, en la iglesia de la Plaza del Libertador estaba plantada la Dolorosa con la mirada
clavada alta en la cruz, llorando sus lágrimas de diamante, ahogándose de angustia, entre dos hileras de seis
candelabros con doce cirios encendidos, a la espera del cuerpo de su dueña. Llegaron más hijos y nietos con
el ataúd de cedro a hombros y sin tarima lo descargaron al pie de la virgen, sobre la alfombra roja que
atravesaba el centro de la iglesia desolada, con la única presencia de los familiares que vivían en la Felicia.
La estancia se llenó del olor del incensario que batía un monaguillo. El padre Santacruz entonó responsos en
voz baja. Los vitrales con escenas de la pasión de Cristo se encendieron a la luz de los cirios. Resonaron
alegres las voces del órgano. Y las lágrimas no rodaron esta vez por las mejillas.

A José Raúl Jaramillo R.


por haberme regalado esta
bella historia de su bisabuela
® Rubén López

EL POBRE MILLONARIO
RUBÉN LÓPEZ RODRIGUÉ

En el atrio de la iglesia una expresión lastimera con claros visos desesperados extendía el brazo con un
sombrero de jipi japa, cuadro que contrastaba con la imponencia de la iglesia empezada a construir en
tiempos del padre Santacruz. El mendigo de labios entreabiertos de nuevo se quejaba de que su sombrero
estaba vacío (la verdad es que a cada instante se escondía la plata) mientras adentro el cesto de la iglesia se
llenaba de monedas y billetes. Había sacado un inmenso beneficio monetario y afectivo de una enorme llaga
en su pie derecho.
Se santiguó cinco veces con el billete de mil dirigiendo su mirar nublado hacia el alto resplandor del mediodía.
Era la hora del almuerzo pero prefirió quedarse extendiendo su mano a lo único que para él valía la pena en el
mundo. Sus harapos no daban la menor sospecha de que el viejo Asepio, reconocido mendigo de la Felicia,
era millonario y no disfrutaba de su fortuna ni la invertía.
El atrio de la iglesia, ineludible a los culpabilizados que se compadecían de sí mismos y compadecían a los
demás, resultaba más rentable que la jardinera de la Plaza de los Fundadores donde antes permanecía
sentado con un líchigo bajo el brazo, parpadeando constantemente para ayudar a despertar la conmiseración.
Oprimía con su figura andrajosa, con su mirar suplicante, con su voz trémula y apagada, con su mano larga y
raquítica que no vacilaba en levantar, con sus insultos cuando no le daban. Y a los más ingenuos les hacía
exigencias cada vez mayores, inclusive una colaboración hasta de cinco mil pesos para comprarse un pollo y
poder alimentar a su familia de lagartijas.
El reloj de la iglesia marcó las seis de la tarde. El viejo Asepio se fue camino de su caído rancho de tapia
revestida de boñiga y techo de palmeras en la Calle del Níspero. Le abrió uno de sus nietos, al que no saludó.
Se fue directo al comedor y empezó a bostezar.
—Hambre no es porque hace quince días me comí una mora —dijo, no sin humor.
Su desflecada mujer le sirvió una humeante sopa de arroz sin carne. El viejo Asepio la ingirió con parsimonia
y lástima. Apenas el día se vistió de negro le ordenó a su mujer y sus nietos acostarse para economizar luz.
Se dirigió a la pieza de rebujo. Sacó las llaves de un bolsillo de su raído pantalón. Abrió la puerta, prendió una
vela, entró y le echó llave a la pieza.
Habían pasado dos horas y su mujer le tocó a la puerta para anunciarle que la nueva vecina había venido
para ofrecerse en lo que pudiera servir. A pesar de que la vecina no estaba acorde con la costumbre, el viejo
Asepio no se apartó de su secreta actividad, y cuando calculó que se había marchado salió de la pieza y le
preguntó a su mujer en la cama:
—¿Y cómo se llama la que vino?
—Doña Matilde —respondió enojada su mujer.
—¿Y prestará platica?
Esta vez su mujer no contestó y se volteó contra la pared, acostumbrada a la misma murmuración de su
marido cada vez que éste conocía a alguien.
El viejo Asepio se encerró otra vez en la pieza de rebujo y prosiguió con su actividad. A la medianoche salió
de allí como un ladrón clandestino y por vez primera se percató de que las horas nocturnas ya no le
resultaban suficientes para tan dispendiosa labor.
