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Concretamente, “Las Meninas”, la mayor obra de la pintura barroca española del siglo
XVII, es el resultado la construcción de un espacio altamente complejo, que no es otro que
el espacio de la Mirada misma.
Este espacio incluye lo que acontece afuera y al otro lado del cuadro.
La imagen deja ver al pintor y a las Meninas que observan a los reyes que aparecen
reflejados en un espejo ubicado al fondo. Estos elementos figurativos urden la trama lógica
de un espacio óptico absoluto que no puede contemplarse desde afuera. Inevitablemente
todo mirar queda atrapado e incluido en su interior.
En realidad, los términos atrapado e incluido son inexactos, concretamente, el espectador
resulta omitido.
El cuadro tiene por tema una escena banal en el Alcázar: el artista está pintando a los
Reyes, acompañados de la Infanta Margarita y cortesanos; sin embargo, la pintura provoca
acabadamente una ilusión de las tres dimensiones de la realidad valiéndose de sólo dos, el
marco de la tela es la puerta de una habitación; el rey es quien mira, reflejado en el espejo
y situado frente a éste, Velázquez.
Simultáneamente, el pintor somete al espectador a la soberanía todopoderosa del monarca
que emana de la omnipresencia de su capacidad visual.
(Velázquez era el pintor oficial de Felipe IV, rey absolutista, soberano que se considera
representante de Dios en el Mundo y única fuente legítima de autoridad).
El cuadro presenta lo que el Rey ve, con la calidad perceptual que posee su Mirada.
Su Poder absoluto proviene su Mirada infinitamente penetrante, capta la esencia de todas
las cosas.
La posesión de todos los “puntos de vista” de la realidad en su complejidad es la
característica que legitima y diviniza la Mirada Real. Aunque los retratos reales de la época
siempre se manifiesta frontalmente la presencia del monarca, en este cuadro lo que se ve
reflejado en el espejo es la excelencia de su Mirada, es decir, no se ve al Rey sino el poder
visual de sus ojos soberanos.
El ejercicio del poder real absoluto, por especial gracia divina, esta garantizado por la
concesión al monarca de facultades excelsas y, como síntesis de todas ellas, una total
acuidad visual, una penetración óptica absoluta, que capta la totalidad de lo existente y ante
la cual nada queda oculto.
Esa cualidad de la Mirada Real retoma las palabras de las Escrituras: «Has penetrado mis
secretos y me has conocido» que asimila la Mirada monárquica a la Divina.
Concretamente, Velázquez retrata lo Soberano mediante recurriendo a uno de sus atributos
fundamentales: la excelencia manifestada en su Mirada total.
Sin embargo, en “Las Meninas”, el pintor se sitúa en la misma localización jerárquica del
Rey; coronado por la práctica misma de su oficio, invierte el sistema de valores girándolos
sobre el eje que estructura al cuadro.
Todas las operaciones pictóricas se orientan a que el artista y todos los espectadores del
cuadro, alcancen la perspectiva, la posición, y las propiedades de la mirada real.
Para que sea posible compartir esa Mirada Absoluta debe mediarse una mutación: el rey
deja de ser un soberano todopoderoso y se convierte en un doméstico padre de familia, en
su casa, con su esposa, hija y servidores que, al ser retratado es "sustraído al Estado".
Solo en esta situación es posible compartir la Mirada Real. Asumirla en su ejercicio
soberano resulta una usurpación, una traición al rey, y un pecado contra Dios que lo ha
situado en su trono.
La visión monárquica debe ser central, todos los elementos de la imagen deben converger
en el ojo y en la imagen del Rey que es el centro del Poder.
Sin embargo, en la contemplación estética, el punto de vista del espectador coincide con el
del soberano como resultado de una proyección perspectiva.
En el espacio de la habitación se estructura una doble pirámide: el vértice de la primera
está en el ojo del que contempla (ubicada en el lugar del Rey) que se expande hasta
dominar toda la superficie de la imagen y se acopla a otra pirámide simétrica, que converge
hacia el fondo, hacia la pared con el espejo en donde se refleja el Monarca.
Por lo tanto la estructura compositiva de “las Meninas” permite acceder a la Mirada Real.
