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¡Le declaramos la paz a la guerra!

Caminando el centro de Pasto encontré las calles cerradas alrededor de la catedral. Un gran
despliegue policial a sus alrededores y un número considerable de personas agolpadas en sus
puertas que tenían una sola causa conjunta: Despedir a uno de los uniformados que fallecieron a
causa del atentado del Ejército de Liberación Nacional ELN en el sur de Bogotá.

Cristian González Portilla, cadete de 19 años de edad y Carlos Daniel Campaña Huertas, cadete de
18 años, eran dos cadetes nariñenses con año y medio de formación en la Escuela de Cadetes
General Santander. Ambos provenían de corregimientos cercanos a la ciudad de San Juan de Pasto.
Uno de ellos tomó inspiración de sus familiares, ya que varios de ellos pertenecen a las fuerzas
públicas; otro se identificó desde pequeño con la institución policial, llegando a ordenarse dentro
de sus filas. Las exequias de Daniel fueron esa tarde.

El ELN justificó en el comunicado donde reconoció su autoría que, dicho ataque, fue una respuesta
a la hostilidad que el Estado Colombiano mantuvo durante la época de fin de año, tiempo en el cuál
la insurgencia mantuvo un cese al fuego unilateral como gesto de paz para el reinicio de las
conversaciones en la mesa de diálogos instalada en la ciudad de La Habana, Cuba. Después de
argumentar su acción con interpretaciones sobre el Derecho de guerra, el sabor que queda en la
opinión ciudadana es, sin duda, amargo, tras volver a presenciar el conflicto armado en sus
dimensiones más crudas.

El oportunismo y los sentimientos más profundos de odio afloraron en las movilizaciones de rechazo
al atentado. Los seguidores acérrimos de Uribe Vélez dejaron claro públicamente que la paz,
mientras sean ellos quienes estén a cargo del gobierno nacional, sólo será posible a través del
aniquilamiento de la diferencia, de la destrucción total de cualquier subversión, en el sentido literal
de la palabra: ¡Plomo es lo que viene, bala es lo que hay!

Se clasifican los muertos: Los valiosos, los héroes de la patria, los que antes de morir saludan en las
carreteras con el dedo pulgar por orden del superior al mando, los que se forman en escuelas donde
la doctrina es una y una sola: eliminar al enemigo inhumano vestido de camuflado o de civil, sin
mayor distinción. Los que no valen nada: los que ofrendan su vida anónimamente al intentar volver
a su tierra o defenderla del ‘interés público’; los que quisieron dar hasta lo último por su familia y
su tierra, aun cuando los desplazaran y amenazaran repetidas veces, los nómadas, que al tomar las
armas por la injusticia social en la que se vive en campos y ciudades invisibles, deciden ponerle el
pellejo a las balas y las bombas abandonando sus familias, sus sueños, sus territorios. Todos
comparten algo en común: Provienen del mismo lugar, de las mismas familias, de los mismos
territorios, de la misma clase social, de la misma opresión.

Razón tenía Francisco de Roux cuándo parafraseaba en uno de sus textos la frase de un comandante
del ELN muerto en combate: “Perdónenos hermano, pero todos estamos atrapados en esta guerra
hijueputa”. El ELN con su acción militar evidenció, una vez más, que padece de una sordera aguda a
los clamores de las personas que en los territorios piden a gritos el fin del conflicto armado, además
de dar certeza que aún no ha podido liberarse de la guerra, sus acciones dejaron de estar inspiradas
en la liberación para ser acciones enfrascadas en un degradado conflicto. El Gobierno y sus
apasionados seguidores muestran que desean seguir atrapados en ella, sabiendo que, quienes le
pondrán el pecho a las balas en la guerra serán sus hijos, y que sus ídolos no serán quienes mueran
abatidos en una contienda entre hermanos. Dignos representantes de la política de la muerte, de la
podredumbre que está enquistada en las poltronas de los palacios del gobierno, de un sistema
político que se erige teniendo como base el “quítate tú pa’ ponerme yo”.

También, todos y todas las que nos oponemos fehacientemente a que ‘la guerra hijueputa’ continúe
estamos atrapados y atrapadas en ella. Atrapados y atrapadas porque nos asesinan a diario, siendo
ya más de 400 líderes y lideresas fulminadas desde que se firmaron los acuerdos de paz entre las
FARC-EP y el Gobierno Nacional en el 2016; porque silencian las ideas y las expresiones de quienes
no estamos de acuerdo con una guerra que no nos pertenece, ya sea con sus disparos de fuego o
con sus gritos a quemarropa; porque el territorio de las mujeres sigue siendo un botín y un territorio
de guerra; porque nuestra vida está militarizada hasta lo más profundo, siendo controlados,
vigilados, juzgados y señalados aún sin tener pruebas en nuestra contra; porque la desigualdad
social sigue aumentando al punto que un niño que vive en la pobreza tiene que esperar 330 años
para tener una mejor calidad de vida; porque los pueblos indígenas y afrocolombianos ya no son
autónomos en sus territorios y estos son ocupados por grupos armados de diferentes brazaletes y
olvidados por el Estado sin diferenciar quién sea el que mande.

Una vez más, queda expuesta la inmensa tarea que demanda la construcción de un país en paz. No
se trata de que un grupo de personas en el poder determinen el rumbo de un país teniendo a la
muerte como guía; tampoco se trata de que esperemos un mesías salvador que, por obra de
milagrosos votos, redima nuestras culpas y levante al país del profundo pozo en el que se encuentra
sumido. Lo que se demandó una y otra vez en las agendas de diálogo, especialmente en la que
acordó con la insurgencia protagonista de los lamentables eventos de los pasados días, resulta hoy
más importante que nunca: Participación de la sociedad en la construcción de la paz.

No será el séquito de mafiosos gobernantes quienes alivien el padecimiento que tiene nuestro país,
a ellos y ellas les conviene, es su razón de vivir. Tampoco será el reducido grupo de seguidores, que
hacen gala de sus gatillos imaginarios y sus gritos amenazantes, quienes determinen el camino a
seguir en el tiempo que viene. Son las miles de personas que, cansadas de una guerra que no les
pertenece, agotadas de las injusticias y del olvido, exhaustas de la sordera de quienes levantan la
voz en su nombre, determinarán con sus pasos el camino hacia la paz. Debe terminar el lamentable
pacto con el que hemos sido gobernados por tantos años: Votamos a cambio de nuestro derecho a
la paz.

Hoy, más que nunca, es justo tomarse las calles exigiendo al gobierno que nuestro derecho a la paz
sea cumplido y respetado. Es justo construir un país para la vida digna y no para la muerte. Es justo
y necesario liberarnos de ‘la guerra hijueputa’ en la que estamos atrapados desde hace más de 50
años. Por quienes han muerto y por quienes viven con el propósito de construir un país diferente,
justo y libre, es justo declararle la paz a la guerra.

*En memoria de Victor Manuel Trujillo “Victote”, artista asesinado en Montecristo, Bolívar, a manos
de presuntos militantes del ELN.

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