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AMANTES

JUDITH KRANTZ

Traducción de Raquel Albornoz

Emecé Editores

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A Steve con profundo y renovado cariño. Cuando comienza otra temporada de fútbol
norteamericano profesional y mi marido se vuelve un tanto difícil de encontrar – casi ni se lo
puede interrumpir -, no se me ocurre ninguna otra persona a quien me gustaría dedicarle esta
novela. Cuando concluyan los partidos, sé que va a estar dispuesto, como siempre, a leer algún
capítulo nuevo, con lo cual se convierte en la caja de resonancia indispensable, sincera y lúcida,
a menudo inspirada e inspiradora, que todo escritor necesita y que sólo unos pocos encuentran
en su propio hogar.

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1
En Los Ángeles, no existe automovilista que no se cuide de la banda de conductores
audaces que pilotea pequeños Volkswagen. Se sabe que son una raza de espíritus
libres, intrépidos y agresivos que se enorgullecen de pisar el acelerador a fondo para
adelantarse a cualquier Rolls Royce o Mercedes; que en las intersecciones de calles se
largan a cruzar primero, y sin miramiento alguno aceleran para estacionar en espacios
libres, ganándoles de mano a vehículos de mayor porte pero más lentos de maniobrar.
Gigi Orsini se compró un Volkswagen deportivo convertible color rojo fuego cuando
decidió aceptar el trabajo de redactora en Frost, Rourke y Bernheim, la agencia de
publicidad que desde hacía varios meses intentaba seducirla.
Durante muchos años se había conformado con un Volvo caro pero aburrido que le
había regalado Billy Ikehorn, su madrastra. Pero esa vez, durante el fin de semana
largo que se tomó después de dejar su trabajo y antes de comenzar el nuevo, decidió
invertir un dinero recién ganado para comprarse un auto más acorde con su
personalidad. Le bajó la capota y acarició su flamante carrocería. Esa máquina informal
y alocada armonizada con su nueva profesión, su nuevo status. Era un auto ágil y
divertido, especial para el optimismo que sentía ese 1983, el año en el que Barbra
Streisand conmovió a toda la industria cinematográfica con Yentl, la primera película
protagonizada, dirigida y producida por ella misma; el año en el que Los Ángeles se
preparaba para ser la sede de los Juegos Olímpicos; el año en el que la reina Isabel,
de buen ánimo a pesar de su edad, visitó la casa de montaña del presidente Reagan
en medio de un terrible temporal; el año en el que el basquetbolista Kareem-Abdul-
Jabbar, en la cumbre de su carrera, firmó un contrato sin precedentes por un millón y
medio de dólares para esa temporada; el año en el cual lo irrevocable del último
episodio de M*A*S*H tiñó con un dejo de tristeza la vida por lo demás próspera de
millones de norteamericanos.
Y una mañana invernal, promisoria y optimista de ese año optimista a principios de
la década optimista de 1980, Gigi Orsini, muerta de nervios, apretando los dientes de
aprensión y temor, sin sentir en absoluto la indiferencia típica de quien posee un VW,
atravesó lentamente la playa de estacionamiento del edificio de oficinas de estilo
español ubicado en el Sunset boulevard, cerda de La Ciénaga, sede de Frost, Rourke y
Bernheim. Era su primer día en el nuevo trabajo, y jamás se había sentido tan cohibida
desde el primer día de clase de la escuela secundaria, cuando sufrió el peor ataque de
timidez de toda su vida, ella que siempre había sido muy desenvuelta.
Ojalá no tuviera esa necesidad imperiosa de alterar el statu quo de su vida, de
cambiar todo de raíz, se dijo. Si sólo hubiera podido conformarse con el refugio seguro
y en rápida expansión que le ofrecía Escrúpulos Dos, el catálogo de moda que había
llegado a considerar la empresa de la familia, ahora no estaría buscando un lugar para
estacionar en ese estado de impaciencia irrefrenable, a punto de dar sus primeros
pasos en la publicidad.
Archie Rourke, redactor, y Byron Berenson Bernheim III, director de arte, eran dos
de los tres socios de la agencia que seis meses atrás se había instalado en Los
Ángeles, proveniente de Nueva York. Cuando Gigi estacionaba con cuidado junto a un
reluciente Porsche, recordó los términos que había empleado Archie para convencerla
de trabajar con ellos.

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“La publicidad es la forma de arte más importante del siglo XX. Dentro de
trescientos años, cuando el director de un museo organice una exposición
conmemorativa de nuestra era, el material lo va a sacar principalmente de los
comerciales de televisión y los anuncios de revistas.” Gigi no había tomado su decisión
fundándose en el contenido de esas palabras, pero quedó impresionada por el fuerte
sentido de convicción que transmitían, como si el mundo del teatro, de la literatura, de
la música y la fotografía sólo existieran con el mero objetivo de ser incorporados al
gran arte de la publicidad. Tales palabras despertaron en ella su instinto de aventura y
una curiosidad que finalmente la llevaron a ese momento de pavor.
Marcó distraídamente el código de la alarma del auto y se alisó la falda con manos
algo temblorosas. Al menos se encontraba correctamente vestida. Todas las veces que
había salido a almorzar con Byron y Archie, ellos lucían la versión californiana de lo que
era la máxima elegancia de la costa Este, es decir trajes de Armani con camisas de
vestir a rayas y finísimas corbatas. Según Gigi pudo entender tanto por las palabras de
Archie como por la actitud que él y Byron había adoptado frente al ambiente informal
de la ciudad, la publicidad era un negocio muy serio. Ambos parecían representantes
de artistas, y los representantes eran los hombres que vestían con el estilo más formal
de California.
De hecho Archie hablaba de la manera persuasiva típica de todos los
representantes que conocía a Gigi. Era un hombre al que sólo podía describir, sin
poder evitar una risita pícara, como un rudo atractivo, pues su aspecto salvaje y
despreocupado, y la hermosa combinación de pelo negro enrulado y ojos azules,
parecía creada para las páginas de una novela romántica decimonónica.
Byron, por el contrario, con su pelo rojizo, contrastaba con Archie. Era un hombre
alto y elegante, de carácter apacible detrás del cual se escondía un interesante dejo
burlón. Su mundo, pensaba Gigi mientras caminaba entre las hileras de autos, parecía
estar lleno de bromas privadas, y sus ojos grises solían lanzar destellos de humor
cuando esbozaba gráficos asombrosos sobre los manteles. A Gigi le divertía la manera
en que ambos se complementaban. Hacía tanto tiempo que trabajaban en equipo que
a veces parecían ser dos facetas de la misma e irresistible persona.
Lo que más la perturbaba, se dijo mientras sin muchas ganas cruzaba el
estacionamiento hacia Sunset Boulevard, por donde se entraba en el edificio, era ese
maldito artículo que había leído en una revista femenina en la noche anterior. ¿Qué
maldita casualidad lo había puesto en su camino? Era una nota donde se trataba el
tema del primer día de trabajo en un nuevo empleo.
Deseó que no la hicieran sentirse obligada a ofrecerse como dadora voluntaria de
sangre para la campaña anual de la empresa, una de las formas que recomendaba el
artículo para conocer a los compañeros de trabajo. Quizá pudiera observar
disimuladamente el clima antes de tener una participación activa en lo que la autora
denominaba “las políticas internas del lugar”. El artículo advertía que nunca hay que
relacionarse con la primera persona simpática que se nos presenta, ya que lo más
probable es que se trate de un “fracasado”. También recomendaba mostrarse
optimista pero con mesura, para no dar la impresión de estar desesperada; sonreír con
calidez pero sin demostrar una ambición poco profesional; dibujar un plano con la
ubicación de sus compañeros para memorizar sus nombres; y así, después de unos
meses de paciente espera sin caer en la ansiedad excesiva, poder causar una buena
impresión en el “inconsciente colectivo” de la empresa, regla que la escritora
garantizaba que era eficaz aunque no fuera reconocida.
-Lo haré bien – murmuró con determinación recordando las palabras que dijera la
reina Victoria cuando se enteró de que estaba a punto de heredar el trono.
De pronto se detuvo al lado de un camión de reparto. Asustada, temblando de
nervios, abrumada por toda la información que había absorbido, sintió la necesidad de

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realizar una inspección final. Llevaba puesto su único traje de franela gris, de corte
perfecto, que no hacía mucho le había regalado Prince, el gran diseñador de Nueva
York. La falda, de largo recatado y debajo del saco lucía una camisa de algodón blanco
inmaculado. Medía un metro sesenta, pero parecía más alta gracias a los zapatos de
tacón alto que usaba con medias negras opacas. Como único adorno tenía un par de
aros de perlas y un caro pero discreto reloj de pulsera de Cartier con correa de lagarto,
que le había obsequiado Billy en la fiesta de despedida organizada en su honor cuando
se fue de Escrúpulos Dos.
¿Acaso había vestimenta más adecuada? se preguntaba Gigi. ¿Es que podía causar
mejor impresión? Pero el hecho de estar tan perfecta iba en contra de su naturaleza.
Su estilo era lo excéntrico, lo inesperado y extravagante, y aunque ese salto al mundo
de la publicidad le exigía un nuevo guardarropa, un viejo impulso la había llevado a
ponerse su sombrero preferido que ostentaba todos los matices rojizos, anaranjados,
amarillentos y dorados de un ramo de caléndulas.
Se trataba de un típico sombrero de principios de siglo, de hermosa tela
estampada. Tenía alrededor una ancha cinta de tafeta roja, y en la parte delantera
llevaba de adorno dos cerezas, una enorme rosa de terciopelo negro y varias hojitas
verdes aplicadas. El ala estaba doblada adelante hacia arriba, y sujetada a la banda
por medio de la rosa.
Era un sombrero que una vez había usado una joven para ir a despedir a su
prometido que partía a la Primera Guerra Mundial, pensó Gigi; un sombrero valiente y
frívolo que le había iluminado el rostro. Sabía que el prometido había vuelto de la
guerra; si no, ¿por qué la dueña habría de guardarlo con tanto esmero, envuelto en
papel de seda, dentro de una caja con el nombre de un sombrerero londinense que
Gigi descubrió cuando buscaba prendas de lencería antigua? Hasta ese momento, lo
guardaba como adorno en su dormitorio, pero en esta ocasión le daba un toque
romántico a su atuendo serio. Se lo acomodó con sumo cuidado. El sombrero, de
ochenta años de edad, le resultaba tan cómodo como todo el resto de su vestimenta le
resultaba extraño e incómodo.
Echó los hombros hacia atrás, alzó la frente y caminó con más bríos. Dobló la
esquina, entró en el edificio y, con su típico andar provocativo, como haciendo pasitos
de jazz, subió rápidamente la escalera que conducía a las oficinas de Frost, Rourke y
Bernheim.

-El señor Rourke me dejó dicho que lo lamentaba mucho, pero que tuvo que ir con
el señor Bernheim a una reunión urgente con un cliente – dijo la recepcionista cuando
Gigi se anunció -. No saben a qué hora van a regresar.
-¡Ah! – exclamó Gigi.
-Me llamo Polly. El señor dejó dicho que la hiciera pasar a una oficina para que
espere allí. – La recepcionista la miró de arriba abajo, y parecía tan desconcertada
como Gigi. Archie y Byron le habían pedido que fuera a las diez y media, cuando todos
estuvieran trabajando a pleno, así podían mostrarle la oficina, presentarla a los demás
y darle tiempo para instalarse.
-Está bien – respondió Gigi. Se calzó aún más el sombrero de modo que le cubriera
el flequillo y las finas cejas, con una enorme curiosidad por conocer las oficinas donde
trabajaban Archie y Byron. Siguió a Polly por un laberinto de pasillos y alcanzó a
vislumbrar habitaciones amplias, de techos altos, donde muy pocas personas
trabajaban con vigor. Le pareció verlos tan dispersos en esos recintos casi desprovistos
de muebles. En comparación, en las oficinas de Escrúpulos Dos no había espacio para
trabajar con tanta comodidad como en FRB. A su paso, algunos empleados alzaron la
vista con total indiferencia y enseguida volvieron a fijarla en sus máquinas de escribir,

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procesadores de textos o tableros de dibujo pues se daban cuenta de que una persona
tan resuelta y elegante no tenía nada que ver con sus tareas.
Gigi tenía la sensación de estar de visita en un estudio de cine. Sus ojos paseaban
de un lado a otro sin captar una sola mirada de interés. Todos la descartaban en el
acto sin el menor reparo. Quizás sea cierto que la publicidad es la expresión artística
de la segunda mitad de este siglo, pensó, pero los pocos cultores de ese arte que
observó parecían desarreglados y desprolijos como los bailarines de ballet cuando se
ponen la ropa más vieja que tienen para ensayar.
-Es aquí – dijo la recepcionista al entrar por fin en una pequeña habitación donde
los tubos fluorescentes arrojaban una luz poco cálida -. Como es tan pequeña, no se la
usa nunca.
-¿Nadie tiene su propia oficina? – preguntó Gigi.
-No. No les gusta estar solos porque se ponen nerviosos. La señorita Frost es la
única que tiene un despacho para ella sola. Pero los integrantes de los equipos
creativos son muy unidos…ya lo va a ver. ¿Quiere un café?
-No, gracias – respondió Gigi -. Estoy bien acá, Polly. – Esbozó una sonrisa
esperando que fuera cálida aunque no desesperada, ansiosa ni poco profesional. Lo
único que había en la pequeña habitación era un escritorio cubierto con pilas de
revistas Vogue y Bazaar de todos los países, ediciones de muchos años de Elle, Town
and Country, y algunas revistas de modas de primer nivel que apenas pudo reconocer
como francesas e italianas. Cerró la puerta con decisión y se echó en un sillón
decrépito pero muy cómodo que quedaba escondido detrás del escritorio.
Al menos conocía a Polly y sabía qué puesto tenía, lo que ya era algo. Desde luego,
podía ponerse a hojear las revistas que seguramente habían puesto allí para que le
sirvieran de inspiración, pero la idea no la entusiasmaba en absoluto, sobre todo
porque aún estaba molesta por el hecho de que no la hubiesen esperado. Sobre el
escritorio había un teléfono, pero el único número que le venía a la mente era el
número de emergencias.
No sabía bien por qué, pero se había desubicado en cuanto al ambiente de la
agencia. De ninguna manera iba a dejar que la presentaran al personal vestida con
tanta elegancia. ¿Por qué ni Archie ni Byron no se lo habían advertido? ¿Por qué la
habían engañado con sus trajes tan formales? Cuando empezó la secundaria, al menos
ya sabía de antemano cómo irían vestidos los otros chicos, y el hecho de saberlo le
permitió sobrevivir a ese horrible primer día de clase antes de establecer contacto
humano con los demás. Claro que, si tuviera verdadera y profunda confianza en sí
misma, esos detalles no importarían y tendría la seguridad interior mínima para
presentarse ante cualquier persona vestida de cualquier manera sin pensarlo dos
veces. Podía ser una Anna Magnani, una Lauren Hutton, o una Martha Graham. No,
mejor Bella Abzug. O mejor aún, Barbara Jordan. ¿Cómo era posible que tuviera las
manos y los pies fríos y que le sudara la frente? ¿Cómo podía ser que ella, Graziella
Giovanna Orsini, reaccionara como una chiquilina sólo porque no le habían dicho cómo
se vestía la gente en ese lugar? Pero por otro lado, hasta Ralph Waldo Emerson había
reconocido admirar profundamente a una dama que le había dicho que ir bien vestido
confiere una tranquilidad interior que ni siquiera la religión puede brindar.
Mientras Gigi se encontraba sumida en esos pensamientos, alguien abrió la puerta
sin golpear y asomó la cabeza.
-¿Dónde estás? – dijo una voz masculina.
-Estoy trabajando – musitó Gigi, agachándose aún más hasta que sólo se vio la
punta de su sombrero tras la revista donde había enterrado la cara. Emerson había
desaparecido de su mente.
-¡Dios santo! ¿Tan pronto? Pensé que podríamos atacar unas cuantas rosquitas
dulces y contarnos experiencias de vida – dijo él, y entró en la habitación.

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-Tal vez más tarde – respondió Gigi de mal modo, sin levantar la mirada -. Mucho
más tarde. Ahora estoy mirando esto.
-Me llamo David – le dijo.
Gigi se sintió observada desde una gran altura.
-Gigi – se presentó por fin.
-Polly me dijo que estabas aquí. ¿Seguro que no quieres unas rosquitas? Son recién
compradas; muy frescas. O si no, tenemos comida china de ayer. Anoche nos
quedamos trabajando, y sobró mucho. Puedo calentarla en el microondas. En mi
oficina tengo una caja entera de higos confitados, y una cafetera express. Ven, que te
preparo un capuchino. – Su voz denotaba una gran curiosidad, y mientras hablaba se
acercaba rodeando el escritorio, con la clara intención de mirarla.
-¡No! ¡No quiero nada de nada! – gritó Gigi y se hizo un ovillo, flexionó las rodillas
hasta llevarlas casi hasta el mentón y apoyó los pies sobre el asiento.
-¿Nada? – repitió incrédulo el hombre.
-En lo último que pienso en este momento es en comida – respondió fría,
acurrucándose aún más -. Ya le dije que estoy ocupada. Váyase y cierre la puerta.
-Está bien – aceptó él, desilusionado -. Nos vemos. Podríamos almorzar juntos,
¿no? Me encanta tu sombrero.
No había pasado un minuto cuando volvió a presentarse, ofreciéndole una
manzana.
-¡Ya sé! Estás en la onda de la comida naturista. Esto es lo mejor de una granja
orgánica. Bueno, dime, ¿de qué signo eres? Yo soy de Leo. La astrología no me
convence, pero tampoco la descarto. Cuéntame cómo fue la primera vez que te
acostaste con un hombre. ¿Terminaste muy frustrada? ¿Copiabas en los exámenes de
la escuela? ¿Cuáles son tus verdaderos sentimientos por tus padres? ¿Eres casada,
soltera, divorciada o…?
-¡FUERA! – chilló Gigi, y arrojó la manzana al piso.
El primer fracasado que me encuentro, pensó al oír que se cerraba la puerta. Pero
ése era peor de lo que explicaba la revista. El artículo decía que esos seres
derrochaban simpatía porque no tenían nadie con quien hablar, pero no mencionaba
que pudieran hacer preguntas tan personales. Decía, eso sí, que había que cuidarse de
los marginados de las oficinas que suelen aferrarse a toda persona nueva que llega.
Era fatal dejar que trabaran relación con uno. A uno lo relacionan siempre con las
personas de que se rodea, y era mejor almorzar sola que con alguien que no convenía.
El hecho de haberse librado de ese pesado la hacía sentir más segura. Notó que su
mente volvía a funcionar. Se paró de un salto y empujó la puerta, primero con un
hombro y después con el otro, para que nadie más pudiera entrar. Luego se sacó la
falda y la chaqueta, y se estiró la camisa blanca que le llegaba a la mitad del muslo. Se
la arremangó hasta el codo, se desprendió los primeros botones hasta el comienzo de
los pechos, pequeños y firmes – no llevaba corpiño -, y se levantó el cuello casi hasta
las orejas. Podría haberse dejado la camisa suelta como si fuera una camisola, pero…
no era su estilo. Con cierto remordimiento pero sin pensarlo dos veces, arrancó la cinta
del sombrero y se la puso de cinturón, dándole dos vueltas para que pareciera una faja
ancha. Las medias opacas bien podrían pasar por calzas, y se sacó los aros de perlas,
que no iban. Los guardó en la cartera y los reemplazó por las dos cerezas del
sombrero, que se colgó en una sola oreja. Finalmente sujetó la rosa de terciopelo rojo
al frente de la faja. Ojalá tuviera un espejo, pensó, sonriente, mientras se soltaba la
melena dócil y sedosa. Con sumo cuidado dobló la falda y el saco y los escondió en
uno de los cajones vacíos del escritorio, junto con lo que quedaba del sombrero.
Ahora sí, lista para todo, se puso a hojear una edición italiana de Vogue. FRB
estaba invitada a concursar por la cuenta de Mares Azules, una fábrica con sede en
San Francisco que se especializaba en trajes de baño para mujeres voluminosas, y

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sería la primera campaña en que trabajaría Gigi. A medida que pasaba las páginas de
la revista, mucho más desenfadada y moderna que su versión norteamericana, lo único
que veía eran diminutos trajes de baño de dos piezas llevados por chicas jóvenes con
cuerpos que ninguna mujer madura desearía siquiera imaginar en su peor pesadilla.
Por Dios, protestó, no tenía por qué mirar revistas tan alejadas de la realidad.
Necesitaba estar sola con un procesador de textos y su imaginación, o si no, en una
gran tienda, en contacto con seres vivos, con mujeres en el momento de padecer el
drama invernal de comprar trajes de baño para el verano siguiente. Para colmo, se
moría de hambre. Comida china… fideos, costillitas de cerdo, pollo agridulce… ¿por qué
no se lo había propuesto otra persona, en lugar del marginado ése? Era raro, pero la
comida recalentada era más sabrosa que la recién comprada, y ella no había podido
desayunar por los nervios. ¿Cómo era posible que, ni bien ese tonto habló de comida
china, a ella le dieron tantas ganas de probarla?
Impaciente, cerró de golpe la revista y comenzó a pasearse por la habitación. No
sólo era eso como si la dejaran castigada después de clase sino, además, una muestra
de descortesía total. Archie y Byron la habían perseguido incansablemente, le
insistieron con almuerzos, llamadas telefónicas y promesas de un futuro brillante en el
campo de la publicidad. Ella los había rechazado muchas veces antes de aceptar. Y
todo ¿para qué?, para encontrarse ahí, seducida y abandonada, en una oficina extraña,
presa en una celda cuya única decoración eran dos ventanas con una vista sombría a
la playa de estacionamiento, sin saber cómo escapar ni cuándo iban ellos a volver. ¿Y
si la reunión duraba todo el día? Se asomó un instante al pasillo vacío y se dio cuenta
de que, por más que se encontrara con alguien que pudiera orientarla para llegar
hasta el escritorio de Polly, no tenía el menor deseo de hacerlo.
Volvió entonces al sillón, se arrellanó en los gastados almohadones, levantó las
piernas sobre el escritorio y se perdió en la contemplación displicente de sus zapatos.
Debía reconocer, modestia aparte, que tenía unas piernas fantásticas. A medida que se
relajaba, los párpados, suaves como el nácar, se le iban cerrando; sus largas pestañas
cubiertas con tres capas de rímel negro formaban un tupido cerco protector de sus
ojos verde esmeralda. Piernas perfectas, divinas… piernas capaces de hechizar…
capaces de derribar un imperio… piernas…
Una hora más tarde, estaba profundamente dormida cuando Archie y Byron
irrumpieron en la oficina disculpándose ante la habitación vacía.
-¡NO! ¡Se fue! – gritó Byron.
-Tranquilízate – dijo Archie -, ¿adónde pudo haber ido?
-Habrá vuelto a Escrúpulos Dos… espera, ¿qué son esos zapatos?
-Más que los zapatos – dijo Archie al tiempo que daba la vuelta hasta el otro lado -,
¡mira esas piernas!
Los dos hombres se quedaron contemplándola, satisfechos de haber hecho caer en
su red a la mariposa que durante meses habían perseguido. Gigi era una presa poco
común, una pieza de colección que necesitaban desesperadamente. A los responsables
de Mares Azules les habían fascinado los textos que Gigi redactaba para Escrúpulos
Dos, por lo que ella era una pieza clave para atraer esa importante cuenta. Pero eso
no era todo: los dos hombres se especializaban en cuentas de empresas alimentarias,
y todavía no habían podido encontrar un redactor de modas realmente talentoso. La
adquisición de Gigi les abriría las puertas a nuevos clientes potenciales.
-¿Vas a quedarte ahí, admirándola? – preguntó Byron.
Archie se sobresaltó y volvió a la realidad. Luego gruñó imitando al personaje de
Papá Oso:
-¿Quién se durmió en mi silla?
-No seas tonto, la vas a asustar – susurró Byron.
-Está bien, entonces inténtalo tú.

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-¿Gigi? Gigi… ¿Estás despierta? – murmuró Archie -. Vamos, abre los ojos.
Gigi siguió durmiendo.
-¿Y si la dejamos seguir? – sugirió Byron -. Debe de estar cansada.
-Empezó a trabajar esta mañana – dijo Archie, severo -. Y en este negocio, todos
están siempre cansados. Si no lo están es porque no trabajan lo suficiente. – Con un
rápido movimiento le sacó los zapatos a Gigi y golpeó en el escritorio con los tacones.
Gigi abrió los ojos.
-¿Qué pasa…? ¡Eh, devuélveme los zapatos!
-¿Ves? – se jactó Archie -, siempre funciona. Las mujeres tienen un sentido de
protección muy arraigado en cuanto a sus elementos de adorno. Un hombre no se
habría despertado por algo así pero…
Su amigo Byron lo interrumpió dándole un golpecito en el hombro:
-Saluda a Gigi y pídele disculpas porque llegamos tarde.
-¡Qué malos modales tengo! Gigi, la casa de Frost, Rourke y Bernheim se complace
en darte la bienvenida. En nombre mía y de mis compañeros deseo brindarte nuestras
más sinceras disculpas por no haber estado esta mañana aquí para recibirte, pero…
-¡Mis zapatos! – exigió Gigi, al tiempo que bajaba las piernas del escritorio.
Archie se los devolvió con una reverencia. Gigi se los puso y se paró de un salto,
sintiendo un impulso inmediato al pasar al plano vertical.
-Estaba esperando que en cualquier momento el carcelero me trajera la bandeja
con el pan y el agua – repuso enojada -. Este lugar parece la prisión de Alcatraz, y ni
siquiera se ve el mar.
-¿No te convidaron café o rosquitas? – preguntó Archie.
-Hace dos horas y media que llegué – respondió Gigi, sin recordar a su extraño
visitante y mirando el reloj -. Ya es hora de almorzar y, si mal no recuerdo, ustedes
dos iban a invitarme. Es lo que corresponde como bienvenida.
-Es que… no. Perdón Gigi, hubo un cambio de planes – se disculpó Archie.
-Tenemos que dejarlo para otro día – explicó Byron, algo turbado -. Se nos vence
el plazo para la nueva campaña de pastas Bugattini. El encargado de cuentas volvió
anoche de Italia y nos hizo cambiar todo el trabajo que había aprobado antes de irse.
Tenemos que hacer toda la campaña de nuevo.
El brusco cambio de ideas era normal en una agencia, aunque no podía haber caído
en peor momento. Las exigencias de los clientes siempre tenían prioridad, en especial
porque Bugattini era el más destacado de los pocos clientes que tenían. Por lo tanto
iban a tener que dejar a Gigi sola con sus revistas durante unas horas mientras ellos se
encargaban de ese asunto.
-Un momento, Byron – reaccionó Gigi indignada -. No importa el almuerzo. Puedo
ir sola a comer algún sándwich por ahí. Pero me habían prometido mostrarme la
oficina, presentarme al personal y pasar toda la tarde conmigo hasta que me
acostumbrara al lugar. ¡No voy a quedarme ni un minuto más en esta habitación! Me
siento como si me hubieran raptado y puesto en un barco a la India. Este no es un
buen comienzo, y no me huele nada bien. Hasta ahora no hubo más que almuerzos y
promesas, pero ningún hecho concreto. Fueron ustedes los que me buscaron, ¿no se
acuerdan? Yo ni siquiera soñaba con trabajar en publicidad hasta que ustedes me
convencieron. Mi viejo empleo me está esperando con los brazos abiertos, y ya mismo
me vuelvo.
Se quedó mirándolos llena de furia, con los puños en la cadera. Su nariz pequeña y
casi respingada parecía acusarlos, tanto como las manchas coloradas del enojo que le
aparecieron en las mejillas. Gigi Orsini indignada era una perfecta combinación de la
estirpe de sus antepasados, irlandeses por parte de la madre y florentinos por parte
del padre. Agitó vigorosamente la cabeza en un gesto de desaprobación a los dos
hombres, con lo cual los mechones del largo flequillo volaron hacia arriba de las cejas,

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y todas las facciones de su rostro perfectamente ovalado expresaron la furia que sentía
desde su llegada.
-Pero… Gigi…
-Gigi, no tenemos más remedio…
-El equipo creativo que se encarga de Bugattini somos nosotros dos, y se trata de
nuestra cuenta más grande…
-Debes comprender…
-¡A la mierda con la comprensión! Me voy – declaró Gigi con dignidad, y tomó su
cartera.
-Al fin te veo la cara – dijo en ese momento una voz conocida desde la puerta.
-¡David! ¿Dónde te habías metido? – gritó Byron.
-Todo esto es culpa tuya, David – lo acusó Archie -. Gigi se quiere ir porque no la
atendiste como te dijimos.
-Esto sigue oliendo mal – dijo Gigi con desdén mientras caminaba muy decidida
hacia la puerta. No sólo la habían desatendido sino que además habían planeado
dejarla en manos de ese tonto, pensó ofendida. Pasó al lado del hombre que estaba
apoyado en el marco de la puerta y ni lo miró. Pero él estiró uno de sus largos brazos,
la tomó por la cintura, la hizo girar de un tirón y la llevó de vuelta a la habitación,
donde la mantuvo quieta, parado detrás de ella, sujetándola por la cintura.
-¡Suélteme!
-No.
-¡Le digo que me suelte!
-No te voy a soltar. Ya bastante me has rechazado hoy. En realidad me rompiste el
corazón. – El individuo parecía divertirse. Para colmo, ni se inmutaba con lo que Gigi le
decía ni con sus vigorosos intentos de soltarse.
-David, déjala – ordenó Archie, tratando de liberar a Gigi.
-Deténganse los dos – agregó Byron, y se unió a la batalla, tomando a Gigi por los
hombros para despegarla de David.
Esto no es nada desagradable, se dijo Gigi. En Escrúpulos Dos, como la mayoría del
personal era femenino, su cuerpo nunca había sido objeto de tanto asedio. Sin
embargo, seguramente esa manga de irresponsables le iba a dejar moretones.
-¡¡FUEGO!! – gritó entonces a voz en cuello. Como recompensa fue liberada, ya que
los tres la soltaron y salieron corriendo por el pasillo. Mientras corrían, sin encontrar ni
una mínima señal de humo, ella aprovechó para acomodarse el pelo y la ropa. Y
pensar que esos imbéciles pretendían que reaccionara con cordura. Lo daban por
sentado, aunque nunca habían mencionado la palabra “cordura” entre las condiciones
para el nuevo trabajo. Pero ella toda la vida había sido sensata, y no había decidido
romper con su pasado para seguir igual. Si los dejaba pensar que era razonable,
inmediatamente la etiquetarían y le agregarían el rasgo de confiable y poco exigente,
es decir, predecible. Decidió seguir sus instintos: o la invitaban a comer o adiós. Si la
compañía de pasta Bugattini era más importante que su llegada, quería decir que
estaba en un lugar que no debía.
Cuando los tres regresaron a la habitación, Gigi estaba sentada en el escritorio
cruzada de brazos y piernas, con la cabeza inclinada en un gesto de enojo.
-¿Adónde vamos a comer – le preguntó a Archie – ahora que se les abrió el
apetito?
-¿Al Dôme? – suspiró Archie, dándose por vencido. Otro almuerzo caro. Más vale
que ella lo valga, se dijo.
-¿Por qué no? – aprobó Gigi, sonriente.
-David, ve a buscar el saco y la corbata – le indicó Byron.
-¿Él también viene? – protestó Gigi, sorprendida.

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David no le prestó atención; demasiado ocupado estaba buscando sus enormes
anteojos con armazón de carey que había perdido durante la confusión y tratando de
alisarse, sin éxito, el pelo demasiado largo, que junto con su nariz prominente le daba
un aspecto simpático.
-Por supuesto – respondió Archie.
-Él me aferró por la fuerza, y no pienso permitir ese tipo de cosas.
-No me quedó más remedio – explicó David, sereno, y con alivio se calzó los
anteojos sobre la nariz -. Eres mi compañera de equipo, y yo tenía que evitar que
cometieras un grave error… para eso están los compañeros.
-¿Compañeros de equipo? – exclamó Gigi saltando del escritorio. Ahora sí que se
iba en serio.
-David y tú son los integrantes del nuevo equipo creativo para la cuenta de Mares
Azules – informó Archie -. No me digas que no te lo dijo.
-David es nuestro mejor director de arte – agregó Byron -, después de mí.
-No me dijo ni una palabra. – Estaba indignada.
-Es que a veces al joven David Melville le cuesta ser directo – trató de justificarlo
Archie.
-Me hizo preguntas que yo no me animaría a formular nunca a un desconocido –
balbuceó Gigi.
-Es cierto, porque creo que conviene que nos contemos primero todas las
cuestiones personales. Es lo que aconsejamos entre miembros de un equipo creativo –
explicó Byron – como forma de evitar sorpresas y momentos desagradables después.
-Voy a buscar el saco – anunció David – mientras Gigi se viste. No le podemos
llevar al Dôme con ese camisón transparente y esas medias de seda, por provocativo
que sea el atuendo. No queda bien.

-¿Qué está pasando aquí? – preguntó con voz muy baja y fresca una mujer que
entraba en la oficina de la recepcionista al tiempo que Gigi, Archie, Byron y David, bien
vestidos y sonrientes, salían a almorzar.
-¡Victoria! ¡Creíamos que volvías mañana! – exclamó Archie -. Gigi, ella es la Frost
de FRB; Victoria Frost, Gigi Orsini.
-¿A qué se debe este éxodo en masa? – le preguntó Victoria a Archie, sin saludar a
Gigi.
-Vamos a almorzar al Dôme – respondió él, efusivo -. Ven con nosotros, que
estamos festejando.
A Gigi se le congeló la sonrisa. En su antiguo empleo las personas se saludaban, y
cuando alguien las presentaba se daban la mano, se miraban y hasta sonreían. En
realidad sonreían siempre, ya que era casi imposible saludar a alguien, aun en un
entierro, sin que a uno se le levantaran automáticamente las comisuras de los labios,
al menos un poco. El rostro de severa hermosura de Victoria Frost permaneció
inmutable, salvo por un gesto de sorpresa que se notaba en sus cejas negras.
-¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que se festeja? – preguntó apacible, escrutando a Gigi con la
mirada.
-Hoy es mi primer día en este nuevo trabajo – respondió Gigi desafiante. Si había
pasado la mitad de sus años formativos en casa de Billy Ikehorn, una mujer inigualada
entre las mejor vestidas, no se iba a dejar intimidar por la mirada de ninguna otra
mujer viva. Sin embargo, no pudo dejar de admirar el traje de lana color chocolate de
Victoria Frost, que le confería un aire de perfección total.
-¿Tu qué? – preguntó Victoria, sorprendida.

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-Victoria – se interpuso Byron -, creo que nos olvidamos de decirte… es que
pasaron tantas cosas mientras estuviste de viaje; pero seguramente recordarás que
muchas veces tratamos de contratar a Gigi cuando estaba en Escrúpulos Dos.
-Lo último que supe fue que no le interesaba la oferta. ¿Qué la hizo cambiar de
opinión, Byron?
-No creo que Byron sepa exactamente qué fue – respondió Gigi -, pero tengo mis
razones.
-No me cabe duda de que son válidas. Pero si no me equivoco, ese ofrecimiento se
le hizo hace tiempo. Y muchas veces ella lo rechazó. ¿Cuándo fue exactamente que
Gigi decidió honrarnos con su presencia?
Gigi alzó la voz:
-¡Ah! Creo que fue… a ver… En realidad fue exactamente a las 09:45, el jueves a la
noche, después de beber algún vinito de más con el estómago vacío. Aunque también
podría haber sido cinco minutos después. O cinco minutos antes. No miré la hora. ¿Por
qué lo preguntas, Victoria? ¿Es que la oferta ya no sigue en pie? ¿No me quieren aquí?
-¡Victoria! – la retó Archie.
-¡Gigi! – rogó Byron en el mismo instante.
Gigi no les prestó atención, sino que le habló directamente a la joven mujer, alta y
delgada, de pelo y ojos castaños.
-Porque si no desean mi presencia, aún hay un sándwich de atún esperándome en
mi escritorio de Escrúpulos Dos.
-No es mi intención parecer descortés…
-Pero lo has logrado muy bien.
-Sin embargo, mis socios y yo habíamos convenido consultarnos siempre para
contratar y despedir al personal – continuó Victoria sin escucharla -. Yo no he tenido
oportunidad de observar tu trabajo, y como sé que no tienes experiencia en el campo
publicitario, me pregunto si es el mejor momento para…
-¡Cállate la boca, Victoria! – le espetó Archie; luego la tomó del codo y la llevó
rápidamente a otra oficina.
-Vaya, vaya, vaya – dijo Gigi arrastrando las palabras -. Ahora comprendo por qué
no me habían presentado a la señorita Frost, Byron. Era el siniestro secreto que
escondían. Adiós para siempre, Byron. Adiós, David. ¡Ah!, despídanme de Archie. – Se
calzó la cartera bajo el brazo y se marchó.
¡Espera! Vamos, Gigi, ¡no te pongas así! – Byron se le puso adelante. – Victoria no
tiene nada que ver con la parte creativa, simplemente se encarga de los nuevos
negocios y de tener contentos a los clientes. Nunca, jamás vas a tener que trabajar
con ella, ¡te lo juro! Lo que pasa es que le sorprendió que pasara esto no estando ella.
-Si así reacciona cuando se sorprende, ¡no me quiero imaginar cuando la provocan!
-Jamás vi que la provocaran – respondió Byron paseándose nervioso -. Tampoco la
vi nunca así. Seguro que tuvo un viaje terrible. Por favor, Gigi, no te vayas – suplicó -.
Sabes que estamos ansiosos de tenerte, nos encanta tu trabajo y, si lo sabrá Dios,
estamos locos por ti. Duermes como un angelito y te despiertas como una flor.
-Todo muy lindo – replicó Gigi tratando de no ablandarse por sus palabras -, pero
la adorable señorita Vicky…
-Nunca la llames Vicky – saltó David, sin poder contener la risa.
- La adorable, hospitalaria y amable señorita Vicky no es de mi agrado. Byron, no
puedes obligarme a trabajar aquí, ya lo sabes bien, así que sal de mi camino o me veré
obligada a darte un rodillazo en los testículos.
-Mejor dámelo a mí – dijo David poniéndose delante de Byron con los brazos
abiertos para demostrar que no iba a defenderse -. Aquí rige la ley del más fuerte, y
me pagan para recibir los golpes.

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-¡Ay, Dios! – exclamó Gigi y comenzó a reírse -. Jamás en mi vida había tenido que
soportar a tantos idiotas en una sola mañana.
-¿Todavía están aquí? Buen trabajo, Byron. Eres obstinado, David – dijo Archie,
tras volver corriendo -. Victoria lamenta no poder venir a almorzar con nosotros, Gigi, y
te pide que aceptes sus más sinceras disculpas por la forma imperdonable en que se
comportó. Es que tiene una terrible jaqueca, dolores premenstruales y está a punto de
resfriarse. También tiene un ataque de alergia al polen o a no sé qué, algo que flota,
pero está feliz de que hayas aceptado el trabajo.
-Qué lástima que no pueda acompañarnos – acotó Gigi sabiendo que ahora tenía
una enemiga en la empresa.

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2
En la mañana de un miércoles de noviembre de 1983, menos de una semana antes de
ingresar en Frost / Rourke / Bernheim, Gigi llegó a Escrúpulos Dos decidida a despedir
a su secretaria, Sally Lou Evans, que nunca terminaba el trabajo encargado pero
exhibía un repertorio de excusas tan enloquecedor por lo amplio e imaginativo que de
algún modo siempre lograba eludir las observaciones. Las otras secretarias de la
oficina la estimaban bastante porque siempre estaba dispuesta a repartir masas
caseras, sugerencias para arreglar las uñas rotas u opiniones halagadoras sobre un
nuevo corte de pelo. Era una molestia atrayente, una excusa para reunirse y perder el
tiempo, equivalente oficinesco de un bar del pueblo natal o de la mejor fonda de
camioneros en una larga carretera. Aunque jamás lo había hecho, Gigi decidió
enfrentar por sí misma la tarea de despedirla cuando la gerente, Josie Speilberg, a
quien había presentado sus quejas, se ofreció para reemplazarla en ese trance.
-Vamos, Gigi despedir gente es duro. Para eso estoy – Josie asumió el papel que
ella misma se había asignado como la persona más indispensable de la empresa,
disfrutando de una tarea que sólo sería una línea más en su agenda como
Vicepresidente a Cargo de Salud, título oficial que había recibido como precio de haber
rechazado a L.L. Bean cuando intentaron apartarla de Escrúpulos Dos.
-Yo la contraté y yo debo despedirla – insistió Gigi -. Es una especie de rito de
iniciación.
-Siempre despedí gente para Mrs. Ikehorn… quiero decir, Mrs. Elliott – dijo Josie
porque todavía no se había acostumbrado al nuevo apellido de casada de Billy,
después de tantos años de trabajar para ella como viuda del inmensamente rico Ellis
Ikehorn. Durante el segundo matrimonio de Billy con el padre de Gigi, Vito Orsini, Josie
la llamaba Mrs. O, y eso era lo más lejos que podía llegar en aquella época. Resultó
casi una visionaria, porque ese matrimonio apenas duró un año y su único legado
perdurable y significativo fue la existencia de Gigi. Ahora, Josie adoptaba el nombre de
Mrs. Elliott cuando lo recordaba porque estaba empeñada en contribuir al dichoso
tercer matrimonio de Billy.
-No, gracias, Josie, voy a ser franca con Sally Lou. No está haciendo su trabajo.
-¿Puedo sugerirte algo? Hay un método perfecto para despedir gente que facilita
todo. Empiezas por decir comprensivamente: “Sally Lou, me doy cuenta de que no
eres feliz aquí”. Y después, no importa lo que ella diga, sigues repitiendo: “No, Sally
Lou, ya sé que te gusta la oficina pero ten fe en mí, no eres feliz aquí. Sé que
necesitas el empleo, pero no te sientes bien aquí. En otro lugar te sentirás mejor”.
-Josie, ella está encantada aquí. Es la persona favorita de la oficina, reina de la
hermandad. Si digo eso, voy a parecer lunática.
-Eso no es importante. El tema es superar el despido de una manera amistosa.
Estás preocupada por ella, ése es el mensaje.
-Estoy en camino – dijo Gigi con firmeza -. Gracias, Josie. Pero ¿podré creerte nada
de lo que me digas, ahora que sé cómo funciona tu mente?

-Bueno, ¿qué pasó? – preguntó Josie cuando divisó a Gigi en el bar a la hora de
almorzar.
-Siéntate y te contaré – respondió Gigi con aire aturdido.

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-Difícil, ¿eh? Puede resultar duro, pero nunca volverá a ser tan duro como esta vez
– dijo Josie con simpatía -. Es una prueba de fuego. Despedir gente debe de estar
relacionado con el género. Los hombres no se hacen tanto problema.
-Sally Lou me agradeció.
-Vaya, tienes que haber sido excelente – Josie estaba asombrada.
-Me agradeció que hubiera advertido que no se sentía bien aquí. Sentía demasiada
simpatía por mí para decírmelo, pero era muy desgraciada trabajando en Escrúpulos
Dos. Intentó hacer lo mejor que podía.
-¡Pequeña ingrata! Qué descaro, después de todo lo que soportaste.
-Josie, ella sólo trató de ser honesta. Estaba aliviada por no tener que renunciar…
tiene fobia a las renuncias.
-No entiendo.
-Me dijo, y yo te lo repito, ahorrándote su tono de Bette Davis en un arrebato: “Es
una oficina aburrida. Muy aburrida, aburridísima. No hay un solo hombre con quien
coquetear, nadie salvo mujeres, agradables, pero mujeres.” Lo que es peor, esperaba
algo atractivo cuando ingresó, dada la reputación de Escrúpulos, la tienda, pero el
trabajo del catálogo es repetitivo. Opina que mi estilo es agradable, aunque no
cautivador, como la querida Abby, y hay una vacante de secretaria en Creative Artists.
Aparentemente, el lugar está lleno de hombres y ¿quién sabe lo que puede suceder?
Dice que su “don de gentes” no fue aprovechado aquí. Así que se despidió con un beso
lloroso y agradecido, tomó su dinero y se fue. Ahora tengo que conseguir una nueva
secretaria.
-¿Por qué no la obligaste a quedarse hasta que encontraras su reemplazante? –
preguntó Josie.
-No tuve coraje para seguir encarcelándola. Quería irse volando a CAA.
-Tendrías que haberme dejado a mí – Josie había recuperado su tono de rectitud.
-¿Podrías conseguirme un secretario nuevo, preferentemente varón? Tal vez un
varón encuentre que la vida social en esta oficina lo satisface.

Esa misma noche, después del trabajo, Gigi se demoró con una solitaria copa de
vino previa a la cena. Había estado viviendo sola durante tres semanas mientras Zach
Nevsky filmaba exteriores en la preproducción de una película que transcurría en
Montana. No volvería hasta tres semanas más tarde. Un año antes habían alquilado
una casa vieja en los cerros de Hollywood, en Laurel Lane, una de las misteriosas
calles poco conocidas que ascienden por detrás de Château Marmont. Casi una ruina
francamente encantadora, la casa tenía un estilo provenzal hispano-ítalo-francés y
había sido construida en 1927. Tenía tres pisos que trepaban por el empinado cerro y
una vista de Los Ángeles desde todas las ventanas que miraban hacia el sudoeste.
Cuando la alquilaron, la casa estaba amueblada con unas pocas piezas básicas,
pero Gigi había reacondicionado el interior durante el último año con hallazgos
románticos y extravagantes de los mercados de pulgas y cambalaches, unificando sus
dispares elecciones con cientos de metros de exuberante y floreado algodón
estampado en todas las paredes, colgando en las ventanas sencillas cortinas de batista
con lunares y pintando cada piso con pintura verde de barco, hasta que cada cuarto
tuvo la alegría vaporosa y la atmósfera relajada de una glorieta.
Tendió una mesa redonda para ella sola junto a un par de puertas francesas que se
abrían sobre un gran balcón. El trabajado hierro forjado de la baranda estaba cubierto
por guirnaldas de jazmín del Cabo que apenas comenzaba a florecer, inundando el aire
con su exquisita y poderosa nostalgia.
Cruzando Sunset Boulevard, mucho más abajo, Los Ángeles ofrecía su tradicional
espectáculo mágico: la promesa implícita en las luces de una ciudad que se contempla

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desde lo alto en cualquier lugar del mundo. El agente inmobiliario había tenido razón.
En un día límpido era posible ver Catalina. ¿Y qué?
Tomó conciencia de que se sentía melancólica y desolada. Con el corazón
agobiado. En verdad, francamente deprimida. La ausencia de Zach estaba afectándola
y cada día era peor. En su último regreso de filmar exteriores en algún lugar lejano –
no hacía tanto tiempo – había prometido aceptar sólo aquellos trabajos que no lo
obligaran a salir de Los Ángeles, porque eran tan solicitado como director que podía
elegir entre una multitud de ofertas. Pero pronto quedó subyugado por una oferta para
dirigir una película basada en una novela ganadora del Premio Pulitzer, que trataba de
la vida hace cien años en Kalispell, Montana, y ella no había tenido el valor de pedirle
que la rechazara. ¿Cómo podía rehusar el casamiento con Zach y esperar al mismo
tiempo que él rechazara proyectos que satisfacían sus ambiciones y su orientación? Si
estuviera dispuesta a dejar su trabajo, convertirse en esposa y seguir a Zach de una
filmación de exteriores a otra, podrían estar todo el tiempo juntos. Pero, ¿qué tipo de
vida sería ése, aparte de peripatético?
Admitió que ya conocía la respuesta. Aun cuando los dos estaban en casa,
raramente estaban solos. El estar juntos con dedicación exclusiva sólo duraba una o
dos horas. A menos que Zach Nevsky estuviera durmiendo.
Recordó los tiempos en que ella y su mejor amiga, Sasha Nevsky, compartían un
departamento mientras trabajaban en Nueva York. Había conocido entonces al
hermano de Sasha, director Off Broadway, y su espíritu de víctima admiradora de
héroes había quedado subyugado por la forma y el sonido de fiesta perpetua que tenía
su vida. Zach tenía cientos de amigos en el teatro y todos, tarde o temprano, caían en
su casa sin invitación, y volvían cada noche para absorber los rayos vivificantes de su
convicción sobre la importancia de los actores en el mundo. Venían para curar sus
inseguridades escuchando su gran risa confiada para darse coraje en la lucha
profesional con el mero contacto con él y su rudo poderío, su tamaño de estibador,
que contrastaban con el ingenio, la inteligencia y la generosidad con que analizaba los
problemas.
Zach era una maldita institución teatral, se dijo Gigi en una ráfaga de ira
momentánea. Una jodida institución, una sauna gigante que debería transformarse en
un gran edificio de hormigón, no de carne y hueso. Entonces toda la gente necesitada
que reclamaba una porción de él podría entrar y refugiarse entre sus paredes y a ella
se le ahorraría la ilusión que era posible amarlo como a un hombre común. Una
muchacha suficientemente estúpida para enamorarse de la Institución que Marchaba
como un Hombre no podía hacer reproches a nadie, salvo a sí misma.
Gigi se levantó para ir a la cocina y hacerse la cena, pero se detuvo al advertir que
no tenía apetito y que, además, estaba demasiado furiosa para tragar nada. En su
estado, tenía miedo de ponerse nada en la boca sin alguien cerca que pudiera aplicar
la maniobra de Heimlich. El vino era seguro, bajaba con facilidad y tal vez también la
calmara, se dijo, sirviéndose otro vaso y retornando a esa vista que por lo común era
como música nocturna, pero hoy parecía tan aburrida como Escrúpulos Dos para Sally
Lou. Al menos las luces brillaban ahora, a diferencia de las estrellas y el inquietante
recuerdo de que su luz había viajado millones de años antes de llegar a sus ojos. Qué
deprimente, esto de saber que uno mira el fulgor de una estrella muerta hace mucho,
musitó mientras bebía a sorbos el contenido del vaso.
Fortificada por este toque de meditación sobre la naturaleza de la Vía Láctea, Gigi
realizó un firme intento de reemplazar su ira con Zach por su disgusto con Sally Lou.
Pero descubrió que sólo sentía simpatía por su antigua secretaria. Por supuesto, la
chica estaba aburrida. Si hasta ella misma estaba encontrando tedioso su trabajo.
Tener que hacerlo de segunda mano, como Sally Lou, debía ser mucho peor. ¿Es que
sólo se había dado cuenta hoy? ¿Había estado tan preocupada en evitar lo que parecía

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cada vez más un problema con Zach, inevitable y condenado de antemano, que no
había advertido el creciente desencanto con su trabajo?
Sin duda, una noche de verdades desagradables, pensó Gigi mientras abría las
puertas francesas e intentaba escapar de sus propias percepciones saliendo al balcón.
Con suerte, tal vez podría encontrar un maligno viento de Santa Ana o una Luna llena
propia de hombres-lobo que explicaran sus pensamientos. Observó el firmamento y vio
una inocente Luna en cuarto creciente, un cielo límpido y una noche serena. Ojalá
fuera fumadora. Se vio a sí misma en el balcón, como en la baranda de un
trasatlántico que suelta amarras mientras ella volvía la espalda al pasado y navegaba
hacia un romántico futuro, audaz y apasionante. Cuando estaba en la escuela
secundaria y miraba películas clásicas con Mazie Goldsmith en el cuarto de
proyecciones del padre, las estrellas de Hollywood actuaban con el cigarrillo. ¿Tal vez
era eso lo que fallaba en las películas actuales? ¿Qué no había cigarrillos ni personas
que los manejaran expresivamente?
El frío del aire otoñal le provocó un súbito estremecimiento. Tuvo que volver al
interior de la casa y allí se acurrucó en un sofá y pensó que debería encender un fuego
y escuchar música. Pero, por Dios, que no fuera Nat King Cole, que la haría lagrimear.
Ni Patsy Cline, que la haría sollozar francamente. Ni nadie que cantara canciones sobre
un amante lejano y comprendiera lo solitaria y desgraciada que se sentía.
¿Qué hay sobre Escrúpulos Dos? Gigi apartó de su mente los estériles
pensamientos personales y se concentró en un problema que podía enfrentar. Casi tres
años antes había concebido por primera vez la idea de un catálogo de ropa que llevara
el mismo nombre de Escrúpulos, la boutique creada por Billy famosa en el mundo
entero. Había pensado en un catálogo que ofreciera ropa más económica que
Escrúpulos, orientado hacia ocupadas mujeres de trabajo, esposas y madres sin tiempo
ni dinero para perder. Y le pidió a Billy que le permitiera llamarlo Escrúpulos Dos. En
rigor de verdad, Spider Elliott había convencido por fin a Billy para que diera el permiso
e invirtiera dinero y energías en el lanzamiento. Pero Gigi redactó el ejemplar que
explicaba la nueva idea y acompañaba cada foto. Se consideraba tan responsable del
éxito como Prince, el diseñador a quien Billy asignó el trabajo, y como el propio Spider,
que puso el dinero y diseñó el aspecto del catálogo hasta en los menores detalles,
eligiendo el último modelo y el último tipo de letra.
El trabajo de Prince continuaba sin interrupción, presentándole siempre nuevos
problemas a medida que el catálogo crecía y las estaciones se sucedían. Spider dirigía
ahora toda la empresa afrontando todos los días desafíos nuevos mientras Billy
permanecía en la casa con los dos mellizos. Además de tomar decisiones sobre
comercialización con los hermanos Jones, debía mantener la frescura y atractivo de la
parte gráfica de cada número del catálogo, especialmente ahora que otras empresas
competían con vigor en ese enorme mercado definido por primera vez por Escrúpulos
Dos. El catálogo era un éxito firme que crecía cada mes gracias a una gestión experta
y una ejecución brillante. Formaba parte ya de las instituciones de la moda en Estados
Unidos. Hasta Vogue recurría a él y acreditaba artículos que figuraban allí,
reconociendo que muchas de sus acaudaladas lectoras realizaban también compras por
correo.
Gigi se dio cuentas de que todos tenían trabajo nuevo entre manos, excepto ella
misma. Sasha, ahora esposa de Josh Hillman y madre de la pequeña Nellie, también
estaba de regreso después de su licencia por maternidad, a la caza de nuevos artículos
para agregar al núcleo de la reducida colección de Prince. Entretanto Gigi se veía
limitada a redactar los consabidos párrafos que podía escribir hasta dormida. Y una vez
definido por ella el estilo, se podía contratar a cualquier buen redactor para hacer su
trabajo: no la necesitaban. Escrúpulos Dos había dejado de ser algo divertido en algún

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momento del pasado y ella no lo había advertido hasta que Sally Lou le llamó la
atención sobre el tema.
-Gigi, me doy cuenta de que no eres feliz aquí – pronunció las palabras en voz alta
y supo que eran verdaderas. Verdaderas y definitivas.
A diferencia de la furia que sentía contra Zach, imposible de resolver, ésta era una
insatisfacción que podía modificar. Pensó esto, se levantó y comenzó a caminar de un
extremo a otro del cuarto. Nunca había rechazado las propuestas de Archie Rourke y
Byron Bernheim de modo que implicaran una negativa rotunda en cualquier
circunstancia, adiós y buena suerte, no me llamen más y yo tampoco lo haré. Les
había permitido que siguieran intentando atraerla a su agencia, había disfrutado sus
halagos y lisonjas sin proponerse aceptar la oferta. En realidad, casi no pensaba con
seriedad en ellos. ¿Por qué habría de lanzarse a un campo nuevo en el cual nunca
había trabajado cuando se sentía arropada acogedoramente en la empresa familiar?
¿Por qué emprender algo tan problemático e impredecible, algo que constituía un
verdadero reto?
-Porque estoy aburrida, mierda, ¡aburrida hasta la médula! – proclamó Gigi ante el
silencioso cuarto, mientras entraba en la cocina para buscar algo de comer que
realmente engordara.

A la mañana siguiente, despertó después de unas pocas horas de sueño


entrecortado y descubrió que los pensamientos de la noche anterior habían cristalizado
en una inconfundible decisión de cambiar de trabajo. En el transcurso de una noche
Escrúpulos Dos se había convertido en algo del pasado, un lugar amado como siempre,
pero donde su trabajo estaba terminado. Frost / Rourke / Bernheim se le apareció en
ese momento como el tentador futuro aún no escrito. Mientras tragaba el desayuno y
se apuraba para vestirse decidió que nunca encontraría un momento mejor que el de
hoy para realizar el cambio y poner punto final al asunto. Había terminado todo el
trabajo para el último número del catálogo y la semana anterior Archie Rourke se
mostró tan interesado como siempre en atraerla hacia el negocio de la publicidad.
Sí, tenía razón en irse, pero aún quedaba para resolver cómo darles la noticia a
Billy, Spider y Sasha. Eran como miembros de su familia; temía decírselo.
¿Por qué había dicho Josie que era duro despedir gente? Renunciar era mucho
peor, pensó Gigi mientras vacilaba frente a la oficina de Spider, recordando aquella
noche en que redactó el primer número para Escrúpulos Dos. Hasta entonces, lo único
que había escrito eran tarjetas para acompañar los regalos de su propia colección de
ropa interior antigua, tarjetas en las que podía improvisar cuanto quisiera, donde podía
tomarse todas las libertades y complacer su propio gusto sin preocuparse por el
público. Estaba tan nerviosa antes de leerle esa introducción que después, cuando a él
le gustó, no, cuando a él le encantó, sintió el orgullo más grande de toda su vida.
Nada podría hacerle olvidar nunca el vuelo estremecido de este instante. Gigi respiró
hondo, abrió la puerta de la oficina de Spider y entró.
Spider estaba solo, estudiando una página cubierta de cifras, con el largo cuerpo
nudoso contorsionado graciosamente porque todavía no se había inventado el sillón de
oficina capaz de brindarle comodidad. Como siempre, la hizo pensar en un enorme
pagano rubio convertido en hombre de negocios sin haber perdido nada de su encanto
libre, reidor y esencialmente sensual. Se sintió encantada de hallarlo solo. No habría
podido hablarle en presencia de otros y no quería pedirle una cita para hablar con él a
solas, porque habría parecido innecesariamente ominoso.
-¿Tienes un minuto para mí, Spider? – preguntó, recordando vívidamente el día en
que lo había visto por primera vez. Ella tenía entonces dieciséis años y había llegado a
California la noche anterior buscando albergue en casa de su padre después de la

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muerte de su madre. Al día siguiente por la tarde se sintió transformada, mareada con
la amistad ofrecida por Billy, con el nuevo corte de pelo y la nueva ropa. Habían
entrado en una oficina de Escrúpulos donde Spider y Valentine estaban, para su
sorpresa, abrazados. Lo primero que Gigi dijo cuando él explicó que Valentine y él
acababan de casarse, fue “felicitaciones”. Lo primero que él comentó, fue que ella era
más sofisticada aún que Billy. Se mostró tan protector, tan interesado en ella desde el
primer momento, este vikingo convertido en su héroe desde el mismo instante en que
posó los deslumbrados ojos sobre él; este tipo espléndido ante el cual ninguna mujer,
por grande que fuera su amor por otro, podía mostrarse indiferente.
-Spider Elliott, maldito sea, voy a extrañarte – se oyó decir Gigi de buenas a
primeras con una voz cargada a pesar.
-¡Qué te pasa! – Spider se levantó alarmado del escritorio -. ¿Estás enferma?
-Por supuesto que no.
-¿Te casas con Zach y te vas de la ciudad?
-No está en mis proyectos.
-Entonces, ¿por qué me asustaste de ese modo? Parecías Ali McGraw en Love
Story.
-Lo lamento… yo… Eem – Gigi se detuvo, sin palabras. Lo único que se le ocurría
era: “Spider, no eres feliz aquí”.
-Gigi – dijo Spider con suavidad tomando las frías manos de ella -. Lo que dices no
tiene sentido. Siéntate aquí y cuéntame todo. Sea lo que fuere, estoy seguro de haber
escuchado cosas más espeluznantes.
-Me voy de Escrúpulos Dos a un empleo en una agencia de publicidad – Gigi
pronunció las palabras tan rápidamente como pudo.
-¡Eso te crees! – Los ojos de Spider buscaron los suyos y, como siempre,
penetraron en ella y comprendieron su mente de mujer más rápidamente que ningún
hombre. – Sí lo harás. Ya veo que lo harás y no hay nada que yo pueda hacer para
evitarlo. Siempre pensé que eras cautelosa para equivocarte, Gigi. Eso me enseñará a
no creer que las mujeres son obvias. Has cambiado sin advertírmelo. A menos que esté
perdiendo el olfato.
-Yo misma no lo sabía hasta ayer, Spider. Despedía a Sally Lou y después me
despedí a mí misma…
-¿Podrías ser más precisa? – cuando Spider se reía de ella de esa manera, con los
azules ojos soleados casi cerrados y las súbitas arrugas profundizadas en el ángulo,
siempre le parecía oír algo parecido a una palmada de unas manos gigantescas. El
alivio la inundó mientras le contaba todo lo que había elucubrado la noche anterior.
-Y esa agencia ¿cómo es el nombre? Frost y los otros, ¿estás segura de que son el
equipo que te hará sentir bien? Al fin y al cabo, hay muchas otras agencias en Los
Ángeles.
-Archie y Byron forman un equipo tremendo. Inteligente. He visto su trabajo y me
gustan. Si puedo evitarlo, no tendré contacto con Victoria. Tal como lo veo, sólo
pueden prosperar. Están facturando alrededor de treinta millones apenas seis meses
después de instalarse en Los Ángeles. Con la economía enloquecida como está, la
publicidad es un buen lugar. Hice que el gerente de publicidad de Prince verificara su
posición en Madison Avenue y todo fueron elogios entusiastas para Archie y Byron.
Para ellos tiene sentido que yo me ocupe de una cuenta de ropa de playa; es mi punto
fuerte y después, bueno – Gigi de pronto sintió timidez ante sus propias ambiciones -,
creo que pueden suceder cosas interesantes.
Spider se puso de pie y comenzó a caminar por la oficina, mirando a Gigi mientras
iba y venía, recordando aquella figurita trémula, misteriosa y excéntrica que había
irrumpido de pronto en sus vidas, esa hija desconocida surgida del pasado de Vito a
quien el capricho de Billy había transformado en pupila e hijastra extraoficial. Gigi, sin

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la cual todos estarían separados hoy; Gigi, en cuyo talento se habían acostumbrado a
descansar; Gigi, que había crecido más que todos ellos. Maldito sea, pensó, era él
quien más iba a extrañar, más de lo que era justo confesarle, más de lo que pudiera
con su vida. No se podía predecir hasta dónde podía llegar esta mujer que jamás
imaginó, en aquella única noche en que lo detuvo cuando él intentaba hacerle el amor,
que era su primer rechazo en una larga vida de conquistas.
-¿Cuándo quieres irte? – preguntó al final de mala gana.
-Creo que debería irme… ahora mismo – contestó Gigi con firmeza -. Sin las dos
semanas de preaviso. Faltan más de siete semanas para que el nuevo catálogo entre
en la imprenta, hay tiempo suficiente para encontrar y entrenar otro redactor, pero
Archie necesita armar la charla sobre Mares Azules tan pronto como sea posible.
Con pesar, Spider advirtió que su tono no era de disculpa y que las palabras eran
irrefutables. Ya sentía las necesidades de otro como más importantes. ¡Archie! ¡Archie
por Dios! ¿Qué clase de nombre era ése? ¿Acaso tenía un mayordomo que llamaba
Jeeves?
-Lo estuve pensando durante el desayuno – continuó Gigi -. Ya que me voy, debo
avisarles hoy mismo e irme de aquí mañana para poder estar allá el lunes.
-Mi Dios, no tienes corazón. ¿Qué hay de la gran fiesta de despedida, del reloj de
oro por dos años y medio de servicios leales? ¿Tal vez te gustaría más un juego de té
de plata?
-Justamente esperaba evitar todo eso. Por favor Spider, sin alharacas. Josie me
lanzará encima tanta culpa que romperá mi corazón.
-Si quisiera, yo también podría hacerlo. Una culpa de la cual nunca te recuperarías.
-Pero yo sé que no lo harás. Por eso te hablé en primer término. ¿Tengo tu
bendición? – la impúdica boca de Gigi, con el labio superior curvado naturalmente para
sugerir siempre una sonrisa, se reía ahora de él francamente. Al igual que los grandes
ojos verdes tan hermosamente trazados y que tanto le recordaban los de Valentine.
-Tienes mi bendición, una bendición de todo corazón. Y un deseo de todo corazón
de que te quedes. Pero no te equivocas al intentar otra cosa. Has aprovechado el
momento con inteligencia y aunque nunca podremos reemplazarte realmente,
debemos ser buenos soldados y continuar sin ti. Sé que no hay espacio para una
carrera importante dentro de un catálogo, Gigi. Una agencia de publicidad es algo
distinto.
-Spider, no sabes cuánto te lo agradezco.
-¿Quieres que se lo diga a Billy?
-No. Salgo ahora para verla en la casa. Me temo que no se muestre tan abierta
como tú, pero no me sentiría bien si no se lo dijera personalmente.
-Pequeña y valiente Gigi. Sin embargo, nunca se sabe. Billy afrontó algunos riesgos
en su momento, también. Tomó la vida en sus manos y la modificó más de una vez.
Tal vez te entienda, pese a que cuenta contigo.
-Tal vez – dijo Gigi dubitativamente. Aun bajo la influencia suavizante de su
matrimonio con Spider, Billy continuaba siendo la mujer más exigente que había
conocido y tenía razones absolutamente válidas para sentir que ella sola había
inventado a Gigi. Dejar Escrúpulos Dos no se parecería tanto a un trauma si no
significara también abandonar a Billy.
Spider se inclinó, la tomó por los hombros y la sacudió con energía y brusquedad
durante un minuto, como un amistoso león que expresara impronunciables y
complicados pensamientos a un pequeño gatito. Después tomó con ternura su cara
entre las manos.
-¿Recuerdas lo que dijiste cuando nos vimos por primera vez?
-Por supuesto. Felicitaciones.
-Felicitaciones para ti – dijo él besándola en la mejilla -. Y buena suerte, querida.

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-La señora Elliott está en la sala de estar, dijo que pasara enseguida – le dijo Burgo
O’Sullivan -. Muchacha, tienes la misma expresión que ponías antes cuando te decía
que una niña no puede meterse en mi partida de póquer.
-Entonces tenía dieciséis años y apenas comenzaba la escuela secundaria. Hasta tu
miserable partida semanal parecía mejor que salir con chicos nuevos.
-Tan fresca como siempre. ¿Así arruinaste el coche? ¿Así sedujiste algún otro chef
del modo en que lo hiciste con ese pobre inglés ante mis propias narices?
-Burgo, ¿cuándo empezarás a tratarme como adulta? – Gigi le dedicó una sonrisa
poco convincente. El sabio Burgo desempeñaba una multitud de tareas indefinidas
pero indispensables en la gran casa de Holmby Hills.
-Lo pensaré – contestó él – y te avisaré. ¿Quieres una taza de té? Tal vez te calme
los nervios. Tienes el mismo aspecto de cuando te enseñé a girar a la izquierda en
medio de un tránsito pesado.
-Te estás imaginando cosas. Tengo que hablar con Billy.
-Entonces es una emergencia. Nunca rechazaste una oportunidad de pasar a la
cocina.
-Algo así. Paso después por aquí y te cuento todo.
-¿Es un regalo para mí? – preguntó Burgo observando con interés la caja blanca
con un moño azul de satén que llevaba Gigi.
-No. Para Billy, por el nacimiento de los mellizos. No es justo que la gente envíe
regalos para recién nacidos que no saben de qué se trata y no se acuerden de la
madre, que hizo toda la faena.
-Ya veo. Un soborno.
-Tienes por naturaleza una mente que sospecha. Deberías avergonzarte. Te veo
más tarde.
Mientras se alejaba, Gigi se preguntó por qué él siempre veía en su interior. El
regalo que traía y que provenía de su preciosa colección de ropa interior antigua tal
vez lograra suavizar la reacción de Billy. Pero de ahí a llamarlo soborno… ¡Jamás! ¿O
tal vez sí?
Pese al apuro que había transmitido a Burgo, se descubrió retardando el paso
mientras atravesaba esas espaciosas habitaciones, vibrantes de color y frescura, donde
cada rincón ofrecía lugares fascinantes para demorarse e inspeccionar la atractiva
multitud de objetos, antigüedades y flores ubicadas allí en apariencia por un feliz azar
y no por la mano de Billy que reacomodaba continuamente sus tesoros.
En el piso superior, al final de un largo corredor, la puerta de la sala de estar
estaba abierta.
-Aquí estoy – la voz de Billy sonó débil. Gigi la encontró desplomada en un sofá en
una actitud de agotamiento total, los cortos rulos oscuros sobre la cara, los párpados
pesados sobre los ojos color humo y la piel pálida y desnuda de todo maquillaje.
Llevaba una camisa vieja de Spider sobre un par de jeans anchos y era imposible creer
en ese momento que ese lavado desecho fuera la magnífica Billy Ikehorn, encarnación
de ese tipo de mujeres acicaladas a la perfección, vestidas con exquisitez y enjoyadas
espléndidamente de las cuales tal vez haya unos cientos en todo el mundo, pero sólo
dos o tres tan famosas como ella en el nivel internacional.
-Spider no me dijo que no te sentías bien – dijo Gigi preocupada -. De haber sabido
que te molestaba, no habría venido.
-¿De qué estás hablando? Estoy perfectamente bien – dijo Billy demasiado débil
para parecer indignada -. Acabo de poner a dormir a los niños, eso es todo. Es el
mejor momento para verme. Ven, siéntate cerca del sofá.

21
-¿Se fue Elizabeth, la niñera? – preguntó Gigi preocupada, dejando la caja sobre la
mesa. No había visto a Billy más de cuatro o cinco veces desde el nacimiento de los
mellizos Max y Hal. Siempre en los fines de semana, cuando mostraban a los bebés y
Spider desempeñaba con solvencia sus tareas de padre mientras la experimentada
niñera revoloteaba en el fondo.
-No. Anda por aquí, atendiendo el lavado probablemente.
-No entiendo. Pensaba que una niñera con cama adentro, con dedicación exclusiva,
te ahorraría todo el trabajo pesado. En cambio, mírate. ¿Por qué no contratas otra
niñera si ésta no puede manejar las cosas?
-Puede, Gigi, puede. Elizabeth es la mejor niñera de la costa oeste y creo que voy a
enloquecerla a fuerza de no dejarla hacer todo. Pero si no doy de comer a los mellizos,
los hago eructar, los cambio, los pongo a dormir y los levanto yo misma, terminarán
por pensar que ella es su madre y no yo. Es el momento más importante de sus vidas,
Gigi, verdaderamente crucial. Si lo pierdo, nunca volverá. ¿Sabes que si creciéramos a
la misma velocidad que lo hacen los bebés durante el primer año de vida tendríamos
todos seis metros de altura? – la voz de Billy se fue haciendo cada vez más débil ante
la importancia e inmensidad de su tarea.
-Pero Billy, son mellizos… ¿no es lo común tener ayuda con mellizos?
-En teoría sí. Pero la gente que decidió eso nunca se detuvo a pensar que con ese
sistema tal vez un mellizo termina recibiendo menos atención materna que el otro. No
puedo arriesgarme a eso. Tienen cuatro meses, son muy impresionables a esa edad.
-En mi caso – dijo Gigi reprimiendo una sonrisa por prudencia – no recuerdo nada
cuando tenía cuatro meses.
-Te parece que no te acuerdas, pero todo lo que ocurrió tuvo su influencia. Todo,
créeme.
-Sin duda, pero ahora es demasiado tarde. Escucha, Billy, hay algo que quiero
decirte…
-Es más importante que tú me escuches a mí ahora. Hay algo que debes
comprender antes de tener hijos tú misma.
-No esté en mis planes, te lo aseguro. – Gigi se permitió una risita ante esta nueva
demostración de pensamientos extravagantes por parte de Billy, puesto que estaba
dirigida a ella.
-Nunca se sabe. Y si no consigo transmitirte esta verdad ahora, tal vez después no
me acuerde de hacerlo, porque la gente olvida los primeros meses de sus hijos como
olvida su propio nacimiento. El mero hecho de tenerlos es un borrón – Billy hablaba en
un tono que una pitonisa podría envidiar -. Escúchame atentamente: los bebés son
mucho más inteligentes de lo que todos suponen.
-Está bien. Seguro que lo son, especialmente Hal y Max, pero Billy yo vine para…
-Gigi, ¿cómo crees que hacen los bebés para controlarte?
-¿Qué?
-Controlarte. No pueden hablar, no pueden caminar, pero te controlan. Apuesto
que no tienes la menor idea sobre cómo lo hacen.
-No puedes dejarlos solos y no quieres que la niñera se quede con ellos, por eso
crees que te controlan – contestó Gigi tratando de reinstalar la razón.
-¡Te equivocas! – Billy se puso de pie -. Eso es lo que todos dicen porque no saben
nada. ¡Nada! – Su voz descendió hasta un grado de intensidad que obligó a Gigi a
inclinarse, estupefacta. – Te controlan con los ojos, sí, sólo con los ojos.
-Claro Billy – Gigi estuvo de acuerdo rápidamente. Como extraños seres púrpura de
otro planeta, tripulantes de naves espaciales que nos visitan en medio de la noche,
claro. Hal y Max controlaban a la temeraria e impulsiva Billy Ikehorn, dueña de varios
miles de millones, con sus asombrados ojitos. ¿Tal vez debería encontrar una excusa
para retirarse y avisar a Spider? ¿Es que él no advertía que Billy se había vuelto

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absolutamente obsesiva? ¿Obsesiva o realmente loca? ¿O es que toda esta rareza a él
le parecía natural porque él también era primerizo?
-Veo que no me crees – dijo Billy echándose el pelo hacia atrás con un gesto
demasiado fatigado para parecer impaciente -. Alcánzame ese libro azul que está sobre
mi escritorio, el que está abierto.
Gigi se apuró a hacerlo.
-Gracias – dijo Billy tratando de encontrar una página determinada del libro titulada
“El mundo interpersonal del infante”-. Escucha. Trata de lo que sucede durante los
primeros tres o cinco meses de vida del bebé, exactamente la edad de mis chicos. ¿Me
estás prestando atención?
-Sí, Billy.
Billy la observó atentamente para asegurarse de ello.
-Ok… aquí está. “El niño toma el control del comienzo y la terminación de los
compromisos visuales directos en las actividades sociales”. ¿Qué te había dicho? Hay
más todavía, te leo: “El sistema motor visual está… prácticamente maduro”
¿Escuchaste, Gigi? Maduro, y después sigue: “al observar a la madre y al hijo durante
este período, uno observa dos personas”. Personas, Gigi, “con casi idénticas aptitudes
y control sobre el mismo comportamiento social”. ¿Qué te había dicho? ¡Idénticas
aptitudes! Ellos tienen cuatro meses y yo cuarenta años y ¡somos iguales! Y lo que
sigue es peor – continuó Billy con aire afligido -. “Pueden apartar la mirada, cerrar los
ojos, mirar sin prestar atención, poner ojos vidriosos. Con el uso decisivo de este
comportamiento de la mirada”… Decisivo, Gigi, “pueden rechazar a la madre,
distanciarse de ella o defenderse de ella” ¿No es terrible? Que Dios me ayude –
exclamó suspirando – pueden rechazarme. – Respiró profundamente y sacudió la
cansada cabeza con aflicción.
-¡Pero no lo han hecho! – Gigi gritó casi.
-Eso es cosa de ellos, Gigi. Escucha – dijo comenzando a leer nuevamente -.
“También pueden retomar el contacto con quien desean a través de miradas, sonrisas
y vocalizaciones.” Esto es lo único que me sostiene, eso de retomar el contacto. Billy se
recostó sobre las almohadas.
-¿Quién escribió eso? – preguntó Gigi con aire de sospecha mientras tomaba el
libro.
-Un famoso psiquiatra infantil, Daniel Stern. Es mi biblia. Querría entender todo lo
que dice, pero se vuelve muy complicado. Pero ves que tengo razón. Hal y Max me
controlan, no puedo evitarlo.
Gigi se inclinó sobre la página que había estado leyendo Billy.
-Espera un poco, Billy. Aquí dice que “las madres ceden el control a su bebé”, te
olvidaste de eso. No es inevitable que les cedas el control.
-Sí, lo es. Verás. Intenta obligar a un bebé a que te mira cuando él no quiere
hacerlo. Es absolutamente imposible. O trata de conseguir que miren a otra parte
cuando te están dedicando esa mirada llorosa, indignada y lastimera que ponen
cuando se sienten desgraciados. Los adoro Gigi, pero son demonios, verdaderos
demonios…
Gigi se puso de pie tomó el libro de manos de Billy y lo depositó en el escritorio.
Habló con voz de enfermera psiquiátrica que debe tratar con una persona díscola y
desorientada que, sin embargo, necesita aliento en lugar de mimos.
-Billy, estoy segura de que crecerán y serán dos chicos encantadores. No
demonios. Como bien dicen, es sólo una etapa. Entretanto y hablando de otra cosa,
me voy de Escrúpulos Dos para trabajar en una agencia de publicidad como redactora.
Mañana es mi último día allí.
-Repite eso – Billy se incorporó apoyándose en un codo.
-Vamos. Me oíste bien.

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-Oh, Gigi, ¡estoy tan contenta por ti! ¡Es maravilloso! ¡Dame un beso!
-¿No estás… enojada?
-¡Claro que no! ¿Qué clase de egoísta piensas que soy? Me he estado preguntando
cuándo desplegarías las alas y dejarías esta ramita en particular para volar. Por Dios,
Gigi, cuando tenía tu edad ya había pasado un año sola en París y vivido en Nueva
York con un trabajo apasionante; había tenido todo tipo de amantes y me había
casado con Ellis; asistido a cenas de Estado en la Casa Blanca con mis túnicas de Dior;
él me había comprado esmeraldas de la emperatriz Josefina y también la fazenuda de
Brasil, así como la finca en Barbados, y ya figuraba en la Lista de Mujeres Mejor
Vestidas. Por Dios ¡qué no había hecho mucho antes de tener tu edad! Siempre fuiste
de florecimiento tardío y Zach es realmente tu primer amor serio. Es maravilloso, sin
duda, pero no has tenido en realidad… demasiada experiencia, digamos.
-Olvida mis flancos débiles, Billy – saltó Gigi -. Hablemos de tus amantes. Nunca los
mencionaste antes. ¿Podrías ser más precisa? ¿Algunos detalles específicos?
-Son parte de la historia ahora – rió Billy -. Alguna vez lo oíste pero desde ahora
negaré todo – agregó en una especie de renacimiento de energía habitual -. Estuve
preocupada por ti. Zach viaja tanto y tu trabajo no está a tu altura. Pero parecías tan
contenta con dejar correr las cosas tal como eran… No quería perturbar tu nidito de
amor. ¡Esta es una gran noticia, realmente estupenda! ¿Qué tipo de agencia? ¿Es esa
que intentaba contratarte antes de nacer los mellizos? ¿Frost y algo?
-Sí, la misma. Archie Rourke, Byron Berenson Bernheim Tercero y Victoria Frost.
-Sí, ya me acuerdo, la hija de Millicent Caldwell – dijo Billy con la voz que usaba sin
darse cuenta para hablar de esas pocas mujeres que consideraba sus pares. ¿Qué tal
es?
-Podría resultar… difícil. Pero los muchachos son magníficos.
-¿Casados? – preguntó Billy con presteza.
-No. Por Dios que eres convencional.
-Tú también lo serás cuando te hayas casado tres veces. Ten cuidado con ellos.
Nada de romances en la oficina.
-¿Acaso no eras la secretaria de Ellis?
-Eso fue una excepción – Billy se encogió de hombros y se ruborizó ligeramente -.
Todavía no lo aconsejo. ¿Sabe Spider todo esto?
-Sí, cuento con su bendición. Entendió perfectamente, aun cuando tengo que irme
tan pronto.
-Querida, no podemos dejarte ir sin una fiesta de despedida. Josie puede arreglar
eso en una hora.
Gigi gruñó y se quejó, pero Billy, que ya estaba discando el número de Josie en el
teléfono, no le prestó atención. A medida que oía el sonido familiar de la voz de Billy
dando una larga lista de instrucciones, Gigi comprendió que era la oportunidad de
retirarse sin tener que oír nada más sobre los poderes de los temibles mellizos que
torcían el pensamiento de los adultos. Besó a Billy en la cabeza, saludó con la mano y
desapareció por el corredor cerrando la puerta tras de sí. Mientras caminaba hacia la
escalera, se cruzó con la admirable niñera que llevaba una canasta de ropa de bebé
recién lavada.
-Elizabeth, ¿puedo preguntarle alto? – dijo deteniéndola -. ¿Se trata sólo de mi
imaginación o la señora Elliot está excesivamente… preocupada por el cuidado de los
bebés?
-Mis madres primerizas siempre se han destacado por el exceso o la escasez, Gigi.
Nunca encontré una equilibrada, ni una en veinte años – contestó con una sonrisa la
robusta mujer del Medio Oriente, sin demostrar sorpresa alguna -. El estilo de la
señora Elliot sin duda es el exceso. Creo que es el libro, pero no hay de qué
preocuparse, es fuerte como un roble. Calculo un mes o dos para que vuelva a su

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estado normal. Cuando sí me alarmo es cuando son despreocupadas. No es que me
afecte el exceso de trabajo, pero ellas pierden mucho como madres.
-¿Cree que los bebés realmente controlan a los adultos con la mirada?
-Por supuesto. Cualquiera lo sabe, Gigi. Y si no fuera con la mirada, sería con
cualquier otra cosa, téngalo por seguro. ¡Los diablillos!

Cuando Gigi se fue, Billy vio la caja atada con la cinta de satén azul. La abrió con
instantánea curiosidad porque se dio cuenta de que Gigi, atrapada por la conversación
sobre los mellizos, había olvidado entregársela. Bajo varias capas de papel de seda,
encontró un peinador de lustroso satén de un tono rosado especialmente voluptuoso.
El escote estaba primorosamente adornado con profundos entredós de encaje de
Valencienne color crema. Otros entredós de encaje, separados cuatro pulgadas,
bajaban en línea vertical hasta el ruedo, donde formaban un ancho volante que tocaba
el piso. En las mangas, el encaje caía desde el codo hasta el puño.
Entusiasmada, Billy llevó el peinador al cuarto de baño y lo colocó frente a un gran
espejo, apoyándolo sobre su cuerpo de modo de esconder totalmente los jeans y la
camisa. Otra mujer la miró desde el espejo, una mujer con más de un secreto
seductor, una mujer que ella misma había olvidado. Se observó con asombro y un
sentimiento súbito que, pese al sobresalto, reconoció como un despertar sexual. Qué
me está pasando, se preguntó abriendo la tarjeta que Gigi había escrito para
acompañar el regalo.

Gabrielle, sí, la divina Gabrielle que inventó Le Coucher de Gabrielle decía siempre
que este peinador era su ropa de suerte, porque lo había usado en su debut en Folies
Bergère. El debut se produjo, por supuesto, en París, una noche de primavera, en una
época en que todas la mujeres, cualquiera fuese su posición social, usaban capas de
ropa interior sujetadas por un infernal sistema de trabas, ganchos y botones
inventados para que llevara mucho tiempo quitarlas. Las mujeres, y muy
especialmente la divina Gabrielle, no querían mostrarse fácilmente conquistables.
Todas sabían que los hombres querían de ellas una sola cosa y eso, precisamente, era
lo que ellas estaban decididas a no entregar. Porque las mamás les habían hablado de
los peligros que entraña permitir que los hombres se salgan con la suya y las mamás
eran sabias en las astucias de este perverso mundo. Gabrielle vivía con unos pocos
centavos en una diminuta buhardilla desde la cual se veían las copas de los árboles de
Parc Montsouris. Era por naturaleza soñadora y al contemplar los pimpollos que se
abrían en la penumbra púrpura, pensaba en todos los hombres solteros de París que,
en ese mismo instante, marchaban hacia sus solitarios departamentos. ¡Oh, Gabrielle
de suave corazón! Esos hombres, peligrosos y perversos como eran, debían sentirse
solos en esos cuartos vacíos. Tuvo pena de ellos, una pena que se acrecentó cuando la
Luna empezó a elevarse y el lucero comenzó a hablarle. ¿Qué podía hacer una
muchacha caritativa para llevar felicidad a esos hombres sin entregar ese tesoro
precioso y apreciado? Noche tras noche, Gabrielle cavilaba hasta que concibió una idea
que nadie en la historia de la civilización – o en la historia de Francia, que es lo mismo
– había concebido antes. ¿Y si una mujer, una mujer recatada, casta y hermosa como
ella misma, permitiera a estos pobres hombres solteros observarla mientras se
desvestía para dormir? ¿Y si apareciese en el escenario de un teatro, cubierta, de más
está decirlo, por el peinador de satén rosado y encaje color crema que había costado
todos sus ahorros de tres años? ¿Y si además dejara que el peinador se deslizase al
piso mientras escuchaba absorta la suave música clásica ejecutada por un pianista,
ignorante de las miradas que caían sobre ella? ¿Y si, al compás de la música,
lentamente, muy lentamente, empezara a desatar con delicadeza todos los lazos y

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botones, la primera capa de delicada ropa interior? ¿Y luego otra, y otra? ¿Y otra más
aún? Sin quitar por supuesto la última capa, la camisa y los calzones, porque eso
incitaría los pensamientos indecentes de los hombres y también convocaría la
gendarmerie para cerrar el teatro. En el escenario debería haber un biombo, para
quitarse detrás de él la última capa y ponerse el camisón (un camisón de cuello alto de
hilo almidonado del cual ninguna mujer se avergonzaría). Y también debería haber una
sencilla cama blanca, en cuyo interior se deslizaría dando sólo dos pasos desde el
biombo. Tal vez podría hallarse un público para esta decente representación de una
escena cotidiana, se dijo Gabrielle, mientras concertaba una cita con el director del
Folies-Bergère.
Gabrielle, cantada por todos en París, Gabrielle, la que inventó el strip-tease por
compasión hacia el prójimo, ¿por qué no permitiste jamás que ninguno de los hombres
que te pretendían y deseaban compartir tu blanca cama te acompañara a casa?
Podrías haberte casado con dos reyes, con veinticinco nobles y doscientos corredores
de bolsa, a cual más hermoso. ¿Tal vez porque cada noche, una vez terminada la
función de Le Coucher de Gabrielle, te ponías el saco de terciopelo gris y el sombrero
de plumas de avestruz grises y ordenabas al cochero, guía de cuatro caballos también
grises, que apurara el viaje hasta la gran casa que miraba ahora los árboles de Park
Monceau? ¿Tal vez porque estabas ansiosa por volver a casa sin reyes, ni corredores
de Bolsa siquiera, para observar el sueño de tus pequeños mellizos? ¿Tal vez porque
sabías demasiado bien, dulce Gabrielle, qué ocurre con las mujeres que escuchan a los
hombres y ceden ese tesoro sin precio que sólo poseen cuando nadie más lo posee,
porque tal es el destino? Con cariño, de Gigi.

Billy leyó la tarjeta, rió, lloró un poco y decidió usar el peinador esa misma noche,
porque ella sí había escuchado a un hombre y, como Gabrielle, no lamentaba haberlo
hecho.

