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LUIS TEJADA

Pequeño filósofo de lo cotidiano

Autor: Gilberto Loaiza Cano


Departamento de Filosofía, Universidad del Valle

Luis Tejada vivió apenas algo más de veintiséis años; nació el 7 de febrero de 1898 en
el municipio de Barbosa (Antioquia) y murió en Girardot (Cundinamarca) el 17 de
septiembre de 1924. Publicó sus escritos desde el 4 de abril de 1917 hasta poco antes de
morir y sólo escribió crónicas, artículos, editoriales, algunas entrevistas y uno que otro
poema para los periódicos y revistas de la época. Es decir, murió muy joven, escribió
poco, en un medio efímero y en géneros de escritura más bien ligeros; por todo eso,
Tejada debería haber estado condenado al rápido olvido. Sin embargo, no sucedió así; al
contrario, terminó convertido en un extraño caso de escritor clásico, evocado con
frecuencia, leído, releído y comentado. Logró imponerse como autor que pudo plasmar
con alguna coherencia su concepción del mundo.

Por lo menos tres factores debieron incidir poderosamente en el hecho de que este
escritor y su obra perduraran. Sin que el orden de esos factores altere el producto,
digamos que, primero, hubo unos determinantes de la época que contribuyeron a
delinear un tipo de intelectual del cual Tejada fue una figura muy representativa; fue
una época de trastorno de valores, de mezcla de elementos viejos y nuevos, de
abandono de credos y asunción de otros. Tejada y los compañeros de su generación
vivieron atrapados en esa época e intentaron descifrarla, intentaron orientarse y orientar
en medio de la incertidumbre de esos tiempos de transición. Segundo, se trató de una
generación de individuos que no vivieron nada cómodos ni tranquilos con las
concepciones del mundo predominantes, de modo que tuvieron la propensión a generar
2

un pensamiento y unos comportamientos políticos, intelectuales y artísticos disidentes,


por no decir que heréticos a la luz de la tradición de una república confesional que se
había prolongado en Colombia desde fines del siglo XIX; por eso, la obra de Tejada es
incomprensible si la aislamos de los escándalos callejeros de sus coetáneos, de las
conductas bohemias y, principalmente, de las tentativas de originalidad artística. En
otras palabras, Tejada fue tan original y revaluador en la prosa periodística como León
de Greiff en la poesía, como Ricardo Rendón en la caricatura, como Jorge Eliécer
Gaitan en la política. Finalmente, el ingrediente de la genialidad creadora del individuo,
de la rareza que singulariza al escritor; fue el único capaz de sacudir la crónica de la
pesadez de la prosa del siglo XIX; fue quien mejor percibió la necesidad de plasmar con
inteligencia y belleza las mutaciones urbanas de las imberbes ciudades colombianas;
eligió un tono de escritura que lo definió, que lo puso aparte, basado en el uso eficaz del
recurso retórico de la paradoja. Nadie más escribió ni ha escrito como él en el breve
espacio de los periódicos de comienzos del siglo XX. Su obra de “pequeño filosofo de
lo cotidiano”, como él se autodenominó, fue el resultado de pensar la vida, sobre todo la
vida urbana; de pensar su oficio, el de escritor; de leer paradigmas de escritura concisa,
clara y eficaz en la argumentación: principalmente prosistas ingleses, como Chesterton
y Wilde. Su propia escritura fue signo de una mutación ostensible en la vida intelectual
colombiana; cambios en los gustos, en los intereses narrativos, en el ejercicio de
persuasión del público, en la actitud del escritor hacia la vida.

Aunque vivió y escribió poco, Tejada logró afianzarse rápidamente. Su breve


trayectoria de periodista comenzó en un periodiquillo estudiantil del colegio que
regentaba su padre en Pereira, en 1917; ese mismo año viajó a Bogotá y se vinculó a El
Espectador que por entonces tenía dos ediciones, la de la capital de país y la de
Medellín; a fines de 1918 ya estaba viviendo y escribiendo en Barranquilla y al año
siguiente ya dirigía en esa ciudad el diario Rigoletto, donde dio sus primeras señales de
simpatía con la novedad del comunismo. Para 1920 estaba en Medellín como redactor
principal de El Espectador y sostuvo a menudo dos columnas, Mesa de redacción y
Gotas de tinta. Exhausto y enfermo, desapareció un tiempo hasta que por fin hubo
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huella de sus escritos en la prensa del Gran Caldas, hacia 1921; publicó en
Renacimiento de Manizales y Bien Social de Pereira. En 1922 regresó a El Espectador
en Bogotá y allí terminó su carrera escribiendo, además, para revistas como Buen
humor, El Gráfico y Cromos. Fundó El Sol, a fines de 1922, un efímero periódico que
sostuvo con su amigo José Vicente Combariza –mejor conocido como José Mar-
cuando algunos jóvenes liberales esperaban que se organizara una conspiración contra
el gobierno conservador.

Tejada tuvo contactos con el socialismo y el anarquismo mientras estuvo en


Barranquilla, en 1919, y un año antes en Bogotá ya sabía dónde solían reunirse grupos
de artesanos y obreros. Cuando llegó a Medellín, en 1920, era simpatizante de la
reciente revolución bolchevique y era conocido por sus críticas acerbas al presidente
Marco Fidel Suárez. En Medellín participó de la fundación de la Asociación de
Cronistas, de la cual fue su primer presidente. Allí desnudó una de sus debilidades más
ostensibles, era incapaz de hablar en público, su timidez era apabullante y tuvo que
resignarse a que sus amigos le tributaran, en el patio de la redacción del periódico, un
simbólico entierro del Luis Tejada-orador. De todos modos, la Asociación de Cronistas
de Medellín se dedicó a establecer nexos con los grupos obreros de la ciudad. Para
1922, cuando regresó a Bogotá, recibió de la revista Voces de Barranquilla la
nominación de Príncipe de los Cronistas de Colombia, un homenaje al conjunto de su
obra periodística y un saludo autorizado a la originalidad de su escritura. De ese mismo
año data su vínculo con los poetas Luis Vidales y León de Greiff; su amistad con el
joven estudiante de Derecho Jorge Eliécer Gaitán, con el dirigente estudiantil Germán
Arciniegas; también su relación con los jóvenes conservadores que luego iban a ser
mejor conocidos como Los Leopardos. Fue en 1922 que Tejada, el caricaturista Ricardo
Rendón, Silvio Villegas, Augusto Ramírez Moreno y otros jóvenes intelectuales se
reunieron en el grupo autodenominado Los Arquilókidas y escribieron unos ácidos
artículos contra las principales figuras políticas e intelectuales de la generación de El
Centenario. Los Arquilókidas fueron acogidos por el periódico La República, entre el
23 junio y el 19 de julio de 1922, hasta que la censura se impuso. Este fue un corto y
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significativo momento de unidad generacional de intelectuales que insinuaban caminos


políticos muy diversos, especialmente aquellos que iban hacia la izquierda liberal o el
socialismo, como era el caso del mismo Tejada, y los que iban hacia el nacionalismo de
derecha, como el caso de Silvio Villegas. De hecho, entre 1922 hasta su muerte en
1924, nuestro cronista estuvo vinculado a las primeras tentativas de fundación de un
Partido Comunista en Colombia, contribuyó al funcionamiento de una célula comunista
inspirada por la exótica presencia de un inmigrante ruso y participó de la trascripción de
un texto vulgarizador de Bujarin que fue presentado como el primer programa
comunista en Colombia. En el trance de la militancia comunista, admirando la figura
novedosa de Lenin, se fue extinguiendo la existencia del joven periodista.