Hay un único punto de vista ideal e individual en el que se encaja, como una prótesis a
medida, el ojo del espectador y hay un único punto de fuga, en el que convergen todos los
elementos de la imagen y que es su centro. Velázquez asimila la perspectiva real a la
pictórica: un punto de vista único sobre la realidad (en el que el espectador es el rey y la
percepción individual). Fácilmente se produce la ilusión óptica de que el centro del cuadro
está en el espejo cuando, en realidad, se encuentra desplazado a la derecha.
En la obra el pintor usurpa el punto de vista del Rey.
Tal proceso de sustitución perceptual, de reversión se manifiesta en la puerta abierta al
fondo o en el espejo, que generan una translación circular contraria a la posición inicial.
Este giro denota que las jerarquías irreconciliables del rey y el espectador están
comprometidos en una relación necesaria de oposición; ambos giran sobre un mismo eje y
son complementarios. En la pintura, como entre los términos de una ecuación, se establece
una equivalencia.
A primera vista, en esa dimensión binaria, la posición soberana del Rey queda enunciada
por su ubicación en el interior del espejo; perfectamente centrado y aislado por la frontera
áurea del marco.
El espejo predica al cuadro como “retrato de la Mirada Real”.
Pero, al mismo tiempo, en la obra de Velázquez, la mirada Real es la Realidad de la
Mirada.
Por cierto, la inmensa tela dada vuelta no esconde nada dado que, concretamente, carece de
reverso. Pero, en tanto sugiere contener la imagen que devuelve el espejo, se le atribuye un
reverso que no es sino el propio cuadro que se presenta a la vista: Las Meninas.
Sin embargo, el espejo del fondo no refleja, como correspondería, la espalda del pintor
sino los rostros de los monarcas, se trata de un espejo “pintado” en el lugar de la imagen
especular de Velázquez, que se ubica a la izquierda.
Al invertirse la izquierda por la derecha, la verdadera imagen especular de Velázquez
resulta elidida de donde debiera aparecer: en el centro del cuadro y reflejada en el espejo
del fondo.
Si se supone un reverso de esa tela de donde asoma la figura del pintor, necesariamente
hay que imaginar que en ese reverso figura el cuadro completo de Las Meninas,
incluyendo lo que falta en el cuadro; el autorretrato que Velázquez está pintando
mirándose en el espejo del fondo.
Todos los personajes son históricamente identificables, el pintor, las infantas, los bufones
y, en el espejo, el matrimonio Real.
Pero existe otro personaje fundamental e invisible: el espectador.
Las Meninas instala un acontecimiento óptico que desestabiliza al espectador como centro
de gravedad del cuadro. El espectador es “aludido” por un complejo juego de miradas
cruzadas entre los distintos personajes de la representación ( incluso en su sentido teatral)
que, en última instancia, apuntan hacia el exterior del cuadro, hacia algo ubicado “del otro
lado del espejo”.
Cabe suponer que la agudeza intelectual del pintor advertía que la representación de un
punto de vista situado en un interior sólo puede presentarse enfocado hacia el exterior de la
tela.
En consecuencia, el espectador es reestablecido como centro de gravedad de la obra al ser
representado como lo ausente en la representación.
Sólo de esta manera sinuosa, propiamente barroca en lo que tiene de paradójica, es posible
representar un punto de vista que opera toda vez que un espectador se acerca al cuadro para
contemplarlo.
Sin embargo, lo que observa el espectador de Las Meninas es un ocultamiento cuya
opacidad es aludida por el lienzo vuelto de espaldas a su Mirada.
Este eficaz artefacto performativo provoca en el espectador la experiencia de su propia
existencia como situación inestable.
Ante el más ligero análisis de la lógica de esta representación pictórica, estalla una
revelación estremecedora: el contemplador, situado frente al cuadro es quien debería
reflejarse en el espejo.
Abruptamente, en el espacio de la pintura, los términos Imagen y Sujeto contemplador
pierden todo Sentido. Toda distancia del mirar está tachada.
En “Las Meninas” el espectador no tiene lugar, es un fantasma que ha sido desalojado.
Publicado por delestal en 14:01 1 comentario:
31.10.07
La Verdad de la Pintura
La practica de la representación de la Imagen se basa en un axioma tácito que nunca es
enunciado, el medio material que instaura la Imagen no debe ser manifestado.
La pura realidad física, la densidad de la pasta pigmentada debe ser negada, suprimida,
neutralizadas sus cualidades.