A su avaricia de ojos borrados y aspecto lastimero no le bastaba con el entierro que se había sacado treinta
años atrás y que el buscador de tesoros Crispulo Buitrago, con su intuición de zahorí, habría envidiado. En
aquel entonces la pala de uno de sus trabajadores tropezó con una caja de metal, y al ser informado de ello
por el propio albañil, Asepio le hizo desviar la excavación:
—No siga por ahí. Siga por allá —le dijo señalándole con el dedo un lugar alejado.
En el menor instante en que vio la oportunidad de no ser visto, Asepio apartó tierra con un azadón y medio
inspeccionó el cofre. Entonces supo que era enorme y sospechó que encerraba algo que cambiaría
radicalmente su hilacha de vida.
—Ya pueden irse a almorzar —les dijo a los tres albañiles que había contratado, a pesar de que eran las once
y veinte de la mañana.
Los albañiles, habituados a salir a almorzar a la una de la tarde, abandonaron la construcción con el asombro
reflejado en sus miradas, ya que Asepio les robaba tiempo y en cambio se enfurecía si llegaban dos o tres
minutos tarde y otras veces no les permitía salir aduciendo que había mucho trabajo por hacer y que en tal
caso les daría plata para que comieran algo en la tienda de la esquina. Eso sí: no más de quince minutos.
—Pero ¿qué compramos con quinientos pesos? —le preguntaban, a la vez, desconcertados.
—¡Mecato! ¡Mecato! —contestaba fingiendo estar disgustado.
Estando a solas, Asepio se valió de pico y pala y desenterró el cofre. En el momento en que pudo abrir la
crujiente y oxidada tapa sus ojos borrados se abrieron y se encendieron. Y prometió no volver a trabajar
nunca más, pues cualquier trabajo le disgustaba y cuando lo asumía no paraba de rebuznar.
Pero la sospecha invadió al albañil que se topó, mas no descubrió, la «cosa metálica». Sospecha que se le
acentuó al regresar en la tarde y percatarse que su hallazgo ya no estaba en su lugar. Únicamente el
agregado de la finca de Asepio vio a éste perderse por la quebrada con una gran caja de hierro a sus
espaldas, hecho que le asombró sobremanera ya que ni dos hombres muy fuertes habrían podido con el
cofre. Así que el trabajador le hizo notar con discreción:
—Mire patrón, usted debió haber encontrado algo grande, muy grande. Téngame en cuenta, pues aunque no
sé exactamente qué había en ese cofre, yo lo vi primero.
—No se preocupe —le persuadió Asepio con voz susurrante. Y abriendo los ojos y poniendo el índice en sus
labios agregó: —Quédese callado y no se arrepentirá.
Al día siguiente las manos callosas y gruesas del albañil recibieron un crucifijo de oro, con el cual Asepio
obtuvo su silencio cómplice ante los dos albañiles restantes, quienes prosiguieron en la construcción de la
casa sin sospechar siquiera que allí habían encontrado el más grande tesoro jamás descubierto en la Felicia.
Con todo, Asepio pensaba que la ambición no rompe el saco y se dedicó a pedir.
En las noches se encerraba en la pieza de rebujo para admirar su fortuna, pues su vida se reducía a pedir y a
contar plata. Y en lugar de dar o prestar, prefería que los billetes se pudrieran en los costales de cabuya y que
las monedas se oxidaran en los cientos de tarros de galletas.
En una vejez en que nada le complacía, salvo atesorar, en el invierno de la vida, se sentía muy infeliz no
obstante el tener muchísimo dinero. Le angustiaba la soledad que a él no le servía de refugio y hogar y ello se
reflejaba en su tono de solitario que no se sabe escuchado. Ni siquiera su nieta Zoyla, que se preciaba de ser
muy compasiva, atendió a su demanda para que lo acompañara en su última estancia en la casa de campo.
«Es tan pobre que no tiene sino plata», pensaba de su abuelo.
Esa riqueza de vetas escondidas era bien superior a la de Pastor Oyola Feria, reconocido como el rico del
pueblo. Su avaricia, que no daba la hora ni el buen día, llegó hasta el punto de hacer colgar un racimo de
bananos de una viga del techo para que lo vieran los nietos, se antojaran y ante su pedido poder darles un
rotundo «no».