Apenas llegó a Escrúpulos Dos, Gigi concertó una cita para almorzar con Sasha,
que estaba libre a esa hora. Era la última persona de importancia a quien debía
transmitir la noticia, excepto Zach, a quien no le importaría dónde trabajaba, mientras
fuera feliz.
Y su padre, por supuesto. Vito Orsini estaba en Europa en ese momento, pero
cenaría con él apenas volviese y comentarían el tema. Su relación se había tornado
más estrecha y más cálida en los últimos años. A menudo, cuando Gigi estaba sola,
Vito la invitaba y la llevaba cada vez a un restaurante distinto e insistía para que
pidiera los platos más caros del menú. Hablaban de todo tipo de cosas, con una
intimidad que ella no creía posible en una hija que hubiera vivido normalmente en casa
de su padre.
-Pareces muy satisfecha, ¿te has encontrado con Papá Noel? – preguntó Sasha, con
quien había compartido departamentos en Nueva York y en West Hollywood hasta que
un año atrás había conocido a Josh William, abogado de Billy, y había aceptado
casarse con él en su primera salida juntos.
-Estoy tan excitada y aliviada que no sé qué hacer – admitió Gigi con alegría -.
Tenía miedo de contarles a Spider y a Billy que me voy, pero los dos piensan que es
una gran idea.
-¿Te vas? ¿Te vas de Los Ángeles? – Sasha parecía asombrada.
-No. Me voy a Escrúpulos Dos.
-¿Qué? – gritó Sasha -. ¿Vas a hacer qué?

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-No armes bataholas, por favor, no te perjudicará. Conseguí el empleo del que te
hablé en la agencia de publicidad, ¿no es fantástico?
-¡Es la peor noticia que he escuchado en mucho tiempo! ¿Cómo puedes hacerme
esto, Gigi? ¡No puedo, no quiero creerlo! ¿Me cuentas esto como si no importara?
¿Qué te ha hecho tan cruel?
Dos enormes lágrimas se formaron en los ojos de Sasha y rodaron por sus mejillas,
aumentando aún más su belleza clásica, el perfil perfecto, el brillo de su abundante
cabello negro y de sus ojos también negros, la blancura de su piel, esa combinación de
un cuerpo maravilloso y un andar irresistible que había hecho de ella la mejor modelo
de ropa interior de la Séptima Avenida antes de unirse a Gigi en Escrúpulos Dos.
Gigi la miraba atónita. Sasha, la de duro corazón, tormento del sexo masculino;
Sasha, que había puesto de rodillas a Josh Hillman, el soltero más codiciado de Beverly
Hills, en una sola noche; Sasha, de imponente estatura, dominante; Sasha, la que
nunca quedaba sin respuesta, ¿Sasha lloraba? Nunca antes había visto lágrimas en
esos ojos.
-Sasha – protestó Gigi mientras veía caer más lágrimas -. Para ti no cambiará nada.
No cambiará nada entre nosotras, siempre estás fuera de la oficina con tus asistentes,
¿por qué lloras? Termina o sécate las lágrimas con un pañuelo, esto se está volviendo
incómodo… la gente mira.
-Que miren. – Sasha tragó saliva mientras un delgado hilo de lágrimas goteaba
desde su barbilla sobre el mantel. – No me avergüenzo de una emoción honesta.
-¿Podrías explicarte? ¿Qué emoción? No me extrañarás en Escrúpulos Dos porque
apenas nos veíamos últimamente en el trabajo. No puede ser la envidia por mi trabajo
porque tú misma tienes un trabajo fantástico. ¿Por qué entonces? – preguntó Gigi con
dureza alcanzándole una servilleta. No había pasado toda una mañana consolando a
Spider y Billy para que Sasha, justamente ella, la hiciera sentir como una traidora.
-Ya no será Escrúpulos Dos si tú te vas – dijo por fin, controlando su voz aunque
las lágrimas continuaban.
-¡Sé razonable! Es un gran negocio que crece cada día más. No soy irreemplazable.
-Seguro, alguien puede copiar tu estilo y hacer tu trabajo, pero tú y yo, Gigi,
nosotras éramos Escrúpulos Dos antes de que existiera. Nosotras dos solas, yo con mi
mísera colección de catálogos de Navidad y tú con tus ideas para hacer uno mejor… Si
tú te vas, se perderá el espíritu, la esencia de todo.
-Ese espíritu desapareció hace mucho, apenas Escrúpulos Dos tuvo éxito definitivo
y aparecieron los especialistas en comercialización y comenzaron a adoptar las grandes
decisiones de dinero. Estás recordando los primeros tiempos, cuando Spider, Billy y
nosotras dos estábamos creando algo juntos y apostando a que teníamos razón. Es
como si una compañía que lleva tres años de éxito en Broadway añorara las épocas de
los ensayos, antes de que se levantara el telón.
-¡Es que nos divertíamos tanto! –había un tono de pérdida y tristeza en su voz que
Gigi juzgaba injustificado cuando pensaba que su amiga tenía ahora lo que cualquier
mujer consideraría una vida perfecta: un marido a quien adoraba, una bebita celestial,
un trabajo que desempeñaba con brillo y todo el dinero que podía desear.
-¿Y ahora ya no te diviertes? – preguntó Gigi, desconcertada.
-¡No! Ahora somos personas adultas. Adultos que ya no se divertirán como solían
hacerlo. Y si no lo sabes todavía, Gigi, ya verás. – Sasha parecía embargada por un
pesar extraño y fuera de lugar.
-Por Dios, tienes veintiséis años, estás casada y eres madre, si no hubieras crecido
un poco, tendrías problemas – replicó Gigi tratando de olvidar el inexplicable
sufrimiento de su amiga y llevar las cosas a un terreno más real.
-¿Crees que no lo sé? – retrucó Sasha.
-Entonces…

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-Sí, todo está muy bien para ti. Juegas a tener una casa con el genio loco de mi
hermano, puedes revolotear, probar esto e intentar aquello. No te pareces ni por
asomo a un adulto y no tienes que… estar a la altura de… cosas.
-¿Estamos hablando de mi renuncia o de la condición de mujer casada? – preguntó
Gigi agriamente.
-No lo sé – contestó confusa Sasha -. Lo que te parezca. ¿Qué te parece, Gigi?
-¿Qué te parece a ti?
-Gigi – estalló Sasha -. Josh es tan adulto. La verdadera adultez sólida, seria,
imposible de modificar. Los primeros meses no importaba que tuviera cincuenta años
pero, creo que yo no esperaba verlo tan comprometido en cosas que no me importan.
Creí que seríamos como cualquier otra pareja de recién casados que comienzan juntos,
pero ahora… ¡demonios!
-Escucha. Tienes que recuperar la sensatez. Cuando lo conociste, Josh era el socio
principal de uno de los estudios jurídicos más importantes de Los Ángeles, era un pilar
de la comunidad y tú lo sabías, ¿verdad? ¿Qué esperabas como esposa del abogado
más importante de la firma?, ¿vivir en una casita al pie de una cascada?
-¿Cómo te sentirías tú en mis zapatos de esposa de uno de los principales
benefactores del Centro Musical, del Hospital Cedars-Sinai, del Museo del Arte Zonal y
de media docena más de dignas organizaciones? ¿Cómo te sentirías si tuvieran que
presentarte a todas las esposas de hombres ilustres de la ciudad y tuvieras que estar
en excelentes términos con ellas durante todas las comidas, cuando tienen hijas de mi
edad y todas conocen a su primera mujer y la estiman? ¿Qué te parece asistir a cenas
benéficas tres veces por semana y soportar interminables discursos sin poder huir
porque tu mesa es demasiado notable o porque Josh está en el estrado? ¿Y saber que
él en su fuero interno preferiría que me quedara en casa cuidando a Nellie en lugar de
volver al trabajo, porque así son las cosas en su mundo, y advertir que se esfuerza por
ser comprensivo porque sabe que él también debe ceder, dado todo lo que yo he
cedido?
-¡Parece horrible!
-Sí – bufó Sasha con rebeldía y resignación.
-Ya se desentendió de la mitad de las cosas que solía hacer. Sólo mencioné los
compromisos que no puede abandonar. No puedo esperar que elimine su conciencia
social… una de las cosas que adoro en él es su bondad, es tan auténticamente bueno y
dulce… ¡Mierda! Ojalá no lo fuera. O tal vez querría que fuera como es sin por eso
comprometerse en todas esas cosas. ¿Se entiende?
-No demasiado.
-¿Por qué será que las cosas que los hombres hacen mejor y les brindan más placer
no son precisamente aquellas que sus mujeres desearían?
-Pregúntale al genio loco de tu hermano – contestó Gigi con expresión torva.
-¿No me digas que tú también?
-Yo también.
-Al menos te lo advertí, no puede decir que no lo hice – recordó Sasha en tono
virtuoso -. Te dije que no te enredaras con él.
-Me acuerdo perfectamente. Confesaste que te sentías celosa. Dijiste que Zach era
tuyo. Y también dijiste que yo era una puta.
-¿Te das cuenta? ¡Cómo nos divertíamos!

28
3
Apenas cuatro días después de haber estado con Sasha, Gigi se encontró instalada en
una oficina con David Melville, luego del brevísimo almuerzo en Le Dôme. Gracias a las
anticuadas dimensiones del edificio, el despacho que compartían era una habitación en
todo el sentido de la palabra, y no el habitual cuartucho donde solían trabajar los
creativos publicitarios. Ambos se habían descalzado y puesto los pies sobre los
respectivos escritorios.
-A ver, dime qué ideas se te ocurren sobre los trajes de baño – la estimuló David.
-El tema es horrible para cualquiera que tenga más de once años – respondió,
firme -. Lo que quiero es que me cuentes algo sobre Victoria Frost. Durante el
almuerzo, nadie mencionó su nombre. Ustedes tres no hicieron más que hablar
tonterías sobre las cuentas que pierden y contar de esos chistes que se pueden decir
delante de una mujer sin que se los tilde de sexistas, pero daba la impresión de que el
fantasma de la señorita Vicky rondaba en medio de nosotros. Háblame de ella.
-Hace apenas seis meses que trabajo en esta empresa, y te juro que nunca la he
visto más de unos pocos días por vez – se disculpó David.
-Imposible que no sepas nada. Vamos, Davy, ¡cuéntame algo!
-No sé nada sobre su vida privada, sinceramente te lo digo, pero en el trabajo es
una mujer decidida, de mucha experiencia, totalmente profesional. Vive a la pesca de
nuevas cuentas, y cada vez que vamos a presentarle ideas a un cliente potencial, ella
siempre viene con nosotros. Capta muy bien el punto de vista del cliente, su “cultura”,
como le decimos, como si habláramos de otro país.
-¿Qué pasa si la cultura del cliente rechaza nuestras ideas?
-Volvemos aquí, a nuestra cultura, y nos golpeamos la cabeza contra las paredes
hasta que se nos ocurren ideas nuevas o nos morimos, lo que venga primero.
-¿Ella no intenta convencerlo de lo bueno de nuestros proyectos?
-Entonces, ¿Quién dirige realmente la agencia?
-¿Cómo? – Se lo notaba sorprendido.
-¿Victoria o Archie y Byron?
-Los tres juntos. Son los funcionarios más importantes, los dueños, y se dividen las
ganancias… cómo, no lo sé. Arch y By son codirectores creativos; Victoria es directora
ejecutiva y supervisora de cuentas.
-¿Qué pasa si alguna vez no se ponen de acuerdo? ¿Ganan los directores creativos
o la señorita Vicky?
-Eso sí que lo desconozco. No asisto a esas reuniones.
-¿No se te ocurre por qué le caí tan mal desde el primer momento?
-Últimamente anda medio nerviosa, y cada vez que vuelve de Nueva York se pone
impredecible, pero creo que debe de haber sido porque no tienes aspecto de creativa
publicitaria sino de personal jerárquico, y en ese campo no quiere cederle terreno a
nadie. Todo lo que tenga que ver con la gestión empresarial le pertenece con
exclusividad.
-Pero seguramente hay otros gerentes en la agencia – sostuvo Gigi-, otros
ejecutivos de cuentas, así como hay otros tres equipos de creativos más, no sólo
Archie y Byron.
-Son todos hombres y Victoria es la jefa absoluta. Fue ella quien contrató a cada
uno. En general la publicidad es un negocio de hombres, y aquí en FRB más que en
ninguna otra parte. Victoria es la única mujer en un cargo importante, y sin lugar a

29
dudas la única que se viste como funcionaria. Las demás mujeres del sector de
creativos usan ropa informal, salvo Ziggy y Joan, ambas directoras de arte, que tienen
un estilo muy estrafalario. Arch y By todavía se visten al estilo de Nueva York, sobre
todo cuando están en tren de impresionar al cliente, como han hecho este tiempo
contigo. Yo, por ejemplo, hoy me vestí expresamente así para el almuerzo.
-Bueno, al menos sé que no fue nada personal – afirmó Gigi, no muy convencida,
pues no creía que una simple infracción al código de la vestimenta por parte de una
nueva empleada pudiera provocar una reacción tan hostil -. Y volviendo a ti, Davy, te
pregunto: ¿Eres casado, soltero o divorciado? Todavía tenemos que contarnos los
detalles íntimos.
-No hay tiempo ahora. En lo único que tenemos que pensar es trajes de baño.
-En un mundo perfecto, ninguna mujer tendría que mostrar la carne en un lugar
público bien iluminado, salvo unas veinticinco afortunadas que nacieron… mejor dicho,
predestinadas genéticamente a pasar modelos de mallas durante un breve período de
sus vidas – opinó Gigi, sensata -. Quizás entre los diecisiete y los diecinueve, año más,
año menos.
-¿Vas a ayudarme, o no, a vender trajes de baño? – preguntó David, con gesto de
desaprobación. No podía ser que estuviese enamorado de esa chica. Dios santo,
imposible que se hubiera prendado apenas la vio. No tenía tiempo para enamorarse; la
publicidad era una vocación, no un trabajo, que le insumía dieciséis horas por día, y
había jurado dejar en suspenso su vida privada durante diez años por lo menos.
-¿Dónde está ese capuchino que tanto querías convidarme esta mañana? –
preguntó Gigi añorante, y lanzó un suspiro sensual que lo erizó entero.
-El mercado de la ropa de playa es inmenso, Gigi – insistió David, y comprobó
horrorizado que el solo hecho de pronunciar su nombre le causaba placer -. Muchos
avisos gráficos, muchas notas en las revistas, muchas ventas promocionales en las
tiendas. Al fin y al cabo, la mujer tiene que cubrir su cuerpo cuando se baña, y no
puede usar toda la vida la misma talla.
-Ojalá pudiera. Y ojalá en este momento pudiera comer esos higos confitados que
te vi atacar hace un rato. Sigo con hambre.
-Según las investigaciones de mercado – prosiguió David, sin hacer caso del
profundo deseo que sentía de arrastrarse por el piso y traerle hasta la última migaja de
comida que hubiese en la oficina -, las zonas que más preocupan a las mujeres son las
caderas anchas, la cintura que se agranda, el vientre, los glúteos caídos y algunos
otros cambios pospuberales producidos por la ley de gravedad. Los diseñadores de
Mares Azules han ideado muchas formas de reducir al mínimo estos problemas. ¿Ya
estás distraída, Gigi? ¡Gigi! No sé si lo sabes, pero en la campaña de Mares Azules han
designado también a otros dos equipos de creativos, Kerry y Joan, y John y Lew, es
decir que tenemos una gran competencia interna. En estos precisos instantes, mientras
nosotros perdemos el tiempo conversando, ellos están encerrados en sus oficinas
tratando de producir ideas geniales que nos hagan quedar como unos desgraciados.
Por favor, ¿vas a prestar atención?
-Perdona, Davy, pero estoy en otra parte – expresó Gigi sin la menor huella de
arrepentimiento -. Estaba tratando de decidir si quiero contarte, o no, cómo fue que
perdí la virginidad, y resolví que sí.
David trató de hacerle caso, pero el corazón le latía con fuerza. ¿Acaso había sido
tan ingenuo de suponer que aún fuera virgen?
-Mares Azules es una línea pensada para que la mujer robusta se vea mejor. Es
decir, apuntamos a un público totalmente definido… La última encuesta de Lou Harris
demuestra que el cincuenta y ocho por ciento de los norteamericanos está excedido de
peso…

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-Eso dicen. – Gigi encogió los hombros en gesto de indiferencia. – A propósito, soy
de Aries.
-¿Por qué diablos te contrataron? Eso es lo que querría saber. – Se quitó los
anteojos, los apoyó con fuerza sobre la mesa y la miró fijo. Aries, su signo fatal en
amores. En sus veintiocho años de vida había estado dos veces enamorado, en ambos
casos de arianas. Hasta el cosmos se confabulada contra él.
-¿Y eso qué significa? ¿Me odias porque te rechacé la siniestra manzana orgánica?
-No tomes todo como algo personal. Victoria pasó semanas enteras tratando de
que nos inviten a realizar esta campaña, y hasta ahora no has hecho más que
comentarios negativos sobre la clienta potencial. Te contrataron para que crees
anhelos, Gigi, para que consigas que una mujer anhele comprarse un traje de baño
Mares Azules.
-Ninguna mujer en su sano juicio anhela comprar una malla de ninguna marca, de
Cole, de Gottex ni de Sandcastle, y menos aún una corpulenta – insistió, terca. Todavía
no estaba dispuesta a ponerse a trabajar, se dijo, rebelde. Archie y Byron no habían
tenido tiempo de llevarla a recorrer la oficina, no había por allí ninguna muestra de las
prendas Mares Azules como para que supiera por lo menos qué aspecto tenían, y no
estaba acostumbrada a pensar textos publicitarios en el aire; por el contrario, siempre
se había inspirado mirando de cerca la mercadería, o por lo menos alguna foto.
-Tenemos que obligarlas a desear.
-No es lógico. Eso no se logra por la fuerza. El anhelo es algo instintivo, si te fijas
en el diccionario.
-No en FRB, Gigi. Esa es la gran diferencia entre redactar un catálogo y crear textos
de publicidad. Aquí inventamos el anhelo. Y más vales que te metas de lleno en la
campaña. ¡A ver, un poco de entusiasmo!
Gigi se levantó con fastidio e irónicamente le hizo la venia.
-¡Claro que tengo mucho entusiasmo, señor! Dígame de nuevo cuál es el objetivo,
señor, y levantamos vuelo al amanecer para ir a bombardearlo. – Si lo que pretendía
era entusiasmo, se lo iba a demostrar.
-Déjate de tonterías.
-Sí, señor. – De nuevo le hizo la venia.
-Si vuelves a hacerme la venia, te arranco un brazo.
-Sí, señor.
-Si vuelves a llamarme “señor”, te arranco la cabeza.
-Lo que tú digas, Davy, hermoso, adorable – accedió, al tiempo que tomaba asiento
pues ya sentía que volvía a ser la de siempre. Como de costumbre, un toquecito de
rebeldía, aunque fuese totalmente simbólico, le daba bríos. – Me encanta la idea de
tener un compañero de equipo… Nunca tuve uno… A lo mejor me dejé impresionar por
tu antigüedad. – Pestañeó con gesto seductor, y sin pensarlo dos veces le dirigió una
sonrisita provocadora. ¿Se daba cuenta David de que cuando se sacaba los lentes tenía
unos preciosos ojazos castaños? Al igual que las chicas de las películas viejas, los
hombres miopes siempre tenían una expresión interesante cuando se quitaban los
anteojos.
-¿Por qué me sonríes así? – dijo David, y se preguntó cómo podría hacer para dejar
en suspenso por diez años su vida privada cuando ahí, en esa misma oficina, estaba la
única mujer con quien deseaba compartir dicha vida.
-Porque estoy tratando de enloquecerte… señor.
-No te interesan en absoluto los trajes de baño, ¿verdad?
-No sé trabajar en equipo, señor. Siempre fue mi problema.
-Se trata de una cuenta de siete millones de dólares, que para algunos podrán ser
pocos, pero para nosotros, que somos una boutique, son muchísimos. Y Mares Azules
es una empresa sólida, con una enorme capacidad potencial de crecimiento.

31
-¡Epa!
-Hablas con un vocabulario de criatura de ocho años.
-Siete millones… casi alcanzan para filmar una película de mala calidad – bromeó
Gigi. El pobre tipo era demasiado serio; había que hacerlo sonreír.
-Gigi, seguimos perdiendo el tiempo.
-Por el contrario, estamos conociéndonos, terminando primero con las cuestiones
íntimas, como sugirió Archie. ¿O fue Byron?
-No tengo interés en saber cómo perdiste la virginidad. Cambié de parecer. No
quiero saberlo nunca.
-Mira que me vas a herir en los sentimientos… Si no me escuchas ahora, tendré
que contártelo después. No es un tema que podamos saltarnos, como quien se salta el
tercer grado. Pero bueno. – Tomó un bloc de papel y un lápiz. – Davy, cuando hablas
de la mujer a la que va dirigida esta colección dices que es “robusta”, siendo que en
realidad quieres decir “gorda”. Probablemente “gorda” no sea la palabra más adecuada
para vender el producto… ni tampoco “rellenita”. ¿Y si pensamos que nuestras clientas
son “exuberantes”? El concepto de la exuberancia es simpático; uno piensa en delicias
para comer y beber, alegría y bienestar para todos.
-Sí, claro. Pero yo aquí soy apenas director de arte. Por mí, digamos siempre
exuberante, nunca robusta.
-En Escrúpulos Dos vendíamos infinidad de vestidos para mujeres de este tipo. Los
llamábamos los “Dolly Moon”.
-¿Cómo conseguiste autorización para usar su nombre? ¡La última película que
filmó Dolly con Dustin Hoffman fue la mejor!
-Como de costumbre, Dolly estaba tratando de adelgazar; pensó que una
motivación más para hacer dieta era la idea de no tener que volver a ponerse nunca
esos vestidos, y nos dio permiso para usar su nombre. Además, es amiga íntima de
Billy. Eso ayudó mucho.
-Obviamente no podemos usar su nombre para Mares Azules.
-No. Pero lo que te quiero decir es que en el catálogo no publicamos fotos de
modelos flacas con los vestidos Dolly Moon, sino que usamos mujeres exuberantes.
Las rellenitas saben que lo son, y tienen todo el derecho de indignarse cuando ven que
los vestidos para ellas los promocionan modelos espigadas. No tiene nada de malo ser
robusta; algunas mujeres son por naturaleza así, otras no. A muchos hombres – y te
sorprendería saber a cuántos – les gustan las gorditas. No hay que subestimar nunca
los encantos de esas mujeres. Pero no les gusta comprarse un traje de baño, y por eso
lo van postergando lo más posible. Para que entren siquiera en una tienda tenemos
que conseguir que sientan algo de agrado por una malla, pero de ahí a que anhelen
comprarla…
-Tienes razón.
-La agencia de Nina Blanchard tiene una larga lista de ex modelos que han
engordado y ya no encuentran trabajo. A ellas recurríamos para el catálogo de
Escrúpulos Dos. ¿Por qué no mostramos utilizando la modelo más bella y orgullosa de
sus kilitos? Tendríamos que pensar en un póster con la chica de Mares Azules.
-Bueno, sí… tal vez – murmuró David -. No se hizo nunca, pero no quiere decir que
no se pueda hacer.
-¿Y si la pusiéramos acompañada por un muchacho?
-No; yo me la imagino sola junto a una piscina, una Venus exuberante contra el
marco que le da el agua color turquesa… no la veo flotando sino subiendo desde el
fondo del agua y saliendo… salpicando por todos lados, hombros bellísimos, el pelo
empapado, sonrisa feliz… lo único que se ve del producto es la parte superior, que
contiene un par de tetas espléndidas. Las tetas espléndidas no figuraban entre las
zonas que preocupan a las mujeres.

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-Y debajo de la foto, la frase: “¿Eres suficiente mujer para Mares Azules?”.
-¿Nada más?
-Es todo lo que nos hace falta.
-“Suficiente mujer”… ¿no te parece ampliar el concepto, machacar la idea de los
diseñadores que saben lo que tienen que disimular?
-No. Una vez que conseguimos despertar curiosidad en la clientas con la idea de
“suficiente mujer” y que se atrevan a pisar el sector ropa de playa de la tienda, se van
a dar cuenta ellas solas. Lo difícil es hacerlas ir hasta allí.
-Bueno. Te muestro cómo son las mallas. – Tomó una hoja de un papel especial,
con un marcador hizo rápidamente el boceto y se lo entregó.
Gigi lo miró rápidamente.
-Tienes mucho talento – lo comentó.
-Sí. Por eso me permitieron trabajar contigo. Fue una gratificación que me dieron…
en vez de subirme el sueldo.
-¿Cuántas ideas más necesitamos?
-¿Cuántas tienes?
-Todavía no sé. Estoy apenas empezando. “Suficiente mujer”, o bien “Para la mujer
que es toda mujer, Mares Azules”. ¿Y si usamos el concepto de abundante en italiano?
¡Abbondanza! Por ejemplo: “¿Tiene tendencia a la abbondanza?” y después
mencionamos una serie de cosas como, ¿Está aprendiendo a bailar el tango? ¿Cocina
en cuatro idiomas? ¿La persiguen todos los muchachos del barrio? ¿Les silba a los
obreros de la construcción? ¿Le gusta hacer fellatio? ¿Tiene cinco hermosos vestidos
rojos? ¿Canta como Dolly Parton? Después le agregamos: “¡Mares Azules, el traje de
baño para mujeres con abbondanza!”, y conseguimos que Sofía Loren pose con una de
nuestras mallas. Ya que hace avisos de anteojos, tiene un busto estupendo y es la
encarnación de la exuberancia, ¿por qué no hacemos el intento de contratarla?
-¡Fellatio! ¡No se puede poner eso en un texto publicitario!
- Davy, por favor… creo que te horroricé. ¡Te sonrojaste! – exclamó, feliz -. Lo dije
sólo para ver si me estabas prestando atención.
-Por supuesto que sí. – Seguramente había puesto la mirada perdida mientras
imaginaba a Gigi sacándose una minúscula malla Mares Azules.
-Trato de que la actitud sea, qué diablos, comprarse un traje de baño no es algo
tan serio. A las mujeres nos encanta ir tildando mentalmente ítems de alguna lista. Yo
lo hago cada vez que veo una. ¡Maldición! Acabo de darme cuenta de que no tengo
abbondanza: nunca les silbo a los albañiles.
-No cambies de tema justo cuando estás creativa – le imploró David -. Necesitamos
por lo menos cuatro ideas que nos parezcan buenas, y algunas otras más que no nos
inspiren confianza para que Arch y By rechacen. No sólo eso, sino que, cuando
vayamos a la reunión explicatoria, tenemos que demostrar que se nos ocurrieron
varias maneras de encarar la campaña. Pero no tantas, no sea que el cliente termine
mareado.
-Ahora entiendo lo que quieres decir con eso de golpearse la cabeza contra la
pared. Si no fuera mujer, si no conociera a Dolly Moon y no supiera lo que ella piensa
sobre su cuerpo, estaría planteándome qué hacer ahora – afirmó, pensativa, y de
pronto se puso de pie con aire decidido -. Tenemos que ir a ver trajes de baño de
verdad, Davy. Ven, vamos a la sección indumentaria deportiva de Nordstrom, y
hagamos una minuciosa investigación in situ. Después nos vamos a la Dirección de
Automotor y conversamos con las mujeres que hacen cola para el examen de la vista.
Mi papá siempre me decía que esas mujeres siempre eran ideales para un muestreo;
no hay que pagarles, y además les encanta hablar.
-Perdona, Gigi, por haberte dicho que no tomabas las cosas en serio, que no te
interesaban los trajes de baño.

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-Hago como alguna vez me aconsejaron: no tomo el trabajo en serio, pero lo
encaro con pasión. ¡Eh, Davy, no busques las llaves! Te llevo yo en mi camioneta
nueva.

-¿Sabías que tengo un primo multimillonario y se dedica a los centro comerciales? –


le preguntó Billy a Spider. Estaban sentados tomando una copa delante de la chimenea
encendida, solos, ya que por fin los mellizos dormían en sus cunitas.
-No. ¿Cómo se llama?
-Ben Winthrop. En realidad, Benjamin Warren Saltonstall Winthrop, ni más ni
menos. ¿Te suena?
-Claro que sí. Es uno de los empresarios más audaces de la década del 80 según la
revista Forbes, aunque ellos lo describen con más elegancia. No sabía que te unía un
parentesco. Sé que opera fuera de Nueva York.
-Tal vez, pero también es uno de varios primos muy pícaros que me perseguían en
Boston, cuando yo era chica. Tenía decenas de primos, todos unos salvajes. No me
acuerdo de ninguno que se llamara Ben, pero me llamó esta tarde, y por la forma en
que se identificó, me dejó convencida. Los Warren son la rama del árbol genealógico
que llegó a estas tierras en el Mayflower.
-Me da la impresión de que no se ha mezclado mucho su sangre…
-Dijo que andaba por aquí por asuntos de negocios y quería venir a visitarnos. Yo
no volví más a Boston desde la época en que vivía Ellis, y no he vuelto a ver a ninguno
de mis primos desde el entierro de la tía Cornelia, cuando yo tenía veinticuatro. No
recuerdo en absoluto a un tal Ben Winthrop de aquel entonces.
-¿Lo invitaste a casa?
-Por supuesto, querido. No me iba a perder la oportunidad de exhibirte y alardear
frente a uno de esos muchachos finos y presumidos que tanto me mortificaron de
chica. Cómo no iba a lucir a los mellizos.
-Creo que mencionas tus motivos de orgullo en un orden equivocado – acotó
Spider, dispuesto por el momento a ponerse en segundo lugar.
-No tanto. Bueno, lo cierto es que viene mañana a cenar. Invitemos a Gigi que está
sola; además me muero por saber cómo le va con el trabajo nuevo.
-Hace apenas dos días que empezó.
-Es cierto, pero no te olvides de lo importante que es la primera impresión. Por
ejemplo, tú decidiste que yo era un témpano el mismo día que nos conocimos.
-No lo eres.
-Claro que sí, y a mucha honra. Al menos puedo hacer figurar esa etapa de mi vida
en mi currículum, ahora que ando descalza, pendiente de la cocina y embarazada.
-¿Otra vez? – preguntó él, sereno.
-Es una manera de decir.
-Ay, qué alivio.
-¿No quieres más hijos? ¿No te gustaría una mujercita?
-Por supuesto que sí, pero no tan pronto… no mientras Max y Hal todavía te
dominen con la mirada, mientras no se comuniquen con palabras.

¿Acaso su prima Billy iba siempre acompañada por guardaespaldas? se preguntó


Ben Winthrop, sorprendido, al tiempo que desde la ventanilla del auto le daba su
nombre al custodio que se hallaba en la casilla de vigilancia ubicada en el camino de
acceso a la mansión de Billy, en Holmby Hills. Le hacía acordar a Houston, una ciudad
de crecimiento vertiginoso – pensó -, donde uno de sus amigos más ricos había hecho
construir una atalaya en el techo de su casa, custodiada durante las veinticuatro horas

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por hombres con ametralladoras. La gente rica de Boston y Nueva York, incluso los
que eran casi tan ricos como Billy, caminaban tranquilamente por las calles, tomaban
taxis y hasta viajaban en subterráneo. ¿No era excesivo tanto cuidado? Tal vez no; al
fin y al cabo, él todavía no conocía bien los complejos rituales de la gente rica de Los
Ángeles, si bien pensaba en convertirse cuanto antes en un experto en la materia.
Hacía años que Los Ángeles lo fascinaba. Era la última frontera norteamericana
antes de Hawaii, en su plan de elegir los lugares más exclusivos del mundo para
levantar allí sus centros comerciales. Tenía treinta y cinco años; su época de
adolescente fue en la década de 1960, hecho que podría haber desviado a un
muchacho con ambiciones menos definidas. Sin embargo, Ben atravesó esos
tentadores años sin sentar la menor tentación por abandonar los estudios, por
entregarse a la droga ni hacerse hippie. Se dedicó al rubro inmobiliario de la misma
forma en que millones de los de su generación se dedicaron al rock, y obstinadamente
empezó a adquirir terrenos para centros comerciales cuando apenas iniciaba sus años
de Harvard, para lo cual pidió préstamos a cuenta del dinero que iba a recibir al
cumplir los veintiuno.
Su padre criticó la idea por considerarla poco propia de bostonianos, pues no le
agradaba la forma en que su hijo empleaba su notable capacidad comercial. “Tendrías
que proponerte manejar las inversiones de la familia, muchas de la cuales con el
tiempo pasarán a ser tuyas, Benjamin, en vez de arruinar el paisaje llenándolo de
playas de estacionamiento y centros de venta”, había comentado con acritud, sentado
en la biblioteca de su mansión. “Los intelectos como el tuyo deberían aplicarse a
conservar e incrementar el capital de la familia, como también a proteger las
instituciones públicas que dependen del apoyo que les damos, y por cierto no a algo
tan inmoral y estéticamente vulgar como esas detestables galerías. Por eso he decidido
no invertir dinero en tus emprendimientos.”
Bueno, peor para el viejo, se dijo Ben. Había querido darle al padre la oportunidad
de invertir, pero decidió no ofrecérselo nunca más.
Ben tomó el rechazo del padre como prueba categórica de que era sensata la idea
de realizar sus operaciones comerciales en Nueva York. El clima de la alta plana del
mundo bostoniano de las finanzas a menudo se dejaba influir por cuestionamientos
morales.
Si bien su rápido ascenso en el mundo empresarial podrías dar a entender que se
trataba de un hombre impaciente, nada más lejos de la verdad. Poseía un don innato
para determinar cuándo hacía falta demostrar una paciencia infinita a fin de obtener
mayores réditos financieros, y tenía la capacidad de esperar y acariciar un proyecto
hasta el momento más oportuno para su concreción. Entonces daba el salto y se
apoderaba de lo que quería. Todo lo que poseía, debía poseerlo en su totalidad. El
concepto de compartir era desusado para él, y le resultaba muy desagradable.
A las mujeres que deseaba les dispensaba el mismo trato que a sus bienes, es
decir, las cultivaba con paciencia hasta que llegaba el momento propicio. Se conocía a
sí mismo lo suficiente como para saber que su apariencia externa, un tanto académica,
no dejaba traslucir el sesgo depredador de su personalidad. Se había recibido en
Harvard con honores, en el campo de la literatura y la historia, y poseía un gusto
genuino por la belleza en todas sus formas. Lo que más placer le causaba por la
belleza en todas sus formas. Lo que más placer le causaba era ganar dinero, amar a
las mujeres y contemplar objetos bellos. Cuando una mujer o algún objeto le parecían
singularmente valiosos, no reparaba en obstáculos con tal de poseerlos.
A Ben Winthrop siempre le había interesado Billy Ikehorn, la otra rebelde
importante del clan, que ya era toda una leyenda en la familia. Él era chico cuando
Billy se marchó de Boston, y tenía diecisiete cuando ella, de veintiuno, se casó con
Ikehorn, pero recordaba perfectamente cómo hablaban del tema las mujeres de la

35
familia durante el almuerzo de los domingos. Sabía que Billy había creado Escrúpulos y
la admiraba, como admiraba también a todo hecho humano logrado gracias a un
espíritu emprendedor.
Le entregó su auto a Burgo y recorrió con la mirada la mansión rodeada de jardines
bajo la tenue iluminación nocturna. Como experto en bienes inmuebles, disfrutaba al
contemplar un bello predio, aunque en él no se pudiera construir un centro comercial.
Una criada lo hizo pasar, y entró dando largos pasos, típico andar del hombre que vive
siempre de prisa.
-Bienvenido, primo – lo recibió Billy, observándolo atentamente -. Juro que no me
acordaba de tu cara.
-Mi grupo nunca confraternizó ni siquiera conmigo – expresó ella con el tono
indiferente que adoptan las personas cuando hablan de las experiencias más dolorosas
de su infancia. Ben es un hombre de presencia, se dijo en el momento en que se lo
presentaba a Spider. Era delgado, de facciones finas, estrechaba la mano con fuerza y
tenía una sonrisa convincente, como si no le saliera en forma automática sino que
respondiera a una verdadera decisión interior.
Elizabeth, la niñera, bajó y presentó a los mellizos Max y Hal. Ben los miró con
interés, y tuvo el buen tino de no hacerlos jugar con uno de sus dedos, motivo de
contagio de cualquier germen, no fuera cosa que se lo llevaran a la boca. Por eso les
acarició la planta de los piececitos con simpatía, en un gesto no demasiado habitual en
los solteros.
-Yo no tengo hijos, pero me fascina ese olorcito maravilloso que tienen – comentó
en el momento en que la niñera volvía a llevárselos arriba -. Últimamente he tenido
oportunidad de ver a muchos porque mis amigos se están reproduciendo a pasos
agigantados, pero estos dos tienen la mirada más intensa de todos los que conozco.
Me dio la sensación de que me inspeccionaban la mente y me ponían una nota
pasable… pero apenas. ¿Estoy equivocado, o son niños muy especiales?
-No, son dos tontos – bromeó Spider.
Este Ben es un muchacho muy despierto, pensó Billy, o mejor dicho, un hombre
muy despierto, y lo observó con renovado interés. La frente alta, con pequeñas
arrugas, le daba un aire de intelectual. Tenía un pelo rebelde que le crecía para
distintos lados pese a estar bien cortado, nariz algo aguileña y algo grande que
inspiraba deseos de acariciársela, como la de un perro inteligente, boca de trazo firme
y mentón destacado. Sus ojos tenían el color azul grisáceo del mar en invierno, y por la
forma en que estaban enclavados bajo las cejas transmitían la impresión de que se
trataba de un hombre sincero, confiable; sin embargo, Billy dudó que un magnate
empresarial tuviera tales virtudes. Medía nos siete u ocho centímetros menos que
Spider, quizás apenas un metro ochenta, y se movía con elegancia, dueño del espacio
que lo rodeaba. Se le notaba cierto aire profesoril, como si proviniera de Oxford, lo
cual probablemente se debía al hecho de haberse criado en Boston.
¿Qué aspecto tendría su pene en el momento de excitación? se preguntó. ¡Dios
santo! ¿Cómo se le ocurría pensar semejante cosa, justamente ella, que estaba tan
feliz con Spider que ni miraba a otros hombres?
Horrorizada consigo misma, se dedicó a beber sorbitos de champagne mientras
Spider charlaba con Ben. Por último llegó a la conclusión de que las viejas costumbres
no se pierden así no más, pese que ahora se hubiese convertido en esposa y madre
ejemplar. ¿O quería decir que Ben Winthrop poseía el tipo de atracción sexual que
provocaba ese tipo de pensamientos en todas las mujeres? Prefirió quedarse con esa
última explicación, si bien no estaban muy lejos los días en que todos los hombres
atractivos le inspiraban similares pensamientos.
-¿Hay alguien? – La voz cantarina de Gigi resonó con la seguridad de quien espera
ser bien recibido al entrar en una casa. Era la voz de una persona alegre, que quiere

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pasarse la vida bailando el charlestón, una persona con una actitud frente a la vida que
era típica en décadas pretéritas.
-Todos, querida – respondió Billy -. Estamos aquí.
Gigi entró en la habitación. Vestía jeans de terciopelo marrón calzados dentro de un
par de botas de gamuza que le subían hasta cubrirle la rodilla y remataban en un
ancho puño. Sobre la casaca de punto color verde claro con cuello de encaje, un
grueso cinturón de cadenas doradas. Se notaba que los pechos pequeños se sostenían
en su lugar gracias sólo a la juventud de Gigi y a su audacia. Con el flequillo y el corte
recto de su pelo, parecía una figura sacada de un tapiz, un paje, un juglar, un
principito o una chica vestida de varón para un baile de disfraces.
Besó a Billy y a Spider y, con su habitual desenvoltura, se volvió hacia Ben
Winthrop y le tendió la mano.
-Gigi, te presento a mi primo, Ben Winthrop. Ben, ésta es Graziella Giovanna Orsini,
hijastra mía.
-¿Por qué tanta formalidad? ¿Porque Ben viene a ser medio primo mío? – dijo Gigi -
Después de todo, Billy, a mi padre lo soportaste un año, pero a mí ya hace más de
siete que me aguantas. Si alguna de las dos fuese hombre, creo que ya tendríamos
que ser un matrimonio de hecho. Tu primo bien puede ser primo mío también. Yo
nunca tuve uno, y demasiado hace ya que sufro la carencia. Reclamo a este primo.
-Parece un planteo de estricta justicia – terció Spider, disfrutando la expresión de
asombro de su mujer -. Ahora que lo pienso, Ben es primo político mío… ¿por qué,
Gigi, no lo consideras primo por adopción?
-¿Tengo voz y voto en el asunto? – preguntó Ben, e involuntariamente dio un paso
hacia Gigi con el deseo de ver de cerca de qué tono de verde eran los ojos que se
ocultaban tras la barrera de sus pestañas.
-Esto no es una democracia – le informó Gigi, con una sonrisa.
“Hoy no trae buenas intenciones”, pensó Spider, observándola. “Tiene que ser por
algo del nuevo empleo, o por el hecho de que el viaje de Zach se está prolongando
demasiado, pero se nota que está dispuesta a desplegar ese encanto irresistible que
enloquece a los hombres, y no es justo.”
-¿Qué es? ¿Una monarquía?
-Una especie de dictadura – repuso Gigi -. Las leyes las dictan Hal y Max, y todos
los demás obedecemos, ¿no, Spider?
-Ya lo creo. ¿Qué tal el nuevo trabajo?
-Fascinante, loco, tensionante, y al mismo tiempo curiosamente inocente. Cuando
determinado producto pasa a ser una de nuestras cuentas, realmente es el mejor. Si
no, es despreciable… no hay términos medios en la publicidad. A mí me consideran
una “nueva adquisición”, y por ende, inspiro desconfianza; además, soy “creativa”, y
los creativos son famosos por el deseo infantil de buscar la aprobación, así que por el
momento no puedo hacer nada bueno ni malo. Es totalmente distinto de Escrúpulos
Dos, donde nos manejábamos con un criterio racional. El mundo de la publicidad es un
cruce entre psiquiátrico con jardín de infantes… ¡y me encanta! Es mil veces más difícil
que trabajar en Escrúpulos Dos.
“La noto intrépida”, se dijo Billy; “parece una combatiente, una hembra de gallo de
riña, dispuesta a arriesgar, a atacar, a no dejar pasar ninguna oportunidad. ¿Tener que
pensar en trajes de baños para gordas le produjo semejante metamorfosis, o será que
conoció a alguien especial en el trabajo?” Se la veía segura, emprendedora, llena de
vitalidad.
-¿Dónde trabajas? – quiso saber Ben.
-En una agencia nueva, Frost, Rourke y Bernheim. Antes era Caldwell, de Nueva
York. Seguramente no la has oído nombrar.

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“Gigi no está muy familiarizada con la historia reciente del mundo publicitario”,
pensó Ben, divertido. “Así que esta chica entró en una empresa que se ha hecho mala
fama por robarse cuentas de publicidad, y le parece ‘curiosamente inocente’.” Su
nueva prima por adopción le iba a resultar muy valiosa.

La velada terminó porque Billy tenía que levantarse al alba a darles el biberón a los
mellizos. Gigi, demasiado pasada de revoluciones como para pensar en volverse a
casa, aceptó la invitación de Ben a tomar una copa.
-¿Adónde quieres ir? – le preguntó Ben -. Es una tontería que tengamos que llevar
los dos autos. Me hace sentir poco caballero.
-En esta zona no hay bares. El más próximo es el del hotel Bel-Air, pero jamás lo
encontrarías por tus propios medios – respondió ella, con aire de conocedora -. Hay
muy pocos letreritos indicadores, y es probable que no los veas. Sígueme. – Levantó
un brazo en gesto grandilocuente, señaló hacia adelante y subió orgullosa a su VW.
Luego de recorrer las sinuosas calles de Bel-Air, al parecer mantenidas ex profeso
poco iluminadas para que sólo los lugareños pudieran orientarse, se ubicaron en el
poco concurrido pero amplio bar del hotel más elegante de Los Ángeles, un bar donde
todo el año había fuego encendido en la chimenea. Tenía las paredes recubiertas con
boiserie oscura y banquetas tapizadas en cuero verde con tachas; un bar, en definitiva,
pensando para que pareciera el refugio de un caballero en un castillo inglés.
-¿Dónde vives? – le preguntó Ben. Gigi se había acurrucado en un extremo de la
banqueta, apoyada contra unos bonitos almohadones con borlas.
-En las colinas de Hollywood.
-¿En un departamento?
-Una casa pequeña – respondió ella, sin querer dar más detalles, pues no tenía
intención de comunicar las circunstancias de su vida a hombre alguno, sobre todo a
uno que acababa de conocer -. ¿Viniste aquí a violar las leyes de nuestro bello estado,
a taparlo de salones de belleza, casas de fotocopias y finas panaderías? Si ésa es tu
intención, te cuento que te ganaron de mano.
-Yo no construyo pequeños centros comerciales – contestó é con una risa -. Me
dedico a lo grande: esos donde hay sucursales de grandes tiendas, varios cines,
cadenas de supermercados, restaurantes…
-Infracción a las leyes y además saqueo.
-Exacto.
-Aplicando la teoría de que, si no lo haces tú, lo hará algún otro.
-Así es. Pero insisto en llegar yo primero.
-Qué placer conocer a un hombre tan sincero – comentó Gigi, en tono de fingida
admiración.
-Soy muy honrado. ¿No quieres que te cuente nada sobre mí?
-O como dice David, terminar primero con los asuntos íntimos.
-¿Quién es David?
-Un director de arte. Él y yo formamos un equipo creativo. ¿Te imaginas una
empresa que encierra a dos extraños el día entero en una habitación y espera que
juntos inventen una campaña maravillosa durante la última semana previa al inicio?
-¿Lo van a hacer?
-Eso esperan de nosotros. Yo tengo la sensación de que a lo mejor… quizá…
podríamos lograrlo. Cosas más raras se han visto en el mundo de la publicidad.
-Suena más divertido que resolver mi último problema – Ben Winthrop la estudió
con la mirada. Durante la cena, enfrascado en la conversación, no le había dedicado a
esa muchacha demasiada atención, pero no porque fuese inmune a su presencia. Era
un hombre que, con justo derecho, se consideraba experto en mujeres, y había

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convivido con algunas muy hermosas; a Gigi, no obstante, no lograba encajarla en
ninguna de las categorías que conocía.
Todas las mujeres, en su opinión, jugaban algún jueguito, pero Gigi aún no había
revelado el suyo. Sabía que estaba razonando como cínico, pero el hombre que no era
cínico en cuanto al sexo opuesto, no era cínico sino algo mucho peor. Esa chica no
estaba aprovechándose de su encanto, que ciertamente lo tenía; no estaba usando su
hermosura como haría cualquier mujer de igual belleza, y no parecía mirarlo con
segundas intenciones.
-¿Y cuál es tu último problema?
-Voy a tener que ejecutarle la hipoteca a mis primeros inquilinos, la familia Muller.
Mi empresa es locadora y constructora a la vez, y a veces se vuelve difícil representar
el papel del propietario. El Paraíso Infantil es una cadena de jugueterías que está a
punto de desaparecer debibo a la expansión de la cadena Toys “R” Us. No pueden
igualar los precios bajísimos de Toys, y la mercadería es prácticamente la misma. Yo
tengo un Paraíso Infantil en cada uno de mis centros comerciales, y soy amigo de sus
dueños, pero hace meses que ya no pueden pagar el alquiler.
-¿Cuántas sucursales con?
-Ciento dos. Mis centros comerciales son setenta y tres, pero además tienen casas
en otras zonas.
-¡Setenta y tres! ¡El amo de los centros comerciales!
-Cubro todo el país, y es un país grande. Siempre trato de edificar lo más cerca
posible de las zonas prósperas, de modo que mis inquilinos vendan en gran escala, y
yo pueda cobrar alquileres altos.
-¿En qué parte de Los Ángeles estás construyendo? – quiso saber Gigi. Los ojos de
Ben Winthrop le parecieron francos, indefensos. Sin embargo, también era cierto que
no revelaban nada que él no quisiera revelar, se dijo. Ben le hacía acordar a los
entrenadores de basquetbol que veía por televisión: cuando ponían la típica “cara de
partido”, la cámara no podía detectar en sus gestos ni el menor indicio de que
estuvieran satisfechos, o no, con el desempeño de sus equipos, ni siquiera una vez
terminado el encuentro.
-En estos momentos estamos construyendo en Santa Mónica, Culver City y Encino.
Después pienso extenderme hacia el norte y el sur, en terrenos que ya compré.
Gigi dejó escapar un silbidito
-Parecería una invasión. ¿Vienes en tren de amistad para con nosotros, los nativos,
o acaso sólo una especie que piensas observar desde lejos, el capricho de los dioses?
-Depende de las tarjetas de crédito que tengan.
-Ah. ¿Vienes del planeta Visa?
-En efecto.
-¡Qué grotesco!
-Y yo que creía que trabajabas en publicidad.
-Desde hace apenas dos días – protestó Gigi -. Todavía no aprendí a ser una
empresaria desalmada. ¡Mira que ejecutarle la hipoteca a una empresa que se llama El
Paraíso Infantil, y por encima me lo cuentas!
-Te advertí que era sincero. Los negocios son los negocios, por más que a uno no
le guste hacer ciertas cosas. Mira, te propongo que veas los bocetos del nuevo centro
que estamos levantando en Santa Mónica… es muy lindo. La municipalidad me
concedió la autorización para la compra del terreno y la construcción porque es tan
hermoso en lo arquitectónico. Si quieres, te lo muestro, así me redimo.
-Mañana no tendría tiempo ni de contemplar una carpeta recién descubierta con
bocetos de Leonardo Da Vinci. Tengo que dedicarme a Mares Azules y las mujeres
gordas el día entero, y también la noche, de ser preciso.

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-Serían apenas diez minutos y no mañana sino ahora. Los tengo en la habitación
del hotel… de este mismo hotel.
-Entonces, ¿por qué me dejaste creer que no sabías cómo llegar? – se indignó ella-.
Quieres redimirte, aseguras ser honesto, y no me contaste que te alojabas aquí.
-Parecías a punto de dirigir un ataque de la caballería… y me causaba placer
mirarte. Me gusta tu manera de ser, me atraen las mujeres emprendedoras. ¿Acaso es
un delito?
-Sí, sí, claro – masculló Gigi, sin dejarse impresionar.
-Discúlpame, por favor.
-Bueno, está bien. Te perdono, pero sólo porque te considero primo por adopción.
Fui demasiado impulsiva, pero te concedo el beneficio de la duda.

-He quedado muy impresionada – confesó, luego de estudiar largamente los


diseños -. Esto debe de ser lo mejor en el rubro centros comerciales. Pero
lamentablemente no va a tener una juguetería.
-Parecería que no, salvo que se instale allí Toys R Us, y con los altos alquileres que
cobramos, no lo creo posible.
Gigi se levantó y comenzó a pasearse lentamente por lujosa sala de la suite.
-¿El Paraíso Infantil nunca invirtió en publicidad?
-Localmente, pero no mucho.
-Hmm. Mira Ben, estos últimos meses tuve que ir a cinco festejos de recién
nacidos: uno de Billy, uno de Sasha y tres de las hermanas de Spider. Las invitadas
eran todas mujeres de muy buen pasar, del tipo de las que viven cerca de tus centros
comerciales. ¡Te juro que jamás había visto tales regalos!
A medida que hablaba iba caminando más de prisa, sacudiendo la cabeza al
recordar los excesivos obsequios.
-No sabía que existiera ropa de bebé tan maravillosa, y ropa para los tamaños
siguientes. También había una variedad de costosísimos juguetes y cosas que son más
para que disfrute la madre que para que jueguen los niños, como por ejemplo,
acolchados de cunita, silloncitos infantiles, cajas de música, jueguitos antiguos de té
para las muñecas. – Se detuvo y lo miró de frente. – Escucha lo que te digo: cuando
se abren los regalos, las mujeres siempre comentan lo difícil que es encontrar algo
especial para esas reuniones mucho más que para las despedidas de soltera. Esas
ocasiones son cada vez más frecuentes al haber tantas mujeres que tienen bebés, y
muchas en una etapa avanzada de la vida.
-¿Por qué será que tengo la sensación de que me estás conduciendo a una trampa?
-Así es. Escucha. En esas reuniones cada vez se advierte más la necesidad de
superarse unos a otros en el momento en que el invitado de honor abre los regalos.
¡Es terrible! Yo una vez perdí muchísimo tiempo buscando algo lindo para regalarle a
Sasha. Estaba desesperada. Por último encontré una librería especializada en libros
infantiles antiguos. Me compré todo el stock de obras tradicionales. Ahora ya tengo un
buen surtido para los próximos años, y no le cuento a nadie dónde los consigo, así no
me copian.
-Me impresionan tus sentimientos altruistas. Pero, ¿por qué no vas al grano?
-¿Me estás prestando atención? Bien. Comprendo que vivo en una zona donde todo
se hace a lo grande, pero es evidente que esta manía por los obsequios para bebés se
ha extendido a todos los barrios caros. Shaker Heights, Oak Forest, Brookline, La Jolla,
todos. ¿No te parece que hace falta una tienda que venda únicamente los mejores
artículos infantiles, en especial para que compren los abuelos?
-¿Los abuelos?

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-Eres soltero, Ben, y muy tonto. Los abuelos regalan las cosas de precios más
absurdos, porque cuando sus hijos eran chicos tuvieron que frenarse para no
consentirlos. Pero ahora ya no tienen esa preocupación. Además, los abuelos por parte
del padre son muy competitivos con los de la otra parte.
-Sigo sin verlo muy claro – comentó él, escéptico. Soltero o no, todos los años
gastaba miles de dólares en regalos caros para los bebés que sus primos lanzaban al
mundo a ritmo constante, como también en regalos para los numerosos ahijados que
le asignaban sus antiguos compañeros de Harvard. Tenía la sensación de que todas las
semanas había algún cumpleaños, y Navidad era una pesadilla. Una de sus secretarias
tenía permanentemente la misión de cumplir con los obsequios para niños, y vivía
quejándose de lo difícil que le resultaba.
-Quiero cambiar El Paraíso Infantil y convertirlo en un Escrúpulos para regalos
infantiles. Podría llamarse… El Altillo Encantado… sí, El Altillo Encantado. Habría que
buscar una decoración especial que hiciera juego con el nombre, cambiar toda la
política de comercialización, traer los más fabulosos papeles de embalar… es
fundamental encontrar el papel adecuado, para que se convierta en un símbolo… que
la tienda llegue a ser el lugar ideal para encontrar los regalos más originales, la Tiffany
de las jugueterías, y además sumarle antigüedades y ropa, de la clase que no se vende
en las grandes tiendas. Y una línea especial de regalos más pequeños, como los
sonajeros de Tiffany, por ejemplo, para lo que quieren gastar menos pero llevar
también algo de calidad…
-Hmm, no sé – titubeó Ben. En realidad, sí sabía. No bien la oyó hablar de
Escrúpulos para niños se dio cuenta de que la idea era genial, una mina de oro en
potencia, puesto que sus centros comerciales se hallaban en las zonas donde residía el
tipo de gente que podía comprar esas cosas.
-¿Por qué no? – se enojó Gigi, y lo miró con aire belicoso -. Dime una sola razón.
¿No dices acaso que eres visionario?
-Decirlo no cuesta nada, pero para que se concrete haría falta una inversión
mayúscula.
-Creo que no es tanto problema el capital como la ubicación. Si les das un tiempo
más a los dueños de El Paraíso Infantil… los Muller, hasta que se realice el cambio, no
van a tener que…
-¿Qué sacarías tú de ventaja?
-¿No te parece obvio? No tendrían más remedio que hacer publicidad; eso sería
parte del trato. El Altillo Encantado tendría que convertirse en cliente de FRB, y yo me
adjudicaría el mérito de haber llevado una cuenta nueva.
-¿Eso es todo lo que pretendes? ¿Estás segura?
-No quiero volver al negocio de venta minorista; no, muchas gracias, pero se me
ocurre que Billy podría estar…
-Gigi, yo jamás trabajo con socios.
-Dilo de nuevo.
-Que jamás trabajo con socios. Como disfruto con el riesgo, el capital lo voy a
poner yo, no voy a ejecutar la hipoteca, postergo el alquiler todo lo necesario, contrato
a un experto en venta al menudeo para que trabaje con la gente de El Paraíso
Infantil…
-¡Oh, oh, oh!
-¿A qué se deben esos lamentos?
-¡Vas demasiado rápido! Espera un minutito. No mencionaste nada sobre un posible
presupuesto de publicidad. Si no hay publicidad, no hay Altillo Encantado.
-¿Qué cifra tienes en mente? – Si no hubiese tenido años de experiencia en poner
una expresión imperturbable, tendría que haberse sonreído de la ingenuidad de Gigi…

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-Estee… estamos por pedir siete millones para tratar de vender un traje de baño
para un único tipo de mujer, no para todas las que van a la playa… y aquí hablamos de
una explosión de niños hasta preadolescentes, todos de clase alta, que tienen
cumpleaños y Navidades… a ver, déjame pensar… calcula una cadena de ciento dos
tiendas… yo diría que hay que invertir mucho más que eso en publicidad impresa para
imponer la identidad del cliente. Al fin y al cabo, Mares Azules ya tiene identidad, pero
El Altillo Encantado no. Sí, mucho más. Va a haber que publicar avisos en las revistas
caras, en las revistas locales, y no se puede evitar a las especializadas en temas para
padres y las de mujeres… Y ni siquiera estoy pensando en la televisión… digamos unos
doce millones para el primer año. – Contuvo el aliento.
-Yo diría… ocho. Mientras no se haya completado la metamorfosis total, habrá que
ir más lento en la publicación de anuncios.
-Pero, Ben, se obtienen muy buenos frutos.
-Al terminar el año, reconsidero la medida.
-No sé…
-Vamos, di lo que estabas pensando – la alentó Ben, riendo -. Total, de todos
modos lo vas a decir.
-¡Grandioso! – gritó de la emoción. Se desplomó en el sofá, abrazándose feliz,
sacudiendo las piernas en el aire, hamacándose repetidas veces. – A ver, un momento-
exclamó en medio de la manifestación de alegría -. No vas a cambiar de opinión, ¿no?
Trato hecho, ¿verdad? Démonos la mano.
-Sí, trato hecho. Venga esa mano. – Ella quizá todavía le pidiera un porcentaje de
las ganancias por ser la autora de la idea, incluso después de que sellaran el pacto
estrechándose la mano, pensó Ben; también podría ser que Billy o Spider se lo
aconsejaran, y él estaría obligado a reconocérselo. ¿A qué preocuparse por el
momento? Al fin y al cabo, a lo mejor la idea de El Altillo Encantado no cuajaba.
-Tomemos una copa para festejar, Gigi.
-No, honestamente tengo que irme a casa. No me había dado cuenta de que ya era
tan tarde.
-Te acompaño hasta el auto.
La suite de Ben quedaba bastante alejada de la entrada del hotel. Juntos
recorrieron los pasillos semiiluminados flanqueados por los famosos y bellísimos
arreglos florales que unían una serie de misteriosos patios con fuentes de agua. Al
entrar en el último, ambos sumidos en sus pensamientos, Ben se detuvo y atrajo a Gigi
contra su pecho. Ella lo miró llena de asombro.
-Querida prima adoptiva, eres toda una revelación – murmuró, se inclinó y le dio un
fuerte beso, y aun en ese breve momento sus labios transmitieron un innegable
potencial para la pasión. Gigi se puso tiesa en instantánea resistencia, y él en el acto la
soltó para que no necesitara apartarse. Craso error, se dijo enojado. ¿Qué lo había
llevado a cometer semejante imprudencia? Cierto era que ella lo había impresionado,
pero eso no justificaba su estupidez. ¡Él nunca se apresuraba! Por supuesto, no
volvería a ocurrir, pensó, orgulloso.
-Me gustaría visitar la agencia – afirmó con voz sin matices -. ¿Cuándo sería un
buen momento?
-Primero tengo que decírselo a ellos – respondió Gigi con similar tono neutro -. Aún
no lo había pensado.
-¿Me llamas mañana para avisarme? Voy a estar aquí después de las seis.
-Desde luego – aseguró, y se encaminó con premura hacia el hall, alejándose así
de la penumbra de los pasillos.
Cuando Gigi se marchó, Ben regresó lentamente a su habitación, cavilando sobre la
reacción que ella había tenido frente al beso. No cabía duda que había elegido mal el
momento, pero la reacción le pareció excesiva. ¿Sería una chica tímida? Si de algo

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estaba seguro era de que no había habido en ello nada muy personal. Estaba seguro
de haberle caído bien; de lo contrario jamás la habría tocado. Gigi Orsini era un
enigma que algún día iba a resolver, pero lo haría con tal paciencia y astucia,
planificándolo de manera tan invisible, que ella acudiría a él por su propia voluntad.
Quería que así fuera por haberse puesto tensa al sentir el roce de sus labios. Ninguna
mujer había reaccionado así jamás.
“Un beso”, pensaba en esos instantes Gigi, “un beso perfectamente natural, por
parte de un hombre que no sabe de la existencia de Zach, y me pongo como una
colegiala. Me sentí muy… conmovida… culpable, como si acabara de escapar del
peligro. Fue totalmente ridículo.” Ella no volvería a tener una conducta irracional.
Cuando subía a su cuarto por la escalera, eligió el antídoto perfecto: llamaría a Davy
para contarle la increíble noticia. Pese a que era tarde, y aunque lo encontrara
dormido, Davy era su compañero y debía ser el primero en enterarse.

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-Gigi, mi amor, no podemos seguir así. – La voz de Zach Nevsky tenía ese poder de
persuasión que infundía en los actores la libertad de alcanzar cumbres que ni ellos
imaginaban ser capaces de alcanzar. Su amor por ella le agregaba un matiz irresistible
a la profunda emoción de sus palabras; su voz se hacía ronca por la insistencia.
Un indeseado sentimiento de cautela aguijoneó el pensamiento de Gigi cuando aún
yacían entrelazados en la cama. Ella había estado inhalando, su nariz enterrada en el
pecho de Zach, es compleja infusión, ese sabroso brebaje masculino, tan particular en
él después de hacer el amor, y se sentía tan dichosa que le parecía estar flotando, sin
peso, expandiéndose célula a célula, adentrándose en un paraíso aromático, hasta que
las palabras de Zach rompieron el hechizo.
Ya había escuchado palabras similares antes, ya conocía ese tono de voz. Había
permitido que Zach la indujera, con su habilidad para convencerla, a seguirlo a
cualquier parte, a subir a la cima de una montaña, pese a que casi no sabía esquiar.
Habían tenido que bajarla de la montaña presa del terror y el llanto, sintiéndose
afortunada de sólo haberse quebrado una pierna. Si alguien en este mundo era
inmune a la tenaz persistencia, a la obstinada convicción, al carácter bondadosamente
autoritario de Zach Nevsky, a la profunda convicción que demostraba de saber mejor
que uno lo que a uno le convenía, ese alguien era Gigi.
-Zach, querido – respondió, tratando de ser razonable, prisionera entre sus brazos,
relajada, agradecida, plena, poseída de pies a cabeza -, hace apenas tres días que
empecé a trabajar en FRB. ¿Cómo voy a pedir una licencia? A menos que… bueno,
supongo que podría irme el viernes después del trabajo y volver el domingo a la
noche. Eso sería posible, si consigo vuelo.
Zach había vuelto inesperadamente a Los Ángeles al día siguiente de la cena de
Gigi con Billy, y se lo había encontrado en la puerta de su casa al llegar de la oficina.
Se habían presentado serios problemas de presupuesto en la etapa de la pre-
producción de su película épica (Kalispell), que obligaron a Zach a regresar con un
grupo de colaboradores para hablar con los directivos del estudio antes de que las
cosas se tornaran inmanejables. Al día siguiente, después de toda una jornada de
reuniones, tenía la intención de retornar a Montana con sus problemas resueltos y las
alforjas llenas de dinero.
-No estoy hablando de un fin de semana, Gigi. No soporto mi vida si estamos
separados. Cuando entraste esta noche y vi tu carita, supe desde el fondo de mi
corazón que tenías que renunciar a este nuevo empleo y casarte conmigo, así
podríamos estar siempre juntos. Nada de esta ridiculez de “esperar a ver qué pasa”. Es
una cuestión de supervivencia, Gigi. Estamos cometiendo una locura criminal, mi amor,
desperdiciando el tiempo que deberíamos pasar juntos, perdiéndonos algo
irreemplazable. – Se inclinó resueltamente sobre la cara inmóvil de su amada. Gigi
levantó sus ojos y miró el modo dominante en que su cabeza surgía de ese cuello
fuerte, la arrogancia de su nariz, temeraria y prominente, con el tabique roto, la
determinación de su boca exigente, y mentalmente se rebeló.
-Zach, ya hemos hablado de esto antes - dijo -. ¿Qué cambió?
-Mira, cuando me fui a Montana estaba tan entusiasmado con esta nueva película y
sus posibilidades que no me di cuenta de todo el tiempo que me iba a insumir, no
tomé conciencia de que el programa de filmación era de catorce semanas. No quería
darme cuenta que íbamos a estar separados de nuevo durante meses, pero ahora,
estar lejos de ti le quita la mitad de la gracia al proyecto de la película.

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-Deberías haber pensado en eso antes de tomar la decisión. El plan de rodaje no se
modificó; además, lo discutimos muchísimo. – Gigi trataba de que no se le notara el
fastidio en la voz, al tiempo que se alejaba un poco de él y se cubría las piernas con la
sábana.
Sonaba tan arrepentido, que Gigi se enojó más.
-Ya sé, querida. Todo es culpa mía, absolutamente mía. – No era justo que
insistiera en salirse con la suya, aunque admitiera los errores que había cometido.
-Tus últimas dos películas se rodaron en Nueva York y Texas – repuso, tranquila -,
y yo no pude ir. Nos veíamos los fines de semana cuando podíamos, o sea casi nunca,
porque tenías que trabajar todo el tiempo. Después tuviste la oportunidad de dirigir
tres películas aquí en Hollywood, pero preferiste hacer ésta.
-¿Por qué diablos no insististe para que no aceptara?
-¿Por qué no te vas a la mierda, Zach? ¡Ahora me vas a culpar a mí porque hiciste
lo que te morías de ganas de hacer! – Se separó por completo de él y apoyó un codo
en la cama.
-Tienes razón de estar furiosa conmigo. ¡Yo estoy furioso conmigo mismo, mi amor!
Pero podríamos tenerlo todo si no casáramos, ¿no te das cuenta?
-De lo que me doy cuenta es de que tú podrías tenerlo todo, Zach, y yo andaría
siguiéndote a todas partes. Cuando tu trabajo te dejara tiempo para mí, estaría a tu
disposición… si en el ínterin no me volviese loca.
-Vamos, ángel, no digas tonterías. Hay montones de cosas que puedes hacer allá.
Es el lugar más hermoso que existe. Podrías descansar, no hacer nada, tener amigos.
La esposa del productor es una mujer muy agradable; ella va a estar cerca… además
podrías conocer gente en la ciudad, podrías venir a verme trabajar. A lo mejor hasta
puedo conseguirte un puesto en el guardarropa, aunque no pertenezcas al sindicato.
Seguramente hay alguna manera de arreglarlo…
-¡Cierra la boca, Zach Nevsky! – Se sentó tan de golpe, que lo obligó a echarse
hacia atrás para no recibir un cabezazo en el mentón. – Lo que sugieres es humillante
y ¡deberías saberlo! No hacer nada… como si fuera una colegiala. Es increíble cómo
puedes pasar por alto el hecho de que tengo un trabajo acá.
-Ah, sí. La publicidad. ¡Gran cosa! – Zach se sentó en el borde de la cama; sus
palabras contenían un desprecio que no se molestó en ocultar. – Qué hermoso rubro
de trabajo. Sabes tan bien como yo que la publicidad es una forma legalizada de
engaño. Por Dios, nadie necesita la mayoría de las cosas que se anuncian. La gente
podría perfectamente seguir con el mismo coche cinco años más, tomar un whisky
cualquiera, usar una marca de papel higiénico común y corriente, y comprar la marca
de comida envasada más barata: todas tienen el mismo gusto espantoso. Por favor,
¿me vas a decir que realmente hay una clase de pilas que dura más que otra?
-Pareces un chico muy inteligente de doce años que acaba de descubrir el
marxismo – dijo Gigi con firmeza. No quería pelear, ella no había empezado, pero no
iba a permitir que la arrollara como una aplanadora.
-Tres días en la agencia y por Dios ya eres una conversa; más aún, la estás
defendiendo – dijo él con una sonrisa irónica frente al gesto obstinado de su novia -.
Este tipo Archie tuvo el tupé de decirte que era una forma de arte, y no lo mandaste a
pasear. – Zach se burlaba de ella desde el Olimpo, con la firme certidumbre de que el
cine y el teatro eran las únicas formas duraderas de arte en el siglo XX. – Tendrías que
haberle contestado con las palabras de George Orwell: “La publicidad es el ruido que
produce un palo que se sacude dentro de un tarro de inmundicias”.
-Zach, no nos vamos a poner ahora a discutir sobre las formas de arte – respondió
Gigi tratando de controlarse. Todavía no había tenido ni un minuto para contarle lo de
Mares Azules ni lo de El Altillo Encantado, pues no bien se encontraron, un incontenible
deseo los llevó a la cama. – Mira la hora. Cinco personas van a tocar el timbre dentro

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de unos minutos, y ninguno de los dos puede abrir la puerta desnudo. El arte es eterno
y la vida es corta, así que ponte los pantalones, querido.
-En realidad el dicho es así: “La vida es corta, el arte eterno, la oportunidad
efímera, la experiencia traicionera, el juicio arduo, así que ponte los pantalones,
querido”. – Zach sonrió, irónico. – Apuesto a que no sabes quién lo dijo.
-Ganaste – respondió Gigi, pensando que si no estuviera enamorada de él, no le
costaría nada odiarlo. Un hombre con una memoria fenomenal siempre encuentra la
forma de demostrar que tiene razón.
-Hipócrates. Es de una obra griega que dirigí en la escuela secundaria.
-¿El juicio es arduo, eh? Lo voy a recordar. ¿Qué me pongo? ¿A dónde vamos a
comer?
-Bueno… eh… aquí.
-No… - respondió ella con un suspiro de incredulidad.
-Corazón, son unas pocas personas, necesitamos conversar en privado. Un
restaurante no es una buena idea. Pastas, algo sencillo… No te va a llevar más de
cinco minutos con lo bien que lo haces…
-Zach, llegas inesperadamente, me llevas a la cama, me haces el amor dos o tres
veces, inicias una discusión fundamental sobre nuestro futuro y ahora quieres que me
ponga a cocinar para una multitud. ¿Me olvido de algo?
-Fueron sólo dos veces, en realidad – se apuró él a aclarar -, pero tienes razón,
vamos a comer afuera. Perdóname, querida. Es que cocinar es tan fácil para ti y… No
importa. ¿A dónde podríamos ir?
Gigi lo miró, haciendo un gesto negativo con la cabeza. Zach parecía realmente
abatido, su bello y musculoso cuerpo desnudo desplomado en el borde de la cama.
“Diablos”, pensó “¿por qué no?”. Pastas, unas botellas de vino. A ella le encantaba
invitar gente a comer, y hacía tiempo que no cocinaba para nadie. Zach tenía un duro
plan de batalla para el día siguiente. Había convocado a su equipo: su agente, el
productor, el asistente en jefe, el guionista y el editor de la película. Esa noche era un
consejo de emergencia antes de la confrontación con el estudio, y sin duda había que
alimentar a las tropas.
-Voy a preparar algo – le dijo -. Está bien, no me molesta. En realidad, me divierte.
– Calculó que tenía diez minutos para ducharse y ponerse un pantalón y una camiseta
antes de que sonara el timbre. Mientras se secaba, planeó una comida para siete
personas con las provisiones que tenía en casa, y para cuando colocó la hielera llena y
una serie de botellas y copas sobre la mesa del salón, ya había inventado un plato de
cabellos de ángel servidos con una salsa de atún en lata, arvejas descongeladas,
alcaparras, anchoas, aceite de oliva, perejil picado y cebollines. También había un
trozo de buen queso romano para rallar, verduras para una gran ensalada, pan italiano
y helado en el congelador. No iba a ser su menú más lucido, se dijo mientras sus
manos expertas se movían con destreza de la tabla de picar al abrelatas, pero llenaría
siete estómagos.

-Querida, ¿me das más fideos?


-¿Hay más salsa por ahí?
-Cariño, ¿a dónde fue a parar el resto del pan?
-Linda, ¿tendrás ajo en la cocina?
-Nena, ¿dónde pusiste el queso?
-Soy alérgico a las anchoas. ¿No hay una lata de salsa de tomate?
-Nena, ¿podrías traer otra botella de vino tinto?
-¿Alguien vio la salsa de chocolate?
-¿Te molesta si me fijo en la nevera si hay helado de frutilla?

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-Necesitamos más fideos en esta punta de la mesa.
-Cariño, ¿quedó algo de ensalada?
-Me vendría bien un plato limpio.
-¿Alguien vio la salsa de chocolate?
-¿No había helado de frutilla?
-Querida, ¿puedes traer el coñac y unas copas?

-Gracias, Gigi. Fue una cena encantadora, aunque te hayas olvidado del ajo y no
hubiera helado de frutilla. Fue muy amable de tu parte haberte ocupado de servir
mientras nosotros discutíamos acaloradamente esas cosas de adultos que son
demasiado complicadas para que las entiendas. Muy amable de tu parte no haberte
enojado porque te tratáramos como a una camarera incompetente o atolondrada. Muy
amable de tu parte en no advertir que ninguno de los presentes recordaba bien tu
nombre, que te decían, linda, nena, querida. Muy amable de tu parte que no te
molestara el hecho de que estuviésemos demasiado ocupados con nuestro importante
asunto, que no podíamos decir “gracias” ni “por favor” – Gigi se dijo entre dientes,
mientras iba y venía del salón a la cocina tratando de volver a poner todo en orden.
-¿Me hablas a mí? – preguntó Zach, que caminaba de un lado a otro, tan ansioso
en vísperas de la batalla que no podía estarse quieto.
-No, hablo sola, no más.
-¡Qué grupo de gente estupendo! ¿No te parecieron geniales? – Su expresión era
entusiasta, radiante; sus ojos oscuros, su boca carnosa, su piel tersa, su energía
positiva.
-Estupendos – asintió ella.
-No va a ser siempre así, querida. No vamos a tener que desperdiciar tiempo
preocupándonos por problemas económicos, aunque nunca se los puede dejar de lado.
Pero esa excelente disposición que tenían todos, ese espíritu de grupo, todos
trabajando juntos, apasionadamente, rebosantes de pasión… ¡te va a encantar!
Gigi se detuvo con una apila de platos sucios y se dirigió a él.
-¿A dónde, exactamente, me va a encantar?
-Vamos, mi amor – Zach dijo impaciente -, en Montana. Sabes que vas a venir
conmigo. ¿Por qué mierda te empecinas tanto? Pese a que eres una chica inteligente,
a veces te vuelves un poco tonta, ¿lo sabías?
-Ni siquiera me has dado la oportunidad de contarte qué está pasando en mi
trabajo – dijo Gigi, todavía sosteniendo la pila de platos.
-Bueno, a ver…
-De ninguna manera. No es cuestión de que me escuches a punta de revólver.
-No es que no me interese – protestó Zach -. Estoy seguro de que todo lo que
haces en publicidad es brillante; pero Gigi, eso aquí no importa, ¿no te das cuenta?
Está absolutamente claro que vas a ser más feliz conmigo, así como yo soy feliz
contigo – dijo con su voz más engañosa y persuasiva -. Mira, amor, ¿acaso esta noche
no nos dimos cuenta de un montón de cosas? Podría ser así todo el tiempo. Tendrías la
oportunidad de verme trabajar, de estar en el set conmigo todos los días, cada minuto,
cuando quisieras. Podrías estar en todas las reuniones, como hoy, y ver cómo trabajo…
-¿Podría… sentarme a tus pies? – La voz de Gigi era tranquila; su pregunta
contenía la dosis justa de calma para no ser exagerada.
-Bueno… en realidad… tendrías que estar casi todo el tiempo entre bambalinas.
Hay una especie de zona exclusiva para el director y los actores, pero yo trataría de
conseguir que te dejaran pasar…
-Siéntate.

47
-No puedo, estoy demasiado ansioso – respondió Zach, moviéndose como un
guerrero, un príncipe, un mecenas, un soberano, tan consciente de sí mismo, de su
propio potencial, que no notó el desusado tono apagado de voz de Gigi.
Ella abrió las manos y dejó caer la pila de platos, que se estrellaron contra el piso
de cerámica.
-¡Siéntate!
-Dios, ¡qué lío! Déjame ayudarte.
-¡Siéntate de una maldita vez, Zach Nevsky! ¡Deja los fideos, la salsa y los platos
de mierda!
-Gigi, pobrecita, estás agotada – dijo él, divertido y preocupado a la vez -. Vamos,
corazón. Te voy a llevar a la cama, que es donde tendrías que estar.
La levantó con facilidad y la transportó al dormitorio, sin importarle las patadas y
codazos que ella daba para soltarse. La recostó sobre la cama pese a que se sacudía
con todas sus fuerzas, cautiva entre sus fuertes brazos. Silenció sus protestas con un
beso tras otro, sin dejar que sus labios formaran una sola palabra, aunque ella trató,
frenética e inútilmente, de apartar la cara. Completamente superada en la lucha, Gigi
sintió que Zach le quitaba los jeans y la ropa interior, a pesar de las patadas que ella le
lanzaba movida por una furia incontrolable. Uno de los brazos de Zach la aprisionaba
contra la cama; con su otra mano él cubrió uno de los pechos, acariciándolo con
rítmica presión, como si estuviera tratando de tranquilizar a un animalito excitado. La
respiración de Zach se aceleraba al sentir la forma femenina debajo de la delgada tela.
El forcejeo se volvió más intenso cuando ella intentó evitar el contacto de su mano,
pero Zach, cada vez más excitado, deslizó sus dedos por debajo de la tela y capturó
uno de sus senos, aferrándolo con fuerza; el contacto se hizo más firme y preciso a
medida que los dedos se deslizaban en busca del suave pezón. Apuñalado por el
deseo, él lanzó un gemido y apretó el pepe contra el muslo femenino. En ese
momento, ella sintió el rápido movimiento de la mano que soltaba el pezón para bajar
el cierre de la bragueta. Trató de gritar, pero él la invadió la boca con su lengua. Gigi
entonces se la mordió con alma y vida.
-¡La puta madre! ¡Eso me dolió! – exclamó Zach, lleno de sorpresa y rabia; un poco
de sangre le manchaba la comisura de los labios. Se incorporó, todavía sosteniéndola.
-¡Suéltame! – gritó Gigi.
-¿Por qué me mordiste? – recriminó él, enojado.
-¡Porque estabas a punto de violarme, hijo de puta! – Ella jadeaba de furia.
-¿Violarte? No te engañes. Lo deseabas. Te morías de ganas. Necesitas una buena
encamada para deshacerte de ese humor podrido. Quieres que te preste atención.
¿Crees que no sé por qué estuviste insoportable toda la noche? Yo tenía que hacer la
reunión, y no dejaste de fastidiarme en ningún momento. – La soltó, se levantó y la
miró con odio.
-Qué idea equivocada tienes de mí – lamentó ella con más dolor que asombro, con
un rencor profundo -. Lo único que ves es a ti mismo, grande como el Sol y el doble de
luminoso. Todo existe en función de Zach Nevsky, desde mis intereses hasta mis
sentimientos. Todo lo que puedo ser y soy es un reflejo de tu gloria.
-¡No es verdad! Nos amamos. Eso es lo importante.
-Era importante – dijo Gigi, casi para sí misma. Su voz era como un trueno y sus
párpados semicerrados escondían la conmoción de un relámpago en sus ojos. – Traté
de que esta relación fuera lo más importante de mi vida, y durante un tiempo lo fue,
pero… ya no es posible. Mi vida no puede depender exclusivamente de tu persona, ¿no
te das cuenta? No voy a dejar que suceda. Cuanto más tiempo estamos juntos, peor
es. Finalmente entendí que estar juntos es imposible. Con esto que acabas de hacer,
con lo que dijiste… arruinaste todo, Zach.

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-Por favor, Gigi, no te pongas melodramática. – Un dejo de temor tiñó el rostro de
Zach. – Tomas una pequeñez, una mala noche, y la conviertes en un asunto
importante. ¿Qué quieres que haga? Sólo dímelo. No te voy a pedir más que dejes tu
maldito trabajo… Lo voy a tomar en serio, que Dios me ayude, aunque me mate… Voy
a prestar atención a tus necesidades… a ser sensible y comprensivo, a estar atento y
toda esa estupidez, Gigi. Te lo juro. ¡Voy a cambiar!
-No te creo. No me inspiras confianza porque eres hipócrita y mentiroso. – Se
levantó de la cama y fue hacia el armario. – Quiero que te vayas y no vuelvas más.
Nunca más – dijo, impertérrita, al tiempo que le arrojaba el suéter y el abrigo. – No te
molestes en llevarte las llaves, porque voy a cambiar la cerradura. – Salió de la
habitación, cruzó la sala y se detuvo junto a la escalera, esperando que él se
marchara.
-No seas imbécil, Gigi. No hemos terminado la conversación – gritó Zach.
Ella se dio vuelta y lo fulminó con una mirada tan firme que fue como una barrera
metálica entre ambos.
-Ya no vives más aquí – le dijo con voz potente.
-Idiota… Cómo puedes ser tan estúpida… - gruñó él en voz alta cuando se dirigía
vacilante hacia la escalera -. Sólo porque tuviste que preparar una cena de porquería…
-Vete. Vete antes de que lo empeores.
-No puede ser peor – rogó él haciendo notar su anhelo.
-Vete. ¡Vete!
Sólo después de que se hubo marchado brotaron lágrimas desgarradoras en sus
ojos, pero en ningún momento cambió la decisión que él la había obligado a tomar.

No era frecuente que sus asuntos jurídicos llevaran a Josh Hillman a Nueva York;
por eso, cada vez que estaba en Manhattan, se hacía la obligación de almorzar con los
abogados con que trataba desde larga distancia, para compensar los meses de
comunicaciones telefónicas y postales.
Ese día, precisamente el día en que Gigi y David presentaban a Archie, Byron y
Victoria sus ideas para la campaña de Mares Azules; el día en que Zach Nevsky
intentaba sacarles más dinero a los renuentes directivos del estudio; el día en que
Sasha Hillman iría a la despedida de soltera de la hija de un socio de su marido, Josh
Hillman se hallaba en el comedor privado del estudio Wescott, Rosenthal, Kelly y King.
Algunos de los socios más jóvenes también habían sido invitados por sugerencia de
Josh a Bill Wescott, ya que le convenía conocer a quienes probablemente trabajarían
con él en el futuro.
La conversación era deliberadamente serena e intrascendente. Josh estudiaba a los
jóvenes abogados, no para medir sus aptitudes profesionales – pues de no haber
tenido una inteligencia excepcional no estarían en ese cuarto -, sino su carácter. En los
años por venir necesitaría saber a ciencia cierta hasta qué punto era decente cada uno
de ellos.
Los temas iban de la pesca con mosca a las islas tropicales, de Ronald Reagan a la
lenta construcción de la Trump Tower, de la crianza de los perros a la educación de los
hijos, del mercado bursátil a la vida sentimental de los jóvenes presentes. Josh
intervino con interés pero sin revelar nada personal, salvo su debilidad por la raza Skye
Terrier. Estaba allí para observar, escuchar y absorber.
Kent Rosenthal y Bill Wescott felicitaron a uno de los muchachos, Tom Unger,
evidentemente un favorito, por su reciente compromiso.
-Creíamos que nunca se iba a casar – le comentó Kent a Josh.

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-Traté de presentarle a la sobrina de mi esposa pero no le interesó. Según él, tenía
el corazón destrozado – comentó Mike Kelly con pesar -. Y después va y encuentra a
Helen.
-Era verdad. Lo tenía destrozado, o por lo menos, seriamente averiado – protestó
Tom Unger -. Cuando corté con Sasha, no salí con nadie durante casi un año.
-¿A eso le llamas constancia? – preguntó Kent Rosenthal.
-Fue el período más largo que pasé sin salir con mujeres desde los catorce años.
-Tom es nuestro romántico incurable oficial – agregó Bill Wescott, sonriente -.
Todos los estudios de abogados necesitan uno, pero uno nada más.
-¿Sasha qué? – preguntó Josh. Su corazón se aceleró al oír el nombre.
-Sasha Nevsky. – Unger hizo un gesto de tristeza. – Helen, mi prometida es una
chica genial y va a ser una esposa magnífica, pero soy el primero en admitir que no es
Sasha. Sasha era única.
-¿En qué sentido? – inquirió Josh como por casualidad.
-Bueno, no es importante. En realidad es historia antigua.
-Vamos, Tom. Ya todos sabemos eso de que Sasha era única, una en un millón.
Puedes contárselo a Josh – dijo Mike Kelly, burlándose de la reticencia de su amigo -.
Él vive en Hollywood, o sea que nada lo asusta.
-Está bien… Ahora que conocí a Helen me parece imposible, pero esa bellísima
criatura, Sasha, me tenía totalmente hechizado. El problema era que siempre había
dos tipos más en su vida al mismo tiempo, y no lo ocultaba. Ni siquiera intentaba
disimularlo. Ella se llamaba a sí misma “La Gran Prostituta”. Lo decía abiertamente, con
orgullo. En serio, se reía en mi cara… y hasta me desafiaba a que me atreviera a
protestar. Había algo casi… puro en su actitud, en su franqueza.
-¿Y no le recriminabas nada? – preguntó Josh.
-Sí, seguro. Era una situación horrible, pero la aceptaba. Los otros también. Sasha
tenía una forma muy particular de hacer que los hombres olvidaran sus derechos
territoriales. Y por el modo en que reclamaba esa libertad, como podría hacerlo un
hombre, era imposible pedirle que cambiara. Dios sabe que lo intenté, sin éxito.
Supongo que podría alegar demencia pasajera. Por otro lado, todavía me pregunto si
no tendría razón. Quizás una mujer sin ataduras debería gozar de libertad total. Pero
ustedes son demasiado machistas para tolerarlo.
-Tom es nuestro adalid de los derechos civiles – dijo Mike Kelly, riéndose de buena
gana.
-¿No querías casarte con ella? – insistió Josh.
-A ella no le interesaba el matrimonio. Fue mejor así. Ahora estoy con Helen.
-¿Qué fin tuvo ella?
-Eso es lo más extraño. Un día desapareció y nunca más la vi. Ni una nota ni una
despedida. Espero que sea feliz, dondequiera que esté. Qué mujer… fantástica.
-Te dije que era un romántico incurable – acotó Bill Wescott -. ¿Un coñac, Josh?
-No, gracias… Bueno, señores, ha sido un placer, pero tengo que emprender el
regreso…

-Gigi, parece que no hubieras dormido en tres noches. ¿Seguro que estás bien para
la presentación? – se preocupó David Melville al verla enfundada en una camiseta
negra dentro del pantalón de corderoy también negro y tan viejo como las gastadas
botas del mismo color. Para él, Gigi tenía el aspecto de un huérfano del siglo XVIII
metido a aprendiz de deshollinador, salvo por el contemporáneo par de anteojos
ahumados. Estaba pálida y se notaba que no había hecho ningún esfuerzo con su pelo;
ni siquiera se había molestado en pasarse un peine, y sus desordenados mechones
caían sobre sus facciones cansadas. No traía su habitual rosquilla del Bagel Central, el

50
puesto de autoservicio de comidas donde los empleados de la agencia se congregaban
a toda hora y de donde frecuentemente sacaban algunas de sus mejores ideas
mientras charlaban y chismorreaban con la excusa de un panecillo o una fruta.
-Pasé una muy mala noche, malísima. Seguramente fue algo que comí. Estoy
cansada, no más.
-No quieres reconocerlo, pero son nervios. Tuvimos demasiado tiempo para
preocuparnos de antemano. Si hubiéramos podido hacer la presentación ayer, en
caliente, con el material recién salido del tablero… Pero no. Estaban muy ocupados
trabajando con otros creativos. ¡Qué mierda!
-No estoy preocupada – dijo Gigi con voz apagada -. No me importa en lo más
mínimo. Si les gusta, bien y si no, también. La vida continúa.
-Ah, genial. Así que eres de las que se refugian en el “no me importa un comino”,
cuando en realidad lo que te pasa es que no soportas la tensión. – Su voz tenía un
tinte levemente acusador. – Viva nuestra “Miss Autocontrol 1983”.
-Piensa lo que quieras.
-¿Te ayudaría un Valium?
-¿Qué me va a hacer?
-¡Calmarte un poco la ansiedad, para empezar! – dijo, pasándose la mano por el
pelo oscuro y alborotado.
-Tómatelo tú, Davy, que te hace falta. – Le alisó el pelo con gesto distraído.
-Ya me tomé uno. Vamos, Gigi. Van a entrar en el salón de conferencias en
cualquier momento. No te vas a dejar puestos los anteojos oscuros en la presentación,
¿no?
-Tengo una infección rara en los ojos. Estoy horrible.
-Ay, pobrecita. La tensión se te va a los ojos, ¿eh? A mí me sale urticaria. Escucha,
aunque no les guste el material que preparamos para Mares Azules, cosa que es
imposible, se van a volver locos con lo del Altillo Encantado.
-Sí, sí – respondió ella, sin entusiasmo.
-De frente, ¡marche! – ordenó él, con aire militar.
-De acuerdo…
-Por Dios. Me sentiría mejor si me hicieras la venia.
-Está bien – Le hizo un desganado saludo y agregó un “señor” de compromiso.
-Preferiría no habértelo pedido.