La materia prima que constituye a la Imagen participa de la pintura en tanto renuncia a su
materialidad.
La materia que hace presente a la Figura se ausenta de ella, es decir, no se representa, se
presenta como ausencia.
Los colores no representan nada en sí mismos, segmentar los estratos de un cuadro supone
el peligro segmentar la realidad que representa. Evidenciar la textura de la tela o la tabla,
evidenciar el espesor del pigmento, en suma, manifestar la materialidad de los medios
erosiona la condición ideal de la obra, desmiente la espiritualidad del Arte.
La sustancia plástica de la que se componen las imágenes representadas no es parte de lo
que debe ser visto, contemplado en la pintura.
Su materialidad debe asumir el carácter espectral de las imágenes mentales.
No hay relación entre la Imagen y su materia, sus régimenes de existencia resultan
inconmensurables.
Si bien, la densidad de los medios se articulan en la obra, esa articulación ocurre cuando el
cuadro está clausurado y ya no hay sintaxis posible.
La obra de arte es legitimada desde afuera, por el criterio que la reconoce como obra de
arte, pero este criterio no preexiste al arte, sino que es una imposición de la obra misma.
Es pertinente señalar aquí la teoría de Wollheim sobre la relación diferencial del ver-en y
el ver-como, según la cual en el acto de reconocer la figura pintada en la superficie de la
tela, el receptor omite deliberadamente la superficie y el pigmento que está mirando, y en
esa omisión desaparece la materia que lo figura.
El fondo no debe ser una superficie inerte, pero tampoco debe alcanzar la consistencia de
figura.
Van Gogh y Gauguin practicaron el retrato a través del color, donde remiten como fondo
vastos campos monocromáticos planos que, aunque carentes de ejes de perspectiva,
generan un fuerte efecto de amplitud espacial, percibíendose como extensión la infinitud
de su propia monocromía. Por su parte,la autonomía de la figura queda asegurada por los
colores compuestos, “alejados de la naturaleza”, y la densidad textural de la pincelada
cargada de pigmento. La figura es construida, casi esculpida, por gruesas pinceladas que no
ocultan el gesto de la mano sino que lo manifiestan como elemento expresivo.
Este procedimiento es retomado por Bacon donde las zonas de proximidad son inducidas
por secciones de superficies planas de color.
Los campos cromáticos comprimen a la figura que, a su vez, presiona hacia afuera el
drenaje de su cuerpo, el cuadro se estructura por la acción de dos fuerzas de igual
intensidad pero de dirección opuesta, por lo tanto, el dinamismo de la obra se “maquina”
según la mecánica del espasmo.
Por otra parte, el color de la carne, es resuelto por Bacon según una técnica ya presagiada
en Gauguin: una escala de tonos rotos, de matices calcinados, a partir de un color básico
indeterminable.
Es imposible establecer de que color, Bacon, pinta la carne, lo cromático fluye del blanco
al violeta, arrastra en sí al rojo y al verde; solo es determinable el negro, el negro absoluto
de las bocas abiertas.
El color primario de base se descompone en tonos, se corrompe y toda corrupción acontece
enla dimensión temporal.
Bacon logra comprometer al tiempo en lo inmóvil de la imagen mediante el color; la
superposición de tonos compuestos que suscitan el efecto de un movimiento variable como
un tránsito metabólico hacia la descomposición en la carne y la piel de los cuerpos-figuras.
Las series fotográficas de Muybridge, sucesión de fotogramas que registran cada instante
del movimiento humano, al igual que los manuales de radiología, fueron referentes
implícitos de numerosas pinturas de Bacon en formato de series o trípticos.
Así, en la década del 70, Bacon, recupera el formato arcaico del tríptico de un modo
particular, las secciones, inconexas, aparentan la yuxtaposición casual de tres pinturas
diferentes y autónomas, que niegan cualquier secuencia narrativa, jerarquía centralizada o
lateralidad que pudiera vincular las partes.
Impone un tipo de distribución brutal, desconectante, de los tres paneles diferentes que,
carentes de cualquier nexo simbólico implícito, solo se vinculan por la indiferencia.
Sin embargo, en ellos, se advierten “ritmos”, pero el ritmo nunca es cualidad de las figuras
o los colores. Al contrario, los ritmos y solo los ritmos son las únicas figuras.
Y en esto reside la función del formato tríptico: hacer evidente algo que solo existe
permaneciendo oculto.
