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La Mirada Absoluta - Las Meninas como catástrofe visual.

Eduardo Del Estal

http://delestal.blogspot.com/search?q=historia+de+la+mirada

Resulta dificultoso determinar a que normativa de organización espacial corresponde este


cuadro de Velázquez que irrumpe en la historia occidental de la representación.
Su condición extraordinaria reside en que, contra todas teorías de la estética, debe verse
simultáneamente como una réplica de la realidad y como una realidad misma.
Hasta entonces la pupila del pintor giraba en torno a de los objetos objeto siguiendo una
órbita subordinada. Velázquez resuelve fijar despóticamente el punto de vista.
Todo el cuadro nace de un solo acto de visión, y las cosas deben desplazarse para ser
incluidas en su campo visual. Si lo Real para Descartes es el espacio, para Velásquez lo es
el vacío entre el ojo y lo distante; la masa de aire que se extiende entre la pupila y el límite
de su campo visual.

Las Meninas se resiste a una sola interpretación y genera un cortocircuito perceptual, en


tanto depende de dos formas contradictorias, aunque inseparables, de entender la relación
del cuadro con la realidad, que mantiene al espectador en suspenso.
Aunque se trata de un cuadro nacido a partir de la confianza en la representación y definido
por ella; en el siglo XVII , “representación” ha dejado de ser un concepto unívoco.
En esa época temprana de la evolución epistemológica, la “mimesis” asume modalidades
dispares y depende de nociones diversas acerca del realismo de lo Real. Velazquez no
resuelve la paradoja de la diversidad de lo visible sino que la inscribe en una cinta de
Moebius donde la continuidad y no la fractura sea la norma.
Antes que pintar los objetos tal como se ven, Velázquez pinta el ver mismo.

Concretamente, “Las Meninas”, la mayor obra de la pintura barroca española del siglo
XVII, es el resultado la construcción de un espacio altamente complejo, que no es otro que
el espacio de la Mirada misma.
Este espacio incluye lo que acontece afuera y al otro lado del cuadro.
La imagen deja ver al pintor y a las Meninas que observan a los reyes que aparecen
reflejados en un espejo ubicado al fondo. Estos elementos figurativos urden la trama lógica
de un espacio óptico absoluto que no puede contemplarse desde afuera. Inevitablemente
todo mirar queda atrapado e incluido en su interior.
En realidad, los términos atrapado e incluido son inexactos, concretamente, el espectador
resulta omitido.

En la construcción de ese espacio Velázquez demuestra un total dominio de la perspectiva


aérea. Su talento consigue pintar la luz y la atmósfera de la habitación e inducir un efecto
de profundidad dentro de una habitación cerrada por la acción de dos focos lumínicos: uno
procedente de la ventana que se encuentra a la derecha y otro que irradia desde la puerta
abierta en la que se recorta la figura del aposentador de palacio.
Además, la pincelada gestual y densamente empastada de pintura corporizan manchas que
solo devienen figuras representativas a una distancia mayor de cinco metros.
Cromáticamente, la obra es un notable producto de la “pintura tonal”, cuya coloración
general monocorde se basa en el principio óptico por el cual los colores vivos y saturados
atraen la mirada hacia ciertos puntos dificultando la percepción global de la estructura
espacial que es el motivo fundamental de la obra.
Su espacio tonal no es un «espacio pasivo», como en la pintura del renacimiento o del
gótico, su profundidad es determinada por cesuras ópticas, por la iluminación y las
relaciones recíprocas entre las cosas y las actitudes de los personajes.
Velázquez construye la perspectiva espacial mediante manchas luminosas que enfocan o
desenfocan escalonadamente a las figuras.

El cuadro tiene por tema una escena banal en el Alcázar: el artista está pintando a los
Reyes, acompañados de la Infanta Margarita y cortesanos; sin embargo, la pintura provoca
acabadamente una ilusión de las tres dimensiones de la realidad valiéndose de sólo dos, el
marco de la tela es la puerta de una habitación; el rey es quien mira, reflejado en el espejo
y situado frente a éste, Velázquez.
Simultáneamente, el pintor somete al espectador a la soberanía todopoderosa del monarca
que emana de la omnipresencia de su capacidad visual.
(Velázquez era el pintor oficial de Felipe IV, rey absolutista, soberano que se considera
representante de Dios en el Mundo y única fuente legítima de autoridad).
El cuadro presenta lo que el Rey ve, con la calidad perceptual que posee su Mirada.
Su Poder absoluto proviene su Mirada infinitamente penetrante, capta la esencia de todas
las cosas.
La posesión de todos los “puntos de vista” de la realidad en su complejidad es la
característica que legitima y diviniza la Mirada Real. Aunque los retratos reales de la época
siempre se manifiesta frontalmente la presencia del monarca, en este cuadro lo que se ve
reflejado en el espejo es la excelencia de su Mirada, es decir, no se ve al Rey sino el poder
visual de sus ojos soberanos.

El ejercicio del poder real absoluto, por especial gracia divina, esta garantizado por la
concesión al monarca de facultades excelsas y, como síntesis de todas ellas, una total
acuidad visual, una penetración óptica absoluta, que capta la totalidad de lo existente y ante
la cual nada queda oculto.
Esa cualidad de la Mirada Real retoma las palabras de las Escrituras: «Has penetrado mis
secretos y me has conocido» que asimila la Mirada monárquica a la Divina.
Concretamente, Velázquez retrata lo Soberano mediante recurriendo a uno de sus atributos
fundamentales: la excelencia manifestada en su Mirada total.
Sin embargo, en “Las Meninas”, el pintor se sitúa en la misma localización jerárquica del
Rey; coronado por la práctica misma de su oficio, invierte el sistema de valores girándolos
sobre el eje que estructura al cuadro.
Todas las operaciones pictóricas se orientan a que el artista y todos los espectadores del
cuadro, alcancen la perspectiva, la posición, y las propiedades de la mirada real.
Para que sea posible compartir esa Mirada Absoluta debe mediarse una mutación: el rey
deja de ser un soberano todopoderoso y se convierte en un doméstico padre de familia, en
su casa, con su esposa, hija y servidores que, al ser retratado es "sustraído al Estado".
Solo en esta situación es posible compartir la Mirada Real. Asumirla en su ejercicio
soberano resulta una usurpación, una traición al rey, y un pecado contra Dios que lo ha
situado en su trono.
La visión monárquica debe ser central, todos los elementos de la imagen deben converger
en el ojo y en la imagen del Rey que es el centro del Poder.
Sin embargo, en la contemplación estética, el punto de vista del espectador coincide con el
del soberano como resultado de una proyección perspectiva.
En el espacio de la habitación se estructura una doble pirámide: el vértice de la primera
está en el ojo del que contempla (ubicada en el lugar del Rey) que se expande hasta
dominar toda la superficie de la imagen y se acopla a otra pirámide simétrica, que converge
hacia el fondo, hacia la pared con el espejo en donde se refleja el Monarca.

Por lo tanto la estructura compositiva de “las Meninas” permite acceder a la Mirada Real.
Hay un único punto de vista ideal e individual en el que se encaja, como una prótesis a
medida, el ojo del espectador y hay un único punto de fuga, en el que convergen todos los
elementos de la imagen y que es su centro. Velázquez asimila la perspectiva real a la
pictórica: un punto de vista único sobre la realidad (en el que el espectador es el rey y la
percepción individual). Fácilmente se produce la ilusión óptica de que el centro del cuadro
está en el espejo cuando, en realidad, se encuentra desplazado a la derecha.
En la obra el pintor usurpa el punto de vista del Rey.
Tal proceso de sustitución perceptual, de reversión se manifiesta en la puerta abierta al
fondo o en el espejo, que generan una translación circular contraria a la posición inicial.
Este giro denota que las jerarquías irreconciliables del rey y el espectador están
comprometidos en una relación necesaria de oposición; ambos giran sobre un mismo eje y
son complementarios. En la pintura, como entre los términos de una ecuación, se establece
una equivalencia.
A primera vista, en esa dimensión binaria, la posición soberana del Rey queda enunciada
por su ubicación en el interior del espejo; perfectamente centrado y aislado por la frontera
áurea del marco.
El espejo predica al cuadro como “retrato de la Mirada Real”.
Pero, al mismo tiempo, en la obra de Velázquez, la mirada Real es la Realidad de la
Mirada.