Un intelectual y una escritura en tiempos de transición.

Tejada provenía de una familia de liberales radicales de Antioquia; por tanto, procedía
de una tradición política y cultural disidente con respecto al dogma religioso católico.
En su familia hubo institutores que contribuyeron a la recepción de novedades
pedagógicas, como sucedió con su tía María Rojas Tejada, pionera del establecimiento
en esa región de jardines infantiles; fue ella quien asumió por algún tiempo la educación
de su sobrino. También hay antecedentes familiares de vínculos con el espiritismo, por
el lado de otra de sus tías, María Cano, quien iba a ser una de las primeras mujeres
dirigentes del socialismo en Colombia. El espiritismo fue una de las expresiones más
genuinas del desafío a la institucionalidad católica que debía, en principio, ostentar el
monopolio de la relación con lo divino; las prácticas espiritistas fueron una manera de
democratizar lo religioso y de difundir un positivismo científico popular que colocaba
los asuntos inasibles del “más allá” en el otro “más allá” de las elucubraciones seudo-
científicas sobre la supuesta comunicación de los vivientes con los “espíritus” de
personas fallecidas. Habría que agregar la importancia de la biblioteca de su padre, un
institutor muy cercano a las actividades políticas de uno de los últimos jefes del
liberalismo radical, Rafael Uribe Uribe; en las bibliotecas de su padre, Benjamín
Tejada, y de su abuelo, Rodolfo Cano, Tejada tuvo contacto con lecturas que luego iban
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ser motivo de su expulsión de la Escuela Normal de Institutores de Antioquia,


principalmente los autores básicos de la Ilustración y del romanticismo liberal francés.
Tejada no pudo continuar la tradición educacionista de su familia; fue expulsado en
1916 luego de que lo denunciara uno de los bedeles de la Escuela Normal, en Medellín,
por leer libros prohibidos, razón por la cual no pudo presentar los exámenes orales
finales. De todos modos, el estudiante expulsado nunca iba a tener las virtudes
necesarias para ser institutor, así que su temprano y definitivo desafío fue tanto contra la
formación según las pautas de las Escuelas Normales regentadas por el régimen
conservador como contra la tradición de una familia liberal que había concentrado
buena parte de sus esfuerzos en fundar y dirigir escuelas. La llegada de Tejada al
periodismo fue el resultado de varios episodios que demostraron que no estaba
interesado en reproducir el modelo de sobriedad y civismo que distinguió a su padre, un
educador que recorrió Antioquia y parte del Gran Caldas fundando y dirigiendo
escuelas primarias oficiales y colegios privados. Sus desplantes y escándalos de
bohemio expresaron, entre otras cosas, una rebelión contra la generación de sus padres
y maestros.

Se dice que los tiempos de transición son tiempos de tensión en la totalidad de la


cultura, porque hay un combate intenso entre lo viejo y lo nuevo. Es un momento
ambiguo y contradictorio en que los individuos son también ambivalentes, actúan
poseídos por la tradición y subyugados por las novedades. En la cultura intelectual
tienen lugar choques entre legados e innovaciones, entre el canon y la disidencia, entre
la ortodoxia y la herejía. Las primeras décadas del siglo XX pusieron otra vez en pugna,
como ya había sucedido en otros momentos de la historia republicana en Colombia, el
antiguo poder cultural y social de la Iglesia católica y las innovaciones ideológicas
condensadas, en esta ocasión, en posturas estéticas vanguardistas, en la cristalización de
partidos socialistas, en la difusión de ideas anarquistas, en el nacimiento de la clase
obrera. Mezcla de modernización capitalista y beaterio en los templos católicos; lemas
de sobriedad puritana a favor de la producción en las nacientes fábricas; primeras
6

marchas obreras en las ciudades en conmemoración del primero de mayo; primeras


tentativas de organización gremial de grupos de intelectuales, entre ellos los periodistas.

Los intelectuales que nacieron con el siglo XX fueron protagonistas y testigos de


pequeñas y grandes transformaciones; algunas sutiles y otras evidentes. La generación
de Tejada conoció el arribo de novedades tecnológicas que transformaron el orden de la
existencia en las sociedades occidentales: el automóvil, el avión, el cinematógrafo, la
radio. Otros cambios, quizás menos dramáticos pero importantes en la vida cotidiana de
las gentes, señales de mutaciones importantes en las relaciones humanas fueron, por
ejemplo, la instalación de relojes públicos en Medellín, hacia 1920; el cierre de la
edición de El Espectador de Medellín –el 17 de julio de 1923- que obligó a varios
intelectuales de esa ciudad a buscar refugio en Bogotá; la explotación del trabajo
femenino en las fábricas de textiles; la iluminación nocturna en algunas ciudades que
entrañó cambios en comportamientos colectivos percibidos y comentados por el propio
Tejada.

Mucho de lo que hizo y escribió Tejada y otros intelectuales de su generación estuvo


imbuido de ese espíritu de transición. En su obra se percibe la oscilación entre la nostalgia
de la vida aldeana y el saludo a las novedades metálicas que comienzan a inundar las
incipientes urbes. Por algo quiso que su primera crónica en El Espectador de Bogotá fuera
una remembranza de su bisabuela y poco después escribió “La aldea” en que afirmaba que
"los que han tenido la poca fortuna de nacer en grandes y populosas ciudades, no saben, no
podrán comprender nunca lo que significa en la existencia de un hombre el dulce recuerdo
de la aldea
1
. De provinciano deslumbrado pasó a ser un agudo y sistemático cronista de los hechos
citadinos. Sus más trascendentes descubrimientos nacieron del contacto íntimo con la
ciudad. Se sumergió en las calles bogotanas, donde las "pequeñas existencias se deslizan
calladamente." Encontró casas abandonadas, pilletes que dormían a la intemperie; se
detuvo en la “pálida muchacha” que estaba enfrente de una vitrina, en la anciana que
detrás del mostrador de su tiendecita leía El Quijote y los folletines de Jorge Ohnet. La
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ciudad estaba repleta de motivos dignos de ser recreados en la prensa diaria, bastaba saber
penetrar en ellos, y parecía haber descubierto el método de indagación adecuado: “La
ciudad tiene también hondos encantos y lazos sutiles con que aprisiona el corazón, siempre
que sepáis vivir en ella sin someteros al estiramiento martirizante del frac y del cuello alto
y al tedio superficial de los salones, sino pasando inadvertido como una partícula perdida
entre la muchedumbre, pero con los ojos muy inquisidores y el alma abierta a pequeñas y
grandes emociones”.2

Para el cronista no era difícil cumplir con aquellos preceptos. La costumbre de deambular
por la calle le proporcionaba detalles cotidianos para sus escritos. El itinerario comenzaba
cada atardecer asomándose al balcón, en la misma redacción del periódico. Desde allí se
extasiaba contemplando los tumultos y el bullicio de las gentes que invadían la carrera
séptima. Al divisar la caótica muchedumbre, exclamaba: "no podemos concebir nunca que,
por un cauce tan estrecho, puedan deslizarse en distintas direcciones tantas gentes
apremiadas, febriles, gesticulantes."3 Para Tejada, ese reducido escenario le ofrecía un
espectáculo igualador y pintoresco, porque permitía aleatorias aproximaciones entre
individuos con orígenes y propósitos diversos: “Yo he visto ya, juntos y fraternalmente
unidos por un dulce lazo de arte, al rico, al pobre, al laureado y al principiante, al poeta y al
periodista, al hombre maduro y al adolescente”. 4 El cronista admitió que estaba eligiendo
de este modo una perspectiva narrativa, este interés por las cosas pequeñas y sencillas de la
vida “influirá profundamente –decía él- en el modo de pensar y en la manera de escribir”.5