Una mañana de octubre presintió su fin y se acostó en su cama de madera ordinaria a esperar la muerte. «Sin
nada vine a este perro mundo y sin nada me voy», se dijo para sus adentros. Sin embargo, cuando agonizaba
con esa mueca inevitable de los muertos, su desflecada mujer entró a la habitación y el viejo Asepio estiró
como una garra su mano y apretó un billete de mil pesos que tenía sobre el nochero. Y pensó que mientras
dure su agonía la mujer haría lo mismo de siempre cuando él dormía: esculcarle los pantalones y comprar
para darles qué comer a los hijos y nietos. Pues ¿no hacía él cocinar un hueso en agua hasta al cabo de las
semanas sacarle toda la sustancia?
De modo que extrajo fuerzas no se sabe de donde y se incorporó en la cama, pateó la bacinilla, se puso la
misma ropa de siempre y los zapatos al revés, y se aseguró que no le faltaran en sus bolsillos los billetes
arrugados; y sin importarle las protestas airadas de su mujer se largó para la finca en la que no tendría un
regazo para reclinar su cabeza al morir.
El agregado de la finca, que siempre lo veía dirigirse con su líchigo colgando del hombro por la quebrada de
aguas mansas y vegetación herbácea, le manifestó con voz templada y pausada en su lecho de moribundo:
—Don Asepio, usted tiene toda su riqueza enterrada. Y le están sacando el entierro.
—¡Cuál! —exclamó levantando de la mugrienta almohada su cabeza encanecida, con ojos chispeantes y
desorbitados—. ¿El del chocho o el del níspero?
—El que está por la quebrada —respondió en tono burlesco el agregado. Y salió de la habitación sin decir
más palabra.
El viejo Asepio se quedó maldiciendo:
—¡Ladrones! ¡Bandidos! Ahora sí me enterraron del todo. ¡Buitres! ¡Chandas! ¡Infames! ¿Qué será de mí sin
la plata y las joyas que me gané? Yo las necesitaba para llevármelas al cielo aunque no las compartiera con
los angelitos. Ya sin nada es como irme a los infiernos a arder en las sartenes de los demonios. ¡Ahora sí me
llevó el Patas! Pero no. Esto no es un purgatorio. Tampoco un infierno, noo. El infierno está aquí, en la tierra, y
no en el «más allá». ¡Criminales! ¡Infames! ¡Desagradecidos ...!
Y a la par que la muerte con su boca indolente se posaba cual chapola negra sobre el viejo Asepio, esa
misma noche el agregado se fue bordeando la quebrada, guiándose con una linterna, y a pico y pala
desenterró los dos tesoros. Uno al pie del árbol del chocho. Y el otro, más grande aun, junto al árbol de
níspero.
AGUANTA, HIJO
RUBÉN GARCÍA GARCÍA

Una semana antes había caído un rayo: aislado, seco, ausente de agua, que partió en dos al cedro. A puro
golpe de hacha y machete lo desmenuzó; dejó el tronco principal con una rama adelante y varias atrás, con el
propósito de que su hijo jugara.
Llegó al agua sin aviso. Lo despertó su esposa porque lloraba el puerco y el perro no cejaba de ladrar. Al
levantarse para buscar el machete, se hundió en el barro hasta las rodillas. Como pudo, se allegó a la
lámpara...
¡Dios! Pensó que la presa se había roto.
Tomó el sable, el lazo y salió hacia la casa de su compadre Filemón, quien la había construido mirando al
cerro. Ubicó el camino, pero cambió de idea y volvió; seguramente, el arroyo no le dejaría paso.
—¡Vieja, apresúrate! ¡El agua sube muy rápido!
—Déjame, al menos, soltar los animales, para que ellos solitos busquen su vida. ¿Pero, adónde vamos?
—Hay que salir de aquí, tráete al niño con todo y colcha.
—¿Adónde? —volvió a decir.
En medio del chapoteo del agua, llegaba el ruido de árboles quebrados, el chiflido del viento y el grito agónico
de algunos animales.
A lo lejos, zumbaba el atropello del agua en el cauce del río. Miró el ceibo y sólo movió la cabeza. Pensó en
los demás preguntándose, qué harían.
—¿Adónde? —insistió su compañera.
—Aquí —y alumbró con la lámpara el tronco del cedro—, súbete y acomoda al niño en tus piernas, a él lo
situaremos en medio. ¡Voy a amarrarte!
—¡Pero no me aprietes mucho! No vayas a lastimar mi panza...