En “Las Meninas” se suscita la apertura de una «cuarta dimensión» inducida por un


movimiento recursivo del afuera hacia el interior y desde el interior se revierte nuevamente
hacia el afuera.
Los Reyes, fantasmagóricamente reflejados en el espejo, enfrentando al contemplador,
potencian la proyección del cuadro hacia la exterioridad.
La complejidad del dispositivo pictórico montado por Velázquez se incrementa por la
inclusión del propio artista dentro del cuadro en el acto de retratar a los reyes.
En rigor, a la apariencia de los reyes, dado que la pareja Real se encuentra situada en el
exterior del cuadro.
Los rostros de los monarcas reflejados no son los corpóreos, sino las imágenes ideales
pintadas por Velázquez en el lienzo, cuyo bastidor aparece en primer término, y del que
sólo un fragmento capta el espejo, pues si los reyes se ubicaran realmente fuera del cuadro,
se reflejarían en el espejo en un tamaño menor.

Por cierto, la inmensa tela dada vuelta no esconde nada dado que, concretamente, carece de
reverso. Pero, en tanto sugiere contener la imagen que devuelve el espejo, se le atribuye un
reverso que no es sino el propio cuadro que se presenta a la vista: Las Meninas.
Sin embargo, el espejo del fondo no refleja, como correspondería, la espalda del pintor
sino los rostros de los monarcas, se trata de un espejo “pintado” en el lugar de la imagen
especular de Velázquez, que se ubica a la izquierda.
Al invertirse la izquierda por la derecha, la verdadera imagen especular de Velázquez
resulta elidida de donde debiera aparecer: en el centro del cuadro y reflejada en el espejo
del fondo.
Si se supone un reverso de esa tela de donde asoma la figura del pintor, necesariamente
hay que imaginar que en ese reverso figura el cuadro completo de Las Meninas,
incluyendo lo que falta en el cuadro; el autorretrato que Velázquez está pintando
mirándose en el espejo del fondo.

Dentro de la compleja estructura de "Las Meninas", Velazquez sitúa al sujeto de la visión


en dos posiciones: el punto de fuga se halla alrededor del puño derecho de José Nieto
Velásquez, parado en la puerta abierta del fondo. El dato es relevante.
Para las normas de la perspectiva geométrica el punto de fuga es el núcleo organizador de
la proyección espacial, o sea, el punto de vista del pintor.
La otra localización reside en el espejo donde coloca la imagen de los Monarcas.
Significativamente, este reflejo es ilusorio ya que supone una Mirada en la pareja Real que
contempla una imagen opuesta a un reverso que no existe.
Necesariamente en el cuadro se representa una ausencia: no es posible ver, al mismo
tiempo, a Velázquez pintando y a su obra pintada.
Esta imposibilidad se deriva de un principio de la “Lógica Representiva” de acuerdo al
cual el representante no puede representarse a sí mismo.
(Sólo cabe imaginar a Velázquez pintando a Velásquez).

Todos los personajes son históricamente identificables, el pintor, las infantas, los bufones
y, en el espejo, el matrimonio Real.
Pero existe otro personaje fundamental e invisible: el espectador.

Las Meninas instala un acontecimiento óptico que desestabiliza al espectador como centro
de gravedad del cuadro. El espectador es “aludido” por un complejo juego de miradas
cruzadas entre los distintos personajes de la representación ( incluso en su sentido teatral)
que, en última instancia, apuntan hacia el exterior del cuadro, hacia algo ubicado “del otro
lado del espejo”.
Cabe suponer que la agudeza intelectual del pintor advertía que la representación de un
punto de vista situado en un interior sólo puede presentarse enfocado hacia el exterior de la
tela.
En consecuencia, el espectador es reestablecido como centro de gravedad de la obra al ser
representado como lo ausente en la representación.
Sólo de esta manera sinuosa, propiamente barroca en lo que tiene de paradójica, es posible
representar un punto de vista que opera toda vez que un espectador se acerca al cuadro para
contemplarlo.
Sin embargo, lo que observa el espectador de Las Meninas es un ocultamiento cuya
opacidad es aludida por el lienzo vuelto de espaldas a su Mirada.
Este eficaz artefacto performativo provoca en el espectador la experiencia de su propia
existencia como situación inestable.
Ante el más ligero análisis de la lógica de esta representación pictórica, estalla una
revelación estremecedora: el contemplador, situado frente al cuadro es quien debería
reflejarse en el espejo.
Abruptamente, en el espacio de la pintura, los términos Imagen y Sujeto contemplador
pierden todo Sentido. Toda distancia del mirar está tachada.
En “Las Meninas” el espectador no tiene lugar, es un fantasma que ha sido desalojado.
Publicado por delestal en 14:01 1 comentario:
31.10.07
La Verdad de la Pintura
La practica de la representación de la Imagen se basa en un axioma tácito que nunca es
enunciado, el medio material que instaura la Imagen no debe ser manifestado.
La pura realidad física, la densidad de la pasta pigmentada debe ser negada, suprimida,
neutralizadas sus cualidades.
La materia prima que constituye a la Imagen participa de la pintura en tanto renuncia a su
materialidad.
La materia que hace presente a la Figura se ausenta de ella, es decir, no se representa, se
presenta como ausencia.
Los colores no representan nada en sí mismos, segmentar los estratos de un cuadro supone
el peligro segmentar la realidad que representa. Evidenciar la textura de la tela o la tabla,
evidenciar el espesor del pigmento, en suma, manifestar la materialidad de los medios
erosiona la condición ideal de la obra, desmiente la espiritualidad del Arte.
La sustancia plástica de la que se componen las imágenes representadas no es parte de lo
que debe ser visto, contemplado en la pintura.
Su materialidad debe asumir el carácter espectral de las imágenes mentales.
No hay relación entre la Imagen y su materia, sus régimenes de existencia resultan
inconmensurables.
Si bien, la densidad de los medios se articulan en la obra, esa articulación ocurre cuando el
cuadro está clausurado y ya no hay sintaxis posible.
La obra de arte es legitimada desde afuera, por el criterio que la reconoce como obra de
arte, pero este criterio no preexiste al arte, sino que es una imposición de la obra misma.

Es pertinente señalar aquí la teoría de Wollheim sobre la relación diferencial del ver-en y
el ver-como, según la cual en el acto de reconocer la figura pintada en la superficie de la
tela, el receptor omite deliberadamente la superficie y el pigmento que está mirando, y en
esa omisión desaparece la materia que lo figura.