La escritura de Tejada se fundó en dos rupturas. La una consistió en adoptar un método de


percepción y narración de la realidad circundante, el del vagabundeo filosófico, caminar
por la ciudad sin mayores pretensiones. Mirar la muchedumbre desde el balcón de las
oficinas del periódico, detenerse en las esquinas, ir a los tertuliaderos de los artesanos,
visitar a las prostitutas, subir a las montañas y a los campanarios de las iglesias. Y la otra
consistió en hacer un ajuste de cuentas con el recurso retórico que la generación intelectual
que lo precedió había utilizado o, al menos, con la que Tejada la identificó: la ironía.
Aunque al comienzo saludó la ironía como elemento sustancial del humorismo, luego la
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atacó de manera sistemática porque consideraba que su uso era una manera “de disculpar
siempre la poca profundidad del argumento”.6 Tejada fue rápidamente consciente de la
elección de un método de examen de la sociedad de su tiempo, la del paseante callejero, y
de un recurso argumentativo que le ayudó a cimentar su crítica a la cultura: la paradoja.
Dotado de esos dos elementos que lo distinguieron durante buena parte de su producción
escrita, el cronista muy pronto hizo esta autodefinición de su oficio luego de meditar
acerca de las contingencias de la cotidianidad urbana: "Así hablaba esta mañana, aquí en la
redacción, un pequeño filósofo, que cree de buena fe, dar a cada paso con un sentido
recóndito y nuevo de las cosas, pero que sólo desentierra muchas viejas mentiras."7

El pequeño filósofo tuvo además la lucidez y la insistencia de examinar la condición de su


generación intelectual. Generación de tránsito situada en una época que le imponía grandes
dilemas. Desde la fundación en Medellín de la revista Panida (1915) -en la que Tejada no
participó- se insinuó un comportamiento y un malestar de una generación nueva. Artistas y
escritores que desde muy jóvenes habían chocado con la institucionalidad educativa; varios
de ellos tenían en su inmediato pasado el antecedente de la expulsión de un colegio o de
una universidad, casi siempre por haber hecho lecturas demasiado heterodoxas para el
gusto de las autoridades conservadoras. Esos jóvenes animaron y escandalizaron a una
sociedad pacata e incluso percibieron un conflicto entre sus expectativas, su deseo de ser
artistas, y las exigencias institucionales de ejercer profesiones “útiles” según la
modernización capitalista de los primeros decenios del siglo XX. Algunos exhibieron con
frecuencia su desadaptación o su intención manifiesta de desafiar los valores
predominantes. Muchos de ellos dejaron un anecdotario colorido de escándalos bohemios,
de comportamientos cínicos que incluyeron, en algunos casos individuales, la tragedia de
la auto-aniquilación.

En 1918, Luis Tejada enunció por primera vez un examen de su generación intelectual.
Tejada despreciaba el ambiente político que había heredado, le parecía demasiado
apaciguado y paralizante. Prefería nítidas diferencias ideológicas entre los partidos
políticos en vez de la calma que en 1909 había preparado el consenso de la Unión
9

Republicana, con el fin de reconciliar a liberales y conservadores bajo el propósito


pragmático del progreso material. Ese clima de tolerancia había extinguido el fervor de los
ideales y las teorías opuestas. El letargo de aquellos días a muchos les resultaba idílico,
pero para hombres como Tejada resultaba nefasto:

Los partidos políticos no acendran ya el suficiente dinamismo que pudiera


sugestionarnos. Nos debatimos dentro de ellos, miserablemente, sin
encontrar lo que ansiamos... los que nos hemos levantado en ambientes
radicales, ¿qué haremos, amigos míos, para sustituir ese derrumbamiento
de ídolos y de creencias que se efectúa constantemente en nuestras
conciencias?... Los que anhelamos algo más puro, más eficiente, más
acorde con nuestras almas libérrimas o analizadoras, ¿qué caminos
inconocidos emprenderemos? A la luz de mis pequeños alcances no
percibo un sendero celeste por donde pudiéramos escaparnos dignamente
en esta derrota terrible de los ideales. Miro dentro de mí, y me hallo como
un templo abandonado, donde los altares han sido derribados bruscamente
y donde la maleza se alza sobre las ruinas desoladas... ¡Oh tormento el de
este vacío angustioso, infecundo, que invade como una sombra de fatalidad
nuestra juventud fragante!8

Tejada sentía el asedio de un escepticismo infecundo y tenía ante sí, como otros
intelectuales de su generación, dos alternativas: refugiarse en la seguridad de las
"ciudadelas del pasado"; por ejemplo, había constatado que la juventud francesa de estirpe
liberal y jacobina retornaba a un "catolicismo viejo y decrépito". La otra, alimentar esa
voluntad de creer en un mito acorde con el espíritu moderno de la época. La breve
existencia de Tejada alcanzó a insinuar la búsqueda de un proyecto utópico plasmado en la
novedad política de la adhesión a las causas de la naciente clase obrera y la militancia
comunista.

Luego, en 1922, en carta al dirigente estudiantil Germán Arciniegas, inició su reflexión


con la confesión siguiente: “Yo no sé bien aún lo que soy… Parece que los que
empezamos a escribir e intentamos empezar a pensar en este último lustro, no hemos
logrado imprimir todavía un rumbo definido a nuestras inquietudes”. Pero, a pesar de la
confusión del momento en que estaba situado, Tejada alcanzó, como dijo él, a “plantear el
problema en términos generales pero claros…el mundo se está dividiendo definitivamente
10

en dos mitades contradictorias, bravías, cuyas tendencias especiales pueden encerrarse


dentro de dos únicas palabras igualmente hermosas y expresivas: Tradición y
Revolución”.9 La escritura y la vida de Tejada y de otros intelectuales de su generación
transcurrieron signadas por este dilema.

Crítico de la cultura.

Tejada conquistó rápidamente una merecida fama de polemista temible; eso lo percibió,
con algo de sorpresa, mientras escribía en Barranquilla, en 1919. Al año siguiente se le
encomendó, en Medellín, la sección editorial de El Espectador; entonces se dedicó casi
todo ese año a escribir dos columnas –Mesa de Redacción y Gotas de Tinta- que
plasmaron desde el registro escueto de cualquier hecho hasta el comentario político más
ardiente; desde la poética reflexión sobre los detalles cotidianos hasta el cuestionamiento
de un orden moral; escribió crítica de arte y al mismo tiempo fue artista creando una
escritura mezcla de prosa y poesía. Todo contenía fervor, discusión, réplica. La época
parecía no admitir actitud distinta: “No se nos están permitidos hoy -decía- las actitudes
pasivas, no se nos está permitido el silencio cómplice o resignado, porque es el minuto de
la profunda reevaluación. Todas las sociedades se están amoldando ya a conceptos nuevos
de la vida, de la ciencia, de la metafísica; todos los valores éticos, políticos, filosóficos se
están mudando en forma inusitada y radical”.10