Esta rítmica oculta resulta tan y evidente y consistente que el crítico Roger Fry se atreve a
formular su codificación sistemática.
Según Fry, lo que los paneles de los trípticos distribuyen diversamente es análogo a tres
ritmos básicos:
-un ritmo regular o “concomitante”
-un ritmo creciente o “diastólico”
-un ritmo disminuyente o “sistólico”
(Notablemente, basta cambiar sus denominaciones por las de integral, adjuntivo y
reductivo
para que quede formulada la “ecuación diferencial de acentuación combinatoria”, el
módulo métrico aleatorio ICT que utiliza Xenakis en sus composiciones musicales.)
Por ejemplo, el Tríptico VII de 1972 (Tate Gallery-Londres) muestra una figura cuya
espalda se ha reducido, pero cuya pierna está casi completa, y otra figura cuyo torso ha
sido completado, pero a la que le falta una pierna mientras la otra pierna fuga del marco.
Estos personajes resultan monstruosos consideradas como representación figurativa pero
afectan a lo crudamente sensorial como ritmos. “Personajes rítmicos” de un compás
tripartito, de un módulo triádico inercial con respecto al cual decrecen, aumentan, difieren
o se superponen.
El ojo táctil
Nota:
El término “háptico” proviene de la neurofisiología de la percepción no como opuesto a lo
óptico sino refiriendo a la cenestesia, la percepción integrada por la totalidad de las
facultades sensorias del cuerpo.
La sensibilidad propioceptiva (PERCEPTIVO-HÁPTICA y CENESTÉSICA) informa al
cerebro del grado de amplitud que, en cada instante, presentan las relaciones del cuerpo en
el espacio.
La sola percepción óptica es insuficiente para constituir una experiencia de realidad solo
posible por el concurso de todos los sensorios del cuerpo.
Concretamente, no hay percepción posible que comprometa autónomamente a un solo
sentido, ni objetos específicos de cualquier órgano sensible. La percepción puede
concentrarse pero siempre permanece indivisible.
A fines del siglo XIX, Riegl incorpora este término al léxico de la estética para ponderar
los valores expresivos de los bajorrelieves egipcios que suscitan una interpelación de lo
táctil.
Lo haptico se activa como una sensibilidad compensatoria difusa ante la percepción
concentrada de una obra de arte bidimensional por parte de un cuerpo cuya cenestesia es
siempre un registro tridimensional del entorno.
Aquí es necesario distinguir entre «lo táctil», «lo óptico» y «lo háptico», en relación con
los espacios diversos de la mano y del ojo, de los sentidos del tacto y de la vista: más allá
de «lo óptico», se hablará de lo «háptico» en el momento en que la vista misma descubre
en sí una función de tocar que le es propia , que no pertenece más que a ella, distinta de su
naturaleza óptica.
Precisamente,por esta orientación primaria al tacto antes que al ojo, Bacon es
genuinamente un pintor que, como los artistas rupestres, Rembrandt o Velazquez, trabaja
en lo más profundamente pictórico de la pintura.
Un artista ve pero trabaja con las manos, es pintor sólo en tanto que toca con los ojos ,
(función táctil o háptica de la vista) . Es pintor porque sostiene una rigurosa conexión del
ojo con la mano que «permite al ojo proceder como el tacto».
Esta particular situación senso-motriz implica una relación enormemente compleja que se
revela como la naturaleza específica del acto de pintar.
La pintura no es, estrictamente, un “arte visual”, es, también, un “arte manual”, un proceso
singular que compromete al ojo con la mano. La obra es concebida por el ojo pero
materializada por la mano; y la mano no es una herramienta pasiva, es un operador
autónomo y protagónico del acto de pintar.
Lo manual eleva lo óptico a una potencia, el gesto, la característica del trazo, es, en la
pintura, un elemento constitutivo y constituyente de la imagen visual.
Provee a la imagen de aspectos expresivos determinantes que lo óptico no alcanza a
“prever”.
De ahí, que, al mirar una pintura, la sensibilidad óptica resulte afectada y ampliada por una
fuerte pregnancia “táctil” visible en la imagen.
La obra es el resultado de un proceso compuesto, de una función con dos variables, la
sensibilidad óptica y las determinaciones motrices de la mano.
Esta particularidad original y originante de la pintura se revela en el inicio mismo del arte
rupestre.