-Chicos, ha sido todo un éxito. – Archie se paró de un salto, exaltado, en el


momento mismo en que Gigi y David terminaron de exponer una media docena de
ideas para Mares Azules, ilustradas con bocetos de David.
-Si con este material no conseguimos la cuenta, no la conseguiremos con nada – se
sumó Byron, lleno de entusiasmo -. ¡Felicitaciones!
-Lamento aguarles la fiesta – intervino Victoria Frost -, pero en su deseo de
engatusar a las mujeres gordas para que crean que la obesidad tiene algo de lindo, no
han hecho resaltar los puntos que quiere el cliente, los motivos por los cuales esas
mujeres compran sus trajes: su famosa tela elastizada y reforzada, el corte de corpiño
patentado y la amplísima variedad de tallas. Eso es lo que es Mares Azules, no una
imitación barata de Sofía Loren.
“¡Qué pedante y audaz es la pequeña señorita Orsini!”, pensó Victoria, con aire de
desprecio. Archie y Byron se habían empeñado en contratar a una persona totalmente
inadecuada, tal como lo cupo ella desde el primer momento. No tenía nada en contra
de las mujeres atractivas que trabajan de creativas, pero había algo en Gigi que le
cayó mal desde el principio, algo que emanaba de su actitud sobrada, de su falta de
admiración por el poder y la posición de Victoria, de su inmerecida autoconfianza

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basada solamente en su insolente juventud; esa juventud pura y omnipotente que se
la ilusión de tener el mundo sus pies. Ya aprendería, pero mientras tanto había que
dominarla. Lamentablemente Gigi se daba perfectamente cuenta de que esos tres
bobos, Byron, Archie y David, estaban al menos un tanto enamorados de ella.
-Todos sabemos eso – dijo David, interrumpiendo el breve silencio que había
seguido los comentarios de Victoria -. Pero estamos buscando algo diferente.
Queremos inquietar a esas mujeres para que vayan a comprar acuciadas por la
curiosidad, con la mente abierta. Queremos que los avisos les den un incentivo como
para que vayan a buscar las etiquetas de Mares Azules, que contienen toda la
información técnica. No queremos hacer un aviso cargado de texto para un producto
de modas.
-Estás equivocado, David – lo corrigió Victoria -. Te estás dejando llevar por la
oportunidad de hacer unas lindas fotos, tratando de vender la espuma en vez del
jabón. Los trajes de Mares Azules no son “moda”; más bien son fajas para nadar. Esto
no lo podemos usar para la presentación al cliente. Mares Azules está buscando un
socio de comercialización, no un Francis Ford Coppola.
-Perdón – intervino Gigi -, pero todos los puntos que acabas de mencionar están en
los avisos que ellos ya publican, Victoria. Si estuvieran conformes, no estarían
buscando otra agencia.
-Cuando se tiene tanta experiencia como yo, se aprende que nunca hay que
preguntarle a un cliente por qué está pensando en cambiar de agencia. Generalmente
es por cuestiones que no tienen nada que ver con la campaña, por algún asunto de la
compañía, de su política interna. Pero uno trata de usar el sentido común cuando
quiere ganar una cuenta. No se dejan deliberadamente de lado los puntos más
importantes.
-Victoria – dijo Archie -, el material de David y Gigi es tan fresco y tentador que
dan ganas de morderlo. ¿Por qué no le tenemos confianza?
-Es algo distinto, Victoria, novedoso, algo que va a captar la atención. Hace años
que Mares Azules está en el mercado y todo el mundo ya está harto de los corpiños
reforzados. Esas palabras por sí solas son suficientes para desanimar a cualquiera –
dijo Byron indignado -. ¡Esto es jugoso!
-Los trajes de baño para gordas no pueden ser algo “jugoso”, Byron – le informó
Victoria con una pequeña mueca despectiva -. Ni tampoco una gorda puede ser
“sensual”.
-¿Eso dónde está escrito? – inquirió Gigi, poniéndose de pie de un salto, furiosa,
con una indignación que la hizo olvidar su alma destrozada y la existencia de un ser
llamado Zach Nevsky - ¿Dónde mierda está escrito?
-Te recuerdo, Gigi, que esto es una presentación – la regañó Victoria sin
miramientos -, no una riña callejera.
-No me vengas con eso. Sigues hablando de “gordas” cuando nosotros usamos la
palabra “abundantes”, y eres tan condescendiente que seguramente en el fondo de tu
corazón piensas que ni siquiera debería permitírseles nadar. Y para peor, prefieres ir a
lo seguro y darle al cliente lo que tú piensas que quiere. ¡Si esto es la publicidad, me
equivoqué de trabajo!
-Yo diría que sí – articuló Victoria con cuidado -. Tal vez deberíamos volver a ver lo
que prepararon Kerry y Joan, y el de John y Lew. Gran parte de ese material no era
nada malo. En mi opinión lo rechazamos demasiado pronto. O quizá podamos
encargarlo a una comisión de FRB, si es que Gigi y David no encuentran la manera de
arreglar su trabajo.
-¡Victoria! – Byron la miró incrédulo. – A Gigi la contratamos para hacer
exactamente este tipo de trabajo. ¿Qué te pasa?

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-¿Por qué no mantenemos esta pequeña discusión en privado, Byron? Creo que
puedo pedirles a Gigi y David que se retiren. – Seguía tranquilamente en su asiento
haciendo como que buscaba algo en su bolso, sin prestar atención a Gigi y David.
-Yo no he terminado – sentenció Gigi -. Y no soy una niña a la que das permiso
para levantarse de la mesa.
-Gigi… - intentó interceder Archie.
-No me voy a ir, Archie. Davy yo vamos a hacer los cambios necesarios a los
anuncios de Mares Azules.
-¿Sí? – preguntó Archie, sorprendido por la rápida capitulación.
-No es para tanto – respondió Gigi encogiéndose de hombros al tiempo que se
calmaba. Había que saber retirarse a tiempo, y aunque no sabía bien qué era eso de la
comisión de FRB, le tenía una gran desconfianza. – Hay otro asunto a tratar antes de
terminar. Hace dos días inicié un nuevo negocio con Ben Winthrop, el zar de los
centros comerciales. Logré que me prometiera una cuenta de ocho millones de dólares
por una campaña destinada a crear la imagen para una cadena de jugueterías llamada
El Altillo Encantado.
-¿Iniciaste un nuevo negocio? – exclamó Victoria, atónita -. ¿Y puedo preguntar
quién te autorizó?
-Yo misma, señorita Vicky.
David quedó boquiabierto. Archie y Byron se paralizaron al oír el tono descarado y
agresivo.
-Y si tienes algún problema al respecto, señorita Vicky – continuó Gigi -, me puedo
llevar los ocho millones de dólares de la cuenta de El Altillo Encantado guardados en
un bolsillito, y buscar otra agencia que acepte la cuenta y valore mi trabajo. La cuenta
es mía, y va donde vaya yo.
-Ah, sí. Qué emprendedor de tu parte. Me pregunto por qué nunca oí mencionar
esta cadena de jugueterías. ¿No será que se trata de algo que acabas de inventar?
-A decir verdad, sí – respondió Gigi con las manos en la cadera.
David no podía entender cómo el deshollinador se había transformado en un pirata
en cuestión de segundos.
-Nunca oíste hablar de esa cadena – continuó Gigi – porque, por el momento, son
un centenar de jugueterías en quiebra llamadas El Paraíso Infantil, la mayoría de ellas
ubicadas en los centros comerciales de Ben Winthrop. Él piensa hacer una fuerte
inversión, mantener los locales, emprender una nueva comercialización, los va a
redecorar enteros y los quiere promocionar como el equivalente de Escrúpulos, con
algo de Tiffany’s para regalos infantiles, un lugar donde se podrá encontrar lo último
en juguetes y ropa desde bebés hasta preadolescentes.
-Así que en realidad no existe la cuenta El Altillo Encantado, ¿verdad? – saltó
Victoria -. Y mucho menos de ocho millones de dólares. Está todo en la etapa de
proyecto, ¿no? Antes de necesitar publicidad tienen que reorganizarse, renovar el
stock, invertir una fortuna… Y no tienes ninguna garantía de que lo vayan a hacer ¿no?
Aun en el caso de que se concretara, faltan muchos meses, un año o más. Eso no es lo
que anunciaría como negocio alguien que tuviera un poco de experiencia.
-Tengo la anuencia de Ben Winthrop. – Gigi sonaba más segura de sí misma que
nunca.
-¿Y cuánto vale eso exactamente? ¿Lo puedes llevar al Banco?
-Si para ti no es suficientemente sólido, dilo – se encolerizó Gigi -. A mí me basta.
-Ben Winthrop – Victoria pronunció el nombre sílaba por sílaba -. Es pariente de tu
madrastra, ¿no es así? Debes agradecerle esta oportunidad pura y exclusivamente al
nepotismo, si es que se da, lo cual es dudoso.

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-Estoy segura de que sabes muchísimo más de nepotismo que yo – respondió Gigi-,
o por lo menos eso es lo que me dijo Ben cuando me informó sobre tus antecedentes,
señorita Frost. – Gigi se sentía renovada como si hubiese dormido perfectamente.
-Odio tener que interrumpir esta amable charla, señoritas, pero, ¿no podrían
dejarla para otro momento? Todos tenemos trabajo por hacer – dijo Archie,
desesperadamente.
-He terminado por el momento – anunció Gigi, indiferente a la consternación
reinante en el cuarto -. Vamos, Davy. Te invito a almorzar.

-¿Cuánto tiempo vamos a tener? – le preguntó Gigi a David varios días después, al
bajar del coche en el hotel Beverly Wilshire en donde los directivos de Mares Azules
habían reservado dos salas de reuniones, una para las presentaciones y otra para
conferenciar en privado. Detrás de ellos entraron Victoria, Archie y Byron. – Dijeron
una hora y media como máximo. Pero nosotros entramos justo después del almuerzo.
Eso significa que ya han visto dos presentaciones esta mañana, almorzaron y todavía
no tuvieron tiempo de cansarse. Es la hora ideal.
-Entonces, ¿van a ver cuatro presentaciones en total, una después de la nuestra?
-No sé. Tal vez hayan citado a cuatro agencias más para mañana, o ayer. O quizá
tengan programadas tres para esta tarde… Nunca se sabe.
-¿Esto es como tratar de ingresar en un club estudiantil masculino? – Toda la
atención de Gigi estaba centrada en los detalles de esa nueva experiencia, distinta de
cualquier otra que hubiese tenido, en un esfuerzo por dominar el pánico.
-¿Tengo aspecto de miembro de un club estudiantil?
-No. ¿Y yo? – Gigi había elegido su vestimenta con la esperanza de demostrar que
tenía un espíritu creativo y a la vez tenía conciencia de la importancia del cliente, o
más bien, la importancia de toda la industria de los trajes de baño. Había elegido
algunas prendas de Prince de los catálogos de Escrúpulos Dos, una lánguida falda de
lana verde que se ensanchaba en el ruedo, una blusa de finas rayas verdes y blancas,
con botones plateados y cuello con reminiscencias del Tirol, un chalequito de terciopelo
rojo que llevaba desprendido y cinturón plateado. Esa mañana, a último momento,
había agregado un vistoso par de botas vaqueras de lagarto color rojo, que la hacían
más alta.
-Pareces un personaje salido de La Novicia Rebelde cruzado con Shane.
-Por Dios, no se me había ocurrido pensarlo – se horrorizó ella.
-No, no. Está perfecto. A todo el mundo le encantó La Novicia Rebelde. Da mucha
seguridad. Es un golpe subliminal. Ni siquiera Victoria te reprochó nada cuando te
vestiste así para el ensayo. ¿Te parece que mi único traje está bien?
-Estás igualito a Gregory Peck; absolutamente hermoso.
-Tú también, Gigi, querida. Preciosa. – “Sería capaz de ir a una presentación todos
los días”, pensó, “si eso me diera la oportunidad de decirle preciosa y querida sin que
haga un gesto diabólico de asombro.”
-¿Cuándo nos van a informar lo que resuelvan? – inquirió Gigi por décima vez en la
semana.
-Esa es otra cosa que no podemos calcular, querida – respondió él como ya lo
había hecho otras diez veces, sabiendo que estaba tan distraída que no había notado
el segundo “querida”. – Se van a tomar su tiempo para anunciar quién se queda con la
cuenta. Puede ser hoy, mañana o dentro de dos semanas. Sea cual fuere el resultado,
la noticia va a viajar a la velocidad de la luz.
-Hay algo profundamente siniestro en todo esto.

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-Nadie puede tratar de ganar una cuenta de siete millones de dólares sin sufrir. Es
el precio que se paga para entrar en el juego. Es sádico, pero apuesto que todas las
actividades tienen pequeños rituales igualmente crueles.
-Escrúpulos Dos no.
-Pero ésa era una empresa de familia…
-¿Te parece que deberíamos rezar?
-Los congregacionalistas no rezamos para tener éxito en los negocios, creo.
-¿Qué son los congregacionalistas?
-Una especie de protestantes universales renovadores pero moderados. Amamos a
todo el mundo, Gigi, especialmente a ti – dijo David con fervor.
-¿Este ascensor no funciona, o qué? – preguntó Gigi impaciente, al tiempo que
Archie, Byron y Victoria los alcanzaban en el lobby. Archie y Byron lucían impecables
con sus trajes de Armani; Victoria, con un estilo más recatado que de costumbre,
llevaba un traje azul marino liso, perfecto, que podría haber sido cortado por el propio
Balenciaga si él no hubiese optado, en la cumbre de su carrera, por retirarse dado que
las pocas mujeres que consideraba dignas de su talento habían dejado de existir.
El equipo, sin molestarse en simular una conversación, llegó a la sala de reuniones
del tercer piso en el cual debía instalarse. Victoria fue recibida en la puerta por una
respetable mujer de unos cuarenta año que se presentó como Jane Fairbrother,
secretaria ejecutiva del señor George Collins, presidente de Mares Azules.
-Pónganse cómodos – dijo Jane Fairbrother con una sonrisa agradable pero
infinitamente impersonal -. Los señores van a llegar un poquito tarde. ¿Desean un café
o un té? ¿No? Hay jarras con agua en su mesa. Avísenme si necesitan más.
Gigi estudió la sala. En un extremo había sillas para el público, y en el otro, una
mesa sencilla con cinco sillas, y un atril a cada lado.
-No bebas más que un sorbo de agua – le susurró Archie al oído -. No te cura la
boca pastosa, y no quiero que te levantes para ir al baño en medio de la presentación.
Victoria se sentó en la silla central, flanqueada por Archie y Byron, mientras que
Gigi y David, con sus enormes portafolios de cuero en los que guardaban
cuidadosamente los anuncios preparados para la ocasión, se sentaron en los extremos.
Después de una corta espera, entró un grupo de personas. Victoria se puso de pie
para hacer las presentaciones.
Primero, pasaron los tres hermanos Collins, dueños de Mares Azules: Henry, John y
George, el hermano mayor y, evidentemente, el más importante. Luego fue el turno
del director de comercialización y el director de publicidad con sus respectivos
asistentes. En el momento en que los tres hermanos tomaban asiento en la segunda
fila, tres señoras mayores, sobriamente vestidas, hicieron lo propio en la última fila.
Eran, evidentemente, las secretarias de los tres hermanos, ya que cada una llevaba un
bloc de estenografía y un lápiz. Victoria les hizo un amable saludo con la cabeza, pero
no las conocía, y ninguno de los hermanos se molestó en presentarlas.
Gigi pensó que los hermanos Collins contrataban a sus secretarias pensando en la
eficiencia o bien se las contrataban sus esposas por una cuestión de seguridad. Según
se advertía, los tres hermanos tenían entre treinta y treinta y cinco años, y cada uno, a
pesar del marcado aire de familia, representaba un tipo distinto de moreno apuesto. E
impasible. Jamás había visto tal falta de expresión: ni amistosa ni hostil ni aburrida ni
expectante, vacía de todo, salvo por la atención constante de esos ojos oscuros que
casi no pestañeaban.
Sus caras permanecieron en blanco mientras Victoria ponía a prueba toda su
capacidad explicando cómo Frost, Rourke y Bernheim, junto a sus hábiles
investigadores y su departamento de medios provisto de tecnología de punta, era la
firma mejor calificada para realizar la promoción de Mares Azules. FRB trabajaría codo
a codo con la empresa anunciante, radicada en San Francisco, y cualquiera de los

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socios de la agencia estaba dispuesto a tomar el primer avión ante la necesidad de
ocuparse hasta del detalle más pequeño. En suma, FRB era la agencia ideal para una
compañía como Mares Azules.
Estuvo impresionante, precisa, firme y cordial, pensó Gigi. Nunca había visto a esa
Victoria Frost, y sintió deseos de aplaudir cuando su jefa tomó asiento. George Collins
le agradeció lacónicamente.
Archie y Byron hablaron en segundo y tercer lugar, y se ocuparon de otros
aspectos de la historia de FRB, tales como su experiencia en Nueva York, la juventud y
fortaleza de la agencia, su innovador manejo de las cuentas que había obtenido en el
último año y su actitud de ponerse a disposición de los hermanos Collins con toda su
capacidad creativa. Mencionaron el trabajo creativo de Gigi para el catálogo de
Escrúpulos Dos, y los tres premios Belding otorgados a David por su trabajo creativo.
Ambos fueron tan convincentes como Victoria; sus diferentes personalidades se
combinaban en una unión tan ideal, que Gigi se sorprendió de no haberse incorporado
a la agencia la primera vez que se lo solicitaron. Seguramente en la entrevista con ella
había actuado con un nivel de intensidad menor que el que reservaban para los
clientes potenciales.
Cuando ya Byron iba terminando, Gigi bebió lentamente un sorbo de agua ansiando
tener un cubito de hielo para poder chupar. Sentía los labios pegados y la boca seca. Si
por lo menos estuviera sentada al lado de Davy, él podría haberle sostenido la
sudorosa mano debajo de la mesa.
Trató de concentrarse únicamente en los clientes, mirando a los hermanos en
busca de alguna señal, un mínimo detalle que revelara al menos una partícula de
interés, algo que los diferenciara de un grupo de sordomudos amables, pero no
encontró otra cosa que dignidad, solemnidad, atención imperturbable y un nivel de
pulcritud y elegancia que superaba por mucho el aspecto de Arch y By. Los trajes, las
camisas, las corbatas, los zapatos, los cortes de pelo, y hasta las uñas eran más que
perfectos, más perfectos – si tal cosa fuera posible – que la distinción y elegancia
cultivadas por su propio padre, Vito Orsini.
Bella figura. Al surgir en su mente las palabras en italiano, instantáneamente supo
que los hermanos Collins eran de ascendencia italiana. Ningún empresario
norteamericano por cuyas venas no corriera sangre italiana derrocharía el tiempo, el
dinero y la atención necesarios para tener el aspecto que ellos tenían. Mostrar una
bella figura al mundo, sin importar qué ocurriera por dentro, era una tradición italiana
que se extendía desde los nobles a los campesinos. Ella había visto a un padre
mantener la bella figura cuando era el hazmerreír de todo Hollywood, cuando tenía
deudas en todas partes y apenas podía subsistir gracias a los créditos… Cuando Archie
le dio un codazo en las costillas, se dio cuenta de que Byron acababa de decir: “Ahora
Gigi Orsini y David Melville, nuestro equipo creativo, les mostrarán los avisos que
hemos preparado”.
Gigi se puso de pie, ligera como una flecha alejándose del arco. David debía
ocuparse de las gruesas láminas de cartón, y ella de convencer a los clientes ya que él
estaba a cargo de la parte artística y ellas de los textos. Pero antes, pensó Gigi
temblando de entusiasmo, un poco de orgullo nativo. Esos tres hermanos eran tres
jóvenes Vito Orsini, y no la asustaban en absoluto. Ni un piccolo poco.
-Mi nombre – dijo lenta, y orgullosamente, mirando a George Collins directo a los
ojos – es Graziella Giovanna Orsini.
George Collins parpadeó. John Collins parpadeó. Henry Collins parpadeó. Gigi vio
que hasta las secretarias intercambiaban una miradita. David la observó con asombro,
pero ¿qué podía saber un congregacionalista sobre la importancia de ser italiano?
En los quince minutos siguientes, Gigi les mostró una docena de anuncios que
incluían todos los puntos exigidos por Victoria, en el estilo intimista propio de Gigi y

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que iban acompañados por los dibujos que hizo David de una mujer que, aunque no se
podía decir que fuera huesuda, no estaba más de cinco kilos por encima del peso ideal
de una modelo, una mujer de formas levemente redondeadas, atractiva, idealizada y
aceptable para Victoria Frost.
Los anuncios eran buenos, pero no fantásticos. Gigi lo sabía y David lo sabía. Eran
mucho mejores que los que Mares Azules estaba usando, pero no sobresalían. Cuando
terminó, observó a los hermanos Collins y vio que los hombros de George se encogían
en un movimiento prácticamente imperceptible. Casi podía oír su pensamiento
desdeñoso: “¿Y…?” Gigi era capaz de leer el lenguaje corporal italiano al instante, y se
dio cuenta de que él había evaluado los anuncios y no los consideraba nada
excepcionales. No estaban mal, pero tampoco lo entusiasmaban.
Gigi miró a David y le hizo el guiño acordado. Él se dio vuelta y abrió el cierre del
segundo portafolio. Gigi le mostró al auditorio uno por uno los avisos que ella y David
habían ideado en un principio, y en ningún momento se volvieron para mirar en
dirección a donde estaban sentados los demás miembros de la agencia.
Cada anuncio era una foto de una hermosa ex modelo cuyas formas habían
adquirido más abbondanza de la que habían imaginado en un principio. Estaba, sin
dudas… excedida de peso, hasta muy excedida según los parámetros de cualquier
mujer, y sin embargo, de alguna manera, a ella los kilos le quedaban bien; su cuerpo
era firme, torneado y misteriosamente agradable. En uno se veía a la feliz y voluptuosa
modelo saliendo de la piscina y tomada del brazo de un vaquero muy atractivo, que iba
vestido y no ocultaba sentirse fascinado. El texto rezaba: “¡Sumérgete en la
abundancia del agua!”. En el otro, el vaquero y la modelo se hallaban inmersos con el
agua hasta los hombros, abrazándose, riendo y mirándose a los ojos. Debajo se leía:
“¿Estás contento de verme o es sólo mi abbondanza?”.
Se hizo un silencio en la sala cuando Gigi finalizó. George Collins le dio las gracias.
-¿Nos disculpan mientras pasamos a la otra sala? – agregó, dirigiéndose a Gigi.
-Prego – respondió Gigi. Prego, una de las pocas palabras en italiano que le había
enseñado su padre, la palabra tan útil que nunca se la puede usar mal, la palabra
significa tantas cosas, desde “invito yo” a “por supuesto”, “disculpe”, “de nada” o
“como no”.
Gigi sintió, más que vio, que a sus espaldas Victoria le lanzaba rayos mortales con
los ojos.
-Ya hablaremos de esto en algún otro lugar – le dijo Archie con voz quebrada.
Archie, Byron y Victoria permanecieron sentados en total silencio. Gigi y David
guardaron, con innecesaria lentitud y minuciosidad, las fotos en los portafolios, sin
atreverse a cruzar las miradas por temor a reaccionar con un ataque de risa, ya que no
les quedaba nada que perder.
La puerta que comunicaba las dos salas se abrió y toda la gente de Mares Azules
retornó y volvió a ocupar sus asientos, con excepción de una de las secretarias, que se
sentó al lado de George Collins.
Con una gran sonrisa, George señaló a su asistente.
-Quiero presentarles a mi madre, la signora Eleanora Colona – anunció -. Todos
trabajamos para ella. ¿Mamá?
-Me gusta su trabajo – dijo la mujer, al tiempo que se ponía de pie y paseaba la
mirada por los miembros del equipo de FRB. No bien comenzó a hablar, fue evidente
su profundo magnetismo. – A mis dos hermanas también les cayó muy bien su trabajo-
agregó, dándose vuelta para indicar a las dos mujeres que permanecían sentadas en el
fondo. – A mis hijos, también. Yo soy la creadora y dueña de la patente de la taza del
corpiño y de la tela reforzada, y ustedes son la única agencia que entendió que no son
para mujeres delgadas. No hay necesidad de esperar para comunicarles que la cuenta
es suya. Bienvenidos a Mares Azules.

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-Grazie mille – dijo Gigi, en vista de que todos los demás parecían haber perdido el
habla. Esas eran otras dos de las palabras que sabía en italiano.
-Prego, Graziella Giovanna – repuso la señora mayor, dedicándole una sonrisa muy
personal -. ¿Sabías que éramos italianos? ¿Lo averiguaron con su famoso
departamento de investigación?
-No; me di cuenta cuando vi la bella figura de sus hijos – contestó Gigi.
-Entonces, ¿por qué te vestiste con los colores de la bandera italiana, Graziella
Giovanna?
-Soy… supersticiosa – respondió de prisa, para salir del paso -. Mi padre, Vito
Orsini, siempre decía que eran los colores de la suerte.
-¿Y tu madre? ¿También es italiana?
-No, irlandesa. También bandera verde y blanca, pero con naranja.
-Ah, eso explica el color de tu pelo.
-No, signora Colona. Es por el agua oxigenada.
-Tú vas a venir a San Francisco. Hay demasiados hombres en la oficina. Yo tengo
unos buenos hijos, Giorgio, Enrico y Gianni, todos maravillosos, pero tendría que haber
tenido una hija. Mis hermanas y yo te mostraremos nuestros nuevos diseños para usar
tus ideas. Tienes estilo. Nada de abbondanza, pero mucho estilo.
-Grazie, signora Colona. Será un placer.
-Prego, Graziella Giovanna – dijo y tomó las manos de Gigi -. Espero tu visita con
ansias. Te llamaré mañana y acordaremos la fecha. Tal vez puedas pasar la noche con
nosotros y conocer a mis nietos. También todos varones. Eh, ¿qué se le va a hacer?
Alrededor de ellas la gente de Mares Azules estrechaba las manos de Archie, Byron,
Victoria y David, riendo y hablando felices después de la tensión a que habían estado
sometidos, pero en derredor de la signora Colona y Gigi había un círculo de respeto
que todos instintivamente acordonaron a la jefa del clan y a la muchacha que ella
claramente había señalado de entre los miembros de Frost, Rourke y Bernheim.

58
5
El primer día de Gigi en FRB, Victoria Frost estaba sentada en su oficina sin siquiera
probar la ensalada de frutas que le había traído Polly; seguía enojada pensando en
Archie, Byron, Gigi y el carísimo almuerzo que estaban comiendo en ese mismo
instante. ¿Cómo se atrevían a contratar a una nueva redactora que no contaba con la
aprobación de ella? ¿Cómo se atrevían a llevarla a almorzar como si la publicidad fuese
una fiesta y no hubiese trabajo urgente que hacer?
Le había dicho a Archie, después de que dos equipos creativos fallaran, que debía
hacerse tiempo de alguna manera, en especial limitando su agotadora vida social, que
debía encargarse del trabajo él mismo. Nadie había dicho que la redacción de avisos
de trajes de baño debía estar a cargo de una mujer. Pero Archie se libró de un trabajo
que no se sentía preparado para realizar y ahí apareció Gigi. Ni siquiera era una mujer;
no era más que una tonta, una mocosa engreída que pensaba que un poco de suerte
en el negocio de los catálogos le abría las puertas a la publicidad, aunque no tuviese
conocimientos o experiencia. Era obvio que los socios de Victoria habían perdido el
juicio.
La joven tenía esa clase de encanto que menos le gustaba a Victoria y que más
atraía a los hombres, esos tontos predecibles. ¿No veían acaso que era una imagen
lograda a través de un cuerpito sexy, el pelo teñido de rojo, demasiado rímel y un
buen humor salvaje? Lo único que le agradaba de Gigi era el traje. Era fácil darse
cuenta de que era una creación de Prince, por el corte y por la calidad de la tela; pero
era un desperdicio en esta criatura extravagante que seguramente se sentiría más
cómoda usando jeans. Casi no podía creer que a Gigi la había criado Billy Ikehorn,
alguien que si algo tenía era buen gusto. Cuando todavía vivía en Nueva York,
recordaba Victoria, y Escrúpulos aún no había cerrado, ella compraba ahí la ropa de su
estilo, tal como su madre, que tenía un estilo muy diferente, pero igual de
discriminatorio.
Sí, ella y su madre, Millicent Frost Caldwell, eran totalmente diferentes, pero a
ninguna de las dos se la contentaba con poco.

Lo último que quería Millicent Frost en el mundo era un hijo, y, a los veintiún años,
estaba tan dedicada a su trabajo de redactora que lo único que podía darle a su hija
era un nombre de resonancia histórica, un nombre de reina, lo que su madre no había
hecho con ella al ponerle el nombre de su tía favorita. La llamó Victoria, con el
consentimiento indiferente de su marido, Dan Frost, para quien un niño era un
estorbo, al igual que para ella.
Los Frost se casaron muy jóvenes, como se acostumbraba en el clima conservador
de 1951, y Victoria nació demasiado rápido, sólo un año más tarde, lo que obligó a la
enojada madre a tomarse diez días en el trabajo en una agencia de publicidad
bastante grande, Jack Abbott & Partners, donde tenía la reputación de ser la mente
joven más interesante y original de la agencia. Era sin duda una joven en ascenso y
estaba dotada de un carisma que manejaba sin esfuerzo alguno y que estaba formado
por pura energía cinética y un encanto natural, y ocultaba hábilmente lo que Millicent
sabía era un grado excesivo de ambición. Era una rubia pequeña y vivaz, de exquisita
belleza, y tenía la cualidad de resultar inofensiva tanto a los hombres como a las
mujeres. Millicent mantuvo el carisma hasta en el momento del parto; lo mantuvo
incluso en el fastidio de perder tiempo entrevistando posibles niñeras; y el doble de

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carisma la acompañó en el regreso triunfal al trabajo. Victoria quedó al cuidado de una
joven resuelta y confiable de Zurich, llamada Lori Shaefer.
Lori hizo de Victoria una niña ordenada, obediente y saludable que hacía quedar
muy bien a la niñera cuando los padres la visitaban unos minutos cada noche antes de
irse a algún cóctel o una cena. Dan Frost era un ejecutivo de cuentas de una agencia
importante, y una vida social activa era parte de su trabajo.
Los Frost se divorciaron cuando Victoria tenía dos años. Dan se fue a Chicago y
luego a Milwaukee. Los cheques que enviaba eran cada vez menos frecuentes, hasta
que dejó de enviarlos y Millicent tuvo que cargar con la responsabilidad económica de
la educación de su hija. Por suerte, a los veinticuatro años, el rápido ascenso en
Abbott, donde era vicepresidenta a cargo de todo el grupo de redactores, le permitía
seguir contratando a Lori, a una mujer por horas para la limpieza, y también pagar un
jardín maternal privado para Victoria e ir una vez por semana a arreglarse el pelo a
Saks.
Lori seguía trabajando para Millicent Frost, cuyo éxito aumentaba sin cesar. Pero un
día, cuando Millicent tenía treinta y un años, Lori la tomó por sorpresa cuando sacó
todos sus ahorros del Banco y volvió a Suiza en busca de un marido, que bien se
merecía.
-Te va a encantar ser pupila en la escuela, mi amor – le aseguró Millicent a Victoria,
que aún no podía creer que Lori se hubiera ido.
-¿Por qué no puedo quedarme acá? Me gusta mucho mi escuela – suplicó la niña.
Tenía diez años, era muy alta, casi tan alta como su pequeña y elegante madre, y era
flaquísima; tenía rasgos simétricos y pelo largo castaño. No era linda, Millicent lo sabía
muy bien, pero sin duda tampoco era fea. Ni linda ni interesante, sólo una educada
niña de diez años – quizá con una inusual dignidad en su porte – con las posibilidades
normales de cualquier niña de diez años, que Millicent debía explotar al máximo.
-Acá nunca vas a tener amigos de tu nivel, no puedes hacer equitación, no puedes
aprender bien francés, hace años que el Central Park no es un lugar decente para que
juegue una niña, tus fines de semana no están organizados como cuando estaba Lori,
nadie supervisa tus actividades. Victoria, por Dios, nunca podrás estar a la altura de
tus capacidades si no vas a una escuela de primer nivel.
-¿A la altura de qué?
-Mi amor, lo vas a pasar muy bien. Ojalá yo hubiese tenido tus mismas
oportunidades – insistió Millicent Frost.
Aunque no entendiera por qué, Victoria iba a ir al carísimo internado de Nueva
Inglaterra, donde a Millicent le había costado mucho hacerla entrar. Indudablemente,
la niña era muy grande para tener una nueva institutriz, porque con los años Lori se
había convertido en más que una niñera, pero era muy joven para quedarse en casa
como una ama de llaves, si es que era posible encontrar una persona indicada cuando
ya no había tanta oferta de jóvenes europeas.
Millicent trabajaba todo el día. Cuando Victoria tenía seis años se había pasado a
Doyle, Dane, Bernbach, la mejor agencia en ese momento, donde era una de los varios
vicepresidentes. Tenía una vida social ininterrumpida que giraba en torno a sus clientes
y era un elemento inevitable en su trabajo. Simplemente no tenía tiempo para ayudar
a una niña con las tareas escolares, arreglar para que se quedara a dormir en casa de
las amigas, u ocuparse de que tuviera ropa limpia para la escuela al día siguiente. Le
resultaba grotesco de sólo pensarlo.
Victoria Frost se fue a la escuela cerca de Boston y al mejor campamento de
verano de Maine. En los feriados escolares y en las semanas que mediaban entre la
finalización de clases y el comienzo del campamento, si Victoria no se quedaba en casa
de alguna amiga, Millicent siempre encontraba simpáticas estudiantes universitarias

60
que necesitaban trabajar en las vacaciones y que estaban dispuestas a mantener a su
hija ocupada y entretenida.
Millicent nunca faltaba al “Fin de semana de los padres” de la escuela y del
campamento, nunca se olvidaba de encargarle a la secretaria que mandara hermosos
regalos para el cumpleaños de Victoria, y se hizo famosa por los banquetes de Acción
de gracias y Navidad que contrataba y a los que invitaba a todos sus viejos amigos de
afuera de la ciudad. En esas fiestas, su hija, aunque silenciosa, siempre estaba en
primer plano. Otras mujeres de Doyle, Dane, Bernbach querían imitar a Millicent Frost
en su excelente combinación de maternidad y carrera, a juzgar por la compostura de la
joven y alta Victoria, que había aprendido a ocultar tan bien el odio que sentía hacia su
madre que nadie más que ella lo notaba.
Antes de que Lori volviera a Suiza, Victoria estaba satisfecha con su relación con la
institutriz por lo que aceptaba sin muchos cuestionamientos el culto de la “madre
perfecta” que Lori profesaba al ver cuánto trabajaba la señora Frost sin un hombre que
la cuidara. Por un tiempo, Victoria estuvo muy ocupada adaptándose a la vida de su
excelente escuela y no pensaba en su madre, pero pronto se dio cuenta de cuánta
atención recibían sus compañeras por parte de sus madres: las afectuosas cartas, las
largas conversaciones telefónicas.
De vez en cuando Victoria también recibía alguna carta breve y apurada que su
madre le había dictado a la secretaria como respuesta a las dos cartas semanales que
las alumnas debían escribir a sus familias. Pero, al visitar a sus compañera y observar
con envidia su vida familiar, Victoria tomó conciencia de una dolorosa realidad: aunque
ninguna otra niña tenía sus actividades supervisadas con tanto cuidado y detalle como
ella a lo largo de los años, Victoria se sentía casi abandonada por la única persona a la
que no se le podía pagar para que pasara tiempo con ella.
Victoria nunca habló de esto con nadie. Poco a poco absorbió la idea y la fue
incorporando a su esencia a medida que pasaba la pubertad y entraba en la
adolescencia. Todo lo que poseía venía de su madre: los caros vestidos de fiesta y el
uniforme de la escuela, las entradas de ballet y de teatro, las clases de navegación, las
horas de equitación, las almohadas a cuadritos rosas y verdes con volados del cuarto
recién redecorado. Todos los detalles de su educación privilegiada los habían pagado
los brillantes logros de su madre.
Por supuesto, Victoria sabía que esto no era suficiente. Sin ninguna expresión de
amor maternal, con una madre que no quería pasar tiempo con ella, nunca sería
suficiente. Era imperdonable, inexcusable, hoy y siempre.
En el otoño de 1968, cuando Victoria acababa de cumplir dieciséis años y estaba en
cuarto año de la secundaria, Millicent Frost, que a los treinta y siete años lucía igual de
joven que diez años antes, se sorprendió a sí misma y a todos lo que la conocían al
enamorarse perdidamente de un hombre nueve años menor que ella, Angus Caldwell,
una de las mayores promesas de BBD & O. a los veintiocho años, a Angus lo
consideraban el supervisor de cuentas más seductor en un negocio en el que ningún
hombre, especialmente si está en contacto con clientes, puede Caldwell era un hombre
de un innegable encanto, un hombre alto y elegante, el hijo de generaciones de
ganaderos escoceses, rubio de pies a cabeza, un hombre de piel áspera y pecosa, de
pelo sedoso que le caía sobre la frente, un hombre de ojos grises y oscuros que no era
consciente de su atractivo, cuyo encanto consistía en la indecisión de su sonrisa, que
era al mismo tiempo tímida y melancólica, y en su aspecto de niño grande. Angus
Caldwell, sin embargo, era tan ambicioso como Millicent, un hombre que se había
hecho un lugar en el mundo, que había heredado la decencia, el amor por los libros y
la habilidad de inspirar confianza en todos los que lo conocían. El amor de Millicent era
retribuido, la diferencia de edad no importaba, y aunque hacía pocos meses que se
conocían, decidieron casarse lo antes posible.

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Millicent hubiese preferido que Victoria no estuviera en la boda. A su parecer,
Victoria era una joven muy linda, muy “buena moza” como decían antes. Era alta y
esbelta; su piel era de una claridad inmaculada, de un tono cremoso y no amarillento;
tenía diáfanos ojos marrones con pestañas oscuras y larguísimas y cejas también
oscuras. Todo el dinero que Millicent había gastado en Victoria podía verse. Se felicitó:
había creado una aristócrata.
Pero Victoria era una joven de dieciséis años de madurez perturbadora. El toque de
dignidad que resultaba encantador en una niña de diez años le daba ahora un aire de
madurez que a Millicent no le agradaba, especialmente en ese momento tan romántico
de su vida. Victoria tardó varios años en convertirse en una verdadera joven; había
salteado la etapa de la torpeza. Sus dientes nunca necesitaron aparatos, nunca dio
muestras de holgazanería ni de la torpeza adorable y natural que se espera de una
adolescente. A los ojos críticos de su madre, tampoco poseía gran atractivo. Además
de la altura, tenía una presencia fría y contenida, y un aplomo que le quitaba la dulce
frescura que Millicent creía tener derecho de esperar de una joven con una educación
tan costosa. Aristócrata o no, Victoria simplemente carecía de encanto, se dijo Millicent
y pensó, con un suspiro de decepción, que la mejor piel y el mejor pelo del mundo no
podían igualar el valor de un toque de encanto. Ni siquiera usaba el don de sus
maravillosas pestañas: casi no parpadeaba cuando miraba a la gente.
Sin embargo, Victoria tenía que estar en la boda, aunque fuese plena época de
exámenes, o la gente se preguntaría por qué no estaba junto a su madre en la
ceremonia religiosa que habían planeado rápidamente pero cuidando todos los
detalles, sin dejar de invitar a todas las personas importantes de la avenida Madison.
Por suerte, entre los vestidos de fiesta que le había comprado a Victoria para los bailes
de la escuela, había uno adecuado, un vestido corto de terciopelo verde con un saco
corto brillante haciendo juego.
Victoria tenía un examen el sábado a la mañana, así que tenía el tiempo justo para
cambiarse, tomar el avió en Boston y llegar a Nueva York para la ceremonia. Millicent
hizo los arreglos para que un chófer la esperara en el aeropuerto y la llevara a la
iglesia de San Bartolomé en Park Avenue para conocer a Angus antes de la boda.
El avión llegó media hora tarde; Victoria, nerviosa, se disculpó; había llegado justo
a tiempo para dirigirse al altar delante de su madre, que había retrasado la boda lo
más posible. Angus las esperaba con calma, con el pelo rubio y algo largo bien
peinado, y los oscuros ojos grises apacibles pero ansiosos. Miró a Victoria, se inclinó y
tomó los dedos nerviosos y temblorosos de la joven en sus grandes y cálidas manos.
Los sostuvo con fuerza, fijando su amable mirada en los sorprendidos ojos de Victoria,
levantó una ceja con aprecio, sonrió con timidez y le hizo un pequeño guiño. Luego se
unió a la novia. Durante la ceremonia Victoria no pudo quitar los ojos del rostro de
Angus Caldwell. Se había enamorado perdidamente de él a primera vista; su primer
amor, su único amor, un amor que su mente solitaria sabía que duraría toda la vida.

Angus y Millicent Caldwell renunciaron a sus respectivas agencias en cuanto


volvieron de la breve luna de miel y formaron su propia agencia, Caldwell & Caldwell. A
sólo un día de anunciar la sociedad, Angus recibió una llamada de Joe Devane, un
viejo amigo dueño de Oak Hill, una empresa alimentaria mediana que había fundado
hacía diez años. Hasta entonces, Ogilvy & Mather habían manejado la cuenta de Oak
Hill pero, ahora que Angus tenía su agencia propia, Devane quería transferir la cuenta,
con la promesa de Angus de que siempre manejaría la cuenta personalmente, sin
importar cuánto creciera Caldwell & Caldwell.
Desde el primer día, los éxitos de Angus y Millicent parecían sucederse casi sin
esfuerzo alguno. Una cantidad sorprendente de creativos de las agencias grandes les

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enviaban currículums con sus mejores trabajos en una carrera por ser parte del equipo
de Caldwell desde el comienzo. Empezaron a ganar grandes cuentas sin siquiera
solicitarlas. La unión de sus talentos y ambiciones parecía preparada a la perfección
para enfrentar los nuevos desafíos y problemas. Se trataba de una verdadera
estampida, igualada sólo por el éxito de Wells, Rich, Green varios años antes.
Cuando un año y medio después Victoria terminó la escuela, Caldwell facturaba
setenta millones de dólares anuales y tenía más de cien empleados. Victoria mandó
solicitudes a tres universidades de renombre y la aceptaron en dos. Como regalo de
graduación, Millicent planeaba regalarle un viaje a Italia, pero Victoria quería quedarse
en Nueva York.
-Lo único que quiero es un trabajo de verano en la agencia.
-Pero, Victoria, eso no sería un regalo. Además, los chicos a los que les damos esos
trabajos están dispuestos a trabajar como esclavos todo el verano, hasta los fines de
semana si hace falta.
-Yo también, mamá. Por favor, déjame intentarlo. Es lo que más quiero.
-No y no. No sería justo para quienes realmente necesitan el trabajo.
-¿Y el verano que viene? – suplicó Victoria.
-Mira, Victoria; es un honor que quieras trabajar. Pero trabajaste mucho en tu
último año de escuela y es hora de que te diviertas. A tu edad yo hubiese dado todo
por un verano como el que vas a pasar. Las chicas como tú deben pasar el verano
enriqueciendo su vida social y cultural. Además, si te diera el trabajo me acusarían de
favoritismo, y eso no tiene que pasar.
Pero tampoco, pensó Millicent Caldwell, podía tener a una hija de dieciocho años
viviendo tres meses en el mismo apartamento que ella y Angus. ¡Eran casi recién
casados! ¿Victoria no se daba cuenta de que quizá su madre quería estar a solas con
su marido, sin una adolescente pesada que eche todo a perder? No, no se daba
cuenta. Los hijos, sean chicos o grandes, nunca se detienen a pensar en esas cosas.
El verano siguiente, Victoria lo pasó con una familia de jockeys en la campiña
inglesa, y el siguiente en Grecia. Después Millicent la envió a Francia a estudiar en La
Sorbona y se aseguró de que pasara el verano paseando por Italia. Nunca pasaba más
de dos o tres noches seguidas en el piso de la madre. Volvía para Navidad y Acción de
Gracias, pero los demás feriados los pasaba en casa de alguna amiga donde era mejor
recibida que en casa de Millicent.
Después de graduarse Victoria consiguió una pasantía de verano en Hill Associates,
una agencia menor que la tomó en parte por su relación con Caldwell & Caldwell.
En Hill Associates Victoria hacía mandados, preparaba el café y mandaba cartas.
También observaba, escuchaba, absorbía y recordaba todos los detalles sobre el
funcionamiento de una agencia. Hablaba cuanto podía con quienes tenían tiempo de
hablar con ella. Por supuesto muchos se detenían a hablar con ella y le daban toda la
información que quería cuando se enteraban de quién era, detalle que ella mencionaba
con toda la modestia posible. Al finalizar el verano, le pidió trabajo a su madre.
-Victoria, no seas ridícula – dijo Millicent Frost Caldwell -. No tienes dotes artísticas
y nunca tuviste aptitud para la escritura. En general fuiste una muy buena alumna,
pero la publicidad requiere un toque especial, un no sé qué. Si lo tuvieras, te habrías
destacado en Hill y lo habrían notado. Te habrían ofrecido un trabajo fijo cuando
terminaste la pasantía.
-Es una agencia chica y no me necesita. Mira, mamá, sé que nunca voy a ser
redactora o directora de arte. Soy consciente de mis limitaciones.
-¡Qué alivio! Entonces, ¿qué quieres hacer en la agencia?
-Sé que con el tiempo sería una muy buena ejecutiva de cuentas.
-¿Hablas en serio?

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-Tengo las aptitudes necesarias – dijo Victoria con una confianza tan fuerte que no
necesitaba apoyarse en el tono o la persuasión -. No soy creativa, pero me llevo bien
con los creativos. Aprecio el trabajo que hacen y lo respeto.
-Pero, Victoria…
-Mamá, por favor no me interrumpas, déjame terminar. Cualquiera que entienda a
los creativos puede aprender a ser ejecutivo de cuentas. Tiene que ser alguien que
atienda los intereses de los clientes, que los analice con inteligencia y los comunique
con claridad a los creativos. Al mismo tiempo tiene que evitar herir a los creativos
cuando les rechazan las mejores ideas.
Millicent alzó la cabeza, sorprendida. Victoria estaba totalmente en lo cierto sobre
los ejecutivos de cuentas.
-Se trata – continuó Victoria – de ser un intermediario confiable, organizado, que
preste atención a los detalles, con el que todos se lleven bien. Voy a necesitar
preparación y práctica, pero es lo que más quiero hacer. Soy joven, pero no lo parezco
tanto y me gustaría empezar pronto como ejecutiva de cuentas, de alguna cuenta
pequeña. Siempre dices que la publicidad es un negocio para jóvenes. A mi edad ya
eras redactora y tenías un bebé. En realidad a los veintidós ya me mantenías con tu
trabajo. Toda mi vida hice lo que quisiste, mamá. Ahora tienes que darme una
oportunidad. Quiero ganar mi propio dinero, tener mi propio apartamento y vivir mi
propia vida.
-Victoria, ¿cómo puede ser que sólo aspires a ser ejecutiva de cuentas? – Millicent
estaba desilusionada y consternada al ver a su hija tan decidida. - ¡Por Dios, fíjate en
la educación que te di, los lugares hermosos que visitaste, los viajes, los veranos
fantásticos que pasaste! Tuviste acceso a tantos conocimientos, conociste a tanta
gente. ¿Por qué?, Victoria, ¿por qué haces esto?
-Tú me inspiraste, mamá. No puede ser otra la razón – dijo Victoria dirigiéndose a
Millicent con una amplia sonrisa que por un momento la llenó de belleza. Sabía que
había ganado, como correspondía, después de tantos años de cumplidor y obediente
aprendizaje y viajes, años en los que nunca dudó de su oculto y creciente amor por
Angus Caldwell.
Victoria Frost nunca se interesó realmente por los jóvenes que conoció. Muchos se
sentían atraídos por la inusual seriedad y por una belleza que inspiraba gran confianza,
por el brillo de tanta vitalidad y salud. Victoria era inaccesible. Muchos, fascinados, la
perseguían, la acosaban, y no podía creer que a Victoria no le importara que fueran
ricos, que tuvieran apellidos de renombre, que fueran los candidatos perfectos.
Después de todo, no era una belleza descollante. Sí, tenía buen cuerpo, muy bueno,
pero no era para nada sexy, lo que en realidad resultaba más atractivo que la simple
carne, que sí abundaba. Sin embargo, Victoria tenía algo de aristocrática, sí,
aristocrática era la palabra exacta. Su gran confianza la mostraba como la mujer que
era, una mujer con presencia, que no necesitaba recurrir a ningún truco femenino, tan
dueña de sí misma que hacía que uno se sintiera inferior. Todos querían impresionarla,
hacer que ella los notara e hiciera algo por satisfacerlos, pero hasta la más pequeña
esperanza estaba destinada al fracaso. Todos sabían que un joven la había besado,
pero ese era el límite de Victoria en los 70, cuando supuestamente no había límites y
hasta las chicas de las mejores familias probaban todo.

Victoria cumplió veintiséis años en 1978. Había terminado la universidad hacía


cuatro años y la acababan de nombrar supervisora de cuentas en Caldwell & Caldwell,
donde estaba a cargo de los cuatro ejecutivos que manejaban las cuentas de las
distintas divisiones de Oak Hill. Esa empresa alimentaria había crecido enormemente a
diez años de ser el primer cliente de Angus Caldwell, y facturaba casi cien millones por

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año, lo que era una parte sustancial de los casi mil millones que la gigantesca agencia
facturaba en todo el mundo.
-No estoy muy contenta con Victoria – le dijo Millicent a su marido.
-¿Por qué?, si está haciendo un trabajo excelente. Joe Devane está contentísimo
con ella.
-Si serás tonto, Angus. En la vida hay otras cosas además del trabajo. Victoria no
sale con nadie. Todas sus ex compañeras están casadas o hasta divorciadas y vueltas
a casar. Siempre le presentan amigos, pero que yo sepa mi hija es… virgen. ¡Por Dios!
¿No es para preocuparse?
-Son ideas tuyas; ¿qué pruebas tienes? – dijo Angus levantando una ceja al tiempo
que su mujer fruncía el ceño -. Victoria no tiene por qué contarte si tiene un romance
con alguien. Ustedes casi nunca se ven, jamás hablan de intimidades; siempre me
olvido de que son madre e hija. Además, a mí no me parece que no le interese el sexo,
si eso quisiste decir. Creo que Victoria es muy discreta; siempre fue muy enigmática,
¿no crees? Pero siempre noté una gran calidez interior, una faceta escondida muy
emotiva, personal y positiva. Sólo se trata de que no ha encontrado al hombre
indicado, estoy seguro. Es una joven anticuada, Millicent, pero eso es por la educación
que le diste.
-Le di todo lo que yo siempre quise y nunca tuve – se defendió Millicent.
-No quise ofenderte. Victoria tiene valores, es consciente de lo que vale; nunca
conocí una joven tan centrada como ella. Es muy madura para la edad que tiene.
Angus Caldwell miró a su mujer, cansado de tantas tonterías, cada vez más
cotidianas. Millicent estaba por cumplir cuarenta y ocho, y desde que había entrado en
la menopausia, hacía seis años, estaba cada vez más sensible, peleadora y caprichosa;
y era cada vez más difícil convivir con ella; pero no la había afectado en el trabajo. La
madre y la tía de Millicent habían muerto de cáncer de mama, por eso los médicos,
para gran decepción de Millicent, se negaron a darle un tratamiento de estrógeno.
A los cuarenta y cinco, Millicent se hizo un lifting, pero esto no cambiaba el hecho
de que la mujer de treinta y siete con la que se había casado Angus a los veintiocho
había cambiado más de lo que él se hubiese imaginado. Ya estaba cerca de los
cincuenta y él estaba todavía en los treinta, en la cima de sus posibilidades. Los nueve
años de diferencia, que antes no importaban, ahora se le cruzaban por la cabeza a
menudo.
Millicent seguía rubia y linda, a costa de grandes sacrificios, y más vital que nunca.
Sin embargo, a pesar de la ropa elegante y las valiosísimas joyas, una colección de
gemas que era la marca de su estilo y un signo de éxito, parecía un pajarito muy
colorido, que se esforzaba por volar de aquí para allá, llena de brillo pero cada vez
más seca y artificial en su intento de mantener el encanto y la seducción, antes
naturales en ella. Como un colibrí, pensó Angus, que no puede dejar de volar, un
pequeño colibrí, engalanado y poco convincente.
Era casi una cuestión de piel, se dijo Angus con firmeza. Millicent había perdido el
néctar que antes hacía su piel tan apetecible. Finas arrugas rodeaban los ojos, los
tendones se marcaban en la piel flácida del cuello, y tenía muy marcado el entrecejo.
Ni el mejor cirujano podría haber borrado todas las huellas del paso del tiempo.
Aunque Millicent luchaba por mantener su esbelta figura a fuerza de una hora diaria de
ejercicios, aunque no había aumentado de talla, sí había perdido la firmeza y la
frescura que hacían que Angus quisiera tocarla a menudo.
La prensa estaba cada vez más interesada en ella, a medida que la agencia crecía y
crecía. Millicent Frost Caldwell era una persona importante, citada como autoridad, una
pionera entre los publicitarios. Angus era igual de importante pero, como mujer,
Millicent atraía más la atención, en especial porque se trataba a sí misma como un
producto abriéndose paso en el mercado. Nunca se cansaba de comprar y usar lo

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mejor de la alta moda norteamericana. Se encargaba de la decoración de las tres
lujosas haciendas que tenían en Southampton, Jamaica y Cap Ferrat, además del
dúplex de la Quinta Avenida, que solía aparecer en las revistas.
Los dos viajaban seguido a las oficinas de Canadá, Inglaterra, Japón y Alemania. A
menudo viajaban por separado, para que siempre estuviera alguno de los dos en la
agencia. Desde la creación de la sociedad, una de las cuentas, la de Oak Hill, le
“pertenecía” a Angus, y la de la empresa de cosméticos a Millicent. Pero el éxito
radicaba en que las cuentas grandes confiaban en un hombre brillante y una mujer
brillante que trabajaban juntos. Muchos grandes anunciantes habían comprendido que
en cualquier familia la mujer era quien tomaba decisiones sobre las compras, pero las
empresas estaban casi siempre a cargo de hombres que se sentían más seguros en
manos de Angus.
En los últimos diez años los Caldwell se habían convertido en parte de la elite
cultural y comercial de la Costa Este. Con astucia, hacían de sus clientes amigos
personales, y dedicaban casi todas las noches de la semana a la vida social. Angus se
asoció a clubes de Chicago, Detroit y Nueva York de los que eran socios sus clientes;
navegaba con ellos en el Club Náutico de Nueva York, jugaba al golf y al tenis con
ellos, y era miembro del Cavendish Club, donde jugaba bridge. Millicent y Angus
invitaban a las familias de los clientes a alguna de las haciendas, donde los esperaban
con un activo programa, que relacionaba a los clientes con los amigos del jet set
internacional. Millicent ocupaba un lugar muy importante en la vida de las esposas de
los grandes clientes, que la adoraban y le agradecían tan generosa hospitalidad. Los
Caldwell eran una pareja encantadora que sabía unir a la perfección la vida privada, la
social y la comercial.

En los últimos cinco años, Angus le fue infiel a Millicent algunas veces, pero sabía
bien que no podía mezclarse con mujeres que después pudieran exigir algo. Eran
romances anónimos, fuera de Nueva York, y encuentros seguros que no dejarían
consecuencias. Le resultaba excitante mantener estos romances tan en secreto,
admitía Angus, pero no era más que una satisfacción física. Una sociedad comercial
con su propia mujer mantenía el dinero en la familia, pero también lo obligaba a
comportarse como una versión masculina de la pobre esposa del César, de quien ni
siquiera debía sospecharse una infidelidad. Con el paso del tiempo, Millicent era toda
una reina, pero estaba cada vez más disgustada, más alerta y más celosa de las demás
mujeres de la agencia.
Ningún romance en serio, se dijo Angus con firmeza. Sentía cada vez más que
había perdido para siempre una experiencia vivida con una mujer que ya no lo atraía;
una experiencia que volvería a vivir si pudiese, si no significase derrumbar todo lo que
había construido a lo largo de su carrera.

Después de ganar la primera cuenta, a menos de un año de estar en Caldwell,


Victoria pasó muchas horas buscando un departamento para dejar el estudio
amueblado donde vivía. Sabía exactamente qué buscaba y lo encontró en la calle 85
Este, entre la dos y la tres. Era un edificio viejo; el vestíbulo no tenía nada de
elegante; los ascensores habían sido modernizados a muy bajo costo para eliminar al
ascensorista; y se ofrecía el departamento tal cual estaba, sin hacer siquiera un
descuento por el estado de deterioro.
Sin embargo, el edificio tenía la solidez que ella buscaba por sobre todo, y ofrecía
privacidad: los amigos no andarían seguido por un barrio tan al este y tan en las
afueras. Victoria sobornó a la encargada con tres mil dólares para que en el contrato el

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nombre de ésta figurara en lugar del suyo. El departamento tenía tres ambientes más
la cocina; nadie lo había habitado en veinticinco años. Las paredes eran gruesas, los
techos altos y los cuartos de buenas dimensiones.
Con sólo pararse frente a las paredes descascaradas y las ventanas sucias, Victoria
pudo ver el departamento que iba a crear, guiada por la pasión y el instinto, hasta
convertirlo en el lugar que haría feliz a Angus Caldwell. Sin que nadie se lo dijera, sabía
que él preferiría una decoración muy sencilla; nada que ver con lo que Millicent
consideraba habitable.
Ella misma supervisó la transformación del departamento pensando siempre en
Angus: todos los cambios se hicieron pensando en un hombre alto y activo; se le dio
esa comodidad sutil y casi imperceptible que pocas mujeres se preocuparían por lograr
para ellas solas. Las paredes de la sala estaban cubiertas de estanterías para libros
desde el suelo hasta el techo. Todo lo que fuese de madera estaba pintado en un
cálido color terracota, más amarronado que rojizo; de las ventanas pendían largas
cortinas de lino de un terracota más intenso. Los pisos eran lisos, de un color miel
oscuro. Las sillas y sillones eran amplios, de diseño simple, tapizados en cuero marrón
claro y en telas lisas en las gamas del rojo y el orín, con unos pocos toques de verde y
amarillo claro, que daban un toque otoñal al departamento. Las mesas de madera que
Victoria eligió eran antigüedades campestres y estaban cubiertas con una fina pátina.
Las lámparas de mesa eran sencillas y estaban ubicadas estratégicamente; y había
algunas alfombras, de tono apagado pero hermosas, sobre los relucientes pisos.
Pasó los sábados llenando los estantes de libros elegidos con mucho cuidado, libros
que ella sabía que Angus tenía, comprados en librerías de segunda mano. Una escalera
de biblioteca de caoba ocupaba un lugar importante en la sala. Victoria compró muy
pocos adornos y ninguna obra de arte; prefería que las habitaciones no parecieran
sobrecargadas o artificiales. Colocó algunos bols aquí y allá y los mantenía llenos de
manzanas o nueces; y nunca faltaban plantas grandes y prolijas cerca de las ventanas.
Pintó de blanco la antes deprimente cocina, le puso piso de baldosas mejicanas y
cambió las mesadas. La vajilla era de porcelana antigua azul y blanca o de cerámica en
una descuidada pero cuidadosa mezcla de diseños. Victoria tuvo el placer de armar
una batería de cocina de primera usando cacerolas y sartenes de cobre todavía
aprovechables, algunas abolladas. A pesar de su educación, había llegado a ser una
cocinera sencilla pero excelente. En la cocina, sobre la alfombra vieja había una mesa
grande, gastada, lijada y vuelta a pintar, y sillas de campo que no hacían juego. Sobre
la mesa, un candelabro de metal vertía una cálida luz.
Ningún hombre podía querer un departamento más acogedor que ese.
Un año después Victoria comenzó a trabajar exclusivamente con la polifacética
cuenta de Oak Hill. Se había dedicado a estudiar la industria alimentaria desde el
segundo año de la universidad, y a esta altura no había ni una sola campaña que no
conociese ni una revista sobre la industria alimentaria que no leyera desde hacía años;
pero nunca se la había contado a nadie.
Cuando Millicent salía de la ciudad por negocios y Angus estaba en Nueva York,
Victoria se hizo la costumbre de invitarlo a cenar de vez en cuando. Cocinaba ella
misma, le decía, y siempre había para dos. ¿Qué más fácil que agregar otro plato en la
mesa de la cocina, abrir una botella de vino y pasar una velada informal hablando de
compras, libros, política, arte o cualquier otro tema sobre los que dos personas
inteligentes que trabajaran juntas hablarían?
En esas cenas, Victoria no daba ni la más mínima muestra de sus sentimientos; era
sólo una amistad impersonal. Hacía que media copa de vino durara toda la cena para
no perder el control en ningún momento. Nunca tenía la mirada fija en él por mucho
tiempo, y no recurría a ninguna técnica femenina de seducción ni siquiera
inconscientemente. Sólo podía mostrarse como mujer, aunque no lo hacía ante Angus,

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pero tampoco mostraba su relación con la mujer de Angus. Como por arte de magia,
Millicent Frost Caldwell dejaba de existir y Victoria se convertía en una mujer que podía
hablar y escuchar, alguien para quien la vida intelectual era muy importante.
En estas veladas, Victoria mantenía entre ella y Angus la distancia suficiente para
incentivar la charla pero al mismo tiempo para evitar toda proximidad. Cuando Angus
estaba por irse, Victoria siempre encontraba algo que hacer en la sala, y así tenía la
excusa para decirle un adiós impersonal con la mano. Hasta cuando estaban a la mesa
de la cocina, a punto de comer, Victoria mantenía una distancia insalvable entre los
dos, pasando los bols, las fuentes y las jarras con cuidado sobre la mesa, nunca
inclinándose para servirle o llenarle el vaso. Nunca le mostró el dormitorio, como es
costumbre cuando se muestra un departamento nuevo, y poco a poco Angus se fue
dando cuenta de que jamás lo conocería.
Victoria siempre se cambiaba antes de que llegara Angus. Se sacaba la ropa oscura
y austera que siempre usaba para la oficina y que la hacía parecer mayor, y se ponía
algo más informal: jeans grandes y gastados, y un jersey también gastado. Usaba
colores como el damasco o el rosa viejo, colores pastel que no fuesen muy llamativos
pero que reflejaran la calidez sobre su piel. Siempre usaba corpiño para mantener los
pechos bien formados y firmes en su lugar, pero usaba los jeans sin nada abajo,
porque quería sentir la tela áspera rozando íntimamente su cuerpo, recordándole el
papel que tenía que actuar. Llevaba el pelo cepillado y suelto, por la mitad de la
espalda; no se maquillaba ni se pintaba los ojos. Parecía increíblemente joven,
despreocupada e inocente.
De hecho sí era joven, pero era muy cuidadosa e inocente sólo en lo físico. Victoria
Frost sabía que poco a poco estaba volviendo a Angus loco de deseo, pero no hacía
ningunas movida no daba indicio alguno, no decía nada. Todo, se repetía Victoria,
debía venir de él. Ella no iba a darle pie, no iba a hacer nada que lo hiciera pensar que
ella lo deseaba con todo su cuerpo y con toda su mente. La victoria debía ser total.
Aunque se podía tener un romance que no dejara rastros ni ataduras, Angus
Caldwell comenzó a perder las ganas de lanzarse sobre un cuerpo desconocido unido a
un alma desconocida. Lo que antes era un escape necesario, una aventurita, se había
convertido en algo despreciable cada vez que pensaba en Victoria. La veía, como un
claro en el bosque, en la encantada quietud del departamento de colores sosegados,
con su calma tan particular, la sonrisa hermosa pero impersonal, con la rapidez para
captar sus ideas, con su oído atento, con sus interesantes opiniones.
Pero había algo raro, pensó Angus que cada vez esperaba con mayor ansiedad las
cenas con Victoria. Ninguno de los dos le había dicho a Millicent que se veían cuando
ella no estaba. Nunca lo habían hablado, pero desde la primera vez los dos sabían que
Millicent nunca aceptaría estos inofensivos encuentros. ¿Era una muestra del tacto de
Victoria, virtud que utilizaba tan bien con los clientes? ¿Era que él, después de todo, él
era el jefe? ¿O se debía al roce entre madre e hija que Angus notaba cuando las veía
juntas, cada vez menos a menudo? Ya era tarde para preguntarle a Victoria, y en todo
caso, prefería el silencio, porque los celos y la vigilancia de Millicent ya incluían a todas
las mujeres de la oficina, y podían extenderse a su hija, por más que Victoria no le
diera razón alguna para estar celosa.
Tampoco le daba razones a Angus. No le daba razones para pensar en ella con un
deseo creciente e incontrolable. Pero el deseo lo consumía. Noche y día, ardía de
deseo por una joven de veintisiete años, por una joven que lo único que quería era
pasar una velada agradable con él de vez en cuando, una joven que ni siquiera se
maquillaba para estar con él, que nunca se le acercaba, que nunca le contaba nada
íntimo que pudiera encender su imaginación, una joven que lo consideraba un buen
amigo y nada más.

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Cuando Angus veía a Victoria en las reuniones de la oficina, vestida de negro casi
monástico, el pelo atado tirante, la actitud fría, tan capaz, sin perder nunca el control,
con el aspecto de una mujer más grande, en lo único que pensaba era en la imagen de
Victoria cuando cenaban. Cuando el destino le permitía verla en su apartamento, sólo
pensaba en cómo se la vería desnuda en la cama, sin esos malditos jeans y ese jersey
abolsado, desnuda, con las piernas abiertas, los ojos cerrados, desnuda, lista,
esperándolo, llamándolo… ¡Por Dios! Tenía que detener esto de alguna manera, pensó
Angus Caldwell mientras se ponía el traje de etiqueta para la gala a beneficio del
Instituto del Vestido del Museo Metropolitano de Arte.
¿Qué pasaría por la mente de Victoria cuando pensaba en él?, se preguntaba Angus
mirándose en el espejo del vestidor. ¿Pensaría en él? ¿O soñaría con alguno de los dos
jóvenes que acababa de sacarle a Grey Agency, con los que pasaba mucho tiempo en
la oficina? Caldwell había contratado a Archie Rourke y Byron Bernheim, un equipo
creativo muy codiciado, para que trabajaran en las campañas de tres productos de
bajas calorías que Oak Hill iba a lanzar. Los dos tenían la edad de Victoria, y antes de
trabajar en Grey habían adquirido gran reputación en sus tres años en BBD & O.
Rourke era el tipo de hombre que le resultaría extremadamente atractivo a
cualquier mujer joven, notó Angus enojado. Un moreno irlandés, muy pero muy
apuesto, con un atractivo tan típico que causaba gracia: piel blanca irlandesa, ojos
azules irlandeses, rulos negros que le llegaban al cuello, y esa forma de ser tan
irlandesa con las mujeres. Si el maldito no se dedicase a la publicidad podría ser
candidato a cualquier cargo que deseara, y seguramente para ganar le alcanzaría con
el voto de las mujeres, pensó Angus, furioso. Sí, Archie Rourke, que era hijo de una
profesora de una secundaria de las afueras de Chicago y del entrenador del equipo de
fútbol americano, el engreído y descarado Archie, tan enérgico en sus palabras como
en su ambición, atraía a cualquier mujer.
Byron Berenson Bernheim III, el director de arte, era más del tipo de Victoria,
pensó Angus poniéndose cada vez más frenético. Bernheim provenía de una refinada
familia de San Francisco; la madre era una intelectual que apoyaba a todas las
instituciones culturales de la ciudad y el padre era un banquero dueño de una
colección de arte conocida incluso en Nueva York. Era más alto y más flaco que Archie,
con pelo rojizo bien arreglado que no dejaba ver bultos bajo el cuello del saco como el
de Archie. Tenía un rostro alegre e interesante y parecía fuerte como para defenderse
en una pelea.
¡Al diablo con los dos! Y al diablo con todos los hombres que trabajaban con
Victoria y todos los hombres desconocidos con los que seguro salía, aunque nunca los
mencionaba. Y al diablo también con el museo que estaba a tres cuadras de la casa,
por lo que podrían ir caminando si Millicent no se hubiese puesto un vestido de Scassi
azul oscuro, con una capa doble de chifón que disimulaba la flacidez de su flaco cuerpo
porque no había ejercicio alguno que combatiera los efectos de la gravedad. El vestido
además estaba diseñado para que lo luciera con sus diamantes valuados en tres
millones. Millicent, con un maquillaje y un peinado perfectos hechos por un experto
que había llegado hacía dos horas, sólo se atrevía a caminar del vestíbulo del edificio a
la puerta de la limusina, por miedo a que la asaltaran, ¡en la Quinta Avenida!

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Unas semanas después, Millicent Frost Caldwell tomó de pronto sus joyas, tres maletas
y a su asistente personal, y se embarcó en un Concord rumbo a Londres. Acababa de
descubrir que Saatchi y Saatchi intentaría quitarles las cuentas de las líneas aéreas
británicas, por eso viajaba para impedirlo. Angus se invitó a cenar a casa de Victoria.
-¿Hoy o mañana? – preguntó Victoria.
-Mejor hoy – contestó él, como restándole importancia -, si no es mucha molestia.
-¿Mucha molestia recalentar el guiso de ayer? – dijo Victoria con una sonrisa, y, de
prisa, se encaminó a su oficina a decirle a su secretaria que le cancelara la cita que
tenía para esa noche.
-Te traje un casette de Vivaldi que no tenías – dijo él, cuando Victoria le abrió la
puerta.
-Vivaldi y guiso de carne… ¿son compatibles? – preguntó ella, riéndose.
-Mejor que reserves la música para después de la cena. – Tenía la costumbre de
regalarle casettes por la sencilla razón de que ella los escuchaba concentrada, con los
ojos cerrados, y así le da oportunidad de observarla un rato largo, lo cual era a la vez
una bendición y un tormento, en el que ella no advertía su mirada.
Esa noche, cuando terminaron de cenar y pusieron la música, Angus se acomodó
en uno de los sillones de cuero, con las piernas estiradas y los párpados entornados,
mientras Victoria se recostaba en un sofá tapizado en lino. Los jeans blancos que tenía
puestos eran tan viejos y cómodos, que le permitían prescindir de un cinturón, y sus
buches suaves le caían sobre el jersey salmón oscuro, gastado en los codos. A él le
pareció desaliñada y lánguida como una niña en un velero; la sintió rebosar de una
juventud fresca y burbujeante que lo mareaba, lo aturdía. Se torturó imaginando lo
que sería acariciar esa mejilla color crema, besar el nacimiento de ese cuello largo y
suave. Pensó que el aire de la habitación debía estar enrarecido por su ardiente deseo
de tocarla, pero ella siguió imperturbable, concentrada en la música.
Mientras Vivaldi inundaba la habitación, Victoria espiaba a Angus a través de sus
extraordinarias pestañas, sabiendo, por haberlo practicado ante el espejo, que parecía
tener los ojos cerrados. Pensó que ese rostro era inescrutable y la invadió la
angustiante necesidad de tocar esa piel áspera de hombre de campo, besar el sedoso
pelo rubio. Se movió, inquieta, en el sofá. Un momento después de haber cambiado de
posición, vio cómo Angus, con expresión casi de enojo, de pronto cruzaba las piernas
en un gesto poco habitual en él. Entonces respiró profundamente, aguardó un
momento y levantó los brazos sobre la cabeza, como si le doliese la espalda. Siempre a
través de las pestañas, lo vio morderse el labio inferior y apretar aún más las piernas.
Ah, bueno, ahora sí, se dijo. Tenía que haber llegado el momento soñado y planeado
durante tantos años, ya era hora, claro que era hora, y si no pasaba nada esa noche,
ahora que por fin era testigo de su excitación y de su gran autodominio, quizá no
pasaría nada nunca, quizás él nunca fuera a cenar otra vez. Pero todavía sonaba
Vivaldi, y Angus seguía sentado.
La distancia que ella había interpuesto entre los dos, jamás sorteada, le pareció
infranqueable. Se daba cuenta de que ambos estaban paralizados por las costumbres
que ella había alentado en secreto, con mucho cuidado, año tras año. Sabía que é
nunca iba a dar el primer paso. De repente, no pudo soportar ni un instante más la
formalidad de la música.
Sintiendo que se moría de impaciencia, que se quebraba su voluntad sobrehumana,
dejó atrás años de autocontrol, se levantó, fue hasta la escalerilla de la biblioteca que

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estaba junto a la estantería más cercana y se subió al tercer peldaño. Allí, de espaldas
a Angus, y con los ojos llenos de lágrimas de ira y frustración, hurgó entre los libros.
Entonces oyó sus pasos e inesperadamente, los brazos masculinos la rodearon por la
cintura. Se quedó petrificada al sentir que él trataba de bajarle el cierre del pantalón.
No se movió ni dijo una sola palabra cuando sintió que sus dedos tibios y temblorosos
le bajaban por el vientre y rozaban el nacimiento del vello delicado de su entrepierna;
lo único que hizo fue aferrarse a la baranda de la escalera para no caerse. Que haga lo
que quiera, pensó, por Dios, sí, sí, que haga lo que quiera, y cuando la obligó a
volverse y hundió su boca sedienta en la mata oscura, deliciosamente desnuda, el
silencio de Victoria fue más que elocuente.
Así permanecieron durante largos minutos, tan embriagados de pasión que ni
gemían, mientras él enterraba la cabeza en su vientre y la recorría entera con labios
ávidos y lengua penetrante. El asentimiento mudo de Victoria decía más que mil
palabras. Y él no se detuvo ni siquiera cuando ella le tiró del pelo y se pegó a su
cuerpo, hasta que temió que la mujer se le escapara de las manos y disfrutara de un
éxtasis solitario. La levantó, la llevó al cuarto que nunca había visto y la acostó sobre la
cama que tantas veces había imaginado. Después le cubrió la cara y la boca de besos
salvajes, insaciables, al mismo tiempo que luchaba por desvestirse y le sacaba el jersey
salmón y el corpiño, con el apremio de un criminal. La trató con brutalidad, con fiereza,
sin ningún tipo de contemplaciones, y ella respondió con una pasión que la volvió tan
salvaje como él. Lo último que pensó Angus fue que más tarde tendría tiempo de
acariciarla, de besarla, de hablar; se tomó el pene y lo incrustó en ese cuerpo
femenino con una violencia que a él mismo lo asombró. La acometió una y otra vez,
apretando los dientes, con una ferocidad torpe y urgente, precipitándose sobre ella
cual animal hambriento sobre un pedazo de carne, hasta que se sintió encerrado por
completo por la tibieza femenina.
-¡Sí! – fue la primera palabra que pronunció Victoria, y bastó para sacudirlo en el
orgasmo más intenso de su vida. Después, Angus se desplomó en la cama, con el
corazón que le latía enloquecido, casi inconsciente del alivio, hasta que al cabo de un
buen rato recobró el sentido y se dio cuenta que Victoria yacía inmóvil a su lado,
todavía jadeando de tensión insatisfecha.
-No tuviste un…
-No – susurró ella, y Angus se inclinó para recorrerla con sus labios y llevarla al
clímax que un rato antes casi había alcanzado en la sala. Cuando le separaba las
piernas, esta vez con más delicadeza, vio las manchas de sangre en las sábanas.
-¡Te lastimé! – exclamó, tomando conciencia de su salvajismo, de lo egoísta que
había estado.
-Yo lo quise – dijo ella. Parecía vulnerable, herida y desbordante de vitalidad,
absolutamente carnal.
-Estás sangrando.
-Sí.
-Es… es tu primera vez. – Angus no lo podía creer.
-Por supuesto.
-No puede ser… ¡No puede ser que hayas esperado tanto!
-Me acariciaba sola… y pensaba en ti. – Lanzó una risa muy de adentro, puramente
femenina, que lo dejó sumido en un gran placer, una curiosidad insoportable y, a la
vez, halagado y enamorado como nunca. Todas era emociones tan primitivas y
profundas, que soportarlas se hacía casi imposible, tanto que le daban ganas de
morderla hasta hacerla sangrar, de golpearla hasta que gritara, de besarla hasta
lastimarle más, hasta que quedaran los dos hechos jirones. “Me acariciaba sola y
pensaba en ti.” Notó que tenía una segunda erección, pero esta vez, introdujo el pene
con deliciosa lentitud dentro del cuerpo ardiente, ansioso de Victoria. Con dedos

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sensibles fue rozando los pliegues y concavidades de aquellos labios inferiores que se
habían hinchado de la excitación. La penetró con el pene firme y enérgico, duro con
esa segunda dureza que siempre es más prolongada que la primera, y lo dejó ahí
quieto, mientras jugueteaba con la roseta carnosa, la clave del placer de Victoria. Cada
vez que la sentía a punto de llegar al orgasmo, retiraba los dedos, y reanudaba el
juego sólo cuando ella se quedaba quieta, con la boca abierta en muda súplica.
Victoria lo había esperado. Ahora él la iba hacer esperar hasta que decidiera
satisfacerla. Jamás había conocido una mujer que comprendiera sus deseos sin
necesidad de palabras; nadie se le había entregado así; nunca había deseado matar
cuando acababa, matar en un éxtasis carnal de posesión total. Y cuando por fin la
poseyó de nuevo, lo hizo después de permitirle alcanzar el maravilloso fruto del placer,
el terrible, glorioso placer que ella tanto había esperado.

Durante los cuatro días que Millicent estuvo en Londres, se encontraron todas las
noches, lo más temprano posible, en el apartamento de Victoria. Ambos se iban
separadamente de la oficina, tomaban sendos taxis, usaban cada cual su llave y, una
vez adentro, se dirigían directamente al dormitorio y se abalanzaban uno sobre el otro
en un rapto de pasión que nunca se extinguía, nunca les daba un respiro para
separarse y analizar la situación. Estaban tan eufóricos que no pensaban ni planeaban,
tan deslumbrados por las cosas que seguían descubriendo en el cuerpo del otro que no
perdían tiempo en hablar.
En cierto momento, Angus tuvo que decidir volverse a su casa para dormir un
poco, afeitarse, bañarse y desayunar como si no pasara nada. Los días se sucedieron
como en un sueño febril, mientras asistían a las reuniones y presentaciones de
siempre, rodeados por compañeros de trabajo que nada advertían. Victoria ocultaba su
cuerpo bajo la ropa elegante que solía llevar, y si alguien le hubiera mirado de cerca el
rostro ruborizado, lo único que podría pensar es que había dormido bien o que se
había ingeniado para tomar un poco de sol. Angus descubrió que la empresa podía
funcionar sola por unos días. Cuando se encontraban ambos en una misma reunión, no
se atrevían a mirarse a los ojos; cuando tenían que almorzar con ejecutivos de Oak
Hill, casi no podían tragar bocado, aunque ninguno de los hombres sentados a la mesa
notaba nada diferente en Angus Caldwell y Victoria Frost, eficientes y agradables como
siempre.
-¿Y ahora qué va a pasar? – preguntó ella la noche anterior al regreso de su
madre.
-No hago más que pensar en cómo hacer para estar juntos. No podemos esperar…
y esperar… a que Millicent se vaya de la ciudad. De ninguna manera.
-Pero ustedes dos tienen compromisos sociales casi todas las noches, no puedes
irle con pretextos.
-Es que no sé qué hacer. – Se incorporó en la cama y se tapó la cara con las
manos.
Tal como suponía, se dijo Victoria, Angus aún no estaba preparado para sacrificar
la vida que llevaba. No se daba cuenta de que primero debía derrumbarse todo para
poder volver a construirlo con ella. Era demasiado pronto para que enfrentara el hecho
de que tenía que renunciar a todo lo que daba por sentado, para que reconociera que
ella debía reemplazar a su madre, a esa madre incapaz de brindar amor y generosidad,
cuyo castigo había tardado demasiado. Sin embargo, Angus tenía apenas treinta y
nueve, le quedaba por delante todo el tiempo que necesitaran, y ella iba a esperarlo.
Esperarlo y esperarlo. Ahora que estaba segura de él, sería tanto más fácil… ¿O acaso
no lo había esperado desde que tenía dieciséis, soportando años interminables, áridos,
contando sólo con su fuerza de voluntad y su amor? No podía arriesgarse a dar un

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paso en falso justo cuando lograba la victoria que siempre le pareció posible. Siempre
supo que en algún momento debía quitarle ese hombre a su madre. Le había
pertenecido desde la primera vez que lo vio, aunque él lo ignorara.
-¿Y si buscamos un departamento cerca de la oficina? – propuso Victoria, como si
se le acabara de ocurrir la idea -. Podríamos reunirnos de vez en cuando… a la hora
del almuerzo o a la salida del trabajo, antes de que vuelvas a tu casa. Podrías estar
tomando una copa con un cliente o jugando al bridge. Lograríamos tener una hora un
día, otra otro.
-¡Por Dios, mi amor! ¡Una hora no es nada!
-¿Se te ocurre otra cosa?
-No – se lamentó.
A los pocos días, Angus tenía alquilado un apartamento de ambiente único, bien
amueblado, a escasos cinco minutos en taxi desde las oficinas de Caldwell & Caldwell,
y había contratado un servicio de limpieza. Se encontraban cada vez que podían, y en
ocasiones – gracias a una sincronización rigurosa – se la ingeniaban para evitar los
almuerzos de negocios; otras veces, se veían a las cinco de la tarde. Sin embargo,
debido a sus cronogramas tan intensos donde debían contemplar las exigencias de
tantas otras personas, sus encuentros eran escasos, breves y, por desgracia,
totalmente impredecibles. Los fines de semana, que los Caldwell solían pasar en
Southampton desde la primavera y hasta fines del otoño, les resultaban aún más
difíciles de soportar. Los viajecitos que emprendía Millicent seguían siendo los únicos
momentos que podían disfrutar juntos con plena libertad.
Transcurrió casi un año, y el deseo irrefrenable que sentían el uno por el otro crecía
con cada encuentro postergado, cada vez que tenían que abandonar el tibio lecho
compartido por solo una hora y ponerse las caretas públicas. El deseo contenido,
enardecido por las escasas oportunidades en que le daban expresión, los consumía
cuando no estaban juntos. Y era un apetito insaciable que no dejaba de abrasarlos,
una adicción total que aceptaban gustosos en todas sus manifestaciones.
-No puedo tocar a Millicent. No la he tocado desde la primera vez que estuvimos
juntos – admitió Angus a fines de ese mismo año.
-¿Ella no te dice nada? – preguntó Victoria, y por dentro le pedía a gritos que se lo
contase, que por favor se lo contase.
-No, lo deja pasar. Es obvio que no quiere ver, no quiere enterarse – respondió él,
y, con horror, Victoria notó el franco tono de alivio de su voz.
A principios del invierno de 1981, poco después de ascender a jefa de supervisores
de cuentas a cargo de todos los productos de Oak Hill, Victoria tomó conciencia de que
para Angus era muy cómodo tener una amante en su mismo lugar de trabajo,
dispuesta a hacer cualquier cosa para recibirlo cada vez que él disponía de un ratito, y
una esposa decidida a no hacer preguntas. Tomó la determinación entonces de
provocar una especie de crisis.
-Mamá, estaba pensando en ir una semana a Jamaica para Navidad… si es que
tienen lugar para mí, claro.
-Nos encantaría – dijo Millicent, disimulando la sorpresa -. ¿Quieres invitar a
alguien?
-No se me había ocurrido, pero… sí, en realidad, sí. No tenemos una relación
formal, al menos por ahora, así que tampoco te hagas muchas ilusiones. Pero lo voy a
llevar. Gracias, mamá.
Mientras hacía una llamada, Victoria se preguntó por qué no había recurrido antes
a esa táctica. ¿Quién mejor que Millicent Frost para vender un producto, vivo o
muerto?
Con el fin de ocupar todas la noches vacías que tenía, seguía saliendo con varios
pretendientes que no dejaban de invitarla, que se conformaban con citas esporádicas y

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luego se desilusionaban al no lograr interesar a esa mujer misteriosa que parecía
carente del apremio que percibían en otras profesionales solteras. Victoria Frost tenía
un trabajo formidable, se volvía cada vez más atractiva, nunca había tenido una
relación seria… ¿cómo era que, con casi veintinueve años, no se preocupara por
encontrar un buen partido? ¿Por qué se la notaba tan cómoda en ese departamentito
suyo que ni siquiera estaba bien ubicado? Imposible que su destino fuera quedarse
soltera, aunque se la viera feliz, porque esa vida no era para una chica como ella: tan
inteligente, tan rica y, sí, tan linda. Todos coincidían en que finalmente se había vuelto
una belleza.