La materia plástica es obligada a renunciar a su propia naturaleza para asumir la de los


objetos representados; la azurita, el amarillo de cadmio, el blanco de titanio, los óxidos
ferrosos dejan de existir, son transmutados en terciopelo, piedra, musgo, carne, agua, o
sangre
Pero la transmutación representativa no opera una transubstanciación, la materia no
desaparece, la imagen no suprime a la sustancia y la materia permanece presente
manifiestando otra cosa, ajena a lo representado.
Sin embargo, los materiales que conforman un cuadro pueden poseer un valor autónomo,
siempre que estos valores sean abstractos como, por ejemplo su costo monetario.
El color azul del manto de San Francisco de Asís pintado por Sasseta en el siglo
XV manifiesta un contenido relevante en el ofrecimiento del Santo.
Por estar pintado con lapislázuli, el más costoso de los pigmentos, expresa la elevada
dimensión del ofrecimiento.
Pero el costo no es una propiedad del color y si bien cualquier espectador de la época podía
registrar su costo como efecto de sentido, no revela nada con respecto a la afección
sensible de ese azul.
El sistema de valores que encarece un pigmento opera fuera del cuadro y es indiferente a
las cualidades inherentes al pigmento.
Si el dispendio de dinero puede implicar algún valor espiritual, es la materia con la que ha
sido representado el manto la que lo revela y no el manto mismo, verdadero objeto de la
donación.
En la tradición representativa de la pintura la materialidad del medio pictórico es ocluida
en favor de la veracidad realista de la Imagen. En este artificio ilusionista se involucra la
naturaleza misma de la pintura, instaurar un simulacro realista que oculte lo real, y lo real,
en la pintura, no es otra cosa que la materialidad de la tela y el pigmento, el verdadero
cuerpo del cuadro.

Instalado el rechazo a reproducir la realidad externa en el cuadro, rechazo que comparten


en distintos grados el impresionismo, Cezanne o los cubistas, se instaura sobre la tela una
ecuación donde la sustancia material es un valor positivo y operante.
La materialidad, la sensación concreta de lo visible deja de perder sus cualidades al ser
transferida a la tela, cualidades que que adquieren funciones expresivas.
Basta pensar en los densos espirales de pigmento amarillo que aturden en los cuadros de
Van Gogh.
Al misterio afectivo de la Imagen se suma el misterio afectivo de las sustancias que, hasta
entonces, era sustraído.
De este modo, el tratamiento de un pigmento, su densidad cromática, las cualidades del
trazo y su textura, participan del contenido del cuadro. Son incluidas en el sistema de la
obra como materia autónoma que conserva intacta la naturaleza de su procedencia
extrasistémica.

Desde “Las señoritas de Avignon” el cubismo se estableció en un espacio bidimensional


en el que se resalta la identidad material de la pintura.
La obra plástica devino así en una extensión sobre la que el pintor se proponía manifestar
en lugar de simular.
Sobre esa superficie, antes que pretender reproducir el mundo exterior al cuadro, el
pintor legisla sobre un universo autónomo, la materia deja de ser ajena a la Imagen para
instituirse como Imagen misma, como una presencia irrefutable.
La pintura, materia que se presentaba para ser vista como otra cosa, revela la verdad de ser
una cosa misma.
El cuadro es, en efecto, un artefacto que fija la distancia que hay entre su materia figurativa
y cualquier otra con la que se describa el mundo.
La pintura elige la cualidad como modo de representación (el cualisigno de Pierce) y en
una acción específica que sólo le corresponde a ella, su materia constitutiva se presenta
como pura materia óptica.
La imagen, sin relatos que ofrecer, y no por ello menos histórica, retiene y contrapone su
propia materia pictórica frente a la representación formal.
Formulado contrariamente; se trata del abandono de la imagen de la prolongada
gobernación óptica, para constituirse como sensación que inspira la materia, lo háptico .
La pintura es un absoluto, condensando en su materialidad y presentación un instante
capturado, muestra de todos los instantes posibles. En otras palabras, la pintura es, por
definición, una imagen conservadora que; conservando su materia plástica, se conserva a sí
misma.

La diferencia entre Arte y artificio parece residir en la ejecución de un acto pictórico no


representativo donde se destaca abiertamente la materialidad de sus elementos
constituyentes.
Lo que se desencadena en una obra de esa naturaleza es una suerte de afección entre sus
elementos materiales (cuerpo de la obra) y su “trazo”, es decir, aquello que manifiesta su
naturaleza indeterminada .
Cabe hablar entonces de una capacidad interna de la pintura, que permite relacionar
activamente la materialidad y su indeterminación. Concretamente, la presencia de una
sensación física como criterio de verdad de la pintura (de aquello que se presenta real en
ella y por ella), no es puramente su materialidad, sino el sistema de los afectos que se
convocan en virtud de su materialidad.
Esa sensación inmediata y, a la vez, infinita que supone la pintura es la propia
“conservación de la sensación”, aquello para lo cual el término griego mnéme sería el más
apropiado: si la pintura no presenta nada como objeto de representación, si su imagen no
produce la reminiscencia ( anánmesis ) de la imaginación; frente a la linealidad de la
historia de la imagen (su representación óptica), la imagen plástica opone una presentación
afectiva háptica, irrepresentable o de representación “negativa”.

Comparativamente con las distintas formas y procedimientos artísticos plásticos


contemporáneos, que han renunciado, consciente o banalmente, al soporte del cuadro de
caballete, la tela y los pomos coloreados, la pintura se nos muestra en apariencia como un
ejercicio reaccionario de convocar imágenes, pobre en resultados “espectaculares”, pero
que manifiesta la instalación de una presencia.
La imagen, evidente por sí misma, es un vértigo esotérico, que en ningún momento
abandona su carácter enigmático, su seducción inmanente; o sea, la pregunta insistente de
la imagen.

De todos modos, lo fundamental es reconocer como verdad pictórica la manifestación


sensible de su materialidad el hacer sólida la afección emocional otorgándole una masa a la
experiencia sensible.
En tanto magnitud física, la masa refiere a la cantidad de materia y energía que contiene un
cuerpo y de la que depende la atracción que este cuerpo ejerce sobre los demás.
Consecuentemente, siendo la pintura una relación afectante entre cuerpos, la magnitud
cualitativa
de la sensación es proporcional a la magnitud cualitativa de la masa pictórica.
Con respecto a la materialidad pictórica, la obra de Bacon siempre es verdadera.
Los elementos fundamentales de su pintura -estructura, figura y contorno- convergen hacia
el color y en el color, y las relaciones del color explican la unidad del conjunto, la posición
de cada elemento, y el modo de relacionarse con los demás.
Bacon es, por naturaleza, un gran colorista.
En su obra, el color está relacionado con dos sistemas diferentes: uno corresponde a la
Figura/carne, y el otro, al campo de color/sección.
Bacon reasumió el problema cromático de la pintura después de Cézanne.
La “solución” de Cézanne, básicamente una modulación del color por medio de distintos
toques que proceden acorde con el orden del espectro, implica una disyunción: preservar la
homogeneidad o la unidad del fondo como si fuese una armadura perpendicular de
progresión cromática y, a la vez, conservar la especificidad o singularidad de una forma-
figura en perpetua variación.

El fondo no debe ser una superficie inerte, pero tampoco debe alcanzar la consistencia de
figura.
Van Gogh y Gauguin practicaron el retrato a través del color, donde remiten como fondo
vastos campos monocromáticos planos que, aunque carentes de ejes de perspectiva,
generan un fuerte efecto de amplitud espacial, percibíendose como extensión la infinitud
de su propia monocromía. Por su parte,la autonomía de la figura queda asegurada por los
colores compuestos, “alejados de la naturaleza”, y la densidad textural de la pincelada
cargada de pigmento. La figura es construida, casi esculpida, por gruesas pinceladas que no
ocultan el gesto de la mano sino que lo manifiestan como elemento expresivo.
Este procedimiento es retomado por Bacon donde las zonas de proximidad son inducidas
por secciones de superficies planas de color.
Los campos cromáticos comprimen a la figura que, a su vez, presiona hacia afuera el
drenaje de su cuerpo, el cuadro se estructura por la acción de dos fuerzas de igual
intensidad pero de dirección opuesta, por lo tanto, el dinamismo de la obra se “maquina”
según la mecánica del espasmo.
Por otra parte, el color de la carne, es resuelto por Bacon según una técnica ya presagiada
en Gauguin: una escala de tonos rotos, de matices calcinados, a partir de un color básico
indeterminable.
Es imposible establecer de que color, Bacon, pinta la carne, lo cromático fluye del blanco
al violeta, arrastra en sí al rojo y al verde; solo es determinable el negro, el negro absoluto
de las bocas abiertas.
El color primario de base se descompone en tonos, se corrompe y toda corrupción acontece
enla dimensión temporal.
Bacon logra comprometer al tiempo en lo inmóvil de la imagen mediante el color; la
superposición de tonos compuestos que suscitan el efecto de un movimiento variable como
un tránsito metabólico hacia la descomposición en la carne y la piel de los cuerpos-figuras.