El ojo ve la imagen que “imagina” en tanto la mano la instala como visible.
El ojo ve la figura pero, a la vez, ve la mano que la traza. Por lo tanto, la acción primigenia
que da a luz a la pintura es pintar la mano.
En las culturas arcaicas ojo y mano poseen poderes “mágicos” equivalentes.
Si hay, en el discurso fundante del Arte, una “metafísica” del ojo, hay, también una
“metafísica” de la mano que permanece impensada.
El Abismo de la Carne
Las figuras de Bacon no son cuerpos ideales sino meros cuerpos en situaciones de
coerción.
Los miembros, los vientres, las cabezas, son carne modelada por fuerzas invisibles.
La carne es el abismo del cuerpo.
La figura no es una relación de forma y materia, sino de materiales y fuerzas
Ante todo, una fuerza inercial de la carne misma que se expande hacia la descomposición y
una fuerza aspirante del espacio vacío.
Bacon es, ante todo, un retratista, pero un retratista de cabezas viscerales, la caras son los
muñones de cuerpos mutilados de rostro, que habitan una zona de indiscernibilidad entre el
hombre y el animal.
La carne es la materia común del hombre y la bestia, su región de ambigüedad indecidible.
La carne integra un espacio donde no se discierne entre el hombre y el animal, donde el
cuerpo del hombre experimenta una dilatación de sus límites hasta el punto de abarcar y
confundir íntimamente dos determinaciones extremas: la bestialidad y el espíritu.
El tema místico y espiritual de la crucifixión en Francis Bacon que jamás pinta cruz
alguna, no es otra cosa que la crucifixión de la carne en los huesos.
La Pasión de Cristo y el matadero convergen y se igualan en el ámbito de la carnicería.
Bacon confiesa haber estado desde siempre afectado por las imágenes de las carnicerías,
para él, la carne animal colgada y sangrante tiene una relación íntima y de estrecha
similitud con la profusa tradición pictórica de la Crucifixión.
Experimenta el asombro religioso de lo indistinto en ese lugar de indiscernibilidad
marcado por el sufrimiento, donde advierte una identidad de fondo en la realidad del
devenir: el hombre que sufre es
una bestia, la bestia que sufre es un hombre.
La Vía Sensitiva
El carácter físico de la sensación refiere a las cosas en cuanto “están” presentes y en ese
“estar” adviene lo real mismo.
Las cosas son reales porque están físicamente presentes.
Y por participar de esta presencia material, el Arte nunca conlleva una elevación
“espiritual” ni una representación metafísica.
El arte interpela al hombre como cuerpo.
Siendo un cuerpo, la pintura afecta directamente desde la presencia física de los materiales
que instauran la representación. Los colores operan directamente como estímulos sobre el
sistema nervioso antes que remitir a lo simbólico.
En la experiencia artística, no hay dualidad entre el cuerpo y el espíritu, ninguno es lo
opuesto ni el fundamento del otro, ninguno es sustantivo, porque en lo sensible no hay
otro.
La imagen es anterior a cualquier pensamiento que piense desde la dualidad idea y materia.
La sensación nace del estímulo afectante de una presencia exterior sobre un órgano
provisorio que lo difunde a la totalidad del cuerpo; y el pensamiento es un momento, entre
otros, de la afección del cuerpo.
La pintura en general, y la de Bacon en particular, solo resultan “inteligibles” desde esa
concepción atípica y original del discurso filosófico que elabora el estoicismo.
La doctrina estoica, con más de 2000 años de antigüedad, fue retomada por Peirce como
base del desenvolvimiento de la Semiótica.
La lógica de la escuela estoica, surgida en el siglo II A.C., es una lógica de los cuerpos
sustentada en
una particular teoría del signo y la afección.
Para los estoicos la significación se compone de tres elementos: el significado, lo que
significa y aquello que es referido, de ellos, dos son cuerpos materiales: la cosa real y la
imagen o vocablo que lo significa, solo el significado es inmaterial.
Por ejemplo: un perro es cuerpo material, la palabra perro o la imagen pintada que refiere a
un perro son también cuerpos materiales, únicamente el significado, la relación de
representación que los vincula es abstracta, inmaterial.
El estoicismo es un materialismo empirista, no hay conocimiento sin experiencia sensible.
