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El hombre era como ellos

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El destino le aguardaba un puesto de honor. El ser humano tiene un miedo natural: llegar al
final de sus días. Y no solo es un pensamiento confuso, ocupando toda la memoria del
protagonista. Es un escalofrío que recorre al borde de la piel, una reacción instintiva ante
los oscuros momentos que se reflejan. La conclusión es aún peor: el instante de sentirse
insignificante.

Pocos hombres superaron la barrera con la que, grandes héroes, se topan una vez llegan a su
destino. Ser recordado por muchas más personas de las que podrías conocer. Esto afecta el
comportamiento del individuo. Y entonces, ante el espectáculo que impone la máquina, se
pierden. La fama es destructiva. Crea perfiles sobresalientes en una especie que la utiliza
para escapar de la realidad en la que vive. El anhelo de sentirse así crea seguidores.

En Portland, muy lejos de donde algunos de esos grandes héroes fundaron la nación, se
reverbera. Su cercanía con regiones que hoy pertenecen a otros reinos transforma su
nacionalismo. Las metrópolis de concreto son despreciadas, sin que algún leñador se
moleste. Habitan bares hechos de madera, espacios de poco resguardo ante la inevitable ola
de alteraciones que enfrentará cada poro de su cuerpo. Son distracciones. Con cicatrices en
la mano con la que levanta el tarrón. Con abundantes folículos pilosos que secan el residuo.
Oregon cambia las reglas, pero juega sin cesar.

Para un extranjero, tanta frialdad pondera. Algunos partieron con la misma rapidez con la
que llegaron. Otros se instalaron mientras se discutía su entrada a la manada. Y aquellos
que entraron sin preguntarlo, salieron despellejados. Este no era su caso. Ni mucho menos
su forma de faltar el respeto. Su tierra era tan convulsa que aquel extranjero se sintió como
si fuera su verdadera casa.

Con la puerta del bar entreabierta, observó la sala abarrotada de licor que medía la apertura
de la entrada. Miradas retadoras esperando el primer paso en falso. Su pausa entre ambas
El hombre era como ellos

dimensiones generó respeto, al mismo tiempo que lo otorgaba. Las distracciones que
separan momentos se hicieron presentes. El ruido del murmullo retomó protagonismo y,
aquel extranjero, concretó su llegada. Callado, en uno de los pocos lugares de la barra y con
The Dany Warhols de fondo, abrió un pequeño maletín vinotinto, con bordes desgatados y
aroma floral, mientras veía un recuadro de Kurt Cobain. Era el mismo bar en el que
Courtney Love conoció a su esposo.

Leyó en un capítulo sobre un campeón fugaz. Años más tarde él representaría esa figura.
Cada individuo del bar lo reconocía, pero a pesar de eso no dejó de tomar una pausa al
entrar. Ya no percibía miradas desafiantes, sino signos de admiración. Aquel extranjero les
recordaba un instante feliz, un escape de la cruda realidad. Siempre se sentó en el mismo
lugar. Aquella barra aún disfruta de ese hombre especial. Uno que se adueñó del bar sin
presumir o exigir devoción. Y así se ganó el respeto de todas aquellas almas: Porque era
como ellos.

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