El agua hacía remolinos que saltaban de un lado a otro del río como si tuvieran zancos. Puercos y becerros se
distinguían porque lloraban en la inmensidad: eran quejidos que se volvían húmedos cuando el agua los
sumergía. A lo lejos, crepitaban los arbustos.
Hubo un momento en que el agua disminuyó su rugido. La alborada estaba cerca...
Con una mano, recorrió las hebras y nudos del mecate que sujetaban el cuerpo de su hijo al tronco. La
corriente, a cada metro se volvía más violenta.
Llegó la mañana; sólo se veían las puntas de los árboles, que parecían arbustos sembrados en el agua. La luz
tenue hacía que el paisaje luciera aún más desolado y en los recodos las sombras husmeaban agazapadas.
Pronto podrían alcanzar el puente nacional; sus ojos escrutaban la penumbra, con el deseo de saber si la
corriente del río no rebalsaría la plataforma. A cien metros, la estructura se veía borrosa, la corriente bufaba
enfurecida. Se dio cuenta que, para suerte de ellos, el agua aún pasaba bajo la estructura; pero también
grandes avalanchas rompían contra los gruesos muros de hierro y cemento.
—¡Aguanta, hijo! ¡Aguanta!
—¡Papá! ¡Papá, tengo frío!
—¡Aguanta, hijo! ¡Aguanta!
—¡Mujer! ¡Mujer! —gritó.
Sintió las manos del niño apretujadas en la cintura. Sólo contaba con siete años y era el vivo retrato de su
madre.
—¡Papá! ¡Papá, tengo hambre!
—¡Aguanta hijo! Ya vamos a salir de esto.
—¡Mujer! ¡Mujer! Arropa a tu hijo, mira que tiene frío. ¡Cuando les diga "ya" metan mucho aire en los
pulmones y después, ¡ya no respiren! Aguanta todo lo que puedas, hijo, ¡aguanta! ¡Recuerda! ¡Cuando te diga
ya!
¡El puente! ¡Ya!
Fueron segundos eternos… A punto de estallar, sintió los alfileres del agua y los pedazos de viento.
—Hijo, hijo... —quiso palpar y sólo sintió la humedad y el frío— ¡Hijo, hijo! —gritó con más fuerza.
—¿Ya puedo respirar, papá?
—Sí, hijo, respira.
El agua se mezcló con un instante de felicidad.
—¡Mujer! ¡Mujer! —gritó— Fernando, hijo, ¿y tu mamá?
—Ya no la siento, papá.
Apretó los dientes, crispó las manos y el sollozo se ahogó en el viento.
Allá muy cerca, en el pueblo grande, se veía a la gente y las lanchas, en busca de sobrevivientes.
El aguacero había amainado, pero una llovizna de dardos caían hiriendo sus ojos; el niño aferrado a la cintura
del padre y él a las ramas.
Días después, en la playa, la encontraron boca arriba, con las manos en cruz sobre su vientre, como
protegiendo a ese otro hijo que nunca iba a llegar. A su lado, un tronco cubierto de arena. Con la luz del
atardecer, los cristales de sal centelleaban sobre el verde intenso del musgo que recién nacía.
EL NARRADOR Y LA MUJER MAS FELIZ DEL MUNDO
ENRIQUE VÁSQUEZ

¿Recuerdas tu infancia Pedro? Vivías en Huaypata , un pueblito perdido, a tres horas en lomo de mula de San
Pablo. Huaypata era triste y pobre. No tenía luz eléctrica y la radio a transistores era el único contacto que
tenías con el mundo. Naciste ahí y te recuerdo con nostalgia pero con claridad.