El escritor estaba provisto de un método de indagación, de un recurso argumentativo y,


sobre todo, de una actitud hacia la vida. El escritor había elegido un tono que lo singularizó
y, a la vez, lo comprometió, lo hizo responsable de una forma de ver la vida, de vivirla y
de entenderla. Esa mezcla de lo ético y lo estético puede resumirse en lo que Tejada
definió como “el espíritu de contradicción”: “todo aquel que posea una leve dignidad
intelectual, debe hacerse más o menos su concepto del mundo...Si tenemos alguna
dignidad, si poseemos energía interior, debemos afirmar nuestras convicciones y arremeter
contra las otras desquiciándolas y pulverizándolas... En el fondo de toda inconformidad
hay siempre un germen de progreso y de liberación”.11 Siendo consecuente con esas
11

afirmaciones, el cronista desplegó una crítica que no se limitó a un único aspecto de la


vida. Fue crítico de arte, crítico moral, crítico político y social. Todo el entorno -aquello
que podríamos llamar la vida pública de la época- le mereció un cuestionamiento.
Admitamos que su crítica no constituyó un pensamiento sistemático, pero alcanzó a
enunciar con insistencia la necesidad de un mundo cultural distinto a las convenciones
estéticas, políticas y éticas heredadas. Su crítica contenía la urgencia de reivindicar al
individuo sobre las imposiciones racionalizadoras del avance capitalista. Para él fue vital la
relativización del unanimismo moral mediante un tenaz espíritu contradictor inspirado en
la imagen cínica de un Diógenes en su tonel. Con tal de "afirmar la personalidad
individual", a nuestro crítico le bastaban, según sus propias palabras, "un tonel amplio y
vacío y una buena dosis de espíritu de contradicción".12

En las primeras décadas del veinte se difundió una concepción y una simbología del
cinismo (hay dibujos explícitos del caricaturista Ricardo Rendón al respecto) que
contribuyeron a forjar posturas críticas y creativas. El cinismo fue algo así como un
método de subversión de los valores predominantes, una manera de demostrar lo falsos
o superfluos que eran los patrones estéticos y éticos de las generaciones anteriores. El
cinismo permitió que estos artistas desafiaran el unanimismo moral y que se situaran en
las márgenes de la sociedad. Situándose al margen, el artista cínico pudo burlarse de
“las intonsas gentes dando siempre opiniones”, como diría en unos versos el poeta León
de Greiff. El artista cínico es un paseante callejero, sube a la montaña para contemplar
el poblacho, y mira desde arriba para reírse de las convenciones culturales en que todos
estamos atrapados acá abajo. El cinismo como crítica de la cultura no fue arma exclusiva
de Tejada. Además de las huellas en las obras del caricaturista Ricardo Rendón y del poeta
León de Greiff, habría que mencionar al escritor Enrique Restrepo, quien en 1918 explicó
en un ensayo de la revista Voces la influencia de Nietzsche en la joven intelectualidad
antioqueña y más tarde, en 1925, publicó El tonel de Diógenes (manual del cínico
perfecto) donde sostenía que el cinismo era “una reacción violenta contra los valores
entendidos (sic) que la opinión adhiere a ciertas cosas, escepticismo con respecto a cuanto
se considera honorífico, a cuanto convencionalmente se poetiza y se embellece" (E.
12

Restrepo, 1925: 47). El cinismo en la escritura o en la actitud hacia la vida pareció ser la
reacción más común de aquellos intelectuales que, en Colombia, pugnaban contra las
concepciones, costumbres e instituciones que protegían el sobrio y puritano desarrollo
capitalista del país.

Gilbert Keith Chesterton, uno de los más evidentes inspiradores de la prosa artística de
Tejada, dijo alguna vez que "siempre debe haber un rico terreno moral para cualquier gran
producción estética" (G.K. Chesterton, 1950: 450). Pues bien, nuestro cronista contó con el
terreno propicio para crear una escritura que condensó el desafío a un modelo de vida cuyo
lema rector proclamaba que "el tiempo es oro". Mientras la prensa se saturaba de cálculos
y negocios, del optimismo positivista del burgués, Tejada disfrutaba con la exaltación de
los pequeños detalles cotidianos, recurría a la paradoja para fundamentar su espíritu
contradictor y "perdía el tiempo" en meditaciones extravagantes iluminadas por el juego, el
humor y el capricho. El método del vagabundeo filosófico, semejante al flâneur de Los
pequeños poemas en prosa de Charles Baudelaire, le ayudó a elegir la perspectiva
adecuada para narrar las sutilezas y pequeñeces de la vida urbana. Semejante a los
vanguardistas europeos, sintió el afán de poetizar la existencia y al mismo tiempo desafiar
al mundo burgués carente de poesía. Entonces encontró belleza en las novedades del
progreso tecnológico y escribió odas al aeroplano, al automóvil, a la locomotora. Con su
procedimiento de paseante callejero pudo establecer nuevas categorías de lo bello, de lo
digno, de lo poético. En 1920 continuó sugiriendo que el periodista debía estar
acompañado de un ánimo fisgoneador. Así nos dejó la imagen del pensador vagabundo
que siente placer indefinible al estar en la calle:

Estar en la calle -afirmaba- es singularmente grato para el hombre que se ha


enseñado a sacar una utilidad espiritual a los mínimos sucesos y también
para aquel perezoso y contemplativo que gusta vagar sin afán, inmiscuido
entre la muchedumbre, pintoresco y envuelto en el ambiente iluminado de
las grandes vías.13

Para procurarse una "visión amplia del mundo", el cronista creía necesario observar la
ciudad desde el privilegio de la altura: "Yo subo a menudo a esa pequeña meseta solitaria,
13

desde donde se percibe en toda su amplitud el panorama de la ciudad".14 También sugería


para sus paseos de periodista soñador: "Sentáos en un banco a ver circular el gentío, o
dirigíos a vuestra casa despacio, las manos sabiamente echadas en los bolsillos y la cabeza
llena de remotos pensamientos...Estoy seguro de que sentiréis una fruición delicada al
través de todo y amaréis este baño cotidiano de cosas menudas, de visiones callejeras y
refrescantes".15 En otras ocasiones le bastaba con contemplar los sucesos desde la ventana
y preguntarse ante ellos: "¿Las cosas, al pasar frente a nosotros, se impregnan de
nosotros?"16

¿Qué buscaba en el tumulto de las pequeñas cosas? Tal parece que lo singular, lo
irrepetible, lo distinto. Examinó la ciudad a la manera de un sociólogo, exaltó tipos
humanos humildes y hasta delictuosos, como lo prueban algunas de sus crónicas: “El
pescador”, “La maestra”, “Los cajeros”, “El falsificador”, “La mal vestida”, “Elogio del
carpintero”. Al vagabundo le brindó este elogio: "Entre la turba de burdos mercaderes y de
políticos gordos, vosotros sois las solas almas exquisitas. ¡Oh, admirables vagabundos de
los parques!"17 Se extasiaba con aquello que escapaba de la masa de lo uniforme y
monótono, como en el caso del modo de vestir femenino:
No hay nada que entre tan de lleno en lo absurdo, como un sombrero de
mujer... En los sombreros de los hombres hay una tendencia a ser todos
iguales; los sombreros de las mujeres, al contrario, quieren ser todos
desiguales. Es la apoteosis deliciosa del capricho y del disparate sobre esa
otra cosa deliciosa, caprichosa y disparatada que es la cabeza de una
mujer.18