Victoria escogió al más apuesto de sus muchos admiradores, Tony Hopkins, un


agente de Bolsa divorciado, de treinta y cinco años, sin hijos, alto, con buenos modales
y un sutil sentido del humor. Además, era deportista, no bailaba mal, vestía bien y, por
cierto, tenía aspecto de ser muy bueno en la cama, pensó al ver que aceptaba
encantado la invitación. Su madre se iba a derretir por él. Y en cuanto a Angus…
bueno, cuanto más sufriera, mejor.
Durante la semana que pasaron en la propiedad cercana a Montego Bay, Victoria
utilizó todas las armas que tenía a su disposición. El coqueteo en el jardín no estaba
entre ellas; era un arte que nunca había practicado. Sin embargo, iniciando largas
charlas a solas con Tony Hopkins y prestándole mucha atención, logró herir a Angus
más que con ningún flirteo. Él temblaba de celos cada vez que oía su risa suave, y
cada vez que la veía acercarse sonriente a Tony para subrayar alguna idea o pasarle
los dedos por el pelo. Victoria no llevó su habitual ropa elegante sino que optó por
finos soleros de algodón, sin nada debajo que ocultara el balanceo de sus pechos
grandes. También usó bikinis que acentuaban la belleza disciplinada de sus muslos y la
línea firme de su cintura; vestidos de noche cortos que transformaban sus largas
piernas en tijeras clavadas en el corazón de Angus.
Estuvo encantadora con su madre, con los demás invitados y, en especial, con
Angus, como si se tratara del anciano padrastro al que la unían años de afecto y
gratitud. Cuando se quedaba sola en su cuarto, se felicitaba por el entrenamiento
obtenido como ejecutiva de cuentas, que le había enseñado a desplegar
automáticamente sus encantos. Ningún ejecutivo de cuentas que no fuera simpático
lograba perdurar en el mundo de la publicidad.
A Tony Hopkins, Victoria le habría parecido mucho más encantadora si hubiese
accedido a acostarse con él, pero no quiso, pese a todo lo que se lo suplicó. Le
permitió besarla, acariciarle el cuello y los brazos y, una vez, en un momento en que
estaban junto a la piscina con los demás, lo dejó que le pasara bronceador por todo el
cuerpo. Sin embargo, insistía en que, en casa de su madre, lo correcto era que
durmiera sola.
Solamente en una ocasión logró Victoria encontrarse a solas con Angus, en la
casita de la piscina, al atardecer. Cuando entró, él la estaba esperando, ya con una
dolorosa erección por estar imaginando que la besaría hasta dejarla temblando, que la
llevaría a uno de los vestuarios, cerraría con llave, le levantaría el solero y la poseería
sin pensar en otro placer que el propio. Consideró que ella se lo merecía por la manera
en que lo había estado torturando. Sabía que estaría tan lubricada de sólo pensar en
este encuentro que podría penetrarla sin preámbulos. Se prometió usarla y ser tan
rápido, tan egoísta y despiadado que no le daría tiempo a alcanzar el orgasmo. Luego
se iría, la dejaría ahí, enloquecida por un deseo humillante. “Que sufra”, se dijo, que
sienta en carne propia el suplicio que durante toda la semana había padecido él sin
poder satisfacerla. Que se acaricie sola y piense en mí como antes, deseó, y apretó los
dientes, muriéndose de ansiedad.

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Victoria entró en la casita de la pileta y se arrojó en sus brazos. Sólo bastó que la
besara una vez para que ella le bajara el cierre del traje de baño, tomara el pene
endurecido y comenzara a usar los dedos como a él más le gustaba, jugando con los
testículos con una mano mientras con la otra movía con seguridad el pene hacia arriba
y abajo, ejerciendo cada vez más presión, imprimiéndole un ritmo más intenso. Angus
jadeaba, petrificado, seguro de que estaba por eyacular y no podría llevar a cabo su
plan. De pronto, Victoria saltó, sorprendida, como si hubiera oído que alguien se
acercaba a la puerta. Retiró con violencia las manos del pantalón, se dio vuelta y salió
corriendo de la casita, con la misma rapidez con que había llegado.
“Ay, me imagino lo que tiene que estar sufriendo”, pensó mientras regresaba a la
casa, porque lo mismo sentía ella. Habría dado lo que fuera por tenerlo adentro, lo que
fuera, salvo el triunfo que acababa de obtener.

-¿Crees que no me di cuenta de que lo hiciste a propósito? – le gritó Angus, cuando


volvieron a encontrarse en el apartamento de Nueva York, poco después de la víspera
de Año Nuevo de 1982 -. ¡Fue grotesco!
-Tú tienes tu propia vida. Yo no – dijo Victoria suavemente, sin dejarse afectar.
-¡Nosotros tenemos la nuestra!
-No me alcanza. Me niego a conformarme con tan poquito.
-Por Dios, tenemos todo lo que podemos; lo comprendes, ¿no es cierto?
-No. – Negó con la cabeza, de manera terminante. Estaba sentada en la punta de
un sillón, con los guantes en la mano, como una dama esperando que le sirvan el té.
Angus suponía que la iba a encontrar ávida como él, y sin embargo nunca la notó tan
distante de cualquier deseo sexual. Se le acercó, creyendo que seguía fingiendo
indiferencia. Se inclinó y la atrajo hacia sí, besándola al tiempo que le soltaba el pelo,
le desprendía el traje y la blusa. Luego comenzó a lamerle con fuerza los pezones de la
forma que a ella más la excitaba. Victoria o le prohibió nada, le permitió acostarla en el
sofá, desvestirla y excitarla con la lengua cuanto quiso, separarle las pierna y
penetrarla, pero no respondió. Angus la poseyó presa de la excitación más intensa de
su vida. Cuanto más controlada la sentía, más se descontrolaba él.
Cuando terminó, lo único que ella dijo fue:
-¿Te alcanzó con eso?
-¡Mierda! Claro que no. ¿A ti sí?
-Es lo único que puedo darte. Ahora tengo que irme. Esta noche es la Fiesta del
Faro, y tengo que ir a cambiarme – afirmó, implacable.
Incapaz de moverse ni de pensar con un poco de coherencia, Angus la vio recoger
su ropa y vestirse de prisa. Eran apenas las cinco y media de la tarde, por lo que no
hacía falta que se apresurara; todavía les quedaba una hora, u hora y media más.
¿Cómo podía irse así, excitada e insatisfecha, ella que vivía para que él le hiciera el
amor, si hacía varias semanas que no tenía ni un solo orgasmo? Al menos que él
supiera. Se despreció cuando la interrogó, temblando de celos:
-¿Con quién vas al baile?
-No con Tony. Con alguien que no conoces – respondió, y se marchó,
abandonándolo en estado de incrédula desesperación.
Largo rato quedó en el sofá, sin poder vestirse, envuelto en su abrigo, temblando
en ese cuarto tan cálido, intentando entender lo que acababa de pasar. Se sentía
destrozado de celos al pensar en el hombre que la acompañaría al baile, que la miraría
a los ojos y recibiría su sonrisa, y por el apetito voraz que otra vez sentía por el cuerpo
de esa mujer. Estaba tan excitado que le dolía, tan excitado que en ese instante habría
dado lo que fuese con tal de poseerla una vez más.

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“Tú tienes tu vida propia”, le había dicho. Vaya si la tenía. Una vida ocupada desde
que se despertaba y hasta que se iba a dormir; una vida en la que era el responsable
de la fortuna de una empresa gigantesca; una vida en la que debía repartir cada
minuto para conformar a los clientes, que, sin excepción y aunque los supervisores de
cuentas fueran excelentes, esperaban que él se ocupara personalmente de todo. Una
vida en la que esos mismos supervisores, sus respectivos ejecutivos de cuentas y
equipos creativos, necesitaban que Millicent y él dieran el sí final a las campañas que
creaban para presentar a los clientes. Una vida que le exigía jugar bien a los deportes,
actividad que los hombres como él utilizaban para consolidar sus relaciones
comerciales. Una vida que lo obligaba a recibir gente y asistir a recepciones, a viajar
para estar en contacto con las sucursales internacionales de su empresa y los clientes
de otras ciudades. Una vida saturada de las obligaciones propias de su posición de uno
de los hombres más importantes del mundo de la publicidad.
Los breves momentos que había podido dedicarle a Victoria eran apenas un puñado
de horas muy de tanto en tanto, se dijo Angus Caldwell. ¿Qué más podría ofrecerle?
“Supongamos que me divorcio de Millicent”, pensó. “Supongamos que la agencia se
descalabra, y durante un tiempo su perfecto funcionamiento se va al demonio.
Imaginemos un escándalo mayúsculo. De cualquier modo, siempre va a haber un
grupo de clientes y creativos que no me abandonarían, y podría volver a comenzar, a
escala más modesta, con una nueva agencia propia, conformarme con eso y con lo
que vaya logrando crecer.” Sí, nada de eso era imposible. No era la primera vez que
una agencia, conducida por dos o más socios, subsistía cuando ellos decidían
separarse y crear sus propias empresas.
Claro que tenía derecho a divorciarse de su mujer, la popular e inteligente Millicent,
a casarse con otra, incluso con una de veinticinco, y correr el riesgo de perder una
parte de sus negocios y muchos de sus amigos. Quizá quedaría como un desalmado,
teniendo en cuenta la edad de Millicent y cuánto de su éxito se lo debía a ella, pero la
gente creía que nunca se podía saber bien lo que pasaba en la intimidad de un
matrimonio, así que algunas cosas se dejaban pasar. A nadie le gustaba tomar partido
por uno ni por el otro.
“Pero supongamos que, después de divorciarme de Millicent, me caso con Victoria.”
En ese momento, con una atroz lucidez se dio cuenta de que eso era lo que pretendía
Victoria. ¿Cómo había sido tan estúpido de creer que se iba a conformar con el arreglo
que tenían?
“Sí”, pensó, “imaginemos que me caso con la única hija de mi ex mujer, con la
chica que durante trece años mis allegados han considerado mi hijastra. La recordaban
como a aquella adolescente alta y hermosa que, con un vestido mini verde esmeralda,
caminaba solemne y nerviosa, hacia el altar de la iglesia donde me casé, y era la única
dama de honor de mi mujer.”
“¡No! ¡Jamás!”, pensó. Angus Caldwell sabía que no era incesto: no los unían lazos
de sangre; él nunca la había adoptado, ni se la había cruzado por la mente. Sabía que
cuando la conoció ella ya tenía dieciséis años. Sabía que no habían pasado una sola
noche en la misma casa mientras Victoria iba al colegio, salvo cuando ella estaba por
tomar un avión o un tren. Sabía lo distantes que se sentían madre e hija, lo poco que
la había visto en esos seis años anteriores a su graduación. Sabía que no le había
puesto un dedo encima hasta los veintisiete. Sabía que jamás, en esos once años, la
había considerado su hijastra. Ni en una sola ocasión, durante aquellas inocentes
cenas en el departamento de Victoria, aquellas cenas en las que nunca se tocaron un
pelo, se había detenido a pensar quién era su madre. Y después… no, nunca. Después
menos que nunca.
Sabía todas esas cosas, pero ninguna tenía la menor importancia. Ninguna. Las
explicaciones que para él resultaban tan convincentes no servían de excusa. Los

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hechos no tenían importancia. Nada serviría como prueba cuando el escándalo se
hiciera público, cuando la gente se enterara y comenzara la cadena de especulaciones
que no se detendría ni después de su muerte. Para todas las personas que conocía en
el mundo, para los hombres de todos los clubes, para los clientes que confiaban en él,
para todos y cada uno de sus cientos de empleados, él habría cometido un delito
aberrante. Sería el hombre que se encamaba con la hijastra. El hombre que quién sabe
cuánto tiempo se hace que se acuesta con la hijastra. El hombre que traicionó a su
mujer de la manera más asquerosa. El hombre al que habría que aislar de la sociedad.
El hombre que toda persona decente debería evitar.
Tenía que renunciar a Victoria, comprendió en un rapto de sensatez; alejarse del
terrible peligro que hasta ahora, cegado por el sexo y la estupidez, no había advertido.
Se había atrapado él mismo en el error más grave de su vida. Pero debía liberarse con
cuidado, con infinita delicadeza, para que nadie, nadie, se enterara jamás. Victoria
tenía el poder de destruirle la vida, de arruinar todo lo que era importante para él.
Podía ser su perdición.

En los meses que siguieron, cada vez que estaban juntos, Angus planteaba el tema
del futuro de la relación. Decía darse cuenta de lo egoísta que había sido, que no
podían continuar así, que él tampoco podía vivir encontrándose a escondidas, que el
hecho de no casarse si se amaban tanto iba en contra de cualquier sentimiento
normal. Sin embargo, repetía, debían tener un poco más de paciencia, ella tenía que
entender, era necesario que buscasen la forma de vivir juntos causando el menor daño
posible. Su amorcito lo comprendía, ¿no? Aceptaba que ella tenía que salir con otros
hombres, despertaría sospechas si no saliera, pero no podía evitar sentir celos aunque
estaba seguro de que no se acostaba con ellos. Tenía que disculparlo por los celos,
prometerle que nunca se dejaría tocar por otro hombre.
Por supuesto, confiaba en ella, no olvidaba cuánto tiempo lo había esperado. Lo
único que le pedía era que le hiciera las cosas lo más fáciles posible mientras buscaba
la mejor forma de conseguir la libertad. Lo único que le pedía era que nunca le negara
su amor, sus besos, su propio placer… no sería capaz de soportarlo otra vez. Sí, se
daba cuenta de que todo se prolongaba demasiado, pero no podía construir los
cimientos de su futuro juntos en un par de semanas, ni siquiera de meses. Claro, era
consciente de que ella iba a cumplir veintinueve, pero le prometía que para su
cumpleaños ya tendría un plan, un buen plan. No, no podía levantarse e irse en ese
instante, justo cuando volvía a desearla tanto. Debía dejar que le tomara una vez más;
era lo único que le pedía.
Angus ganó, así, casi otro año más, mientras buscaba una salida.

-¡Los Ángeles! ¡Estás bromeando! ¿Por qué quieres que me vaya a ese lugar? –
preguntó Victoria.
-Quiero que vayamos los dos…
-Es que…
-Mi amor, cállate y déjame hablar. Los Ángeles es nuestra oportunidad, no sé por
qué no se me ocurrió antes. Allá podemos empezar de cero, forjarnos una vida nueva,
tenernos uno al otro y a nuestro trabajo, y…
-¿Por qué tengo que ir yo primero, sola, sin ti?
-Porque las cosas importantes como ésta se hacen por pasos. Préstame atención.
Mientras continúas trabajando para Caldwell & Caldwell, eres prisionera de la
compañía. En cambio, al poner tu propio negocio declaras tu independencia. Y en
cuanto termine lo del divorcio, voy para allá.

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-¿En serio crees que estaría dispuesta a abrir yo sola una agencia pequeña, en una
ciudad que casi no conozco, a casi cinco mil kilómetros del centro de la acción? Ni
muerta.
-¿Y si la abrieras con una cuenta de veinte millones de dólares? ¿Con semejante
inversión no podrías convencer a algunos de los mejores creativos para que te
acompañen? No sería una empresa mediana, ya sé, pero tampoco estaría mal para
empezar. ¿Y si además supieras que después voy yo con una facturación
multimillonaria, y que formaríamos una firma de envergadura? ¿No sería mejor que
quedarte en la misma ciudad que Millicent?
-¿Veinte millones? ¿De dónde los saco?
-De eso me encargo yo. Sé cómo conseguirlos. Si no, mi amor, no vas a ningún
lado, y comienzo a pensar en el Plan B.

Al otro día, Angus Caldwell fue a almorzar con Joe Devane, su leal y viejo amigo, su
primer cliente, que tanto le debía por el éxito de la empresa alimentaria Oak Hill.
-Joe, necesito que me hagas un favor muy grande.
-Lo que quieras.
-No, no te apresures a decir que sí. Te entenderé si no puedes ayudarme, pero
Victoria y su madre tienen problemas muy graves.
-Qué lástima, Angus. Lo siento mucho.
-Nunca fueron unidas, ¿sabes? Yo muchas veces traté de mejorar la relación, pero
seguramente cuando me casé con Millicent ya era tarde para resolver esos problemas.
-Qué lástima, es un apena. No me había dado cuenta.
-No queríamos que trascendiera, pero, bueno, eres el primero en saberlo: Victoria
está decidida a dejar la agencia.
-¡No! ¡Esas sí que son pésimas noticias! Ya sabes cuánto necesito a esa chica. ¡Para
mí es la mejor! ¡Es terrible que se vaya, terrible! Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Quieres
que hable con ella? ¡Por Dios, Angus! Si tú no lograste retenerla, ¿qué puedo conseguir
yo?
-Exactamente de eso te quería hablar. Cuando Victoria se vaya, piensa radicarse en
Los Ángeles. Sé que planea llevarse a algunos de nuestros mejores creativos y abrir su
propia empresa. Y no se puede hacer nada para detenerla.
-¡Mierda! ¡Qué situación más difícil! No querría estar en tu lugar, pero te confieso
que en el mío, menos. Necesito a esa chica; ganamos muchos premios Clío por
publicidad que ella organizó; vendimos mucho, además.
-No creas que no lo sé. Este es el favor que te pido: ¿no le darías a Victoria una
parte de tu presupuesto? Tenía en mente las tres cuentas de productos bajas calorías.
-¿Y que te saque a ti del negocio? ¿Me estás pidiendo que te saque una facturación
de veinte millones de dólares como favor personal y se lo dé a una agencia nueva? ¿Te
volviste loco?
-Al contrario. De cualquier modo, cuando Victoria se vaya, no va a pasar mucho
antes de que intente quedarse con tu cuenta, toda entera. Es lógico que ése sea su
segundo paso. Trabajó exclusivamente en tus cuentas desde que entró en la agencia,
hace casi ocho años, progresó de una manera increíble en la profesión y ahora tus
encargados de publicidad y de comercialización se entienden de maravillas con ella.
-Sí, por eso me da más pena.
-Joe, yo sé que aunque quisieras hacer el cambio, no lo harías por lealtad hacia mí.
-Por supuesto que no. Estamos invirtiendo unos cien millones en tu agencia, Angus.
-Más o menos, Joe, por ahí anda la cifra. Pero tengo el presentimiento de que, si
Victoria pudiera empezar de nuevo llevándose algunas cuentas que se considera con
derecho a llevarse – las cuentas a las que se dedicó más, como las de la línea de

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productos dietéticos – tal vez se sentiría recompensada por los años en que trabajó
tanto. Tengo la esperanza de que se le pase un poco el enojo, y mejore su relación
con Millicent.
-¡A la mierda! Es un planteamiento muy interesante, muy interesante. ¿Una especie
de medida preventiva?
-Exacto.
-¿Millicent está de acuerdo?
-Si se llega a enterar de que fue idea mía… mejor ni pensarlo… me mata. La
situación está muy tensa en casa. La verdad es que mi mujer y Victoria no se dirigen la
palabra. Soy yo el que estoy intentando poner paños fríos. Te pido que, decidas lo que
decidas, no digas ni una palabra.
-No hace falta que me lo pidas. Mira, dame uno o dos días para pensarlo. Es algo
muy gordo, pero así, de entrada, me parece que no hay motivos para que salga mal.
Conservaríamos a Victoria sin perder a Caldwell. De todas formas, déjame pensarlo.
¿Estás totalmente seguro de que no te vas a arrepentir? Veinte millones es mucho,
hasta para una agencia gigantesca.
-Lo he meditado durante meses.
-¿Tan mal andan las cosas?
-Peor, Joe, peor.

-¿Qué sabemos de Victoria Frost, Archie, además de que es una supervisora de


cuentas sobresaliente y heredera forzosa de C&C? – preguntó Byron.
-¿Qué más quieres saber?
-Bueno, por ejemplo, por qué diablos parece tan invulnerable – respondió Byron -.
Tiene apenas treinta, como nosotros, pero cuanto más la voy conociendo, más seguro
estoy de que no hay forma de acercarse a ella. Y eso no es normal. Las chicas no se
portan así.
-No es una chica vulgar, sino todo lo contrario.
-¿Cómo puede ser que no tenga vida amorosa? Si la tuviera, nos habríamos
enterado, con todos los chismes que corren por aquí. Me preocupa este tema, aunque
nunca se lo confieso a nadie.
-Quizás, sea lesbiana. ¿No es eso lo que piensan los hombres cuando una mujer no
se interesa por ellos? De algo estoy seguro: en el fondo, nadie es asexuado – dijo
Archie y continuó reflexionando sobre la cuestión -. Asexuado significa que no tiene
sexo, como las plantas sin flores que se reproducen solas… imposible que Victoria sea
asexuada.
-A lo mejor no es más que una cortina de humo. Tal vez lleva una vida paralela de
prostituta de burdel, como Catherine Deneuve en Belle de Jour – sugirió Byron,
esperanzado.
-Te dije que no vieras más películas francesas.
-Se dice que después de cuatro películas de Buñuel te empiezan a salir pelos en las
palmas de las manos.
-¡¿Cuatro?! Por lo visto no haces caso de esa gran verdad: “La primera vez, eres
filósofo; la segunda, pervertido”.
-¿Quién lo dijo?
-Jean Cocteau – respondió sin dudar Archie, confiando en que Byron no buscara
confirmar la información -. Pero, piénsalo de esta forma: nuestra jefa, Victoria Frost, a
quien jamás podemos llamar Vicky, trata con muchos hombres poderosos, en especial
los de Oak Hill. Quizá la imagen que proyecta sea una manera de defenderse, una
cortina de humo y nada más. Uno de los tantos recursos que eligen las mujeres que
alternan con empresarios.

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-No, no. Hay algo más, Archie – dijo Byron, que después de trabajar varios años
con ella, todavía sentía desconcierto al verla obrar con el aire aplomado, impecable y
profesional de un diplomático de carrera en su último destino que, por tradición, es el
mayor prestigio.
En el curso de los últimos años, Victoria no sólo había pulido su conducta, sino que
además había perfeccionado su antigua inclinación por el estilo austero y carísimo de
monja elegante. Si abandonaba los negros y marrones y se atrevía a los grises oscuros
o blancos, en ella llamaban tanto la atención como en otras mujeres el naranja o el
magenta. El único toque de color que usaba sobre el crema puro de su piel era el rojo
claro del lápiz labial. Sus facciones eran a la vez clásicas y misteriosas pues no podían
ocultar, a los ojos de hombres perceptivos, el hecho de que había algo importante que
ella no expresaba; eso le añadía un toque fascinante y la transformaba en objeto de
especulaciones sin fin entre su personal.
Encerraba una gran pasión, sabían Archie y Byron desde hacía mucho, pero una
pasión escondida tras una muralla que le impedía adivinar siquiera de qué se trataba.

Cierto día, a fines de verano de 1982, poco antes de cumplir treinta años, Victoria
Frost los invitó a su casa a cenar. Era la primera vez que los honraba de esa manera,
pese a que en los últimos dos años casi siempre aceptó sus invitaciones para las
grandes reuniones informales que a veces ellos organizaban. Llegaba y se retiraba
sola, sin avergonzarse.
A ambos les sorprendió el departamento y la excepcional calidez con que los
envolvió la habitación. Sin embargo, sabían que esos triunfos invisibles siempre salían
caros, aunque el barrio no era lo que se habían imaginado.
Byron y Archie cruzaron miradas de asombro cuando Victoria los recibió en
pantalones de gamuza rojos, una camisa enorme de seda rosa con corte de hombre y
un hermoso par de aros de jade. Tenía el pelo suelto y peinado hacia atrás. No sólo
parecía diez años más joven, sino que ya no era la misma mujer que conocían de la
oficina; se la veía relajada y accesible, cualidad que nunca había desarrollado pese a
su consumado profesionalismo.
Mientras tomaban un aperitivo y durante la cena, servida por una criada en el
pequeño comedor alumbrado por velas donde reinaba el mismo clima que en la sala,
se habló de temas relacionados con el trabajo. Volvieron a la sala a tomar café y
coñac. Cuando estaban bebiendo el coñac, Victoria les anunció, muy serena, que había
decidido dejar la agencia Caldwell y abrir una propia.
-No me pidan que les explique por qué lo hago – les dijo, con un gesto de
resolución en su rostro de huesos finos y tono enérgico -. Seguramente los dos saben
que todo está relacionado con viejos, insolubles problemas con mi madre, pero no
puedo darles ningún detalle, ahora no, y probablemente nunca. Me llevo tres de las
cuentas de Oak Hill. Ustedes fueron los autores de esas campañas, y saben que los
considero el equipo de publicidad más talentoso; por eso querría que vinieran conmigo.
Hizo una pausa para examinar sus rostros demudados, y luego continuó hablando
en un tono un poco más amable:
-Miren, chicos, si no aceptan me voy a desilusionar mucho, porque Joe Devane
tiene gran respeto por ustedes, pero ya me dijo que, si no logro convencerlos, contrata
a otro equipo de creativos. Dicho de otro modo, este cambio no depende de ustedes,
pese a lo mucho que deseo que vengan conmigo. Se va a realizar de todas maneras,
con ustedes o sin ustedes. Yo puedo elegir a quien quiera, a cualquier equipo creativo
que desee de cualquier agencia de la ciudad, siempre y cuando ese alguien esté
dispuesto a correr el riesgo y asociarse conmigo. No es casual que las tres cuentas

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facturen veinte millones de dólares. Si me dicen que sí, los tres nos convertiríamos en
socias por partes iguales de la nueva agencia.
-Espera un minuto – le pidió Byron, tan asombrado por la propuesta como por el
panorama que se les abría -, dejar un agencia y abrir otra es una cosa, pero llevarse
las cuentas de Caldwell es otra; más estando de por medio la familia. ¡Dios mío!
-Pero, como sabes, cada tanto pasan cosas por el estilo. Claro que no se considera
muy correcto, lo sé, pero algunas de las agencias más importantes empezaron así.
Piénsenlo. Es un hecho histórico.
-Es cierto, no es la primera vez – afirmó Archie con mucha lentitud -, pero tú sabes
por qué lo haces y nosotros no. ¿No puedes al menos explicarnos un poquito más por
qué Joe Devane decidió respaldarte? Caldwell le ha manejado la publicidad desde
siempre. Si no fuera por Caldwell, no sería quién es.
-No, Archie, no puedo explicarte nada. Ni siquiera si deciden venirse conmigo. Pero
les aseguro que no se me ocurriría pedirles que renunciaran a su trabajo si no tuviera
la plena seguridad de que esto va a salir bien. Yo también dejo el mío, abandono mi
futuro… ¿qué mejor garantía?
-¿Puedes decirnos cómo se haría? Es lo menos que se puede preguntar – dijo
Byron. Hacía mucho que Archie y él soñaban con tener su agencia propia, pero no
dentro de un marco tan indecoroso.
-De manera muy sencilla y rápida. Los tres renunciamos juntos y formamos una
nueva agencia, Frost, Rourke y Bernheim, o Frost, Bernheim y Rourke. La parte de
atrás pónganla como quieran, siempre que mi nombre esté primero… al fin y al cabo,
la idea fue mía. Más o menos a la semana, Oak Hill pondrás tres productos a
reconsideración: las Sopas Solución, los Panes Livianos y Sanos y los Postres Buena
Silueta. Y&R, Ogilvy Mather y, por supuesto, Caldwell, serán invitados a competir por
las cuentas. Nuestra nueva agencia también. Después de la competencia de
costumbre, se nos adjudicarán las tres cuentas. Se trata de un mecanismo
transparente que no engaña a nadie, pero no es ilegal.
-Déjanos pensarlo un poco – pidió Archie.
-Por supuesto – respondió ella, poniéndose de pie -. Pero necesito la respuesta en
veinticuatro horas. Sea que sí o que no, siempre me van a parecer los mejores.
Seguramente le contestarían que sí, pensó Victoria cuando se desvestía; no podrían
resistir la tentación. Primero, que esos dos solteros le dieran su aceptación. Después
les anunciaría que tendrían que mudarse a Los Ángeles. Frost, Rourke y Bernheim ¿o
Frost, Bernheim y Rourke? Qué importaba, si total, antes de fin de año la nueva
agencia terminaría llamándose Caldwell Frost.

-Ella es más lo que arriesga que lo que puede ganar – opinó Byron.
-Sí, pero de todos modos se va a ir de Caldwell.
-Casi no conocemos a los Caldwell, y ellos menos a nosotros – continuó Byron -. No
los he visto desde la fiesta de Navidad.
-Es una cuestión de integridad.
-Victoria tiene más derecho a nuestra lealtad que los Caldwell. Es ella para la que
trabajamos, ante quien respondemos.
-Exageras.
-Dijo que sus problemas no tenían solución.
-Nosotros no tenemos ningún problema con los Caldwell – contestó Archie.
-Y tampoco somos socios de su agencia. Esta es la gran oportunidad de nuestras
vidas.
-¡Ya lo creo! ¿Vamos a sacrificarnos para que nos den el premio a la honestidad?

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-Es un precio demasiado caro. ¿Quieres sentarte a ver cómo otro equipo creativo se
apodera de las cuentas que nosotros creamos? En esas campañas invertimos tres años
de vida y alguna de las mejores ideas que jamás vamos a tener.
-Entonces quieres contestar que sí… - murmuró Archie.
-¿Es una pregunta o una afirmación?
-Somos un equipo – señaló Archie.
-Lo preguntas y te respondes solo. Te mueres de ganas de aceptar.
-Tú también – dijo Archie sin dudar.
-Los dos queremos aceptar y los dos pensamos que está mal – lamentó Byron.
-Pero lo cierto es que se va a hacer con nosotros o sin nosotros. Y si no podemos
impedirlo, ¿por qué no participar?
-No se me ocurre ni una sola razón, salvo las éticas.
-Si nos preocuparan tanto las cuestiones éticas, nos habríamos dedicado a la
religión y no a la publicidad – decidió Archie, y con eso puso punto final a la discusión.

Todo sucedió tal y como se lo había anticipado Victoria, pero Archie y Byron no
esperaban el alto nivel de notoriedad que adquirieron gracias a publicaciones como
Adweek, Advertising Age y The Wall Street Journal, y a las secciones de publicidad de
todas las publicaciones económicas del país. El hecho de que tres cuentas de
productos alimenticios cambien de agencia no habría llamado tanto la atención, salvo
por el detalle de que se trataba de una relación de madre e hija. Decenas de
periodistas disfrutaron con esa ruptura que se daba dentro de lo que parecía ser una
dinastía familiar. La separación, sobre la que, por increíble que parezca, no se pudo
averiguar ni un solo dato, fue tema de innumerables artículos periodísticos.
-No me importan las especulaciones de los medios – le comentó Archie a Byron -,
pero esperaba que Victoria se comportase distinto con nosotros, en especial después
de aquella cena en su casa.
-¿Crees que el vestuario era parte de un señuelo? ¿Un hecho irrepetible, un
ofrecimiento que se hace una sola vez?
-Puede ser… quizá hasta los ceñidos pantalones colorados hayan sido parte del
plan. Pero el problema no es la ropa, sino su forma de actuar. Otra vez se puso la
coraza impenetrable. Y aun ahora que somos socios, sigue portándose, de una manera
muy sutil, como si fuera jefa nuestra. ¡Eso me pone…!
-Da la impresión de que ella te inspira alguna cosita…
-¿”Una cosita”? Con razón no tienes talento para escribir. Con razón eres sólo
director de arte.
-Llámalo calentura, deseo, ganas de metérsela…
-Espera: reconozco que no me molestaría metérsela, y no me digas que no sientes
lo mismo, pero soy un tipo inteligente y pienso en las consecuencias.
-En serio, te digo que no es mi tipo. Pero quiero que me trate de igual a igual. Eso
fue lo que convinimos.
-Pero aceptaste instalar la agencia de Los Ángeles – le recordó Byron.
-Me parece sensato. Y tú aceptaste llamarla Frost, Rourke y Bernheim o FRB,
depende de lo rápido que hables, ¿y por eso eres un idiota?
-No, sonaba mejor, era más fácil de pronunciar. De cualquier forma la gente la
llamará FRB, que sigue siendo un nombre pesado. Y a mí también me parece bien lo
de Los Ángeles. Acá no tengo nada que me ate. Además, mi familia vive en San
Francisco. Un nuevo comienzo, una nueva costa.

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Al poco tiempo de mudarse a Los Ángeles, FRB tomó varias cuentas nuevas, no muy
importantes: un excelente viñedo de Napa Valley, las Pastas Gourmet Bugattini, la
asociación californiana de cultivadores de alcauciles, una empresa de hierbas de té de
Bay, un importador de vinagre y aceite de oliva balsámicos, muy caros, y algunas otras
cuentas. Todas, por desgracia, pertenecientes al rubro alimentación. Habían
comenzado como agencia de alimentos envasados, y parecían destinados a seguir en
esa línea, a menos que lograran romper y hacer algo distinto. Sus nuevas cuentas, en
total, facturaban diez millones de dólares, cifra suficiente para hacerlos sentir que
estaban progresando, pero nada espectacular para personas acostumbradas a la
emoción de una gran agencia y las cuentas gigantescas.
Los integrantes de FRB pasaron unos meses apretados en oficinas subalquiladas.
Pronto, decidida a prepararse para seguir creciendo y poder ubicar al personal
contratado, Victoria firmó un contrato de alquiler a largo plazo por oficinas que, en
realidad, eran más grandes de lo que precisaban. Además, llamó a un decorador para
redecorarlas de modo de impresionar a los futuros clientes. Aunque no dejó de ser la
supervisora de todas las cuentas de Oak Hill, pasaba casi todo el tiempo viajando,
buscando cuentas para la agencia. Esa era la parte no creativa del “coordinador de
nuevos negocios”, cargo del que, sin dudarlo, se había adueñado por completo,
dejando que Byron y Archie se dedicaran a lo que sabían hacer mejor.
A pesar de tantos viajes, Victoria pude ver a Angus mucho menos de lo que había
esperado. Millicent le estaba poniendo problemas, explicaba, y si él la presionaba, se
empecinaría y les haría la vida imposible. Ya habían logrado tanto que sólo les restaba
tener un poco más de paciencia, esperar un poco más…
Un poco más, pensó Victoria con amargura mientras dejaba a un lado la ensalada
de fruta que Polly le había llevado al escritorio. Más paciencia. Como si no le hubiera
tenido suficiente. En su viaje a Nueva York, no habían podido pasar ni un minuto
juntos ni una sola vez. Él no puedo verla, y ella sentía el corazón lacerado, lleno de
odio por su madre y de enojo por Angus, que era incapaz de liberarse de sus
interminables obligaciones.
Y al volver, ¿qué era lo que encontraba? Que Archie y Byron, las únicas personas
con las que podía contar, los únicos que sabían quién era ella, que la conocían de la
época anterior a ese solitario exilio en California, habían salido a divertirse y perder el
tiempo con Gigi Orsini. Esa mujer se vestía demasiado bien y obviamente no sabía
nada del negocio de la publicidad. Y, por alguna razón que no entendía, le recordaba a
su madre cuando joven.

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7
-Conocí a un hombre llamado Tom Unger en este viaje a Nueva York – le comentó
Josh repentinamente a Sasha tras una cena tensa y silenciosa durante la cual ella
intentó en vano convencerse de que su marido sólo estaba preocupado por un asunto
judicial difícil. Josh no había querido darse la habitual vuelta por la cunita de Nellie
para ver dormir a la niña, y la había conducido a la biblioteca.
-¡Bueno, gracias a Dios! – exclamó Sasha, con una mezcla de alivio y enojo -.
¡Entonces era eso! Nunca vuelvas a hacerme algo así, Josh Hillman… Pensé que te
habían encontrado alguna enfermedad terminal y no sabías cómo darme la noticia. Ni
te imaginas lo que pareces desde que llegaste ayer de Nueva York… una completa
ruina, lúgubre, adusto. Estuve muerta de la preocupación, pero no me atrevía a
preguntarte nada por miedo a la respuesta.
-Tom… fue tu amante. – Josh pronunció las palabras lentamente y no pudo ocultar
un profundo suspiro.
-bueno, por supuesto que sí – respondió ella de inmediato, sacudiendo su largo
pelo negro en muestra de fastidio -. ¿Es por eso que estás tan trastornado? Lo que me
parece odioso es que Tom haya hablado de mí sabiendo que estamos casados. ¡Qué
basura resultó ser! Y me hiciste pasar esta angustia por tus estúpidos celos
retroactivos. ¡Los hombres! ¡Cómo me enferman!
Se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas con frenesí por la habitación,
escudriñando a Josh como si nunca lo hubiera visto. La magnífica boca, los pómulos
eslavos, el distinguido porte de la cabeza cubierta de pelo corto y canoso, la estatura y
las líneas sardónicas pero afables de sus rostro le parecieron de repente poco
familiares, y se tornaron aún más extrañas por la angustiada expresión de sus ojos.
-¿Acaso suponías que era virgen cuando nos casamos? – exclamó por fin Sasha ya
que él no pronunciaba palabra -. ¿Pensaste que una mujer de casi veinticuatro años se
había pasado la vida encerrada en un cinturón de castidad esperando que tú llegaras?
-No. Supuse que habías tenido amoríos, como yo también los tuve… aventuras,
relaciones amorosas, como quieras llamarlas. Lo pensé, y después lo desterré de mi
mente.
-Entonces, ¿por qué mencionas a Tom Unger ahora? ¿Se supone que debo pedirte
disculpas? ¿Qué demonios le dijiste cuando soltó esa encantadora historia antigua de
besos y arrumacos? ¿Diste media vuelta con dignidad o lo golpeaste?
-Él no sabía que estábamos casados.
-¿Qué? ¿Quieres decir que Tom Unger anda por ahí mencionando gratuitamente mi
nombre como una de sus antiguas conquistas? “A propósito, tuve una aventura con
Sasha Nevsky.” Voy a llamarlo, a ese imbécil desgraciado e inmundo, y le voy a gritar
tantas cosas que se va a olvidar de cómo se llama y que alguna vez me conoció. ¡Es
tan vulgar y despreciable! Y pensar que en un tiempo me gustaba en serio.
-No fue así como pasó.
-Será mejor que me lo cuentes, Josh, y ahora mismo, palabra por palabra. No voy
a soportar esta mierda. No pienso dejar que te sientes ahí y me acuses de Dios sabe
qué cosa. Haber tenido un amorío con Tom Unger no es un delito… aunque se hubiera
convertido en delincuente.
Con mucho esmero y lujo de detalles, Josh relató todo lo sucedido durante el
almuerzo en Nueva York, sin omitir ni una sola de las concluyentes palabras que
rondaron por su cabeza desde el instante en que salió de las oficinas de Wescott,
Rosenthal, Kelly y King.

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Cuando terminó, Sasha continuaba sentada mirando la alfombra, frotando con los
dedos el cordón de su cinto, pero fuera de eso, inmóvil. El silencio se prolongó entre
ellos, hasta que por fin Sasha alzó la cabeza y lo miró con compasión.
-Lo siento, querido. Con razón estás enojado. No tienes idea de cuánto siento no
habértelo contado yo misma. Si alguna vez hubiera imaginado que te enterarías de un
modo tan horrible, en público… Tendría que haberlo sabido, debí habértelo dicho…
-¿Lo sientes por cómo me enteré de que solías tener tres amantes al mismo
tiempo? ¿Crees que lo importante es el modo en que lo supe, la manera en que me lo
contaron?
-¿Acaso no lo es? – Sasha se puso de pie y comenzó a recorrer la alfombra con
pasos regulares, mirándolo de arriba abajo como si se tratara de un desconocido que
acababa de llamar a la puerta para pedir que le prestaran el teléfono. - ¿No lo es? –
repitió en un tono agudo de voz.
-¡No, por Dios, claro que no!
-Entonces, ¿qué? ¿Qué es lo más importante, Josh?
-¡Tú, por el amor de Dios, tú! ¡Hiciste… eso! Ni siquiera intentaste ocultarlo. Unger
dijo que cada uno de ellos conocía la existencia de los otros; pensabas que tenías
derecho, aún lo piensas – exclamó enardecido de angustia.
-No, no es así. – Se detuvo y lo miró muy seriamente. Juntó las manos, haciendo
que se tocaran los pulgares y las yemas de los dedos, y luego los separó, como un
pimpollo que se abre, con una expresión diáfana y tranquila en el rostro.
-Siempre supe – dijo con calma -, desde el día en que me acosté por primera vez
con un hombre, que cuando me casara se iba a terminar esa parte de mi vida.
Acabaría por completo. Tengo un doble criterio con respecto al sexo. ¿Tú no? ¿No lo
tienen otros hombres? ¿Acaso la mayoría de las personas no tiene un doble criterio con
respecto a algo importante, si no se trata del sexo? Para mí, lo que es perfectamente
admisible en una joven soltera, resulta inadmisible en una casada y feliz. Eso puede
destruir el matrimonio.
-¡Dios! ¿Cómo puedo hacer para que entiendas? Tres hombres… tres amantes…
tres hombres que tenían derecho a hacerte… cosas y tú, como un malabarista que
juega con tres naranjas en el aire… no le dabas más sentido que eso. Uno un día; otro
al día siguiente… - Hundió la cabeza en sus manos.
-Así fue, Josh; nunca me disculparé por eso. Tenía el derecho de disponer de mí
misma como quisiera. Si estás esperando que sienta vergüenza, tendrás que esperar
toda la vida. – Sasha no estaba desafiándolo; simplemente tenía conciencia de lo
correcto de sus actos, de haber sido fiel a sus principios.
-En verdad no lo ves – comprendió Josh con total desesperación -. No quieres darte
cuenta.
-Me doy cuenta de que era una gran prostituta, como yo misma me decía, ¿y qué?
No hice daño a nadie. Nunca voy a arrepentirme de haber usado mi libertad mientras
me pertenecía. Jamás me acosté con un hombre que no me gustara de veras ni para
conseguir algo que no fuera placer. Jamás los engañé. El exclusivismo era justamente
lo que quería evitar. Todavía seguiría haciéndolo si no te hubiera conocido, si no me
hubiese enamorado de ti.
Hizo una pausa y esperó que él la mirara, deseando ver su expresión, pero Josh
seguía inmóvil en su asiento, ocultando el rostro.
-Trata de darme una buena razón, Josh, por la cual no debí haber vivido como viví
– insistió, decidida a hacerlo entender -. ¿Qué pierdes sabiéndolo? ¿Qué cambió de la
forma en que te amo? Soy la misma persona de la que te enamoraste, el mismo ser
humano que se casó contigo. Esa época ya terminó definitivamente, nunca volverá a
repetirse, pero, por lo demás, soy yo, Sasha. Dime por qué crees que tienes derecho a
recriminármelo ahora.

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-¿Cuántos… cuántos fueron? – Josh habló como si le hubieran arrancado con
tenazas las palabras de sus entrañas.
-No sé. – La voz de Sasha resonó con indignación. – No los conté. Ahora tratas de
degradarme, pero sólo te degradas a ti mismo. Debería darte asco preguntar
semejante cosa. Es indigno de tu parte.
-¿Pero no era indigno que pasaras de un hombre a otro y luego a otro más? – gritó
él.
-No, de ninguna manera. Yo era fiel a mis principios.
La simplicidad de Sasha lo dejó sin aliento. Josh sacudió la cabeza y se encorvó un
poco más, intentando despejar su mente, procurando ver algo – cualquier cosa –
desde la perspectiva de su mujer, pero era como si ambos habitaran en lados opuestos
de un extenso precipicio y trataran de gritarse delicadas sutilezas en medio de un
fuerte viento.
-Josh, por el amor de Dios, no te quedes ahí sentado como si fueras Job. ¡Deja de
sostenerte la cabeza con las manos! Esto no tiene nada que ver con nosotros en el
presente. Es ridículo.
Cuando levantó la cabeza, Sasha vio el rostro demudado, los ojos que no se
atrevían a posarse en los suyos. De repente, el corazón le dio un terrible vuelco, y en
ese instante comprendió que todo ese episodio distaba de ser ridículo. En su interior se
instaló la certeza de que, por fuerte que fuera la intimidad de una pareja, puede
zozobrar a causa de hechos que son significativos para uno solo de los dos.
-¡Josh! ¡Josh! – exclamó. Su mundo no podía derrumbarse, se dijo al tiempo que se
adelantaba hacia él e intentaba mecer su cabeza contra su regazo. Lo único que
necesitaba era tiempo. Un hombre justo debía tener la capacidad de entender, y Josh
era un hombre justo.

-¡Davy, lo logramos, nos salió bien! – se regocijaba Gigi una y otra vez en el salón
de su casa, donde había conducido a Davy con la intención de tomar un trago para
celebrar antes de salir a cenar. Tenía un arrebato de euforia, y volaba más y más alto
por la emoción de haber triunfado, un triunfo limpio, arrasador, enorme – mejor dicho,
titánico – un triunfo que disipaba para siempre cualquier duda que pudiera existir con
respecto a su capacidad para el negocio publicitario.
Tras la charla de presentación, ella y David decidieron que sería inconcebible
arruinar ese clima tan especial regresando a la oficina, particularmente porque uno de
los socios mayoritarios no iba a estar muy ansioso de verlos festejar.
-Lo lograste tú – dijo él con una sonrisa, mientras la observaba revolcarse en el
sofá, incapaz de quedarse quieta del entusiasmo.
-Fuimos los dos, así que no empieces a asignarme otra vez todo el crédito a mí o te
pego, Davy Melville. ¡Salud! – Levantó la copa en alto. – Abajo las clases gobernantes.
Brindo por lo que se te ocurra. ¿Oíste cuando Victoria dijo “nos pondremos a trabajar
en los detalles el lunes”? ¿Pensaste que iba a atragantarse con sus propias palabras?
-Pensé que se iba a desmayar, no a atragantarse.
A David le costaba responder con el mismo desenfreno que Gigi. Estaba por lo
menos la mitad de contento que ella por haber ganado la cuenta, pero en publicidad,
como en cualquier otro campo, ningún triunfo emociona tanto como el primero. Aún
recordaba la primera vez que había ganado en una representación publicitaria, hacía
unos cinco años, una cuenta de medio millón de dólares. Durante tres días y tres
noches se había sentido en el aire.
Esa tarde de invierno su entusiasmo era bastante moderado. Sabía que todo había
sido fundamentalmente obre de Gigi, pero el que gana y pierde es un equipo, de modo
que él también había triunfado. Además, no podrían haberlo conseguido hablando,

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nada más, o sea que sus inspiradas fotos habían cumplido un papel importante. Pero
David descubrió que se sentía impedido de exteriorizar cualquier expresión de júbilo
debido a una emoción más fuerte: la revelación de que, mientras Gigi se sacaba las
botas, se quitaba apresuradamente la chaqueta, desabrochaba los botones superiores
de su blusa y se acurrucaba entre los almohadones de su amplio sofá tapizado en
chintz, él se ponía más y más peligrosamente inquieto ante su proximidad.
Era la primera vez que estaba realmente a solas con ella. Imposible prever lo
diferente que la veía en su casa, tan segura, informal, tan libre y complaciente. Si Gigi
hubiera planeado cada uno de sus movimientos para forzarlo a imaginársela desnuda,
no lo habría logrado tan bien. Cuando se inclinó para servir los tragos, él creyó ver sus
senos volcarse hacia adelante bajo la blusa. Cuando le trajo la bebida, Davy podría
haber jurado oír el roce de sus muslos bajo la falda. Cuando alzó la copa con un
además exagerado, imaginó que los brazos femeninos se elevaban para rodearle el
cuello y atraerlo contra su cuerpo.
Se estaba volviendo completamente loco.
-¿Cómo es que tienes una casa tan grande? – le preguntó. Como Gigi había
entrado precipitadamente y no había tenido tiempo de encender más que las dos
lámparas que se encontraban junto al sofá, la habitación parecía enorme en el
crepúsculo invernal que descendía, presuroso.
-Pura suerte, no más. Es alquilada… Davy, ¿no te parece adorable la señora
Eleanora Colona?
-Adorable. ¿Así que tienes todo esto para ti sola?
-Es increíble cómo te acostumbras a un espacio mayor del que necesitas. ¡Giorgio…
Gianni… Enrico… los adoro! ¿Son muy distinguidos o me pareció a mí?
-Lo mejor de lo mejor. Oye, Gigi, ¿te ves con alguien? Quiero decir, ¿puede llegar a
entrar alguien y decir “quién es este tipo que está sentado en mi sofá, tomando algo
con mi dama”?
-No, no me “veo con nadie”, como dices en forma tan pintoresca. – Bostezó,
empezando a sentir el cansancio de un menor flujo de adrenalina. – No soy novia de
nadie, gracias. De nadie. Y no vuelvas a llamarme “dama”. Odio esa palabra. Mujer,
hembra, joven, muchacha, incluso chica, pero no dama.
-Yo no te llamé así. Me imaginaba a otro diciéndolo.
-Nadie se atrevería – dijo, y al decirlo comprendió que su libertad era real, tanto
como lo era la casa vacía que habitaba, como la vacía cama donde dormía, tan real
como sus comidas solitarias, como la falta de una caricia masculina sobre su piel. Sólo
la emoción y el ritmo con que se había preparado para la publicidad de Mares Azules le
habían permitido ahuyentar de su mente de Zach; sólo el trabajo arduo y riguroso
había hecho posible que no esperara más verlo regresar y así ocupar todos sus
pensamientos.
Se estiró con ganas, los brazos en alto sobre su cabeza, sujetándose la muñeca
derecha con la mano izquierda y tirando lo más alto posible; luego repitió el
estiramiento con la otra mano, para disminuir un poco la tensión del día. El alivio le
hizo lanzar un gemido. Lo que en realidad necesitaba era que alguien le friccionara la
espalda, pensó.
-Davy, ven acá; estás demasiado lejos. Ahora quítate los lentes.
-Si me los saco, no voy a ver nada.
-No me importa; quiero mirarte los ojos – insistió Gigi, decidida a salirse con la
suya, ya que, al ir perdiendo la energía depositada en Mares Azules, su atención se
dirigió ansiosa hacia David Melville, que había vivido junto a ella cada minuto del
proceso. Estar allí con él le provocaba un bienestar misterioso y agradable. Acogedor,
amistoso, cálido.

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Pero, ¿qué había en él exactamente?, se preguntó, con un inesperado aumento de
la curiosidad. De repente, le pareció que aunque creía conocer a David, en realidad no
lo conocía. Y tal desconocimiento no era conveniente entre creativos compañeros de
equipo, ¿verdad? Tal vez, si lo conociera mejor, le pediría que le friccionara la espalda,
se dijo Gigi para sus adentros.
Como ya empezaba a oscurecer demasiado en la habitación, tuvo que inclinarse
hacia adelante para inspeccionarlo de cerca.
-Mmm… lo que pensé; las pupilas de tus ojos son de un tono rarísimo de castaño;
el pelo lo tienes del marrón oscuro de los chocolates, sin el más mínimo reflejo
luminoso, y tu piel parece crema batida, espesa. ¡Davy, me sirves para preparar una
mousse de chocolate!
-Y yo podría preparar una comida completa contigo – le respondió él, sujetándola
con sus brazos largos, incitado hasta lo irresistible -. ¡Voy a comerte entera, Gigi
Orsini, hasta que no quede nada, salvo algunos mechones de pelo colorado y un tubito
vacío de rímel!
-¡Davy!
-Es tu culpa – gimió, y la besó con toda la pasión y el amor que venía reprimiendo
desde el día que se conocieron.
-Davy, ¿qué demonios haces? – preguntó ella, fingiendo asombro. ¿Era sólo un
masaje en la espalda lo que buscaba?, se preguntó con lo que le quedaba de
sinceridad. ¡Qué labios fuertes y deliciosos! Nada que ver con una mousse.
-Cierra la boca y presta atención.- Continuó besándola, y Gigi se sintió languidecer.
Davy era un verdadero encanto. Pero, ¿quién hubiera soñado que besaría tan bien?
¿Quién hubiera pensado que pudiera saber lo mucho que le gustaba que la sujetaran y
abrazaran muy fuerte? ¿Cómo imaginar que, acostado junto a ella (¿cómo había
ocurrido eso?), ese David delgaducho transmitiría la tranquilizadora firmeza de una
roca? ¿Quién hubiera creído que se podía trabajar con un hombre durante varias
semanas en la misma habitación, y no comprender que la hermosa forma de su boca
hacía imposible no besarlo con la misma intensidad con que él besaba? ¿Quién hubiera
previsto que si ese hombre nos recogía el pelo y comenzaba a besarnos muy despacio
y deliberadamente la nuca desnuda, mordisqueándonos a medida que avanzaba,
seríamos presa de una intensa excitación?
Mientras esas preguntas recorrían su mente como una brisa fresca, Gigi se sintió la
persona más hipócrita del mundo. No estaba sorprendida, en absoluto.
-Davy… - se acomodó en sus brazos, apretándose cada vez más contra aquel
hombre divino y vacilante.
-Por favor, querida, Gigi, dame una oportunidad. Estoy tan enamorado de ti que
voy a volverme loco.
-Prego… - susurró ella.
-Quieres decir… - David no estaba muy seguro de lo que significaba prego, y no
quería hacer un movimiento en falso cuando por fin tenía a su amada en sus brazos y
le había declarado su amor.
-Prego significa que hagas… por favor… lo que quieras.
-¿Incluye también esto? – preguntó, intentando desabrocharle la blusa con sus
hábiles dedos de artista, los cuales habían comenzado a temblar tanto que se volvieron
torpes.
-Lo que quieras… - murmuró ella, y cerró los ojos para sentir mejor el primer
contacto de los labios de él con los senos. Cuando por fin llegó, se estremeció entera
como se estremecen los árboles bajo las primeras gotas de lluvia. – Sí, esto sí…
Davy se deslizó para bajarse del sofá y una vez en el suelo se arrodilló, tomó
ambos senos entre sus dedos sensibles y habilidosos. Los acarició fascinado, a la luz
de la lámpara, maravillándose con el vivo rosado de los frágiles pezones que se

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endurecieron bajo su mirada; admirándose cuando, al sonrojarse aquella piel blanca,
se creaba un color tan raro que parecía de adorno; fascinado por la firmeza y la
inesperada elasticidad del cuerpo joven; cada uno de los pechos constituía una
promesa capaz de emocionarlo hasta el fondo del corazón. En silencio reverente, siguió
el recorrido de la fina piel hacia el contorno de cada pezón, hasta que vio a Gigi
levantarse hacia él, con los labios moldeados en gesto de muda súplica. Sediento,
trémulo, extasiado, se acercó más a los tiernos pimpollos erectos, hechos de miel y
seda, y, con suavidad, los tomó de a uno en su boca.
Arrollado así, embriagado por el sabor del cuerpo de Gigi, apenas si podía respirar,
suspenso en la dulce marejada de mil ensueños hechos realidad. Gigi comenzó a dar
profundos suspiros desiguales a medida que aumentaba la intensidad de su deseo, y
fue despojándose poco a poco de sus ropas mientras él retiraba apenas la boca de su
expreso trabajo. Por momentos era exigente, otras veces habilidoso, otras ansioso,
pero siempre la mimaba, siempre se deleitaba.
Continuó de rodillas, ebrio y extasiado, hasta que sintió las manos femeninas
hundirse profundamente en su pelo, comunicando un inconfundible cambio de ritmo
que era mitad pregunta, mitad invitación. Entonces, comenzó a sacarse toda la ropa,
acentuando cada movimiento con un beso, penetrando con su lengua la boca abierta y
perfumada. Gigi lo desvistió con manos diestras, parte por parte. Al frente del cuello,
donde se unen los huesos de la clavícula, encontró una piel tan delicada como la del
más suave de los cueros, y un pulso que latía como el oleaje de un mar cálido. A la luz
de la lámpara, notó que las articulaciones de los hombros, codos y muñecas estaban
moldeadas con la misma hermosura que la boca, que el fino vello del pecho y de los
brazos era oscuro como una cascada de plumas en contraste con la tersura de su piel.
Sus músculos, bien formados, largos y fuertes. Cuando vio que se ponía de pie, le pidió
imperiosa, inesperadamente.
-Espera…
-¿Qué espere? – exclamó él, incrédulo.
-Sí… quiero mirarte. – Soltó una risita juguetona, dando rienda suelta a su espíritu
erótico y atrevido. Regocijándose en su desnudez, se incorporó en el sofá, luego se
sentó sobre los talones y tomó el pene erecto entre sus manos. La sonrisa se le
esfumó abruptamente del rostro; en ese instante, se mordió el labio inferior y contuvo
el aliento mientras apreciaba la longitud y el tamaño del miembro con dedos delicados
e impacientes, con manos vacilantes, firmes, deliberadamente enloquecedoras. Él
resistió sin moverse, tensionando los muslos, llevando la pelvis hacia adelante, con los
puños apretados, y decidió dejarla juguetear hasta que estuviera satisfecha. Adoraba
el provocador castigo que Gigi le prodigaba, sabiendo que faltaba poco para que se
sintiera totalmente entregada a la pícara curiosidad que había comenzado cuando le
hizo sacarse los anteojos.
Gigi se dividía entre el deleite de prolongar ese momento de fascinante hallazgo,
ese juego de investigación dulce y glorioso por un lado, y por el otro, la creciente
avidez que sólo podrías mitigarse cuando sintiera a David invadirla, llenarla, poseerla.
Se le secó la boca, y el corazón comenzó a latirle con impaciencia hasta que, incapaz
de contenerse un minuto más, se rindió al hechizo del deseo largo tiempo reprimido,
cayó de espaldas en el sofá y se entregó a él con la misma avidez con que la tierra
seca se entrega a la lluvia.
Entonces David se puso serio, calculó su entrada con la precisión del nadador
olímpico al zambullirse en el agua, la colmó de placer con hábiles recursos, calculando,
con la costosa calma que da la experiencia, sus pausadas y profundas embestidas que
se deslizaban tan adentro como era posible, y sus ataques breves, firmes, rápidos, que
penetraban sólo unos centímetros. Sacrificaba su propia necesidad a favor de la de
ella, escuchaba lo que le decía esa piel de mujer, medía los suspiros de su amada, su

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respiración y su sudor, y logró por fin que ambos quedaran envueltos en un velo de
absoluta pasión, una zona de eternidad en la que Gigi perdió su obstinado frenesí por
alcanzar satisfacción y se permitió existir, nada más, todavía ansiosa, existir en los
brazos de él, en su aliento, en los latidos de su corazón, en el subir y bajar de ese
cuerpo sobre el de ella.
Por su parte Davy, sólo tras asegurarse de que habían aprovechado esa eternidad
para comenzar a aprender los usos de sus cuerpos, se ocupó expresamente de
excitarla, dedicó toda su atención a la ardiente perla que descansaba oculta entre esas
piernas. Pronto, Gigi comenzó a suspirar y jadear, hasta que su respiración fue por fin
aumentando en una serie de sonidos incontrolables, trémulos. David sonrió por
primera vez; entonces se zambulló libremente, una y otra vez, en las profundidades
ardientes hasta llegar a su propia y sublime liberación.

Poco después de haberse mudado a California, Victoria Frost alquiló un departamento


en uno de los complejos habitacionales, con reminiscencias de estilo Regency, que
habían sido construidos recientemente sobre un terreno que otrora perteneció a la
Twentieth Century Fox. El bien vigilado complejo le ofrecía las ventajas de una total
seguridad y aparcamiento subterráneo, además de un alto grado de anonimato. Podía
ir directamente de su coche al ascensor que llegaba hasta el cuarto y último piso del
edificio donde se hallaba situado su apartamento, sin ver a nadie y sin ser vista, salvo
por algún silencioso vecino, todos los cuales era mucho mayores que ella. Victoria
había hecho traer sus muebles y libros de Nueva York y en las habitaciones de
proporciones excepcionales y techos altísimos, había reproducido con absoluta
fidelidad el apartamento en el que había vivido antes.
Tras la presentación de Mares Azules, pasó el resto del día muy ocupada en la
oficina, en reunión con otros equipos creativos, tratando de que Archie y Byron no la
arrastraran a la acostumbrada charla, alegre, detallada e interminable, con que solían
recapitular todo lo hecho cada vez que ganaban alguna cuenta. Sabía que había
cometido un error táctico, que había quedado mal, y no quería oír cómo intentaban
ellos hacerle salvar su prestigio.
Mientras se ajustaba el cinturón de una gruesa bata de seda violeta acolchada y se
preparaba un trago, reflexionó sobre los acontecimientos del día. Una vez que había
tomado posición respecto de la campaña creada por Gigi y David, no se dejó margen
de maniobra, error que nunca antes había cometido, un error de aficionado,
absolutamente innecesario.
La cuenta de El Altillo Encantado no había aparecido, aún no se había concretado,
pese a que, según Gigi, Ben Winthrop iba a estar en Nueva York durante las próximas
semanas. Aquella excusa terminaría siendo sin duda tan real como el éxito de la
campaña Abbondanza, pensó sin percatarse de que había apretado los labios y
entrecerrado los ojos en un gesto que volvió su cara sombría y amenazante. A esa
perra le había ido de maravillas desde que llegó a la oficina; todo le salía bien.
¿Por qué sentía ese odio instintivo hacía Gigi?, se preguntaba. La maldita pelirroja
se desempeñaba de manera brillante en la agencia; sin embargo, de algún modo,
sentía que todo triunfo de Gigi era una derrota para ella. Cuando se la describió a
Angus, él había dicho que Gigi daba la impresión de ser una Millicent Frost en el
comienzo de su carrera, una mujer fascinante, menuda y vivaracha, llena de ideas y de
energía, pero eso no podía ser sensato. No tenía sentido. Nadie en su sano juicio
podría comparar a una muchacha de veintitrés años, sin experiencia alguna en
publicidad – tuvo exactamente un solo golpe de suerte y otro en potencia -, con una
mujer poderosa que pronto cumpliría sesenta años y sabía más acerca del negocio de
la agencia que ninguna otra mujer en el mundo. No, imposible, se dijo Victoria con

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determinación. Lo que Angus intuía sobre Gigi era simplemente erróneo, tan erróneo
como su propia primera impresión, el recuerdo de su madre cuando joven.
Mientras paseaba por el salón y encendía las luces, Victoria, mortificada por su
nueva derrota, se preguntó en qué otra cosa podía haberse equivocado Angus. Había
pasado casi un año desde que la convenció de abandonar Caldwell & Caldwell y, ¿en
qué se había beneficiado? Tenía el treinta y tres por ciento de una pequeña agencia, lo
cual era aceptable en comparación con las agencias menores, pero sólo una gota de
agua en el océano según las pautas de la avenida Madison; había tenido que exiliarse
a la fuerza de su ciudad natal, y romper obligadamente con la corte de enamorados
que la perseguían en Nueva York. En cuanto a Angus y su promesa de casarse con
ella… nada. Victoria no detectaba señales de que hubiera cambiado en nada la
situación pese a que él constantemente le explicaba que ella no se daba cuenta porque
estaba demasiado lejos, que seguía haciendo planes para la boda, que estaba
construyendo los cimientos necesarios pero que, si ambos no tenían paciencia,
llevaban todas las de perder.
Sus palabras eran como un punzón metálico que la horadaba bajo la piel, cortando
nervios delicados, haciéndola sangrar. Cada llamada telefónica la incitaba a gritarle, a
gritarle de mala manera hasta que él hiciera lo que le pedía; sin embargo, era tan
convincente, tan sensato, que no le quedaba más remedio que coincidir con él y tratar
de no dejarse vencer por el pánico.
Habían estado juntos en catorce ocasiones durante todo el año anterior. En los
viajes que ella hizo a Nueva York, Angus sólo pudo dedicarle unas pocas horas en
nueve tardes distintas, es decir, que hacía una pasada por el hotel unas horas antes de
tener que volver a su casa. Las otras cinco veces fueron en Los Ángeles, en el
departamento de ella, durante viajes breves que él hizo a la costa.
Los largos fines de semana que le había prometido, los paseos a Ventana y Laguna,
las excursiones al desierto… ninguno se había concretado porque nunca había tiempo,
él nunca podía desconectarse de la oficina ni podía justificar cómo era que estaba en
California y no tenía la agenda repleta de reuniones; nunca encontró pretextos para
desaparecer un fin de semana y dejar a la esposa sola en su casa.
La secretaria de Angus y la de Millicent habían formado hacía tiempo una estricta
alianza para saber siempre dónde encontrarlo. Perderían mucho prestigio si él lograra
zafarse de la red durante más de unas pocas horas, que habría que justificar a la
perfección. Vivir así era como estar en una prisión de máxima seguridad, pensó
Victoria con rencor.
Hasta las llamadas telefónicas de más de unos minutos eran difíciles de concretar.
Ella no podía llamarlo a la casa ni al trabajo. La diferencia horaria que hace que Nueva
York esté tres horas tres horas adelantada a Los Ángeles implicaba que, para cuando
Angus llegaba a la oficina donde su secretaria diariamente le pasaba las llamadas, eran
apenas las 06:30 en Los Ángeles, demasiado temprano para hablar. A las 17:30,
cuando él se libraba de la continua vigilancia de la secretaria, en California eran las
primeras horas de la tarde, justo después del almuerzo, momento en que Victoria se
hallaba sumamente ocupada. Para la hora en que el día de ella terminaba, Angus
estaba de vuelta en su casa o ya había salido a alguna recepción.
De todas maneras, pensó Victoria con mordacidad, ¿acaso Angus imaginaba que
una llamada telefónica hecha a las tres de la tarde, en una oficina bulliciosa donde
continuamente entraban miles de llamadas, era lo mismo que recibir sus besos?
¿Acaso creía que las pocas veces que le había telefoneado desde su despacho antes de
que llegara la secretaria, y la despertaba, le proporcionaba la misma satisfacción
emocional?

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No, ella se había cuidado sola, muchas gracias. Y tan mal no le iba, se dijo,
mientras se acomodaba en su rincón preferido para mirar el fuego que acababa de
encender en el hogar. Nada mal.
Victoria había llegado a Los Ángeles con cartas de recomendación dirigidas a un
número de mujeres relacionadas con la vida social que había dejado en Nueva York.
Eran todas de los más altos estratos de la sociedad de Los Ángeles, miembros de
entidades que recaudaban fondos para niños discapacitados mentales, de las juntas
del Museo de los Niños, de Planificación Familiar y del Centro para el Tratamiento de la
Mujer Violada de Santa Mónica. Trabajaban en la administración del Comité del
Zoológico, Amigos del Ballet Joffrey, el Hospital St. John, el Círculo del Museo de Arte
de Los Ángeles, el Centro para la Mujer y el Comité Organizador de los Juegos
Olímpicos. Victoria se había acercado a cada una de estas mujeres filantrópicas e
influyentes como si fuera una presunta clienta, dueña de una cuenta de cincuenta
millones de dólares para donar. Optó por el irresistible e insospechado juego del
cliente, que conocía mejor que nadie de su edad, y antes de que terminara la primera
reunión, ya había mencionado su deseo de ser útil a su nueva comunidad. Al poco
tiempo la invitaban a unirse a la difícil tarea de ayudar al prójimo, a la que esas
mujeres dedicaban tanto tiempo.
Y, ¿por qué no? Tenía muchísimo para ofrecerles, reflexionó Victoria. Pronto todas
competían en ganarla para su propia causa. No sólo logró que la agencia creara y
diseñara los modelos para las invitaciones y programas de las reuniones; además
Victoria poseía todo el encanto de la persona que ha protagonizado una famosa
reyerta familiar sobre la que se había hablado en todo el país, aunque no trascendiera
ningún escándalo. De hecho, se la consideraba la gran heredera que cada poro de su
cuerpo parecía proclamar. Sin embargo, su inflexible sencillez le daba una apariencia
de inofensiva asexualidad, y no dejaba entrever ni una pizca de sus bien dominados
deseos carnales cuando cautivaba a las mujeres de aquellos grupos, a los que ingresó
de inmediato, donde en vano muchas mujeres de Los Ángeles habían intentado
acceder durante décadas.
A un reducido número de sus nuevas amigas – siempre las más influyentes de toda
institución benéfica – les confió que “se entendía” con un londinense. Con la menor
cantidad de palabras posible, les hizo saber que se trataba de un hacendado de la
nobleza, que estaba casado y no era feliz en su matrimonio, y que el romance tenía
esperanzas. Eso demostraba, se contaban unas a otras – ya que se conocían entre
todas, unidas como estaban por las tantas encrucijadas de las obras de caridad – una
cualidad de pureza, dignidad y sutil pesar muy rara en las jóvenes casaderas que aún
no habían encontrado partido. A eso se debía que no saliera con solteros de su edad,
que fuera una invitada perfecta que iba siempre sola, jamás coqueteaba con sus
maridos, con sus hijos casados ni sus yernos, que les gustara tanto invitarla a sus
reuniones particulares.
Nunca sospechamos que en realidad era como un vaquero, que cabalga en medio
de una tropa de reses y separa un novillo del montón para marcarlo, pensó Victoria
mientras las llamas del pequeño fuego ardían cada vez más altas. Nunca imaginaron
que durante los partidos de tenis en el Club Campestre de Los Ángeles, o en el Baile
del Dinosaurio en el Museo de Historia Natural – incluso durante sus escasas visitas a
la iglesia de Todos los Santos, de Pasadena – ella siempre iba pasando revista a los
distintos candidatos. El hombre que escogía era siempre joven y casado, muy casado,
uno que tuviera una esposa célebre como pilar de la sociedad, un hombre que llevara
las de perder si se jactara de andar con Victoria delante de cualquiera, o si mencionara
su nombre siquiera. Nunca imaginaron que cuando encontraba a uno que le
interesaba, un hombre seleccionado prestando la más escrupulosa atención a lo

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apetecible de su físico, ella esperaba con cautela hasta que se le diera la oportunidad
perfecta, en una gran fiesta, de decirle unas pocas y sencillas palabras al oído.
“¿Te escandalizaría mucho si te digo que me muero por acostarme contigo?” Era lo
único que se necesitaba. ¿Sería así de fácil para los hombres con las mujeres?, se
preguntaba. ¿Se sentiría alguna mujer tan profundamente halagada y excitada si un
hombre le dijera esas palabras al sentarse junto a ella en una de esas típicas mesas
redondas para diez o doce personas, en la que nadie entiende lo que dicen los demás,
salvo la única persona con la que hablamos? Si es el hombre el que dice semejante
cosa, sus palabras suenan vulgares, groseras, reflexionó Victoria. Cualquier mujer se
sentiría ofendida. Cuando era una mujer quien las pronunciaba, el hombre no podía
resistirse. ¡Dios qué tontos, ansiosos y presumidos que son! Qué fácil era
descolocarlos.
Organizar los encuentros era muy fácil. Las esposas de esos hombres no eran
Millicent Frost Caldwell. Se trataba de empresarios jóvenes, que podían escaparse por
las tardes a jugar al golf o a alguna comida de negocios sin las restricciones horarias
de Angus. A la misma Victoria le bastaba con anunciar que iba a ver a un cliente para
desaparecer de su trabajo sin que le hicieran preguntas.
Más de una larga comida, más de una tarde prolongada, pasó con algunos de los
casados más atractivos de todo Los Ángeles. Los usaba sin piedad. Si no eran buenos
en la cama, si acababan demasiado pronto o no tenían más de una erección, les daba
sólo una oportunidad; si no, los mandaba de vuelta con sus esposas.
Si lograban colmar sus expectativas, les hacía confesar sus deseos sexuales más
recónditos y anhelados, sus necesidades especiales, sin importar la vergüenza que
pudieran sentir, todas las fantasías que nunca habían podido hacer realidad con sus
esposas. El sólo hecho de confesarle lo que querían, de usar esas palabras peligrosas
mientras ella escuchaba atentamente recostada, con los labios entreabiertos, el cuerpo
voluptuoso cubierto sólo por una túnica transparente del material más fino, la mano –
como incapaz de detenerse – perdiéndose lentamente entre sus propias piernas
mientras ellos hablaban, los enloquecía de pasión. Tras permitirles representar con ella
esos actos prohibidos, les enseñaba cosas que sus mujeres jamás habrían aceptado ni
permitido. Se convertía en una experta en prácticas eróticas. No había nada que no
hiciera, salvo permitir que la dañaran, física ni emocionalmente. Antes de dejarlos ir, se
tomaba el tiempo necesario para establecer una firme afición que nunca más volverían
a satisfacer, disfrutando la idea de sus futuras frustraciones aún más de lo que había
disfrutado sus cuerpos y la incrédula adoración que le prodigaban.
Victoria exigía que los hombres elegidos la satisficieran antes de satisfacerse a sí
mismos, insistía en que se mantuvieran en silencio cuando ella se acercaba cada vez
más rápido a un violento orgasmo, con los ojos apretados mientras imaginaba a Angus
invadiendo su cuerpo. Su apetito se dirigía siempre a hombres nuevos, a lo
desconocido, a la búsqueda y la captura, más que a la repetición y la familiaridad.
Nunca era tan salvaje como después de algún encuentro con Angus, después de haber
vuelto de California con toda su lujuria aún encendida e insatisfecha, con toda la ira
que sentía hacia él y que despertaba en ella la impaciencia y el hambre, como un
adicto desesperado por una dosis de droga.
Cada hombre que tomaba, ya fuera por dos días o varias semanas de tardes
frenéticas, recibía las mismas palabras de despedida, palabras que, como ya sabía, lo
mantendrían callado y en buenas relaciones de por vida. “Si no me cayera tan
simpática tu mujer, nunca dejaría de verte, pero me muero de miedo de que se entere.
Sabes que se divorciaría de ti en un minuto, ¿o no? No debemos hacer nada que la
hiera, que arruine tu matrimonio… sí, el mejor, el mejor que conocí en mi vida.”
Un año después de haberse marchado de Nueva York, Victoria Frost era una de las
solteras más codiciadas de Los Ángeles.

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Una semana después de la promoción de Mares Azules, Sasha y Gigi fueron a
almorzar juntas. Habían hablado por teléfono con frecuencia desde que Gigi se fue de
Escrúpulos Dos, pero entre el trabajo de ambas y los atareados fines de semana
sociales de Sasha, era la primera vez que encontraban un minuto para verse. Eligieron
un lugar a mitad de camino entre las dos oficinas, el Bistro Gardens de Beverly Hills,
donde consiguieron una ubicación de primera en un largo banco de cuero, frente a las
puertas-balcón que daban a la concurrida terraza. Allí, sentadas a las mesas navideñas,
mujeres bien vestidas, algunas de sombrero, pedían hamburguesas de pollo con salsa,
y festejaban los cumpleaños de cada una entregándose regalitos de bellas envolturas.
-¡Qué lugar perfecto para hacer una batalla con comida! – comentó Gigi,
observando a las mujeres -. ¿Por qué me las imagino arrojando grandes puñados de
caviar de una mesa a la otra y tirándose entre ellas baldes de vodka hasta quedar
todas empapadas y con el pelo arruinado?
-Pagaría por verlo – coincidió Sasha, con voz un tanto áspera.
Gigi comenzó a inspeccionar a su amiga. Le notó algo raro, aunque estaba
habituada a su aspecto más atrevido, altanero y radiante, el soberbio estilo de actriz
que tan espléndidamente llevaba ese día. Sasha estaba elegante y vivaz; tenía el pelo
brilloso abultado sobre la frente; el rouge intenso era una bandera de éxito que
flameaba en sus labios. Enfrentaba a la bulliciosa masa de mujeres con amable
indiferencia, un saludo por aquí, una sonrisa por allá, demostrando una desenvoltura
social que Gigi no le conocía.
-Estás en un estilo más rey Eduardo que nunca – se aventuró Gigi.
-Y tú te pareces cada vez más a los bohemios del Sena.
-¿Es un cumplido? – preguntó Gigi, desconfiada. El Bistro Gardens estaba en
espíritu tan lejos del Sena como el Sena de Versalles.
-Por supuesto. ¿Y mi estilo rey Eduardo?
-También es un elogio. Piensa. ¿Cuándo fue la última vez en la historia que se les
permitió a las mujeres ser absolutamente femeninas, dentro de un sistema que las
ensalzaba? Cinturas diminutas, profundos escotes… la forma en que entraban y salían
con esas faldas largas, mangas abullonadas, sombrillas de encaje, maravillosos
sombreros cargados de plumas… hasta que llegó la Primera Guerra Mundial y las faldas
se acortaron. Después vino Chanel y se achataron los bustos y ahora… bueno, no
tienes más que mirar alrededor. Estilo exuberante, costoso, respetable. Todo el mundo
es elegante; los botones reemplazaron a los volados. Las mujeres se visten para
impresionar a las mujeres. No hay nada sensual en eso.
-Yo no me siento de la época del rey Eduardo – dijo Sasha -, ni tampoco
demasiado sensual.
-A Billy le pasa lo mismo. Es porque tuviste hijos – afirmó Gigi con la confiada
experiencia de un espectador -. Aunque hayas vuelto a trabajar, no sé por qué, pero el
hecho de que tengas un bebé en tu casa destruye la sensualidad… pero no te
preocupes, ya se te va a pasar; si no, nadie querría encargar un segundo hijo.
-No me explico – dijo Sasha con tal tono de desesperación que Gigi le lanzó una
mirada penetrante. Pese a que de aspecto estaba maravillosa, su voz sonaba triste, y
trató de desentrañar qué era esa… ¿tristeza? que advertía en su mirada.
-¿Nellie está bien? – le preguntó, alarmada.
-Por supuesto. De lo contrario, no estaría aquí.
-Entonces, ¿qué pasa?
-No me lo vas a creer – dijo Sasha.
-Creo cualquier cosa – respondió Gigi con fervor, rememorando esa semana
anterior durante la cual ella y Davy habían tenido que empeñarse en terminar

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innumerables detalles para los avisos de Mares Azules. Pero en medio del trabajo
intercambiaban algunos besos furtivos a pesar de que las normas de la oficina
ordenaban dejar la puerta permanentemente abierta. No sólo jugaban con fuego sino
que también caminaban sobre las brasas, hasta que llegaba la hora de dar por
terminado el día y precipitarse de vuelta al departamento de ella.
-Josh se enteró de mi brillante pasado de Gran Prostituta.
-¡A la mierda!
-Peor que eso. ¿Te acuerdas de Tom Unger? Josh lo conoció en este último viaje
que hizo a Nueva York, y el maldito cerdo se las ingenió para contarle toda la historia…
frente a un grupo de hombres que no tenían ni idea de que Josh y yo estábamos
casados.
-¡No puedo creerlo! – Nunca había sentido tanto las limitaciones del vocabulario
básico de su idioma. Tenía que haber palabras peores para describir semejante
catástrofe.
-Señoras, la especialidad de hoy es…
-¡NO!
-¡VÁYASE!
-¿Y qué dijo Josh?
-Bueno, por supuesto que lo creyó.
-Pero después de todo… eso fue… cómo te diré… cierto.
-Podía haber reaccionado de otro modo.
-¿Cómo si hubiera dos Sasha Nevsky?
-Podría no haberse dejado afectar – respondió, seria, su amiga.
-¿Y haberse llevado el descubrimiento a la tumba?
-Exacto. No tenía por qué venir corriendo a casa de acusarme como si fuera el fin
del mundo. Podría haberse conducido como si nada hubiera pasado.
-Mira, sabes que yo siempre voy a estar de tu lado en todo, pero, ¿no te parece
poco realista? ¿No le estás pidiendo demasiado, Sasha?
-No lo creo; además, no he pensado en otra cosa desde que pasó. Gigi, si yo
hubiera tenido información fidedigna de que Josh se había acostado con cada una de
las mujeres de esta ciudad desde su divorcio hasta el día que me conoció a mí, nunca
se lo habría dicho. Jamás. Lo habría aceptado como algo que él tenía todo el derecho a
hacer. Es un adulto. Lo vigilaría como un león para asegurarme de que no sigue
correteando por ahí, pero nada más. Punto final. Parte del pasado.
-Pero…
-Pero, ¿qué?
-Sasha, él es un hombre.
-¡Ay, no, Gigi tú también! ¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? Está bien que
él se divierta porque es un hombre, pero yo no puedo hacerlo porque soy mujer.
Reconoce que lo dijiste.
-Lo reconozco – admitió Gigi, avergonzada -. No puedo creer que lo haya dicho,
pero lo dije.
-Así que tienes un doble criterio con respecto al sexo: sí para los hombres, no para
las mujeres.
-Yo… no estoy segura. No, imposible.
-Lo tienes – continuó Sasha, implacable -; lo que pasa es que nunca te diste
cuenta. Me extraña, después de tantos años que discutimos sobre el tema allá en
Nueva York, todos los consejos que te di sobre cómo ser una Gran Prostituta… nunca
perdiste el adoctrinamiento básico del doble criterio. Sabías perfectamente lo que yo
hacía, pero en el fondo no creías que me acostaba con tres hombres distintos en tres
noches diferentes, ¿no? Pensabas que te estaba tomando el pelo.

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-Habrá sido así… Yo nunca los veía… no se usaba el apartamento para eso, como si
tuviéramos un acuerdo tácito… no, no era como si me estuvieras tomando el pelo –
prosiguió con dificultad -. Era una especie de… fantasía. Yo sabía perfectamente lo que
hacías, pero no lo creía. En el fondo, no le daba crédito. Saber algo no significa que
uno lo crea. Pero si yo no podía creerlo, ¿por qué Josh sí?
-Es el día y la noche. Para él es muy distinto. No sólo lo cree, sino que no puede
sacárselo de la cabeza. Vive imaginándolo todo el tiempo. Mentalmente representa una
escena tras la otra, y yo me doy cuenta con sólo mirarlo. Este asunto lo está
consumiendo; no quiere hablar de ello, pero yo veo que lo está matando. Está a un
paso del asesinato o el suicidio. Tratamos de hablar sobre la niña, de mantenernos
ocupados con amigos para no tener que estar juntos los dos solos y, cuando nos
quedamos, leemos o miramos televisión, o bien él hace llamadas de negocios.
-¿No podrías obligarlo a hablar del asunto, a ventilar todo? ¿No vendría bien un
poco de aire fresco?
-Dice que hablarlo empeora las cosas. Sencillamente se rehúsa a discutirlo otra vez;
las dos veces que traté de sacar el tema, se fue de la habitación. Una vez lo seguí,
pero salió de casa como un rayo y no volvió durante horas.
-¡Ay, Sasha, lo siento tanto! ¿Por qué no me lo contaste antes?
-Pensé que a lo mejor él cambiaba – contestó, desolada -, que si le daba un tiempo
para asimilar la idea, podría llegar a reconocer, al menos en el plano intelectual, que
yo tenía todo el derecho de vivir mi propia vida. Ahora sé que el intelecto no tiene
nada que ver con esto. Emocionalmente, preferiría que yo hubiera cometido un
asesinato. Josh me lleva veinticinco años; no es cuestión de que sean distintas
generaciones; es una cuestión de años luz. Y no tiene que ver sólo con la edad o la
generación, sino con el género. ¿A Zach le parecería bien?
-Jamás hablamos de eso; nunca supo ni una sola palabra sobre lo que hacías. Pero
no, no creo que estuviera dispuesto a concederle esa libertad a una mujer – reconoció,
sin mucho agrado.
-Y tú, Gigi, ahora que sabes que no fue una fantasía, que fue real, ¿sigues
pensando que está bien? Si no estás segura, no digas que sí para hacerme sentir
mejor, porque me voy a dar cuenta de que estás mintiendo.
-Estoy tratando de imaginármelo, de ponerme en tu lugar.
-Recuerda que no hay ningún Zach en tu vida; no existe, ni siquiera lo conoces, y
menos aún, te enamoraste de él. Imagina que hay tres hombres que te adoran, tres
hombres apuestos, solteros, todos locos por ti y, aunque no estás enamorada de
ninguno, te gustan mucho. Cada uno sabe que existen los otros, y aceptan tu libertad
de acción. No quieres elegir a uno solo, los quieres a todos, y te das permiso para
acostarte con los tres. ¿Eres capaz de imaginártelo?
Gigi se concentró profundamente, y los ojos casi se le cruzan del esfuerzo.
-Tengo que ser más concreta para que me parezca verídico – dijo -. Digamos…
Archie y Byron… y… quizá Ben Winthrop. Eso significaría que Archie el lunes, Byron el
martes, Ben el miércoles, Archie el jueves, Byron el viernes, Ben el sábado; el domingo
nadie. El domingo estaríamos tú y yo solas cocinando, como acostumbrábamos.
Hizo una pausa y cerró los ojos mientras mentalmente repasaba las imágenes. Por
fin, los abrió e hizo un gesto de asentimiento.
-Sí, lo veo. En realidad… en realidad creo que podría llegar a… disfrutarlo, una vez
que me lo permitiera y entrara en ritmo. ¡Sí, sin duda! ¡Sería una delicia! También
habría que pensar en el cansancio. Seis noches por semana suena a mucho, pero
mientras no estuviera enamorada de ninguno… sí, ¿por qué no?
-¡Bien, Gigi, ahora me entiendes! – Sasha le tomó la mano y se la sujetó con
fuerza.

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-En cuanto me imaginé a… esos tres hombres en particular… - explicó Gigi,
sorprendida de sí misma. Con Davy serían cuatro. La situación no se le iba a presentar
a ella, pero tampoco le parecía descabellada.
-No te imaginas lo mucho que significa esto para mí, sobre todo conociendo tu
actitud ante el sexo, pero te aconsejo una cosa: ¡No lo hagas, por el amor de Dios!
¡Prométeme que no lo vas a hacer! ¡Te arruinarías la vida!
-Tonta, claro que lo prometo. Pero, ¿qué vas a hacer con Josh?
-Esperar. Lo único que puedo hacer es desensillar hasta que aclare. No se me ha
acercado, no me ha dado ni un beso en los labios desde que se lo conté… y si persiste
en su actitud de no querer hablar ni consultar a un psicólogo, de no hacer nada salvo
soportarlo sabe Dios por qué… quizá por la niña, porque piensa que es injusto
castigarme después de tanto tiempo o por alguna idea alocada… lo abandono. ¿Qué
otra cosa puedo hacer? Imposible seguir así toda la vida.
-¡No, Sasha, no!
-¿Se te ocurre alguna otra salida?
-Si no vuelve a ser el mismo Josh de antes… ay, Sasha, no puedo darte consejos,
no sirvo para eso – dijo Gigi con cautela -. Haz lo que creas correcto; yo voy a estar
siempre de tu lado.
-Bueno, basta de hablar de mí, hasta nuevo aviso. Volvamos a ti – dijo de repente
la amiga, cambiando el tema.
-¿A mí? – Gigi casi se había olvidado de que existía, tan preocupada estaba por los
problemas de Sasha. - ¿Qué pasa conmigo?
-¿Cómo puede ser que no incluyas a Davy en tu terna? ¿Acaso no te gusta? Cada
vez que hablamos me cuentas que es adorable, y de pronto incluyes en la lista a Ben
Winthrop, pero no a Davy.
-¿Y eso qué tiene? Sólo lo hablábamos hip-hip-hipotéticamente.
-Estás tartamudeando.
-¡Mentira!
-Claro.
-¡Sasha, sabes que no soporto cuando dices “claro” de esa forma!
-Te estás poniendo colorada. Tartamudeas y te pone colorada. ¿Creías que ibas a
poder ocultármelo? Tú y Davy. Bueno, bueno. Qué interesante. – De pronto volvía a
comportarse con su antiguo tono de superioridad. – No eres tan recatada como
suponía… Cuéntame cómo pasó.
-Pasó después de que saqué a patadas de casa a la bestia, odiosa, desconsiderada,
repugnante y egocéntrica de tu hermano. Él no quiere una verdadera mujer en su
vida; quiere una esclava descerebrada.
-Siempre me pregunté cómo lo aguantabas. Que sea su hermana no significa que
no reconozca sus defectos. Especialmente si no lo veo nunca.
-Pareces de los que dicen este restaurante no sólo tiene una comida, sino que
además sirven porciones pequeñas.
-Esa es la descripción perfecta de Zach. Ay Dios, me muero de hambre. ¡Camarero!
¿Dónde diablos se metió? Mira, Gigi, ya está casi vacío este local. Y no nos atendieron.
¡Camarero! ¿Podría tomarnos el pedido, por favor? Estamos famélicas.