Eras muy pequeño cuando sentado en el umbral de tu puerta pegabas la oreja al antiguo receptor de radio a
transistores de tu abuelo. Escuchabas "La media hora de Huaypata", el noticiero que desde San Pablo se
transmitía con noticias tan solo dedicadas a tu olvidado pueblito. El volumen lo ponías tan bajo que si no
hubieses estado ahí, todos pensarían que la radio estaba apagada y que era una extensión de tu cuerpo. Te
encogías acurrucándote contra el viejo aparato y tratabas de escuchar la voz del narrador. El, te iba diciendo
al oído, por treinta minutos, todo lo que a tu pueblo le podía interesar. ¡Cómo lo envidiabas! Lo imaginabas,
como un héroe, lo mitificabas frente a ese micrófono tan imponente como él, mientras las noticias emanaban
de su boca, y todo Huaypata, lo escuchaba. Eras un niño y querías ser como él cuando crecieras. Sólo tenías
siete años y soñabas con el momento, en el que frente a un micrófono, leyeses para todo el pueblo, las
noticias de las seis. Mientras tanto , el extraño ritual creado con el viejo artefacto de tu abuelo se cumplía con
pasmosa y disciplinada puntualidad. Tenías suerte, la escuela quedaba sólo a tres cuadras de tu casa y eso te
permitía llegar cinco minutos antes . Apenas tenías tiempo para decir un buenas tardes masivo en voz alta ,
para luego , sentado en el umbral de la puerta , esperar el ansiado momento en que harías girar el metálico
disco del dial hasta sentir el click para dar inicio a de tu rito diario. Y lo harías a las seis en punto, coincidiendo
con la fresca brisa que llegaba al languidecer la tarde. Luego, cuando el narrador , prodigioso e ignoto,
terminaba de contarte al oído las noticias, volvías a girar en sentido inverso, el dial, para dar fin al ritual del
día. Lo que seguía era tu frágil voz de niño, imitando esa voz casi divina, repitiendo casi una a una las noticias
que hace un instante habías escuchado. Te recuerdo de pié, con una escoba en la mano, cogiéndola al revés,
imaginando que esas pajas atadas eran el micrófono de OAX4X, Radio San Mateo, "directamente desde el
distrito la capital de la provincia de Huarochirí" - así empezaba siempre el narrador - , luego, iniciabas la
narración de imaginarias noticias, una tras otra , fantaseando que los cuatro mil (¿ o cinco mil?) habitantes de
tu pueblo, estaban como siempre escuchando, ahora de tu voz, "La media hora de Huaypata". Soñabas a que
llegue el día en que todos los huaypatinos fundan su oreja a la radio para escuchar llegar de tu voz las
mejores noticias del mundo. ¡Como anhelabas decir un día frente al micrófono: "Se inauguró hoy el servicio de
luz eléctrica en nuestro querido pueblo de Huaypata" o quizás " Inauguran hoy la carretera Huaypata – San
Pablo".
Y fuiste creciendo, Pedro, y entre noticiero y noticiero te enamoraste de Dorita, cuando apenas tenías quince
años. Y claro, los dos escuchaban juntos, ahora sentados en la plaza principal del pueblo "La media hora de
Huaypata". Luego paseaban y ella reía a carcajadas cuando comenzabas a narrar tus inventadas noticias
"directamente desde el distrito de la capital de Huarochirí", ahora con voz varonil y estentórea. Luego Dorita
se burlaba de ti, diciendo que pronto llegaría la carretera al pueblo, con ella la energía eléctrica y ya nadie
escucharía radio, pues todos verían la televisión. Tu sólo le repetías que antes de eso, estarías narrando
desde San Mateo las noticias para ella. Ese día - te decía ella- me harás la mujer mas feliz del mundo.
Dorita Carpio era una adorable adolescente de catorce años, hija del recién elegido Diputado Ezequiel Carpio,
hombre querido y respetado por todos, pero sin duda, adorado por Dorita. Se le partió el corazón el día que
Ezequiel se despidió de ella para viajar a Lima, ahora como flamante diputado electo. Esa noche prometió a
su pueblo luchar sin desmayo para lograr que el Gobierno haga realidad la carretera Huaypata – San Pablo.
Dorita roció su tez curtida con lágrimas cuando lo vió irse. Ezequiel la miró con una mirada tan dulce que
todos los presentes enmudecieron.
Dorita sólo había querido a otro hombre además de Ezequiel y ese hombre eras tu, Pedro. Te amaba. Y te
amó siempre, incluso después de lo que sucedió ese viernes.
Un día, no soportaste la curiosidad y te fuiste a San Mateo. Querías conocer el pueblo desde el cual llegaba la
voz divina y portentosa del envidiado narrador y así lo hiciste. Caminaste por las callecitas de piedras por
tantas horas que perdiste la noción del tiempo. El pueblo, aun siendo mas grande que el tuyo, seguía siendo
sólo eso , un pueblo. Pero para ti Pedro era la ciudad mas grande que habías conocido, llena de luces, de
tienditas, de callecitas, parques y camiones cargados de frutas o esperando ser llenados para salir rumbo a
otros pueblos. Y caminaste como poseído, mirando la gente que ahora no conocías , caminaste hasta
encontrar ese letrero inmenso, poderoso, de blancas y fuertes luces que decía "OAX4X Radio San Mateo". Te
detuviste mirando el frontis por varios segundos. Te detenías frente a tu gran sueño. Miraste la puerta abierta ,
quisiste pasar a mirar, pero alguien te detuvo.