Muchas supuestas pequeñeces merecieron su reflexión: “La nariz”, “Los cordones”, “Las
uñas”, “El cabello”, “La espada”. Le cantó a la proverbial pobreza de los estudiantes, se las
ingenió para entrevistar a una vaca, para hacer hablar a una rana. Se detuvo en el análisis
de los comportamientos colectivos: “En el tren”, “Los que lloran en el teatro”, “La
emoción del pueblo”, “De toros”. En todo ello encontraba detalles en apariencia
insignificantes que eran indicios de un fenómeno colectivo que merecía alguna
explicación, según el pequeño filósofo.
14

Buena parte de sus crónicas fue una respuesta ética y estética en un momento de pugnas
morales, no sólo en el campo de las costumbres cotidianas, sino también en el de las
literarias. En este último, a medida que avanzaba el nuevo siglo, se hacía más explícito el
forcejeo con la tradición de los gramáticos conservadores que, desde el siglo XIX, unían a
su poder sobre el mundo de las letras la facilidad con que ascendían en el poder político.
Los gramáticos se volvían fácilmente presidentes del país y erigían sus dictados de
correcta escritura en emblemas de la hegemonía cultural y política que lograron ejercer
hasta 1930, cuando por fin pudo interrumpirse la cadena de sucesivos gobiernos
conservadores. La originalidad literaria para letrados como Miguel Antonio Caro, Marco
Fidel Suárez o José Vicente Concha era un desvío de la norma, un irrespeto a las leyes
gramaticales. Y si a la imposición de esas leyes contribuía la educación controlada por la
Iglesia católica, era corto el camino para conducir a los socavones de la herejía y el pecado
la más tímida inclinación hacia las escrituras de vanguardia, cada vez más familiares para
los jóvenes intelectuales colombianos. Tejada promovió el desafío a las fórmulas de la
correcta escritura; para él era claro que los cambios ostensibles en la sociedad debían tener
repercusiones en la literatura: “Los hombres cuando tienen numerosos pensamientos
inéditos, necesitan, para expresarlos, combinaciones inéditas de palabras, que naturalmente
no están catalogadas en los textos ni estereotipadas en el lenguaje tradicional”19.

La poesía en prosa de Tejada resultaba también de eludir la capa abrumadora de la gran


noticia. Varios textos suyos tenían una introducción semejante a esta: "Al margen de las
catástrofes que hacen vibrar a una ciudad bajo el paso de lo horrible, se producen a
menudo ciertos detalles que surgen ligeros e imprevistos".20 Otras veces fue imposible
eludir los grandes sucesos: "Los cronistas de todos los periódicos del mundo, encargados
de extraer por cierta suma mensual la emoción del suceso cotidiano, encontrarán hoy sobre
sus mesas el tema obligado de la catástrofe del Japón".21 En su corta vida, el periodista
alcanzó a percibir que para el público de su época las noticias comenzaban a ser "lo único
agudamente interesante".22 Pero igual comprendió que en su tiempo era totalmente iluso
transmitir datos exactos sobre cualquier acontecimiento, no solamente por el rudimentario
sistema de los cablegramas, sino también por la censura que ejercían las grandes potencias
15

propietarias de las agencias de información. De modo que su crónica no era el relato


escueto o medianamente embellecido de un suceso. Prefería la feliz alternativa de ignorar
los cuestionables asuntos noticiosos y entregarse plenamente a la fantasía que le
proporcionaban sus contemplaciones diarias de la vida urbana o sus meditaciones de
perezoso durmiente que se perdía en los vuelos del humo de su pipa. Incluso, llegó a sacar
provecho literario de la falsedad de las noticias: "La noticia puede no ser verdadera -dijo
en 1922- sin embargo no es necesario que la cosas sean estrictamente verdaderas para que
interesen".23

La paradoja.

En la obra de Luis Tejada hay una relación estrecha entre comportamiento cínico, crítica
sistemática de la vida pública (aunque nos inclinamos por usar la cómoda palabra cultura)
y escritura sustentada en el recurso de la paradoja. La paradoja, dicen los que saben, hizo
parte del arsenal retórico de los humanistas del Renacimiento y desde entonces tiene un
peso argumentativo incuestionable, porque contribuyó a la reflexión jocoseria de un
Erasmo, por ejemplo; porque ha sido prueba de virtuosidad verbal de quienes la utilizaron
y porque ha contribuido a decir lo contrario de lo que la opinión general espera (paradoja
viene de para: al lado o afuera; doxa: opinión). Es quizás en este significado primigenio
que la argumentación paradójica de Tejada cobró sentido en su tiempo. El pequeño filósofo
se preocupó con frecuencia por afirmar aquello que desafiaba las nociones predominantes;
es decir, se preocupó por darle fundamento a juicios que resultaban imprevistos, a primera
vista arbitrarios y extravagantes, que contrariaban la opinión prevaleciente.

La paradoja en Tejada parece tener deuda inmensa con Gilbert Keith Chesterton, “el
penetrante ideólogo inglés", como alguna vez lo caracterizó; del autor de las Enormes
minucias, tan semejantes en motivos a la prosa de nuestro cronista, Tejada asimiló las
argumentaciones imprevisibles, siempre queriendo demostrar que el mundo podía ser visto
de otra manera. De Chesterton seguramente aprendió lo placentero que era meditar y
escribir echado en la cama y sobre todo debió adquirir la pasión por la polémica. La
16

paradoja, según el ensayista inglés, ofrecía "otra cara" de la realidad, la posibilidad de ver
las cosas "desde ese otro lado" (G.K. Chesterton, 1950: 447). Y desde ese otro lado, Tejada
sostuvo que lo misterioso no era la muerte, sino la vida. Que el hombre no era resultado de
la evolución del mono, sino al contrario, una "etapa de la degeneración del mono".24 La
inteligencia no la veía como todos, como una cualidad, sino como "una curiosa
enfermedad". Y así escribió "paradojas geométricas"; meditó ante una butaca, el objeto
que simbolizó su condición de poeta soñador. Si en la vigilancia puritana de las
costumbres se sugería que lo natural es que la noche debía emplearse para dormir, el
pequeño filósofo sostenía que "la noche es, no sólo para no dormir, sino para gozar de
ella".25 Si se fomentaba la lucha por el enriquecimiento material, Tejada reivindicaba la
pobreza por haberse "convertido al fin en una cualidad rara y difícil".26 Igual que en la
concepción del polígrafo inglés, la escritura paradójica era la ansiosa penetración en
sentidos recónditos en un mundo que lo regía la lógica y el orden científicos. Era el afán de
volver maravilloso e inesperado todo lo que permanecía atrapado por lo puramente
racional. Chesterton hablaba del retorno a "la visión espiritual de las cosas", de la
"independencia de nuestras normas intelectuales", del "sentido de la perdurable infancia
del mundo" (GK. Chesterton, 1950: 451).Tejada lo tradujo en la concreción de un
verdadero sentido común, el de la visión simple y primitiva de las cosas y que, según él,
marchaba en consonancia con la aparición y ascenso de la clase obrera en el mundo:

La civilización contemporánea se caracteriza por la ausencia de sentido


común en sus bases y en sus métodos; la noción primordial y natural de la
Justicia y del Bien ha sido oscurecida por la ambición, atrofiada por el
prejuicio, desvirtuada muchas veces por el exceso de inteligencia y de
cultura. Pero ya se anuncia en todas partes el retorno a la visión pura y
exacta de la vida: esa agitación creciente que se adelante contra un orden de
cosas monstruosamente equivocado y que concluirá con él.27