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8
Atardecía ese viernes en Kalispell (Montana). Cuando la luz de la fría tarde de febrero
fue insuficiente para seguir trabajando, Zach Nevsky y su productor, Roger Rowan, se
refugiaron de inmediato en las oficinas cómodas y caldeadas que habían improvisado
en el motel más grande de la ciudad, La Posada del Forajido. Lo habían elegido como
centro de operaciones para las catorce semanas que se calculaba insumiría el rodaje
de Las crónicas de Kalispell, la mitad de las cuales ya habían transcurrido.
Kalispell, ciudad pujante de unos trece mil habitantes, se enorgullece de contar con
una cantidad de casas estilo victoriano y calles bordeadas de árboles; también hay
gran número de auténticos parajes de principios de siglo, entre los que figura una
mansión de veintiséis habitaciones. En 1980 se había filmado allí Heaven’s Gate –
película que no tuvo demasiado éxito -, que significó el ingreso de millones de dólares
en esa amable comunidad, pero Kalispell pasó a ser sinónimo de desastre económico y
desprestigio profesional. Sin embargo, el autor de Las Crónicas ubicó la acción en
Kalispell, de modo que ese era el único lugar adecuado donde se podía rodar.
-¿Quién dijo: Muéstrame a un gran actor y te enseñaré a un espantoso marido;
Muéstrame a una gran actriz y habrás visto al diablo en persona? – preguntó Zach
desde su escritorio.
-Podría ser George Bernard Shaw – arriesgó Rowan -, pero él no habría usado la
palabra “espantoso” en ese contexto. ¿Acaso Billy Wilder? ¿Hitchcock? ¿No? Está bien,
me doy por vencido, como siempre.
-Fue W.C. Fields. Y ya llevaba mucho tiempo muerto antes de que Melanie Adams
se convirtiera en la estrella femenina más importante del planeta. Era un verdadero
profeta…
-¿Un profeta? No, por favor. Tenía mucha experiencia, nada más. Trabajó con
varias de las actrices más notables de su época… nada ha cambiado.
-¿Quién fue el maldito que la puso en nuestra película?
-Tú te empecinaste en que fuese ella – recalcó Rowan visiblemente aburrido -. Yo
quería que fuese ella, el estudio quería que fuese ella, el autor quería que fuese ella…
El público adora el suelo que ella pisa. Nada más que el valor de su nombre en las
marquesinas…
-Fue una pregunta retórica, Rog. Cuando pienso en el trabajo que nos costó
contratarla… en los mil y un requisitos que nos impusieron sus nuevos agentes desde
que Wells Cope dejó de ser su representante.
-Mira el aspecto positivo, Zach: su trabajo es increíble. Estás consiguiendo lo que
esperabas y más aún.
Los directores viven quejándose de las estrellas, reflexionó el veterano productor,
cansado. Como si ellos mismos no se dieran aires de prima donna. Rowan odiaba a
directores y actores por igual. Si pudiera hacer películas sin actores, ni directores, sería
una persona feliz.
Había contratado a Zach Nevsky porque le veía menos delirios de grandeza que al
noventa y siete por ciento de sus colegas de renombre. Los directores en esa etapa de
la historia del cine (y hacía más de quince años de Roger Rowan trabajaba de
productor) tenían más poder que nunca, y ese poder los transformaba en tiranos, con
idénticas ínfulas y aires que la realeza. Con todo, debido a la fama de Zach Nevsky de
terminar las películas dentro del plazo y presupuesto establecidos (apenas inferior a la
de Norman Jewison y Richard Lester), conseguirlo se consideró todo un logro. No era
inestable ni obstinado, y no se dejaba superar por las cosas. Por eso, el hecho de que

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tuviera la costumbre de preguntarle el día entero la fuente de alguna cita desconocida
le parecía muy poco precio que pagar.
-¿Crees que yo habría luchado para contratar a una actriz que no fuera capaz? –
respondió Zach a la pregunta de Rowan sobre Melanie -. Mira, Roger, creo que soy un
tipo con los pies sobre la tierra. Salvando unas pocas y honrosas excepciones, sé que
las actrices buenas como Melanie son profundamente narcisistas, de un modo que las
demás mujeres ni siquiera imaginan. Por ende, la llamo sabiendo que va a ser terca,
manipuladora e imprevisible hasta la locura; si no lo fuera, me llamaría la atención.
Pero esto de acostarse con los técnicos… con dos de ellos… ¡No es profesional!
Acostarse con los actores, vaya y pase… es algo sabido, especialmente cuando se
trabaja en exteriores. Pero lo menos que se le puede pedir es que ponga ciertos
límites… Aunque más no fuera, por una cuestión de status.
-Según mi mujer, es comprensible.
-¿Ah, sí? ¿Qué opina Norma de esto? – Había despertado la curiosidad de Zach.
Norma Rowan era una de esas mujeres sin hijos que dedican todo su tiempo y
esfuerzo a acompañar a sus maridos a cada uno de los lugares de filmación, para
ocuparse de que a él no le falte nada, y vigilar de cerca cómo y con quién se divierte,
lo que explicaba los muchos años que llevaban casados.
-Dice que no es tan raro que una actriz se caliente con un operario a diferencia de
los actores, los obreros no suelen ser objeto de sus fantasías y, como ellos no esperan
que las actrices importantes los miren, aprecian cada oportunidad en que ellas se les
acercan. Además, Zach, no se cansan nunca. Algunos son tipos grandes y musculosos,
acostumbrados al trabajo manual. Mi mujer podría contarte sobre una de mis películas,
donde la estrella se acostó con todos y cada uno de los asistentes e iluminadores, sin
contar a los dobles, el camarógrafo y cuatro de los choferes… Llegó a ser miembro
honorario del Sindicato de camioneros antes de terminar su carrera, y fue una carrera
larga, de mucho éxito. No es tan malo pensar en una actriz bien lubricada, mientras no
se lubrique con alcohol. Entonces ¿qué te preocupa? ¿Acaso tenías otros planes para
ella?
-Primera regla de dirección de Nevsky: no te acuestes nunca con la protagonista.
No, Rog, lo que me preocupa es que por su culpa, los obreros se pelean entre ellos.
Allen Henrick trabajó antes para mí. Es una persona seria. Está casado, tiene hijos. No
va a pasar a mayores. Pero a Sid White no lo conozco. Es joven, impredecible… Un tipo
dominado por sus pasiones, cambiante, soñador, quizás hasta un tanto perturbado. No
es el típico asistente bonachón.
-Los técnicos pueden reemplazarse fácilmente, Zach. Pero si mandamos a Sid de
regreso a Los Ángeles, sabes que Melanie nos va a echar la culpa, y acto seguido se va
a meter con otro, todavía más abiertamente – señaló Roger Rowan -. De todos modos,
éste es el primer trabajo de Sid. Lo tomamos porque nos lo recomendó Lou Cavona,
jefe de operarios, y con él no hay que meterse. Es uno de los hombres más poderosos
de Los Ángeles, y si él quiere que el hermanito de su mujer entre en el sindicato, no
sólo es un derecho que le asiste sino casi una tradición. Los Cavona han sido siempre
una familia de tramoyistas.
-No sé – dijo Zach, pensativo -. Quizá convendría despedir a Sid, pese a los
problemas que pudiera acarrearnos. Me encargué personalmente de vigilarlo toda la
semana, como si no tuviera cosa que hacer, como si no tuviera una película que
terminar, y te juro que está enamoradísimo de Melanie, loco por ella. Enamorado con
mayúscula. Sí, al estilo de Romeo y Julieta, y no pongas esa cara de cínico, Rog, que si
de algo me han servido todos los años que me pasé dirigiendo obras de Shakespeare,
fue para aprender mucho sobre el amor y la pasión. Sid está celoso de Allen, con celos
enfermizos, y eso a Melanie no sólo le encanta, sino que además hace todo lo posible
por avivar las llamas. Es más peligrosa que un pirómano. Hasta ahora lo saben apenas

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unos pocos, porque hace demasiado frío y no andan los periodistas revoloteando por
aquí…
-Zach, esto es nada más que una idea, pero ¿qué te parece si intentamos que
Wells Cope le hable? En los siete años que estuvieron juntos tiene que haber
aprendido cómo tratar a Melanie. No me hace gracia darle a Wells esa satisfacción,
pero valdría la pena intentarlo, ¿no?
-Jamás haría semejante cosa, Rog – se apresuró a responder a Zach -, porque
apenas le pida consejo a alguien sobre cómo debo manejarme con Melanie, perderé el
control de la película. No; mejor hablo yo con ella antes de que este asunto se
prolongue. Como mañana filmamos y el domingo es su día libre, voy a ir a verla esta
misma noche.
-Respeto tu punto de vista – insistió Roger -, pero cuando decidimos filmar en
Kalispell mucha gente me preguntó cómo nos atrevíamos a volver al mismo lugar de la
catástrofe de Heaven’s Gate. Les expliqué que a partir de esa experiencia habíamos
aprendido qué cosas no teníamos que hacer, y hasta ahora nos ha ido bien. Cuando
comenzó el rodaje te convertiste en el capitán de este barco y todos los demás, incluso
yo, en pasajeros. Pero, ¿estás seguro de que es lo mejor? Melanie Adams está
acostumbrada a que la traten con guantes de seda.
-Rog, se trata sólo de una actriz. La más cara, admirada y bella del mundo, sí, pero
una actriz, al fin…
Zach sacudió el cabeza ante ese productor, eternamente afligido como todos los
hombres de su profesión, más interesado en proteger la producción que en lograr que
se filme la mejor película. Rowan era, sí, un profesional de gran experiencia, pero
cínico por naturaleza; no tenía ni una chispa de pasión, ni pizca de visión. Para él, una
película era fundamentalmente un producto, tanto como para los ejecutivos del
estudio. Rowan, que nunca había producido una película tan importante como Las
crónicas, era el preferido del estudio, que lo había seleccionado especialmente, motivo
de más para desconfiar. Si los directores pudiesen trabajar directamente con los
actores, sin la molestia que significan los productores y los estudios, se dijo Zach, sería
un hombre feliz.
-Las actrices – Zach prosiguió con su idea – son mujeres con el físico y el talento
necesario para dar vida a otras mujeres. Se podría decir que son un virtuoso de la
personalidad como otros lo son de un instrumento musical, que les surge desde
adentro una luz y una vida interior muy especiales que embelesan al público, pero no
dejes nunca, nunca que tengan el control de la situación. Yo siempre trato de pensar
que, en el fondo, no son nada más que mujeres. Manejar a las actrices es parte de mi
obligación, entre muchas cosas para las que se me contrató. Soy un domador de divas,
ya tendrías que saberlo.
-¿Por qué no seguiste dirigiendo teatro? – preguntó Roger, con cierto malhumor -.
Los tramoyistas del escenario seguramente no traen tantos problemas como los de
cine. Para empezar, son más viejos… Y las actrices del off Broadway deben de ser más
fáciles de manejar.
-En realidad, extraño las tablas más de lo que suponía, de lo que nunca imaginé,
pero no es el momento, Rog. No es el “show” del momento.
-El show… Con un presupuesto de veinticinco millones de dólares, un libro que
ganó el premio Pulitzer y que además fue un éxito comercial, doscientos cincuenta
lugareños contratados como extras, dos de las figuras masculinas más destacadas de
la industria cinematográfica… y tenemos al productor y el director tratando de decidir
qué hacer con la política de puertas abiertas de la señorita Adams. ¡Cómo me gustaría
producir una película de cowboys con actores hombres, sin enredos amorosos salvo
con las chicas malas del saloon… nadie que se complicara la vida por ellas. ¡Por Dios!

100
¿Qué cosas sabía él de Melanie Adams que pudiera usar para tener más
ascendiente sobre ella? se preguntó Zach Nevsky después de marcharse Roger. Porque
si había una actriz que no se iba a dejar influir fácilmente por un director, era esa
mujer, que había saltado al estrellato internacional siete años atrás con su primera
película… y sería un tonto si no aprovechaba todos los recursos de que disponía.
En 1976, a los diecinueve años, Melanie Adams abandonó su Louisville natal para
dirigirse a Nueva York, donde Spider Elliott la lanzó como modelo. Eso era lo único que
Zach sabía. Al poco tiempo Wells Cope la transformó en su protegida independiente
que contaba con un gran respaldo económico, se había convertido en uno de los
personajes de más éxito de la industria fílmica, y cuando se hizo cargo de Melanie
Adams, ascendió a altísimos niveles.
En su segundo trabajo, Legend, Melanie tuvo que enfrentarse a la difícil prueba de
interpretar un personaje basado en las primeras experiencias en Hollywood de Marlene
Dietrich y Greta Garbo. Salió airosa del desafío: su belleza y su talento respondieron a
los requisitos de tan exigente papel. La primera mujer de Spider, Valentine O’Neill, fue
quien diseñó el importantísimo vestuario que usó Melanie en la película.
A partir de ese momento, Melanie Adams protagonizó otras tres películas, cada una
más importante que la anterior, producidas todas por Wells Cope, un hombre de más
de cuarenta y cinco años, frío, listo, muy reservado, pero por sobre todo brillante, que
supo mantenerse al margen del mundillo del cine. Se conducía en Hollywood con
notable astucia, pero, por decisión propia, nunca participó por entero de la vida de los
artistas.
Ni siquiera quienes dedican su vida a ello alcanzaron a comprender jamás el tipo de
relación que lo unía a Melanie. Ningún periodista logró penetrar en la intimidad de
ambos. No se había casado con ella, (uno con el otro ni con otra persona), y si tenían
un romance, nadie lo podía asegurar. No obstante Wells era empresario de Melanie en
todo sentido, era el hombre que le indicaba cada paso que debía dar en su carrera. La
decisión de aceptar el papel protagónico de Las crónicas fue la primera que tomó
Melanie por sí misma no bien concluyó su contrato con Cope.
Spider Elliott, pensó Zach. Él podía saber algo sobre Melanie. A esa altura,
cualquier tipo de información podía servir, pese a que le había dicho a Roger que no
quería consultarlo con nadie. ¡Como si fuera a llamar a Wells Cope! Con Spider era
distinto. Miró la hora y le pidió a su secretaria que intentara comunicarse llamando a
Escrúpulos Dos, y trató de no pensar en cuántas veces había llamado a Gigi a ese
lugar.
-Hola. ¿Spider? Habla Zach Nevsky.
-¡Zach! ¿Cómo estás? ¿Qué tal Montana?
-Yo, bien y Montana, fabulosa, pero había preferido que la historia de Las crónicas
se desarrollara en verano. No sabía lo que era los vientos helados hasta que llegamos
aquí. Mi visión estaba tan centrada en Nueva York, que creía que Montana era el
lejano oeste, y ahora sé que es el bajo Canadá. La acumulación de nieve es del doble
de mi estatura. Bueno, basta de hablar de mí. Dime: ¿Cómo están Billy y los mellizos?
-Todos bien, estupendos, gracias. ¿Qué tal la película?
-Va bien. Hasta ahora venimos cumpliendo con el cronograma y el presupuesto.
Las tomas diarias son excelentes, pero hay un tema que te quería comentar.
-Adelante.
-¿Sabías que Melanie Adams trabaja en la película?
-Vamos, Zach. ¿Quién no lo sabe?
-Es una mujer difícil, más que ninguna. Acostumbrada a hacer lo que quiere, y
además, consentida por Wells Cope. Estoy a punto de discutir ciertas cuestiones con

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ella, y pensé que podías darme algún consejo ya que eres el que la conoce desde hace
más tiempo.
-¿Consejos? Soy el menos indicado para entenderla. Seguro sabes más que yo. Te
ayudaría si pudiera, pero ella siempre hace lo que quiere. Por otra parte, hace unos…
seis años que no la veo ni hablo con ella… más o menos desde que se estrenó su
primera película.
-Sí, Spider, pero según se dice por ahí, eres el hombre que más sabe de mujeres.
-Me hacen una fama exagerada. No existe hombre sobre la tierra que sepa mucho
sobre mujeres. Yo me he hecho fama precisamente porque no me olvido de eso. De
todos modos, nunca tuve idea de qué es lo que la motiva. En ese sentido, es un ser
original.
-Tú fuiste quien le sacó las fotos con que llegó a Hollywood – insistió Zach.
-Yo sabía iluminarla, Zach, nada más. No fue tan complicado. Encendí los
reflectores y apreté el botoncito de la cámara. Todo lo demás lo hicieron sus facciones.
No hay caso, nunca sale mal en las fotos. Oye, tal vez esto te sirva. Antes de
conocerla, y por la forma en que se comportaba, Valentine me comentó que Melanie le
parecía hueca, pero después de conocerla cambió de opinión, y llegó a la conclusión de
que en el fondo era una persona triste. Sintió pena por ella, sólo Dios sabe por qué, ya
que no le agradaba. “Triste y hueca”, Zach, y lo dijo una mujer con gran intuición.
Quizás te sirva de algo.
-Seguro, Spider. Y gracias, muchas gracias.
-De nada. Ojalá pudiera decirte algo más.
-No te olvides de mandarle saludos a Billy y un beso a los gemelos.
-Por supuesto. Trata de no tomar frío. Adiós.

Cuando colgó el teléfono, Zach Nevsky sabía dos cosas además de lo dicho por Spider.
Por un lado, Spider había estado perdidamente enamorado de Melanie, a juzgar por el
tono de voz que empleó al hablar de ella. Además, el amigo sabía que había terminado
su relación con Gigi, puesto que no la mencionó ni una sola vez… Bueno, ¿qué
pretendía? Se preguntó Zach furioso. Que Gigi no hubiera anunciado a todo el mundo
que lo había echado para siempre de su vida… que hubiera seguido meses y meses
fingiendo que todo andaba bien, sólo porque… porque ¿qué?... ¡Por el amor de Dios…!
Cuando una relación terminó, terminó. Pero cuánto le había costado no preguntarle
por ella. Durante la conversación, sintió que se moría por decir aunque más no fuera:
“¿Cómo está Gigi?”, pero no confió en su propia voz. Si él fue capaz de adivinar por
teléfono los sentimientos de Spider, bien podía ser que Spider hubiera hecho lo mismo
con él.

Spider Elliott colgó el receptor y puso los pies sobre el escritorio. La llamada de Zach lo
había perturbado mucho. Durante esos siete años desde que Melanie había alcanzado
el estrellato, había tratado de no ver ninguno de sus filmes. Melanie lo hirió en lo más
profundo de su ser cuando desapareció de sus vida de un modo tan brusco, dejándole
por toda explicación una carta falsa, llena de mentiras. Fue su primer amor, su primer
amor de verdad. Con independencia de lo que se hubiera venido después, como a
cualquier persona que se siente despreciada por su primer amor, Spider nunca pudo
sobreponerse a esa crueldad inmerecida. Solamente Valentine pudo curarlo de la crisis
emocional que sufrió por culpa de Melanie.
Excluyó a Melanie de su vida, pese a que ella trató de volver a atraerlo con toda
clase de ardides. Más adelante descubrió el amor que sentía por Valentine, un amor
totalmente distinto, maduro, recíproco. Por más de un año después, Melanie

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reapareció en su vida. Valentine murió cuando se hallaba trabajando hasta muy tarde,
debido a la gran responsabilidad de terminar a tiempo el vestuario de Melanie para la
película Legend.
Melanie no mató realmente a Valentine, eso ya lo entendía, pero lo cierto era que
de no haber existido Melanie Adams, Valentine seguiría viva.
Y si Valentine estuviera viva, él no se habría casado con Billy. Suspiró, entonces,
asombrado por las vueltas de su vida, una vida en la que Melanie habría sido el hilo
conductor del destino. Todo lo que Spider había conseguido, todo lo que lamentaba o
apreciaba en el presente, existía por ella o a pesar de ella. Si Melanie fuera una chica
como cualquiera, seguramente se habría casado mucho tiempo atrás. Él quizá sería un
renombrado fotógrafo – porque ése era su mayor talento – y ella aún sería modelo, o
se habría retirado para tener hijos, ante el avance de las modelos adolescentes.
Lamentaba que Zach Nevsky tuviera algo que ver con ella, pensó al levantarse de
su escritorio para mirar por las ventanas de su amplio despacho de Escrúpulos Dos el
último resplandor rojizo del sol invernal que desaparecía tras el borde gris del Pacífico.
Ojalá Zach Nevsky no lo hubiera llamado y despertado viejos recuerdos. Zach le caía
bien. Siempre le cayó bien, con independencia de que hubiera cortado con Gigi, algo
que ni siquiera Billy lograba comprender. Gigi Orsini podía valerse sola. Zach Nevsky, a
pesar de todo su poder, no le llegaba ni a los talones a Gigi… Eso sí sabía sobre las
mujeres.

Melanie Adams se daba perfecta cuenta de que Zach no le había pedido una reunión
solamente para conversar sobre su actuación en el papel de Lydia Lacy. Ella se había
convertido en el mejor juez de su propio trabajo, y varias actrices se encontraban en
condiciones de representar el papel de virginal profesora de música que origina una
sangrienta disputa entre los dos hombres más poderosos de un pueblito de Nevada.
Pero lo había aceptado por dos motivos: los actores que compartían los roles
protagónicos eran Clint Eastwood y Paul Newman y, además, se trataba del primer
papel de importancia que le ofrecieron una vez que terminó su contrato con Wells
Cope.
Cuando todavía era una desconocida sin experiencia, que no confiaba en su propio
potencial, Wells intuyó el poder de su belleza y la llevó de Nueva York a Hollywood. Allí
hizo que le enseñaran, la probaran e inmediatamente después de ver las pruebas de
su primer trabajo, la contrató para cuatro películas.
En aquella época estaba ansiosa por tener un contrato que la protegiera de los
peligros que acechan a toda chica nueva en la ciudad, máxime cuando la ciudad en
cuestión es Hollywood. Wells le prometió “inventarla”, y gracias a su notable
inteligencia, al poder indiscutido del que gozaba en el estudio y a su habilidad para
dominar la impaciencia de esa joven y elegirle los papeles a su medida, Melanie no
había dado en toda su carrera ni un solo paso en falso.
Melanie en ese momento necesitaba urgente un maestro, y en Wells Cope encontró
no solamente al maestro, sino también al único hombre que se conformaba con
hacerle el amor de manera exquisita, sin pedirle respuesta alguna; al único hombre
que podía sumergirse en su belleza, gozar con ella, y no preguntarle nunca si lo
amaba.
A cambio de eso, lo único que Wells pretendía era ser su dueño. ¿Cuándo cayó
Melanie en la cuenta de que no era más que un ser creado por él? ¿Cuánto le llevó
aprender que, si bien la soga que los unía era flexible, sedosa, invisible y le permitía
moverse con comodidad, en realidad estaba hecha de acero y la tenía sujeta por el
cuello? ¿Cuándo comenzó a rebelarse y tomó conciencia de que todo la llevaba hacia la

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autodestrucción (cosa que no la tentaba en absoluto), y que cualquier victoria suya iba
a ser siempre de poca monta?
Podía gastar todo el dinero que quisiera, pero no se le permitía escoger el vestido
que llevaría para la entrega de premios de la Academia. Podía vivir en cualquier lugar
del mundo, comprarse un barco en el valle de Cachemira si quería, pero tenía que
presentarse a trabajar el día fijado por Wells, durante el tiempo que él decidiera que la
necesitaba, e interpretar el papel que él le había seleccionado de los cientos de libretos
que jamás se le mostraban a ella. Melanie podía rechazar los acercamientos sexuales
de Wells (y eso fue lo que hizo cuando empezó a aburrirse), pero cuando comenzó a
alternar con otros hombres que la atraían, Cope no manifestó el menor asombro, y casi
podría decirse que tampoco demostró interés.
Por otra parte, Wells la condenaba a largos períodos de inactividad (la maldición
que se cierne sobre ciertas actrices), clases de actuación, hasta que por fin Wells se
decidía por algún proyecto que consideraba digno de ella. Podía casarse si así lo
deseaba, pero ¿qué sería un marido, sino otra clase de dueño? ¿Qué marido no
esperaría algo de su mujer, por más que ella fuera la mismísima Melanie Adams?
También puedo enamorarme, se decía Melanie; eso Wells no podía impedirlo. Sin
embargo, la actriz nunca se había “enamorado”, fuese lo que fuere, y ya se daba
cuenta de que no estaba en su destino. Toda la vida la adoraron. Desde su más
temprana infancia le dijeron siempre cuánto la amaban. De todas partes le prodigaban
amor en oleadas sin límite: un amor sofocante y cargado de exigencias. A Melanie le
desagradaba y luchaba infructuosamente por rechazarlo. Le molestaba tanto como si la
obligaran a tomar una taza de chocolate siempre llena. No. Ya le había dicho que no al
amor.
Para lo único que servía era para actuar. Tenía que ser actriz; de lo contrario, su
vida carecería de sentido. Para poder hacerlo, se resignó a ser un objeto de amor. Era
el precio que debía pagar.
¿Tener hijos? Se estremecía de sólo pensarlo. Si había algo peor que ser propiedad
de Wells Cope, era que se adueñara de su vida un hijo, cuyo nacimiento constituía el
acto más irrevocable en la vida de toda mujer. Un contrato legal al menos tiene fecha
de vencimiento, pero los lazos impensables de la maternidad eran para toda la vida. A
los hijos no se los podía reemplazar por sustitutos más placenteros. Nunca
comprendió, ni le parecía posible comprender, cómo una mujer podía tener tan poca
imaginación, tan poco sentido de la autoconservación como para desear tener hijos.
Desde luego, imposible explicar la mentalidad de esclavas de ciertas mujeres.
Necesitaban sentirse necesitadas. Hasta las más hermosas querían tener hijos, algo
totalmente incomprensible.
Lo único que deseaba era ser libre, que nadie se atribuyera derechos sobre su vida,
no tener que dar explicaciones, y lo más importante, tener que dar explicaciones, y lo
más importante, tener alguna prueba de que ella existía de verdad, más allá de los
deseos inadmisibles e ineludibles de los demás para con ella.
Esa prueba que buscaba con tanta angustia sólo la hallaba actuando frente a las
cámaras, rodeada de gente que sólo se interesaba por lo que ella hacía, no por lo que
era, gente que le pagaba para que estuviera allí, filmando, que no lo hacía por amor,
gracias a Dios, sino para su propio beneficio.
Tan sólo cuando se sentía usada para transformarse en otra persona, una persona
que no fuera Melanie Adams, cuando le pedía que se metiera en cuerpo y alma dentro
de otro se, sólo entonces llegaba a sentir que había puesto en práctica el potencial de
su corazón. La búsqueda permanente y angustiosa del verdadero sentido de su
existencia solamente se calmaba cuando ponía en práctica su arte. Sólo cuando
actuaba se acercaba – aunque nunca llegaba -, se acercaba – pero nunca lo suficiente
– a la felicidad.

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Para Melanie Adams, Eastwood, Newman y los Rowan se alquilaron las cuatro
casas más confortables de Kalispell. Los demás intérpretes, técnicos y miembros de la
producción de Las crónicas se alojaban en diversos moteles. Los extras, en cambio,
eran gente del lugar.
A las seis de la tarde Zach salió de La Posada del Forajido, recorrió en auto un
breve trayecto por la zona de casas residenciales – todas con bellos muñecos de nieve
en el jardín – y estacionó frente a la casona victoriana habitada por Melanie y su
peluquera personal, una mujer de nombre Rose Greenway, que la peinaba desde que
la artista comenzó su carrera. Rose se había transformado en su asistente
indispensable en muchos aspectos. Además era su confidente y amiga, hasta donde
Melanie era capaz de tener amigos. Cuando Melanie abandonó a Wells Cope, se llevó
consigo a Rose.
Roger Rowan había efectuado a través de la señorita Greenway todos los arreglos
relacionados con el bienestar de Melanie durante la filmación; hubo que buscarle, por
ejemplo, un cocinero especializado en comida vegetariana, una masajista de tiempo
completo, un publicista personal radicado en Los Ángeles (cuya misión era graduar el
contacto de la prensa internacional con la actriz) y una persona encargada de su
vestuario. Wells Cope la había rodeado de los lujos propios de las estrellas, y Melanie
aprendió a ocuparse muy bien de su persona.
-Adelante señor Nevsky. – Rose Greenway le recibió el abrigo y el gorro de piel. –
La señorita Adams lo está esperando. Dijo que subiera. Pase y cierre la puerta, así no
se escapa el vapor de los humidificadores. El aire de la montaña es demasiado seco
para la piel de la señorita – agregó con tono de crítica.
-Ya lo sé, señorita Greenway – respondió Zach al oír la habitual queja. Subió la
escalera y entró al amplio dormitorio del frente, con ventanas de arco, que Melanie
Adams había convertido en sus aposentos. Era la primera vez que subía a la planta
alta, y esperaba verla decorada con la misma profusión de muebles ordinarios que
abundaban en la planta baja. No obstante, Melanie había transformado la habitación
con buena cantidad de chales de diferentes tamaños, exóticos colores y diseños que se
combinaban en forma misteriosa. Con ellos había cubierto todas las superficies: los
sillones, las sillas, las mesas, hasta el cabezal de la cama de dos plazas. Uno de esos
mantos cubría la pantalla de todas las lámparas. Sobre la alfombra, varios felpudos de
piel blanca. La cama abierta dejaba ver bellas sábanas italianas bordadas. El
acolchado, pensó Zach mientras recorría la habitación vacía, debía estar relleno con las
mejores plumas de diez mil gansos. En el hogar ardía un buen fuego, y había plantas
por doquier. También había velas votivas en pequeños candelabros con tulipa de
cristal, que daban un toque de luz aquí y allá.
-Pasa, pasa – La voz de Melanie llegaba por la puerta abierta del baño. – El agua
está excelente.
Genial pensó Zach.
-Gracias, pero voy a esperar aquí a que termines de bañarte – respondió. Eligió el
sillón más grande para sentarse. Cerró los ojos e inhaló el aire exquisitamente
perfumado donde se mezclaban el calor del ambiente humedecido en forma artificial
con las velas de sutil aroma. Los únicos sonidos que le llegaban desde el baño era el
de la esponja cargada de agua, un chapoteo apagado y el chorro de agua que se
agregaba a la bañera.
¿Qué es esto? ¿Un jardín de la Alhambra? se preguntó Zach. ¿Una fiesta en el
harén de un sultán? ¿El prostíbulo más elegante de Persia? Fuese lo que fuere, con
tanto calor le darían pulmonía al salir, si se quedaba con el pulóver y la camisa de
franela. Se los quitó y se sintió más cómodo sólo con camiseta y vaqueros. Lindo
jueguito montó Melanie aquí, se dijo. Confundir y desorientar para evitar la

105
confrontación. Por otra parte, ella antes sólo había tratado con Cope, que también
vivía a lo grande, por lo que la ambientación debía de ser para su propio placer…
Cuando Melanie consideró que Zach ya la había esperado bastante, salió del baño
con el pelo envuelto en un turbante de toalla y una delgada bata de seda blanca que
se le adhería al cuerpo húmedo, atada a la frágil cintura, sin rastros de maquillaje en la
cara deslumbrante, y lo encontró profundamente dormido.
Lo miró, frustrada; de nada le valió haber hecho semejante entrada. Pero… mejor…
Así podía tomarlo desprevenido y mirarlo con más tranquilidad de lo que podía hacerlo
cuando estaban en el set y él la dirigía con sus ojos inteligentes. Hasta estando
dormido, y por ende sin su típico aire de suficiencia, Zach seguía siendo el centro,
pensó. Imposible pasar por alto su presencia y muy difícil de darle la espalda ya que,
aunque estuviera dormido, irradiaba una especie de energía física pura. Ello en gran
parte se debía a su tamaño, a la gracia con que estaba ahí tendido, a su pelo oscuro,
al grosor de su cuello, a la forma arrogante de su cabeza, al contorno irregular de su
cara, a los pómulos salientes y la nariz que parecía quebrada más de una vez. El sueño
no conseguía domar a Zach Nevsky.
Sí, lo deseaba. Lo deseaba desde el principio, pero cuando Wells dejó de ser su
amante, insistió en que nunca tuviera un romance con su director. La razón principal
era que Melanie perdería su posición ventajosa. Ventaja que tenía porque todo director
debía, inevitablemente, desesperarse por poseerla. Esa desesperación, como una
fuerte corriente de agua atrapada bajo una capa de hielo, trabajaría a favor de ella. El
director tendría la motivación necesaria para alcanzar por ella cimas de creación jamás
logradas con otras actrices, para ser más ingenioso y brillante, para pensar
incesantemente en las escenas de Melanie, para mejorarlas, para conseguir que ella
diera lo mejor de sí.
No por casualidad se decía que Melanie era el sueño prohibido de todo director.
Sin embargo, Wells Cope y todas sus instrucciones y controles habían quedado
atrás, se dijo Melanie con gran placer. Estaba sola y Zach Nevsky le daría la
oportunidad de poner a prueba la teoría de Wells. ¿Por qué tenía él que tener razón?
¿Y si iniciaba un romance con su director y conseguía mayores ventajas que
reprimiendo sus impulsos?
Zachary se sobresaltó, abrió los ojos y encontró a Melanie observándolo con una
mirada muy intensa, que él reconoció y comprendió.
-¿Buen baño? – le preguntó, ya totalmente lúcido.
-Excelente, gracias. – Estiró los brazos por detrás de la espalda. – No sabes lo que
te perdiste.
-Prefiero la ducha.
-Es una tontería, y sin embargo, no conozco ni a un solo hombre que disfrute con
los baños de inmersión. Todo el sexo masculino se pierde uno de los mayores placeres
de la vida.
La voz de Melanie no había pasado por entrenamiento alguno. No había perdido
ese toque de su Louisville natal: un dejo persistente de dulzura que creaba un clima
propio, un clima semitropical de música lejana y tentadora, de invitación
delicadamente tangible.
Se sentó en una silla baja cerca del sofá, y al cruzar las piernas la bata se le abrió,
dejando al descubierto sus muslos. Se quitó el turbante de toalla y sacudió el pelo
largo y ondeado recién cepillado: una increíble cascada de color miel con reflejos
rojizos, pelo que cambiaba de color según la luz, con cada movimiento, pelo del que
nunca se pudo definir su color exacto, pese a los múltiples intentos que se hicieron.
-¡Qué silencio! – exclamó Zach. De pronto se había percatado de que estaban en
una gran quietud, sólo interrumpida por el crepitar del fuego.

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-Rose se llevó a todos a comer pizza y al cine después de que llegaste – explicó
Melanie -. Siempre hace eso los viernes a la noche, incluso cuando estamos rodando
exteriores. ¿Quieres tomar algo?
-No, gracias.
-Yo me voy a servir un jerez… ¿Seguro que no quieres?
Su voz sonaba inocente, encantadora, con rastros de buen humor. Melanie se
dirigió a la mesa donde había una bandeja con varios vasos y botellas. Zach la miraba
moverse. La joven de daba perfecta cuenta de cada paso que daba, de la exquisita
forma de sus muñecas, sus manos y sus dedos al tomar el vaso, del ángulo casi
milagroso que formaban su cuello y su mentón cuando bebía, de la curva de sus labio
contra el borde de la copa, del delicado contorno de sus pezones en sus senos duros,
bien formados, de la sombra de sus muslos que conducía a una maraña inquietante,
que no podía dejarse de ver bajo la bata blanca, ya que estaba parada contra el fuego,
la mayor fuente de luz de la habitación.
Sabe más sobre iluminación que cualquier actriz del mundo, se dijo Zach. ¿Creerá
que soy tan fácil?
-El papel es tuyo – exclamó Zach inesperadamente.
-¿Qué papel?
-El de Afrodita, con violetas entrelazadas en los bucles.
-¡Vaya un elogio! Después de todo, no me he presentado para un trabajo.
-Nunca te va a hacer falta. Porque Afrodita posee “una engañosa persuasión que
cautiva la mente hasta de los sabios” o algo por el estilo, según Homero.
Melanie atravesó el cuarto y se sentó en el brazo del sillón, muy cerca de Zach.
Tenía la boca seca, pero pudo controlar la creciente excitación que la invadía y analizar
con precisión la forma en que debía inclinar levemente la espalda hacia adelante para
realzar la línea de sus pechos. También sabía cómo se le aplastaban los muslos contra
el brazo del sillón sin perder su gracia.
-Melanie, ya hacía varios días que quería charlar a solas contigo. – El tono de Zach
era sincero, al tiempo que se daba vuelta para poder estudiarle la cara abiertamente.
Mentalmente se dijo que nunca nadie había tenido una piel de transparencia tan
cautivadora, de tanta luminosidad, la piel más perfecta sin maquillaje que había visto
en la pantalla.
-¿En serio? – Reprimió una sonrisa de placer que quería dibujarse en sus labios.
-No sé si sabes que el único motivo por el que acepté dirigir esta película fue
porque serías tú la protagonista. Creo… mejor dicho, sé positivamente que eres la
mejor actriz de tu generación – declaró Zach con franqueza.
-Bueno, gracias. – Melanie se permitió un modesto gesto de reconocimiento de
algo de lo que hacía años estaba convencida. Sin embargo, no imaginó que él fuera a
empezar con los cumplidos de costumbre.
Cuando Zach por fin apartó la mirada de su rostro, dijo:
-El personaje de Lydia Lacy es una profesora de música de dieciocho años, muy
inocente y virginal.
-¡Qué novedad! – repuso ella, con voz cautelosa.
-La novedad es que Ackerman, ese viejo tonto, fue tan estúpido que se atrevió a
poner en tela de juicio si podrías ser convincente representando a una chica de
dieciocho años. ¡Ackerman! Debe andar por los cien años… pero sigue siendo el
director del estudio. Durante una reunión que tuve con ese anciano decrépito y
metido, repitió hasta el cansancio que estabas por cumplir los veintiocho, que por qué
no contratábamos a una muchacha más joven para el papel… ¡Cómo si existiera otra
capaz de hacer un trabajo brillante como el tuyo! Siguió insistiendo que toda la historia
se basa en el hecho de que Eastwood y Newman interpretan a dos hombres ya
entrados en años que se harían cualquier cosa uno al otro… sí, literalmente cualquier

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cosa, porque la juventud de Lydia los vuelve locos. Son capaces de matar con tal de
poseer una flor tan pura y joven.
-¿Vas a decirme que viniste aquí esta noche a contarme eso cuando ya llevamos
dos meses de rodaje? Tu modo de elegir el mejor momento es extraño… diría que
increíble – sostuvo. Se puso de pie y se cruzó de brazos.
-Para serte sincero, nunca pensé que tendrías que saberlo. ¿Qué necesidad de
abrumarte con lo que piensa Ackerman? Me puse furioso… pero a Ackerman no se le
grita… si se quiere seguir trabajando si uno estima su propio pellejo. Esas dos primeras
semanas en que yo enviaba el material sin procesar a revelar a los laboratorios de Los
Ángeles, y a los dos o tres días lo recibía de vuelta ya revelado, me demostraron que el
tipo no estaba en sus cabales. Sé que por principio nunca vas a mirar las pruebas, pero
te encantarían. Hasta pareces más bien de diecisiete que de dieciocho. – Hizo una
pausa y mantuvo una expresión cohibida.
-¿Qué tratas de decirme?
-Después me llamó Ackerman por teléfono. Sabes que los directivos del estudio ven
las tomas diarias antes de devolvérnoslas, ¿verdad? Bien, Ackerman me llamó para
comentarme que había advertido signos de… ¡no puedo creer lo que dijo ese viejo
senil! Se atrevió a insinuar de que te hacía trabajar más de la cuenta, no que no te
daba tiempo para dormir de noche siendo que todos los días debes estar en el set a las
seis de la mañana. Como tiene más de dos mil años, le insinué, con el debido respeto,
que a lo mejor no andaba bien de la vista. A eso me respondió que todos los que había
presenciado la proyección opinaban lo mismo. Le contesté que no habíamos filmado de
noche desde que comenzamos a rodar exteriores, y en ese momento mencionó el
colágeno… - Zach hizo una pausa, con la mirada clavada en la alfombra de piel más
próxima al sillón.
-¡Colágeno! ¿Qué fue exactamente lo que dijo?
-Su yerno es dermatólogo, especialista en inyecciones de colágeno, la sustancia
que hace que la piel de los bebés sea tan tersa, tenga esa lozanía que después, año a
año, se va desvaneciendo. Quién sabe adónde se va, por perfectas que sean las
facciones de la persona…
-¡Yo ya sé qué es el colágeno! ¿Qué más dijo?
-¿Qué más dijo? Sus palabras exactas fueron que “todo era cuestión de colágeno.
Que el hecho de que no tuvieras arrugas ni imperfecciones no significa que no se haya
modificado tu nivel de colágeno, porque hasta un niño de tres años ya ha perdido algo
esa sustancia“. Además recalcó que, según su yerno, todo depende de que duermas
bien por las noches… especialmente por tu problema de sequedad de la piel. Dijo,
que, si lo necesitabas, su médico podía recetarte un somnífero, sin contraindicaciones,
y al especialista facial de tu elección. Me criticó porque no te iluminábamos como
corresponde. Cuando recibimos las tomas que habían causado tanto alboroto, el
camarógrafo y yo nos apresuramos a revisarlas, y comprobamos con nuestros propios
ojos lo que decía Ackerman. Con las luces intentábamos ocultarte las ojeras…
-¡Pero si no tengo ojeras!
-A simple vista, no, pero la cámara las capta. Apenas se notan… y también una
especie de… no sé cómo llamarlo… ahí, en los bordes… Una especie de… ligero, casi
imperceptible pero innegable desgaste, según las palabras de Ackerman. Lydia Lacy, la
profesora de música virgen de dieciocho años, no tendría ese aspecto aunque hubiese
pasado toda la noche haciendo lo que las profesoras de música vírgenes de Montana
hacían en aquella época para divertirse.
Zach se detuvo, como si ya estuviese todo dicho sobre el tema y volvió a calzarse
de nuevo la camisa dentro del jean.
-Lo que dices es que ponga fin a mi relación con Sid y Allen – dijo Melanie, con voz
neutra.

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-Sí, eso también, a menos que puedas ingeniártelas para verlos a los dos y al día
siguiente estar a las seis de la mañana en el estudio, después de dormir ocho horas
reales, seis veces por semana. Si quieres desayunar, tendrás que irte a la cama a las
nueve de la noche… sola.
-Si Wells estuviera aquí ya te habría arrancado la lengua, gusano inmundo.
-La culpa es mía, Melanie – expresó Zach con pesar -. Si Wells estuviera aquí, no se
te habría ocurrido enredarte con nadie. Con él tenías una rutina, él te organizaba la
vida de una manera que no logro hacerlo yo.
-No quiero nadie que lo reemplace – respondió, furiosa -. ¡Maldita sea, Zach! Es la
primera vez que me siento libre desde que lo conocí, y ni te imaginas lo que fue vivir
con él. No tenía un minuto que fuera realmente mío: trabajaba para Wells o estaba
esperando un trabajo que iba a hacer con él. ¡Cinco películas de primer nivel! ¡Me
hablas de rutina! ¡Me sentía asfixiada! El solo hecho de venir aquí, de alternar con
desconocidos… de no tener a nadie que se crea dueño de mi vida… nadie a quien deba
obedecer… es lo más fascinante que me ha sucedido en la vida desde que hice la
primera película.
-¿Tu manera de recuperar el tiempo perdido es dedicarte a Sid y Allen?
-¡Así es! No sabes lo que me estás pidiendo que deje. ¡No tienes idea! No había
hecho nunca… algo así. Los tomo como una especie de… experimento. Reconozco que
me insumen mucho tiempo, pero lo valen. – Sonrió entre coqueta y pudorosa, una
mezcla misteriosa a la vez que cargada de insinuaciones, que dejaba sin aliento a los
hombres.
-Entonces, ¿podrías hacerme el favor de terminar con este asunto? – El tono de
Zach era suave, pero ni siquiera Wells Cope le había expresado con tanta claridad qué
era lo que le convenía. Por eso, cada célula de autoconservación del cerebro de
Melanie Adams respondió a las indicaciones del director.
-Así será – se apresuró a contestar, dando por terminada la cuestión.
-Muy bien, Melanie. Voy hablar yo con Sid y Allen. No tienes por qué hacerte cargo
de eso.
-¡Ni lo sueñes! – se indignó la actriz. Se había ruborizado de furia. – Eso es
exactamente lo que habría dicho Wells. Voy a hacer lo que quieres, pero eso no
significa que no sepa exactamente cómo solucionar esto. ¡No te metas en mi vida!
-Perdón, pero cuando la protagonista de mi película tiene problemas, siempre trato
de solucionárselos. ¿Me perdonas!
-Claro. ¿Ahora sí vas a tomar algo?
-No, gracias. Tengo que volver porque espero un llamado de Los Ángeles.
-¿De quién? ¿De Ackerman? – preguntó con desconfianza.
-No, en absoluto. Ackerman no se va a enterar jamás de tuvimos esta charla.
¿Crees que le daría la satisfacción a ese viejo cretino? No, me va a llamar mi novia.
-Menos mal – respondió, aliviada -. Te felicito. No sabía que tenías novia. ¿La
conozco?
-No creo; no es del ambiente del cine. – Zach se inclinó, le tomó la mano y apenas
la rozó con un beso. – Ahora adiós, Melanie. Te veo mañana, temprano y espléndida.
-Buenas noches, Zach.
En el camino de vuelta, Zach se felicitó: no sólo había cortado de raíz un problema
potencial, sino que había agregado unos veinte años más a la carrera de Melanie como
figura romántica. Si ahora, en los peores momentos, parecía de dieciséis, dentro de
veinte años podría pasar por una mujer de treinta y seis a lo sumo… si ponía un poco
de orden en su vida sexual. Además, siempre le quedaba el recurso de saltarse la
cena.

109
Aunque Melanie no se diera cuenta, estaba en deuda con él. Por orgullo jamás le
contaría a nadie lo que él le había dicho; ni siquiera confirmaría la versión con el
camarógrafo, pero por las dudas, esa misma noche debía hablar con él.
De todos modos, aunque Valentine alguna vez la haya considerado triste y hueca,
ya no podía decirse eso de Melanie Adams. Pasaba por el mejor momento de su vida, y
disfrutaba hasta el último minuto aprovechado que Wells Cope había desaparecido de
la escena. Por el brillo que vio en sus ojos supuso que disfrutaría al máximo el
momento de decirle adió a los dos técnicos. Seguramente gozaba por anticipado
pensando en la encamada con que endulzaría ambas despedidas.
Mi novia… ¿cómo se me ocurrió esa mentira de tantas que podría haber elegido
esta noche? se preguntó Zach. En realidad, era la excusa perfecta para evitarse
problemas con Melanie. Porque era claro que existía la posibilidad de complicaciones
con ella, y no podía darse ese lujo… Aunque pudiera, no le hacía falta. Y si llegaba a
necesitarlo, no lo quería… ¿Cómo podía no desear a Afrodita? ¿Acaso estaba enfermo?

Ese sábado, Rose Greenway se retiró a su cuarto más tarde de lo que le habría
gustado. Sin embargo, tuvo que quedarse levantada para esperar a Sid White y
conducirlo a la habitación de Melanie. Se hallaba agotada, como solía sentirse por
tener que levantarse toda la semana a las cinco para vestirse y desayunar antes de
que el chofer de Melanie pasara a recogerlas. A pesar del tiempo que llevaba en esa
actividad, no había podido adaptarse nunca al hecho de que a las seis en punto debían
presentarse para las sesiones de maquillaje y peinado, y eso que estaban en la época
de los días más cortos del año. Mañana me voy a levantar lo más tarde posible, pensó,
tapándose hasta la barbilla.
Dos horas después se despertó sobresaltada porque creyó escuchar un ruido.
Prestó atención, pero la casa estaba en silencio. De todos modos, por el tiempo que
llevaba atendiendo a Melanie, un presentimiento la hizo levantar, ponerse una abrigada
bata de lana e ir a su cuarto a ver qué sucedía, como hace una madre con su bebé. Se
detuvo un instante junto a la puerta de Melanie para escuchar. Evidentemente las
velas seguían encendidas, y el vaporizador dejaba escapar su habitual siseo. Todo
parecía en orden. Con seguridad estaban dormidos, pensó, pero no se decidía a volver
a la cama. Tampoco se atrevía a entrar a la habitación. A Melanie no le agradaría una
interrupción a esa hora, por discreta que fuese, ni aunque estuviera sola.
Se quedó allí un momento más, sin saber qué hacer, hasta que por fin se decidió a
apoyar la oreja contra la puerta. El silencio era total. Como no se oía ni un ligero
ronquido, ni siquiera una respiración normal, entreabrió la puerta tratando de no hacer
ruido y miró hacia la cama grande. Las almohadas estaban desparramadas, pero en la
cama no había nadie. Empujó un tanto la puerta y contuvo el aliento, horrorizada,
incapaz hasta de gritar. Sid White yacía desnudo al pie de la cama, boca abajo. Debajo
de su cuerpo, alcanzaba a verse pelo de Melanie y parte de su camisón. Rose se
abalanzó sobre el cuerpo de Sid White y necesitó de todas sus fuerzas para retirarlo de
encima de Melanie. Por el rabillo del ojo pudo ver que le habían disparado en la nuca,
pero toda su atención se centraba en Melanie. Trastabilló al verla bañada en sangre,
como si se la hubieran arrojado con un balde. Conteniendo un grito, se quitó la bata,
cubrió a Melanie, corrió al teléfono de la mesita de noche y dio aviso a la policía. Cortó,
corrió de nuevo junto a Melanie y en el acto volvió a manotear el teléfono. No hay que
olvidarse nunca, recordó, de llamar al productor.

Roger Rowan y Zach se habían quedado trabajando en casa del primero hasta
pasada la medianoche debido a un cambio en el cronograma de la producción para la

110
semana entrante, cuando sonó el teléfono. Rowan atendió, molesto por lo inoportuno
de la interrupción.
-Hola. ¿Rose? ¿Qué? ¡Por Dios, no! Ya vamos para allá. – Colgó el auricular. –
Vamos. Alguien hirió a Melanie de un disparo. ¡Mierda!... ¡No lo puedo creer!
-¿Está viva? – preguntó Zach con un grito al tiempo que corrían al auto.
-No sé. ¡La muy histérica me llamó “señor Cope” y cortó!

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9
Norma Rowan iba y venía en la sala de espera, trayéndole a su marido café y
chocolates de la máquina expendedora que había en la entrada del hospital, mientras
él, sentado en una silla de plástico, leía obsesivamente la cláusula de Fuerza Mayor del
seguro de la producción.
-No va a haber ningún problema con el dinero – rompió el silencio por décima vez-.
Acá dice claramente que si la producción de la película se interrumpe por muerte,
enfermedad, desfiguración o incapacidad de alguno de los miembros del elenco, no
hay ningún problema con los del seguro. Van a pagar lo que corresponda, aunque
tuviéramos que suspender la filmación para siempre.
Rose Greenway, acurrucada en el hombro reconfortante de Zach, siguió
lloriqueando con sollozos entrecortados, pero el shock y el dolor iban perdiendo fuerza
a causa del cansancio. Zach, ya más ofendido que molesto, dijo en voz baja y con tono
amenazante.
-¿Por qué no te callas la boca, Rog? Todavía no sabemos nada. Melanie ya lleva
más de dos horas en el quirófano, y lo único que haces es hablar del seguro.
-¡Es lo más importante!
-Debería alegrarte de que Roger se preocupe por los intereses de la producción,
Zachary – le recriminó Norma Rowan -. Me gustaría saber dónde estarías si él no
pensara en el futuro.
-De todos modos Zach va a tener problemas muy serios – esperó Rowan de modo
acusador -. ¿Quién fue el que no quiso llamar a Wells Cope? ¿Quién insistió en hablar
con Melanie? ¿Quién, por Dios, dejó que ella hablara con Sid White? ¿Quién no podía
dejar de meterse en todo? Nevsky, el genio de nuestro director, él, y todos lo saben.
¡Toda esta mierda es culpa suya!
-¿Quién de ustedes está a cargo? – La pregunta la formuló un muchacho joven que
llegó jadeante y despeinado, como si acabara de levantarse de la cama.
-Y usted, ¿quién cuernos es? – preguntó Zach.
-Oliver Brady, del Kalispell Daily Inter Lake. Me enteré de que hubo un accidente.
-No tenemos nada que decir – contestó Rowan de mala manera.
-¿Melanie Adams está internada y ustedes no tienen nada que decir? – replicó el
periodista, exasperado.
-¡Váyase de aquí! – gritó Rowan, abalanzándose sobre el reportero.
-Yo me encargo de él – dijo Zach, al tiempo que tomaba del brazo a Brady y lo
llevaba por el corredor -. Mi nombre es Zach Nevsky, y soy el director de Las crónicas.
¿Quién le pasó el dato? ¿Uno de los enfermeros? Seguro.
-Se imaginará que no le voy a revelar mis fuentes. Sé que le dispararon, que tiene
múltiples heridas, que encontraron con ella a un tipo muerto, desnudo…
probablemente suicidio, que la policía está en la casa, investigando… es una primicia
fantástica y soy el primero en conseguirla. No me voy a ir hasta no tener más detalles.
La prensa tiene derecho a saber. ¿Quién era ese tarado que estaba en la sala de
espera?
-Roger Rowan, el productor de la película. Es natural que esté alterado, discúlpelo.
A usted nunca lo vi en nuestras conferencias de prensa – indagó Zach con cautela -.
¿Es nuevo en el periódico?
-Sí, aquí está mi credencial, por si no me cree. Trabajo en la sección deportes, pero
esta noticia es mía, y no me la van a sacar.

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-Nadie trata de hacerlo – dijo Zach en tono conciliador. Nunca había visto a un
periodista tan audaz y tan nervioso a la vez. Era obvio que Oliver Brady estaba
impresionado, pero no tanto como para vacilar.
-Aún no sabemos el estado de la señorita Adams – continuó Zach -. Los doctores
no nos dijeron nada; estamos esperando el informe.
-Entonces, ¿quién es el muerto? ¿Por qué estaba desnudo en la habitación de
Melanie en plena noche? ¿Por qué le disparó a ella? ¿Un rapto de ira? ¿Una pelea de
amantes? ¿Juegos pervertidos?
-Quién, dónde, cuándo, cómo, por qué… se las sabe todas, excepto el por qué. –
Zach hablaba despacio; su mente trabajaba clara y rápidamente, tratando de darle el
mejor vuelco posible a una historia que estaba a punto de explorar en todo el mundo.
Todo dependía de cómo saliera esa primera información.
-Brady – prosiguió Zach -, mañana habrá personal de publicidad y de seguridad del
estudio pululando por todas partes… ya están en camino en un jet de la compañía. Las
agencias de noticias más importantes ya habrán enviado a su propia gente. No podrá
acercarse ni a cien metros del hospital. Probablemente su periódico enviará a su
máxima figura, no a un joven periodista deportivo. Se centralizará la difusión de
noticias. Pero usted es un tipo emprendedor e inteligente, y se merece una exclusiva.
-De todas maneras ya la tengo – aseguró Brady, confiado.
-Sí, claro. Una décima parte. Qué gran negocio. Los grandes van a tomar su
material, lo reescriben y se quedan con el resto.
-Escuche, Nevsky, ya tengo más que suficiente, aun si no me contesta ni una sola
pregunta; no trate de engañarme.
Zach permaneció en silencio analizando el asunto mientras dirigía una mirada
penetrante al exaltado joven. Suspiró y finalmente dijo:
-Brady, tiene razón. ¿Tiene una grabadora? Bueno, enciéndala. Y recuerde, lo que
le voy a decir es extraoficial. No debería darle estos detalles. – Respiró hondo. –
Melanie Adams fue víctima de un delito pasional – admitió, con un suspiro -. Vivía una
apasionada relación con un joven llamado Sid White. Sid White está muerto; se
suicidó. La señorita Adams y él mantuvieron su romance en secreto, pero hacía tiempo
que estaban juntos. Éste era el primer trabajo de Sid White en el cine. Es… era… un
iluminador que anhelaba trabajar como utilero en la película para estar cerca de la
señorita Adams. Sin embargo, ella se había dado cuenta de que tenía que terminar con
la relación. Sid White se estaba convirtiendo en un caso perdido, celoso, irracional y
posesivo. Preocupada por la estabilidad mental del muchacho, Melanie no aceptaba
casarse pese a que él se lo pedía, y a lo mucho que lo amaba.
-¿Lo amaba? ¿Me está tomando el pelo?
-Por supuesto que no. Melanie Adams estaba muy enamorada… pero para su
desdicha se había dado cuenta de que Sid White no le convenía. Tenían un verdadero
romance a la antigua, Brady. La señorita Adams siempre fue una gran romántica, cosa
que se puede deducir del tipo de películas que prefiere.
-Jamás vi una.
-Entonces pregúntele al crítico de espectáculos de su diario, Brady, ¡por favor!
Bueno, el viernes por la tarde fui a verla para hablarle de la situación. Le aconsejé que
me dejara manejar el asunto, ocuparme yo, pero no quiso que me metiera, y hasta se
enojó cuando se lo propuse. Estaba tan sensible, romántica chapada a la antigua como
es, que no quiso hacerme caso y prefirió hablar ella misma con Sid… decía que era lo
correcto. Esas fueron sus palabras exactas, Brady. “Lo correcto”… Qué mierda, si no
hubiera sido tan romántica, ¡tan anticuada! Entonces esta noche Sid fue a la casa.
Evidentemente era una visita planeada de antemano, porque si no, la señorita Rose
Greenway, asistente, peluquera y amiga de Melanie, con quien además comparte la

113
casa, no la habría permitido entrar. La señorita Greenway es la que está aquí, en la
sala de espera; la otra mujer es la esposa de Roger Rowan.
-¿Y qué pasó después? ¿Cómo es que él tenía una pistola?
-¡Qué se yo! ¿Cuántas personas portan armas y uno no lo sabe? Y como ya dije,
Melanie estaba preocupada porque lo notaba inestable, posesivo y un celoso
enfermizo. Lo que supongo es que cuando Sid se enteró de que Melanie no aceptaba
casarse con él, y que además quería terminar con la relación, se volvió completamente
loco. Le disparó, debió de haber creído que estaba muerta, y entonces se suicidó.
Como en Mayerling… ¿se acuerda de Mayerling? ¿No? Era un castillo en Austria donde
el príncipe heredero Rodolfo mató a la mujer que amaba con locura, María Vetsera, y
después se suicidó. Fue el crimen pasional del siglo XIX, Brady. Una mujer como
Melanie Adams despierta ese tipo de pasión; es su triste destino… Mayerling en
Montana… siento que la historia se repite aquí, esta noche.
-Mayerling en Kalispell… no, Mayerling en Montana suena mejor.
-Existen varias interpretaciones históricas de lo que sucedió aquella noche en las
afueras de Viena – continuó Zach, al ver que Brady había mordido el anzuelo -, es
decir, si María Vetsera aceptó o no el pacto de suicidio, pero lo cierto es que nadie ha
olvidado esa historia. Nadie olvidará su historia, Brady. ¡Lo consagrará! Pero no se
equivoque. Lo que sucedió esta noche no fue un pacto de suicidio. Melanie Adams
estaba huyendo de Sid White, y éste intentó darle muerte. Rose Greenway llamó a
Roger Rowan, el productor, cuando descubrió los cuerpos, y de inmediato ambos nos
dirigimos a la casa. Cuando vi a la señorita Adams allí tendida, me di cuenta de que
había estado tratando de defenderse. Tenía una mano junto a la cara, rechazándolo.
-Todavía quiero saber por qué ella sólo llevaba puesto un camisón y él estaba
completamente desnudo. ¿Por qué no despedirlo con la ropa puesta?
-Por Dios, Brady, ¿dónde está su romanticismo? Encuéntrelo pronto o seguirá
cubriendo partidos de béisbol el resto de su vida, haya conseguido una exclusiva o no.
¿Por qué supone usted? ¡Yo se lo voy a decir! Melanie Adamas debe de haber dejado
que ese lunático le hiciera el amor por última vez porque le tenía lástima. ¡Por eso! De
lo único que se la puede acusar es de ser insensata, demasiado sensible, demasiado
romántica y anticuada. ¡Qué equivocada estaba? Como é no podía tenerla, prefirió
asesinarla para que el mundo se quedara sin ella. Un típico crímen pasional, por una
pasión egoísta y enfermiza. ¡Dios mío! Usted ahora va a escribir sobre Melanie Adams,
no sobre partidos de béisbol. Ella está en ese quirófano, víctima de un ataque pasional,
por culpa del amor, Brady, ¡no lo olvide! Yo tengo que volver a la sala de espera.
-¿Me va a llamar al periódico no bien sepa cómo está? – preguntó Brady, ansioso.
-No, imposible. Ya le conté la historia; me está pidiendo demasiado. No estoy
autorizado para hacerlo, Brady.
-Mire, Nevsky, si me llama y me dice el estado preciso en que se encuentra, todo lo
que le digan los médicos, le leo mi nota textualmente por teléfono antes de entregarla.
Se lo prometo. Quiero seguir teniendo la exclusiva.
-De acuerdo. Y si escribió lo que le conté, sin adornos , ni reflexiones, si se publica
tal cual me la leyó, y esta condición es la más importante, lo mantendré informado. Me
pondré en contacto con usted cada vez que tenga una novedad. Esta historia no va a
pasar inadvertida, y será beneficioso para ambos que todo salga bien. Pero si le cuenta
a alguien quién le dio la información, olvídese de mí, Brady. Este es mi teléfono directo
en la oficina de producción; puede llamarme en cualquier momento, mientras el resto
del periodismo espera la versión oficial. Si no estoy en el estudio, mi secretaria me
avisará y después lo llamo. Si estoy aquí, en el hospital, voy a dejar dicho que me
avisen. Deme el teléfono de su casa y de su trabajo. La prensa amarilla está tan llena
de mierda que es un alivio tratar con una persona que todavía tiene verdaderos valores
periodísticos, aunque no sea romántico.

114
-¿Cómo se escribe Nevsky?
-Le dije que esto era extraoficial. Llámeme una “fuente informada”, por Dios – se
exasperó Zach.
-Igualmente tengo que saber cómo escribirlo; el productor y usted fueron los
primeros en llegar a la escena del crimen pasional, Mayerling en Montana.
Era la primera vez que pasaba trascendidos al periodismo, pensó Zach cuando
volvía de prisa a la sala de espera. No podría haber estado tan seguro, tan convencido
de lo que tenía que decirle – u ocultarle – a Brady si no hubiera escuchado unos
cuántos relatos de catástrofes en boca de ese viejo zorro que era Vito Orsini. El padre
de Gigi era el tipo de productor que sentía verdadera pasión y respeto por el cine,
sentimientos de los que Roger Rowan carecía, y manejaba a los medios de
comunicación con una mano maestra que había adquirido después de tratar con los
trajeados que manejaban los estudios. Desde que Vito lo había traído de Broadway
para dirigir Juego limpio, la película que salvó a Vito, la que constituyó el primer gran
éxito de Vito después de un largo período sombrío y que lo convirtió en el nuevo
director más famoso de Hollywood, ambos mantenían una sólida amistad.
Pero sólo era el primer paso, reflexionó Zach; sólo había establecido el modo en
que se iba a dar a conocer la historia. Aun cuando por algún milagro Melanie pudiera
continuar con la película, la producción ya se había complicado de cientos de maneras
importantes y no previstas. A lo largo de su extensa y agitada carrera, Vito se había
enfrentado a situaciones así y peores, pero jamás hizo concesiones, intentó culpar al
director. Rowan daba toda la impresión de hacer las dos cosas. Zach comprendió que
necesitaba un aliado, alguien que previera cada pensamiento de un Rowan o un
Ackerman. Necesitaba a Vito Orsini.

Transcurrió otra silenciosa media hora en la sala de espera hasta que dos cirujanos
salieron del quirófano con rostros cansados.
-Se va a reponer – anunció el de más edad -. Tuvimos que hacerle transfusiones
masivas, pero lo va a superar. En este momento está en la Unidad de Cuidados
Intensivos, y su estado es crítico.
-¡La cara! – gritó Rowan -. ¿Cómo tiene la cara?
-Ni un rasguño, gracias a Dios – contestó el otro cirujano -. La bala que le perforó
la arteria de la muñeca le provocó la mayor hemorragia. Tiene quebrados varios
huesos de la mano, y heridas múltiples en un hombro. Hicimos todo lo que estaba a
nuestro alcance, pero va a necesitar atención especializada y una eventual
rehabilitación a cargo de un cirujano de mano. Convendría que hicieran venir uno
mañana. Es una muchacha con suerte; si hubiera llegado diez minutos más tarde
probablemente habría muerto de la hemorragia. Muy pocas veces he visto a alguien en
tal estado de conmoción.
-¿Cuándo puede volver a trabajar? – inquirió Rowan.
-¡A trabajar! – El joven cirujano no lo podía creer.
-Son gente de cine, Joe. No te sorprendas –dijo el más viejo con tono de disgusto-.
No lo sé. Depende de posibles complicaciones que no puedo prever, de su fuerza física
y emocional, de cómo responda a las transfusiones, de millones de factores, pero
hasta que no salga de terapia intensiva no puedo darle una respuesta.
-Deme una opinión, nada más – insistió Rowan.
-Yo en el caso de ella… supongo que demoraría por lo menos seis meses en volver
a la normalidad – contestó el doctor -, y después buscaría otro tipo de trabajo.
Cuando los médicos se retiraron, Zach y Rowan se dirigieron a las cabinas
telefónicas que había en el corredor, Zach para llamar a Brady y Rowan a su
representante. Muy pronto Zach regresó con Rose Greenway, y esperaron a que

115
Rowan terminara de hablar. Por último el productor salió de la cabina y fue junto a su
mujer.
-Roger, me gustaría hablarte – dijo Zach en voz baja -. En privado. Vamos a dar
una vuelta por el hall.
-¿Qué pasa ahora?
-Allen Hendricks, el otro utilero que se acostaba con Melanie. Esa historia no puede
salir a la luz, ¿comprendes?
-Sí.
-Avísale a Lou Cavona que se reúna cuanto antes con nosotros en la oficina. Él es
el indicado para manejar a Allen. Además es cuñado de Sid, y no sabe que Sid está
muerto.
-Antes que nada voy a llamar a Ackerman. Tengo una obligación con él.
-Roger, ya vas a tener la posibilidad de echarme la culpa de todo no bien Ackerman
se despierte. ¿Para qué molestarlo a estas horas? No te lo va agradecer. Lou Cavona
es importante en este momento, mientras todavía existe la posibilidad de que no
trascienda.
-¡Que no trascienda! ¡Va a estar en la primera plana de todos los diarios del
mundo! En todas las estaciones de radio, en los canales de televisión… es una cuestión
de tiempo, no más. Sólo Dios sabe lo que va a escribir ese joven novato.
-Roguemos que sea admirador de Melanie Adams.

Llegar en invierno a la lejana Kalispell no es nada fácil, pero al día siguiente a la


aparición de la nota de Oliver Brady – que fue recogida por los servicios cablegráficos
de noticias y recorrió el mundo de inmediato -, el estacionamiento del aeropuerto local
se vio colmado de aviones particulares, desde los enormes jets del estudio hasta
avionetas de alquiler más pequeñas, algunas tan viejas que podrían haber sido
retiradas hacía décadas. El jefe del Aeropuerto Internacional Glacial, consciente de que
eso era sólo el comienzo de la afluencia de viajeros, había dispuesto que una
barredora de nieve despejara dos enormes áreas cercanas, y mandó a una cuadrilla
para que demarcara espacios donde aparcar decenas de aviones.
En la ciudad, cada uno de la veintena de moteles y hoteles ubicados sobre la ruta
93 estaba atareado contratando personal para limpiar las habitaciones que estaban
cerradas desde que la temporada de turismo había terminado a comienzos del otoño
con la clausura oficial del camino que se internaba por las cercanías del Parque
Nacional del Glaciar. Los dueños de los restaurantes hablaban por teléfono con
mayoristas para intentar conseguir víveres de lugares tan remotos como San Francisco,
dispuestos a pagar precios altísimos pues sabían que iban a poder cobrar cualquier
cosa por una comida.
Los primeros en arribar lo hicieron en máquinas grandes: Joe Irving, jefe de
producción del estudio, llegó con sus principales asistentes y secretarios unos pocos
minutos antes que un jet con unos cuantos ejecutivos de la compañía de seguros.
Enseguida los siguió el resto del contingente del estudio: casi toda la oficina de
relaciones públicas, el jefe de seguridad y sus colaboradores, el jefe de asuntos
comerciales con los suyos, varios de los abogados, el representante y el abogado de
Melanie Adams, los de Rowan… Al parecer, sólo Ackerman había permanecido en su
puesto de Hollywood, pensó Zach, mientras todos sus empleados de producción se
abocaban a la tarea de conseguir los mejores alojamientos de la ciudad para los
próximos arribos, antes de que los reporteros gráficos y los corresponsales con su
propia gente. Y toda esa inminente invasión pertenecía sólo a los medios
norteamericanos. Ya estaban en camino aviones con periodistas de Japón, Francia,
Alemania, Inglaterra y de todos los países del mundo donde se exhibían películas

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norteamericanas, donde se conocían los nombres de Clint Eastwood, Paul Newman y
Melanie Adams.
Vito Orsini, a quien Zach había llamado por la noche, fue uno de los primeros en
llegar a Kalispell, ya que había conseguido que lo llevaran los del seguro, y compartía
la suite que Zach tenía en La Posada del Forajido.
-Si tuviera una casa en Kalispell, ¿sabes qué haría? – dijo Vito, con los ojos vivaces
por la picardía -. La ofrecería en alquiler a los alemanes y los japoneses por un mínimo
de tres meses, y llevaría a mi familia, con hijos y todo, a algún lugar barato en Florida
hasta que terminara toda esa historia. Me alcanzaría para pagarles la educación
universitaria, y ellos a su vez conseguirían un buen bronceado. Bueno, hasta un garaje
caluroso saldrá una fortuna cuando lleguen el Enquirer y el Sun.
-Me alegro de que lo estés pasando bien, Vito. – Zach intentó una sonrisa.
-Y yo me alegro de que no sea mi película – le contestó Vito.
-Moralmente lo es – insistió Zach -. Es mía, pero como estás aquí para darme una
mano, también es tuya.
-Te agradezco la generosidad, muchacho. Felizmente no es mi pellejo el que está
en juego. Bueno, ¿qué pasó?
-Lou Cavona fue una joya. Dijo que tres generaciones de utileros en su familia se
jactaban de haber sobrevivido a huracanes, terremotos, epidemias, tormentas de
arena, víboras, elefantes salvajes y tifones, y ni qué decir de la locura de los
directores, productores y actores. Vieron e hicieron de todo, y jamás se sobresaltaron
por nada. Pero todos eran Cavona, de su familia. Sid White era el hermano de su
mujer, genéticamente no era un utilero. Lou se reprochaba haberle conseguido el
trabajo. Se siente muy mal por su mujer y su familia, pero dice que es el último favor
que le va a hacer a ella. Entiende el problema en que estamos, lo mismo que
Ackerman.
-¿Y el otro utilero?
-De Allen Hendricks se ocupó Lou; no le pregunté cómo ni necesito saberlo, pero
Hendricks ya va camino a Los Ángeles a trabajar en otra película. Como es casado y
quiere seguir siéndolo, va a callarse la boca; probablemente a su mujer le va a decir
que aquí se congelaba. Lou dice que los otros utileros tampoco van a hablar con el
periodismo so pena de tortura y expulsión de I.A. Él es capaz de hacerlo.
-Sí, pero, ¿y el resto del personal? Qué mierda… una vez que la prensa empiece a
escarbar, bastará con que una camarera eche a correr los rumores.
-Ya lo sé, Vito. Pero serán simples rumores, no será la historia, la que todos ya
conocen y aceptaron por verdadera. No podemos pedir más.
-Hiciste un buen trabajo, muchacho. ¡Mayerling en Montana! ¡Por favor!
-Una mezcla de mi experiencia en la dirección de obras representadas por alumnos
de secundaria con algunos de los relatos de terror que me contaste.
-¿Te conté alguna vez de Barco Lento, esa película desastrosa que hice allá por
1975? ¿No? Fue una situación difícil de la que salí gracias a Maggie MacGregor. ¿Sabes
si ella va a participar de este circo?
-¿Crees que se lo perdería?
-No la he visto más desde el preestreno de The WASP – respondió Vito, mientras
recordaba cómo Maggie MacGregor, la más importante cronista de espectáculos del
país, se había marchado de su cama sin despedirse siquiera apenas se enteró del
desastre que había sido la película de Vito.
-¿Tienes alguna influencia sobre ella? – preguntó Zach, esperanzado.
-Tal vez sí, tal vez no – contestó Vito -. Depende de si tiene la conciencia tranquila
o no. Es muy simple. Si una mujer con la que te acostabas te abandona sólo porque
hiciste una película mala, ¿piensa que la ofendiste o que ella te ofendió a ti?

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-Diría que depende de cómo se lo justificó a sí misma – contestó Zach, tratando de
no parecer sorprendido por la confesión de Vito, ya que The WASP se hizo cuando Vito
aún estaba casado con Billy Ikehorn Orsini Elliott -. Podría ser de cualquiera de las dos
maneras.
-¿Qué dice la policía local?
-Por ahora los médicos no les han permitido hablar con Melanie. Pero como ella
respondió tan bien a las transfusiones, dicen que pueden sacarla de terapia intensiva y
llevarla a una habitación privada, y allí no podremos impedir que el jefe de policía la
interrogue.
-Primero tienes que adoctrinarla. Esta misma noche.
-Ya lo sé – suspiró Zach -. Todavía no he decidido qué es lo que tiene que decir.
-Con una frase basta. Léele las partes importantes del artículo de Brady y después
dile que lo único que necesita decir es que no se acuerda de nada, absolutamente
nada. Se le borró todo lo sucedido ese día a causa del shock. Que diga una frase así
como: “No me acuerdo”. O tal vez dos, si tienes ganas. “¿Qué estoy haciendo aquí?”…
todo un clásico; esa frase siempre me encantó. Y punto. Dos frases infalibles. Y ahora,
¿por qué no me dejas un poco solo? Tengo que volver a leer este guión.
-Vito, si por algún milagro Melanie pudiera volver a trabajar en diez días… diez
días, por Dios, va a tener un yeso en la muñeca, y la mano en cabestrillo. Ni soñando
va a poder reintegrarse dentro de diez días. Pero se terminan los contratos de
Eastwood y de Newman, y eso significa que los vamos a perder a menos que Melanie
pueda hacer la escena de la propuesta de matrimonio con Newman, la de la gran pelea
con Eastwood, antes de que pasen diez días. ¡Dos escenas de las más fuertes! No
vamos a poder terminar la película, y el seguro nunca paga la totalidad. Joe Irving y el
resto del equipo de producción están viendo las primeras tomas y les van a encantar,
te lo aseguro, lo cual empeora las cosas.
Vito sacudió la cabeza con gesto afable no exento de superioridad.
-¿Por qué no te vas de aquí así puedo pensar? Bueno, está bien, pregúntame todo
lo que quieras saber.
-Maldición, Vito – Zach lo miró, suplicándole en silencio.
-Gigi está bien. Le va estupendo en el nuevo trabajo, consiguió una cuenta nueva,
este mes le han hecho apenas dos multas por infracciones de tránsito.
-Vito…
-Sí, está saliendo con un tipo. ¿Qué esperabas, idiota?
-¿Qué clase de tipo?
-Un compañero de trabajo, es lo único que sé. Gigi no ha tenido tiempo para
hablarme de nada íntimo desde que ustedes dos terminaron. Supongo que en realidad
no quiere contarme, porque sabe que somos amigos. – Se encogió de hombros. –
Supongo que, en cuanto a tratar a las mujeres, ni siquiera sabes lo poco que sé yo. Ya
somos dos.

¿Habría entendido Melanie Adams lo que le dijo el día anterior? se preguntó Zach
en el momento de entrar en la habitación detrás del jefe de policía y el médico. Ella no
había pronunciado ni una palabra mientras le leía algunas partes del artículo del
periódico y le indicaba lo que tenía que decir, simplemente yacía con los ojos cerrados,
el rostro agotado e inexpresivo. Melanie había notado su presencia, susurró su nombre
cuando por fin le permitieron estar tres minutos a solas con ella y movió delicadamente
la cabeza cuando la dejó, pero por lo demás, había estado en total silencio, y con una
palidez mortal. ¿Qué cantidad de sedantes le darían? ¿Recordaría lo importante que
era no declarar nada ante el jefe de policía?

118
Zach se apoyó en la pared de la habitación; el cirujano y el policía se sentaron a
cada lado de la cama.
-No más de unos minutos, comisario – dijo el doctor -, y si me parece que es
demasiado para ella, tendré que pedirle que no siga.
-Ningún problema, doctor. Señorita Adams, discúlpeme, pero tengo que hacerle
unas pocas preguntas – musitó el policía, al tiempo que encendía su grabador. Melanie
dirigió sus maravillosos ojos hacia él, atónita. La boca del policía se abrió, pero no salió
ningún sonido. Se sacudió mentalmente y volvió a comenzar. – Señorita, la noche que
le dispararon, ¿le dijo algo Sid White antes de ir a buscar la pistola?
-Sid… ¿cómo está? ¿Dónde está? – imploró Melanie. Zach se enderezó, los pelos de
la nuca erizados del horror. Evidentemente se había olvidado de las instrucciones.
-Él, bueno, él… - El policía se detuvo. No quería tener que informarle sobre el
suicidio de White a esa pobre mujer.
-Se quitó la vida, señorita – dijo el doctor con cautela.
-¡No! ¡No! Dios mío… pobre, dulce Sid… tan traumatizado Sid… tenía tanto miedo
por él – murmuraba Melanie en un tono desgarrador -; era tan impulsivo, tan
atormentado; nunca fue fuerte como para enfrentar este mundo… no como… el otro.
-¿El otro?
Zach cerró los ojos y casi se desmaya de pie.
-Otros, otros… la gente de cine, oficial. Él era un alma bondadosa, y yo lo amaba.
-Señorita Adams, ese hombre le disparó – insistió el policía.
-No sabía… lo que estaba haciendo – susurró Melanie -. Jamás habría querido
causarme daño. Debió de volverse loco. Y ahora… Sid… se fue. Eso confirma su amor…
todos estos meses… yo le decía que no había razón para estar celoso… pero nunca me
creyó… Ay, Sid, si me hubieras creído…
-¿Usted le dijo que quería terminar la relación? ¿Cuál fue el motivo? – preguntó el
policía.
-No me quedaba más remedio. ¿De qué otro modo podría haber sido? Tendría que
haber escuchado a Zach… quería deshacerse de Sid… yo fui una tonta… lo amaba
tanto que escuchaba sólo a mi corazón. – Aparecieron lágrimas en sus ojos.
-Comisario, por el amor de Dios, déjela tranquila – dijo el doctor, enfurecido.
El jefe de policía se levantó de inmediato y dejó la habitación con una mirada
apasionada hacia la belleza más grande que jamás podría volver a ver. El doctor le
tomó el pulso a Melanie y después inclinó la cabeza para auscultarle el corazón el
tiempo necesario para que Melanie mirara bien de frente a Zach y le guiñara un ojo de
manera casi imperceptible.

-¡Cómo manejó la situación! Vito, si el doctor no la hubiera parado, ¡podría haber


seguido por horas!
-¿Ves por qué adoro a las actrices, Zach?
-Casi me muero. Y ella lo sabía. ¡Lo hizo a propósito!
-Son divinas.
-¿Pero ésta? Está en un nivel totalmente distinto. Las actrices son mi especialidad,
pero sé cuándo me superan.
-Pero eso vas a poder terminar esta película, muchacho. Si hoy ya se comportó
como una verdadera actriz, podrá hacer las escenas con Eastwood y Newman antes de
los diez días, no va a haber ningún problema.
-Paul le propone matrimonio durante una cabalgata, y la escena de la pelea es en
exteriores, en los escalones de la mansión de Clint.
-Ahora no. Aquí, en la página 88, donde lo marqué, ahí es donde se va a caer del
caballo y se va lastimar. Un doble, por supuesto. La propuesta y la pelea van a tener

119
lugar en el hospital con ella en cama. Peinado, maquillaje, camisón de estilo, yeso y
cabestrillo. Cuando se recupere, que seguramente será antes de lo que todos piensan,
podrás filmarla con el caballo; no montándose sino a punto de hacerlo. Y de ahí en
adelante sigues por tu cuenta; ella actúa el resto de la película con un yeso o
cabestrillo o lo que sea. El único problema es el nuevo vestuario.
-¡Pero, Vito!
-¿Qué?
-¡Melanie es una profesora de piano! Es importante para la historia.
-Ya tienes las tomas de las lecciones, ¿no es cierto? Bueno, entonces de ahora en
adelante va a enseñar canto. Sabe cantar, ¿no? Y si no sabe la vas a doblar. No sigas
todo al pie de la letra. El año que gané el Oscar por Espejos lo que más recordó la
gente acerca de la película fue el llanto de Dolly Moon en el momento en que
anunciaron el Oscar a la mejor actriz de reparto. Las personas no leen el libro y
después lo comparan palabra por palabra con la película. El noventa y cinco por ciento
de Lo que el viento se llevó no está en la película. Vamos, Zach, ningún libro es
sagrado. ¿Quién ganó el premio Pulitzer el año pasado? Ves, no tienes ni la menor
idea. ¿Por qué no llegó tu guionista? Que venga mañana; puede dormir en el piso.
-Vito, por el amor de Dios, ¿cómo vamos a filmar en la habitación de un hospital?
Melanie tiene la más grande, pero las cámaras, el personal, las luces, los cables… no
vamos a entrar.
-¿Cuánto puede salir alquilar la sala de operaciones por unos días? En realidad, el
estudio podría edificarle un ala nueva al hospital. Haz bien sin mirar a quién. Puedes
armar el set en la sala de operaciones trabajando de noche. Pueden armar todo con
una reemplazante y llevar la cama de Melanie solamente para filmar y te olvidas de las
tomas originales. Sólo primeros planos. Una vez lo hice en Sicilia, en mis comienzos,
cuando todavía filmaba películas del oeste italianas.
-¿Alguna vez te dije que te quiero?
-Puede ser. Vamos, Zach, te invito a tomar algo.

El bar del Outlaw Inn estaba tan atestado de gente que Zach y Vito tuvieron que
buscar una mesa. Dado que la producción estaba suspendida hasta que se llegara a
una decisión, parecía que todos, menos los que acababan de llegar del estudio, tenían
todo el tiempo del mundo y nada mejor que hacer que reunirse y chismorrear y pensar
en cómo iban a aumentar los sueldos.
-Agarra ésa – dijo Zach cuando un grupo de vestuaristas alegres se levantó para
irse. Se escurrieron hasta la mesa mientras los otros hacían lo mismo para salir, con la
incomparable experiencia de aquellos que de jóvenes vivieron en Nueva York y
viajaban en subterráneo a diario.
-¿Qué vas a tomar? – le preguntó Vito a Zach.
-Un Negroni, vida, ¿qué otra cosa puede ser? – dijo una conocida voz femenina
cuando Maggie MacGregor se les unió -. Tú me compraste el primero, ¿te acuerdas,
cielo? Roma, 1974, en la Osteria dell’Orso. Nunca voy a olvidarlo. – Se inclinó hacia
adelante y besó a vito en los labios. – Si en Montana no tienen Campari me voy a
sentir muy decepcionada. De todas maneras, ¿qué cuernos estás haciendo aquí?
-Como me imaginé que ibas a aparecer, armé campamento y te estuve esperando
– contestó Vito, riéndose. Estaba asombrosamente feliz de verla, y si ella había querido
comenzar por recordar la primera vez que lo entrevistó para Cosmopolitan, cuando
todavía era una redactora desconocida, una entrevista a la que siguieron dos semanas
de amor y profundo respeto y comprensión mutua, eso quería decir que cualquier
enojo temporal podía considerarse enterrado.

120
-Como siempre, te ves como el mejor cruce entre John Houston joven y Vittoria da
Sica joven – dijo Maggie, mientras examinaba a Vito con aprobación y notaba que su
ingenio, su firmeza y su calidez no había sufrido el paso de unos pocos años ni el
abrupto cambio de temperatura. Su pelo corto y rizado era tan grueso como ella lo
recordaba, y por supuesto esa nariz italiana aristocráticamente grandes y esos labios
gruesos eran tan latinos como siempre. – Supuse que ibas a tener puesta una gruesa
camisa de paño y un chaleco de cachemira en un lugar donde todos los demás están
vestidos de leñadores. ¿Trajiste tu abrigo de astracán? Y éste, ¿quién es? – preguntó,
señalando a Zach.
-Maggie, te presento a Zachary Nevsky, el director de Crónicas.
-Juego limpio me encantó, Zach. – Maggie le dirigió toda la fuerza de sus enormes
ojos negros de Betty Boop, ojos de mirada calculadora y crítica que engatusaron y
aterraron a la mitad del ambiente artístico para lograr que confesaran cosas que jamás
habían pensado revelar en el foro más popular, su programa de entrevistas. A los
treinta y dos años era una diosa; divinamente sensual en los lugares esenciales,
completamente equilibrada y dueña de una personalidad atrapante para la mayoría de
los norteamericanos que veía el noticiero en la hora pico.
-Gracias, Maggie – dijo Zach con respeto.
-¿Qué es exactamente lo que está haciendo Vito aquí? – le preguntó.
-Eee… Vito… bueno…
-Vine a convencer a Zach para que dirija mi nueva película, y cuando empezó todo
este lío decidí quedarme y observar.
-¿Qué película?
-Es ultrasecreto; todavía es muy pronto para anunciarlo, incluso a ti, mi amor, pero
Zach ya me dio su palabra, ¿no es cierto, Zach?
-Claro – dijo Zach, percatándose de que ya estaba comprometido con una película
de la que nunca había oído, tanto como si hubiera firmado un contrato. Era una buena
razón para explicar lo fácil que había sido conseguir que Vito tomara un avión. Bueno,
ese favor era menos de lo que ya le debía a Vito por Crónicas.
-Así que va a volver a trabajar juntos. Es fantástico… manténganme informada.
Vito, ¿te acuerdas de la vez que cenamos juntos en el Boutique of La Scala de Beverly
Hills? ¿Yo estoy loca, o Billy se enojó esa noche cuando nos acordábamos de esa
película desastrosa? Siempre me lo pregunté… sé que nunca le caí bien, ahora
tampoco, pero por Dios, cuando llamé para avisarte que habías ganado el Oscar a la
mejor película el día anterior a la ceremonia, ¿no fue suficiente?
-Bueno, ya sabes como Billy…
-¿No se dio cuenta de que era verdad que no había pasado nada esa vez?
-Bueno, amigos, me tengo que ir – dijo Zach, levantándose de repente.
-¿Algo que tendría que saber? – inquirió Maggie automáticamente, sin sacarle los
ojos de encima a Vito.
-Mi clase de relaciones públicas, no me gustaría llegar tarde – contestó Zach y salió
del bar de prisa, antes de que una carcajada histérica se le escapara del pecho.
-Es simpático – dijo Maggie -, muy simpático.
-Pero está ocupado, Maggie.
-¿Muy ocupado?
-Con mi hija. Zach es de la familia.
-Bueno… en ese caso… - El momentáneo interés de Maggie desapareció.
-Acá hay tanto ruido que casi no puedo oírte – se quejó Vito-. ¿Por qué no llevamos
las bebidas a un lugar más tranquilo, como tu habitación? Tenemos mucho de que
hablar. Yo estoy compartiendo la suite con Zach, si no te invitaría.
-Vamos a la mía. Podemos sacarnos las botas, ordenar la cena al servicio de
habitación y simplemente relajarnos. Esta noche no va a pasar nada importante.