—No puedes pasar muchacho. - escuchaste - En este momento están transmitiendo el noticiero de las seis.
A lo lejos escuchaste, muy tenue , la cortina musical que anunciaba "La media hora de Huaypata"
—Sólo déjeme mirar, le prometo que no molestaré – imploraste
—Si no haces ruido puedes mirar por esa ventanita – y señaló una pequeña ventana en una puerta.
Era la puerta que daba a la cabina radial. Desde ahí venía la música. Te acercaste Pedro, en punta de pies, y
miraste por la ventanita. Allí estaba el increíble ser que durante años te contó tantas cosas al oído. Quedaste
extasiado. Tu corazón palpitaba a cien por hora. Tenías frente a ti nada menos que al narrador, quien de pie,
frente a ese micrófono, le contaba a tu pueblo, que el proyecto de la carretera Huaypata – San Pablo estaba
siendo defendido por el diputado Ezequiel Carpio y que en algunos días el Gobierno tomaría la decisión final
sobre la eminente construcción. Te imaginaste a todos los huaypatinos, con la oreja fusionada a un radio a
transistores escuchando atentos cada palabra suya. Luego le llegaban mas papeles, con mas noticias que
una a una leía con voz firme y convincente. De pronto, nuevamente la música, anunciaba que el noticiero
había terminado . Viste al narrador dejar el cúmulo de papeles a un costado, para acercarse a la puerta.
Instintivamente te pusiste a un lado y lo viste pasar tan cerca que, hasta creo, Pedro, lo rozaste. Luego se
alejó.
Fue tanta la emoción Pedro, que no te percataste que te habías quedado solo. El vigilante te había olvidado y
estabas , como en muchos de tus sueños, frente a la cabina de transmisión. No fue que tomaras la decisión
de entrar, simplemente fue que entraste y aunque todos los equipos estaban apagados, empezaste a
fantasear que eras el narrador :
"OAX4X, Radio San Mateo, directamente desde el distrito la capital de la provincia de Huarochirí trayendo las
principales noticias de Huaypata . El día de hoy viernes ocho de Noviembre de 1965, el gobierno aprobó la
construcción de la carretera Huaypata – San Mateo, luego de las invalorables gestiones de nuestro querido
Diputado Ezequiel Carpio...."
No habías terminado de decir esas frases , empleando tu mejor voz cuando alguien te interrumpió.
—Muchacho, que haces ahí
No diste explicación alguna. Solo balbuceaste algo que ni tu entendiste. Era el narrador que al escuchar tu voz
había regresado. Estabas asustado.
—Sólo jugaba a ser usted. Discúlpeme señor. Ya me voy...
—No es necesario, ¿De donde eres? –preguntó el narrador
—De Huaypata – dijiste
—Huaypata....¿Sabes que yo soy de ahí?
Y te empezó a conversar mil cosas de tu pueblito, y tu lo escuchabas boquiabierto, no lo querías interrumpir
para nada, de pronto te dijo: —¿Sabes que lo hiciste muy bien?
—¿Que hice bien , qué, señor?
—Frente al micrófono. Hablas bien, hablas claro, tu voz es agradable....
—Siempre me gustó hacerlo –interrumpiste – la verdad es que sueño ser un día narrador de noticias, como
usted.
Le contaste como desde niño jugabas a que la escoba era un micro y cuan feliz serías si un día Dorita y todos
los Huaypatinos te escucharan anunciando las noticias en "La media hora de Huaypata".
—A un paisano , no le niego nada. Anda dile a Dorita que el próximo viernes, escuche el noticiero. Ese día tu
vas a ser el narrador. No te estoy regalando nada. Te he escuchado y creo que tienes pasta. El próximo
viernes tendrás tu oportunidad.
Te quedaste en blanco Pedro. No supiste que decir. Por tu cerebro recorrieron las imágenes de Dorita y toda
la gente con la radio en la oreja , escuchando tu voz, anunciando las noticias. Quien sabe, con suerte , te
corresponda anunciar la construcción de la carretera....