En un tiempo en que se pedía que cualquier acto estuviera animado por algún propósito
utilitario, Tejada gozaba inventando paradojas y reflexiones aparentemente desprovistas de
trascendencia. Sostenía polémicas juguetonas con sus colegas para reivindicar, por
ejemplo, el placer de leer para olvidar y no para el fin utilitario de aprender.28 Se divertía
con meditaciones que él calificaba de extravagantes, inspiradas por las situaciones más
17

ociosas. Con todo desenfado introducía así sus reflexiones: "En una de estas mañanas
lluviosas que invitan a la pereza suave de las sábanas, parece propicio intentar el elogio del
gato".29 Y en el mismo texto remataba diciendo que el gato con su hedonismo era "la
concreción del ideal del tipo humano del porvenir". Para burlarse del trascendentalismo
intelectual, se le ocurría afirmar que "esta mañana, mientras me ponía el pantalón, he
decidido firmemente creer en el Diablo".30

Esta escritura poética de Tejada fue quizás para el goce restringido de los intelectuales
que comprendían la sutileza y belleza de esas "raras miniaturas filosóficas". Según
testimonio de un contertulio, el joven Germán Arciniegas, las paradojas de Oscar Wilde
circulaban fácilmente en “el mercado de la literatura” de la época y, en el caso de los
escritos de Tejada, le pareció que “la paradoja es el único sistema eficaz de hacer crítica
de la vida.”31En fin, el poético cronista logró con la paradoja un sello de distinción
como crítico de la cultura y dotó a la crónica de un sentido superior al del superfluo
comentario cotidiano que sólo servía para ampliar o embellecer alguna noticia. Hacia
1922, sus contemporáneos admitían que Tejada se había convertido en el principal
cronista del país. En efecto, los intelectuales barranquilleros reunidos en la revista
Caminos, que antes habían hecho parte de la famosa revista Voces, proclamaron a Luis
Tejada como Príncipe de los Cronistas colombianos. Según la proclama, en Tejada se
hallaba “un estilo, un agudo don de observación, un espíritu inquieto que penetra en las
cosas, un desprecio total al chiste, al retruécano y a la anécdota”.32 La apreciación nos
parece acertada.

Del anti-pasatismo a la utopía socialista.

Pese a su corta existencia y a su breve trayectoria de escritor, Tejada sufrió mutaciones


interesantes y significativas. Entre 1922 y 1924, Tejada fue pasando de las meditaciones
extravagantes para concentrarse en una crítica acerba a la generación del Centenario; se
obstinó en enjuiciar la obra poética de Guillermo Valencia, la prosa de Marco Fidel Suárez
e, incluso, cuestionó la obra educativa de Agustín Nieto Caballero. Primero en la crítica
18

colectiva y censurada que ejercieron Los Arquilókidas reunidos en el diario La República,


y luego individualmente en su efímero periódico El Sol, Tejada se concentró en un ajuste
de cuentas con el legado de los centenaristas y en promover las tímidas, aisladas pero aun
así valiosas posturas literarias de la vanguardia en Colombia. A Valencia lo acusó de haber
“sido siempre un astuto usurpador de patrimonios ajenos”, tanto en lo literario como en lo
político.33 En polémica con Agustín Nieto Caballero, cuestionó así la pretendida obra
revaluadora de la generación que emergió en Colombia con las celebraciones del primer
centenario de la Independencia, en 1910:

Nosotros sí podemos preguntar al doctor Nieto Caballero y a sus contemporáneos,


los que llevan ya diez largos años de estruendosa gritería, qué es lo que han
derribado y edificado. Todos los días nos dan en las narices con la famosa
generación del Centenario, la generación de Eduardo Santos y Abello Salcedo, de
Salvador Iglesias y Laverde Liévano, de Armando Solano y Joaquín Güel, de
Villegas Restrepo y Rebollo del Castillo, de todos esos personajes bondadosos y
divertidos que el señor Quijano Mantilla, con un descaro solamente comparable a
su facilidad para inventar leyendas, acaba de llamar iconoclastas. Pero ¿dónde está
la obra demoledora de la generación del Centenario?34

El debate de Tejada no era solamente con la generación intelectual precedente, también lo


era con la facción del liberalismo que había decidido colaborar con los regímenes
conservadores. Con la fundación de El Sol, el cronista y otros jóvenes liberales, entre ellos
principalmente su amigo José Mar, creían que iban a contar con el apoyo del general
Benjamín Herrera, entonces máximo dirigente del Partido Liberal, en una conspiración
armada contra el gobierno conservador o, por lo menos, iban a promover un viraje
colectivo de la intelectualidad liberal hacia la izquierda. Eso puede explicar, en parte, que
Tejada patrocinara, en el editorial titulado “Profesión de fe”, la “completa abstención
electoral del liberalismo”. Aún más, en el mismo escrito propuso que se organizara entre la
juventud “una reacción radical, violenta y agresiva, que imite al ‘fascismo’ italiano, no en
su programa conservador, sino en su disciplina interna y en sus métodos de acción”.35

Según las teorías sobre las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX, el ataque a
las generaciones intelectuales precedentes hace parte de la consolidación de una
19

vanguardia, de la emergencia de un núcleo intelectual que desea situarse en la escena y


competir por el reconocimiento del público (R. Poggioli, 1964). En la sociología de la
cultura se dice algo semejante; es la rivalidad entre grupos de intelectuales consolidados,
tradicionales, y aquellos que emergen y buscan un lugar en el campo artístico, ese debate
implica el cuestionamiento de cánones, de nociones de lo bello, lo verdadero y lo bueno
(P. Bourdieu, 1992). Tejada fue crítico de la generación precedente y anunciador de
quienes consideraba como genuinas innovaciones en la poesía colombiana: los jóvenes
León de Greiff y Luis Vidales.

“Es agradable sentir con intensidad el movimiento de la vida universal, en todas sus
manifestaciones y especialmente en su manifestación política”, dijo en una de sus crónicas
de 1924.36 El paso afirmativo en materia literaria lo completó con su cada vez más
ostensible adhesión a la utopía socialista. Se dice que Jorge Eliécer Gaitán, entonces un
joven estudiante de Derecho, frecuentaba la casa de Tejada para compartir los avances en
la redacción de su tesis de grado Las ideas socialista en Colombia; más evidente aún,
Tejada le pidió a Gaitán adherirse al socialismo y abandonar al Partido Liberal, a lo que el
futuro caudillo le respondió en carta ya famosa del 8 de junio de 1923 en la que el futuro
gran político saluda el paso de la intelectualidad liberal a posturas socialistas pero rechaza
la necesidad de fundar un partido político aparte del Partido Liberal. Pero quizás la mejor
prueba de esa adhesión fue su sistemática escritura de 1923 y 1924; refugiado de nuevo en
la página editorial de El Espectador, luego del fracaso de El Sol, el cronista se dedicó a
comentar y a divulgar la necesidad de reformas a favor de la naciente clase obrera
colombiana; además de eso, comenzó a estimular la formación de un neto partido de la
clase obrera, completamente diferenciado de los dos principales partidos políticos
colombianos.