121
-¿También te hospedas aquí?
-Por supuesto – dijo Maggie, sorprendida -. Tengo la suite presidencial… mi red de
televisión sabe cómo tratar a una dama.

Para cuando se sirvió la cena, Vito le había hecho creer a Maggie que ella había
propuesto un especial de una hora acerca de la salvación de Las crónicas de Kalispell.
-Es extraño, pero no estoy fascinado con la película en sí sino con el interés
humano – dijo Vito mientras sus cuerpos tendidos continuaban entrelazados, habiendo
postergado la comida por una reunión intensamente completa.
-¿La tentativa de homicidio-suicidio? Pero Vito, esa es la historia que todos están
cubriendo. Se va a escribir tanto acerca de eso, que en diez días a la gente se habrá
hartado. Casi ni me molesto en venir, pero la oficina de programación insistió.
-Ya lo sé. Si viste una tentativa de homicidio-suicidio, las viste todas, aunque
Melanie Adams sea la víctima. Lo que me interesa es lo que va a pasar ahora.
Tenemos esta actriz que llegó al estrellato de la manera más rápida y vertiginosa en la
historia del cine. Jamás le sucedió algo malo. Por supuesto, tiene muchísimo talento y
también es exquisita, pero ambos sabemos que se nace con estas cosas. Y hay algo
básicamente injusto acerca de esto. Tuvo una vida de ensueño. Y no es tu caso ni el
mío ni el de la mayoría de las personas.
-Te escucho.
-Entonces, lo que quiero saber es cómo la va a afectar este trauma. No puede
seguir adelante como si nada hubiera pasado, no es humanamente posible. Una
noche, en su dormitorio, enfrentó una verdadera pesadilla; un asesino con un arma
que la persigue, le dispara a la cara y que por poco no consigue matarla. Es algo de lo
que nunca se va a recuperar, nunca. No puede evitar pensar lo cerca que estuvo de la
muerte, o al menos de perder su carrera. ¿Cómo la cambió esta experiencia? No creo
que alguien vaya a conseguir esa historia.
-Maggie, me sorprendes. – Vito ató un cubrecamas alrededor de su cintura y
levantó el auricular del teléfono para ordenar la cena. La conocía tan bien que no
necesitaba preguntarle qué quería comer.
-Hay que esperar media hora – anunció Vito -. ¿Quieres una nuez o alguna de estas
deliciosas frutas?
-No. ¿Por qué te sorprendo?
-Porque puedes conseguir una historia que nadie más va a tener y así aumentar tu
“legendario poder”, como dicen las revistas Time y Newsweek sobre ti, y lo único que
haces es estar ahí, más sensual que nunca y diciendo cosas obvias.
-¿Cómo? – La habían herido en su orgullo.
-Es lo que estuviste haciendo. Hablas desde el punto de vista de una típica ama de
casa que está leyendo acerca de este asunto. Así que a Melanie Adams casi la mata un
amante celoso. Bostezo. Qué lástima. Pero mírala, tan rica y hermosa como siempre.
Bostezo.
-Mmm.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Cuando digo “mmm” en lugar de “qué estupidez”, significa que tal vez tengas
razón. Ahora tienes que explicarme por qué tal vez tienes razón. Estoy muy agotada
para pensarlo. Realmente los años no te afectaron. ¿Cuántos tienes ahora, Vito?
¿Diecinueve?
-Cuarenta y ocho. Y me afectaron un poco, pero tú me inspiras, Maggie.
-Aún hay esperanzas para la raza humana. Así dicen.
-Es la eterna cuestión del síndrome del antes y el después. Todos sabemos, o
creemos saber, cómo era Melanie antes. Nunca sabremos cómo será después. Jamás

122
tendremos una charla íntima con ella, sólo lo que los de relaciones públicas nos dejen
saber… a menos que tú le hables. Nunca sabremos lo que sintió descubrir de repente
que la persona que ella creía ser, una de las mujeres más famosas y protegidas del
mundo, en realidad no era más que una pobre mujer que rogaba por su vida. ¿Volverá
a sentirse fuerte? ¿Podrán todos los guardaespaldas del mundo hacer desaparecer ese
sentimiento de vulnerabilidad? Éste es tu tipo de preguntas, Maggie. Ya puedo oírte.
Te escucho preguntándole por qué cosas le gustaría que la recuerden, qué quiere que
diga su epitafio.
-Te sigo escuchando pero aún no entiendo.
-¿Todavía tiene coraje? No hablo del coraje de una actriz, sino del de un ser
humano. Eso es lo que quiero saber. Y no es algo que puedas preguntar, sólo se
puede mostrar.
-¿Cómo?
-Zach se las ingenió para que Melanie pueda filmar dos de las escenas más largas y
emotivas, una con Paul Newman y otra con Clint Eastwood, en su cama de hospital
dentro de nueve días. Sólo si ella quiere y los doctores lo permiten, por supuesto, pero
Zach no lo sabrá hasta último momento. Estas escenas van a filmarse en las mejores
circunstancias, con una actriz en un perfecto estado de salud. Melanie no necesita
hacer este esfuerzo en absoluto. Nadie se lo exige. Nadie la va a culpar si utiliza toda
su energía en recuperarse del atentado. Nadie la va a hacer responsable si se cancela
la película. Y ella lo sabe. Pero, ¿lo intentará? ¿Querrá hacer su mejor toma?
-No sé – dijo Maggie, pensativa -. Personalmente, tal vez sí, tal vez no, pero no soy
Melanie Adams. Tienes razón, Vito. Es interesante.
-No será fácil hacerlo – continuó Vito como si no la hubiera oído. – El equipo tendrá
que hacer un milagro con la coordinación. Zach va a utilizar la sala de operaciones
como set de filmación y trabajará allí. Siempre y cuando Melanie tenga agallas y fuerza
de voluntad para seguir adelante, puede salvar esta película con una sola mano. Y si
puede hacerlo… tiene un don especial. Aun si lo intenta pero no resiste la presión, que
es lo que me inclino a pensar, si tenemos en cuenta que salió de terapia intensiva hace
un día, es tan interesante como si no lo intenta. No es heroico, pero es más humano.
De todos modos, no me digas que no te gustaría mostrar todo lo que ocurre entre
bastidores en la televisión.
-¿Y qué te hace pensar que van a dejar que mi equipo entre y grabe todo si va a
ser tan difícil como parece? – Maggie se debatía entre la sospecha y la ambición.
-Porque Zach es el director y el director convoca a las tomas.
-¿Para qué necesita un problema más, un equipo de televisión pisándole los talones
a todos, enfocando las luces a todo lo que se mueve, haciendo preguntas inoportunas,
molestando? Le va a costar mucho trabajo que todo salga bien.
-Pero su futuro suegro se lo va a pedir amablemente.
-¡Vamos! ¿Qué beneficio sacas de esto, amor?
-Seguramente Zach será nominado por la Academia como mejor director y, quién
sabe, tal vez gane un Oscar. Y eso es bueno para mi próxima película. Muy bueno.
Además, como ya te dije, es de la familia. – Si lo decía una vez más, reflexionó, iba a
comenzar a creérselo él mismo.
-Viste, Vito, nunca puedes engañarme por mucho tiempo – se jactó Maggie,
satisfecha -. Sabía que ibas a obtener algún beneficio. Pero es una idea genial, y si
puedes organizar todo, amor, yo lo hago y nos adueñamos de la hora pico.
-Me voy a ocupar de todo después de la cena – le prometió Vito -. Si es que alguna
vez llega.
¿Y cuál sería su próxima película?, se preguntaba. Ya le había garantizado a Zach y
a Crónicas un nuevo recurso de publicidad, tenía en sus manos a un posible ganador
del Oscar al mejor director… y no tenía ni un solo libro o guión en la manga. Ya le

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iban a acercar algo, pensó, mientras volvía a la cama. ¿Por qué gastar energía
pensando en cosas materiales mientras Maggie estaba recostada, tan linda,
regocijándose de haberlo descubierto? Él y Susan Arvey habían terminado después de
que Curt Arvey murió repentinamente y ella se convirtió en la dueña del estudio Arvey.
Estuvieron de acuerdo con que su relación de negocios era demasiado importante
como para arruinarla con sexo, y desde ese momento no hubo más nada entre ellos.
El servicio de habitación, reflexionó Vito, había dicho media hora o más, lo que
significaba por lo menos una hora antes de la cena. Maggie había aprendido algunos
movimientos fascinantes desde que El ciudadano perfecto terminó con su relación.
¿Sería al aire fresco, la suite presidencial o simplemente Maggie lo que le despertaba
tanta lujuria?

Los medios masivos de comunicación, tal como lo había predicho Maggie, se


fueron después de poco más de una semana de frenética caza de detalles,
interminables entrevistas informales con todo el personal que pudieran atrapar, varias
entrevistas formales con una Rose Greenway paciente, con un Roger Rowan
desagradablemente impaciente, con una Norma Rowan inflada y con cada doctor y
enfermera del hospital Kalispell. Los rumores acerca de Allen Hendricks habían
resurgido y flotaron por unos días, pero al final desaparecieron por falta de pruebas
contundentes. Nadie había podido ingresar en el hospital Kalispell y nadie había podido
acercarse a Melanie Adams más que a la ventana de su habitación para sacarle una
fotografía. Newman y Eastwood no hicieron declaraciones, y Zach Nevsky había estado
demasiado ocupado como para hablar con la prensa.
Maggie MacGregor había estado tan ocupada como Zach, pero su leal equipo tenía
el don de ser invisible y la amabilidad de los sordomudos. Con un sombrero de piel que
le llegaba al cuello de su tapado de piel, botas impermeables revestidas en piel y lentes
para el sol, Maggie corría apresurada haciendo diligencias, casi irreconocible para el
resto de los periodistas, que tomaban su continua presencia como un cumplido para la
importancia de la historia en la que ellos mismos estaban trabajando.
Todo el equipo de televisión se llevaba, pieza por pieza, al interior del hospital por
la noche y se lo acomodaba.
Zach planeaba filmar una de las grandes escenas el viernes y la otra el sábado,
esperando hasta el último momento antes de que el contrato le hiciera perder a
Newman y a Eastwood. Melanie podría hacerlo o no, pero pensaba que era demasiado
riesgoso pedirle que trabajara antes de que tuviera que hacerlo.
Mientras trabajaba en un sinfín de detalles necesarios para llevar a cabo su plan,
Zach se enteró de que Wells Cope estaba en Kalispell, y que paraba en una casa
particular que había conseguido alquilar. A pedido de Melanie, se le permitía visitarla
unos minutos todos los días. Cope no se acercaba a Zach ni se inmiscuía en su terreno,
ni siquiera tomaba algo en el bar del Outlaw Inn, pero varias personas del equipo de
producción ya lo habían visto algunas veces.
-¿Qué crees que está haciendo aquí? – le preguntó Zach a Vito.
-No está protegiendo sus intereses, porque Melanie ya no le debe nada. Y como
ese es el único motivo por el que esperaría encontrar a Cope, diría que es más
sentimental de lo que pensé. Tal vez sólo vino a visitar a una amiga enferma, por los
viejos tiempos. Oye, tal vez está enamorado de ella. ¿No lo pensaste?
-¿Qué dices, Vito?
-Estoy tan sorprendido como tú. Mientras él no se entrometa, no podemos objetar
nada. Dijiste que a Melanie parece no molestarle su presencia, ¿no?
-Así es. Según ella, es como si no estuviera. Le trae flores, le pregunta cómo está,
habla del tiempo y se va.

124
-Es realmente siniestro – dijo Vito, después de una pausa considerable.
-Hablemos en serio.
-Estoy hablando en serio, muchacho. Supongo que sabe de nuestro plan.
-Sí, claro; Melanie no le ocultó nada. Él cree que es una gran idea, me felicita y
dice que es lo que él mismo habría hecho.
-Es peor de lo que pensé.

El día siguiente a que Melanie terminara triunfalmente la segunda de sus grandes


escenas, dirigida de manera brillante por Zach Nevsky, le concedió a Maggie la extensa
entrevista privada para la que la periodista se había preparado.
-¿Y bien? – preguntó Vito cuando vio salir a Maggie de la habitación, después de
que el equipo hiciera desaparecer todos los rastros de su presencia.
-No me quedará una lágrima sin derramar. Me hizo llorar a mí. – Maggie se sonó la
nariz de un modo indignante. - ¡Qué coraje! Tenías razón, Vito. Me alegro de haberte
escuchado. Y no te preocupes, tengo un material fantástico de ella y Nevsky; Melanie
le está muy agradecida.
-Quédate conmigo, nena.
-A veces… casi siempre… desearía haberlo hecho. Pero ya es muy tarde, ¿no es
cierto, Vito?
-Es verdad, querida. Pero piensa cuántas veces más nos volveremos a encontrar. Y
en qué extraños lugares.

-Nevsky, ¿tienes un minuto? – preguntó Wells Cope, mientras se acercaba a Zach,


fuera de la habitación de Melanie.
-Ahora sí – contestó Zach, irritado -. ¿Estuvo disfrutando de su estadía en Kalispell,
Cope?
-Más de lo que piensa. Pero tengo que hablar con usted.
-¿Ahora?
-Sí. Cuando descubrió lo de los utileros, tendría que haberse librado de ellos de
inmediato. ¡En seguida! En el instante preciso en que supo quiénes eran. Fue
criminalmente estúpido de su parte, Nevsky.
-¡Dios! Es muy fácil hablar en retrospectiva, Cope. Usted sí que es un descarado.
-¿Retrospectiva? Tuve que hacerlo en cuatro películas, Nevsky, y esperaba que
usted reaccionara de la misma manera.
-Quiere… ¿quiere decir que es habitual…?
-¡Mi Dios! No le creyó cuando le dijo que era la primera vez, ¿o sí? – preguntó,
mirando a Zach a la cara -. Por todos los santos, sí, se lo tragó. Realmente, qué
ingenuos son los que hacen películas hoy en día. La excitan, por decirlo de una manera
delicada, los celos, Nevsky.
-Dijo…
-Dijo que quería ser libre, ¿no es cierto? ¿Ser ella misma? Siempre dice lo mismo.
Cree que no quiere que la amen o la necesiten, pero ese es su modo de demostrar que
es la mujer más egoísta del mundo. Melanie necesita amor… y después quiere matarlo,
hacerlo desaparecer, ver la agonía, escuchar los últimos gritos de angustia. Y cuando
eso ya no la entretiene, necesita repetir el proceso. Una y otra vez. Es una manera
muy peligrosa de encontrar placer. Ya se lo dije varias veces, pero ella continúa y no
puedo detenerla. Entonces me deshago de los utileros… gracias a Dios, siempre son
utileros, nunca actores… y sigo deshaciéndome de ellos hasta que termina la película.
Ya le debo de haber comprado casas de veraneo a la mitad de los obreros de la I.A.
-¿Wells? – llamó la voz de Melanie desde la habitación -. Ven aquí, y trae a Zach.

125
Melanie estaba sentada en la cama, aún maquillada para la entrevista con Maggie.
-¿Le contaste la novedad, Wells? – preguntó.
-Todavía no. Estaba por decírselo.
-Cuando terminemos aquí, voy a hacer otra película con Wells – dijo Melanie, con
su preciada cadencia imitable, creando su mítico clima de seducción -. Él es la única
persona en el mundo que comprende qué monstruo horrible soy, y yo soy la única que
comprende qué bestia retorcida es, y nos perdonamos mutuamente… así que
volveremos a trabajar juntos. Lo pensé mucho mientras estaba en recuperación… no
me mires como si me hubieran hipnotizado, Zach.
-Cree que soy una especie de Svengali, Zach.
-Necesito a Wells y él me necesita a mí. Pero por supuesto las reglas van a ser
diferentes ahora. Una película por vez, nada de contratos por varias películas. Wells
me va a dejar elegir los guiones que yo quiera hacer, va a dejar que decida cuándo
quiero trabajar y cuándo no, y nunca más me va a decir qué ponerme para la entrega
de los Oscar.
-Me parece que no podría ser mejor – susurró Zach indréculo.
-Y te lo debo todo a ti. Es lo que le dije a Maggie, en cámara. Sabía que Wells se
iba a volver loco de celos. Hace como que no le importa, pero lo conozco demasiado
bien como para creerlo.
Zach miró a Wells Cope y vio un destello de dolor en sus ojos, que rápidamente
desapareció, como si la brillante punta de una aguja se le hubiera clavado en la piel.
Casi sentía pena por él, pensó Zach. Casi.
-Los felicitó. Espero que tengan una vida larga y feliz juntos.
-Gracias, Zach, querido. Eres divino. Qué lástima que me voy… tenía unos planes
maravillosos para ti.
-¿Sólo utileros, Wells? – preguntó Zach -. ¿Está tan seguro?

126
10
La última semana de abril, no bien se terminaron las sesiones fotográficas y ya el
elenco y los técnicos se habían marchado de Kalispell, la cadena de televisión emitió el
tan publicitado programa especial de Maggie MacGregor. El rating que obtuvo fue tan
alto que dejó atónita a la misma Maggie.
Ese viernes a la noche, para gran sorpresa de Gigi, Vito, en lugar de insistirle para
que saliera con él, se había auto invitado a cenar a su casa. Cuando terminaron de
comer les pidió a ella y Davy que se sentaran con él a ver la televisión, haciendo caso
omiso de todas las objeciones planteadas por Gigi. Vito conservó una cara de piedra
convincente pero Gigi, perceptiva como nadie en el mundo, se dio cuenta de que
ocultaba algún interés personal. Su padre era incorregible: se las ingeniaba para ser
siempre el foco de atención, estuviera donde estuviera. Cualquiera podría pensar que
ese programa era una de sus producciones, pensó Gigi con la rara emoción que Vito le
producía últimamente, una mezcla de amor desinteresado y, al mismo tiempo, la
capacidad de verlo tal cual era.
Puesto que ya no era más la joven de dieciséis años que apenas conocía a su
padre, tras observarlo cada vez más de cerca en todas sus etapas – por lo general,
cuando salían los dos solos a cenar – se había transformado en algo así como una
experta en Vito Orsini. Claro que no era una materia en la que nadie fuera a evaluarla,
pero sí era un conocimiento útil por tratarse de su única hija.
-Papá, me extraña que tengas tanto interés en este programa – dijo con ironía
mientras esperaban que comenzara la transmisión.
-Zach me va a dirigir Un largo fin de semana este verano.
-Nunca mencionaste esa película – continuó Gigi, sin prestar atención al nombre de
Zach -. ¿Dónde la van a filmar? ¿En El Congo, en Australia, en la Patagonia…?
-En Malibú, a cuarenta y cinco minutos de aquí, o tres horas, según como esté el
transito. Nunca intentes ir en coche a Malibú después del jueves en la noche ni
regresarte antes del lunes por la tarde: he aquí el argumento de la obra y las
indicaciones que le di a Zach.
-¿Zach Nevsky? – preguntó Davy con curiosidad -. ¿Cómo es trabajar con él?
Vito le dirigió una rápida mirada a Gigi pero no recibió ningún mensaje de su
expresión serena. Mi hija es peor que yo, pensó, abatido. ¡Qué vergüenza! No se le
tendría que permitir salir sin un cartel de advertencia alrededor del cuello. Y pensar
que de chica era tan buena… Lo que la arruinó fue haber vivido tantos años con Billy,
se dijo en un momento profundo de paternalismo. Este pobre muchacho… no tiene ni
la menor idea. ¿No se da cuenta de que no es para Gigi? Es demasiado normal,
demasiado bueno. Un día, y pronto, Gigi se va a aburrir de él, como me aburrí yo, pese
a su sentido del humor y su simpatía. La adoración total, incluso a mi propia hija, es
tediosa. ¡Enfermante, por el amor de Dios!
-Si pensamos en el tipo de trabajo al que se dedica – le respondió a Davy -, Zach
es una maravilla de persona. Entiendo por qué Gigi y él estuvieron a punto de casarse,
aunque se hayan peleado hace seis meses, seguramente por algún pequeño
malentendido.
-¡PAPÁ!
-¡Cómo! – dijo Vito, con cara de inocente -. ¡No me digas que Davy no sabía lo de
Zach! ¿Cuál es el problema? Ustedes los jóvenes encasillan todo con tanta rigidez…
pero la vida es como una bola de nieve que rueda y crece a medida que se le adhiere
más nieve; y todo lo que recoge por el camino es lo que nos hace ser lo que somos.

127
-Pareces una mala imitación de un falso gurú de la Nueva Era –criticó Gigi, furiosa-,
o uno de esos abogados que defienden a los asesinos múltiples.
-Silencio, pequeña. Maggie está comenzando la presentación, y no quiero perderme
ni una palabra.
-¡A la mierda esa puta de Maggie! – gritó Gigi, enardecida.
-Calma, calma, pequeña. Tienes razón en lo de puta. No hay que tenerle lástima –
aseguró Vito, con una tranquilidad que la enfureció aún más.
-¿Desde cuándo me llamas “pequeña”, farsante?
-¡Shhhhh! – dijo su padre llevándose un dedo a los labios -, un poco de silencio,
por favor.
Durante la hora siguiente los tres miraron ensimismados el desarrollo de las
entrevistas. Sólo hablaron durante las tandas comerciales.
-¡Genial! – exclamó Davy cuando terminó -. Si el resto es bueno como esto, va a
ser el éxito del año.
-¡Por favor! – reaccionó Gigi -. ¡Melanie no hizo más que sobreactuar!
-Estás loca, Gigi – objetó Vito -. Estuvo fantástica: hasta yo me saco el sombrero
ante ella. Mostró hasta la última gota de fortaleza y pasión que exigían las escenas.
Coincido con Davy. Sin duda Melanie va a tener alguna nominación para el Oscar, con
grandes probabilidades de ganar.
-No me refería a las escenas de la película – bufó Gigi -. Esas fueron bastante…
convincentes. Pero no hacía falta tanto despliegue de besitos y ojos llenos de lágrimas
de agradecimiento mientras le decía a Maggie que todo se lo debía a Zach. Es decir,
¿era necesario que se le colgara del brazo y lo mirara con adoración? Es sólo un
director, por Dios; no fue el creador de su talento.
-No me pareció que fingiera – protestó Davy -. Creo que todo lo que dijo lo sentía
de verdad.
-¡No digas tonterías! Fue deprimente. Y Zach, que la miraba como si fuera uno de
los Reyes Magos y Melanie acabara de dar a luz al niño Jesús. Fue una farsa, nada
más. La única novedad es que ahora sabemos que Melanie puede actuar bien tanto
acostada como de pie. Toda mujer debe hacerlo tarde o temprano, ¿no? Para mí esa
parte de la entrevista fue sensiblería pura. Me sorprende que Maggie no haya hecho
preguntas más incisivas. ¿Y que se haya puesto a llorar? ¡Qué papelón!
-Bueno – dijo Vito, y se paró para apagar el televisor -, me alegro de haber
contratado a Zach en vista de los resultados. Adió, chicos, me voy. Gracias por la cena,
Gigi. Ven a despedirme con un beso.
-¿Por qué hiciste esto, alcahuete entrometido y cizañero? – le susurró Gigi al oído al
darle un beso en la mejilla.
-¿Yo? Yo sólo vine a comer comida casera, pequeña.
-Es la última vez que comes en mi casa, viejo maniático.

-¿Por qué nunca me dijiste nada sobre Zach Nevsky? – quiso saber Davy ni bien
Vito se fue. Los ojos se le habían transformado en dos signos de interrogación.
-No es asunto tuyo ni de nadie, y menos aún del metido de mi padre.
-Yo te conté que había estado enamorado dos veces, pero no fue nada en serio…
nunca podría haberte ocultado una relación que por poco termina en el altar. – Dejó
escapar una especie de carcajada que nada tenía de alegre.
-Es que mi actitud hacia ese tema es diferente de la tuya, Davy – explicó Gigi, y
con una larga mirada empezó a captarlo tal como era -. Lo pasado, pisado. Nosotros
dos empezamos de cero. A mí no me interesaban tus romances anteriores; fuiste tú el
que insistió en contarme.

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-¿Insistir? – balbuceó Davy, y sacudió la cabeza, obstinado -. No es insistencia
querer contarle tus cosas importantes a la persona que amas.
-Nunca te pedí detalles, jamás. Pero fuiste tú el que tenía curiosidad, desde el
primer día, ¿recuerdas? Fuiste tú el que me hizo todas esas preguntas personales…
-Eso fue idea de Archie y Byron para hacerte una broma, lo sabes muy bien.
-Y, ya que estabas, aprovechaste, ¿no?
-Volviendo al tema Nevsky – dijo Davy, firme en su curiosidad -, ¿cuánto tiempo
anduvieron juntos?
-¡Y eso qué importancia tiene!
-¿Vivían aquí? ¿Por eso tienes una casa tan grande?
-¡Ya basta, Davy! Me niego a que me sigas torturando con preguntas.
Davy se encontró sumido en un repentino pero totalmente involuntario malhumor.
-Y no creas que me tragué esa excusa de que necesitabas intimidad… Enseguida
me di cuenta de que me ocultabas algo, algo que no querías compartir conmigo.
-¡Compartir! ¡Es una palabra que odio! ¿Quieres que invitemos a los vecinos, que
nos sentemos en círculo en el suelo y “compartamos” los traumas de nuestra niñez,
Davy? ¿Eso es lo que quieres?
-No te vayas por la tangente. – Tenía la voz deformada por el miedo y el rencor de
un amante celoso. – Lo único que quiero saber es por qué nunca me contaste de
Nevsky. ¿Por qué tuve que enterarme por tu padre? Siento como si una parte de todo
hubiera sido robada, deformada, enajenada… porque nunca quisiste contármela por
propia voluntad.
-¡Y todavía no quiero! ¿Satisfecho?
-¡No me hagas un cosa así! Mañana viajas por el trabajo de El Altillo Encantado, y
ya sabes cómo me siento por eso… si encima me cuentas de Nevsky… - Se volvía cada
vez más perverso y exigente; no podía detenerse.
-Davy, esto ya se está poniendo ridículo… Los dos nos estamos rebajando. Te
enojaste con Archie y Byron en la fiesta de Navidad por un inocente beso que me
dieron bajo el muérdago… y eso que los muchachos besaron a todos, ¡hasta a ti! Cada
vez que voy a San Francisco por la campaña de Mares Azules sospechas de los
hermanos Collins, que son los hombres más apegados a su familia que he visto en mi
vida. También te pusiste celoso de Ben desde el primer momento en que apareció en
la agencia para revisar el decorado, y desde ese día estás cada vez más celoso y
posesivo, aun sabiendo que tengo todo el derecho del mundo de trabajar en El Altillo
Encantado puesto que fue idea mía.
-¿No eres mía? ¿Ni siquiera un poquito, teniendo en cuenta que…?
-¿Teniendo en cuenta que quieres casarte conmigo? Ya te dije mil veces que no
tengo ni la más remota intención de casarme. ¡No estoy preparada y tal vez no lo esté
nunca! ¡No soy de nadie! Es intolerable. ¡No vuelvas a hacerme ese tipo de preguntas!
– Gigi temblaba con ansias de libertad, de despegarse de aquella relación posesiva que
nunca había deseado.
-No puedo evitarlo. No puedo evitar sentir lo que siento, ¿no te das cuenta?
-No quiero ser tan importante para ti. Nunca debí haber comenzado esto.
-Eso, tú nunca debiste hacerlo.
-¡¿Cómo?! – gritó ella, indignada -. ¿Estás insinuando que fue todo idea mía? ¿Así
que no tuviste nada que ver, que sólo me seguiste la corriente de bueno que eres?
-Me enamoré de ti en el instante en que te vi. No creí que se pudiera amar tanto a
una persona, pero me coqueteaste como loca; sabes muy bien que me sedujiste, me
alentaste desde el principio. Hiciste el amor conmigo por despecho, ¿no es cierto? Por
despecho hacia Nevsky. Con razón todo sucedió tan rápido. Y no hace falta que me
respondas; sé que tengo razón.

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Davy tenía razón el rostro contraído de dolor; estaba tan ensimismado en su visión
oscura de los hechos, tan concentrado en su tormento y su ofensa, que Gigi no
soportó quedarse en la misma habitación ni un minuto más. Ese hombre era
insoportable. De haber sido una serpiente, lo habría pisoteado sin pensarlo dos veces.
Proponerle matrimonio era como colocarle un par de esposas.
-Tengo que hacer las maletas – anunció, mientras se dirigía a su dormitorio -. Estoy
agotada, y no quiero seguir esta conversación. Voy a tratar de llamarte desde Nueva
York. – Entró en el dormitorio y cerró la puerta.
David Melville se quedó en el centro de la sala durante un minuto, sin saber qué
hacer, y luego, con miedo a la reacción de Gigi si volvía y lo encontraba aún allí, bajó
las escaleras y se fue a su casa.
Al fin comprendió por qué ella nunca había querido que vivieran juntos, por qué
nunca lo había dejado quedarse toda la noche en su cama y despertarse con ella por la
mañana, por qué siempre le insistía para que se fuera a dormir a su casa; al fin
comprendió por qué sólo quería hacer el amor en el sofá de la sala; al fin comprendió
millones de cosas que nunca había querido saber, pero que temía, aunque nunca tuvo
el valor de preguntarse la razón.

Esa noche Gigi estaba tan enojada que no podía conciliar el sueño. Llenó de prisa
la maleta de ropa y luego volcó todo el contenido en la alfombra, irritada al darse
cuenta de que la ropa que había puesto no era adecuada para Nueva York. Revolvió el
armario, pero no encontraba nada apropiado. Sin demasiado interés, trató de crear
nuevos conjuntos con las cosas viejas, transformando el atuendo de California en ropa
de Manhattan. Finalmente tomó algunas prendas al azar y las metió a presión en la
maleta; después de todo, no le importaba su apariencia en un viaje estrictamente de
trabajo que iba a durar lo menos posible.
Tan furiosa estaba, que le temblaban las manos al lavarse los dientes. ¡Cómo no se
había dado cuenta de que su padre se traía algo entre manos cuando le sugirió ir a
cenar a su casa en lugar de elegir un restaurante, algo que nunca había hecho pese a
que Gigi lo había invitado infinidad de veces! Él sabía que Gigi no iba a querer mirar el
infernal programa de Maggie, pero insistió tanto, que al final ella accedió.
¡Pero contarle a Davy lo de Zach, ya era el colmo! Desde luego que no era un
secreto, por qué cuernos habría de serlo, pero igualmente, ¿quién le había dado
permiso para meterse? ¿Qué estaba tramando? ¿Qué derecho tenía de tramar nada?
Pero Vito nunca decía algo sin tener un buen motivo. Obviamente, no sabía nada de
los celos enfermizos de Davy, pero había hablado de ella y Zach como si fueran dos
chicos. ¡”Algún pequeño malentendido”, por favor! La idea de cometer un parricidio
nunca le pareció tan comprensible como en ese momento.
En cuanto a Davy, todo había terminado. Esa noche había sido el final. No iba a
soportar otra escena como ésa, nunca más. Cada vez se le hacía más difícil recordar al
Davy con el que se había divertido tanto durante los primeros meses en FRB. Ahora,
cada vez que se detenía en la cantina de la agencia para intercambiar chismes de
oficina con el grupo de siempre, Davy pasaba como por casualidad, y si llegaba a verla
charlando con otro hombre, ya fuera el becario o el mismísimo Archie, se unía a la
conversación y daba a entender de manera sutil pero contundente que entre ellos
existía algo más que mero compañerismo.
Varias horas después de haber apagado la luz, reconoció que estaba igual de
enojada con ella misma que con Davy. Nunca debió haberse metido con alguien de la
agencia. Ahora ambos iban a tener que buscar otro compañero de equipo. Después de
esa noche, nunca podrían volver a trabajar tan cómodos y llevarse tan bien como
antes. Para eso tendrían que explicarles a Archie y By lo necesario, y convencerlos de

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que disolvieran el equipo creativo más talentoso de la agencia. Pero era mejor pasar
vergüenza que seguir soportando a un celoso. Davy lo iba a superar enseguida; ya
había estado enamorado dos veces, según él mismo admitió.
De todos modos, ¿cómo pudo haber sido tan estúpida de pensar que existía un
hombre tan fiel? Quizá lo hubiera sido Abelardo, pero ¿quién sabe en qué habría
terminado su amor por Eloísa si no lo hubiera castrado? Seguramente tarde o
temprano la habría abandonado por otra cara linda. Habría aparecido alguna versión
local de Melanie Adams, y Eloísa habría pasado a ser un trasto viejo. No figuraría en la
historia ni siquiera como un dato anecdótico.
Gigi apretó los dientes de disgusto al recordar a Melanie acostada en la cama,
jugueteando delicadamente con una rosa, algo tan frágil y valiente a la vez, la frágil y
heroica reina de las Sarah Bernhardt convalecientes, mientras Zach agachaba ante ella
su oscura cabeza en muestra de adoración mágica. Sabía que Maggie era capaz de
cualquier cosa, pero eso ya era demasiado, superaba todo límite, aunque el público le
iba a encantar porque no conocían a los actores como ella.
¿Los conocía ella? Tantas veces había oído las opiniones mordaces e ingeniosas de
Zach sobre las actrices que casi las conocía de memoria. Pero Zach siempre reservaba
un lugar para las raras excepciones. ¿Y si Melanie era una de ellas? Wells Cope la
había rodeado de tanto misterio que su personalidad era un enigma. ¿Y si Melanie
Adams era lo que parecía?
Tras este pensamiento Gigi encendió la luz, se levantó y se puso a revisar la
biblioteca. Necesitaba leer algo interesante que la mantuviera entretenida hasta la
mañana. ¿Jane Austen? Sí, era exactamente lo que necesitaba, algo que la
transportara a un mundo donde el sexo no se mencionaba, en realidad, ni existía, y
donde la publicidad y el cine eran tan inconcebibles como las discotecas, las minifaldas
o el mismo estado de California. El ajado volumen – una de sus novelas preferidas – se
abrió en los primeros renglones: “Es una verdad universalmente reconocida, que un
hombre soltero, de gran fortuna, necesita una esposa”.
¡Tú también, Jane! Gigi arrojó el libro al suelo como si quemara; fue a la cocina y
se engulló una caja entera de copos de maíz con leche, masticando con tanta fuerza
como si estuvieran hechos con cáscaras de coco.

Ben Winthrop había enviado una limusina para llevarla al aeropuerto de Burbank. Él
también viajaba hacia el este en un jet privado, dijo, por unos negocios en Filadelfia,
así que la podía alcanzar en su avión hasta Nueva York, ya que los dos iban a viajar el
sábado. Gigi tendría el domingo para recuperarse de las alteraciones cronobiológicas
antes de comenzar con sus reuniones la semana siguiente.
Gigi se hallaba trabajando afanosamente en crear el modelo de El Altillo Encantado:
Ben le había expresado a Victoria su deseo de contratar a Gigi, algo que Victoria no
estaba en condiciones de rechazar, ya que Ben había aprobado rápidamente una
campaña publicitaria de creación de imagen para la cadena que aún no se había
inaugurado. Ese aviso ya estaba en todas las revistas de categoría habidas y por
haber. Según Ben, la familia Muller, fundadora de El Paraíso Infantil, había decidido
mudarse a Sarasota y dejar el negocio en manos de Jack Taylor, un experimentado
jefe de promoción de ventas, un hombre de mediana edad, bastante ambicioso. A Gigi
le pareció que tenía poca imaginación pero que la compensaba con su habilidad para
brindar infinidad de opciones interesantes. Ben le había dado a Gigi vía libre para la
creación de la nueva tienda y, aunque esta nueva tarea con frecuencia la alejaba de su
trabajo de redactora, no podía resistir la tentación de desarrollar al máximo sus ideas.
Durante la próxima semana Gigi iba a reunirse en Nueva York con tres decoradores
de interiores, cada uno con una propuesta diferente para los Altillos. Jack Taylor había

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convocado a diseñadores de juguetes exóticos y muñecas hechas a mano provenientes
de muchas ciudades de Europa y los Estados Unidos, que llegarían para mostrar su
mercadería. Todo tipo de orfebres y artesanos traerían sus diseños de artículos de
regalos realizados especialmente para ese negocio, lo mismo que diseñadores de
papeles y lazos para obsequio.
En el día de San Valentín, a Gigi se le había ocurrido que El Altillo Encantado podría
ganar un segundo mercado, dirigido a los hombres que buscan regalos románticos en
cualquier época del año. A ninguna mujer, de la edad que fuese, podía resultarle
indiferente recibir una delicada versión de un regalo para niñas; por eso planeaba estar
alerta para hallar esos artículos, que iban desde réplicas de muñecas victorianas hasta
excepcionales animales de peluche. La idea la había sacado de Escrúpulos Dos, y
decidió que los Altillos debían diseñarse pensando en que los hombres se sintieran tan
cómodos como las mujeres. Además, para competir con el sistema de autoservicio de
Toy “R” Us, ya había decretado que se iba a capacitar a los vendedores para que
pudieran recomendar el regalo apropiado para cada edad y tipo de niño. Ningún cliente
sería abandonado en los pasillos sin saber si un juguete era muy infantil o muy maduro
para una niña poco femenina de cinco años y medio.
Pero en esos precisos instantes no le importaba si llegaba a abrirse el primer Altillo,
se dijo. Había conseguido dormir por último quince minutos al amanecer, cuando ya
salía el sol, y luego empezó a sonar el teléfono. Eran Sasha y Billy, que le daban
consejos de último momento sobre lo que no debía olvidarse de hacer, de comprar o
de mirar en Nueva York. Billy le recomendaba que no usar maquillaje durante el vuelo,
pero que se pusiera crema humectante y brillo labial cada hora para contrarrestar los
efectos del aire seco. Cómo para preocuparme por el maquillaje estoy, pensó Gigi
mientras se ponía un conjunto deportivo gris, la ropa más cómoda que tenía.
Si bien era la primera vez que viajaba en un jet privado, subió al avión con el rostro
lánguido e inexpresivo de quien no conoce otra manera de viajar. Se echó en la butaca
y se puso a mirar distraídamente por la ventanilla. Ben, vestido con un suéter de la
universidad de Yale – que le daba un absurdo aspecto universitario – sobre una camisa
con el cuello abierto, se instaló en el otro extremo de la amplia cabina principal, y en
seguida se puso a trabajar con su ordenador sin prestarle atención. Ella percibió un
lujo sumamente discreto en el detalle de los colores suaves y del empleado que le trajo
té, galletitas y fruta, pero por lo demás, el interior del avión le pareció sólo una
habitación larga y estrecha en el medio del cielo.
-Te noto cansada – le dijo Ben, levantando la vista de su trabajo -. ¿No quieres
recostarte un poco? Los sillones se transforman en camas. ¿Por qué no duermes una
siesta?
-Ah, sí – dijo Gigi agradecida. Se sentiría como nueva. Una siesta era lo que
necesitaba. La siesta más cara del mundo. ¿Cuánto costaría el minuto?, trató de
calcular mientras se desvestía. Se puso la camisa de un pijama de seda que la había
alcanzado el asistente, y se deslizó bajo las sábanas. ¿Cuánto el minuto? A quién
cuernos podía importarles en tanto y en cuanto la cama siguiera en posición horizontal.

Gigi seguía durmiendo cuando el jet aterrizó, cargó combustible y volvió a


despegar. Se despertó tres horas después, se enjuagó la cara, se lavó los dientes, se
puso una de las batas que encontró colgadas en el armario y caminó algo tambaleante
hacia la cabina.
-¡Dios mío! ¡Dormí durante casi todo el viaje! ¿Qué hora es, Ben?
-¿Hora de Los Ángeles?
-Tienes razón, qué pregunta tonta. ¿Cuándo aterrizamos?

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-En la tarde, no sé cuándo; depende del viento. – Su sonrisa parecía más
interesada, menos introspectiva que de costumbre. Aquella presencia, tan intensa en
reposo como en actividad, se le hizo a Gigi más real, porque de pronto los dos se
sentían muy solos dentro de una cápsula iluminada que flotaba en la inmensidad del
espacio.
-Ben, estoy algo desorientada – dijo Gigi con un dejo de impaciencia -. No estoy
acostumbrada a dormir la siesta, así que no me hables con acertijos.
-Hablo en serio.
-¡Oh, ya basta!
-Está bien, te lo diré: te he secuestrado.
Gigi miró a Ben Winthrop con detenimiento. Había llegado a conocerlo bastante
bien en los últimos meses en que trabajaron juntos, y sabía que no se caracterizaba
por las extravagancias ni por las exageraciones. Si bien tenía sentido del humor, no era
de hacer bromas pesadas. En cierto modo su personalidad tenía el don del equilibrio
justo.
-Muy bien, así que me secuestraron – dijo Gigi, complaciente, y se sentó en la
butaca al lado de Ben -. Después de todo, ¿por qué no? Es fin de semana, y se supone
que uno puede tomarse un descanso reparador. Me gustaría saber adónde vamos, ¿o
estamos volando en círculos?
-A Venecia – respondió Ben. Las arrugas de la frente se le hicieron algo más
profundas y sus ojos confiables de color azul intenso la miraron con un brillito pícaro y
divertido. Jamás lo había visto tan parecido a la típica fantasía de alumna que sueña
con que el apuesto profesor de literatura la cite en su despacho para proponerle
mejorar sus calificaciones sobre el escritorio, ¿o sería más cómodo debajo del
escritorio?
-¿Playa Venecia? – preguntó Gigi -. Podemos cenar en Chinois on Main.
-Venecia…, “un estado de ánimo”.
-Venecia… ¿Italia? – Lo dijo con tanta prudencia que su tono de voz fue una octava
más grave que de costumbre.
-Se me ocurrió que por ser la primera vez que te secuestran, el destino debía hacer
honor a la ocasión.
-¡Venecia! – Sus ojos se llenaron de chispitas de felicidad, diminutos estallidos color
esmeralda.
-¿Alguna objeción? – Se lo notaba más ansioso que nunca.
-¡No tengo nada que ponerme! – gritó Gigi -. ¿Por qué no me avisaste?
-Entonces no habría sido un secuestro – replicó él, con total naturalidad.
-Pero, ¿por qué no lo hiciste? – preguntó Gigi. Se dio cuenta de que su primera
reacción, aunque habría sido normal en ella en cualquier otro viaje sorpresa, quizá no
fuera su principal motivo de preocupación. - ¿Por qué tuviste que traerme engañada?
-¿Habrías venido si te hubiera dicho “vamos a Venecia”?
-Puede ser… no sé. ¿Por qué no?
-Me pareció que no. Habrías tenido demasiado tiempo para pensarlo, además de
informárselo a la agencia; Billy te habría hablado de los peligros de viajar sola con un
hombre…
-¿Qué peligros? – preguntó ella, enarcando las cejas hasta que desaparecieron bajo
su flequillo -. Por Dios, Billy nunca diría algo tan aburrido y convencional. Se nota que
no la conoces. – Le vino a la mente el claro recuerdo de aquel beso que Ben le había
dado cuando se conocieron, un beso que ella, por alguna razón, había considerado -
¡qué absurdo! – muy peligroso. Ben nunca había intentado repetirlo ninguna de las
otras veces en que trabajaron juntos en el proyecto de El Altillo Encantado, y
seguramente ya habría olvidado por completo aquel momento tan extraño. Gigi se

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sentía completamente segura con él. - ¡Peligros! Pero por favor, si estamos en el siglo
XX – agregó con un dejo de burla.
-A menos que estés de ánimo peligroso.
-Ni siquiera sé cuál es mi estado de ánimo – respondió con una amplia sonrisa que
pronto se tornó más profunda e intensa -. Sólo sé que tengo hambre, pero eso no es
un estado de ánimo.
-Podemos comer cuando quieras. Yo estaba esperando que te despertaras.
-¡Oh, Ben! ¡Qué sensación total de libertad! Afuera sólo hay cielo, Venecia
esperando en algún lugar… ¿qué más puede pedir una mujer?
-Muy posiblemente… un pasaporte.
-¡Ay, no! – Se llevó las manos al pecho. Nunca había sacado el pasaporte.
-Habrá uno esperándote en el aeropuerto, en Italia… Me lo consiguió un viejo
conocido del Departamento de Estado.
-Qué secuestro tan bien planeado – bromeó Gigi -. ¿Acaso trabajas en la CIA?
-Yo no, pero mi compañero tal vez sí. Se graduó en Yale, no en Harvard, lo que
siempre me resulta sospechoso.
-¿Por qué te tomas tantas molestias por mí? ¿Por qué eres tan simpático? – le
preguntó, con el rostro radiante.
-Porque quiero, porque me divierte, porque necesitas unas vacaciones y yo
también.
-Buenas razones. Aceptadas. – Bostezó, se desperezó hacia atrás hasta que sólo los
hombros y la cadera tocaron la butaca, y estiró lo más posible las piernas desnudas
sobre la alfombra. Echó la cabeza hacia atrás y dejó caer los brazos flojos a los
costados.
-Un poco de champagne no estaría mal – anunció, imperiosa y alegre -. Estoy de
vacaciones.

No bien el jet aterrizó en el aeropuerto Marco Polo, un funcionario de la embajada


de los Estados Unidos le entregó a Gigi el pasaporte. Los empleados de aduana los
atendieron con suma rapidez; poco después ambos recorrieron un muelle y
descendieron a la cubierta de una lancha larga y reluciente, con casco de madera color
miel, que los aguardaba. Ben le estrechó la mano al capitán y lo llamó Giuseppe,
mientras un marinero metía el equipaje en la cabina.
Gigi miró alrededor con avidez. Lo único que había que ver era mucho cielo, una
franja muy ancha y plana de agua verdosa salpicada por algunos islotes y, a lo lejos,
hileras borrosas de construcciones. En el aire se percibía un leve olor salado, pero no
era aire de mar.
-¿Dónde queda Venecia, Ben?
-Para allá – respondió él, señalando una línea de edificios en la distancia -. La
verdad es que tendríamos que haber llegado en barco, de la forma clásica, pero
pusieron el aeropuerto aquí, en esta laguna que hace honor a su nombre: Laguna
Morta.
-Me tendrías que haber traído en yate. Quiero que mi primera impresión sea
imponente y clásica.
-Ten un poco de paciencia.
La lancha arrancó de golpe y Gigi casi pierde el equilibrio.
-¿No quieres entrar en la cabina? – le preguntó Ben -. Hay mucho viento aquí
afuera.
-No me pienso mover de aquí hasta que aparezca Venecia. La conozco por cuadros
y fotos, de modo que cuando la vea la voy a reconocer – respondió Gigi. El viento le
tiraba el pelo hacia atrás. Se puso los anteojos ahumados que siempre llevaba en la

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cartera y se aferró a la baranda, mientras que Ben se ubicó a su espalda. El viaje por
la laguna fue veloz, pero en cuanto se acercaron a los edificios y pudieron verlos con
claridad, el capitán aminoró notablemente la marcha.
-Es para no hacer olas – le explicó Ben -. Al aproximarse a Venecia hay que ir a
esta velocidad. Una de las razones por la cuales la ciudad se está hundiendo es por la
forma en que antes se permitía que el agua golpeara contra las piedras.
Las casas ruinosas se hicieron cada vez más grandes a medida que se acercaban, y
el detalle de las sogas con ropa tendida fue lo primero que vieron de La Serenissima, la
Novia del Adriático. Pronto la lancha se internó en un estrecho canal. Gigi giraba la
cabeza de un lado a otro buscando rasgos pintorescos, pero lo único que vio fueron
muchos gatos, algunos puentes de piedra nada atractivos y tropeles de niños gritones.
En una esquina tomaron por un canal más grande, y Gigi, dominada por la
impaciencia, se puso furiosa cuando vio que de lado a lado lo ocupaba una enorme
barcaza mugrienta, con pilas de cajones de gaseosas y agua mineral, que avanzaba
casi rozando los bordes de las piedras sucias.
-No me digas que tendríamos que haber tomado un helicóptero en el aeropuerto.
¿Cómo no se me ocurrió? Porque no hay helicópteros.
-¿No hay más remedio que avanzar detrás de esta cosa?
-Así es.
-¿No existe algún atajo?
Ben se rió de su expresión, y el motoscafo aminoró aún más la marcha.
-Cuando se construyeron los canales, se los hizo pensando en el ancho de las
góndolas. No se puede estar apurado en Venecia. Puedes correr hacia la cima de una
montaña en Nepal, atravesar corriendo la Gran Muralla China y hasta rodear a gran
velocidad la Place de la Concorde, pero aquí no puedes avanzar más de prisa de lo que
te permite el lento barco que te precede, así que mejor te sientas y esperas.
Renuente, Gigi siguió su consejo. Avanzaban palmo a palmo. Cerró los ojos llena de
frustración, pues eso podía prolongarse indefinidamente.
-Ya puedes abrir los ojos – le anunció Ben con un suave codazo.
-¿Desapareció la barcaza?
-Te lo garantizo – aseguró él, divertido.
Abrió los ojos y se encontró navegando por el Gran Canal. Fue el momento más
asombroso de su vida. Se hallaba en medio de un prisma de colores suaves, una
combinación perfecta de agua y reflejos sin igual en todo el universo, en la alegría, el
encanto y el resplandor, pero en especial en el simple hecho de que existiera el Gran
Canal. Miró en derredor, muda de la emoción, con la sensación de que la lancha se
había transformado en una nube, maravillada por el espectáculo de palacios, iglesias
majestuosas y veloces embarcaciones, todo abierto a la armonía del resplandor puro,
al baño de luz proveniente de un cielo radiante.
-Sé lo que sientes – dijo Ben, y le apoyó la mano en el hombro -. Nunca te
acostumbras, aunque vengas con frecuencia.
No pudo responderle. Era demasiado. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que luego
rodaron por sus mejillas. Ben le ofreció su pañuelo sin decir palabra. El motoscafo
cabeceaba lentamente al cruzar la parte más ancha del Canal. Luego giró a la derecha
y prosiguió hasta llegar al embarcadero de un palazzo excepcionalmente angosto, con
profusión de ventanas en su fachada inmensamente frívola, rosada y blanca. Una
reluciente y amplia góndola negra, con almohadones de pana verde, se hallaba
amarrada a un pilote pintado a rayas.
Gigi se secó los ojos por última vez y alzó la vista.
-¿Este es el hotel?
-No precisamente.
-¿Vamos a desembarcar aquí?

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-Sí.
-¿Vamos a visitar a alguien?
-No.
-¿Pasaremos la noche aquí?
-Sí.
-¿Entonces ésta es tu humilde morada?
-Exacto.
-¿Sabes, Ben? Después de todo, estoy empezando a preguntarme qué habría dicho
Billy.
-¿Lamentas no habérselo preguntado?
Se quedó pensando un momento. Al fin dijo, sin responder a su pregunta:
-No sé por qué, pero ahora sí siento que estoy realmente de vacaciones.

-¿Cuánto hace que tienes este palazzetto? – le preguntó mientras contemplaban la


puesta de sol desde el amplio balcón del piso superior. La decoración de los ambientes
reflejaba el espíritu de Venecia, sin intentar vanamente recrearlo con total fidelidad.
Todo el lugar era, en un sentido muy sofisticado, deliberadamente extravagante. Las
altas y angostas habitaciones – sólo dos por planta – estaban desprovistas de adornos;
los pisos encerados, totalmente desnudos, y la escasa cantidad de tela de tapicería
tenían por objeto que uno centrara la atención en el Gran Canal, que se veía desde
todas la ventanas. Sin embargo, había aquí y allá magníficos espejos dorados y varios
muebles extraordinarios, la mayoría con incrustaciones de nácar o imitando la forma
de caracoles, que evocaban siglos mucho más decorativos y excéntricos durante los
cuales los venecianos llenaron sus hogares con tesoros robados del mundo entero.
El dormitorio de Ben, con su baño y su balcón, ocupaba el piso superior del
palazzo. En el piso siguiente se encontraba el cuarto de huéspedes, y el primer piso,
con los techos más altos de todos, se había convertido en sala-biblioteca del lado del
jardín, y en comedor del lado del Canal. La despensa, la cocina y las dependencias de
servicio quedaban en la planta baja. Todas las ventanas traseras daban a un pequeño
jardín de ensueño, coronado de glicinas, con arbolitos en miniatura, de copas podadas
y rodeados de malvones rosados. Las paredes parecían tapizadas con una cortina de
madreselvas. En la angosta casa – que los venecianos insistían en llamar palazzetto -,
Gigi se sentía como dentro de un decorado de cine con todas las comodidades, un
proyecto contemporáneo basado en mil años de historia.
-Hace unos diez años – respondió Ben -. Un amigo mío, miembro del Comité Para
Salvar a Venecia, me pasó el dato de que probablemente se pondría a la venta, y lo
compré sin haberlo visto, ese mismo día. Se hallaba en un estado deplorable, y demoré
casi tres años en dejarlo habitable. Venía todos los fines de semana a controlar la obra,
y cada vez encontraba más desorden que antes: la fachada totalmente cubierta con
andamios y lonas verdes, y el arquitecto que se peleaba a gritos con el contratista. No
sabía lo que había comprado. Hasta que un día vine y ya no estaban más los andamios
y, por primera vez, vi el trabajo en piedra: no había ni una filtración ni una mancha de
humedad; habían instalado un ascensor, y restaurado pisos y paredes, y hasta
funcionaba la cocina nueva.
-¿Cuánto tiempo te quedaste?
-Tuve que regresar a Nueva York al día siguiente – se lamentó Ben.
-¿O sea que pasaste apenas una noche aquí? – preguntó Gigi, sin poder creerlo.
-Ni siquiera eso. La casa estaba vacía, no había ni una bolsa de dormir ni una
botella de vino. Pasé la noche en la otra orilla del Canal, allá a la derecha, en el hotel
Gritti. Me quedé despierto hasta el amanecer, asomado a la ventana, contemplando mi
palazzetto vacío con el anhelo de un amante desilusionado.

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-¿Qué hiciste después? – Se sentía subyugada por un Ben Winthrop irreconocible.
-A la mañana siguiente, antes de partir, contraté a un decorador y a un matrimonio
de caseros, a los que instalé en su propio apartamento, en la planta baja. La vez
siguiente, les avisé con un día de anticipación y me quedé una semana entera. Ahí fue
cuando compré la lancha y contraté a Giuseppe, el capitán. No es la única manera de
viajar en Venecia, pero sí la más conveniente.
-¿Cuánto tiempo por año pasas aquí?
-Casi un mes. Vengo de vez en cuando y me quedo unos días, cuando tengo
tiempo.
-La verdad es que no lo entiendo. ¿Por qué necesitas tener toda una infraestructura
funcionando si la usas tan poco?
-No lo necesito – respondió Ben -, pero lo deseo. Y vale la pena porque es un
trocito de Venecia. Soy dueño de un trocito del lugar del mundo donde me siento más
feliz. Si pudiera, lo compraría todo.
-¿No te alcanzaría con alojarte en un hotel?
-Nunca – aseveró Ben, y cruzó el Canal con la mirada hacia las más iluminadas
cúpulas bizantinas, de novecientos años de antigüedad, pertenecientes a la Basílica de
San Marcos -. Jamás.
Se volvió hacia Gigi y le habló resuelto:
-Está de moda decir que Venecia ya no es la de antes, que no es más que un
enorme museo deteriorado, un paisaje para turistas fastidiosos. Desde hace siglos los
autores vienen escribiendo textos lamentando que haya desaparecido la gloria de
Venecia. Se quejan de que ya no hay duques, de que Napoleón taló los árboles de la
Plaza San Marcos, de que Byron y Casanova ya no se paseen por sus calles. Eso es tan
tonto como desear vivir en la vieja y gloriosa época de la Reina Isabel I. ¿Por amor de
Dios, por qué no cruzaron el Rialfo, tomaron un café en Florian o un trago en Quadril,
contaron chismes, se rieron de las palomas y disfrutaron como siempre han hecho los
venecianos? ¿Por qué no pudieron olvidar que este lugar es Venecia, con todas las
expectativas románticas que crea esa esencia, única e imperfecta? Hoy todos esos
escritores capciosos están muertos, y Venecia sigue siendo la maravilla y gloria
indiscutida de la civilización occidental… y sigue viva.
Gigi lo miraba maravillada. Ben estaba transfigurado. No quedaban en él huellas
del hombre de negocios capaz de observar una franja de tierra verde, cubierta de
bosques, y ver el lugar perfecto para construir un centro comercial.
-¿Signor Ben? – dijo una voz de mujer. Era la esposa del encargado que había
aparecido después de dar un golpecito en la puerta. – El gondolero pregunta si va a
necesitarlo esta noche.
-Pídales que espere, por favor, María.
-No me extrañaría que tuvieras un gondolero con dedicación exclusiva – comentó
Gigi.
-No es para tanto – rió Ben -. Tengo que elegir entre el departamento de Nueva
York, la cabaña de esquí en Klosters, la casa de Venecia, el avión y el barco… o tener
un gondolero de tiempo completo.
-¿Eso significa que tuviste que ponerte un límite en alguna parte?
-No estamos hablando de poner límites, sino de elegir: o una cosa o las otras…
todas las otras. El gondolero cobra por hora.
-Entonces mejor me visto rápido – dijo Gigi, sin ganas de dejar de mirar las
maravillas realzadas por la penumbra que caía sobre la ciudad y que, junto con la Luna
saliente, hacían que Venecia pareciera cada minuto un poco más joven -. Debe de
haber puesto a andar su reloj.

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Gigi no había tenido idea de lo rico que era Ben, con su jet privado, el palazzo, los
centros comerciales y todo lo demás, hasta que mencionó lo del gondolero. Él no
bromeaba cuando dijo que al gondolero le pagaba por hora. Había que ser rico, mucho
más que rico, como Billy, para valorar lo que era un pequeño ahorro. Billy se
empecinaba que las ayudantes de su chef usaran hasta la última hoja del rollo de
papel de cocina. Eso la hacía sentir una persona normal y sensata, según había
reconocido alguna vez.
Mientras trataba de apurarse, se dio cuenta de que al empacar había sufrido una
especie de amnesia temporal, como dirían algunos psicólogos, o, por decirlo en
lenguaje más popular, había estado con la mente en otra cosa. De todas las prendas
arrugadas que manoteó en el armario, no había nada que pudiera combinarse, salvo
un suéter negro, una falda negra larga hasta el piso, un cinturón ancho negro y unos
aros de azabache. Se puso el conjunto pero no quedó conforme. Era su primera noche
en Venecia y parecía vestida para un entierro.
Cuando revolvía las maletas en un último e infructuoso intento, halló un paquete
envuelto en papel de seda que le había regalado Billy. Lo abrió y sacó un bulto de tela
fina que debió desdoblar varias veces para desplegarlo sobre la cama: era un enorme
triángulo de tul negro, salpicado con miles de hilos dorados en forma de cuadraditos,
con un galón dorado de encaje que formaba ondas, de unos veinte centímetros de
ancho. Era la chalina que acompañaba un vestido de noche de Geoffrey Beene que
Billy había usado varias veces. Tenía una caída perfecta, sin la menor arruga.
Entusiasmada, se puso a experimentar: la podía usar como mantilla, como faja,
como capa o sarong, como poncho o como blusa. Con la ropa interior adecuada hasta
se podía usar como vestido de noche corto, sin tirantes. Pero quedaba mejor como lo
había planeado Geoffrey Beene: como simple chalina echada sobre los hombros, que
era la única manera correcta de usarla.
Se puso dos capas más de rímel y otro toque de brillo labial; se cepilló el pelo con
fuerza; se echó la chalina sobre el suéter y salió muy resuelta, veneciana hasta la
punta de sus chinelas de terciopelo negro, ya que se había olvidado de llevar los
zapatos de vestir.

-¿Y todas las personas que me esperan en Nueva York? – le preguntó a Ben a la
mañana siguiente, mientras tomaban sol en unos sillones de mimbre frente a Florian y
escuchaban las melodías de viejas comedias musicales ejecutadas por una banda
ubicada al lado del bar.
-Ya pospuse todo. Quedamos en que les vas a avisar cuándo viajas.
-¿Y la agencia? ¿Qué pasa si me llaman al hotel donde se supone que estoy
alojada?
-Mi secretaria va a recibir todas las llamadas y luego te avisa aquí por télex. Hay un
aparato de télex en mi vestidor. Después llamas directamente a California, y nadie
notará la diferencia.
-Así que si me arrojas al canal, me ahogo y desaparezco, será uno de los misterios
sin resolver de todos los tiempos.
-Me encantan tus razonamientos… son tan divertidos.
Gigi tenía puesta alguna de la ropa nueva que había comprado en las boutiques de
Versace, Valentino y Krizia. El resto estaba en las bolsas apoyadas en el suelo. Según
Ben, en el fondo Venecia era el centro comercial más importante y hermoso del
mundo, y los hombres que lo construyeron, los mejores comerciantes de la historia.
-Recuerdo una película inglesa de terror – comenzó a decir Gigi, y luego se calló.
Aquella película trataba sobre una Venecia siniestra y sombría que nada tenía que ver
con ese milagro de sol en abril, con niños que correteaban por las aceras de mármol y

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daban de comer a las palomas, con los colores radiantes que se reflejaban sobre la
fachada de San Marcos, con los cuatro caballos de bronce que había al frente y leones
alados por doquier, con el tañido de campanas que flotaba siempre en el aire. -
¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar?
-Todo el que quieras. Estamos apenas en abril… la temporada alta dura hasta
mediados de octubre, y algunos prefieren Venecia fuera de temporada. Dicen que el
invierno es la época ideal para conocer Venecia como los venecianos.
-Te lo digo en serio… Sé que eres un hombre muy ocupado.
-No me pidas que hable en serio hoy. Me siento muy, pero muy feliz.
-¿Por qué estás en Venecia?
-Porque estoy en Venecia; porque la orquesta del bar siempre toca la música que
me gusta; porque después de almorzar en la terraza de Danieli vamos a ir a la
Academia a ver un solo cuadro, mi Giorgione preferido. Puedes contemplarlo todo el
tiempo que quieras, durante horas enteras si lo deseas, pero luego nos iremos volando
porque tengo una norma fija sobre cómo vivir en Venecia, lo que yo denomino la regla
de uno: cada día hay que ver una obra de arte, una sola, pasar al menos una hora en
el agua, comer al menos una comida buena y comprar una cosa, cualquiera sea. Me
siento feliz porque estoy con una amiga que se halla totalmente en mi poder, porque
no puede ir a ningún lado sin mí si no quiere perderse; porque esta tarde vamos a ir a
un partido de polo en el Lido si tenemos ganas; porque no llegó ningún télex esta
mañana; porque están tocando los Cuentos de los bosques de Viena, que siempre me
dan ganas de bailar…
Tomó a Gigi de la mano, la hizo parar y se puso a bailar el vals con ella por toda la
Plaza de San Marcos, asustando a las palomas a su paso, deleitando a los niños,
divirtiendo a los camareros, escandalizando a los turistas, y por último, convenciendo a
los músicos de que la nueva estación de veras había comenzado.

Durante los tres días siguientes cumplieron con la regla de uno inventada por Ben,
y cuando terminaron, Gigi quedó con la sensación de que conocía la ciudad mejor que
si hubiera seguido al pie de la letra las recomendaciones de una gruesa guía de
turismo. Había asimilado el ritmo esencial de la ciudad, y sabía que para ella siempre
existiría la euforia de Venecia, una euforia que podría rescatar cuando quisiera, sin
importar dónde se hallara ella ni cuánto hubiese envejecido.
En la mañana de su cuarto día en Venecia, inesperadamente se encontró
desayunando sola en el comedor del primer piso del palazzo. Bebió despacio el jugo de
naranja, fascinada como siempre por los diseños que formaba el tránsito acuático,
diseños que ya estaba empezando a reconocer y hasta prever. Terminó el jugo, dejó el
vaso y de pronto tomó conciencia de que, así como la ciudad cada vez se le hacía más
clara y familiar, Ben se le hacía más difícil de comprender. Durante el día lo veía usar
coloridos pulóveres italianos y pantalones informales, y en la noche, trajes italianos de
gran elegancia. Los llevaba con tanta soltura que su apariencia normal, mezcla de
hombre de negocios con profesor universitario bostoniano, había desaparecido por
completo, a punto tal que Gigi apenas podía creer que alguna vez la hubiera tenido. Su
pelo algo largo todavía tenía su propia personalidad: se negaba a crecer en el sentido
que el peluquero le indicaba, pero sus ojos grises tenían mucho más azul de lo que
Gigi había notado antes, quizá debido al reflejo constante del mar y del cielo. Sin
embargo, el cambio en su aspecto no era nada comparado con el cambio operado en
su actitud.
No era sólo que estuviera con ánimo jovial; tampoco era un hombre ocupado que
crea un espacio de libertad único donde disfrutar cada minuto de sus vacaciones, sino
algo mucho más profundo, se dijo Gigi. ¿Sería porque había perdido esa cara

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imperturbable, que formaba parte de su imagen profesional? Desde que estaban en
Venecia, en ningún momento demostró ser el hombre inexpresivo que ella creía, el
hombre que observaba todo con ojo crítico.
Se había transformado en un muchacho, pensó, un muchacho delgado y fuerte,
con el rostro cada día más tostado, un adolescente, con los conocimientos y la
apreciación artística de una persona mayor. Era un muchacho por su entusiasmo, por
su manera de ser impredecible, por su falta de inhibición, y, especialmente, por su
relación con ella. No había mostrado ni la más mínima intención de volver a besarla.
Cuando la sostenía del brazo para subir y bajar del motoscafo o de la góndola, lo hacía
con la actitud servicial de un joven; cuando se paraba en forma protectora detrás de
ella en el ferry o en el vaporetto – lleno de gente como un subterráneo -, lo hacía con
el cuerpo protector de un muchacho. Cuando, después de cenar, volvían al palazzo, la
acompañaba hasta la puerta de su habitación y la despedía con un beso amistoso en la
mejilla; cuando ella aparecía con alguna ropa nueva, la recibía con admiración inocente
y juvenil.
Pero, ¿cómo reconciliar a ese compañero, amigo y muchacho galante, con el adulto
cuyo beso, posesivo y ardiente, la había asustado hacía sólo unos meses?

En el mismo momento en que Gigi reflexionaba sobre Ben en el comedor, él había


dejado de vestirse para ponerse a pensar en el tema de Gigi, y evaluar la situación
antes de comenzar un nuevo día con ella.
Se felicitó porque desde el primer momento del vuelo a Venecia había conseguido
mantener la fachada perfecta de compañero y amigo. Ni siquiera una vez se había
permitido aprovecharse de los momentos de más emoción y entusiasmo de Gigi ni del
estado subyacente de éxtasis y sorpresa con el que aceptaba los detalles hermosos y
románticos del entorno. Él le había regalado Venecia, se dijo, la Venecia más hermosa,
y, tal como lo tenía planeado, sin pedirle nada a cambio. Se comportaba como el mejor
hermano mayor o tío que una chica pudiera inventar en sus sueños más alocados. Ni
una sola vez se había permitido reaccionar ante la cercanía y el calor de su maravillosa
presencia animal; la trató en forma mil veces más impersonal que a un animal,
suponiendo que tuviera uno, aunque su mano ardía cada vez que la tocaba y cientos
de veces al día se volvía loco de deseos de tomarla por su melena perfumada,
acercarla a su cuerpo y cubrirla de besos. Día tras día se había propuesto mantener los
labios alejados de los de ella, y Gigi permanecía siempre imperturbable y no le hacía
preguntas pues, según daba a entender, no encontraba nada de raro en la forma en
que se la trataba.
¿Qué mujer podría haber resistido el desafío que él le presentaba? se preguntó,
muy poco satisfecho consigo mismo. Había planeado ese viaje a Venecia con todo el
lujo de detalles que merecía un negocio importante, pero primero dejó pasar varios
meses de eficiente trabajo junto a Gigi, y con esa actitud aplacó cualquier idea sobre
sus sentimientos más íntimos que Gigi pudo haberse formado tras aquel beso quizá
demasiado apresurado, ese beso que ella tomó tan mal, ese beso que lo había herido
en su orgullo.
Gigi había aceptado con intrepidez el hecho de que le hubiese tendido una trampa
para llevarla a Venecia. Pero una vez allí, ¿qué mujer no se sentiría intrigada por la
indiferencia que él fingía, teniendo en cuenta que seguramente sabía cuáles eran sus
encantos femeninos?
Si fuera de esas mujeres que usan artificios, habría que felicitarla por su perfecta
actuación, pero Gigi era lo que parecía ser – de eso estaba seguro -, y aunque lo
hubiera intentado, sería incapaz de engañar a un hombre ten experimentado como él.
Sus reacciones eran puras, emanaban de su persona ni bien las sentía. ¿Por qué no

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había hecho ningún intento, ni siquiera uno, de averiguar lo que sentía por ella? ¿Para
perturbarlo, para quebrar su equilibrio, para minar su auto compostura? ¿O para
hacerle dar a él el primer paso? Todas las veces que la puso a prueba, todas las
trampas que le tendió, fracasaron porque ella no las notó, porque estaba demasiado
ocupada en disfrutar alegremente los concienzudos planes que él hacía para que cada
día fuera perfecto. Sin embargo, pensó Ben, la carnada estaba bien colocada que era
inconcebible que ese pez no mordiera el anzuelo.
Y repentinamente el télex volvió a la vida después de varios días de divino silencio.
-¡Lo único que me faltaba! ¡Justo lo que necesitaba! – exclamó con amargura.
Arrancó el papel de la máquina con tanta fuerza que lo rompió.

¿Qué es exactamente lo que quieres?, se preguntó Gigi mientras comía la segunda


tostada. Querías libertad, y la tienes en abundancia; odiabas que fueran posesivos
contigo, y aquí nadie se cree tu dueño; querías escapar de la constante tensión sexual,
y te encuentras en compañía del guía del turismo más correcto y mejor informado del
mundo; detestas que te celen, y estás con un muchacho que te trata como si fueras
Huckleberry Finn… ¿Acaso no es perfecto, pedazo de ridícula, más loca que una cabra?
Que te traigan a Venecia sin pedirle nada a cambio… ¿Cuántas mujeres en el mundo
han tenido ese privilegio? ¿No sería que Venecia sin un poco de… coqueteo… no le
parecía del todo Venecia? ¿No sería que la esencia de la ciudad exigía cierta cuota de
flirteo, del mismo modo que necesita flujo y reflujo de la marea para que no se
estanquen los canales?
Reconocía que le gustaba seducir por naturaleza, pero no se había permitido
hacerlo con Ben Winthrop ni por un segundo. No se coquetea con un secuestrador que
además es un importante cliente, un hombre que nos ofrece su hospitalidad y que uno
acepta en circunstancias muy comprometedoras – no hacía falta que Billy se lo dijera -,
y sobre todo un hombre que nos ha besado una vez, con un beso inolvidable, peligroso
y apasionado; por eso, flirtear con él sería buscarse problemas. Ben tenía su regla de
uno y ella tenía la propia: no coquetear con Ben Winthrop.
Sin embargo… cuando viajaban en el vaporetto por el sinuoso Gran Canal, cada vez
que el ferry se detenía y chocaba torpemente contra una de las tantas plataformas de
desembarco, Ben se preocupaba por sostenerla para que no se cayera, y ella ansiaba
apoyarse contra él, hundir la cabeza en su pecho y quedarse allí en lugar de apartarse
una vez que él le amortiguaba el golpe con su cuerpo. Cada vez que lo veía beber un
capuchino se moría por tomarle la mano libre; cuando un chaparrón repentino los
sorprendía y tenían que buscar refugio en el pórtico de alguna iglesia, apenas si podía
resistir la tentación de meter la cabeza en su enorme chaqueta; cada vez que Ben
bajaba la vista ella le miraba los párpados y no podía pensar más que en acariciárselos
con las yemas de los dedos. Pero eso no era coquetear, se dijo, sino la necesidad
natural de contacto humano con el sexo opuesto, algo que cualquier mujer sentiría en
esa ciudad avasallante, donde el romance parecía ser obligatorio. Un hombre y una
mujer en Venecia sin un toque de romance era inconcebible. Poco patriótico.
Los únicos hombres con los que había coqueteado en Venecia – los únicos que le
habían respondido – eran los camareros de todos los restaurantes, Giuseppe, el
capitán del motoscafo, Guido, el gondolero, y el más simpático de todos, Arrigo
Cirpriani.
El día anterior, antes de almorzar, Ben y ella sintieron muchas ganas de comer una
verdadera hamburguesa norteamericana. Fueron caminando a Harry’s, el único lugar
de toda Europa donde las preparaban como correspondía. Allí ella conoció al dueño,
amigo de Ben y, pese a su aspecto señorial, Gigi se percató de que se trataba de uno
de los seductores más grandes del mundo. Para cuando terminaron de almorzar, el

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hombre ya le había regalado su corbatín rojo – detalle que lo caracterizaba y el único
modelo de corbata que se le conocía -, para que ella lo usara con el saco azul marino,
camisa blanca y jeans que tenía puestos, y lo reemplazó por otro que sacó del bolsillo.
Esa mañana Gigi se había vuelto a poner el corbatín (le gustaba porque era vistoso)
sobre una camisa de algodón celeste, bajo un suéter con rombos de tela impermeable
que se había comprado el día anterior.
Menos mal que había llevado las tarjetas de crédito, pensó mientras tomaba el
desayuno en la mañana de su cuarto día en Venecia. Las tentaciones de la ciudad eran
iguales a las que había en Beverly Hills; el dólar valía el doble que la lira y la mayoría
de los negocios abría los siete días de la semana. Hacía dos días había tenido la
imprudencia de echar una mirada a la vidriera de Nardi, la joyería más famosa de
Venecia, y Ben la llevó adentro para que se probara los enormes aros de esmeralda
que le llamaron la atención.
Cuando Gigi le explicó que no podía permitir que se los comprara, que un
secuestro, por lujoso que fuera, no podía incluir regalos de alhajas, Ben se sintió muy
decepcionado. Pero más tarde, ese mismo día, cuando Gigi dejó que le comprara un
pequeño juego de manicura suizo, su alegría compensó la desilusión de no haber
podido gastar una fortuna en los aros. Con el valor de aquellos aros podría pagar a
diez gondoleros con dedicación exclusiva durante un siglo. ¿Acaso Ben no tenía idea
del valor del dinero?
-¡Maldición! – exclamó él entrando en la habitación y sentándose a su lado -.
Anoche llegó un télex. Debería tirar ese aparato a la basura.
-¿Tenemos que volver?
-No, no. Eso nunca, salvo que explote un centro comercial… Ya dejé instrucciones.
Es otra cosa. Tengo industrias navales y de pronto se me presenta la oportunidad de
comprar tres buques si voy a Mestre esta misma tarde. El dueño no los puede
mantener y necesita venderlos cuanto antes por el precio de chatarra. Si no los compro
esta mañana, alguien los comprará esta tarde.
No, evidentemente no había perdido el sentido del valor del dinero, pensó Gigi, sólo
que el sentido que le daba ella era distinto. Chatarra… ¡Lindo motivo para perderse un
día en Venecia!
-Te quedarás aquí; Guido te hará compañía. Vuelvo dentro de una o dos horas –
continuó.
-¿Queda muy lejos Mestre?
-A media hora como mucho, en la parte continental. Voy en lancha hasta la
estación de trenes; allí me espera un coche con chofer. Llego, echo una mirada a los
barcos y vuelvo a tiempo para tomar un aperitivo antes del almuerzo.
-¿Por qué no puedo acompañarte?
-¿A Mestre? Es feísimo. Gris, sucio, industrial. No hay que perder ni un minuto ahí.
-De veras quiero ir – insistió Gigi -. Necesito ver algo feísimo, para cambiar un poco
de paisaje.
-A mí me encantaría, pero después no digas que no te lo advertí.

No bien llegaron a las puertas del astillero, los recibió un guía que le entregó a
cada uno una bicicleta numerada, un casco y un par de zapatones protectores con
punteras de metal y suelas de goma para ponerse sobre los zapatos, antes de entrar.
Los cargueros se hallaban en un dique seco a poco más de un kilómetro de distancia, y
todo el mundo usaba bicicletas para desplazarse por el enorme lugar donde se
construía, sin interrupción, toda clase de barcos en medio de un ruido ensordecedor.
Al llegar al dique seco, se detuvieron y contemplaron los cargueros apoyados en la
amplia explanada, a un nivel inferior de donde ellos estaban, casi al ras del agua: tres

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barcos metálicos sin pintar, idénticos. Parecían tristes, pensó Gigi, no sólo sacados del
agua – por lo cual se les veía el espacio del casco inferior a la línea de flotación – sino
también a punto de ser desguazados. Sin embargo se advertía que el diseño de su
proa y su popa era elegante, hasta poético, y tenían un no sé qué raro y agradable en
sus líneas estilizadas, algo resuelto y grácil que contrastaba con lo patético de su
destino.
-¿Dónde está el dueño? – preguntó Ben, impaciente -. Quiero concretar la compra
y regresar antes del mediodía.
A los pocos minutos, dos hombres llegaron y saltaron de sus bicicletas. Era obvio
que se trataba de padre e hijos, ambos apuestos, bien vestidos e igualmente sombríos.
-Señor Winthrop, le pido que me disculpe. Estaba en medio de una llamada de
larga distancia, y cuando terminé descubrí que no quedaban más bicicletas grandes. Le
presento a mi hijo, Fabio. Es ingeniero naval. Tuvimos que pedir estas bicicletas; de lo
contrario, aún estaríamos parados en la puerta.
-Es un placer conocerlos – dijo Ben -. Les presento a la señorita Orsini, una turista
curiosa empedernida.
-Sinceramente hay que serlo, para venir a Mestre – comentó el señor Severini
padre.
Al estrecharle la mano, Gigi sintió el dolor de ese hombre, su miedo y su decencia.
Se notaba que enfrentaba graves problemas económicos, a pesar de la ropa elegante.
Fabio Severini y Gigi se alejaron unos pasos para dejar que la negociación se hiciera en
privado.
-¿Ingeniero naval? – preguntó Gigi -. ¿Quiere decir que diseñas barcos?
-Sí – respondió Fabio -. Estos tres barcos fueron mi primer trabajo. Después de
recibirme, tuve la suerte de comenzar a trabajar de aprendiz con el gran Giuseppe de
Jorio, en Génova. Claro que nunca me habrían encargado el diseño de estos buques si
no fuese que los construía mi padre. Lo más probable es que primero hubiera hecho
una lancha de carrera o un pequeño yate para algún millonario. Nunca voy a saberlo.
Se inclinó sobre una baranda y siguió hablando, como si Gigi no estuviera allí, sin
quitar la mirada de los cascos de aquellos barcos sentenciados.
-Dediqué casi toda mi vida a aprender la única profesión que siempre me gustó.
Algunos creen que no hay nada más distinguido que tener barcos, como mi padre.
Nuestra familia tuvo durante siglos; algunos fueron el orgullo de Venecia. Pero yo creo
que es igualmente distinguido ser quien diseña el barco.
-Claro – murmuró Gigi, sin saber qué más decir.
-Diseñé un nuevo tipo de carguero, de líneas poco comunes, soberbias. ¿Por qué
no podía un carguero ser bello como cualquier otra embarcación que navega en el
mar? Ésa era mi filosofía. Durante diez meses me quedé aquí para supervisar a los
hombres que soldaban chapa por chapa. Vi crecer los buques día tras día, cubierta tras
cubierta… ¿Y ahora? Son tres cajas flotantes. Tres cajas, con formas maravillosas,
dignas de estar en el mar, pero que pronto ni siquiera van a flotar. Las reducirán a
metal. Los motores aún se hallan en Trieste, construidos bajo licencia de una compañía
suiza. Rogamos que pueda encontrarles un comprador. Si no, nuestra empresa familiar
quedará totalmente en la ruina. Cada motor nos costó la tercera parte de un barco…
siempre es esa proporción. Mi padre no me echa la culpa a mí, sino a sí mismo por
haber construido tres al mismo tiempo. El problema no fue el diseño, sino haber
estudiado mal el mercado.
-¿Cajas? No comprendo. ¿Adentro están vacíos? – preguntó Gigi, no porque
quisiera una respuesta sino porque no podía soportar el silencio que se produjo entre
ella y ese joven veneciano de tristeza incontenible.
-Sí, vacíos. La parte de adentro es la última que se termina. Estos barcos están casi
terminados, pero no sirven para nada. Cuando se construye un barco, en el astillero se

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realizan dos festejos: uno cuando se coloca la primera chapa en su lugar, y el otro,
cuando los obreros presentan el barco terminado a su dueño. En este caso no habrá
un segundo festejo.
-¿No se les podría dar algún otro uso? – preguntó Gigi, mirando por sobre el
hombro para ver si a Ben le faltaba mucho para cerrar el trato.
-Si tuviéramos tiempo, sí. Un barco es como esas limusinas extra largas que tienen
ustedes en los Estados Unidos. Se las puede modificar con facilidad, incluso alargarlas.
Un barco se construye por módulos, de ciertas medidas para un petrolero, de otras
medidas para transporte de pasajeros y de otras para carguero, según el uso que se le
vaya a dar. Pero la transformación es muy cara. Se necesita muchísimo dinero. Hace
poco los Mariotti, que están en este negocio desde toda la vida, convirtieron un
enorme barco transportador de contenedores con muchos años de uso en barco de
pasajeros con capacidad para ochocientas personas. Lo desarmaron por completo, sólo
dejaron intactos el motor y el casco, y luego le pusieron las cubiertas, las cabinas y los
camarotes. Hasta una piscina. Con todo ese trabajo, tardaron menos tiempo de lo que
les hubiera llevado fabricar el barco entero. Ah, mira. Mi padre nos hace señas.
Gigi y Fabio se reunieron con los hombres, que habían cerrado el trato con un
apretón de manos. Severini padre la miró y le sonrió con una mezcla de alivio y
desesperanza.
-Adiós, señores – dijo Ben -. Tenemos que irnos de prisa.
Mientras se alejaban en bicicleta hacia atrás vio a padre e hijo inclinados sobre la
baranda, contemplando calladamente los cargueros. El padre tenía el brazo sobre los
hombros de su hijo. Ben tenía razón, pensó; ojalá no hubiera insistido en venir.

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El atardecer de día en que Gigi y Ben visitaron Mestre fue de una belleza tan
deslumbrante – incluso para Venecia -, que Ben le indicó a Guido que llevara la
góndola hasta un lugar privilegiado del centro del lago y tratara de quedarse allí todo
el tiempo posible.
-Ahora Guido puede lucirse – explicó con una sonrisa -. Cuando uno está en
movimiento es relativamente fácil esquivar las olas que producen las embarcaciones
más grandes, pero las góndolas no se pueden anclar, y además hay mucho tráfico a
esta hora. Quizá deberíamos usar cinturones de seguridad, lo que sería un escándalo
más en la historia de Venecia.
-Guido debe de pensar “estos norteamericanos están locos”.
-Creo que algo más grosero y específico. ¡Sostente!
La góndola se sacudió por la ola de un vaporetto. Gigi le dirigió la mirada a Guido,
que estaba encaramado en su puesto mirando en todas direcciones, con la atención
fija en posibles peligros, en especial los motoscafos de la policía, los únicos navegantes
en toda Venecia que constantemente excedían el límite permitido de velocidad.
-¡Ah! – suspiró Gigi -, ya sé que no te gustan las comparaciones con el pasado
pero, ¿no sería maravilloso que no hubiera barcos con motor en Venecia, sino sólo
góndolas? ¿Al menos por un día? – Su voz sonó tan melancólica, tan emocionada ante
el anhelo de algo imposible, que Ben Winthrop, sin dudarlo un instante, aprovechó el
momento que tanto había esperado, el momento en el que Gigi estuviera lista –
aunque no conscientemente – para responderle.
-Preferiría rememorar otro día. O mejor dicho, una noche en especial y un minuto
en particular.
-¿Cuándo? – preguntó Gigi a la ligera, con la mirada fija en las nubes de un color
indefinido, mezcla de lavanda, rosa y dorado, y tratando de decidir, antes de que
cambiaran de color, cómo se llamaría ese tono efímero del atardecer si tuviera
nombre.
Ben le tomó el rostro con ambas manos y lo levantó hacia él.
-La primera vez que te besé – dijo, y se inclinó para darle el beso más suave que
nunca le habían dado -… La noche en que te besé tan rápido – siguió, y le dio otro
beso, aún más suave -. La noche en que te molesté tanto – agregó, y le dio otro beso,
tan suave que los labios apenas se rozaron -. Tienes gusto al color de las nubes – le
dijo, sorprendido de sentirse tan emocionado, de estar diciendo esas palabras -. Desde
aquella noche he tratado de recordar qué gusto tienes, y ahora lo sé… tienes gusto al
más hermoso atardecer de abril…
-¿Atardecer de Venecia? – balbuceó Gigi, que no pudo encontrar ninguna palabra
que no pudiera interpretarse como coqueteo.
-De cualquier lugar del mundo.
-Ah.
-¿Te parece que podrías besarme? – le preguntó con humildad.
Gigi se le acercó con la intención de besarlo suavemente, como lo había hecho él,
cuando de pronto una ola que se batió contra la góndola la arrojó sobre Ben. Él la
sostuvo entre sus brazos, y Gigi terminó con la nariz enterrada en su oreja. Guido
comenzó a disculparse y maldecir.
Gigi estalló en risas:

145
-Mis intenciones eran buenas – le susurró. Se despegó de su cuello pero siguió en
sus brazos. – Pero una góndola es demasiado… inestable. - ¿Interpretaría eso como
coqueteo?, se preguntó.
-¡Guido, llévanos al palazzo lo más rápido posible! – gritó Ben.
Nunca se vio una góndola más veloz. Guido remaba a máxima velocidad. Ben
abrazaba con fuerza a Gigi, con la cara enterrada en su melena, besándole el pelo una
y otra vez, cosa que durante tanto tiempo se había privado de hacer. Gigi apenas
podía pensar con palabras. Se sentía arrullada y mecida como un bebé; su cuerpo era
pura sensación, como si por su interior pasaran cables e impulsos cargados de miel, de
brezo, de vino rosado. Bajo la mirada de Guido caminaron con decoro desde el
embarcadero hasta el palazzo. Gigi se detuvo en la puerta y miró a Ben invadida por
una repentina timidez. Ya había llegado demasiado lejos para volverse atrás, pensó
con la poca razón que le quedaba. ¿Dónde habían quedado sus firmes propósitos? Los
ojos de Ben eran tiernos e imperiosos, ojos que Gigi no conocía, ojos que ya no eran
los de un muchacho.
-¿Qué pasa? – dijo él, queriendo transmitir más certidumbre de la que sentía.
-No sé… - respondió Gigi, deseando con desesperación que las mujeres aún
pudieran desmayarse y responder a ese tipo de preguntas de la manera más fácil.
-Yo no… oh, Gigi… si no te gusto, no quiero hacerte el amor… al menos sin saber
las consecuencias…
-Es un riesgo que tendrás que correr – murmuró ella, tratando de ser lo más
inescrutable posible, ya que no podía dejar de mirarlo a los ojos -. No te garantizo
nada…

-Ya violaste tu propia regla – dijo Gigi cuando entraban en el dormitorio de Ben. La
cama se hallaba sobre una plataforma elevada, frente a tres altas ventanas góticas. –
La regla de uno: un solo beso.
-Pero hoy no fuimos a ver ninguna obra de arte, eso tenemos que compensarlo, y
además, mi regla no dice nada sobre un solo beso – respondió Ben con una voz ronca
que le costó reconocer como propia -. Nunca un solo beso. – La llevó hasta la ventana
del medio, la hizo parar de espaldas al Gran Canal y se alejó unos centímetros.
-Muchas veces soñé con besarte en este sitio, con los ojos abiertos para poder
disfrutar dos grandes placeres al mismo tiempo.
-No se puede – objetó Gigi, y dejó escapar una risa burlona -. Se puede
experimentar el sentido del tacto o el de la vista, pero nunca los dos al mismo tiempo…
a menos que beses una estatua… - Se acercó, lo abrazó y, apretando la boca contra la
suya, le dio infinidad de besitos castos que lo hicieron cerrar los ojos, arrobado. – Elige
– le ordenó. Ben siguió con los ojos cerrados y se apoderó de la boca femenina con
tanta intensidad, que Gigi pronto tuvo la sensación de que sus labios estaban hechos
de un material nunca antes conocido, como rosas en llamas.
-¡Ah, Ben! – suspiró -, no debería coquetear así contigo.
-Tienes razón – coincidió él, y la llevó a la cama temblando de impaciencia -.
Pasemos por alto esa etapa. El coqueteo lo dejamos para después.
-¿Despues…? ¿Después?
-Ya estás coqueteando de nuevo – murmuró mientras le sacaba la ropa -. Ay Dios,
eres hermosa… Ah, tanta belleza, irremediable… inolvidable… mucha más de la que me
imaginaba…
-¿Te imaginabas? – musitó Gigi, con las últimas fuerzas -. ¿Te atreviste a
imaginarme así?
-Todo el tiempo. En realidad no hice otra cosa… podríamos haber estado en
Mestre, por lo poco que me fijé en Venecia…, oh, Gigi… - Sus labios se apoderaron de

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los senos como lo habían hecho con la boca, y pronto – tanto que ambos quedaron
sorprendidos y vacilantes – deseó todo su cuerpo, y al desearla hizo que ella lo
deseara también. Los invadía una pasión tan ardiente que no hubieran notado un
ciclón; era tal la sensación de volar que sentían que hubieran podido salir flotando por
las ventanas, arrastrados por una ráfaga de viento. El deseo era tan salvaje que
hubieran podido morderse para estar más cerca uno del otro, y al mismo tiempo tan
tentativo que temblaban al dar cada paso en la más antigua de las danzas.
Una hora después, cuando el crepúsculo ya hacía rato había pasado, Gigi volvió a
hablar. Su propia voz le resultaba extraña, como si se la hubieran cambiado por otra
mejor, más interesante.
-Ahora que ya conoces las consecuencias de hacerme el amor, ¿te alegras de haber
corrido el riesgo?
-Todavía no estoy del todo seguro de que haya sido un riesgo – expresó Ben como
quien analiza un tema, al tiempo que le abría las piernas con una dulzura imperiosa
que no tenía nada que ver con su tono de voz -. Tendré que correrlo una vez más…
para estar absolutamente seguro.
-¿No tendríamos que… empezar en la góndola… como la primera vez?
-No, a menos que lo desees. – La besó con igual ternura que en la góndola. –
Podemos hacer de cuenta que estamos allí. – El pez había mordido el anzuelo, pensó.
Y pescado al pescador.
-¿Para qué simular? – Gigi contuvo el aliento al sentir que él la penetraba. – Oh,
Ben, esto es la vida real, ¿verdad?