Por otra parte, Francis Bacon se interesaba obsesivamente la fotografía, en particular la de


Muybridge, que juzgaba más interesante que la pintura, ya fuese abstracta o figurativa.
Reconocía la mutación de la percepción óptica provocada por el “asalto” de la fotografía y
el cine.
Indudablemente, con la aparición de estas tecnologías de la imagen se produce una ruptura
histórica de la mirada, el sentido contemporáneo de la apariencia es radicalmente nuevo
porque el hombre del siglo XX ve, comprende lo real y hasta sueña en términos
fotográficos o cinematográficos, mira al mundo a través de ese “asalto”inmediato de la
imagen.
La relación existente entre lo visual y lo virtual, entre la pintura y la fotografía, es la del
conflicto entre lo activo y lo pasivo, frente a lo pasivo del dispositivo óptico lente-película,
la pintura es el espacio activo de lo visible, una superficie recorrida concretamente por
múltiples fuerzas sensibles indeterminadas que el artista configura en formas afectivas.
El pintor no ve lo que está dado, hace ver algo que no está dado en lo visible.

Las series fotográficas de Muybridge, sucesión de fotogramas que registran cada instante
del movimiento humano, al igual que los manuales de radiología, fueron referentes
implícitos de numerosas pinturas de Bacon en formato de series o trípticos.
Así, en la década del 70, Bacon, recupera el formato arcaico del tríptico de un modo
particular, las secciones, inconexas, aparentan la yuxtaposición casual de tres pinturas
diferentes y autónomas, que niegan cualquier secuencia narrativa, jerarquía centralizada o
lateralidad que pudiera vincular las partes.
Impone un tipo de distribución brutal, desconectante, de los tres paneles diferentes que,
carentes de cualquier nexo simbólico implícito, solo se vinculan por la indiferencia.
Sin embargo, en ellos, se advierten “ritmos”, pero el ritmo nunca es cualidad de las figuras
o los colores. Al contrario, los ritmos y solo los ritmos son las únicas figuras.
Y en esto reside la función del formato tríptico: hacer evidente algo que solo existe
permaneciendo oculto.
Esta rítmica oculta resulta tan y evidente y consistente que el crítico Roger Fry se atreve a
formular su codificación sistemática.
Según Fry, lo que los paneles de los trípticos distribuyen diversamente es análogo a tres
ritmos básicos:
-un ritmo regular o “concomitante”
-un ritmo creciente o “diastólico”
-un ritmo disminuyente o “sistólico”
(Notablemente, basta cambiar sus denominaciones por las de integral, adjuntivo y
reductivo
para que quede formulada la “ecuación diferencial de acentuación combinatoria”, el
módulo métrico aleatorio ICT que utiliza Xenakis en sus composiciones musicales.)
Por ejemplo, el Tríptico VII de 1972 (Tate Gallery-Londres) muestra una figura cuya
espalda se ha reducido, pero cuya pierna está casi completa, y otra figura cuyo torso ha
sido completado, pero a la que le falta una pierna mientras la otra pierna fuga del marco.
Estos personajes resultan monstruosos consideradas como representación figurativa pero
afectan a lo crudamente sensorial como ritmos. “Personajes rítmicos” de un compás
tripartito, de un módulo triádico inercial con respecto al cual decrecen, aumentan, difieren
o se superponen.

El ojo táctil

La pintura de Bacon es carnívora.


Resulta incuestionable que su obra se sustenta primariamente sobre las manifestaciones de
la carne y el acontecer por oposición a los de cuerpo y forma, rompiendo definitivamente
con todo concepto de lo figurativo en pintura, en desarticular los modelos de
representación y la inclinación por lo ilustrativo, por la omnipresencia de un tema que debe
ser expresado; frente a lo figurativo desplaza la atención hacia lo figurante, la Figura,
aislada, liberada de representar la imagen de todo objeto extraño a la pintura al que debe
referir.
La emergencia de lo figurante frente a lo figurativo en las grandes superficies planas de
color uniforme
cumple una función estructural y no subordinada a la Figura, que genera una visión ajena a
lo visual mismo, la visión táctil o «háptica» que involucra, cenestécicamente a la totalidad
sensorial del cuerpo.

Nota:
El término “háptico” proviene de la neurofisiología de la percepción no como opuesto a lo
óptico sino refiriendo a la cenestesia, la percepción integrada por la totalidad de las
facultades sensorias del cuerpo.
La sensibilidad propioceptiva (PERCEPTIVO-HÁPTICA y CENESTÉSICA) informa al
cerebro del grado de amplitud que, en cada instante, presentan las relaciones del cuerpo en
el espacio.
La sola percepción óptica es insuficiente para constituir una experiencia de realidad solo
posible por el concurso de todos los sensorios del cuerpo.
Concretamente, no hay percepción posible que comprometa autónomamente a un solo
sentido, ni objetos específicos de cualquier órgano sensible. La percepción puede
concentrarse pero siempre permanece indivisible.
A fines del siglo XIX, Riegl incorpora este término al léxico de la estética para ponderar
los valores expresivos de los bajorrelieves egipcios que suscitan una interpelación de lo
táctil.
Lo haptico se activa como una sensibilidad compensatoria difusa ante la percepción
concentrada de una obra de arte bidimensional por parte de un cuerpo cuya cenestesia es
siempre un registro tridimensional del entorno.

La presencia, es la imposición primaria que suscita un cuadro de Bacon.


La presencia como insistencia, presencia interminable.
Una presencia actúa directamente sobre el sistema nervioso y hace imposible el
asentamiento de una representación.
La pintura impone la presencia inmediatamente. Operando con colores y líneas interpela al
ojo pero no lo trata como un órgano específico, lo libera de su inmanencia óptica.
El ojo se convierte virtualmente en un órgano indeterminado que se multiplica por el
cuerpo.
La pintura abre ojos en el oído, en el vientre, en los pulmones, en los dedos.
Ese es el misterio de la pintura, la presencia de la imagen no se detiene en una relación
unívoca con lo óptico, la imagen supera lo visible, el ojo resulta una órgano transitorio y
transitivo a la totalidad del cuerpo.

Dedicado a sustraer la representación en la imagen pictórica, Bacon opera un


desprendimiento del sentido básico y dominante en pintura: la vista, privilegeando desde
un principio la visión por el tacto,el acceso a lo visible por lo táctil, sustituye lo óptico por
lo háptico: aquello que, por ser palpable, toca.
Lo pictórico bajo este otro aspecto de la imagen (su recepción táctil o háptica), establece su
presencia operando con una materia ya no visual, sino primariamente táctil.
Lo que acontece en la pintura es la presentación de las cualidades afectivas de sus
materiales remitidas a su pura fenomeneidad (lo espeso, lo rugoso de un color o la marca
punzante de la espátula o el gesto de la pincelada,.), pero que se esfuerza en obturar esa
remisión en una practica de una Imagen donde lo material se inmaterialice.
El origen de la tradición pictórica representativa se vincula a una negación de la materia.
En lo profundo, esta negación significa una afirmación metafísica.
Sin embargo, la tarea de la pintura, la posibilidad de existencia de ésta, se fundamenta en
una aporía: no pudiendo negar su relación material / sensible, debe contraponer la fuerza
de la materia y hacer de ella un componente expresivo (no temático ni figurativo) por el
que emerja de la pintura la idea misma de la materia.
Pocos artistas fueron conscientes de la materialidad esencial y primaria de la pintura y de
los poderes expresivos de esa materia.
Es posible trazar una línea genealógica de esa actitud “esotérica” no idealista en la historia
del arte occidental, genealogía que incluye, entre otros, a Giotto, Velazquez, Rembrandt,
Goya, Van Gogh y, por supuesto, a Bacon.