En la coda de su existencia, Tejada se consagró a una rigurosa exposición, acudiendo a


ejemplos de otros países en Latinoamérica, de lo que debería ser una legislación laboral en
Colombia. Tejada percibía la existencia de un conflicto social que exigía la intermediación
política de un “partido de clase”; él mismo se estaba erigiendo en la voz intelectual que
20

enunciaba las más indispensables conquistas de la nueva clase social. Dos tareas
parecieron las más apremiantes en sus reflexiones y en la actuación política apasionada
que caracterizó sus últimos días: de un lado, promover la necesidad de erigir una
legislación que morigerara la situación de la nueva clase en las relaciones de trabajo; del
otro, la enunciación del deseo de crear una organización política de nuevo tipo que sirviera
de intermediario, de representante de los intereses de una clase en ascenso. Estas
preocupaciones le obligaron a ir más allá de la juguetona exaltación del ocio; esta vez se
trataba de argumentar de manera sobria y precisa acerca de la creación de una Oficina
General del Trabajo, de una Inspección Médica del Trabajo, de instaurar una jornada
laboral de ocho horas, de conquistar el derecho a la sindicalización, de impedir la sobre-
explotación de la mano de obra femenina. Tejada era consciente de la asunción de un
conflicto social debido al ascenso del capitalismo, a la instalación del sistema de fábrica;
por tanto era indispensable crear organismos de protección o, al menos de vigilancia, de las
condiciones de trabajo. A esa preocupación le añadió el interés por las conquistas del
movimiento obrero en otros países, especialmente se detuvo en el triunfo electoral de los
obreros ingleses y en las conquistas laborales del movimiento obrero en Uruguay.

Tejada participó en el anuncio y la discusión de una situación novedosa en la historia


social colombiana, la aparición del “problema social”, la formación de una clase obrera
que buscaba la expresión pública de sus reivindicaciones; eran los primeros diálogos y
polémicas en torno a la representación política de ese conflicto y, por supuesto, eso
implicaba el examen del papel de los partidos políticos. Para el periodista, ya había una
movilización por tener el control político de esa clase, sobre todo por su importancia
electoral; en esa movilización tuvo participación importante la Iglesia católica que, al
parecer, buscaba revitalizar el esquema de caridad que le brindó dividendos políticos al
Partido Conservador en la segunda mitad del XIX. En debate con el sacerdote salesiano
Rodolfo Fierro, propagandista de la acción social católica y difusor de los talleres-
escuelas de Juan Bosco, aprovechó para reprocharle a la Iglesia católica su connivencia
con el capitalismo y su incapacidad institucional para colocarse al lado de las
reivindicaciones de los obreros.37 En su ideal de un partido de clase, Tejada colocó
21

como rasgo primordial de distinción el elemento anti-clerical. Es posible que el cronista


todavía basara su análisis en los remanentes de la cultura política radical del siglo XIX,
pero también es posible que a eso le agregara un propósito secularizador de la actividad
política en el nuevo siglo.

Desde mediados de 1922, el pequeño filósofo estaba entregado a la militancia en una célula
pionera de la organización comunista en Colombia. Con otros jóvenes que de manera
episódica se estaban separando del Partido Liberal, recorrieron los lugares de sociabilidad
de los artesanos y de los pocos obreros que podían existir entonces en Bogotá. Inspirados
por la exótica presencia de un ruso que llegó a Colombia más por extravío que por
intenciones políticas, Luis Tejada, Luis Vidales, Moisés Prieto, José Mar, entre otros, se
propusieron fundar un Partido Comunista que intentó superar la organización socialista
que tenía conexión con la cultura política artesanal de la segunda mitad del siglo XIX. El
llamado Grupo Comunista fue, más bien, una veleidad que chocó por su dogmatismo
hirsuto con viejos dirigentes socialistas e, incluso, con dirigentes políticos, como Francisco
de Heredia, que tenían una formación intelectual más cosmopolita y que, al parecer,
poseían un acervo de lecturas más consistente de la literatura marxista. En el Congreso
Obrero y en el Congreso Socialista que tuvieron lugar en Bogotá, de manera casi
simultánea, fue inevitable el enfrentamiento entre los “viejos” y los “nuevos” socialistas.
Tejada cometió quizás el error de trasladar a la formación de un partido político socialista
el debate generacional y, eludiendo matices y sincretismos propios de la cultura política
popular en Colombia, quiso proclamar una rápida y poco meditada adhesión de un nuevo
partido a la Tercera Internacional, es decir, al proyecto de la naciente Unión Soviética de
crear partidos comunistas en el mundo. Aunque Tejada alcanzó a percibir la desconfianza
obrera ante las posturas de los jóvenes intelectuales, no logró entender que en la formación
de la clase obrera colombiana no podía haber un desprendimiento inmediato de las
costumbres y tradiciones que el “viejo socialismo”, cercano al abigarrado mundo artesanal,
representaba. Testimonio de la superficialidad ideológica del Grupo Comunista fue el
programa comunista que hicieron circular en el Congreso Socialista de 1924, un
documento que era la transcripción de la obra vulgarizadora de Nicolás Bujarin, El ABC
22

del comunismo. Los jóvenes comunistas colombianos tenían todavía mucho que leer y
reflexionar para darle consistencia a un nuevo partido político, representativo de los
sectores sociales que emergían en Colombia con la modernización capitalista.

Es craso error separar al Luis Tejada de las paradojas y meditaciones extravagantes de


aquel que escribió apasionadamente sobre los conflictos sociales de su época y militó a
favor de la creación de un partido de clase. La crítica de la cultura, el cinismo creador, los
postulados a favor de una literatura vanguardista, la búsqueda de un “apóstol” que guíe a la
sociedad, la adhesión ferviente a la figura de Lenin, todo eso hace parte de la necesidad de
construir un mito, de fabricar una utopía, de transformar la totalidad de la cultura; de la
necesidad de situar a un nuevo grupo social en el espacio público. El cronista vivió con
intensidad un proceso de elaboración de una utopía moral, estética y política. Dicho de otro
modo, no hay incompatibilidad entre la meditación juguetona y la adhesión final al
socialismo, no hay una frontera de separación entre dos versiones del intelectual. Esa
evolución hizo parte de la intensidad –y autenticidad- con que vivió un mismo individuo.
Luis Tejada tuvo, además, la virtud de morir a tiempo; antes de que el afán de construcción
de esa utopía se agotara.

Epílogo.
Con la muerte de Luis Tejada comenzó a morir la generación intelectual de Los Nuevos
como expresión colectiva que dio su primer anuncio en 1915 con la revista Panida, en
Medellín. El cronista había sido punto de cohesión intelectual, su conversación y sus
reflexiones paradójicas entretenían y deslumbraban en la reunión del café, en la tertulia de
la sala de redacción. Pero no estaba destinado para las exigencias de la cotidiana
exposición en público, su “miedo invencible” a las multitudes lo separaba de las tan
necesarias virtudes oratorias entre el personal político de la primera mitad del siglo. La
lucidez para detectar el malestar de la época, para examinar las circunstancias políticas y
culturales de su tiempo, lo ubicaban más bien al nivel del ideólogo. Su obra está a mitad de
camino -al fin y al cabo fue un intelectual de un momento de tránsito- de las
preocupaciones que esbozó, por ejemplo, Carlos Arturo Torres en Idola fori hacia 1909 y
23

los estudios que proliferaron en los decenios 1920 y 1930 –en América y Europa- sobre la
multitud, la política de masas, la opinión pública. Preocupaciones que plasmaban, de uno u
otro modo, la necesidad de examinar el sentido de democracia en sociedades masivas
urbanas y que hallaron alguna respuesta en el populismo, en la modernización de los
medios de comunicación.