Horas después, radiantes de intimidad erótica, estaban esperando la cena en una


mesa del Cipriani, el hotel más elegante de toda Italia. El restaurante posee un
encanto que no tiene ningún otro restaurante de hotel en el mundo: una vista
circundante de agua y cielo, con las nobles cúpulas de la catedral de San Giorgio
Maggiore del otro lado del lago.
-Estar aquí es como estar en un barco – comentó Gigi, rompiendo el silencio que
los tenía atrapados, cual felices prisioneros; un silencio que consistía en tener mucho
que decir pero no saber por dónde empezar.
-Ajá – asintió Ben, con la mirada fija en ella, sin siquiera mirar hacia los enormes
ventanales.
-En serio. No tienes más que mirar, y verás que es cierto lo que te digo.
-Ya lo sé; si éste es uno de mis lugares preferidos – declaró mientras observaba
con detenimiento la hermosa cabeza de Gigi como si fuera una flor única y original a la
que le faltaba un pétalo. ¿Acaso estaba enamorado? Nunca se había sentido así,
pensó, con una mezcla de felicidad y cautela igualmente intensas. Como no era
habitual en él sentir emociones, les tenía una gran desconfianza.
Ben se metió la mano en el bolsillo y sacó un estuche de terciopelo negro:
-Ah, me olvidaba – dijo. Abrió el estuche y extrajo los aros de esmeralda y
diamantes. – Me había olvidado hasta hace un momento. No pude resistir la tentación
de comprarlos. Ya que no me dejaste que te los regalara, ¿podrías al menos usarlos
para mí esta noche?
-Depende – respondió ella, reflexiva, sin tomar las exquisitas joyas de la mano de
Ben, sin siquiera mirarlas. Miró alrededor como buscando una respuesta. ¿De qué
dependía?, se preguntó, tratando de hacer tiempo. Desde que Ben la había besado en
la góndola, ya no podía confiar en su propia razón. ¿Dónde había quedado la mujer
que, esa misma mañana, había meditado tanto sobre los motivos por los cuales no
debía flirtear con Ben Winthrop? ¿Cómo se había dejado llevar tan de prisa
precisamente a la misma situación que había tratado de evitar desde el momento en

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que se encontró en el avión a Venecia? Había tenido la oportunidad hasta el minuto en
que entraron en su habitación. ¿Eso que sentía era amor? Con Zach nunca había
tenido que plantearse esa pregunta. Con Zach siempre había sido amor, desde el
principio. Con Davy se había dado cuenta de que no lo era, y con Ben lo único que
sabía era que no sabía.
-¿Depende de qué? – repitió Ben al ver que se quedaba en silencio.
Gigi se sacudió mentalmente cuando le vino a la memoria algo que había olvidado.
-De si vas a mirar por la ventana o no. Y me refiero a mirar de verdad, no sólo
hacia afuera sino también las mesas que nos rodean, la ventana misma; es decir, no
sólo a través del vidrio; mirar como si estuvieras viendo todo por primera vez,
captándolo en su totalidad.
-¿Por cuánto tiempo?
-Tres minutos.
-Toma. – Le dio su reloj de pulsera. – Este reloj sirve para medir el tiempo al
segundo, para saber las fases de la Luna, saber la hora de doce zonas distintas, los
signos del zodíaco, casi todo, salvo las posibilidades de ganar que tiene mi equipo de
fútbol.
-Yo tengo un karma con el zodíaco – comentó Gigi mientras observaba que Ben
miraba intensamente alrededor -. Siempre me sale los horóscopos más optimistas,
hasta en revistas diferentes.
-Yo tengo un karma con los lugares para estacionar – dijo Ben, que enfocaba la
mirada más allá de los camareros y los elegantes comensales hacia el agua y el cielo
oscuros -. Siempre consigo lugar, en cualquier ciudad y a cualquier hora. ¿Te puedo
regalar mi karma de estacionamiento? ¿O eso tampoco está permitido?
-No creo que uno se pueda desprender de su karma personal.
-¿Quién lo dice? Por el contrario, mi karma se transmite automáticamente con estos
aros… cuando te los pones.
-No, no lo creo. A menos que al concluir la velada te los devuelva y no me pongas
objeciones.
-Le das demasiada importancia a la forma – se quejó Ben, sabiendo que ella le
había captado la intención.
-La forma deriva de la sustancia.
-Creo que en realidad, lo que quieres decir es “la forma deriva de la función”, pero
eso no viene al caso. ¿Ya pasaron los tres minutos?
-Casi. Lo que quiero decir es que, si esta noche me pongo los aros, será sólo un
préstamo. ¿Entendido?
-Perfectamente. ¿Ya puedo terminar esto y mirarte?
Gigi miró el reloj, esperó unos segundos y anunció:
-Se cumplió el tiempo.
Ben apartó la vista de las ventanas y abrió la mano. Con movimientos
deliberadamente pausados, Gigi se sacó los pequeños aritos de azabache que tenía
puestos, los guardó en la cartera, tomó los pesados pendientes de esmeraldas, y se los
puso.
-Si las estrellas bailaran… - murmuró él, sin poder quitarle los ojos de encima ni
terminar la frase - ¿No quieres un espejo?
-Recuerdo perfectamente cómo me quedaban cuando me los probé en la tienda –
respondió Gigi, y se le acercó -. Ya bastante vergüenza siento sin mirarme. ¿No quieres
saber por qué quería que miraras este lugar como si nunca lo hubieras visto antes?
-¿Es una especie de ritual?
-Cuando volvíamos de Mestre de pronto se me ocurrió una idea, quizás la más
interesante que jamás se me haya ocurrido… Te le iba a contar cuando la pensara
mejor pero luego… cosa rara en mí… perdí el juicio por completo. Hace un instante,

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cuando me mostraste los aros, por alguna razón me volvió la idea, totalmente
formada.
-Totalmente formada – repitió Ben en forma mecánica, colmado de un sentimiento
de privilegio, mientras sus ojos acariciaban y poseían a Gigi.
-No me estás prestando atención – protestó ella, y se apartó.
-Si presto atención, ¿te acercas de nuevo?
-Pero antes escúchame, porque te voy a hablar en serio. Esos tres cargueros que
compraste hoy no tienen por qué terminar desarmados y vendidos como metal viejo.
Son barcos de diseño elegante, verdaderas bellezas, que podrían convertirse en una
clase totalmente distinta de cruceros…
-¡Cómo! ¿Y a quién diablos le interesan los cruceros? – interrumpió Ben,
sorprendido y casi ofendido por la forma en que funcionaba la mente de Gigi en los
momentos más inusitados.
-A ti, Ben Winthrop.
-Pero, querida, por el amor de Dios, yo te dije que me interesaba la industria
naviera, pero nunca mencioné los cruceros, que son una industria totalmente
diferente. Y después de todo, ¿qué tenemos que hablar de barcos?
-Ya sé que no te interesa – dijo Gigi, como restándole importancia a cualquier
objeción -, pero debería interesarte. Imagina un crucero que fuera el equivalente del
Cipriani: elegante pero no demasiado grande, exclusivo, carísimo y perfecto hasta el
último detalle, un barco que te hiciera sentir como si estuvieras en este restaurante.
Los cargueros que vimos podrían convertirse en ese tipo de barcos, con una sola clase,
un solo tipo de camarote – suites superlujosas -, para una cantidad limitada de
pasajeros que viajarían en el mejor estilo, pagando los precios más altos posibles.
-¿Cómo – preguntó Ben, que de pronto empezó a prestarle otro tipo de atención -
… cómo sabes que se necesitan esos barcos?
-Lo sé por los Collin, los dueños de Mares Azules. Adoran realizar cruceros en
familia, cosa que hacen dos veces por año. Sin embargo, viven quejándose de lo
pequeños que son los camarotes de primera clase, y que todas las líneas navieras
llevan tres clases de pasajeros. El precio de los pasajes es muy diferente, pero
esencialmente, una vez a bordo, todos disfrutan del mismo viaje y usan las mismas
instalaciones y restaurantes.
-Pero las tres clases son necesarias para poder obtener ganancias, como en las
líneas de aviones.
-No. Yo creo que el verdadero problema es que comienzan con barcos tan
enormes, que los altísimos gastos operativos los obligan a llenar demasiados
camarotes. Ben, esto que te voy a decir no es muy democrático, y no digo que lo sea,
pero ahora, como sucede siempre – tal vez más que nunca -, la gente que tiene dinero
para costearse viajes tan caros quiere alternar con gente que tenga la misma cantidad
de dinero. Mira, si no, lo que sucede en este salón: todos miran alrededor y les
complace comprobar que los demás son ricos como ellos.
-¿Cómo te das cuenta?
-Desde que me puse los aros, recibí más de diez mirada de aprobación de las
mismas personas que antes apenas si me habían mirado con el mismo interés que le
dedicarían a cualquier otra chica. Bueno – corrigió, para ser honesta -, quizás un poco
más, aunque no demasiado. Pero ahora que tengo las esmeraldas puestas, soy más
que aceptable: soy una de ellos, y les encanta reconocerlo.
-Suponiendo que tuvieras razón, lo cierto es que los cargueros simplemente no son
cruceros.
-Esos cargueros ni siquiera eran cargueros. Lo que en verdad son, me dijo Fabio
Severini, es “cajas vacías que flotan”. No sería difícil transformarlos en cruceros.
También contó que se necesita sólo la mitad del tiempo y del dinero para

149
reacondicionar un barco una vez que están construidos el casco y el motor. En Trieste
hay tres motores fabricados especialmente para esos barcos…
-¿Estás segura? – Ben comenzó a entusiasmarse con la idea.
-Completamente segura. Su padre está tratando de venderlos.
-Pero esos motores se diseñan para determinado tipo de barco, y llevan años de
construcción.
-¡Oh, no! Entonces los Severini están perdidos. – Ella misma se sorprendió del
sentimiento de pérdida que la invadió de pronto. Sin embargo, ya se lo temía. Uno de
los motivos principales para querer salvar los cargueros era la quiebra del negocio
familiar de los Severini: si pudieran recuperar el dinero pagado por los motores, al
menos tendrían algo de capital para seguir trabajando. Los cargueros no habrían sido
una pérdida total.
-Ben – continuó Gigi -, si les compras los motores, ahora que tienes los cascos,
¡podrías tener tres joyitas! ¡Busca a los mejores diseñadores navales! ¡En un sólo paso
podrías tener tu propia línea naviera! ¿Por qué no? ¿No es una idea fantástica? –
Estaba exaltada, con el entusiasmo que la caracterizaba.
-¡Eh, tranquila, querida! Para tener una línea naviera no basta con comprar barcos.
-Para construir un centro comercial tampoco basta con comprar el terreno.
-Pero eso ya sé cómo hacerlo. – Gigi le notó muy poco entusiasmo en la voz,
teniendo en cuenta la maravillosa idea que acababa de proponerle. - ¿No te gustan los
desafíos, Ben? – le preguntó con la intención de que él pusiera en juego su
imaginación.
Ben nada respondió. Ni siquiera oyó la pregunta. Tenía un sexto sentido para
reconocer el instante justo en que una idea armonizaba con el clima de una época.
Gigi había dado con la idea, y Ben ya se la había apropiado.
Mientras permanecía en silencio, con la mirada perdida, mentalmente iba buscando
nombres de expertos que pudieran aconsejarle sobre qué personas importantes poder
robarles a las líneas de cruceros existentes; calculó el posible precio de los motores;
tomó cientos de notas mentales sobre cientos de temas relacionados con los cruceros
que tendría que aprender lo antes posible, porque sabía a ciencia cierta que en 1984,
la gente rica estaba haciendo dinero, y gastándolo, como nunca en la historia
moderna. La industria de los cruceros todavía no había respondido a esa nueva ola de
gastos desmedidos. Era mucho el dinero en juego; no había tiempo que perder.
-¡Ben! Ni siquiera me estás escuchando – se quejó, ofendida -. Imagínalo… se
podría llamar Línea Naviera Winthrop.
-Y supongo que querrás que el primer barco se llame el Esmeralda Winthrop –
respondió, automáticamente.
-Tal vez… sería un poco cursi… Entonces, ¿lo vas a pensar? ¿Qué te parece la
propuesta? – Si había conseguido que se pusiera a pensar en un nombre para barco, a
lo mejor empezaba a plantearse seriamente la idea de la línea naviera.
-Me gusta – dijo Ben, y la miró con una atención totalmente diferente -. Es fácil de
recordar, y me va a servir para recordar lo linda que estás esta noche. El día en que
bautices el barco con el nombre de Esmeralda Winthrop quizá me permitas volver a
prestarte los aros.
-Entonces… ¡lo vas a hacer! ¡De verdad! Se te ve en los ojos; no estás bromeando.
-Claro que no – respondió él, sorprendido -. Jamás tomaría a broma un asunto de
negocios. Gigi, es una idea fabulosa, una idea que espera convertirse en realidad, pero
mejor no hablemos del presupuesto para la publicidad hasta que me ponga más al
tanto de un rubro que aún es un misterio para mí.
Gigi se quedó boquiabierta. Ni se le había cruzado por la cabeza sugerir la idea
para conseguir otra cuenta, pero por otro lado, lo justo era lo justo: cierto era que la

150
idea había sido suya. ¿O quería ver que la cuenta iba a parar a Chiat y Day? Entonces
comprendió que le faltaba mucho para alcanzar el profesionalismo que él le atribuía.
-Hay un solo problema – se lamentó Ben -. Esta situación es igual que si se
incendiara uno de los centros comerciales. Si no lo hubieras mencionado esta noche…
Si esta genialidad se te hubiera ocurrido unos días después… Tendremos que regresar
mañana mismo, así puedo empezar con esto cuanto antes.
-Yo igual tendría que irme. Me cuesta reconocerlo, pero el tiempo que
supuestamente puedo estar en Nueva York tiene un límite. Mientras nosotros estamos
aquí sentados, Archie debe de estar echando espuma por la boca.
-Si nos vamos mañana, ganamos seis horas entre Italia y Nueva York. Puedes
trabajar todo el fin de semana con Jack Taylor por el tema de El Altillo Encantado. El
domingo a la noche vuelves a ganar tres horas y el lunes estás en la oficina. En cuanto
volvamos de cenar le envío un télex a mi secretaria para que te tenga todo listo. A los
vendedores no les molestan los apurones.
-Oh, Ben, no sé si reírme o llorar. Estoy tan confundida; me encanta la perspectiva
del Esmeralda Winthrop, pero al mismo tiempo me da mucha pena irme de Venecia.
-Vamos, vamos, amor… ¿no sabes que vamos a volver muchas, muchísimas veces
más? Nunca hay que decirle adiós a Venecia.

-¿Sabes algo de Gigi? – le preguntó Sasha a Billy. Estaban sentadas en el cuarto de


los mellizos contemplando a sus hijos, el primer día que los reunían para jugar juntos.
Hacía tanto calor que los tres bebés sólo tenían puestos los pañales y camisetitas de
algodón. Los tres gateaban, y se los habían colocado sobre una mullida alfombra
dentro de un amplio corralito octagonal de paredes transparentes. Hal y Max, los
mellizos de Billy, estaban fascinados con la pequeña Nellie, que tenía nueve meses,
como ellos.
-Se podría decir que sí – respondió Billy -. La llamé a Nueva York, y la operadora
del hotel me dijo que había salido. Después, la secretaria de Ben Winthrop me avisó
que Gigi me iba a llamar a las ocho de la mañana siguiente.
-¿Qué significa eso de que “se podría decir que sí”? ¿No te llamó?
-Sí, me llamó, pero casi no tuvo tiempo de decir nada – respondió Billy, algo
molesta -. Supuse que iba a querer contarme todo lo que había hecho en Nueva York,
pero dijo que era demasiado complicado para comentarlo por teléfono, que a la vuelta
me contaría. Cuando pienso en las cosas complicadas que yo hablo por teléfono, te
puedo asegurar que lo del Altillo Encantado es lo menos complicado de todo. Me dio la
sensación de que estaba ansiosa por cortar.
-Yo tuve una conversación parecida con ella, apresurada, escueta. Una de dos: o se
está haciendo adicta al trabajo, o largó todo y se está divirtiendo en Nueva York y no
lo quiere confesar.
-Vamos, Sasha, sabes tan bien como yo que Gigi no es de las que largan todo. Está
obsesionada con este proyecto, como le pasa con todos los que emprende. Primero
inventó la lencería antigua, después Escrúpulos Dios; luego se fue a trabajar de
redactora publicitaria y prácticamente inventó un nuevo tipo de traje de baño, y
finalmente tuvo que ir e inventar una nueva clase de juguetería. Mira a nuestros
hijos… ¿Te parece que necesitan más juguetes?
Billy les había dado cajas de juguetes coloridas, sabiendo que a cualquier bebé le
interesa más el envase de un juguete que el juguete mismo. Después de mordisquear
las cajas y estudiar todas sus posibilidades, se pusieron a morder los irresistibles
zapatos y cordones, objetos que siempre mantenían entretenidos y silenciosos por un
buen rato a los niños en la etapa de la dentición. Para cuando se cansan de los
zapatos, Billy tenía tres pares de anteojos de plástico irrompible para darles, ya que les

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gustaban con locura los de su madre. Como última alternativa, guardaba en un bol tres
dólares de plata bien lavados, máximo placer en materia de mordiscos.
-No están jugando con las cajas – dijo Sasha -; juegan con Nellie, ¿no lo habías
notado? La están investigando. ¿Pensarán que es un juguete, una especie de muñeca?
-Es la primera vez que están cerca de otro bebé. De todos modos, Nellie es
inteligente y sabe defenderse.
-Claro que sí – asintió Sasha -. Es más astuta, por naturaleza.
-Es mujer – subrayó Billy, sin sentirse herida en sus sentimientos -. Y es lógico.
-Oh, Billy, a lo mejor las mujeres nacemos más inteligentes, ¡pero no todas
seguimos siéndolo! – dijo Sasha, y se largó a llorar.
-¡Por Dios, Sashita! ¿Qué te pasa? ¿Cuál es el problema? Cuéntame – imploró Billy,
aferrándola por los hombros. Pero Sasha tardó un tiempo en reponerse y poder
pronunciar al menos una palabra. Luego se enjugó las lágrimas, se sonó la nariz y se
calmó.
-Nos vamos a divorciar.
-¡No me digas! Cuánto lo siento.
-Pero… no te sorprende, ¿no?
-Bueno… en realidad, no. Yo presentía que había algo… no sabía qué, pero los
conozco tan bien a los dos que… confiaba …
-Yo también tenía una esperanza, hasta que me volví loca de tanto esperar.
Realmente ya no queda ninguna. Hace meses que estamos así, y cada vez es peor.
Soporté hasta que estuve segura, pero ya hace tres meses que pedí el divorcio,
cuando Josh se fue de casa. ¿Gigi no te contó lo que pasaba?
-Ni una palabra, ni siquiera me dio una pista. Pero la última vez que Spider y yo los
vimos, los dos notamos que él no estaba… bueno, tú disimulabas bastante bien, pero
Josh no, estaba muy inquieto… triste. Y después, cada vez que te llamábamos por
teléfono siempre estaban ocupados, y no sabíamos por qué.
-Está enfermo, Billy, enfermo de celos. Tiene celos de los hombres con los que me
acosté antes de conocerlo. Y con razón.
-¿Cómo puedes decir eso? – preguntó Billy, sin poder creer lo que oía -. ¿Se volvió
loco?
-En ese sentido, sí.
-No te entiendo, Sasha. Explícamelo.
Tan rápido como pudo pero sin ahorrar detalles, Sasha le contó que, en un viaje a
Nueva York, Josh había descubierto su pasado. Su voz no denotaba ninguna emoción,
pero no miraba a Billy a los ojos y constantemente movía la cabeza en gesto de
desaprobación para consigo misma, sin darse cuenta.
Billy escuchaba en silencio, observándola con detenimiento. Cuando Sasha terminó,
le tomó las manos y se las apretó con fuerza.
-Ahora escúchame, muchachita. Lo que te ha hecho Josh es repugnante. Te hizo
creer que eres una cualquiera. Todas tus justificaciones son razonables, pero también
veo que en algún lugar de este largo camino, desde que todo comenzó, empezaste a
creerle esa mierda. Josh es un verdadero hijo de puta, y si estuviera en esta
habitación, te juro que lo estrangulo con mis propias manos, frente a los niños, si fuera
necesario, y no habría juez en el mundo capaz de condenarme.
-¡Billy!
-Ya es hora de que sepas cómo era yo antes de conocer a Vito. Josh pensaría que
mi historia es mil veces peor que la tuya. Yo enamoraba hombres – los enfermeros que
cuidaban a Ellis -, y les pagaba, sí, les pagaba para que se acostaran conmigo. Nunca
me interesó llegar a conocerlos, ni siquiera me importaba si me gustaban o no, con tal
de que me atrajeran físicamente. Lo único que quería era sexo, nada más que sexo. Al
menos tú salías con tus amantes, ibas a comer, a bailar, luego venía el romance… Yo

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nunca me presentaba en público con los míos. Y no eran amantes, nunca hablábamos,
no eran más que penes pegados a cuerpos. Y eso duró años de años.
-¡¡Billy!!
-Bueno, al menos logré hacerte sonreír. ¿O pones esa cara porque estás
impresionada? De cualquier manera, algo es algo. Y, ¿sabes otra cosa? Nunca fuiste
una puta, simplemente eras liberada. En su época, Spider se acostó con casi todas las
modelos de Nueva York, y la época le duró diez años, hasta que conoció a Valentine.
Era un gran liberado, lo mismo que tú. Yo no era puta… necesitaba el sexo como el
agua, y encontré la única manera de tenerlo mientras Ellis agonizaba. Y antes de
conocer a Ellis, cuando vivía en Nueva York con Jessica, también tuve mi etapa de
liberada. Así que terminemos con esa tontería de que está bien ponerse celoso por lo
que la otra persona hizo antes de conocernos. Es inaceptable, y si Josh no lo entiende,
el único camino que te queda es el divorcio, cuanto antes mejor. Si quieres saber mi
opinión, él ya está demasiado viejo para cambiar, y para colmo viene de un ambiente
muy tradicional de valores morales estrictos.
-Es más que eso, Billy, mucho más que celos. Quizás algún día hubiera llegado a
tolerar los celos, pero fue la vergüenza lo que me llevó a esta decisión. Josh ya no
quería ir conmigo a ninguna parte por miedo a encontrarse con alguien que conociera
mi pasado. Sentía vergüenza de estar casado conmigo.
-¡Qué lástima que no se lo contaste antes de casarte!
-No nos habríamos casado.
-A eso me refiero. Te habrías evitado el mal rato. ¿Qué necesidad hay de tener
todo este sinsabor? Sashita, ¿qué puedo hacer para ayudarte?
-¿Qué puedes hacer? Ya lo hiciste. – Echó a reír y llorar al mismo tiempo, hasta que
Billy se le unió con todas las ganas, profundamente conmovida por el drama de su
amiga. Cuando ambas se repusieron, fueron a ver a los niños que se habían quedado
en silencio durante el arranque emotivo de sus madres.
-¿Ves lo que yo veo? – preguntó Billy.
-¿Cómo hicieron para sacarse los pañales?
-Los mellizos se desprenden las cintas adhesivas cada vez que pueden. Odian los
pañales, y se ve que se las ingeniaron para despegarlas, por más adheridas que
estuvieran. Spider dice que tienen orientación hacia lo mecánico.
-¡Pero Nellie no sabe hacerlo!
-Acaba de aprender, o bien se lo sacaron los mellizos. Ella es mucho más
interesante que los juguetes. Sea como fuere, ¿qué importa? Todavía son muy
pequeños para jugar al doctor.
-¿Alguna vez se es demasiado chico para eso?
-Sí, Sasha. Claro que sí. Te lo garantizo. Te voy a mostrar el libro donde lo dice.

Gigi sentía que el tiempo que había pasado en Venecia no se podía medir con los
parámetros de California. El primer lunes de mayo, por la mañana, estacionó en su
espacio reservado y se dirigió a la entrada de Frost, Rourke y Bernheim tratando de
recuperar su ritmo habitual. Había llegado la noche anterior, casi ocho días después de
marcharse, y no había dormido casi nada.
Debía de ser tarde, se dijo, al ver que Polly la saludaba con una mirada de
complicidad. Gigi estaba algo mareada por la falta de sueño, la mente llena de
recuerdos y el corazón invadido de interrogantes sin respuesta. Pero estaba segura de
que no llevaba tatuada en el frente la palabra “Venecia”. La única razón que justificara
la cara de Polly de “yo sé en lo que anduviste” era que se trataba de una chica siempre
desconfiada. Gigi pasó de prisa por la cantina y se encaminó a su despacho pasando
por entre los grupos de chismosos, saludando con una amable sonrisa que indicaba

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que cualquiera que se acercara a hablarle se iba a arrepentir. Quería terminar con el
asunto de Davy Melville mientras le duraran los bríos.
La oficina estaba vacía. No quedaba ni un indicio de que Davy trabajara allí. Todas
sus cosas habían desaparecido, desde las fotos de las paredes hasta la cafetera
express, el tablero de dibujo y el bol de frutas naturales. Parada en el centro de la
habitación, sintió alivio al ver que Davy había tenido la delicadeza de buscarse otro
compañero de trabajo antes de que ella volviera. En ese momento sonó el
intercomunicador de su escritorio:
-¿Gigi? Archie. ¿Podrías venir un momento a mi oficina?
-Voy para allá – respondió. ¿Qué le pasaba? pensó mientras caminaba por el
pasillo. No me dice “Bienvenida, Gigi, me alegra que estés de regreso”.
-Te felicito, Gigi – dijo Archie cuando la vio entrar.
-Gracias. - ¿Cómo era que ya sabía que le había ido bien?, se preguntó.
-Hiciste un trabajo excelente. Davy era sólo el brazo derecho de Byron, nada más
que eso, hasta que te conoció. Ahora está cumpliendo las mismas funciones para Jay
Chiat, que probablemente va a conseguir que trabaje mejor que aquí.
-¡Demonios! Renunció. – Gigi se desplomó en un sillón, atónita.
-Ajá, hace exactamente una semana. Vino a vernos y nos contó a Byron, Victoria y
yo que la relación de ambos había alcanzado un punto tan doloroso, que no podía
seguir trabajando contigo y tampoco podía quedar en un lugar donde te vería a diario.
Entonces supusimos que habías… bueno, para decirlo de alguna manera, jugado con
sus sentimientos.
-Vamos, vamos, Arch. Davy estaba muy sensibilizado. ¿Qué querías que hiciera?
¿Qué me case con un hombre al que no amo para que té no pierdas a un buen
creativo?
-Espero lealtad de tu parte, Gigi, pero no hasta tal punto. Lo que te sugiero es que,
como miembro del equipo creativo, te abstengas de tener contacto físico más allá del
que se considere apropiado en el ámbito de la oficina.
-¿Nunca se te ocurrió que podías ser redactor publicitario? El manual de
entrenamiento del ejército de los Estados Unidos, por ejemplo, te podría dar empleo.
Tienes una forma de hablar tan irritante, a veces. Estuve mal, lo reconozco, no debí
haber llegado tan lejos con Davy, lo sé muy bien, demasiado bien. Lamento muchísimo
que le haya parecido mejor irse, y en el futuro me gustaría tener una compañera de
equipo, así no me dejo llevar por mi lujuria incontrolable, mis emociones desatadas y
mis ardientes deseos sexuales que obviamente Davy no pudo resistir, por mucho que
lo intentó.
-Pero él dijo…
-El pobrecito nunca supo la verdad. Lo convertí en mi esclavo para el sexo, Arch. Lo
hechicé para que se enamorara de mí con una mezcla de conjuros mágicos y una
pócima llamada “la Maldición de los Orsini”, usada por primera vez en Florencia
(Italia), cuya primera víctima fue Savonarola. ¿Suficiente explicación para el
desdichado episodio? ¿O te gustaría atarme de pies y manos cerca de la cantina para
que todos vean que se me castiga por mis pecados, y no porque no los conozcan, con
lujo de detalles horribles que inventan? Ahora comprendo por qué Polly me miró de
esa manera tan extraña.
-La verdad, se habló bastante del tema – admitió Archie, esbozando su sonrisa más
seductora de artista, contento de no tener que seguir regañándola. Byron y él habían
tirado una moneda para ver a quién le tocaba esa tarea que ninguno quería cumplir,
aunque era preciso que se hiciera.
-Pero, ¿será posible que en esta oficina no pueda pasar nada sin que
inmediatamente todos reciban una versión deformada de los hechos?

154
-Es uno de los misterios de la vida. Debe ser algún virus que viene en las rosquitas.
¿Cómo te fue en Nueva York?
-Todo arreglado. Los primeros locales del Altillo Encantado se van a abrir dentro de
dos meses; setenta u ochenta más en el verano, y los últimos en el otoño. Ben y su
gente van a coordinar los espacios de publicidad en los medios, con Victoria. Ah, a
propósito, no sé si va a ser muy grande, pero creo que conseguí una cuenta nueva
para la agencia.
-¡¡Qué!! Gigi, ¡eso es fantástico!
-Ojalá ayude a compensar la pérdida de Davy.
-¿Qué cuenta es? – preguntó Archie, muerto de ansiedad.
-La Línea Naviera Winthrop.
-¿Y eso qué es?
-Por el momento, son tres barcos vacíos varados en un dique seco en las afueras
de Venecia, y tres motores que están en Trieste.
-Ah – exclamó Archie, perdiendo el entusiasmo -. Cuando dijiste Línea Naviera
Winthrop me imaginé algo poderoso, grande y muy importante. Pensé que Ben había
comprado flota de inmensos paquebotes.
-Archie, amigo mío, dentro de un año, un nuevo barco, una joyita, va a estar
surcando los mares, y pronto lo seguirán dos más. Te hablo de barcos que serán
símbolos de lujo y distinción, barcos amplios y caros, y cada uno llevará un máximo de
doscientos millonarios que podrían comprarse una segunda casa para las vacaciones
pero no quieren tomarse el trabajo. ¿Ahora te gusta?
-¡Escucha esto! – exclamó Archie, y rápidamente anotó algo -: “Cuando su segundo
hogar con los siete mares”. ¿Qué te parece para el texto del aviso?
-Me gustó cuando lo redacté ayer, en el avión. Aquí tienes una lista de doce ideas
para el texto, y ésa es la primera.
-Gigi…
-¿Sí, Archie?
-Tengo un problema. No sé si rogarte de rodillas que no seas tan brillante y
presumida, pese a que eres adorable, o si invitarte esta noche a cenar, ahora que ya
no estás… saliendo con nadie, por así decirlo.
-Voto por la cena, ya que, después de nuestra charla, estoy segura de que no vas a
intentar ni remotamente iniciar ningún contacto de colega-a-colega, ni emocional ni
físico, que pudiera ser mal interpretado por cualquiera de las partes.
-Pensándolo bien… ¿por qué no lo cambiamos por un gran almuerzo, para festejar
la nueva cuenta? Voy a llamar a Byron a ver si puede venir – anunció Archie, sin poder
dejar de reír -. No sé si puedo adecuarme a tus principios morales. Ah, y cuando Byron
te invite a salir, como sé que tiene planeado hacer, ¿me prometes que le dirás lo
mismo que a mí?
-Bueno, espero acordarme – dijo Gigi, seria -. Pero si hay Luna llena… se cancelan
las apuestas. La maldición de los Orsini que te comenté, Archie – agregó, y fue
lentamente hacia la puerta de la oficina -, es más fuerte que cualquier individuo, y –
siguió, antes de escaparse por el corredor – las mujeres de mi familia somos víctimas
indefensas de nuestro poder fatal. Podría sucederle a Byron, y hasta a ti también,
amorcito.

Victoria Frost clavó la vista en una pila de ejemplares de Adweek, Advertising Age,
The New York Times y The Wall Street Journal que tenía sobre el escritorio. En todas
había una nota sobre la proyectada Línea Naviera Winthrop que Ben había anunciado
en una conferencia de prensa. Aunque en ninguna se le atribuía el mérito a Gigi de
haber inspirado el tipo de barco que él describía, en todas, en la parte de la nota que

155
hablaba de la cuenta otorgada a Frost, Rourke y Bernheim, se mencionaba a Gigi como
“la estrella” de la agencia. También había fotos de los Altillos Encantados, de Mares
Azules y de las pequeñas pero promisorias cuentas de cosméticos de la Línea de
belleza Beverly Hills, una cuenta reciente que Gigi y Davy habían ganado. Además
figuraba la cuenta de perfumes exclusivos de la que Gigi y Davy habían sido el equipo
creativo.
Hasta ese día, Victoria había sido la estrella de FRB, pero de ahora en adelante
tendría que compartir el cetro con Gigi en la mente de los publicitarios. El presupuesto
para la cuenta de la Línea Winthrop era de quince millones de dólares, y los primeros
avisos comenzarían a aparecer cuanto antes en los costosísimos espacios de las
portadas y contraportadas de las revistas más prestigiosas de los Estados Unidos y
Europa. Ben Winthrop declaró a la prensa que su intención era que la flota,
comenzando por el Esmeralda Winthrop, fuera el equivalente a una cadena de hoteles
internacionales de cinco estrellas.
Victoria calculaba que, desde la entrada de Gigi en escena, la facturación de la
agencia había aumentado en treinta y tres millones. Archie y Byron no habían
esperado un año, como se estilaba, para reconsiderar el sueldo de Gigi: después de
discutirlo, decidieron acordarle una bonificación inmediata, y triplicarle los honorarios.
Cuando lo consultaron con Victoria, ella aceptó: no podía oponerse pues perdería la
batalla. La agencia no podía arriesgarse a quedarse sin Gigi. Pero por más que usara
todo su razonamiento, sentía cierto rencor que apenas podía disimular.
¡Qué suerte tenía esa joven! Las cuentas de los Altillos Encantados y de la Línea
Naviera Winthrop. ¿Cabía alguna duda? Las cuentas menores de Mares Azules,
perfumes y productos de belleza sólo demostraban que la gente siempre se deja
seducir por lo que está de moda; y las cuentas importantes de Gigi se debían a que
estaba dispuesta a entregarse al juego del sexo, y eso podía volverse en su contra con
la misma rapidez con que la había beneficiado. La jovencita pasaba más tiempo fuera
de la oficina, jugando a gastar el dinero de Ben Winthrop, que dentro de la oficina,
haciendo su trabajo, reflexionó Victoria, furiosa. Winthrop le daba las excusas
perfectas para sus ausencias: decía que la necesitaba para tomar decisiones, cuando
era obvio que lo que quería era tenerla cerca hasta cuando él no estaba en Los
Ángeles. El rencor de Victoria crecía con cada triunfo de Gigi, pero se esforzaba por
tratarla con corrección, ocultado todo signo de hostilidad.
Poco a poco había llegado a entender que el problema que la enloquecía de
impaciencia era Angus Caldwell y no Gigi ni la forma en que ella se valía de sus
encantos para sacarle millones a Ben Winthrop.
Ya hacía un año y medio que Angus la había convencido de que se mudara a
California, y él aún estaba indeciso, le planteaba miles de razones por las cuales no era
el momento adecuado para cortar definitivamente sus lazos con Nueva York. Sin
embargo, cada vez que se veían, aunque fuera por muy poco tiempo, le hacía notar
que cualquier otro hombre con quien saliera era insignificante, que sólo le servía para
un mínimo alivio físico.
A veces, meditaba Victoria, deseaba que Angus se muriera. Lo que había amado
tanto durante tanto tiempo, con tanta tenacidad, que sabía que sólo la muerte podría
obligarla a renunciar a él. Si estuviera muerto quizás ella podría seguir con su vida
actual, pero mientras estuviera vivo, y casado con su madre, nunca tendría un
momento de felicidad. Si Angus estuviera muerto, su amor por él nunca moriría, pero
dejaría de ser violento y doloroso, se convertiría en una fuente de ternura y recuerdos,
en vez de ser una puñalada de celos y deseos. Quizá con el tiempo encontraría un
lugar donde se sintiera bien.
¡Si pudiera vivir su vida otra vez! Se había casado con el primer millonario que
hubiera conocido, sin sentir amor, por supuesto, pero siempre y cuando estuviera

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segura de poder dominarlo. Hoy en día sería la dirigente más joven de las asociaciones
más acaudaladas, una reina y señora cuyo principal problema sería cómo decorar su
quinta residencia, qué nombre ponerle a su tercer hijo y a quién elegir de amante.
Habría llevado la vida para la que su madre la había educado, tan a lo grande que
nadie podría haberla imitado. Jamás sabría la suerte que había tenido de enamorarse
perdidamente de un hombre llamado Angus Caldwell.
Pero no podía vivir de nuevo. Había llegado a los treinta y dos años, y no tenía
nada.
Sobre su escritorio estaba la pila de revistas que todas las semanas le guardaba su
secretaria para que pudiera comparar los avisos de las empresas susceptibles de llamar
a concurso por una campaña. Abrió el último ejemplar de Cosmopolitan, justo en la
página dedicada a los tests. Los directivos de esa revista amaban los tests, ¿o eran los
lectores? Casi sin darse cuenta, a medida que leía las preguntas, las iba contestando
mentalmente:
¿Qué cree usted que es la felicidad perfecta? Poder estar con Angus para siempre.
¿Cuál es su peor miedo? Que Angus nunca abandone a mi madre.
¿Quién es la persona viva a la que más admira? A nadie.
¿Cuál es el rasgo que más detesta de sí misma? La tozudez.
¿Qué es lo que más lamenta? No pertenecerle a Angus.
¿Quién es el amor de su vida? Angus.
¿En qué ocasiones miente? Cuando le digo a Angus que nunca me acosté con otro
hombre.
¿Cuál fue el mejor momento de su vida? La primera vez que me acosté con Angus.
¿Cuál es el rasgo que más detesta de los demás? Que se den por vencidos.
¿Cuál es la persona viva que más desprecia? A mí misma.
Si pudiera cambiar algo en usted, ¿qué cambiaría? Dejaría de pertenecerle a Angus.
¿Cuál es su mayor logro? Pertenecerle a Angus.
¿Cuál es su estado de ánimo actual? Me siento como el demonio.

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12
A principios de septiembre de 1984, Zach Nevsky terminó la posproducción de Las
crónicas de Kalispell y comenzó a trabajar de inmediato en Un largo fin de semana, el
nuevo filme de Vito, comedia sobre la industria del cine que se rodaría en Malibú y sus
alrededores. Casi toda la acción de las doce semanas de rodaje iba a transcurrir en
tres casas de Colonia Malibú, el exclusivísimo barrio privado de los más ricos.
-Vito, con lo que pagamos de alquiler podríamos haber comprado tres casas en la
playa – se quejó Zach cuando llegaron al lugar de filmación.
-En la Colonia, imposible, a menos que las hubiera comprado hace años. Una casa
en la lonjita de tierra pegada a tus vecinos ahora sale cinco o seis millones. Son las
casas con playa más caras del mundo.
-No hay privacidad – comentó Zach -. Parece que eso es lo que busca la gente,
pero cualquiera puede venir y hacer un picnic, o remontar un barrilete, en la playa
delante de tu casa, siempre y cuando no se pase de la marca de la marea alta.
-El estado de California es dueño de las costas, y el pueblo tiene sus derechos. Para
mí, lo más ridículo es que por las ventanas de los dos costados, puedes ver las
habitaciones de tus vecinos. ¿Y quiénes son? Los mismos idiotas con los que hiciste
negocios toda la semana. ¡Como odio este lugar! – exclamó, sonriente.
Había sido una verdadera pesadilla conseguir las casas amuebladas, y se pudo
hacer porque la temporada de verano había terminado. Las casas eran adecuadas,
amplias, y los decoradores se encargarían de conseguir todo lo que les faltara. Frente
a las perspectivas de la película, Vito se sentía muy tranquilo. No recordaba haberlo
estado tanto nunca en ese exasperante período de espera, cuando todo está listo pero
todavía no pasa nada. Una paz tan ilusoria – la paz de una película en la que todavía
nada salió mal, la paz de una guerra cuando aún no se disparó el primer tiro – estaba
condenada a ser fugaz, y exasperante para cualquiera que tuviese imaginación. Pero
en esa dorada mañana de septiembre nada podía quitarle a Vito la alegría animal pura
de estar en el borde mismo del continente norteamericano, a punto de convertirlo en
un revoltijo de cables, y luces, y camiones y casas rodantes.
Sí, amaba ese horrible y ridículo negocio, pensó sentado en la playa mirando a
Zach trabajar con dieciséis integrantes del elenco que estarían en la escena a filmarse
ese día, una escena de una fiesta, aún sin ninguno de los actores principales. Por una
vez, Vito pudo abstenerse de estar cerca de la acción enloqueciendo a todos,
costumbre que le había hecho mala fama entre los directores, que preferían no ver ni
oír al productor. Vito tenía tanta energía que se le hacía físicamente insoportable no
estar metido en cada rincón de la película, supervisando todo, controlando que le
prepararan bien el almuerzo a algún actor vegetariano, preocupado tanto por el color
de las pelucas de los actores como por saber cuántas páginas del guión se filmaban
cada día.
Vito sabía que ponía nerviosos a los directores, pero no le importaba. Si no les
gustaba cómo producía, nadie los obligaba a trabajar con él. Pero en el caso de Un
largo fin de semana se había propuesto no estarle tan encima a Zach. Cuando Zach
dejó el teatro independiente para irse a Hollywood, lo vigiló de cerca durante la
realización de Juego limpio. Pero como Zach era ahora un profesional brillante y
seguro de sí mismo, le parecía una muestra de respeto quedarse en la playa, descalzo,
como si nada en el mundo le preocupara, como si no recayera en él, el productor, toda
la responsabilidad, porque era él quien había conseguido las casas y el dinero, había
contratado al elenco, a los técnicos e incluso a Zach.

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Entonces, si le tenía tanta confianza, ¿por qué no había dejado de controlarlo
desde hacía una hora?, se preguntó. Por eso se hizo un firme propósito: le dio la
espalda a la filmación y se obligó a mirar el horizonte.
Como siempre, el Océano pacífico a la altura de Malibú era sereno y aburrido; ni
siquiera había movimiento de niños jugando en la playa. Ya deben de haber
comenzado las clases, pensó, al ver que sólo una persona, que estaba mirando a los
actores, compartía la playa con él. Siempre igual, pensó; los directores no pueden
trabajar ni un rato sin atraer a algún curioso. Al día siguiente se juntarían unos
cuantos, para el miércoles serían una multitud y habría que recurrir a algún tipo de
vallas. Miró la hora. Todavía falta un rato para el almuerzo. Tenía planeado comer algo
con Zach para ver cómo había ido todo esa primera mañana.
Vito se paró y se dirigió hacia la solitaria observadora. Sabía que si no hablaba con
alguien, no podría resistir la tentación de acercarse furtivamente a la filmación, y
quería poder felicitarse por aguantar al menos una mañana sin intervenir.
-¿Te molesta si me siento? – le preguntó a la muchacha que, como él hacía unos
instantes, estaba sentada en la arena vestida igual que él, con jeans y chaqueta de
jean desteñida.
-Es una playa pública – respondió ella amable, sin mirarlo pues tenía la vista fija en
la filmación.
Vito tomó asiento y la miró; enseguida apartó sus ojos y volvió a posarlos en ella
con gran cautela. ¿Podía enamorarse de un perfil?, se preguntó asombrado.
-Lindo día, ¿no? – atinó a decir. Si ella se daba vuelta, a lo mejor podía verle el
rostro entero y todo terminaba en el acto; tal vez se diera cuenta de que no era más
que una ilusión, un truco de la luz y el ángulo de observación; o bien podía ser que se
tratase de la mujer que había buscado durante toda su vida sin darse cuenta.
-Sí. – Ella no se movió ni un centímetro. Tenía el pelo negro, atado con un trozo de
lana amarilla; el ojo y la ceja que Vito alcanzaba a verle también negros, y los labios,
sin una pizca de maquillaje, eran rosados. Tenía la piel muy blanca, con el exquisito
aspecto mate de las gardenias; y la mejilla y la nariz sonrosadas por el sol. Nunca lo
había conmovido tanto un perfil, un perfil con cierto toque prístino, de tristeza, que
trascendía cada uno de sus detalles en particular, pensó Vito. ¿Qué bestia depravada la
había puesto triste?, se preguntó invadido por un deseo irracional de protegerla.
-Cuídate del sol; te vas a quemar la cara – le dijo.
-Me puse crema protectora hace un rato – contestó ella sin moverse -. Pero gracias
por preocuparte – sonrió agradecida, sin quitar la mirada de los actores. Vito sintió que
literalmente le daba un vuelco el corazón dentro del pecho, y deseó que fuese
físicamente imposible.
-Parece que te interesa la filmación de películas – logró decir.
-Ésta en particular, sí. Nunca había visto trabajar a Zach.
-Zach – repitió Vito. No podía ser, no podía tener tanta mala suerte.
-Es el director. ¿Ves ese hombre alto y apuesto, de espaldas anchas? Ése de
camiseta blanca, el que está hablando con el camarógrafo. Mira con qué facilidad se
desenvuelve, cómo domina todo; está en su salsa. Es genial, y me encanta mirarlo –
dijo con fervor.
-Sí.
-¿Tienes hora? – preguntó.
-Van a ser las once y media – dijo Vito. Las once y media del día en que el mundo
comenzó y terminó en dos minutos de conversación.
-Vine temprano para verlo trabajar, pero el tiempo se te hace una eternidad
cuando miras una filmación. Eso, Zach ya me lo había advertido. Para cuando él
termine voy a estar muerta de hambre.
-¿Vas a almorzar con… el director de la película?

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-Sí, me dijo que quizá podríamos almorzar el primer día, porque después va a estar
muy ocupado con el trabajo de la mañana, y no sería muy oportuno que yo viniera.
Al hablar, la mujer miró a Vito, y él pudo comprobar que la desolación que antes
había sentido era felicidad comparada con lo de ahora. El perfil era sólo una muestra
de su belleza; el puente entre la nariz y el labio superior eran de una perfección jamás
vista o imaginada. Y los ojos, ¡Dios! No tendría que haberlos mirado nunca. Tendría
que haberse alejado y no volver más. No se ha inventado nada que pueda ocultar la
expresión de los ojos, y ésos estaban tan llenos de vida, de humor, pese a cierto tinte
de desolación, que lo hicieron sentirse dispuesto a morir por esa mujer que era de
Zach. No morir por tenerla, porque era un imposible, sino por protegerla, por
defenderla del peligro.
Vito quería huir pero no podía moverse. Vio que Zach detenía la filmación, le daba
las últimas instrucciones a un camarógrafo y se dirigía hacia ellos poniéndose un
suéter.
-Hola – gritó desde lejos. La mujer se levantó y corrió, impaciente, a recibirlo. Zach
la abrazó tan fuerte que la alzó de la arena, y la besó en cada mejilla, dejando ver
todo un pasado de besos y confidencias, de muchas horas de felicidad compartidas.
Ambos se acercaron a Vito sonriendo, y Zach rodeó afectuosamente a Vito con un
brazo.
-Terminamos temprano – dijo Zach -, y sabía que mi muñequita se estaría
muriendo de hambre. Vamos a comer. Dicen que hay un lugar bajando por la playa,
donde hacen unas hamburguesas deliciosas.
-No, gracias – dijo Vito entre dientes -. Tengo que volver a la oficina.
-¡Vamos, Vito! Sé lo que te debe haber costado no intervenir en toda la mañana –
dijo Zach riéndose -. Dame un rato más de respiro y no vengas tampoco en la tarde.
Tengo la mitad de la cabeza en el trabajo, y la otra mitad preguntándose si no vas a
explotar por las ganas de meterte. Así que me puedes volver loco de cualquier modo.
-Vuelvo mañana. Tú y… tu amiga… bueno, no quiero molestar.
-¿Qué? – Zach estaba perplejo.
-Zach, tienes una cita para almorzar.
-Sí, ¿y qué? ¿Por qué no puedes venir con nosotros?
-La señorita tiene una cita contigo – dijo Vito -. Tres son multitud; Zach, ¿no
hicimos una película que se llamaba así?
-No entiendo qué te pasa, Vito. ¿Te insolaste?
-¿Vito? ¡Vito Orsini! – Sasha gritó de asombro.
-Sasha, ¿tú también te has vuelto loca?
-¿Sasha? ¿Tu hermana? – preguntó Vito, deseando no haberse olvidado de cómo
se rezaba.
-No, ¡mi abuela! No puede ser que ustedes no… se conozcan. Digo, ¿cómo puede
ser? Es imposible, totalmente imposible. Pensé que Gigi los habría presentado hace
años.
-Pero no lo hizo, ¿no, Vito? – dijo Sasha, se ruborizó casi por primera vez en su
vida, y bajó la mirada porque no se atrevía a mirarlo a la cara.
-Parece ser que dejó pasar la oportunidad.
-¡Ay, Gigi, Gigi, mal hecho! Pensar que la consideraba mi mejor amiga.
-Muy mal hecho. Esta misma tarde la saco del testamento.
-¿Por qué no se van ustedes a almorzar o alguna otra cosa? – los echó Zach -. ¡Y
no se molesten en volver!

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En el coche, camino a almorzar, Sasha no dejaba de echarle a Vito miraditas
furtivas mientras hablaba, nerviosa, puesto que él no atinaba a decir más de dos o tres
palabras.
-Eres como un personaje de la mitología – comentó -. Oí hablar tanto de ti, que te
creía una especie de Zeus ítalo-norteamericano, que sólo te aparecías a uno o dos
cisnes elegidos, no a los simples mortales.
¿Por qué?, se preguntaba Sasha, observando ese perfil recio, la actitud innata de
autoridad, la mirada imponente que la hacía pensar en el jefe de una banda de
intrépidos forajidos. Hasta alguien tan fuerte como Zach parecería inseguro frente a un
hombre así. ¿Por qué Gigi nunca le había presentado a un ser humano tan estupendo?
Seguramente por celos. Gigi, esa sinvergüenza, sabía muy bien qué hombres le
gustaban como para no darse cuenta de que Vito era el más indicado para ella.
-Y pensar en las veces que podríamos habernos encontrado por casualidad – dijo
Sasha, y tras una pequeña pausa terminó la frase: - durante todos los años que Gigi y
yo vivimos juntas en Nueva York; pero claro, en ese entonces tú trabajabas en
Europa… y después, cuando alquilábamos un apartamento aquí, antes de que me
casara…
-Pero Gigi me dijo…
-Me divorcié.
-Qué bien.
-¿Cómo “qué bien”? La mayoría de la gente dice “cuánto lo lamento”.
-Yo no. Josh no te convenía. Es muy buen tipo, pero no hacían buena pareja.
-¿De dónde lo conoces?
-Cuando me casé con Billy, él nos redactó el contrato prenupcial, y después se
encargó del divorcio.
-¡Ah! Me había olvidado de eso. Pero fue hace muchísimo, antes de que yo
conociera a Gigi. Bueno, es sorprendente, una conexión más. Están Gigi, Josh, Spider,
Zach, Billy…
¿Estaría loca Billy?, pensó Sasha. ¿Cómo había dejado que se le escapara ese
glorioso pirata bronceado, ese conquistador, ese hombre deslumbrante? ¿Cómo podía
gustarle Spider, un muchacho simpático, sí, pero que era sólo un rubio más, el típico
norteamericano, después de haber estado casada con Vito? Le parecía impensable,
incomprensible. Pero por supuesto, el matrimonio había durado apenas un año. ¿Qué
prueba más obvia de que no eran el uno para el otro? Billy era a veces tan ciega y
terca… Seguramente Vito era un hombre demasiado fuerte para ella, un hombre que
siempre tenía la razón, que no le seguía la corriente a esos impulsos de mujer rica y
extravagante que siempre causaban enredos. Tienen que haber sufrido mucho juntos,
pensó llena de alegría.
-¿Zach dijo bajando por la playa? – preguntó Vito.
-No me acuerdo, pero vamos subiendo. Acabamos de pasar Trancas.
-¿Qué te parece si paramos aquí? Sé que estás muerta de hambre.
-Parece un lugar lindo. - ¿Muerta de hambre?, pensó Sasha. ¿Por qué me lo dice?
Entraron en un pequeño hotel playero que tenía un restaurante con vista al mar.
Vito consiguió una mesa en un rincón de una galería cerrada con tejido metálico,
donde el toldo se agitaba con la brisa del mar. Ambos estudiaron por unos instantes el
menú detalladamente.
-¿Hay algo que te guste? – preguntó Vito.
-Todo, bah, cualquier cosa… salpicón de ave, podría ser. – Era un plato con el que
podría jugar sin necesidad de tragar de verdad.
-¿Y si primero tomamos algo?
-¡Ah, sí! ¿Qué se recomienda para antes del almuerzo?

161
-Champagne, jerez Tío Pepe o La Ina, Lillet, Negroni, Bloody Mary, Cinzano… -
¿Habría sido barman en otra vida?, se preguntó Vito al tiempo que seguía enumerando
bebidas. Pero ella quería saber, y por eso se las nombraba. Estaba dispuesto a
contestarle todo lo que quisiera saber, todo.
-Un Cinzano con hielo, por favor – aceptó Sasha, eligiendo por elegir, sin saber si le
gustaba.
-Camarero, dos Cinzanos y un salpicón de ave para la señorita.
-¿Por qué no esperamos para pedir la comida? Salvo que tengas hambre.
-Tenía hace un rato, pero ya no – dijo Vito.
-A mí también se me fue. Es un hambre fantasma – acotó ella, preguntándose qué
había querido decir.
-Sí, eso es lo que pasa cuando… - Vito se detuvo, buscando el coraje para seguir.
Era ahora o nunca, y si era nunca, mejor saberlo antes de seguir enamorándose, si es
que podía enamorarse más.
-¿Cuándo qué? – preguntó Sasha, conteniendo la respiración.
-Cuando… cuando dos personas se conocen y descubren que existe entre ellas una
relación involuntaria – dijo. Alzó la cabeza y la miró a los ojos, tan oscuros como los
suyos.
-¿En contraposición a… voluntaria?
-No, en contraposición a las que se producen a causa de otras relaciones; en
contraposición a las relaciones que carecen de sentido porque no fueron elegidas
libremente; en contraposición a la vida social normal, a las responsabilidades y las
relaciones de cortesía. Involuntarias porque son reales y absolutas, porque existen en
sí mismas y por sí mismas, y son inevitables. Porque es el destino.
-Oh – Sasha apenas podía respirar y no podía resistir más esa mirada penetrante.
-No estaba escrito que yo te conociera hasta hoy – continuó Vito con firmeza -, y
tampoco estaba pensado que tú me conocieras hasta hoy. Y eso que yo no creo en
esas cosas. No soy budista ni seguidor de algún sabio tibetano, no creo en la
reencarnación ni en ningún tipo de religión organizada. Pero esto es distinto, ¿verdad?
-Sí que lo es. Tómame las manos.
Vito se las tomó entre las suyas y permanecieron en silencio, estremecidos,
mirándose y luego bajando los ojos, hasta que volvieron a sentirse resueltos y seguros
para continuar.
-Hay algo que debo contarte ya mismo – dijo Sasha con cara de dolor, recordando
lo que se había propuesto decir.
-No, no puede ser. Y si es cierto, no va a cambiar mis sentimientos.
-¿A qué te refieres? – preguntó Sasha, atónita, al verle la terrible expresión de
angustia.
-Estás enferma, te pasa algo. Eso querías decirme, ¿no?
-¡Nunca estuve mejor en mi vida!
-¡Gracias a Dios! ¡Que estés bien es lo único que me importa!
-A mí hay algo más que me importa. Hubo muchos hombres en mi pasado.
-Charlando una vez con Billy – dijo Vito -, antes de casarnos, le dije que no quería
saber nada sobre su pasado porque a veces me ponía muy celoso. Ahora soy un
hombre más sensato, y mucho menos celoso, pero sigo pensando que lo que hayas
hecho en el pasado no es asunto mío.
Sasha lo oyó, pero continuó de todos modos.
-Tenía tres amantes, nunca más de tres. Salía con cada uno dos noches por
semana, pero nunca los domingos – insistió, porfiada.
-Espero que se hayan dado cuenta de lo afortunados que eran. Lo único que me
gustaría saber es…
-Ya me parecía que me ibas a hacer una pregunta.

162
-¿Alguno era de mi edad? Tengo cuarenta y ocho.
-Casi todos andaban por los cuarenta, y algunos en los treinta y tantos. Nunca me
atrajeron los muchachos jóvenes.
-Bueno, eso es todo lo que quería saber – Vito suspiró de alivio. – Y tú, ¿quieres
saber algo de mi historia?
-No, ni una palabra. No cambiaría nada.
-Está bien. – No le habría gustado tener que hablarle de Susan Arvey y Maggie
McGregor, pero estaba dispuesto a contarle hasta la última palabra si ella se lo pedía.
Nunca le iba a falsear la verdad. Mencionaría a todas las otras, incluso a aquellas de
las que no recordaba ni el nombre, remontándose hasta la primera chica, cuando
estaba en la escuela. Se dejaría hipnotizar, si era necesario, para revivir el pasado. -
¡Ay, qué barbaridad! – exclamó, acordándose de pronto de algo.
-¿Qué pasa?
-Soy muy mal padre.
-Pero si Gigi te adora – protestó.
-Porque Gigi es un ángel. De niña, me desentendí terriblemente de ella. Su madre y
yo nos divorciamos cuando Gigi era un bebita y nunca tomé conciencia de que
necesitaba un padre. Estaba muy ocupado con mi profesión y no tenía tiempo para
dedicarle. Me parecía que bastaba con pasarle dinero. Fui muy mal padre y no tengo
excusas. No puedo imaginar ni inventar justificación.
-Pero, ¿lo lamentas?
-Por supuesto. Es lo que más lamento en mi vida. Ahora la llevo a cenar cuando
estoy en la ciudad, si ella tiene tiempo. Y hablamos muchísimo, de cosas de grandes.
Pero piensa en lo distinto que habría sido si hubiese estado con ella en la etapa del
crecimiento. Piensa en lo que se perdió, en lo que me perdí yo.
-Si hubieses sido tan malo como padre, Gigi tendría un trauma terrible que ya le
habría arruinado la vida.
-¿Te parece?
-Sí; pregúntale, si no me crees.
-Te creo. Creo todo lo que me dices – Realmente le creía, se dio cuenta Vito,
fascinado. Comprendió de repente que nunca había confiado plenamente en una
mujer.
-Bien – dijo ella en voz baja.
¿Por qué tenía Sasha ese manantial de luminosidad en sus ojos?, se preguntó,
impresionado. ¿Y la curva de esos labios que formaba una sonrisa tan provocativa?
¿No se daba cuenta de lo peligrosa que era para él tal combinación?
-No probaste la comida – dijo, y desvió la mirada.
-Tú tampoco.
-¿Quieres cenar conmigo esta noche?
-No.
-¿Por qué no?
-Porque no puedo esperar tanto.
Vito se concentró en lo que ella acababa de decir. Ni siquiera había probado el
almuerzo pero no podía esperar hasta la cena. Su mente loca de amor le encontraba
un solo significado a esas palabras, pero por nada del mundo podía creer que había
conocido a Sasha Nevsky, la misma Sasha que era hermana de Zach y amiga de su
hija, esa misma mañana, y que iban a hacer el amor esa misma tarde, con sólo un
Cinzano de por medio. No era posible. Con muchas mujeres sí lo era. Con la mayoría.
Antes de conocer a Sasha, cuando era otro hombre, habría aprovechado la
oportunidad, pero no con Sasha. La consideraba demasiado importante. Sin embargo,
la razón les decía que ése era el próximo paso. Ya habían aclarado todo. Pero ningún

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hombre podría pedirle semejante cosa. Ninguna mujer aceptaría. ¿Podría pedírselo?
¿Aceptaría ella?
-Sí, podemos – dijo Sasha -. Nadie nos lo puede impedir. Vamos a poner nuestras
propias reglas. Ahora mismo. ¿No es para eso que hay hoteles en la playa?
-Me… me leíste el pensamiento.
-Es la primera vez que me pasa. ¡La primera vez en la vida! Nunca he sido vidente.
Ay, Vito, ahora sí que tienes problemas.

Sasha tenía la sensación de que el universo se había reducido a una cama, y que la
cama era una gran ave de plumaje blanco sobre cuyo lomo complaciente estaban
tendidos Vito y ella en un trance de amor, meciéndose al ritmo de un lento tango,
contemplando a los continentes cambiar de color a la luz del Sol poniente. El Sol
poniente…
-¡Zach! – Sobresaltada, se sentó de golpe. - ¡Nos olvidamos de Zach! Debe ser casi
de noche; dijo que no nos molestáramos en volver, pero, ¿lo habrá dicho en serio?
-No – admitió Vito, sumido en el recuerdo de una gama de emociones que jamás
habían sido tan intensas. ¿Cómo podía amarla tanto? Le costó despabilarse, y Sasha lo
sacudía.
-Era obvio que Zach esperaba que yo volviera para averiguar si él había cumplido el
trabajo pactado para el día, para enterarme de cómo había andado el equipo técnico,
qué tal estaban las actuaciones… Tienes los mejores pechos del mundo.
-Pechos probadores – dijo ella, olvidándose de su preocupación por Zach -. Cuando
era modelo de lencería, me probaban los modelos nuevos de corpiños porque decían
que mis pechos eran… perfectos.
-¿Y los probadores te los toqueteaban? Seguramente eran hombres con una
voluntad de hierro.
-Eran mujeres.
-Por suerte tenías puesta la chaqueta flora en el almuerzo. Si no, me habría
quedado embobado, y no habría podido contarte las cosas que tenía necesidad de
contarte.
-Eso significa que te enamoraste de mí por razones puras.
-La razón, pura o impura, no tuvo nada que ver. La gente no se enamora porque
sea razonable. En tal caso, el mundo sería distinto; sería más tranquilo pero mucho
menos interesante. Tienes unos pechos de locura, un trasero indescriptible, y todo lo
demás perfecto, pero si tuvieras un cuerpo común y corriente, de esos que nadie mira
porque no llaman la atención, te amaría igual, porque no podría amarte más de lo que
te amo.
-Pero vas a amarme aún más cada día – dijo Sasha con certeza.
-Por supuesto; lo sé. Sólo me refería a este momento, a este instante.
-Este instante es lo que me preocupa – suspiró Sasha y le besó el tibio hombro
derecho. Tuvo la sensación de que era el primer hombro masculino que veía, que esa
particular configuración de piel, músculo y tendones la estuviera creando ella con sus
labios. En los seis meses que estuvo esperando el divorcio, después del período de
infelicidad en que Josh se fue a Nueva York y no quería ni siquiera tocarla, no había
estado con ningún hombre. Ahora, luego de experimentar la intensidad de Vito,
comprendió que nunca le habían hecho el amor tan bien en su vida. Sí, su primera
impresión era acertada: se trataba de un verdadero Zeus. Se sentía como virgen que
acaba de perder la virginidad. Puso empeño en pensar cuestiones prácticas.
-Mi amor, ¿qué hacemos con Zach? Yo tengo que llamar a la niñera para ver cómo
está Nellie. Y esto no es más que el comienzo; de sólo pensarlo…
-¿De sólo pensar qué cosa?

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-En todos los conocidos que tenemos en común. Ojalá fuésemos dos perfectos
extraños, sin amigos ni parientes en común, sin conexiones. Imagínate lo raro que les
va a parecer.
-Me lo imagino muy bien – se rió Vito con ternura -. Yo vivo del drama, y raro es
poco decir. Ya sé lo que podemos hacer: nos casamos hoy mismo en Las Vegas y
después se lo decimos. Ahí no van a poder armar tanto escándalo, porque ya va a ser
un hecho consumado y no van a intentar hacernos recapacitar ni preguntarnos si
sabemos lo que hacemos y todas las tonterías que se suelen decir.
-¿Fugarnos?
-Sí. Millones lo hacen, y con menos motivos que nosotros.
-¡No decírselo a nadie! ¡Sí!
-Solamente a Zach.
-¿Por qué justo a él?
-Es una cuestión de honor. Se trata de tu único familiar varón. No puedo llevarte
lejos y no informárselo.
-Pero es mi hermano mayor; yo soy la hermanita. Es el único de la familia que de
chica siempre me alentó, que me hacían sentir que servía para algo, cuando todos en
la familia me consideraban un ratoncito que daba lástima; ¡lo adoro! ¡Pero me va a
matar!
-Vamos a averiguarlo. – Vito miró la hora, tomó el teléfono que estaba junto a la
cama y llamó a Malibú, al número que le habían asignado a la producción. Al minuto,
atendió Zach.
-Hola, soy yo. No, no me importa si completaron las escenas de hoy. No me
importa si un maremoto se llevó todas las casas. No me importa si la maquilladora
parió trillizos en la playa. Sasha y yo nos casamos esta noche. pensé que querrías
saber. Sí. Sí. Sí. ¿Entonces por qué no dijiste nada en ese momento? De todos modos,
nos vamos a Las Vegas en el vuelo de las siete, y queremos que vengas con nosotros y
seas el testigo y verifiques que el rabino sea rabino de verdad. ¿Por qué un rabino? Por
tu mamá, idiota; le va a parecer mejor si es una boda judía. ¡Genial! Nos encontramos
en el aeropuerto. Vas a estar de vuelta con tiempo para retomar la filmación mañana a
la hora de siempre. Sí, se lo diré. Adiós.
-¿Qué fue lo que no dijo en su momento? – preguntó Sasha, muerta de curiosidad
y admirada de ver cómo había manejado a Zach.
-Dijo que en cuanto nos presentó, supo que nos íbamos a casar; supo que era sólo
cuestión de tiempo. Como se ha pasado la vida dirigiendo historias de amor, es
imposible ocultarle algo. Mencionó a Romeo y Julieta, entre otros. Si quieres saber mi
opinión, se atribuye demasiado mérito; es fácil ser perceptivo en algo que ya pasó.
Pero, ¿qué importa?, Zach es genial. Siempre indaga la condición humana. Ah, dijo que
te quiere y que estabas haciendo lo correcto, que si te fijas en el Eclesiastés, no hay
nada nuevo bajo el sol. Ah, y que no te preocupes por tu mamá. Eso te lo podría haber
dicho yo.
-¡Mamá! ¿Por qué me tuvo que hacer acordar? Me había olvidado de ella. – Se
estremeció. – A lo mejor he perdido el sentido de la realidad, pero si piensas que
Tatiana Orloff Nevsky, que gobierna la familia con más poder que el Papa sobre la
iglesia, con un metro cuarenta y ocho de pura autoridad moral, la mayor de cinco
hermanas que son igual de dictadoras que ella, si piensas que…
-El asunto de tu mamá ya está arreglado – se rió Vito -. Zach me había hablado
tanto del reino de terror de tu madre, que pensé que me podía dar algunos consejos
útiles como productor; por eso un día en que estaba en Nueva York, fui a visitarla. Nos
llevamos bien desde el principio; me dijo que si no fuese tan vieja trataría de
conquistarme, y yo le contesté que con todo gusto, pero sólo se rió. Según dijo, ya
nadie la podía tentar, ni siquiera yo; tendría que habérselo propuesto diez años antes.

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Pero me dejó alzarla y darle un beso de despedida. Zach dijo que, viniendo de ella, ese
gesto era como una condecoración de guerra.
Sasha se quedó boquiabierta.
-¿Te permitió alzarla? No deja que nadie, pero nadie la alce, ni siquiera Zach. Tiene
muy a flor de piel eso de que es la más bajita de la familia. Inconscientemente se cree
más alta que yo; por eso no está permitido alzarla.
-Bueno, en ese entonces yo no era de la familia. Y la próxima vez que la vea, lo
primero que voy a hacer es alzarla y así voy a crear una nueva tradición para los
Orloff-Nevsky. Tatiana y yo vamos a coquetear, a menos que te opongas. Soy su tipo.
-Mejor tú que yo – dijo Sasha sorprendida y alegra -. Ahora tengo que llamar a ver
si Nellie está bien y avisarle a la niñera que no vuelvo hasta mañana. ¿Qué hago si
empieza a hacer preguntas?
-Dile que te encontraste con una antigua amiga, que tienes una fiesta, y luego
cuelga. – Se recostó en las almohadas y miró a Sasha, los sedosos mechones de su
pelo negro que le caían sobre los brazos blancos mientras marcaba el número de su
casa. Se puso a reflexionar sobre su propio pasado. Siempre andaba a la pesca de
guiones y derechos de libros; rememoró las sesiones de prueba de actores, las peleas
con los directores y la predecible guerra sin cuartel que se desata entre todo productor
independiente y los estudios, los Oscar con que lo premiaron, las nominaciones a los
Oscar, todo el dinero que ganó y perdió, aunque por suerte había tenido varios años
extraordinarios seguidos y pudo ahorrar hasta el último centavo después del fracaso de
The WASP. (Juego limpio sola lo había hecho rico para siempre); pero, ¿qué había sido
todo eso sin Sasha? En su momento esas cosas le parecieron importantes; eso lo sabía
con certeza. En el momento actual sólo pensaba en dos cosas: en comer algo y en
casarse. De ser necesario, empezaría por lo segundo.

A la mañana siguiente, una vez que estuvieron de nuevo presentables, Sasha llamó
a Gigi a la agencia.
-Gigi, habla Sasha. Tengo que verte; es importante. ¿Podemos cenar esta noche?
-Esta noche imposible. Los hermanos Collins están en la ciudad y nos invitaron a
todos a Orangerie para festejar el éxito de la nueva línea Abbondanza.
-¿Y a almorzar? Es algo que no puede esperar.
-Bueno, en realidad no pensaba almorzar, tengo mucho que hacer, pero está bien.
¿Qué pasó? ¿Te cortaste el pelo y te quedó mal? No me digas que se te fue la niñera.
-No, nada de eso, no te preocupes. Es algo que debo contarte, nada más.
-¿Por qué no me lo adelantas por teléfono?
-Porque no puedo. ¿Te veo en el Dôme a la una?
-Está bien. Pero va a tener que ser rápido.
Sasha cortó y se dirigió a Vito:
-Buenas noticias; tiene poco tiempo. Debe volver enseguida a la agencia.
-Te reirías si te vieras la cara de susto, mi amor. Gigi no te va a comer viva. Soy yo
el que está muerto de miedo.
-No lo pareces. – Vito se había puesto ropa de productor, uno de sus trajes de
impecable terminación, tan a todas luces caro y elegante, que al verlo así vestido, los
banqueros y los ejecutivos de los estudios sabían que no estaban tratando con alguien
de una creatividad peligrosa. Era experto en vestirse para el enemigo: nunca
demasiado exagerado ni detallista en exceso, para que no pensaran que se
preocupaba demasiado por la ropa; no caía nunca en las trampas de la moda pese a
que se encargaba las camisas a medida en Charvet, y a que las corbatas y zapatos
eran verdaderas obras de arte; en definitiva estaba siempre bien vestido pero no
llegaba nunca al extremo de la excentricidad. Ningún ejecutivo de un estudio podía

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acusarlo de prestarle una importancia excesiva a la ropa, aunque sus facciones y su
figura claramente italianas podrían haber creado fácilmente esa impresión. Prefería
parecer espontáneo, como si la innegable calidad de sus prendas fuese un accidente,
algo que ocurría por sí solo sin mediar su voluntad.
-Lástima que no esté Zach para protegernos, pero no puede dejar el set – dijo Vito,
haciéndose el nudo de la corbata con descuido intencional.
-Igualmente no vendría. Desde que Gigi lo dejó, no la ha vuelto a ver.
-¿Es decir que mi cuñado no quiere ver a mi hija?
-No hace ni un día que nos casamos y ya tenemos una rencilla familiar. Casarse a
escondidas no resuelve todos los problemas. – A Sasha se le borró su hermosa sonrisa.
– No sólo eso. Me tuve que emperifollar para que Gigi no se diera cuenta de que
pasaba algo raro ya antes de sentarse a la mesa.
-A mí no me importa si alguien de mi familia jamás le dirige la palabra a alguien de
la tuya, siempre y cuando no se metan con nosotros.
-¿Quiénes son los de tu familia? – preguntó Sasha, mirando su imagen renovada en
el espejo. El pelo y el maquillaje le brillaban como nunca; tenía puesto su más elegante
traje de medio tiempo y parecía lista y confiada, como si estuviera por entrar en un
baile lleno de mujeres menos hermosas.
A su lado Vito, alto, recio e imponente cual director de orquesta, un hombre que
destilaba esa autoridad mágica que aglutina a todos los elementos en la ejecución de
una sinfonía o la filmación de una película. No podían dejar de mirarse con tímida
admiración por lo bien que quedaban juntos.
-Tú, Nellie, Gigi, Zach, tu madre y todos tus parientes.
-También son mi familia, así que, ¿cómo no van a meterse?
-Acabo de descubrir que tienes un defecto.
-¿Tan pronto?
-Eres sensata.

Gigi entró corriendo en el Dôme, diez minutos tarde, y una camarera la condujo por
un pasillo espejado, bordeado por mesas, y donde todos podían escuchar las
conversaciones de los demás. Al final del pasillo había dos habitaciones más pequeñas,
la última de ellas para los que querían una semiprivacidad ostentosa y la del medio
para los que deseaban hablar con comodidad sin ser escuchados, pero pretendían
seguir sintiéndose en un restaurante y no en una elegante Siberia.
Vito había elegido una mesa en el saloncito del medio, para que Gigi se moderara
al estar rodeada por otras cuatro mesas.
-Sasha, discúlpame, pero se me hizo tarde. ¡Papá, qué sorpresa! ¡Qué bien estás!
Pero… ¿qué haces aquí? – Les dio un beso a cada uno y se sentó junto a Sasha. - ¿Le
dijiste? – le preguntó a Sasha entre dientes.
-¿Qué cosa? – Sasha temblaba.
-Que tienes que hablar conmigo – respondió Gigi -. Papá, Sasha y yo tenemos algo
que conversar. Lamento tener que pedirte que vuelvas a tu mesa, porque no me
queda mucho tiempo.
-En realidad… - intentó explicar Sasha. Se interrumpió y le lanzó a Vito una mirada
suplicante.
-Gigi – intervino él -, Sasha quería contarte algo pero como parece que se quedó
muda, te lo diré yo.
-¿Puedo pedir primero? Sea lo que sea, tengo que estar de vuelta en la oficina
dentro de cuarenta minutos y no quiero tener que almorzar rosquitas. – Estudió el
menú, uno de los más largos de la ciudad. – Qué complicado. ¿Qué vas a pedir,
Sasha?

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-Vamos a pedir salchichas de ternera y pollo, y ensalada de papas calientes –
respondió Vito.
-¿”Vamos”? ¿Quién te invitó, papá? Te estás metiendo en un almuerzo de amigas, y
eso no se hace. ¿Dónde están tus modales?
-En realidad… - Volvió a intentar Sasha, pero no pudo seguir.
-En realidad, estoy invitado – dijo Vito.
-Sasha, ¿por qué lo invitaste? Siempre tan cortés. ¿Cómo podemos hablar delante
de él? Perdón, papá, pero te retiro la invitación. Te quiero mucho, pero vas a tener que
irte. Otra vez te invitamos, te lo prometo.
-Gigi, Sasha y yo nos casamos ayer.
-Muy gracioso. ¿Qué tal la ensalada china de pollo? ¿Será buena?
-Gigi – dijo Sasha -, nos casamos en serio.
Gigi apoyó el menú sobre la mesa y los estudió con la mirada. Luego se echó hacia
atrás e hizo lo mismo pero desde una distancia mayor. A continuación inclinó la cabeza
y siguió observándolos como si fuesen una extraña especie animal. Por último, apoyó
el codo en la mesa y el mentón en la mano, y no les quitó los ojos de encima.
-Vaya, vaya – dijo despacio.
Vito interrumpió el silencio.
-Sé que te va a llevar un tiempo aceptarlo.
-¡Pero si ni siquiera se conocen! Nunca los presenté, nunca me hablaron el uno del
otro. Zach y yo hacíamos bromas al respecto. ¿Se dan cuenta de lo que significa? Yo
debo haber sabido en el inconsciente que esto iba a pasar, lo vi venir. Es decir, ¿por
qué no los presenté nunca? Tiene que haber una razón, ¿no? Son tal para cual. Hacen
una pareja perfecta. Es lo mejor que les pudo haber pasado. Sí, no entiendo por qué
no los presenté antes. Sin duda los quería para mí sola, a los dos. Qué celosa y
posesiva soy. ¡Odio a la gente así!
Comenzó a llorar y a llenarlos de besos en la cara, como un perrito alborotado. La
mesa se convirtió en el centro de atención de unos cuantos ojos y oídos fascinados.
Cuando finalmente pudo hablar, preguntó, todavía llorando:
-¿Cuánto hace que se conocen? ¿Cómo hicieron para ocultármelo? No los culpo,
teniendo en cuenta que nunca hice nada para que se conocieran. Debe haber sido
tan… lindo, verse todo este tiempo, en especial mientras esperaban que saliera el
divorcio de Sasha. – Se sonó la nariz y se secó los ojos; la curiosidad había vencido a
las lágrimas.
-Nos conocimos ayer – le explicó Vito, orgulloso.
-Ahora sí que están bromeando.
-En la playa, en Malibú. Vito se me acercó y me dio charla.
-Yo ni siquiera sabía quién era – agregó Vito.
-Entonces, ¿cómo fue que se casaron?
-Nos casamos anoche en Las Vegas – contestó Sasha.
-¡Qué triste! ¡Los dos solos! ¡Pero qué romántico! Irse los dos solos, de improviso…
un amor de locos. – Sacudía la cabeza invadida por emociones múltiples.
-En realidad, tuvimos un testigo – admitió Vito. A la larga, se iba a enterar.
-¿Quién?
-Mi… mi hermano – dijo Sasha.
-¡Zach! ¡Invitaron a Zach y a mí no! ¿Cómo pudieron hacerme esto? – gritó Gigi -.
Anoche estaba en casa. Bastaba con que me llamaran y hubiese ido como un tiro.
Estoy muy ofendida… herida en mis sentimientos…
-¡Pero Zach fue el que nos presentó! – protestó Sasha -. Prácticamente nos echó de
la filmación, y ahí nos conocimos. Nos pidió que lo dejáramos trabajar tranquilo, y que
almorzáramos sin él. Si no fuera por Zach, no habría sucedido, al menos no tan rápido.
Fue el responsable directo de que… bueno, Gigi, ya sabes a qué me refiero. Y a Vito le

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salió de adentro el caballero italiano y quiso pedir mi mano al único hombre de la
familia. No había nadie a quien llamar salvo Zach, que se puso en actitud bíblica e
insistió en venir con nosotros a Las Vegas para cerciorarse de que nos casara un
rabino, que no recurriéramos a un juez de paz o un imitador de Elvis. En serio, Gigi,
Zach es testarudo, como tú dices. O peor.
-Bueno, en ese caso… creo que entiendo, más o menos. Yo no me hubiese
preocupado por lo del rabino. Pero la fiesta la organizo yo, no Zach, ¿está claro?
-Por supuesto.
-Seguro.
-Acabo de darme cuenta – continuó Gigi, blanca de la emoción – de que ahora
tengo dos madrastras: tú y Billy. A ver cómo cumples tu nuevo papel, mi querida
Sasha. Espero que las dos se peleen por ganar mis favores. Y ahora Nellie es mi
hermanita y Zach es mi… ¿qué diablos es? No lo quiero, sea lo que fuere.
-El cuñado de tu padre o el hermano de tu madrastra; no tu tío, si eso es lo que te
preocupa. Al menos no creo que lo sea. – Sasha pensó en su madre y en cómo
encontraría alguna frase del Antiguo Testamento para definir la relación entre Gigi y
Zach ahora que Gigi había entrado sin saberlo en el círculo Orloff-Nevsky.
-¡Bueno, loado sea Yahvé! ¿Vamos a comer, o están tan enamorados que viven del
aire?
-Ahora pedimos – dijo Vito -. Y, Gigi, no se lo cuentes a nadie hasta que te
digamos. Eres la única que lo sabe. Voy a tener a decírselo a Billy y a Josh.
-Eres muy ingeniosa – dijo Vito admirado, cuando Gigi se fue y los dejó solos -.
Sabes cómo manejar a mi hija. ¡Qué bien arreglaste lo de Zach! Si no, hubiese sido
terrible.
-Para eso están las mejores amigas – dijo Sasha, satisfecha -. No quería hacerla
sentir mal.
-Pensé que tu mejor amigo era yo.
-Tú eres mi todo.
-¿Y a mí me vas a engañar como a Gigi?
-A ti te voy a decir toda la verdad, mi amor. Eres grande y podrás aceptarla.
-Y me parece que ése es solo el comienzo.

-¿Querías verme, Vito? – Josh Hillman lo miró con frialdad. – Si se trata de un


problema jurídico, hay estudios que se especializan en la industria del cine; nosotros
no nos dedicamos mucho a ese rubro.
-No tiene nada que ver con el cine, Josh – respondió Vito mirando aún con más
frialdad a ese hombre que, hasta hacía un mes, había sido el marido legítimo de su
esposa, aunque, por lo poco que le había contado Sasha, no merecía haberlo sido ni
un minuto.
-Entonces, ¿en qué puedo servirte? – preguntó Josh, con desgano. No tenía razón
alguna para pedirle a Vito que se fuera en ese preciso instante; sólo deseaba que se
fuera, y eso, para un hombre tan formal y puntilloso como él, no era razón suficiente.
-Vine a informarte que Sasha y yo nos casamos ayer.
Una furia salvaje invadió a Josh. Nunca había sentido una ira tan intensa en su vida
ordenada y metódica. Se paró de un salto, dio la vuelta al otro lado del escritorio y se
acercó a Vito con los puños cerrados y amenazantes.
-¡¿Cómo te atreves?!
-Nos amamos. Ya no tienes más derechos sobre ella. Es libre de hacer su voluntad.
-¡Maldito hijo de puta! ¡Sé todo sobre ti! Sé quién eres y conozco todos tus pasos,
hijo de perra; sé cómo tratabas a Billy y por qué se divorció de ti; sé cómo te olvidaste
de tu hija, Gigi, hasta que tuvo dieciséis años. También sé que Billy financió Juego

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limpio; sé lo mucho que ella trabajó cuando produjiste Espejos y cómo se lo retribuiste
cuando ganaste el Oscar; sé por qué no se rehusó a ser la tutora legal de Gigi; sé la
maldita basura repugnante y chupasangre que eres. ¿Y realmente crees que puedes
casarte con mi mujer?
-Sasha no es tu mujer. Entiendo tus sentimientos, pero ella ya no es más tu
esposa. La obligaste a divorciarse de ti – dijo Vito, tranquilo, y no se movió de su sitio.
-Y por muy buenas razones, Orsini, ya verás.
-Estoy al tanto de la vida amorosa que llevó en Nueva York; fue lo primero que me
contó no bien la conocí, para evitar problemas después. Mira, Josh, Sasha y yo hicimos
cosas muy parecidas antes de conocernos. Ambos sabemos que los celos nacen
cuando se ama a alguien, y que es algo natural, y comprensible. Pero somos distintos
de ti; para nosotros, cuando un viejo amor muere, ya no causa celos. Terminó,
pertenece al pasado, hay que olvidarlo. No perdura como el cáncer, consumiéndonos
día a día y matando al nuevo amor. Sasha ahora es mía y no me importa con cuántos
hombres se acostó antes. La haré feliz, te lo prometo.
-¡Cómo te atreves a tratarme con suficiencia y endilgarme observaciones filosóficas
vulgares! ¿Crees que no sé que anduviste con mi mujer a mis espaldas mucho antes
de que descubriera qué clase de persona era ella? ¿Piensas que voy a permitir que mi
hija se críe contigo, bajo tu mismo techo? Voy a pelear por la custodia, y voy a ganar.
Sasha no es buena madre, y todos saben que tú no eres un buen padre. Les voy a
quitar a Nellie.
-¡Cállate la boca! Estás gritando como loco. Llama a tu secretaria. Hay alguien
esperando en la antesala. Y tendrías que hablar con esa persona para no seguir
haciendo papelones.
-No voy a hablar con nadie. Aquí las órdenes no las das tú.
Vito se acercó al escritorio y llamó a la secretaria por el intercomunicador:
-Por favor, hágala pasar.
Se abrió la puerta y entró Billy.
-Tenías razón – le dijo Vito a Billy -. Te necesito.
-¿Sabes qué me hizo este hijo de puta? – arremetió Josh, tan dominado por la
indignación que no se sorprendió por la presencia de Billy.
-Hace horas que lo sé – le contestó Billy, y se sentó con calma -. Y me parece
espléndido.
-¡Estás loca! – le gritó Josh -. Te lavaron el cerebro. Este es Vito, el hombre que me
pediste que alejara de tu vida a cualquier precio.
-Recuerdo quién es; lo amé y por eso me casé con él. También me acuerdo de ti,
Josh, y sé quién eres. Eres un buen amigo a quien aprecio mucho; valoro tus consejos;
no sé qué haría sin ti, pero ahora no estás actuando como el Josh Hillman que yo
conozco.
-¡No voy a dejar que se acerque a mi hija! – se enfureció Josh, como si Billy no
hubiese hablado -. ¡Me robó a mi esposa y ahora quiere robarse a mi hija! No sabe lo
que soy capaz de hacer, lo voy a hundir. Voy a obtener la custodia hasta que Nellie
cumpla los dieciocho.
-¡Josh, siéntate y cálmate! – Hacía años que Billy Ikehorn no le hablaba en ese
tono; y Josh, que siempre le había obedecido en forma automática, respondió
sentándose en el sillón detrás del escritorio.
-Tú y Sasha están divorciados, Josh – enfatizó Billy -. Como abogado, sabes muy
bien lo que significa un divorcio. Si la llamas tu esposa es porque en este momento
estás histérico. No actúas como el Josh que me inspira confianza, como el poderoso
Josh Hillman al que todos recurren en busca de sabios consejos.
-Billy, estás muy equivocada si piensas que mi imagen me importa en lo más
mínimo. Quiero justicia, y los voy a hacer sufrir por lo que me hicieron.