La textura, la viscosidad, la humedad, el volumen..., son atributos propios a la percepción


háptica (táctil), completamente ajenos a la sensibilidad óptica (visual).
La esencia material de la imagen afecta primariamente una función pre – ontológica de lo
óptico, que es el tacto.
La afección inmediata de la pintura de Bacon, que toca directamente el sistema nervioso
sin que medie una lectura representativa o un significado proviene de su interpelación al
tacto como el
sentido central que percibe un conjunto de elementos singulares constitutivos del momento
“pathico” (no representativo) de la sensación.
Sin embargo, lo háptico no renuncia a su condición visual ya que aún es una imagen pero
asume esta condición por otras potencias presentes en la visión. La vista descubre en sí una
función de tocar que le es propia, que no pertenece más que a ella misma, distinta de su
esencia óptica .
El pintor pinta con sus ojos, pero sólo en tanto que toca con sus ojos.
La mano y el óleo revelan sus funciones específicas; servir de soporte para que el artista
gesticule sus sensaciones, conservándolas en la impresión plástica.

Aquí es necesario distinguir entre «lo táctil», «lo óptico» y «lo háptico», en relación con
los espacios diversos de la mano y del ojo, de los sentidos del tacto y de la vista: más allá
de «lo óptico», se hablará de lo «háptico» en el momento en que la vista misma descubre
en sí una función de tocar que le es propia , que no pertenece más que a ella, distinta de su
naturaleza óptica.
Precisamente,por esta orientación primaria al tacto antes que al ojo, Bacon es
genuinamente un pintor que, como los artistas rupestres, Rembrandt o Velazquez, trabaja
en lo más profundamente pictórico de la pintura.
Un artista ve pero trabaja con las manos, es pintor sólo en tanto que toca con los ojos ,
(función táctil o háptica de la vista) . Es pintor porque sostiene una rigurosa conexión del
ojo con la mano que «permite al ojo proceder como el tacto».
Esta particular situación senso-motriz implica una relación enormemente compleja que se
revela como la naturaleza específica del acto de pintar.
La pintura no es, estrictamente, un “arte visual”, es, también, un “arte manual”, un proceso
singular que compromete al ojo con la mano. La obra es concebida por el ojo pero
materializada por la mano; y la mano no es una herramienta pasiva, es un operador
autónomo y protagónico del acto de pintar.
Lo manual eleva lo óptico a una potencia, el gesto, la característica del trazo, es, en la
pintura, un elemento constitutivo y constituyente de la imagen visual.
Provee a la imagen de aspectos expresivos determinantes que lo óptico no alcanza a
“prever”.
De ahí, que, al mirar una pintura, la sensibilidad óptica resulte afectada y ampliada por una
fuerte pregnancia “táctil” visible en la imagen.
La obra es el resultado de un proceso compuesto, de una función con dos variables, la
sensibilidad óptica y las determinaciones motrices de la mano.
Esta particularidad original y originante de la pintura se revela en el inicio mismo del arte
rupestre.
El ojo ve la imagen que “imagina” en tanto la mano la instala como visible.
El ojo ve la figura pero, a la vez, ve la mano que la traza. Por lo tanto, la acción primigenia
que da a luz a la pintura es pintar la mano.
En las culturas arcaicas ojo y mano poseen poderes “mágicos” equivalentes.
Si hay, en el discurso fundante del Arte, una “metafísica” del ojo, hay, también una
“metafísica” de la mano que permanece impensada.

El Abismo de la Carne

Las figuras de Bacon no son cuerpos ideales sino meros cuerpos en situaciones de
coerción.
Los miembros, los vientres, las cabezas, son carne modelada por fuerzas invisibles.
La carne es el abismo del cuerpo.
La figura no es una relación de forma y materia, sino de materiales y fuerzas
Ante todo, una fuerza inercial de la carne misma que se expande hacia la descomposición y
una fuerza aspirante del espacio vacío.

La fuerza guarda una estrecha relación con la sensación.


El concepto de «fuerza» tomado en su más lata acepción, como energía, capacidad o
eficacia
necesaria para imprimir movimiento a un cuerpo, para vencer su resistencia, o más
explícitamente, como la condición necesaria a ejercer sobre un cuerpo para que en éste se
dé una sensación: condición de la sensación, pues, no por ello es la fuerza lo sentido en la
sensación, ya que la sensación informa otra cosa completamente distinta, a partir de las
fuerzas que la condicionan
Aceptada esta prioridad eficiente de las fuerzas materiales, inmediatamente el valor
abstracto de Belleza es reemplazado por una magnitud concreta de intensidad
Inevitablemente, surge la interrogación sobre cómo pintar lo invisible, cómo hacer oír lo
insonoro, cómo hacer sentir fuerzas de por sí insensibles, no dadas de modo previo al de su
sensación.
Cómo crear la sensación a partir de fuerzas tan elementales como las de la pesadez, la
inercia, la gravitación, cómo pintar el sonido del grito, cómo crear la «sensación» a partir
de las afecciones invisibles del cuerpo que hacen gritar.
La captura de fuerzas no tiene que ver con la presencia narrativa, con la presencia de lo
figurativo, de la representación que ha de ser por completo barrida para lograr la afección
(Millet respondió a quienes le reprochaban haber pintado una procesión de campesinos
cargando un Ofertorio como un saco de papas, que la pesadez común a ambos objetos era
más profunda que su distinción figurativa)
Volver visible lo invisible, audible lo insonoro, decible lo inefable es, ante todo, una
cuestión de tacto, un problema y una actividad que experimenta con el cuerpo, con la
carne, algo que concierne y choca físicamente, que mueve a la par que conmueve
La respuesta que Bacon da a la manera de volver visibles las fuerzas invisibles, pasa por su
singular empleo de las Figuras, que eliminan en su pintura toda alusión figurativa o
representativa, sin recurrir para ello a la abstracción, en tanto que su interés no pasa por un
deseo de transformación de los cuerpos (transformación de la que puede originarse lo
abstracto), sino por un deseo de deformación de los mismos, de borrado o de frotado, una
deformación estática del cuerpo que subordina el
movimiento a la fuerza, así como la abstracción a la Figura.
La deformación elástica ejercida sobre los cuerpos, su tosca borradura, permite la creación
de una zona de indiscernibilidad común e irreductible a diversas formas; activar un campo
de fuerzas donde la Figura encuentra su Forma en las mismas las líneas de fuerza que la
deforman.