La obra de Tejada es todavía conocida parcialmente; los vacíos en la conservación de la


prensa de los primeros decenios del siglo XX y las dificultades editoriales para publicar
una obra completa nos han dejado con una visión todavía fragmentaria del escritor. Aun
así, las cuatro compilaciones que han conocido sus escritos periodísticos, desde 1924 hasta
2007, constituyen un conjunto consistente para sustentar cualquier interpretación de la obra
y demuestran que ha habido una voluntad de examinar un hecho cultural significativo. La
obra periodística de Tejada es, intrínsecamente, bella; pero también sirve de testimonio
documental de una época, relata el proceso de creación de un escritor que fue hilvanando
preocupaciones temáticas que no se agotaron en un par de crónicas, sino que se fueron
acumulando en las miniaturas de sus gotas de tinta, día a día.

Bibliografía

Obra de Luis Tejada.

Tejada, Luis. Libro de crónicas, Bogotá, Tipografía Augusta, 1924.


Escobar Calle, Miguel (comp.). Mesa de Redacción, Medellín, Editorial Universidad de
Antioquia, 1989.
Mejía Arias, Hernando (comp.). Gotas de tinta, Bogotá, Colcultura, 1977.
Loaiza Cano, Gilberto (comp.). Nueva antología de Luis Tejada, Medellín, Editorial
Universidad de Antioquia, 2008.

Sobre Luis Tejada.


24

Bustamante, Víctor. Luis Tejada, una crónica para el cronista, Medellín, Editorial
Babel, 1994.
Cobo Borda, Juan Gustavo. Prólogo de Gotas de tinta, Bogotá, Colcultura, 1977.
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febrero de 1989, p. 95-104.
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No. 33, 1993, p. 41-75.
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de 1944, p. 15.
Gil Jaramillo, Lino. "Luis Tejada, pequeño filósofo de lo cotidiano", en Tripulantes de
un barco de papel. Medellín, Ediciones Beta, 1963.
Forero, Néstor. “Luis Tejada y la filosofía de lo trivial”, en Sábado, Bogotá, No. 194,
marzo 29 de 1947, p. 4,14.
Orrego, John Byron. Luis Tejada Cano y el inicio de la modernidad literaria en
Colombia, Medellín, Concejo de Medellín, 1993.
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Tejada”, en Magazín Dominical de El Espectador, No. 252, enero 24 de 1988, p. 17-20.
Ruiz Gómez, Darío. “Luis Tejada contra el despotismo ilustrado”, en De la razón a la
soledad: ensayos, Bogotá, Universidad Nacional, 1977.
Vidales, Luis. “Cómo nos hicimos comunistas: recuerdos y anécdotas de Luis Tejada”,
Sábado, Bogotá, No. 122, noviembre 10, 1945, p. 6,14.

Obras citadas.
Bourdieu, Pierre. Les règles de l’art. Genèse et structure du champ littéraire, Paris,
Editions du Seuil, 1992.
Chesterton, Gilbert Keith. Defensa del desatino (Defense of Nonsense). Buenos Aires,
Ediciones Jackson, tomo 15, 1950.
Poggioli, Renato. Teoría del arte de vanguardia, Madrid, Revista de Occidente, 1964.
Restrepo, Enrique. El tonel de Diógenes, manual del cínico perfecto, Bogotá, Ediciones
Colombia, 1925.
25

Notas

1
. Luis Tejada, “La aldea”, El Espectador, Bogotá, junio 21 de 1918.

2
. Luis Tejada, “La ciudad”, El Espectador, Bogotá, mayo 15 de 1918.

3
. Luis Tejada, “La carrera séptima”, El Espectador, Bogotá, julio 15 de 1918.

4
. Luis Tejada, “La palabra sencilla”, El Espectador, Bogotá, junio 25 de 1918.

5
Ibidem.
6
“Luis Tejada, Suárez, el sofista”, Rigoletto, Barranquilla, abril 3 de 1919.

7
. Luis Tejada, “Las circunstancias”, diciembre 28 de 1918. Fue publicada por El Espectador de Bogotá, pero el
cronista la envió desde Barranquilla.

8
. Luis Tejada, “El Problema”, El Universal, Barranquilla, julio 8 de 1918.
9
. Luis Tejada, “Página de Luis Tejada”, revista Universidad, Bogotá, marzo 9 de 1922.
10
. Luis Tejada, “Asamblea de estudiantes”, El Espectador, Medellín , mayo 26 de 1920.

11
. Luis Tejada, “Elogio del espíritu de contradicción”, El Espectador, Medellín, septiembre 3 de 1920.

12
. Ibidem.

13
. “Luis Tejada, En la calle”, El Espectador, Medellín, agosto 20 de 1920.

14
. Luis Tejada, “Subir y bajar”, El Espectador, Medellín, agosto 12 de 1920.

15
. En el texto, ya citado, “En la calle”.

16
. Luis Tejada, “Meditaciones desde una ventana”, El Espectador, Bogotá, marzo 31 de 1921.

17
. Luis Tejada, “Gotas de tinta”, El Espectador, Medellín, junio 12 de 1920.

18
. Luis Tejada, “Los sombreros de mujer”, El Espectador, Medellín, junio 19 de 1920.

19
.“Luis Tejada, La Gramática y la revolución”, El Espectador, Bogotá, marzo 18 de 1923.

20
. Luis Tejada, “Reo de vida”, El Espectador, Medellín, septiembre 10 de 1920.

21
. Luis Tejada, “La catástrofe”, El Espectador, Bogotá, septiembre 6 de 1923.

22
. Luis Tejada, “Las máquinas”, El Espectador, Bogotá, septiembre 24 de 1923.

23
. Luis Tejada, “Mimetismo”, Cromos, Bogotá, junio 3 de 1922.
26

24
. Entre 1920 y 1922 escribió textos paradójicos como: “La cola”, “El instinto”, “Paradojas geométricas”, entre

otros.

. Luis Tejada, “La noche”, El Espectador, Medellín, diciembre 22 de 1920.


25

. Luis Tejada, “La pobreza”, El Espectador, Bogotá, noviembre 27 de 1920.


26

. Luis Tejada, “El sentido común”, El Espectador, Bogotá, septiembre 3 de 1923.


27

28
. Con su colega Luis Bernal, seudónimo de José Rafael Muñoz, sostuvo en Medellín polémicas acerca del
amor, el juego y los libros.

. Luis Tejada, “El gato”, El Espectador, Medellín, agosto 13 de 1920.


29

. Luis Tejada, “El cine y el infierno”, El Espectador, Bogotá, febrero 13 de 1921.


30

. Germán Arciniegas, “En la muerte de Luis Tejada”, revista Cromos, Bogotá, septiembre 20 de 1924.
31

32
. El Espectador, Medellín, septiembre 6 de 1922.

. Luis Tejada, “Guillermo Valencia”, El Sol, Bogotá, noviembre 30 de 1922.


33

. Luis Tejada, “La generación del Centenario”, El Sol, Bogotá, diciembre 21 de 1922.
34

. Luis Tejada, “Profesión de fe”, El Sol, Bogotá, noviembre 29 de 1922.


35

. Luis Tejada, “Cayó Poincaré”, El Espectador, Bogotá, marzo 27 de 1924.


36

. Luis Tejada, “Las ideas del Padre Fierro”, El Espectador, Bogotá, junio 18 de 1923.
37

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