Toda afección es el efecto de la acción de un cuerpo sobre otro.
Existe solo lo actúa o padece una acción, y solo los cuerpos materiales pueden actuar o
padecer una acción.
A partir de esta lógica puede metabolizarse, por sobre toda trascendencia metafísica, la
realidad física y material de la obra de Arte.
La pintura deja de ser una representación de una significado abstracto para revelarse como
la afección física de un cuerpo material (la pintura) sobre otro cuerpo material (el
espectador).
Con respecto a esta pintura de la sensación, no creada pero sí refundada por Cézanne,
Bacon, libera una peculiaridad, una nueva forma de ver, una perspectiva encarnada del
pensar “en” el arte y no sobre el arte.
Un pensamiento que se desprende del afán de dominio de un objeto siempre supuesto y
sometido a un sujeto omnipotente capaz de operar con la claridad y distinción de su juzgar.
Esta forma de enunciación no subjetiva y asignificante tiene por dimensión un espacio-
tiempo indeterminado, caótico, “lo borroso” y “el tránsito”, de las Figuras de las obras de
Bacon, abren una nueva forma de componer en pintura, y con ello, de presentar el arte
fuera de las coordenadas de significado y significante.
Dicha cuestión es central para el proyecto de una lógica (y no de una estética) donde el
sistema de enunciación no pretende explicar ni entender la pintura, sino sólo mostrar como
la Afección escapa a toda categorización, su aprehensión en “lo borroso”, en lo presencia
“inconmensurable”, presencia que no es un presente, que no se revela a la razón que
procede a someter los datos sensibles a un proceso de lectura; la revelación permanece
oculta para la mente pero no para la “carne” que se siente “tocada” violentamente por la
Afección.
Esa es la forma de tiempo que se muestra en el cuadro; en “lo borroso”, en “el tránsito” o
“la torsión” de la Figura que escapa siempre a su determinación mostrándose en la
inaprehensión del instante.
Este instante “pervierte” corrompe el espacio que habita la Figura “deforme”, “borrosa”,
“móvil”, “torcida”. El tiempo se ha pervertido, y, con él, toda la aptitud del espacio para
alojar criaturas “representadas” de acuerdo a formas convencionales y reconocibles, en las
que la imitación del mundo “real” es ley y orden. Este espacio que expulsa la
representación se abre como el ámbito que puede alojar en él lo irregular hasta el punto
“límite” antes de convertirse en abstracción o expresionismo.
En este límite donde se sitúa una forma (no identificable) que no es ni la del hombre, ni la
del animal, sino la zona común a ambos: la carne, espacio de des-composición que se vacía
de las formas constantes y regulares para colmarse de lo inestable, aquello que es
apariencia de su desaparición.
Por la misma intuición adviene la singular forma del tiempo en sus cuadros: el devenir
como des-composición.
La energía física, manual, que deforma - modela la Figura de manera violenta desgarra a su
vez el espacio en que se instaura, descompone el espacio de figuración para que emerja la
Figura. Destruyendo el espacio del Orden “cósmico” emerge el espacio “caótico”.
Y aquí aparece un problema complejo.
Cabe preguntarse si existe una presencia más allá de lo presente o si el límite en que se
construye el espacio de las Figuras es ese límite que podríamos nombrar como el límite del
Caos, en el que la inestabilidad es la norma misma del orden.
No hay lugar en este texto para tocar cuestiones como la metafísica de la presencia y la
teoría de caos, sin embargo, estos dos puntos son de los de mayor importancia en estudio
de la obra de Bacon. El primero, el de una presencia sin presente,que implica situarse
afuera de la metafísica occidental, el segundo, investigar cómo en la pintura se da una
situación similar a la de la ciencia, sobre todo a la de la física, y su incorporación de
variables que no tienden a un orden “ficticio” como el que persiste toda vez que es pensado
que la naturaleza se nos muestra a través de leyes regulares, sino encontrar un cierto
equilibrio, al que constantemente amenaza el delirio y la desmesura.
La Figuración a la que se apunta es la de una Figura que capta la “sensación”, pero que no
tiene que ver con una Figura reconocible o identificable “racionalmente”, la figuración que
sólo puede ser “sentida” y no “entendida”.
Alejándose del orden de la representación es como el pintor se libera del arte metafísico,
revela un “espíritu diferencial” que no participa de lo absoluto de la Unidad.