El procedimiento activo de la obra de Bacon es la deformación, del rostro, de la carne, de


la Figura en suma, que no consiste en transformación de la forma hacia (otra) forma, sino
deformación que crea una zona de experimentación del cuerpo, de indecisión formal,
donde no hay narración, donde no hay representación figurativa sino desfiguración de la
Figura, transfiguración del cuerpo en carne.
Pero esta deformación funciona como una potencia figurante.
Las partes arrasadas de un rostro adquieren un inesperado sentido diagramático: marcan los
puntos en los que las fuerzas golpean la carne y la trayectoria de sus vectores.
La geometría de esta mecánica violenta, el artista la desconoce bajo los nombres de “azar”
o “accidental”.
La deformación como específico «acto de pintura» es la operación plástica más singular de
Francis Bacon, pero lo es también de Samuel Beckett, preocupado por la imagen en sus
piezas de teatro.
El problema de la disipación de la imagen, o de la Figura, aparece en términos muy
próximos en la
pintura de Bacon a propósito del proceso (entendido como «movimiento espiritual») de la
propia desaparición de la imagen en Beckett, en el proceso de su disipación.
La imagen es un soplo, un hálito, pero expirante, en vías de extinción. La imagen es lo que
se apaga,
se consume, una caída. Es una intensidad pura, que se define como tal por su altitud, es
decir, su nivel por encima de cero, que no describe más que cayendo.
Consunción, desvanecimiento en Samuel Beckett de la imagen, no sólo visual, sino
también sonora (el grito o chillido de un pájaro, imagen sonora que va extinguiéndose en la
noche), proceso de autodisipación en el que precisamente la imagen concentra un máximo
de energía potencial, un proceso lento en el que la imagen va desapareciendo para dejar tan
sólo el espacio puro, anunciando así el advenimiento del final de lo posible, el
agotamiento, la oscuridad más allá de lo posible «en la oscuridad de la libertad absoluta»

Lo que fascina a Bacon no es el movimiento, sino sus efectos en un cuerpo, hacer el


espasmo visible.
Hacer visible la afección de las cualidades materiales de la carne estirada, tumefacta, que
desborda la contención de una forma corporal orgánica, una carne fluida derramándose
desde las estructuras óseas, que activa una tensión palpable entre los huesos, estructura
material del cuerpo, y lo carnal, material corporal de la Figura.
La imagen captura lo invisible a partir de la energía pictórica liberada por Bacon por la
oposición entre lo óseo y la carne
Precisamente es la carne la que impulsa la afección en la pintura, la figura es ese
acontecimiento del cuerpo en el que la carne y los huesos se repelen localmente, en el
borde donde deberían componerse estructuralmente.
La violencia, en la boca, de los dientes, que son huesos.
El rostro se convierte en una víscera, la cara se presenta como un vientre abierto por una
boca que excreta el grito horroroso, el abismo invisible donde se precipitan los huesos.
Pintando ese agujero negro, la boca que devora al cuerpo mismo, Bacon suprime, sin
valerse de la abstracción, toda figuración en el Arte.
En sus telas no hay relación figura-fondo sino un espacio ilimitado donde se sitúa una
forma (no identificable) que no es ni la del hombre, ni la del animal, sino la zona común a
ambos: la carne.
La carne que es la apariencia de una desaparición.

En Bacon como en Kafka, se encuentra, obsesivamente, la metamorfosis del hombre en


animal.
La ausencia de una frontera entre lo animal y lo humano, una zona objetiva de
indeterminación o incertidumbre
El cuerpo que se desfigura en Bacon, la metamorfosis en animal de los personajes de
Kafka,
nunca se tratan de una metáfora, ya que toda significación o simbolismo ha sido eliminado
en el proceso: no hay sentido «propio» (el de la designación) ni sentido «figurado» (por
una metáfora), de modo semejante a como hombre y animal, o sujeto de la enunciación y
sujeto del enunciado,
son términos que desaparecen en un continuo asignificante.
El “volverse” animal, que no es metafórico, es el acontecimiento de un cuerpo como
Figura sobre la superficie del lienzo por medio de un movimiento en torno a un punto fijo,
la atracción al campo óptico de lo visible del gesto físico invisible de una fuerza irracional
que deshace la imagen.

Bacon es, ante todo, un retratista, pero un retratista de cabezas viscerales, la caras son los
muñones de cuerpos mutilados de rostro, que habitan una zona de indiscernibilidad entre el
hombre y el animal.
La carne es la materia común del hombre y la bestia, su región de ambigüedad indecidible.
La carne integra un espacio donde no se discierne entre el hombre y el animal, donde el
cuerpo del hombre experimenta una dilatación de sus límites hasta el punto de abarcar y
confundir íntimamente dos determinaciones extremas: la bestialidad y el espíritu.
El tema místico y espiritual de la crucifixión en Francis Bacon que jamás pinta cruz
alguna, no es otra cosa que la crucifixión de la carne en los huesos.
La Pasión de Cristo y el matadero convergen y se igualan en el ámbito de la carnicería.
Bacon confiesa haber estado desde siempre afectado por las imágenes de las carnicerías,
para él, la carne animal colgada y sangrante tiene una relación íntima y de estrecha
similitud con la profusa tradición pictórica de la Crucifixión.
Experimenta el asombro religioso de lo indistinto en ese lugar de indiscernibilidad
marcado por el sufrimiento, donde advierte una identidad de fondo en la realidad del
devenir: el hombre que sufre es
una bestia, la bestia que sufre es un hombre.

La Vía Sensitiva

Aun considerándose Bacon un pintor “realista”, su realismo nunca consiste en imitar o en


copiar la realidad visible, sino lo real de la materia pictórica que transmite la Sensación.
Convocar el término “realismo”plantea un problema complejo que excede a este texto.
La pregunta por la esencia de lo Real por fuera del discurso metafísico y del léxico
filosófico legitimado por ese discurso, es un ejercicio sumamente arduo. Se carece
conceptos claros y acecha el peligro constante de restituir algún tipo de Absoluto.
De estas condiciones resultan respuestas precarias y provisorias, cualidades que, cuando se
trata de eludir toda Idea Trascendental, resultan positivas y hasta deseables.
Sumariamente, Real o realidad es la frontalidad de una presencia anterior a cualquier
determinación, algo anterior al lenguaje, al pensamiento, una presencia “adversa” que se
resiste a todo proceso de simbolización.
La realidad no es ningún modo de esencia de ningún tipo, ni las cosas en y por sí mismas,
ni el fundamento, ni el modo de estructurarse los contenidos o cosas.
La “realidad” es un hecho sensible en el cual no se dan múltiples sensaciones de diferentes
ordenes, sino diferentes ordenes de una única y la misma sensación de lo Real.
De ahí procede el carácter irreductiblemente sintético de la sensación.
Concretamente, al responder la pregunta por lo Real lo que se retiene es la evidencia de la
relación o “función” entre la realidad y la sensación.

Si bien no existe ninguna definición satisfactoria de la Sensación, ni un modelo exhaustivo


del modo en que se produce su impacto a nivel fisiológico en el sistema nervioso o en el
cerebro, de hecho, algo impone un fenómeno de afección frente a una obra de arte.
Inexplicablemente, no se sale intacto de su encuentro.
Precisamente, el secreto del talento Bacon es lograr que el impacto físico de sus Figuras
colapse cualquier explicación y solo pueda retenerse la “violencia de la sensación”.
No hay lenguaje, ni teoría que pueda dar cuenta del puro acontecimiento de ver un cuadro
(de Bacon, o de Goya, o de Velázquez.).
El estructuralismo, el psicoanálisis, las teorías estéticas, políticas, éticas, religiosas,
epistemológicas o metafísicas son incapaces de aprehender lo más próximo e inmediato: el
acontecer mismo del cuerpo y de la sensación.
No existe una Lógica del cuerpo, una lógica de lo sensible, porque la materia ha sido
considerada como la irracionalidad misma.
La afección sensible no puede ser pensada por su propia naturaleza física. En la cultura
occidental no existe una lógica sino una taxonomía de la materia.
La perversa distinción entre ‘cuerpo’ y ‘espíritu’ yace, desde Platón, como una maldición
sobre la filosofía, la maldición que escinde lo sensible de lo inteligible.