—¿Es verdad lo que me dice?
—Claro que es verdad. Dile a todos que el viernes a las seis enciendan la radio.
—Pero, debo aprender algo....practicar algo... – preguntastes
—No te preocupes. Las noticias te las irán dando mientras vas hablando. Sabes de memoria la presentación y
tu voz es buena, fuerte y clara. Todo saldrá perfecto. Solo preocúpate en estar aca el viernes a las seis.
El viaje de regreso, lo hiciste entre nubes. No cabías en ti de felicidad. Te imaginabas ya frente al micrófono ,
mientras cada huaypatino estaría atento a la radio y en especial tu querida Dorita. Pensaste mil maneras de
anunciarle la gran noticia, y al final decidiste que le darías una sorpresa, la mayor sorpresa de su vida.
—Dorita, para el viernes te tengo una gran sorpresa –le dijiste-
—¿Qué es, mi amor? – respondió intrigada.
—La mejor sorpresa de tu vida , sólo tienes que escuchar "La media hora de Huaypata"
—¿Es tan buena esa sorpresa?
—No podría haber otra mejor.
Y toda esa semana repitieron el diálogo, día tras día.
Cuéntame Pedro. ¿Qué va a pasar en el noticiero el viernes?
Te vas a enterar de algo que te va a convertir en la mujer mas feliz del mundo —le decías.
¿Y que tienes que ver tú en eso?
Que yo seré el hombre mas feliz del mundo también.
Todo Huaypata se enteró que Dorita y tu serían las personas mas felices el viernes a las seis. Pero guardaste
muy bien el secreto. Nadie sabía el porqué. La gente que se cruzaba con Dorita en la calle le decía : ¿Y?
¿Cómo está la mujer mas feliz del mundo? Dorita respondía – Todavía no lo soy. Lo seré el viernes a las seis.

Y llegó el día ansiado. A Dorita le habías advertido que la sorpresa sólo funcionaría si estaba ella sola. Asi que
muy temprano, por la mañana le dijiste:." Quiero ver a la mujer mas feliz del mundo mañana. Para eso debo
dejar de verla hoy"
Llegaste a San Mateo a las cinco. Estabas pulcro Pedro, con ese traje que yo mismo te presté. Te brillaban
los ojos. Dudaste que fuera cierto lo que estabas viviendo. ¿Y si sólo fue un sueño y nunca tuviste esa
conversación con el narrador? ¿Si sólo fue producto de tu imaginación febril? No, Pedro, no había sido un
sueño. Cuando llegaste a la Radio alli estaba él, esperándote. Te invitó a pasar y te acompañó a la cabina.
Luego te palmoteó al hombro y te deseó suerte.
—Todo va a salir bien, no te pongas nervioso. Cuando acabe la cortina musical es el momento de entrar. Tu
empiezas anunciando el noticiero. Luego te irán pasando las noticias y las leerás. Todo saldrá perfecto. En
diez segundos sales al aire.
Fueron diez segundos donde los latidos de tu corazón parecían los golpes de un tambor de guerra. El sonido
de la cortina musical se mezclaba con el de tu sangre , que fluía por tus venas de manera inuscitada. Te
imaginaste a Dorita , rodeada de amigas ,vestida de fiesta, esperando la sorpresa que la convertiría en la
mujer mas feliz del mundo.
"OAX4X, Radio San Mateo, directamente desde el distrito la capital de la provincia de Huarochirí trayendo las
principales noticias de Huaypata. Ahora los titulares del día en la voz de Pedro Ayarza"
En ese momento te hicieron llegar las hojas con las primeras noticias a narrar. Tu sangre hervía, te volviste a
imaginar a Dorita inmensamente feliz escuchándote.
" Hoy viernes quince de Noviembre de 1965, empezamos el noticiero con una triste noticia. Cumplimos con el
penoso deber de informar el asesinato cruel del que fue víctima , en la ciudad de Lima, el Diputado Ezequiel
Carpio, en un cobarde y vil atentado terrorista.
La noticia seguía , pero no fuiste capaz de decir una palabra más.
Te busqué durante la noche y todo el día siguiente. El narrador me contó que luego de leer esa noticia
enmudeciste y el tuvo que asumir la conducción del programa. De ti, nunca más supimos nada, ni yo ni Dorita
ni nadie en Huaypata.
El narrador al despedirme dijo "No es un buen profesional " .
Yo no supe que decirle.

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