El carácter físico de la sensación refiere a las cosas en cuanto “están” presentes y en ese
“estar” adviene lo real mismo.
Las cosas son reales porque están físicamente presentes.
Y por participar de esta presencia material, el Arte nunca conlleva una elevación
“espiritual” ni una representación metafísica.
El arte interpela al hombre como cuerpo.
Siendo un cuerpo, la pintura afecta directamente desde la presencia física de los materiales
que instauran la representación. Los colores operan directamente como estímulos sobre el
sistema nervioso antes que remitir a lo simbólico.
En la experiencia artística, no hay dualidad entre el cuerpo y el espíritu, ninguno es lo
opuesto ni el fundamento del otro, ninguno es sustantivo, porque en lo sensible no hay
otro.
La imagen es anterior a cualquier pensamiento que piense desde la dualidad idea y materia.
La sensación nace del estímulo afectante de una presencia exterior sobre un órgano
provisorio que lo difunde a la totalidad del cuerpo; y el pensamiento es un momento, entre
otros, de la afección del cuerpo.
La pintura en general, y la de Bacon en particular, solo resultan “inteligibles” desde esa
concepción atípica y original del discurso filosófico que elabora el estoicismo.
La doctrina estoica, con más de 2000 años de antigüedad, fue retomada por Peirce como
base del desenvolvimiento de la Semiótica.
La lógica de la escuela estoica, surgida en el siglo II A.C., es una lógica de los cuerpos
sustentada en
una particular teoría del signo y la afección.
Para los estoicos la significación se compone de tres elementos: el significado, lo que
significa y aquello que es referido, de ellos, dos son cuerpos materiales: la cosa real y la
imagen o vocablo que lo significa, solo el significado es inmaterial.
Por ejemplo: un perro es cuerpo material, la palabra perro o la imagen pintada que refiere a
un perro son también cuerpos materiales, únicamente el significado, la relación de
representación que los vincula es abstracta, inmaterial.
El estoicismo es un materialismo empirista, no hay conocimiento sin experiencia sensible.
Toda afección es el efecto de la acción de un cuerpo sobre otro.
Existe solo lo actúa o padece una acción, y solo los cuerpos materiales pueden actuar o
padecer una acción.
A partir de esta lógica puede metabolizarse, por sobre toda trascendencia metafísica, la
realidad física y material de la obra de Arte.
La pintura deja de ser una representación de una significado abstracto para revelarse como
la afección física de un cuerpo material (la pintura) sobre otro cuerpo material (el
espectador).

Precisamente, el “realismo” de Bacon consiste en captar la sensación indiferenciada como


sensación material de la pintura.
Pintar la “sensación”, significa llevarla de un orden perceptivo hasta otro instintivo o,
hacer sentir por el color aquello que está en la “realidad”.
Sensación de tránsito, torsión, disipación, etc. que culmina con la transformación del
espacio y el tiempo en una habitación “inhabitable” porque la Figura es un espacio de fases
atravesado por múltiples trayectorias dinámicas que no ofrece ningún punto fijo de apoyo a
la representación.

Contraponiendo la obra de Cézanne a las creaciones del impresionismo se revela una


diferencia crucial.
Hay dos maneras de superar la figuración imitativa: orientándose hacia la Forma abstracta,
o bien hacia la materialidad de la Figura.
A esta vía de la Figura Cézanne le da un nombre: pintura de la la sensación.
En ella, la Figura se determina como la forma afectiva relacionada con la sensación que
actúa inmediatamente sobre el sistema nervioso, que es carne. En tanto que la Forma
abstracta se dirige a la intelección, actúa por mediación de la conciencia, que es idea.
En Cezanne, la sensación no reside en un efecto “ambiental” en las impresiones difusas de
la luz y el color, al contrario, la afección proviene de un cuerpo, aunque se trate del cuerpo
de una manzana.
El color está encarnado en la materia de un cuerpo y la sensación proviene de ese cuerpo.
Lo que está pintado en el cuadro es un cuerpo, no como representación de un objeto, sino
como la materia afectante de una sensación.
Practica una pintura densa, empastada, abundante de materia. Se vale de una pincelada
plana, yuxtapuesta, de orientación inclinada que revaloriza el plano pictórico y da entidad a
los objetos representados.
Cézanne recurre a un peculiar procedimiento pictórico: la exaltación material de los
volúmenes por el grosor del pigmento .
En su obra pintar lo natural no supone copiar el objeto, sino materializar las sensaciones
que este induce, y con ese fin intentó eliminar de sus cuadros cualquier componente que no
fuera visual, prescindir ascéticamente de la emotividad para reflexionar sobre el lenguaje
pictórico.
Meticulosamente, se esfuerza por encontrar el color exacto, consciente de que cuanto más
ajustado sea el color, con más entidad aparece la forma. Renegó del sistema de claroscuro
tradicional en el modelado, la materialidad del color incorpora la luz y reconstruye la
forma.
Por cromatismo, Cézanne abandona el espacio euclidiano, el color reivindica el
componente bidimensional, de la pintura. La imagen se articula a través del plano
coloreado logrando la autonomía del cuadro.
En suma, su obra plantea una elaboración mental a partir de la sensación.

Con respecto a esta pintura de la sensación, no creada pero sí refundada por Cézanne,
Bacon, libera una peculiaridad, una nueva forma de ver, una perspectiva encarnada del
pensar “en” el arte y no sobre el arte.
Un pensamiento que se desprende del afán de dominio de un objeto siempre supuesto y
sometido a un sujeto omnipotente capaz de operar con la claridad y distinción de su juzgar.
Esta forma de enunciación no subjetiva y asignificante tiene por dimensión un espacio-
tiempo indeterminado, caótico, “lo borroso” y “el tránsito”, de las Figuras de las obras de
Bacon, abren una nueva forma de componer en pintura, y con ello, de presentar el arte
fuera de las coordenadas de significado y significante.
Dicha cuestión es central para el proyecto de una lógica (y no de una estética) donde el
sistema de enunciación no pretende explicar ni entender la pintura, sino sólo mostrar como
la Afección escapa a toda categorización, su aprehensión en “lo borroso”, en lo presencia
“inconmensurable”, presencia que no es un presente, que no se revela a la razón que
procede a someter los datos sensibles a un proceso de lectura; la revelación permanece
oculta para la mente pero no para la “carne” que se siente “tocada” violentamente por la
Afección.

La pintura de Bacon, en sus comienzos, fue reiteradamente comparada con el


procedimiento figurativo establecido por Picasso La obra de Bacon al igual que la de
Picasso optan por la deformación de la figura humana.
Sin embargo y pese a esta clara influencia, Bacon a diferencia de Picasso lleva mucho más
allá este problema al punto de plantear en sus cuadros la necesidad de que la Figura
deforme debe emerger de manera natural, es decir, sin imponerse como un objeto
monstruoso, imposiblemente ajeno al espacio en que se sitúa.
La deformidad de la figura es consecuente con una perversión del espacio. La violencia de
su distorsión nunca es imposible sino derivada de las condiciones del espacio en que se
instala.
A través de los fenómenos de deformación de los cuerpos y de perversión del espacio, en
que se sitúan las Figuras en el cuadro, es como Bacon logra manifestar la Sensación, la
afección directa e inmediata, solo posible en la medida en que se produzca tanto en la tela
como en el ojo, es decir, en su espacio común, la pintura.

En el trabajo pictórico de Bacon, entre la representación en el cuadro (la Figura) y la


estructura que introduce un Orden ideal que no está dado, surge un tercer elemento: la
norma dinámica de lo “inestable”.
Inestabilidad configurante de un espacio pictórico no-representativo, ni metafísico,
operado conjuntamente por la introducción del tiempo y el movimiento en el cuadro, que
apela a la sensación física a través de una Forma entendida como “fuerza”.
Estrictamente, la Forma es el “momento” de una fuerza.
La Forma inestable pertenece al régimen del tiempo, se manifiesta en el momento en que
posee violentamente a la Figura, y la muestra como el instante pleno en que una fuerza de-
forma al golpear el cuerpo. Este instante que no es solo un punto en la continuidad del
tiempo, sino que implica un espacio donde acontece porque toda fuerza está siempre
“vectorizada” por la dirección de su trayectoria.

Esa es la forma de tiempo que se muestra en el cuadro; en “lo borroso”, en “el tránsito” o
“la torsión” de la Figura que escapa siempre a su determinación mostrándose en la
inaprehensión del instante.
Este instante “pervierte” corrompe el espacio que habita la Figura “deforme”, “borrosa”,
“móvil”, “torcida”. El tiempo se ha pervertido, y, con él, toda la aptitud del espacio para
alojar criaturas “representadas” de acuerdo a formas convencionales y reconocibles, en las
que la imitación del mundo “real” es ley y orden. Este espacio que expulsa la
representación se abre como el ámbito que puede alojar en él lo irregular hasta el punto
“límite” antes de convertirse en abstracción o expresionismo.
En este límite donde se sitúa una forma (no identificable) que no es ni la del hombre, ni la
del animal, sino la zona común a ambos: la carne, espacio de des-composición que se vacía
de las formas constantes y regulares para colmarse de lo inestable, aquello que es
apariencia de su desaparición.

Es en relación con la afección de lo inestable como se manifiestan las posibilidades límites


de la pintura de Bacon, en su ausencia, no es posible hablar de “movimiento”, de “tiempo”
o de “espacio” en la pintura.
Esto se percibe imperativamente frente a un cuadro de Bacon, a cada instante, los
personajes están siempre abandonando una posición, moviéndose, estirándose, o
escapándose, fugando de lo “esencial”.
La inquietud y el espasmo poseen a las Figuras, aunque se las encierre en un cubo o un
trapecio que los aísla del resto de los elementos del cuadro, o del fondo oscuro que parece
su destino.
Al contrario, la estructura geométrica participa de la “afección”, es el límite entre el mundo
de la Figuración y lo netamente abstracto, dando consistencia al espacio en que se halla la
Figura al relacionarse con el color o “afección colorante”.
La estructura, en la pintura de Bacon, corresponde a una peculiar geometría que localiza a
la Figura a través del movimiento, “la torsión” y el desgarro del espacio construido por el
color, el espacio de la Sensación del color.
El movimiento se desplaza de la estructura a la Figura y de la Figura a la estructura,
provocando la “afección geométrica” de un espacio indeterminado por la misma
indeterminación que la eternidad suscita en el tiempo.
Precisamente, sin esta “geometría afectiva” la deformación de la Figura no puede operar su
función: lograr una acción directa sobre el espectador de acuerdo a la “sensación”
experimentada, al quedar “desubicada” en el espacio pictórico relegada a mera señal para
captar la atención del espectador frente a un espectáculo de horror.
En ese caso, la Figura deforme no resultaría otra cosa que una humanización del horror
reflejado en una criatura inverosímil y aterradora.
Pero el efecto es notablemente distinto en el caso de la Figura y del espacio de afección
indeterminado que muestran el efecto de una íntima relación, resultado de la intuición de
Bacon para alcanzar su propósito: una pintura figurativa que no sea representativa.

Por la misma intuición adviene la singular forma del tiempo en sus cuadros: el devenir
como des-composición.
La energía física, manual, que deforma - modela la Figura de manera violenta desgarra a su
vez el espacio en que se instaura, descompone el espacio de figuración para que emerja la
Figura. Destruyendo el espacio del Orden “cósmico” emerge el espacio “caótico”.
Y aquí aparece un problema complejo.
Cabe preguntarse si existe una presencia más allá de lo presente o si el límite en que se
construye el espacio de las Figuras es ese límite que podríamos nombrar como el límite del
Caos, en el que la inestabilidad es la norma misma del orden.
No hay lugar en este texto para tocar cuestiones como la metafísica de la presencia y la
teoría de caos, sin embargo, estos dos puntos son de los de mayor importancia en estudio
de la obra de Bacon. El primero, el de una presencia sin presente,que implica situarse
afuera de la metafísica occidental, el segundo, investigar cómo en la pintura se da una
situación similar a la de la ciencia, sobre todo a la de la física, y su incorporación de
variables que no tienden a un orden “ficticio” como el que persiste toda vez que es pensado
que la naturaleza se nos muestra a través de leyes regulares, sino encontrar un cierto
equilibrio, al que constantemente amenaza el delirio y la desmesura.
La Figuración a la que se apunta es la de una Figura que capta la “sensación”, pero que no
tiene que ver con una Figura reconocible o identificable “racionalmente”, la figuración que
sólo puede ser “sentida” y no “entendida”.
Alejándose del orden de la representación es como el pintor se libera del arte metafísico,
revela un “espíritu diferencial” que no participa de lo absoluto de la Unidad.

Ese “espíritu diferente” de cada cosa, comprendido como el “ser” de lo múltiple, o la


multiplicidad de la “sensación” en un realismo que no es imitación, pues, no hay copia una
vez que han desaparecido los dos extremos necesarios para ésta: sólo cuando lo múltiple es
tratado efectivamente como sustantivo, la multiplicidad deja de tener relación con lo Uno
como sujeto o como objeto, como realidad natural o espiritual, como imagen y mundo.
Entonces, el realismo es aquel de la “diferencia” o de la multiplicidad y no de lo Uno que
“puede” y “debe” ser retratado. Al ser un realismo de la “sensación”, lo Uno pierde toda
realidad porque no hay “sensación” de la unidad, sino sólo percepción de la diferencia y
multiplicidad.
La “sensación” posee siempre un carácter múltiple motivo por lo tanto su signo es el de lo
irrepetible.

En muchos cuadros de Bacon la estructura material en forma de trapecio o cubo, ha sido


reemplazada por el color liso que hace de fondo, cambiando, en cierto sentido, el valor del
espacio, del cuadro, exhibiendo más una relación con la eternidad, que un espacio
pervertido, por su deformación. Precisamente, “el tránsito” se convierte en eternidad del
color en la finitud de la Figura, que asciende hasta ella desde su finitud misma, como lo
que reside en aquella eternidad. De hecho sólo se conoce dicha eternidad, a través de la
Figura que se presenta como su huésped.
Cuando se pretende romper con la representación en un cuadro el problema reside en
lograr que todo lo que está en él ascienda a las nuevas coordenadas que impone la Figura ,
la ruptura que implica pensar una nueva forma de arte, en el que las Figuras pintadas no
significan nada, requiere pensar el modo posible de que éstas se sitúen en el interior del
cuadro
Para lograrlo, el espacio pictórico debe ser des-compuesto, dado que la Figura nace a partir
de una negación de la figuración mediante las acciones manuales de borrado y frotado que
enrarecen los datos representativos creando en la tela las condiciones de aparición de “la
Figura” y “la estructura” como “huellas” o “rastros”.
El proceso lógico de des-composición se opera por la negación del espacio representativo
proseguida por la afirmación de una Figura engendrada por la acción misma de dicha
negación, el borrado, que resulta afirmativo.
La des-composición refiere a los dos movimientos potenciales del devenir: destruir para
crear otra existencia.
Negación y afirmación, son los dos momentos del devenir no dialéctico de la des-
composición que sitúa a la Figura como límite del espacio en que aparece.
Des-composición es, concretamente, la emergencia de orden “accidental” en lo caótico de
los trazos gestuales puramente motrices sobre la tela, las acciones de la irracionalidad
óptica de la mano que asumen, bajo el nombre del azar, las posibilidades físicas de la carne
sin pensamiento ni idea, esa carne que es materia común del hombre y el animal.

En definitiva, este espacio y su des-composición, no sólo implica al advenimiento de la


Figura, sino que todo lo que afecte al “cuerpo” de la Figura afecta fundamentalmente a ese
“cuerpo”real, presente y no representado que es el cuadro.
En la pintura de Bacon, por encima de cualquier “lectura”, los elementos brutalmente
instalados detentan la condición sensible de “poseídos”.
La afección que habita el cuadro impregna todo. Todo elemento se manifiesta
sensiblemente, “materialmente”, ya se trate del color y la textura que se condensan como
cuerpos o la geometría que estructura el espacio, son órganos de un único Acontecimiento
pictórico, en donde no hay representación sino el asedio de una presencia ineludible, la
realidad material del cuadro.

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