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-¡Por Dios, Josh, eres un caso patético! – exclamó Billy sin cambiar su exigente
tono de voz -. ¿Quieres justicia? ¿Por qué? ¿Es una injusticia que una mujer a la que
no querías perdonar ni tocar ni entender, finalmente te haya dejado, sin que intentes
detenerla siquiera? ¿Es una injusticia que haya encontrado a alguien que la ama
incondicionalmente?
-¡No entiendes! – la interrumpió Josh enardecido.
-Me temo que sí – respondió Billy -. Es una vieja historia. Aún amas a Sasha pero
no fuiste capaz de perdonarla, aunque lo hayas intentado, si es que lo intentaste. No
quieres que ella sea feliz. Nunca. Te mueres de celos porque ama a otro hombre. Por
celos irracionales y ponzoñosos quieres destruir su felicidad. Hasta los matarías si
pudieras.
-¿Cómo puedes, sobre todo tú, reducir todo a una simple cuestión de celos? ¿No
recuerdas lo que hizo Vito después de ganar el Oscar?
-No existe una “simple cuestión de celos”, Josh. Lo sé por experiencia. Y después
de vivir la mitad de mi vida en Hollywood, llegué a una conclusión: a los que ganan el
Oscar hay que darles un año de gracia. Es una época peligrosa para ellos. Vito no la
sobrellevó muy bien, pero reconozco que mejor que otros.
-Pero, ¿y Gigi? – bramó Josh, persistente en su furia -. Tú misma me dijiste que
como padre fue una basura. No puedes pedirme que olvide algo así, justamente algo
así. ¿Por qué debo permitir que esté cerca de mi hija? Lo lamento, pero no, nunca,
nunca va a vivir en la misma casa que Nellie. ¡Nunca! ¡No lo voy a permitir!
-Vito, ¿podrías dejarme un minuto a solas con Josh? – preguntó Billy.
En cuanto la puerta se cerró detrás de Vito, Billy acercó su silla a Josh y le habló en
tono bajo y seguro.
-Tú tampoco fuiste un padre perfecto e inocente, ¿no es cierto? Hubo una época,
mi viejo amigo, hace unos siete años, en que te divorciaste de tu primera esposa tras
veinte años de matrimonio. Le rompiste el corazón a una maravillosa mujer que no se
lo merecía, y le dejaste la custodia de tus tres hijos adolescentes.
-¿Eso qué tiene que ver? – Josh estaba tan sorprendido por este inesperado ataque
que la sorpresa superó al enojo. – Joanne y yo habíamos llegado a un punto sin
retorno.
-No me hagas reír, Josh. Eras un hombre de cuarenta y dos años que tenía un
romance secreto con una joven de veintiséis; fuiste capaz de dejar todo por ella,
incluyendo a tus tres maravillosos hijos; estabas perdidamente enamorado, y no te
importaron en lo más mínimo tus responsabilidades y obligaciones, como padre ni de
ningún otro tipo. Ibas a comenzar una vida nueva, dejar atrás el pasado, y todo por el
amor de una encantadora pelirroja.
-¿Qué? ¿Qué pruebas tienes…? Estás inventando…
-¿No te diste cuenta de que Valentine y yo éramos amigas íntimas? Me lo contó
ella, Josh; me contó todo; hasta que te enamoraste de ella el día en que la conociste,
cuando estabas trabajando para mí, si mal no recuerdo. Vito conoció a Sasha después
de que ella se divorció de ti, lo sé. También sé de esa semana que pasaste en Londres
con Valentine, de los encuentros en el apartamento de Valentine cuando le decías a
Joanne que tenías que trabajar hasta tarde, del fin de semana en que, estando todavía
casado, llevaste a Valentine a Nueva York y fueron a la fiesta de Lace; ni John Prince
pudo evitar contarme el chisme. ¡No me mires con esa cara! Valentine me lo dijo
porque tenía necesidad de contárselo a alguien y sabía que yo nunca iba a abrir la
boca. Me lo dijo porque te amaba muchísimo. Sé que se habría casado contigo… si no
se hubiese dado cuenta de que amaba a Spider más que a ti. Valentine y Spider. Mi
Spider. A mí también podría darme un ataque de odio y celos si yo me lo permitiese,
pero no lo haré.
-¡Por Dios, Billy! Sabías, sabías tanto y nunca dijiste ni una palabra.

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Billy se puso de pie, se paró detrás de Josh y le pasó un brazo por los hombros.
-No tuviste suerte en el amor, querido, pero aún eres muy atractivo… Te quedan
esperanzas. La tercera es la vencida; sé que no amaste a Joanne tanto como a
Valentine y a Sasha, así que ella no cuenta.
-Billy, no… no sé qué hacer.
-Acéptalo, Josh. Vito sabe en qué se equivocó con Gigi, lo sabe tan pero tan bien,
que va a ser el mejor padrastro que Nellie pueda tener. Le dará todo lo que no le dio a
Gigi, y aún más. Y compartirán la custodia; eso ya estaba acordado. Sólo acéptalo. Has
hecho sufrir a mucha gente; y te han hecho sufrir mucho.
Josh suspiró profundamente y posó la cabeza sobre sus brazos. Billy le acarició el
pelo despacito, como si fuese un niño. Finalmente, Josh alzó la vista.
-Creo que tienes razón. Bueno, sé que tienes razón. Pero dile que no quiero volver
a verlo.

172
13
¿Alguna vez volvería a acostumbrarse a volar en una aerolínea comercial?, se preguntó
Gigi, de regreso a Nueva York en el Gulfstream III de Ben. Transcurría septiembre, y
durante los últimos meses, cuando no estaba en Los Ángeles, Ben muchas veces la
mandaba a buscar en avió para que la llevaran donde él estuviese. Ella sentía como si
se hubiera colado por la puerta trasera a una clase dirigente, como la que había en la
época de la reina Victoria, cuando todos los gobernantes de Europa estaban
emparentados o se conocían y formaban un grupo que trascendía la nacionalidad y
conformaba una clase social propia, con leyes y costumbres inmutables. Había un
detalle que separaba a los ricos que estaban en la cúspide de la pirámide de la riqueza
en los Estados Unidos de los ricos que estaban apenas por debajo, en realidad mucho
más abajo, y ese detalle era poder mantener, sin esfuerzo alguno, un avión privado
con dos pilotos, disponible a toda hora, no un simple avión privado de una empresa.
Winthrop Constructora, la empresa de Ben, contaba con tres jets propios para que
en cualquier momento sus funcionarios pudieran visitar la gran red de centros
comerciales. Pero el Gulfstream era propiedad personal de Ben, que le daba el uso que
un niño podía darle a una bicicleta. Se estaba acostumbrando a que la malcriaran,
reflexionó Gigi. Ya no sentía lo mismo cuando la limusina la transportaba hasta la pista
del aeropuerto de Burbank y el chofer llevaba luego el equipaje al avión, donde el
comisario de a bordo la esperaba, parado en la escalerilla. Tantos lujos y mimos
todavía la emocionaban, pero cada vez menos, y sentía que poco a poco podía
convertirse en una costumbre que realizaba por conveniencia, tal como le había
pasado a Billy veinte años antes.
Iba a pasar casi una semana en Nueva York. El proyecto del Esmeralda Winthrop
marchaba viento en popa, y Ben quería que ella viera los trabajos que se estaban
llevando a cabo en el gran taller de Manhattan. Ese verano, todo momento en que no
estuvo ocupado con los centro comerciales, Ben se dedicó a estudiar los detalles del
negocio naviero. No quiso compartir esos detalles con Gigi sino hasta que él mismo se
empapó de ellos. Gigi sabía que el motivo de la visita era sorprenderla con lo que había
creado. Le hubiese gustado participar más, como lo había hecho con El Altillo
Encantado, pero su trabajo en la agencia la tenía tan ocupada que no había advertido
el velo de misterio que rodeaba el proyecto.
En realidad, se podía trazar un paralelo entre el proyecto del Esmeralda Winthrop y
la actitud de Ben hacia ella, se dijo pensativa mientras comía el salmón ahumado
escocés con rebanadas de pan integral y manteca que acababa de servirle el comisario
de a bordo. En ambos casos, ella notaba una actitud posesiva, de querer tener el
control absoluto. No le importaba que respecto al barco Ben actuara como chico con
juguete nuevo, pero no podía permitirle que cuando estaban juntos la indujese a
actuar como él quería.
Si un hombre te ofrece todo, hasta el matrimonio, pero no estás segura de que lo
amas, es mejor mantener cierta distancia, reflexionó Gigi. Eso lo había aprendido
después de la dolorosa experiencia con Zach, que aún no había logrado superar. El
problema era que, si bien ella se esforzaba por mantener la distancia, Ben trataba de
acortarla. De haber querido conquistar a tan buen partido, no podría haberlo planeado
con mayor astucia. Pero no sabía si su amor por Ben había crecido desde aquella cena
en Cipriani. Cada vez que se imaginaba casada con él, se le ponía la mente en blanco.
¿Sería lo mismo que sentían los hombres cuando decían que “no estaban listos para

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asumir un compromiso”? ¿O era que su privacidad innata le impedía construir castillos
en el aire?
¿O sería porque Sasha lo había apodado “Mr. Maravilloso”?
A Gigi no le gustaba ese sobrenombre, pero al mismo tiempo una parte de ella
compartía la opinión mundana de Sasha – no aplicable en el caso de Vito – de que
todo hombre, por bueno que pareciera, era demasiado bueno para ser real.
¡En cambio, Ben sí era maravilloso! Inteligente, interesado en el placer y la belleza,
atractivo. Lo sería incluso si fuese pobre; aunque en realidad era imposible imaginarlo
sin dinero. Pero, ¿por qué quería defenderlo de una Sasha inexistente, que disfrutaba
buscándole errores?
Mientras sobrevolaban el Mississippi, Gigi recordaba lo que había sucedido un fin de
semana, quince días atrás, cuando Ben la llevó a una fiesta en Martha’s Vineyard, a la
que concurrieron algunos de sus amigos y ex compañeros de Harvard. Habían en total
seis parejas y todas tenían una relación bastante íntima con Ben, a punto tal que él era
padrino del hijo mayor de cada pareja. Padres e hijos compartían una enorme cabaña
de madera situada sobre una barranca cercana al mar. Ocupaban el tiempo con
placeres simples; navegar, caminar, charlar y comer, en un clima de amable
camaradería. Sin embargo, ¿no había advertido que Ben era el líder, no reconocido
públicamente pero incuestionable, que se destacaba entre sus pares? ¿Y no era eso lo
que él quería y esperaba, a modo de tributo a su éxito?
No podía mencionar ejemplos aislados, pero, como ajena al grupo, Gigi enseguida
se dio cuenta de que la opinión de Ben siempre se convertía en la opinión general pese
a cualquier disenso; de que las hermosas treintañeras preferían el elogio de Ben al de
sus maridos; de que, si Ben se cansaba de navegar, todos estaban de acuerdo en
volver. Advirtió que si Ben quería tomar algo, a todos les venían ganas de que fuera
vodka con hielo, que si a él se le ocurría dejar la cena para salir a buscar langostas,
todos iban entusiasmados sin poner reparos.
¿Era un líder nato o se trataba de que sabía aprovechar bien las oportunidades, no
más? ¿Y qué podía decirse de la costumbre de reservarse y planear momentos para sí
mismo? Tenía la sensación de que esa costumbre había comenzado la primera vez que
hicieron el amor, cuando él quiso besarla y mirar el Gran Canal al mismo tiempo. Un
capricho poético e inofensivo, mucho más espontáneo que los aros de esmeraldas,
“comprados al pasar”, que sacó de su bolsillo en el Cipriani. Era obvio que se no se
había tomado en serio que ella los rechazara. Si Ben Winthrop quería regalarle aros,
pues iba a tenerlos; aunque Gigi insistió en que se los quedar él y sólo aceptaba
lucirlos en ciertas ocasiones.
¿Era ella… en cierto modo… parte de un… plan orquestado por él?, se preguntó.
¿Alguien de quien él se había apropiado porque correspondía a la imagen que estaba
construyendo? ¿O ella estaba cometiendo un grave error, confundiendo con amor
sincero un simple deseo de dominarla? Quizás él no sabía demostrar el amor de otra
manera. Maldita Sasha, todo era culpa suya, no tenía ni qué plantearse esas
preguntas. Ben era todo lo que se podía esperar de un amante, pero… ¿no era siempre
él quien determinaba dónde y cuándo?
Ese fin de semana en la destartalada casa de Vineyard, les habían dado
habitaciones separadas. Pero en la noche, cuando hacía una hora que todos dormían,
él la visitó en su pieza, ubicada justo al lado de la del dueño de casa. La despertó y le
hizo el amor con tanta pasión que era imposible que a través de las maderas no lo
hubieran oído gemir cuando empujaba, o gritar en el momento del orgasmo. Al rato
volvió a tener una erección, y ella le hizo prometer que no haría ruido, pero cuando él
la tomó, no pudo dominarse y volvió a gritar.
Al día siguiente fue muy embarazoso desayunar en la gran cocina con ese grupo de
extraños que actuaban como si no hubiesen oído nada. Hubiera sido más fácil soportar

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codazos y guiños de complicidad. Una sola risa y se habría liberado de la tensión. Ben
estaba arrepentido y ella enojada, y por eso no lo dejó que se le acercara en todo el
fin de semana, castigo que él aceptó sin poner objeciones. Pero Gigi podía imaginarse
los comentarios que esas mujeres harían ya de regreso en Boston.
Ben, por supuesto, jamás se preocupaba por lo que decían o pensaban los demás.
Al disculparse le confesó que nunca había sentido tanta pasión física por alguien, y que
cualquier cosa que pensaran esas mujeres era de envidia, porque sus maridos no les
habían hecho el amor dos veces esa noche. pero si estar en Nueva Inglaterra la hacía
sentir más bostoniana que los propios bostonianos, él estaba dispuesto a respetar sus
sentimientos.
Gigi se levantó y trotó dentro del avión para aflojarse. Se detuvo frente a una
ventanilla ovalada, contempló las nubes y pensó que los sonidos de Ben al menos
habían amortiguado sus propios gemidos de placer. Ben había aprendido con gran
rapidez a satisfacerla, y aun en los momentos en que ella se preocupaba de que
pudieran oírlos, no había podido evitar que se le escaparan fuertes sonidos también.
Sólo esperaba haberlo hecho sufrir con el castigo que le impuso, porque a ella le había
resultado casi insoportable.

A la tarde siguiente, Gigi se puso su ropa más elegante para visitar el centro de
operaciones de la Línea Naviera Winthrop, porque era su primera visita oficial como
representante de Frost, Rourke y Bernheim. Llevaba un trajecito de la colección de
otoño de Karl Lagerfeld para Chanel, la casa de alta costura que había sumado a
Lagerfeld en sus filas para revitalizar un gran negocio que había perdido impulso desde
la muerte de Chanel. El trajecito estaba compuesto por falda envolvente y chaqueta de
tweed color natural ribeteada en una tela escocesa. Abajo, Gigi se puso una blusa de
seda negra con un gran cuello, y sobre la falda un cinturón de cadenas doradas de
Chanel. Se miró en el espejo; el elegante traje, de corte de los años 20, armonizaba
con el flequillo, la melena que le llegaba a los hombros y las pestañas negras, tan
largas y tupidas que por poco debía peinarlas. Mademoiselle Chanel estaría satisfecha,
pensó al salir, tratando de acordarse de que debía caminar con el andar indolente de
una jovencita frívola de los años 20, aunque no tuviese nada que ver con su modo de
camina, rápido y elegante.
Ya en el taller de Manhattan, la primera persona que Ben le presentó fue a Erik
Hansen, un hombre de sesenta y tres años, el hombre clave, el responsable del
proyecto.
Hansen, que antes trabajaba para la línea Royal Viking, era uno de los tres ases de
la industria naviera. Había aceptado ese trabajo porque le faltaba poco para jubilarse,
y como tenía tantos bríos, no podía hacerse a la idea de abandonar un negocio en el
que era líder indiscutido. La Línea Naviera Winthrop le había ofrecido seguridad
económica de por vida, y un contrato por diez años. Era un hombre canoso y fuerte,
de contextura mediana, pero una caldera de energía. Gigi se sorprendió cuando le
obsequió una cálida sonrisa de abuelo.
-Éste es el hombre – le dijo Ben mientras tomaban café en la oficina de Hansen –
que sabía con exactitud qué cerebros valía la pena robar; y ya ha completado la lista.
Todos respondieron a su llamado.
-¿Así es como lo hacen? – preguntó Gigi con curiosidad -. ¿Robando?
-Es la única manera. – respondió Hansen -. Los dueños de cruceros, como el señor
Winthrop, se lanzan a competir cada vez que construyen un barco. En esta industria
hay una cantidad limitada de expertos y todos se los disputan. Planeamos tener las
mejores instalaciones para el capitán y la tripulación, y los mejores espacios

175
recreativos. Queremos atraer a los personajes más importantes de las otras líneas, a
los que pasan la vida embarcados.
-Cada ejecutivo que contratamos trae gente de su línea – agregó Ben -, así que ya
casi completamos las categorías superior y media. En este momento están todos aquí,
en el edificio. Eustace Jones, el gerente de hotel, que viene de una prestigiosa familia
británica, está arriba, junto con Per Dahl, el capitán noruego.
-Pero, Ben, ¿para qué los necesitas ahora – preguntó Gigi – si el viaje inaugural del
Esmeralda va a ser sólo dentro de un año aproximadamente?
-Queremos tenerlos a mano para consultarlos – respondió Hansen – porque pueden
surgir innumerables complicaciones. Por ejemplo, es importante tener a Arnsin Olsen,
el ingeniero principal, mientras se diseñan los instrumentos de navegación y de
comunicaciones, y los sistemas eléctricos y de eliminación de residuos. Como el
superior inmediato de Olsen Hubert, el jefe de cocina. Está para que al ingeniero a
cargo del proyecto del restaurante no se le ocurra colocar los lavavajillas donde deben
ir las cocinas. Y aunque St. Hubert es subordinado de Jones, gerente del hotel, las
decisiones las debe tomar en conjunto con Paul Vuillard, el chef principal, y Gianni
Fendi, el maître.
-¿Fendi, Vuillard, St. Hubert? ¿No hay ningún norteamericano? – interrogó Gigi.
-Los norteamericanos no sirven para los restaurantes de categoría – le sonrió
Hansen -. Los cruceros más importantes prefieren contratar personal de servicio
italiano: los camareros, el jefe de camareros, hasta los cadetes. Son los mejores, pero
los portugueses también son buenos. Los franceses sólo sirven para cocinar porque
son muy engreídos. El mejor personal de servicio de hotel es escandinavo; los oficiales
y capitanes tienen que ser noruegos, daneses o ingleses, y el personal de enfermería,
suizo. El casino, como en todas partes, lo maneja el gobierno austríaco.
-Pero, ¿el Esmeralda no va a ser de bandera norteamericana?
-Sí, pero podemos contratar a quien tengamos ganas – aclaró Ben.
-¿No va a haber ningún norteamericano? – insistió Gigi.
-Sí que va a haber – respondió Ben -. La orquesta, el personal de animación y los
profesores de gimnasia. Pero estoy pensando que los gigolós tienen que ser griegos,
porque tienen encanto, entusiasmo y paciencia. – Respondió con un guiño a la mirada
de indignación de Gigi.
Hansen tosió, no hizo caso de la interrupción y volvió al tema de las cocinas.
-Como puede ver, señorita Orsini, el ingeniero principal, Amsin Olsen, tiene que
trabajar en estrecha colaboración con el chef principal. Hay temas esenciales: el
tamaño de los congeladores para la carne, los tanques para la langosta fresca, los
compartimientos para guardar el caviar y hasta el espacio que se va a destinar a los
cereales del desayuno. Algunos pasajeros se empecinan en pedir su cereal preferido, y
no hay supermercados en medio del Pacífico Sur. Se estudia detenidamente el uso que
se le va a dar hasta al último pedacito del barco. Estos hombres son especialistas, y
cada uno pide más lugar del que se le puede asignar. Pero tienen que trabajar juntos
porque todos los detalles se relacionan entre sí. Por ejemplo, el tamaño de los vasos
para vino tiene que coincidir con los estantes de los lavavajillas.
-Por supuesto – asintió Gigi con toda la paciencia posible. ¿Lavavajillas?, pensó. Por
Dios, ¿cómo va a ser este barco? ¿Cómo una supertienda flotante? – Parece una
reunión de las Naciones Unidas. Y el jefe, ¿quién es?
-El dueño, el señor Winthrop, es el jefe y yo recibo órdenes de él. Las decisiones
finales las toma él porque es quien paga las cuentas. Por supuesto, sería más fácil si
pudiera tomarse un año libre e instalarse en Venecia, pero como no puede, le trajimos
Porta Margera aquí. Una vez que se terminen los planos y tengamos todo lo necesario,
hasta los vasos para vino que mencioné, vamos a armar el barco en el dique seco.

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-Creo que la señorita Orsini se va a desmayar si no le mostramos algunos bocetos.
– Ben se puso de pie. – Le conozco la mirada.
-A desmayarme no, a gritar – le dijo Gigi en voz baja cuando él la tomó del brazo
para salir de la oficina de Hansen. No recorrieron la planta baja, donde estaban las
oficinas y los contadores, sino que se dirigieron derecho al primer piso, que era un
amplio salón ocupado en su totalidad por cien dibujantes que trabajaban en
ordenadores.
Visitaron todo el piso con Arnsin Olsen, que les mostró cómo iban a utilizar la parte
inferior del carguero de ciento sesenta y cuatro metros de eslora: tanques de
combustible en el fondo, separados de los tanques de agua potable por un doble
fondo, tanques con agua para la cocina y los baños en la cubierta siguiente. Se usaría
un complejo equipo para desalinizar el agua a utilizarse para limpiar las cubiertas y
lavar la ropa, y para el aire acondicionado.
Gigi observó los incomprensibles diseños por ordenador de los espacios entre
cubiertas, por donde pasarían caños, cables y líneas de teléfono.
-Jamás creí que fuera tan complicado – le dijo a Ben cuando Olsen se dio vuelta.
-Yo tampoco – respondió él -, y eso que todavía no vimos ni los camarotes de las
camareras. Todo esto está por debajo de la línea de flotación.
-¿Podemos irnos?
-No va a quedar bien. Olsen está orgulloso de esto. – Ben no la dejó terminar la
pregunta. – Tú empezaste, así que ahora ten paciencia. – La tomó por la cintura y se
las arregló para darle un fuerte pellizco en el trasero al pasar.
Ben volvió a pellizcarla.
-Los centros comerciales – dijo – no tienen que cruzar los océanos llenos de
pasajeros quisquillosos. Hacen falta por lo menos cincuenta mil dibujos por ordenador
para diseñar un barco, y eso sólo para ayudar a los ingenieros y los diseñadores en la
distribución de los espacios, no para reemplazar el elemento humano en el diseño; así
que te mereces algo peor que uno o dos pellizquitos.
-Señorita Orsini, ¿le gustaría visitar la Sezione Maestra? – preguntó Olsen.
-Depende – dijo ella con cautela.
-Es la sección de dibujo principal, donde están proyectando la parte central,
cubierta por cubierta.
-¡Me encantaría!
Acompañados por Hansen y Olsen, tomaron otro ascensor hasta el segundo piso,
donde había aún más dibujantes trabajando con ordenadores. Se dirigieron a una
oficina del fondo de la habitación, donde Gigi conoció al capitán Dahl, a Eustace Jones
y a un tercer hombre, Renzo Montegardini, ingeniero naval encargado de realizar los
bosquejos necesarios para convertir el casco vacío de un carguero en el mejor crucero
que surcaría los siete mares.
Gigi enseguida advirtió que la presencia de Montegardini era la más importante
después de la de Ben, que sólo firmaba cheques. Hasta Hansen recibía órdenes de ese
hombre alto y flaco, de unos cincuenta años, que llevaba la ropa con la elegancia de
Vito Orsini y era dueño de un gran encanto. Cuando Montegardini se inclinó para
besarle la mano, Gigi se sintió como una reina recién coronada.
-Por fin tengo el placer de conocer a la joven dama por cuya inspiración abandoné
mi querida Génova, mi estudio, a mis aprendices y mis otros clientes.
-Me hace sentir culpable – repuso Gigi usando el encanto de sus pestañas.
-Una señorita tan encantadora no tiene que sentirse así; yo ya me he convertido al
Nuevo Mundo. Amo Nueva York, mi esposa ama Nueva York, y hasta mis gatos la
aman. Y éste es un gran desafío. Hasta ahora siempre había hecho planes originales.
Aquí me enfrento a problemas fascinantes, pero como es un barco espléndido, no hay
dificultad que no tenga solución.

177
-Entonces, ¿está satisfecho con el diseño?
-¿Satisfecho? Ni yo lo podría haber hecho mejor, y eso que en Italia nadie me
conoce por mi modestia, salvo mi esposa, que conoce mi naturaleza interior. Pero hay
muchas cosas que falta hacer. Comencé con la chimenea, y como usted sabrá…
-¡No sé nada! – exclamó Gigi, que se acordó tarde de sus modales -. Sólo sé algo
sobre los tanques de combustible y de agua, y sobre las cocinas…
-Ay, los ingenieros siempre empiezan por lo práctico. Es una enfermedad de la
profesión, una manía diría, pero se la perdonamos porque el barco tiene que poder
navegar. Como verá, señorita Orsini, la chimenea es lo máximo. Define la silueta del
barco, es la rúbrica, el estilo y el atractivo de la embarcación, casi como el corte de su
exquisita chaqueta diseñada por Lagerfeld, un amigo de mi mujer. – Se volvió hacia el
cuadro que pendía de la pared, tapado con un lienzo.
-Me fascina – murmuró Gigi en el oído de Ben.
-¿La chimenea?
-Renzo, tonto. No mencionó si estaba casado, ¿no?
Ben le apoyó una mano en el trasero y la dejó allí cuando Montegardini retiró el
lienzo que cubría una pintura del Esmeralda Winthrop. El corazón de Gigi latía de
emoción y alegría mientras observaba la imagen y trataba de ver si le encontraba
algún parecido con los cargueros grises que había visto en Mestre.
La proa y la popa eran idénticas, pero todo lo demás pertenecía a otro mundo.
Sobre lo que antes era la cubierta principal, se levantaban cuatro cubiertas que
comenzaban en la proa y formaban una línea que remataba en las dos gigantescas
chimeneas gemelas de la popa. No esperaba encontrar en las chimeneas un sello de
gracia tan contundente y particular. El barco era todo blanco, salvo una ancha franja
verde esmeralda que atravesaba la parte más larga del casco, de proa a popa. Una
ancha franja verde esmeralda también rodeaba cada chimenea a escasa distancia del
borde superior. En las cuatro cubiertas se destacaba una línea de ventanas con vidrios
azules. En el medio del solárium de la cubierta superior se levantaba una estructura
alta sobre la que flameaban las banderas de señales. Aunque en el cuadro el barco
aparecían inmóvil en un mar calmo, daba la impresión de estar avanzando como si
fuese una nave espacial y no un objeto que debe obedecer la ley de gravedad, pero al
mismo tiempo expresaba la relación profunda y simple que existe entre el hombre y el
mar.
De pronto, Gigi advirtió que se había quedado inmóvil, mirando boquiabierta el
cuadro del Esmeralda Winthrop en una oficina llena de hombres que también estaban
en silencio. Se dirigió hacia Montegardini con un gesto de sobrecogimiento.
-No sé qué decir.
-Ya lo ha dicho – le sonrió él -; cuatro minutos de silencio hablan por sí solos.
-Es un sueño.
-Gigi – la interrumpió Ben, algo impaciente -, sabía que te iba a encantar, pero
tenemos que ir a ver la Sezione Maestra. – Levantó una pila de hojas sujetas por clips
en un extremo. – Hasta que no veas esto, no tendrás idea…
-Ecco, Benito, me parece que la señorita Orsini ya vio demasiados dibujos por hoy
– interrumpió Renzo Montegardini -. Parece estar sufriendo de la famosa fatiga
causada por mirar planos. ¿Por qué no le muestras los modelos de suites, el sector del
restaurante, la suite del dueño, y después bajan, si es que la señorita tiene ganas de
ver los planos maestros hoy?
-No es fatiga, es éxtasis – dijo Gigi -; pero es cierto, no quiero echar a perder esta
sensación mirando ahora las entrañas de ese magnífico buque.
-Como quieras. – Ben dejó los planos sobre el escritorio de mala gana. - ¿Viene con
nosotros, Renzo?
-¿Cómo no voy a ir? Tengo que ver si le gusta a la bella signorina.

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-Otra conquista en tu haber – le susurró Ben a Gigi mientras la comitiva los seguía
hacia el ascensor.
-¿Por qué es el único que te llama por tu nombre de pila?
-Llama como quiere a todo el mundo. Es el ingeniero naval, el artista; los demás no
somos más que zánganos.
-Mi pobre zángano, qué pena me das. Pero, al fin y al cabo, es tu nombre el que
figura en el costado del barco.
-Fue lo máximo que me permitió – asintió Ben, estando ambos en el ascensor,
donde también viajaban Montegardini, Olsen, Hansen, Dahl, Jones, St. Hubert y
Zamboni, que no querían perderse detalle de la reacción de Gigi cuando viera los
modelos de suites. Ben había colocado la mano entre las nalgas de Gigi sin que lo
vieran, y realizaba movimientos firmes e insistentes con el dedo mayor, pero lo único
que le impedía alcanzar su objetivo eran los músculos tensos de Gigi y el tweed de
Lagerfeld.
-Si no te detienes, no pienso bajar del ascensor – lo amenazó ella en voz baja para
que no oyeran los demás, que, de todos modos, estaban muy ocupados discutiendo
entre ellos -. Son tan amables que van a querer que yo salga primero, de modo que
nos vamos a quedar aquí hasta la semana que viene.
Cuando se detuvieron en el piso siguiente, Ben retiró la mano. Al bajar del ascensor
seguida por los seis hombres, Gigi miró alrededor y reparó en un grupo de
habitaciones que demoraría por lo menos una hora inspeccionar en detalle.
-Cuénteme sobre la suite del dueño. – Se volvió para hablarle a Ben. – No sabía
que iba a haber una habitación así.
-Va a haber una en cada barco, dos veces más grande que las demás suites.
-¿Toda para ti, pobre zángano?
-Si estoy embarcado, sí. Si no, las usarán los pasajeros más importantes.
-¿Me puedes mostrar ésa primero? Tú solo.
-Pero…
-¿No eres tú quien firma los cheques?
-Caballeros, discúlpennos un instante. Le voy a mostrar personalmente a la señorita
Orsini la suite del dueño.
Los modeles de habitaciones eran a escala natural, de modo que las paredes, que
eran mamparas, llegaban casi hasta el techo del galpón. Al entrar en la habitación, Gigi
oyó el golpe de la puerta al cerrarse, pero al mismo tiempo alcanzaba a oír la
conversación de los hombres que se quedaron dando vueltas afuera buscando
imperfecciones.
-Al fin solos – le dijo a Ben, al tiempo que giraba y giraba, y se sacaba los zapatos
de una patada en el aire.
-Vamos, mi amor, no hagas chistes. ¿No es increíble esta habitación? Mírala bien,
¿alguna vez viste algo así? Y esto es sólo el dormitorio; ya vas a ver la sala, la cocina,
el comedor, el solárium, los baños y los vestidores. Esta habitación tiene como treinta
metros cuadrados. Ya están listos todos los detalles, salvo las cosas que los
diseñadores todavía están tratando de conseguir en Europa.
Gigi se tendió en el medio de la enorme cama, sobre el acolchado de seda color
beige.
-Muy buen colchón. Acércate y dame un besito. Necesito recostarme un momento;
estoy mareada.
Ben, impaciente, se encogió de hombros; luego se sentó a su lado, se inclinó y le
dio un beso suave en los labios.
-Vamos, mejor – susurró -. Puedes hacerlo mucho mejor. Intenta revivirme, que
estoy destruida.
Riéndose, ben también se recostó y la abrazó.

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-¿Qué fue lo que te agotó? ¿El sistema de desalinización o Renzo?
Gigi se incorporó y se quitó la chaqueta.
-Creo que fue el ascensor – murmuró. Con un rápido movimiento se quitó la falda y
la arrojó sobre la chaqueta. – A lo mejor me dejaste un moretón. Debo evaluar los
daños. – Mientras hablaba se quitó las medias y el slip.
-¿Qué diablos haces? – siseó Ben -. Están los tipos ahí afuera y pueden oírte.
-No, si no hablo fuerte – respondió ella con toda suavidad, se inclinó sobre él y le
bajó el cierre de la bragueta -. No, si no haces escándalo.
-¡Basta!
En un instante se colocó a horcajadas sobre él, y lo miró a los ojos.
-¿Recuerdas esa vieja canción que decía “Sólo simula que te amo, sólo simula que
me amas”, o algo por el estilo – murmuró Gigi y tarareó: - Sólo simula que estamos
solos, que me deseas…
-¡Estás loca!
-Sí, sí. Me ha invadido el espíritu de altamar. Estoy simulando que la pared llega
hasta el techo y nadie nos puede oír – susurró, con una sonrisita perversa. Metió sus
dedos tibios por la apertura del cierre y le aprisionó el pene entre ambas manos.
-¡No!
-¡Shh! Que te van a oír – le previno. Sus dedos exploraron con gran habilidad el
pene. Cada caricia llegaba a la punta, donde sus dedos permanecían haciendo
pequeños círculos para volver a recorrerlo entero, al instante ya agrandado. No perdió
tiempo en innecesarias exquisiteces, ritmos diferentes ni caricias sugestivas. Lo único
que quería era que el pene estuviese más grande y duro que nunca, y rápido. En ese
mismo momento.
No bien lo sintió listo y palpitante, cuando vio que ya no podía dominarse, que no
podía hacerla a un lado y subirse el cierre, inclinó la cabeza y tomó la punta
aterciopelada del pene con la boca y comenzó a succionar con todas sus fuerzas
usando la lengua, los labios y los fuertes músculos de la boca, con todo el salvajismo
que poseía, y en ningún momento dejó escapar el pene fuertemente aprisionado entre
sus dedos, todas las sensaciones centradas en el punto más sensible. Al mismo
tiempo, prestaba atención al ritmo de los jadeos entrecortados de Ben. Cuando vio que
a él se le tensaban los músculos y le cambiaba el ritmo de la respiración, a punto ya
del orgasmo, alejó su boca del pene, se puso de rodillas sobre él, con un rápido
movimiento colocó el pene entre sus piernas y lo sintió hundirse hasta lo hondo, pues
ella ya estaba lista desde el momento en que se había cerrado la puerta de la suite.
Montada sobre Ben, con los pechos erguidos bajo la blusa lo miró y vio que tenía
los ojos cerrados del éxtasis.
-De ti depende – murmuró Gigi, moviéndose hacia arriba y hacia abajo con
intensidad animal -; de ti depende cuánto ruido hagas. – Gigi en ningún momento le
quitó los ojos de encima; no quería perderse la sonrisa de placer que crecía a cada
segundo. Ben tenía los dientes apretados y le había tomado con fuerza las nalgas para
empujar firmemente hacia arriba, pero Gigi consiguió mantener la posición dominante,
y así poder observarlo detenidamente. Miró cómo él apretaba los labios cada vez más
fuerte en un esfuerzo por no gritar, y duplicó los movimientos frenéticos hasta que lo
sintió galopar, desbocado, hacia un clímax irresistible. Ben se mordió el labio inferior
con tanta fuerza, que ella temió fuese a sangrar. Sólo en ese momento Gigi le cubrió
los labios con los suyos para amortiguar los gemidos roncos que él dejó escapar en el
preciso instante en que lo dominaba el estallido del alivio. Al sentirlo eyacular, Gigi se
permitió sentir el clímax que venía conteniendo desde el momento en que lo había
tenido dentro de su boca, pero fue un clímax silencioso, que él, demasiado ocupado en
acallar los sonidos de su propio placer, no notó. En cuanto Gigi pudo moverse, se dio

180
vuelta hasta quedar tendida a su lado, y miró hacia el techo del galpón, con expresión
inocente.
Ben abrió los ojos, casi sin poder enfocar la vista.
-¿Por qué? – preguntó, con voz ronca.
-¿Por qué? Porque me pareció que era lo que querías… por lo del ascensor… la
mano que me pusiste entre las nalgas, el dedo…
-Estás… loca.
-Debo de haber confundido las señales. Pero piensa que ahora aprendiste a tener
un orgasmo y no tirar la casa debajo de los gritos. Algún día puede serte útil.
-¡Hija de puta!
-Y a mucha honra. Que no se te olvide.
-Por Dios, Gigi, te amo.
-Bueno, gracias, Ben. Ay, amor, no encuentro el slip.
-No importa el slip, pero vístete de una vez, por favor. ¡Mira, el cubrecama!
-No puedo salir de aquí más desprolija de lo que entré. ¿Qué van a pensar, si no? –
Fue encontrando las prendas una por una en los mismos lugares donde los había
arrojado, y se vistió de prisa. Se acercó a la cómoda que había frente a la cama, se
miró en el espejo y sacudió la cabeza en señal de desaprobación.
-¿Y ahora qué pasa? – imploró Ben, mientras alisaba y acomodaba el cubrecama.
-Ponerse uno arriba tiene sus ventajas – el pelo me quedó perfecto -, pero tengo
esa inconfundible expresión de haber hecho el amor.
-Bueno, basta. Ya te vengaste. Ellos ni se van a dar cuenta.
-Renzo, sí. Y los demás también; cualquiera lo notaría aunque fuese virgen.
-Entonces quédate aquí hasta que te tranquilices. Date una ducha o algo por el
estilo. Les diré que no te sientes bien, que te duele la cabeza.
-Pero me siento fantástica – lo contradijo, mientras se ponía brillo labial -. Estoy
lista para seguir el recorrido. Creo que vas a tener que cambiar el cubrecama, no creo
que la mancha de semen salga con un trapo húmedo, y me parece que tuve alguna
pérdida. – Se puso los zapatos y se dirigió a la puerta. - ¿Vienes? – le preguntó al salir.
-Caballeros – anunció un segundo después -, esta visita a la suite del dueño me
reanimó. Me siento como nueva. ¿Continuamos?

Ni bien Gigi se fue a Nueva York, Victoria Frost puso en marcha un plan que
durante meses había estado preparando. Cuando Archie y Byron trataron de contratar
a Gigi, para convencerla le prometieron que jamás tratarían de ganar la cuenta de
Escrúpulos Dos. Gigi se puso firme en eso: no iban a intentar conseguir la jugosa
cuenta de Escrúpulos Dos, que facturaba trece millones de dólares por año, porque
sabía que, a causa de ella, Spider y Billy se sentirían obligados a dársela a FRB, aunque
fuera a desgano.
Esa posibilidad ponía en peligro su independencia y sus conexiones familiares, por
lo que no quería ni pensarlo, les había explicado a Arch y By, a tal punto que no
analizó siquiera la oferta laboral hasta que ellos se comprometieron a respetar esa
condición. Ambos le informaron luego a Victoria que Escrúpulos Dos era terreno
vedado.
Pero todos se equivocaron, decidió Victoria.
En primer lugar, no podía haber conflicto de intereses: si tomaban de cliente a
Escrúpulos Dos Gigi no se iba a tener a sí misma por cliente puesto que no participaba
en las ganancias de la agencia. Además, los textos que ella había escrito para
Escrúpulos Dos eran la principal causa del éxito instantáneo que tuvo el catálogo. Por
último, la actitud poco profesional de Gigi de ponerse emotiva y de querer mantener la
distancia a toda costa no tenía cabida en la publicidad. Arch y By no tendrían que

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haber aceptado sus condiciones, pero en aquel momento la necesitaban tanto, que no
intentaron convencerla de que sus reparos eran exagerados.
Ya había transcurrido casi un año, tiempo más que suficiente. Gigi había alcanzado
más éxito del que se merecía, por lo cual aquel acuerdo ya no tenía sentido, se dijo
Victoria. Había llegado la hora de intervenir. Ella misma había hecho averiguaciones
sobre Russo y Russo, la agencia que en ese momento manejaba la cuenta de
Escrúpulos Dos. No hacía falta decirles nada a Archie y a Byron hasta no estar segura
del éxito, pensó, mientras llamaba a Spider Elliot y acordaba ir a verlo a la oficina.

-Bienvenida a Escrúpulos Dos – la saludó Spider -. No todos los días tengo


oportunidad de conocer a la jefa de Gigi, si es que Gigi tuvo alguna vez un jefe, en el
sentido más común de la palabra. Sus jefes hemos sido pocos; digamos una señora
que preparaba servicios de comida, usted y yo. Y mi mujer, por supuesto, aunque ella
no viene a la oficina desde que nacieron nuestros hijos.
-Me hablaron mucho de los mellizos – sonrió Victoria -. En las largas charlas que
mantenemos con Gigi al mediodía, siempre me cuenta sus últimas tonterías. Hasta me
muestra las fotos; se le cae la baba por ellos. Y usted también debe de estar muy
orgulloso.
-Estoy totalmente gagá, pero dicen que es normal. ¿Qué quiere tomar: café, té,
algo frío?
-Nada, gracias. Señor Elliot…
-Spider. Todos me dicen así. Y puedes tutearme.
-Y tú puedes llamarme Victoria.
Cada vez que miraba a una mujer, mentalmente Spider la vestía de otra manera.
Cuando estaba a cargo de Escrúpulos, ni las clientas más seguras de sí mismas se
llevaban un vestido para una ocasión importante sin su aprobación. A Victoria Frost,
según advirtió en el acto, no le habría hecho falta un consejo suyo. El vestido cruzado
de lana color beige que tenía puesto transmitía la combinación perfecta de eficiencia y
autoridad. Con un vestido así, no podía ser otra cosa que próspera empresaria, pero en
un estilo tan sobrio, que paradójicamente creaba una impresión avasallante. Qué
extraño que Gigi nunca hubiese mencionado que era tan linda, con la belleza clásica y
rigurosa de las bailarinas de ballet que solía seducir tanto a los hombres.
Por su parte, la primera impresión que Victoria tuvo de Spider la hizo lamentar que
fuese un hombre con quien jamás podría pasar una tarde secreta. Todos los
conocimientos que tenía sobre los modales, las señales y los códigos masculinos le
dieron a entender en el acto que Spider nunca iniciaría con ella una relación sexual.
Era de otra. No podía ser más inaccesible.
-Spider, vine a hablarte de la campaña publicitaria de Escrúpulos Dos – explicó, con
esa confianza que hace que la otra persona se disponga a prestar atención, así como
los primeros acordes de un gran intérprete musical tranquilizan al público y lo ponen
en actitud de escuchar -. Desde hace cuatro meses vengo estudiando con
detenimiento la campaña y estoy convencida de que Russo y Russo no les están
haciendo un trabajo tan bueno como el que podríamos hacerles en Frost, Rourke y
Bernheim.
-¿Te parece? – No se anda con rodeos, pensó Spider.
-Estoy segura. No es la agencia más apropiada para ustedes, la que mejor puede
ayudarlos a comercializar sus productos. Apuesto cualquier cosa a que los creativos
son hombres.
-Acertaste, pero son brillantes, excelentes en la parte gráfica.

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-Con todo respeto, no basta con ser brillante. En el mundo de la publicidad, hay
que ser brillante para subsistir, y no basta con que los dibujos sean buenos. Tiene que
ser los dibujos adecuados; si no, no importa que sean buenos.
-Lo sé.
-Estás vendiendo un solo producto – dijo ella, y notó que iba acelerando el ritmo de
su argumentación -, un catálogo que interesa únicamente a las mujeres. El único
objetivo de la publicidad es que más mujeres manden a pedir el catálogo. Ningún
hombre del mundo lo hojearía, salvo que fuese “gay”, y sin embargo tú, un hombre,
recurres al talento creativo de dos tipos con cuerpo y mente de hombres. Spider, esta
mezcla creativa tiene demasiada testosterona.
-¿En serio crees que los hombres no pueden redactar buenos avisos para mujeres?
¿Y si fuera al revés? ¿Pueden las mujeres hacer avisos para hombres?
-A veces, alguna mujer extraordinaria lo puede. Mi madre, por ejemplo, que
siempre tuvo igual número de cuentas atractivas para hombres que para mujeres. Pero
su época de gloria fue hace décadas, y la mujer cambió. Ya nadie camina dos
kilómetros por un atado de Camel – al menos sabemos que no deberíamos hacerlo – y
las mujeres cambiaron, en especial las que compran cosas de tu catálogo,
profesionales, madres que trabajan, ejecutivas que no tienen tiempo para salir de
compras. Son una nueva especie de mujer, Spider, por lo cual existen nuevas
necesidades y deseos, nuevas prioridades. Pero ante todo, nuevas fantasías…,
fantasías femeninas.
Se detuvo sólo un instante para comprobar que él la seguía, y prosiguió:
-No hay hombre sobre la tierra que sepa qué pasa por la mente de esas mujeres y
qué imagen quieren tener de sí mismas.
-Sabemos todo eso; de lo contrario no nos iría tan bien con el catálogo.
-El catálogo está muy bien, estamos de acuerdo. Pero están usando refritos de los
textos que redactó Gigi. Tengo todos los catálogos Escrúpulos Dos, y desde que Gigi se
fue, los textos prácticamente no han cambiado; no han hecho más que dar vuelta las
palabras y aplicarlas a los productos nuevos.
-Eso sí es cierto. – Más que cierto, pensó Spider, demasiado cierto, cosa que hacía
meses le preocupaba. No le gustaba tener que recurrir a la repetición, pero nadie era
capaz de escribir textos como los de Gigi.
-Sin embargo, los avisos en las revistas cambiaron – continuó Victoria con soltura -.
Les… les falta algo. Sé que Russo y Russo ponen el máximo empeño, pero los avisos
no van a mejorar. Hay que darles una nueva orientación. Además, ustedes necesitan
un nuevo plan serio de publicidad en los medios. No están sacando avisos en muchas
revistas dirigidas a las clientas del catálogo, no anuncian en ciertos programas de
televisión, y, por lo que indican las cifras de ventas, no están invirtiendo lo suficiente
en publicidad.
-¿Cuál es tu propuesta?
-Quiero hacerte una oferta por la cuenta.
-No me queda claro. ¿Gigi estaría a cargo del trabajo creativo?
-Por supuesto; si no, no me habría atrevido a venir. Gigi es nuestra mejor
redactora, además de Archie Rourke, por supuesto. Aparte de ser mujer, es quien
mejor conoce el producto. Por supuesto que Gigi sería nuestra primera opción, aunque
también tenemos otras creativas de gran talento. Lo que haríamos sería poner a todos
los creativos de la agencia a trabajar en esto antes de hacer la oferta, veríamos las
propuestas de todos: las mujeres, los varones y hasta el sexo intermedio, pero sé que
el mejor material va a ser el de Gigi.
Spider se levantó de su sillón, se sentó sobre el escritorio, con los brazos cruzados,
y miró a Victoria.
-¿Gigi está al tanto de esto? – quiso saber.

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-No. Ella aceptó venir a FRB con la condición de que no intentáramos conseguir
esta cuenta. Pero eso fue hace mucho. Ahora ya ha dado muestras de lo que vale; es
decir, no necesita ayuda de nadie de aquí. Por eso tomé yo la decisión de venir a hacer
el planteo.
-Y si escuchamos la oferta y así y todo decidimos quedarnos con Russo y Russo,
¿Gigi se sentiría avergonzada?
-¿Gigi? Nunca la vi avergonzada, Spider. No lo tomaría como algo personal. Ya no
es más la Gigi que trabajaba aquí. Es muy profesional.
-¿Estás segura? La que yo conozco, aunque trabajara mucho, a veces era
demasiado emocional.
-Y lo sigue siendo. Pero el trabajo en una agencia muy pronto enseña a dejar de
lado las emociones.
-Mira, Victoria, lo que dices tiene sentido. Me gusta tu forma de pensar. Y
fundamentalmente, extraño las buenas ideas de Gigi. Pero necesitamos renovar los
textos de los catálogos, no sólo sacar avisos en los espacios en los medios. ¿Podríamos
pedir que Gigi se encargara de eso?
-Es solo cuestión de que la cuenta pase a FRB.
-Victoria, voy a serte franco. Haría cualquier cosa porque Gigi volviese a trabajar
para Escrúpulos Dos. No estoy del todo satisfecho con Russo y Russo. No necesito las
ideas de todos los creativos de tu agencia, y sé que tienes dibujantes fabulosos, en
especial Bernheim. Si me prometes un equipo creativo formado por Gigi y Bernheim, la
cuenta es tuya.
-Con qué rapidez tomas las decisiones – sonrió Victoria con calma, disimulando la
sorpresa y el sentimiento de triunfo.
-Sólo cuando la oferta es irresistible – acotó Spider, y le tendió la mano para sellar
el acuerdo con un apretón.
Victoria dejó las oficinas de Escrúpulos Dos y tomó el ascensor hacia el
estacionamiento. Su buen humor crecía a medida que el ascensor bajaba. Gigi se iba a
poner furiosa cuando se enterara… pero no podría hacer nada. Los negocios eran los
negocios, y era imposible desperdiciar la oportunidad de ganar una cuenta de trece
millones de dólares, que pronto sería aun mayor. Lo que más placer le producía era
haber matado dos pájaros de un tiro: Gigi y Escrúpulos Dos. Y si Spider no hubiese
sido casado serían tres, pensó, de muy buen humor. Pero no se puede tener todo.

¡Qué ganas tengo de hablar con alguien!, se dijo Billy mientras nadaba en su
piscina, sola salvo por alguno de los seis jardineros que trabajaban en las cinco
hectáreas de jardines. Le había prometido a Spider no nadar sola, pero si le daba un
calambre, algún jardinero la escucharía gritar razonó al tiempo que comenzaba la
cuarta serie de cincuenta largos. Sintió mucha lástima de sí misma.
Gigi estaba en Nueva York; Sasha se había ido unos días a Santa Bárbara con Vito,
aunque no podrían tener una luna de miel en serio hasta que terminara la producción
de Un largo fin de semana; Dolly Moon, su mejor amiga en Los Ángeles, estaba
filmando en Maine, una comedia sobre un divorcio, con Alan Alda; y Jessica Thorpe
Strauss, su más vieja amiga de la época previa a Ellis Ikehorn, había viajado a Europa
con el marido aprovechando que los cinco hijos habían vuelto al colegio. Todas las
personas a las que quería la habían abandonado.
Los mellizos dormían la larga siesta de la tarde; Spider estaba ocupado en
Escrúpulos Dos. Cuando la gente habla de las horas muertas de la tarde, seguramente
se refieren a esto, se dijo. Odiaba nadar, pero tenía que hacer algo de ejercicio para
poder ponerse los innumerables vestidos que llenaban su guardarropa; aunque, en

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realidad, no tenía muchas ocasiones de ponérselo. Los problemas tontos, pequeños y
sin importancia de una pobre chica rica…
Enojada con sus pensamientos y consigo misma, salió del agua sin terminar los
últimos treinta largos. Se secó, se puso una bata y un par de zapatillas, y se encaminó
al jardín cerrado, su reducto privado en cualquier época del año. Si tenía que estar
sola, prefería estarlo en el lugar que había planeado para tal fin, pensó, mirando con
apatía los primeros pimpollos otoñales que llenaban el jardín diseñado por Russell
Page.
El otoño es una época horrible, se dijo Billy, incluso allí donde reinaban la belleza y
la paz. La belleza y la paz tenían su lugar, pero no en el otoño, cuando su sangre de la
Costa Este bullían más de prisa que nunca, anticipándose involuntariamente a la
emoción de esa temporada, que siempre parecía marcar el comienzo oficial del año.
Otoño, tiempo de exposiciones nuevas en las galerías, época en que comenzaban las
fiestas, en que la gente volvía de las vacaciones en lugar de irse. Otoño, época de
estrenos teatrales, hora de comprar ropa nueva… salvo en la maldita California, donde
el otoño era la época de incendios forestales y no había nada nuevo bajo el tórrido sol,
salvo más belleza y más paz.
Tenía que hacer algo con su vida, se dijo, sentada en el viejo banco bajo la glicina,
de hojas ya amarillentas y sin rastros de pimpollos. Hacía más de diez meses que se
dedicaba por entero a la maternidad. Hal y Max constituían el centro de su vida,
después de Spider. Durante el embarazo había tratado de no tener que elegir entre ser
madre con dedicación exclusiva, con dedicación parcial, o bien reintegrarse al trabajo.
Optó por darse tiempo para descubrir qué quería, pues poseía dinero en cantidades
como para elegir cualquiera de los caminos, o una combinación de caminos, lujo que
muy pocas mujeres se podían dar.
Ahora sabía que dedicarse por completo a ser madre no era la respuesta. No lo era,
a juzgar por el rencor y la autocompasión que sentía, estado de ánimo que le duraba
desde hacía varias semanas, más de las que era capaz de reconocer ante otra persona,
incluso ante sí misma.
Aunque quisiera quedarse en su casa y pasar tiempo con los niños, se sentiría
frustrada porque ellos sólo demostraban interés el uno por el otro, llenos de curiosidad
por el mundo que iban descubriendo y que consistía en investigar y destruir todo lo
que encontraban a su paso, como si fueran soldados en miniatura con órdenes de
arrasar todo. Cada vez la necesitaban menos, y le dedicaban menos atención.
Sin duda, se convenció Billy, era señal de gran inteligencia que quisieran desarmar
todas las cosas para saber qué eran – su último proyecto había sido la perilla del
inodoro – pero los destrozos no le resultaban tan fascinantes a ella como a los niños.
De un día para el otro se habían puesto de pie y comenzado a caminar, y parecían
tener asegurado un futuro en salto olímpico, a punto tal que hasta Elizabeth, la niñera,
pidió refuerzos, por lo que hubo que sumarle una asistente.
Podía, por supuesto, regresar a Escrúpulos Dos y trabajar con Spider, pero en el
último año, Spider se había hecho cargo del trabajo de ambos. Ella, en definitiva, no
podía retomar su antiguo puesto, porque se había asimilado al puesto de Spider, y él ni
siquiera lo había advertido. Seguramente se enojaría si ella le hiciese notar el poco
tiempo que dedicaba a contarle como iba el catálogo porque prefería no hablar del
tema fuera de la oficina, típica actitud del empresario que vuelve a casa y se encuentra
con su insignificante mujer.
“¿Tuviste un buen día, Spider, mi amor?”, “Ya sabes, corazón, lo de siempre, pero
dime, ¿qué hicieron los niños hoy, algo nuevo?” Sólo le faltaba preguntar “¿Qué hay de
comer?”, pero probablemente en poco tiempo más lo haría.
Había sido muy ingenua al no preverlo. Desde el día en que conoció a Spider,
desde ese día, aquel día, diez años atrás, en que juntos recorrieron Escrúpulos y él fue

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nombrando uno por uno todos los errores que notaba en el manejo y la decoración de
la querida boutique, el hombre que tenía las respuestas había sido él. Logró
convencerla de que les diera, a él y Valentine, total libertad para reorganizar la tienda,
que así se convirtió en un éxito tan grande que ninguna otra tienda la pudo igualar.
Cuando terminó la era de Escrúpulos, Spider regresó de un crucero por el mundo y
la convenció de que le prestara el nombre de Escrúpulos al catálogo, idea que Billy
rechazó de plano cuando se les ocurrió a Gigi y Sasha. Pero, una vez más, Spider había
ganado. ¿Alguna vez había hecho algo sin que Spider la obligara?, se preguntó. En
esos diez años, ¿se había dejado dominar por él hasta tal punto? Sí, claro que sí. Se
puso de pie y comenzó a pasearse por el jardín. Se había dejado llevar de las narices
por ese hombre – aunque lo amaba -, como si no tuviese cerebro, como si no fuera
más que una mujer rica, una mujer que él estaba seguro iba a seguir sus consejos, a
la que podía convencer con todo su encanto y su labia. Una muñequita rica. Ella,
Wilhelmina Hunnenwell Winthrop Ikehorn Orsini Elliot, una muñequita rica y tonta que
dependía de un hombre.
Bueno, a la mierda con todo. Tenía una idea, una idea excelente. Salió entonces
del jardín sin preocuparse por cerrar la puerta, y, durante horas, caminó por el bosque
de su mansión de cinco hectáreas, pensando a una velocidad desconocida en ella
hasta ese momento.

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-¿Íbamos a salir esta noche? – Spider se detuvo apenas cruzó la puerta de la sala y
contempló a Billy un tanto desconcertado.
-No, querido, ¿por qué? – Cuando entró en la habitación su mujer se había dado
vuelta hecha tal torbellino de ansias por la espera, que lo primero que él pensó fue que
llegaba tarde en una noche en que tenían que ir a cenar con amigos.
-Estás muy elegante y, además, pareces muy impaciente por ir a algún lado.
-¿En serio? – Billy sabía perfectamente bien por qué él se había sorprendido. Esa
tarde, mientras recorría los jardines, se había entusiasmado dando forma a su nueva
idea, y ahora la embargaba un estado de excitación indescriptible. Se sentía demasiado
alegre como para ponerse la ropa amplia y cómoda que se había acostumbrado a usar
el día entero, hasta cuando Spider y ella tomaban algo antes de la cena y jugaban con
los niños. Por lo general sólo se tomaba la molestia de cambiarse los pantalones y la
camisa cuando Hal o Max la ensuciaban.
Dos horas antes de que llegara Spider, Billy revisó los cuatro percheros de más de
siete metros de su vestidor, un cuarto de nueve metros cuadrados alfombrado en tono
marfil con paredes revestidas en seda color lavanda. Fue pasando una percha tras otra
buscando alguna prenda que armonizara con su ánimo festivo pero que, al mismo
tiempo, no la obligara a ponerse medias de nailon y zapatos, que quedarían ridículos
para pasar la noche solos en su casa. No podía ponerse ropa mañanera. Tampoco de
otoño ni invierno, con el calor que hacía; no podía ser un vestido demasiado arreglado
ni las hermosas batas de entrecasa. ¿Cómo era posible que ella, que a los veintitrés
años ya figuraba en la lista de las Mejor Vestidas, no encontrara qué ponerse para una
velada en casa con su marido? ¿Acaso ése era el precio que se pagaba por tener hijos?
Por último halló el conjunto perfecto perdido entre la ropa informal y deportiva:
pantalones angostos y una túnica larga y muy escotada, de una gruesa seda oriental
en la gama de los rosados. Era prácticamente un traje de fiesta, en especial por las
chinelas de terciopelo al tono que se había mandado a hacer en la época en que le
parecía importantísimo, casi vital, tener un par de zapatos especial para cada uno de
sus conjuntos.
Después de bañarse y cepillarse hacia atrás los rulos rebeldes, grandes y pesados,
notó que el color de la ropa requería un trazo más grueso de delineador, más rubor y
lápiz labial que de costumbre. Una vez listo el maquillaje, saltaba a la vista que faltaba
algo, un toque final, por lo que se dirigió a la caja fuerte a buscar alguna alhaja con
que completar su atuendo.
Hacía muchísimo tiempo que no se ponía algo que los chicos pudieran arrancarle y
llevarse a la boca, y le costó recordar los números de las dos combinaciones distintas
del intrincado sistema de cierre de la caja. Por fin la pesada puerta cedió, y Billy se
quedó sin habla al contemplar los estantes con bandejas y más bandejas de terciopelo
negro prolijamente ordenadas. Sí, ya sabía que tenía joyas, las tenía desde que Ellis
Ikehorn empezó a regalárselas como emperador que colma de presentes a su
emperatriz… pero ¡eran tantas!... que por poco se había olvidado de cuántas tenía.
¿Cuándo tuve la ocasión de ponerme todo esto?, se preguntó mientras sacaba una
bandeja tras otra cargada de tesoros, cada joya ordenada en su lugar para echarles un
rápido vistazo. ¿Algo de oro?... No, queda horrible con el rosa… y ni pensar en
brillantes. Devolvió a su lugar lo que iba descartando. ¿Esmeraldas?... No, tampoco…
Los rubíes van bien con el rojo y el rosa, pero este rosado es muy intenso, y no se van
a lucir… Las perlas van bien con todo… No, demasiado clásicas para esta noche… las

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negras… tampoco… ¡Ah! La colección de piedras semipreciosas… las turquesas y los
corales, las aguamarinas, las amatistas y turmalinas, los topacios y el jade. No le gustó
como le quedaban cuando las acercó a la ropa y se miró al espejo. La última
posibilidad eran los zafiros, obviamente. Pero no se trataba de la típica combinación de
rosa y azul, y menos aún cuando se colocó los enormes aros de zafiros de los que
pendían una enorme pera, y el collar de dos vueltas también de zafiros y perlas, que
quedaba perfecto en el escote de la túnica.
Todo el mundo sabe que hay que usar las joyas sobre la piel para que no pierdan
el brillo. ¿O son solamente las perlas? ¿Acaso no había que meterse en el mar con las
perlas puesta por lo menos dos veces al año? Como fuera, lo importante era que había
recuperado el aspecto de otros tiempos, ¿no?
Analizó su figura desde todos los ángulos en el espejo de tres cuerpos. Una vez que
dejó atrás el exceso de su juventud, había podido ponerse la ropa que quería gracias a
su estatura y a sus piernas esbeltas. Sin embargo, esa noche, después de tantos
meses de vestirse para quedarse en casa con los niños, contempló, feliz, la fantástica
imagen que le devolvía el espejo. Estaba pese a lo que dijera ella misma y no había
nadie cerca que pudiera confirmarlo, estaba magnífica (tenía que usar esa palabra a
falta de otra mejor). Magnífica de la misma manera que a Lorenzo de Médicis o al
Sultán Solimán se les decía “el magnífico”. Magnífica con todo lo que implicaba de
grandioso, elevado, soberbio, espléndido, Fausto, suntuoso.
Sí, magnífica es la palabra apropiada, se decía, mientras esperaba a Spider. Hacía
mucho que él no la veía en su faceta magnífica… Tendría que servirle de lección para
no confiarse y creer que tenía seguro a su marido. Todavía no se conocían en aquellos
días de verdadero esplendor cuando estaba casada con Ellis, y Ellis deseaba que la
vida para ella fuese así, pero esplendor. Con toda seguridad, no entendería qué le
había sucedido, y quizás hasta se preguntaría si el nacimiento de los mellizos la había
convertido en madre y ama de casa, por lo cual ya no era más la mujer con la que se
había casado.
Billy se encontraba de pie frente a la puerta-ventana que daba al balcón:
recorriendo con la vista el sendero aparentemente sin fin, bordeado de nobles árboles
que bajaban hasta los jardines, cuando oyó a Spider entrar en la habitación. No se
movió hasta que lo sintió a sus espaldas.
-¡Ah! Ya sé qué debe ser. – La mantenía alejada de sí para examinarla mejor. –
Solamente se me ocurre una razón para que estés tan hermosa y vital.
-¿No vas a darme un beso? – Billy intentó acercársele, pero siguió sosteniéndola
apartada.
-¿Y arruinarte la pintura de los labios? No, por lo menos hasta que me digas si
acerté. ¿Estás embarazada de nuevo?
-¡Mierda, Spider! ¿Ése es el único motivo que se te ocurre para que me haya
puesto linda? – exclamó, decepcionada.
-Es el mejor que se me ocurre, pero no el único. – La reacción de su mujer lo
divertía.
-¿Qué otro?
-Los mellizos hicieron algo nuevo, como descubrir para qué sirven las servilletas o a
lo mejor encontraste un peluquero que te atienda en casa, o tuviste una excelente
sesión de masajes o… qué sé yo… les compraste a los chicos el perro del que
hablábamos… y que tanto les gustaría.
-Tu capacidad de imaginación me sorprende. – Para ocultar su exasperación le
preguntó: - ¿Te sirvo un trago?
-Sí, me encantaría. ¿Dónde están los chicos?
-En el cuarto de juegos con las dos niñeras, divertidísimos arrancando las baldosas
una por una. En realidad había pensado que, cuando volvieras, podíamos pasar un rato

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los dos solos, en lugar de tener que andar forcejeando con Max y Hal para que no
beban de nuestros vasos.
-Pero, querida, a mí no me molesta. Si los monstruitos logran probar el alcohol, no
van a beber nunca más en la vida. Una especie de terapia por repulsión. ¿Por qué no
llamas por el intercomunicador a Elizabeth y le pides que los traiga? Si no los veo
ahora, cuando terminemos de cenar ya van a estar dormidos.
Embarazada de nuevo, pensaba Billy furiosa mientras hablaba por el
intercomunicados… embarazada de nuevo… como si no tuviera suficiente con los
mellizos… como si la única causa de que una mujer se arreglara para el marido fuera
anunciarle que el útero todavía le funciona… ¿Acaso ella era nada más que eso para
Spider, un útero con dos piernas? O peor aún ¿una persona que sólo trata de ponerse
espléndida cuando tiene alguna menudencia doméstica para presentarle? ¡Un nuevo
peluquero! Aparentemente así era. Ese hijo de puta condescendiente no tenía idea de
cómo se había enterrado al creer que la tenía tan segura.
Sin embargo, tenía que ser justa y reconocer que la culpa era tanto suya como de
su marido, siguió reflexionando, mientras bebía lentamente su trago. Los mellizos se
trepaban sobre Spider sin prestar atención a la acostumbrada presencia de su madre.
Completamente inmersa desde hacía más de diez meses en lo que ciertos escritores
victorianos denominaban “culto del bebé”, y durante todo el embarazo concentrada en
su fascinante capacidad de gestación, no era de extrañar que él hubiera olvidado qué
tipo de persona era su mujer. Lo mismo le había sucedido a ella, y por ende se sentía
como si acabara de salir de un largo estado de coma.
Pero, ese olvido: ¿no le convenía a Spider, que siempre le señalaba en qué se había
equivocado, y después corregir los errores con su poder superior? ¿Acaso no había
aceptado enseguida y sin protestar que ella se quedara en casa? Sí, para ser justa con
Spider, ¿no habría hecho lo mismo cualquier hombre? ¿No era ésa la estructura
genética de los muy cretinos desde que nacían? ¿Desde antes de nacer? ¿Incluso la de
Spider?
Bueno, aunque así fuera, no iba a permitir que su marido retuviera durante más
tiempo ese modelo retrógrado de mujer propio de la década del 50. Decidió entonces
guardarse la nueva idea hasta que terminaran de cenar. No iba a poder comer y hablar
al mismo tiempo de algo que la fascinaba tanto.

¿Por qué será que, por muchas habitaciones que tenga una casa, por más que
haya distintos rincones pensados para que uno pueda sentarse a conversar, siempre
termina yendo al mismo lugarcito íntimo, que invariablemente es el ambiente más
pequeño de toda la casa?, se preguntaba Billy cuando, después de la cena, volvía con
Spider a la salita de la planta alta.
No bien se cerró la puerta, sintió que la estrechaban los brazos de su marido.
-De acuerdo, no estás embarazada, pero podrías quedarlo esta noche, ¿eh?
Podríamos llegar a tener tres niños menores de dos años. O cuatro, si tenemos suerte
y nos llegan mellizos de nuevo.
-¡Qué hermosa idea! – Supuso que por su tono Spider iba a captar la respuesta
negativa, pero cuando él la volvió a atraer hacia sí, el movimiento intenso de esas
manos le dio a entender que él no había captado la ironía. La viborita de los
pantalones no sabía de matices.
-Estás resplandeciente – exclamó Spider besándola en el cuello.
Resplandeciente, pensó Billy con desagrado, pues la palabra siempre le hacían
pensar en una matrona con tiara de brillantes, lo cual podía significar sólo dos cosas:
vieja y rica.

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Se separó de su abrazo y se quedó mirando unos antiguos jarrones japoneses
donde había varias docenas de margaritas africanas, elegidas para esa noche en la
gama del amarillo vivo, color que contrastaba exquisitamente con el rosa intenso de su
túnica. Tomó una se puso a juguetear con los pétalos, hasta que por fin dijo:
-Spider, se me ocurrió una idea y me muero por contártela.
-A mí se me ocurrió una mejor y me muero por demostrártela – respondió él, al
tiempo que le quitaba la flor de las manos y la besaba en los labios.
-Pero, Spider, ¡estoy hablando en serio!
-Yo también. Estoy excitado en serio.
Billy se separó con rapidez y fue a refugiarse tras una mesa pesada.
-¿Por qué no te sientas y me escuchas? Siempre estás excitado.
-Sólo cuando te veo.
-Entonces te va a durar ¿no? Por favor, por favor tienes que prestarme atención.
-¿Cuánto tiempo?
-Hasta que termine. Y, además, me gustaría que realmente escuches, y no me
hagas sentir como si estuvieras haciendo tiempo para poder abalanzarte de nuevo
sobre mí.
Spider le dedicó una sonrisa de las que siempre le hacían dar ganar de ir a
acurrucarse en su regazo.
-Estoy a tu disposición, con todos mis sentidos atentos, siempre que mantengas
una distancia prudencial. Voy a sentarme en un sillón, y tú en el sofá. Puedes ponerte
una bolsa en de papel en la cabeza, si quieres… aunque pensándolo bien, no será
necesario, porque pienso mirar para abajo… ¿De qué se trata?
-Se me ocurrió esta tarde. Estaba pensando que necesitaba hacer algo porque no
me satisface del todo quedarme en casa, y empecé a analizar la posibilidad de la
decoración…
-¿Por qué no? Un estilo nuevo… te va a servir para entretenerte.
-Empecé a analizar la posibilidad de la decoración – prosiguió ella sin prestarle
atención -, y caí en la cuenta de que necesitaba un trabajo de verdad, y no dedicarle
más tiempo a algo que me encanta como está.
-Si quieres trabajar, ¿qué tiene de malo tu antiguo trabajo?
-Mi antiguo trabajo ya no existe, Spider. Me desplazaron y no puedo quejarme,
porque hace un año y medio que no me ocupo más de Escrúpulos Dos… ¿A cuántas
personas tomaste para hacer lo que eran mis tareas?
-A ver… Contratamos a Dodie que estaba con Bill Blass para que se dedique
únicamente a Prince; Fabienne, Serena y Tracy se encargan de comprar accesorios y
de buscar nuevos modelos que Gigi puede copiar para su línea de lencería antigua;
Mary Ann se ocupa de la ropa para futuras mamás; además Sasha agrandó su
departamento y ahora tiene seis empleados en lugar de cuatro, y a comienzos de la
semana entrante va a volver a trabajar medio día…
-Por lo visto no hay lugar para mí.
-Por Dios, querida, la empresa es nuestra y podemos inventar el puesto que más te
guste… Tuvimos que contratar a tantos porque cada día surgen más y más cosas, y
todo crece muy rápido. Joe Jones se la pasa muy preocupado, repitiendo en voz alta:
“Inventario, inventario”, como si no hubiera tenido que ocuparse de eso cuando era
jefe de marketing de L. L. Bean… el inventario que tenían allí seguramente era mínimo
comparado con el nuestro…
-Spider, yo ahora puedo contemplar Escrúpulos Dos y decir “lo hicimos nosotros” –
lo interrumpió Billy -. Puedo mirar con satisfacción cada catálogo nuevo y pensar:
Spider y yo, trabajando juntos, lo conseguimos. Es una empresa sólida, pujante en la
que puse mucho de mí misma. Existe con la forma que yo ayudé a darle. Es mío y

190
tuyo, y también de Gigi y Sasha. Un esfuerzo conjunto que va a continuar como
empezó, pero no me basta.
-¿Qué necesitas? – Spider le estudiaba la cara con cariñosa curiosidad.
-Deseo hacer un catálogo nuevo. Mío propio, creado a partir de cero, algo que no
existe todavía, que no existió nunca.
-¿Qué tipo de catálogo?
-De decoración. Quiero ponerle de nombre El Hogar de Escrúpulos, y convocar a
los mejores diseñadores de muebles del mundo para crear colecciones exclusivas a
precios reducidos pero no baratos, al igual que la ropa de Escrúpulos Dos…
-Pero, ¿a quién se los vamos a vender? Nadie compra muebles por catálogo, al
menos nuestra clientas. Quieren elegirlos personalmente, probarlos…
-¿Estuviste alguna vez en la sección muebles de una gran tienda?
-A decir verdad… No creo… En Nueva York junté algunas cositas para mi loft: dos o
tres palmeras y un colchón; en Los Ángeles alquilé dos casas con los muebles incluidos
y después vine a vivir aquí… No, no compré nunca muebles…
-Tienes suerte… Hasta las tiendas Bloomingdale’s, de Nueva York, que arman
modelos de habitaciones, te dejan frustrado. El simple hecho de conseguir que un
vendedor te dé algunas ideas y las entiendas ya es un triunfo. Si tienes aguante, horas
después terminas agotado y deprimido, convencido de que cometiste errores
carísimos. Las clientas de Escrúpulos Dos no tienen tiempo que perder en las grandes
tiendas, y por eso utilizan nuestros catálogos para comprar.
-Muy bien. Pero, ¿y los decoradores?
-Spider, la madre que trabaja no puede contratarlos, como tampoco podría pagarle
a una persona para que le hiciera las compras.
-Si lo dices tú, que eres experta en decoradores…
Da la impresión, pensó Billy, que está disimulando que se divierte a costa mía. ¿No
se daba cuenta de la seriedad con que había encarado ella el proyecto?
-La idea de comprar por correo, Spider, es poder conseguir los precios más bajos
posibles, ya que el catálogo en el fondo no es más que un depósito bien presentado.
-Eso ya lo sé; es mi trabajo – respondió él, impaciente -. Pero todavía no me
contestaste la pregunta.
-El Hogar de Escrúpulos presentaría los artículos básicos e imprescindibles para
cinco estilos de casas: urbana tradicional, urbana moderna, de campo estadounidense,
granja francesa y rancho del oeste. Cinco sofás perfectos, cinco silloncitos individuales,
cinco mesas para usos múltiples, cinco mesitas para salón, cinco cabeceras de cama,
etc… ¿entiendes?... que se pudieran usar juntos o separados, siguiendo el principio de
la facilidad para combinarlos, que hace que la colección de Prince tenga tanto éxito. –
Se volvió para mirarlo y ver si obtenía alguna respuesta, pero lo notó tan confundido
como antes. - ¡Spider, préstame atención! La clienta de Escrúpulos Dos podrá decorar
ella sola sin tener que salir de su casa. Por fin va a encontrar esa cabecera tipo
campiña francesa que siempre quiso y no podía hallar, va a poder elegir un sillón
elegante de una colección y una mesa extensible moderna de otra para terminar de
decorar su hogar de una vez por todas (damos por sentado que no vive en una cueva).
A lo mejor es una recién casada o se mudó a un apartamento de un ambiente. Podría
empezar con los muebles de El Hogar de Escrúpulos, y con el tiempo, darle un toque
personal agregando distintos objetos de los mercados de pulgas o tiendas de artículos
usados. Lo importante es que podrá comprar lo básico a precios de mayorista.
-Tomemos los sillones, por ejemplo, ¿de qué estarían hechos?
-Pensé que podría usarse muselina lisa para todo lo que fuera tapizado, y agregar
también una variedad de fundas.
-¡Fundas! Por Dios, Billy, eso significa buscarse problemas con el inventario.
¿Cuántas telas diferentes habría que tener para darles a elegir a las clientas?

191
-Bastaría con seis para comenzar. Algún tipo de tela tramada lavable como dril o
lino, una de algodón a rayas en blanco y negro, tres colores básicos muy combinables
también de algodón y una estampada, con flores grandes. Con el tiempo, las clientas
podrían adquirir otro juego de fundas, y cuando fuera necesario, agregaría más telas y
diseños. – Billy exponía su plan con gran orgullo. Sabía que las fundas constituían la
parte más divertida e innovadora de toda su idea. Su costo de fabricación era ínfimo,
además de muy prácticas e interesantes por la posibilidad de cambiarlas.
-Dejemos las fundas de lado por el momento – pidió Spider, tratando de sacarse de
la mente la imagen de Billy con miles y miles de metros de tela que nadie quería. Ya la
veía abriendo un negocio de saldos de fábrica. - ¿De qué nivel de precios estamos
hablando?
-Por lo que vi cuando arreglamos esta casa con mi decorador, el precio más bajo
para un sillón de tres cuerpos decente ronda los seiscientos; una mesa de campo
sólida para ocho personas, unos cuatrocientos cincuenta…
-¡Pero eso fue hace tres años!
-Sí, más o menos.
-Billy, Billy… Los precios se fueron a las nubes desde aquella época, y estamos
hablando de cifras altas incluso dentro de lo que se consideraban precios reducidos. De
todos modos, ¿cómo te enteraste sobre los precios bajos?
-Iba con el decorador a todas partes: no le tenían confianza para las decisiones… y
eso que lo que estábamos decorando eran las habitaciones del personal.
-¡El personal! Billy, pareces estar jugando a ser la señora feudal. Estás planeando
un catálogo de muebles para las clientas de Escrúpulos Dos, mujeres de buen gusto
con ingresos normales de clase media. No van a querer decorar sus casas con lo que
eliges para las criadas.
-¡Maldición, Spider! ¿Crees que soy capaz de comprar algo que no sea lindo y
cómodo para esos cuartos? ¿Crees que pretendo que la gente que trabaja para mí viva
en un lugar horrible? ¿Eso piensas de mí?
-Calma, querida. Por supuesto que no pienso de esa manera. Me parece que no
eres práctica; basas todo en tu propio gusto y no en el de la gente real.
-Te equivocas. No pienso en lo que elegiría para mí. Me dejo llevar por mi gusto,
no por mi afán de derroche. El sillón donde estás sentado costó mil dólares en
muselina, a lo que hay que agregar otros novecientos dólares para traerla de Francia,
más la mano de obra del tapizado, los gastos de traslado y el impuesto de ventas.
También debes sumarle los honorarios del decorador, o sea un treinta por ciento del
precio. Créeme: yo aprobé todas y cada una de las cuentas.
-¡Dios santo! Tienes gustos muy caros.
-Tengo con qué pagarlos – le retrucó Billy -. Ese sillón es increíblemente cómodo,
va a durar toda la vida, la tela es puro lino hilado a mano, lo tapizó el experto más
caro de California… Los sillones del Hogar de Escrúpulos no van a parecer muy
distintos de ése – al fin y al cabo un sillón es un sillón -, pero no me hago ilusiones de
que sean iguales. El relleno de los nuevos no va a ser el mismo, no van a fabricarse a
mano, las terminaciones tampoco serán iguales. Puedes comprar la reproducción de
una cómoda antigua a quinientos dólares, Spider, o conseguir la original de Filadelfia
en una subasta a un millón.
-¡No me digas que los dos te brindan el mismo placer!
-Los dos brindan placer. Spider, no comprendes de qué se trata, no me estás
prestando atención. Si contrato buenos diseñadores… los mejores, cueste lo que
cueste, y les encargo que creen muebles lindos pero sencillos, si ofrezco un número
limitado de opciones y vendo grandes cantidades, el negocio va a andar muy bien.

192
Spider se dirigió al escritorio y se puso a hacer anotaciones en un bloc. En silencio
Billy lo miraba escribir y sentía que la iba invadiendo la furia con cada movimiento del
lápiz.
-Según mis cálculos, el salón – comedor básico, amueblado, rondaría los cuatro mil
dólares y monedas, sin incluir por ejemplo una lámpara para ver lo que compraste.
-Por supuesto que pensé en alfombras, lámparas, accesorios. Van a estar incluidos
en otra sección del catálogo, obviamente – respondió ella, a la defensiva -. En el
mercado hay algunos artículos geniales a precios bajísimos; ni te imaginas.
-Y ¿cómo sabes eso, princesa del sillón de ocho mil dólares?
-Porque recibo todo tipo de revistas de decoración, con precios que van de lo más
caro a lo más económico. Siempre pensé que tendría que haber estudiado para
decoradora…
-¡Ajá! ¡Ya sé de dónde viene todo esto! Con que querías ser decoradora… Nunca
me habías dicho nada… ¿Por qué? Me pregunto… El Hogar de Escrúpulos es tan poco
práctico como lo era Escrúpulos el primer día que fui y me encontré con una copia
exacta de la casa Dior de París en pleno Beverly Hills.
-Siempre me lo tienes que restregar, ¿eh? Esta idea es completamente distinta. Se
basa en todo lo que aprendí de Escrúpulos y Escrúpulos Dos. Aprendí mucho de
comercialización, y sé que en el mercado no hay nada como esto.
-Espera un minuto – la interrumpió Spider alzando la mano con gesto perentorio,
como para detener el tránsito -. Escrúpulos Dos cuenta con respaldo financiero; si no,
no podríamos hacer negocios, ¿verdad? Vamos a suponer que una clienta encarga los
muebles para su salón comedor, y cuando los recibe, se da cuenta de que no es lo que
quería, no le agrada el color, se equivocó al tomar las medidas, a su marido no le
gustan o lo que fuere. ¿Qué hace? ¿Los manda de vuelta?
-Claro. – Lo fulminó con la mirada. – Ya voy encontrar la manera.
-¡Ay, Billy! ¿Pensaste siquiera en el costo adicional del envío? ¿Tienes en mente las
dimensiones del depósito que necesitas? Grande como el estado de Kentucky…
además, ¿cómo van a desembalar las clientas los muebles una vez recibidos y meterlos
en la casa, si es que pueden arreglárselas y estar en su casa para recibirlos? Y peor
aún, si deciden devolver alguna pieza, ¿cómo diablos la volverán a embalar? Estamos
hablando de artículos muy voluminosos. No pueden llevar un sillón de tres cuerpos al
correo para devolverlo al remitente. Estás buscando nada más que problemas. Y, ¿qué
sucede si cometes un error, porque en Escrúpulos Dos nos equivocamos muchas
veces, y por ejemplo nadie encarga cabeceras estilo campiña francesa y te quedas con
dos mil unidades sin vender, o si le gustan a todo el mundo y necesitas veinte mil a
toda prisa?
-¿Cuántos cubos de agua fría más tienes para echarme? – Billy se sentía
físicamente agredida por sus palabras, por lo que no pudo sino mirarlo con odio.
-No quiero parecer negativo, pero alguien tiene que decirte que tu plan no es
práctico. Es una idea simpática y bien intencionada, pero no productiva. Escrúpulos
Dos lo fue desde el principio. No te parecía un buen negocio hasta que yo te convencí.
Pero esto, no… No va a funcionar.
-¡Sí va a funcionar! – replicó Billy -. Voy a invertir mi propio dinero y ya vas a ver…
-Sí, claro. Siempre cuentas con ese recurso, ¿no es cierto? – le espetó Spider, con
voz sin matices.
-¿Por qué me contestas de esa manera?
-No entiendes absolutamente nada de finanzas. Nunca tuviste que lidiar con los
pagos ni pedir un préstamo, y te aseguro que ningún banco te va a prestar ni un
centavo para financiar este proyecto. Si quieres dilapidar el dinero que tanto te costó
conseguir, adelante, pero cuando tengas el agua al cuello y vengas a pedirme ayuda,
no digas que no te lo previne.

193
-Te lo prometo. – Billy se alejó con disgusto para no seguir mirando la cabeza rubia
de Spider, y se marchó al balcón.
¿Para qué le había contado? ¿Por qué no había seguido adelante con su plan y
contratado a los diseñadores, y una vez que tuviera el catálogo listo, lanzarse al
mercado? Cuando compró la mejor esquina de Beverly Hills a fin de construir
Escrúpulos, no le había pedido ayuda ni consultado a nadie, y de ese impulso que tuvo
años antes de conocer a Spider habían surgido una importante tienda y una gran
empresa de compras por correspondencia, recordaba indignadísima.
Todos los conocimientos sobre comercialización que Spider aportó (labor muy bien
pagada en su momento y que é no cesaba de recordarle), podría haberlos obtenido de
alguna otra persona contratada para ese fin, tal como lo había contratado a él. Tanta
era su furia que se clavaba las uñas en la palma de las manos. La situación era
imperdonable. Spider se creía no sólo su marido, sino también su jefe. Pensaba que
Escrúpulos Dos lo había creado él solo, ese ignorante que no había comprado nunca
nada, salvo alguna planta, desde que dejó la casa de sus padres y ahora se
consideraba un experto en decoración de interiores.
Billy ni se movió mientras seguía dando rienda suelta a los pensamientos que le
cruzaba por la mente. Podía conseguir a los cien mejores decoradores para que la
asesoraran sobre el catálogo, podía contratar al jefe de redacción de cualquier
orientación y ayudara a las clientas a elegir colores, a medir imposibles. ¿Por qué, en
lugar de colaborar, lo único que hacía era criticar su idea?
Seguía en el balcón, sin mirar nada en especial, cuando de pronto Spider se le
acercó y la estrechó entre sus brazos.
-Ya sé que estás enojada. No tendría que haber sido tan terminante. ¿Quién sabe?
A lo mejor todo sale bien. ¿Por qué no comienzas con un proyecto más pequeño, como
un catálogo de Escrúpulos de ropa blanco o accesorios para el baño y, si funcionan,
después te vas agrandando de a poco?
-Ya existe esa clase de catálogos. Los recibo por decenas… Además, yo no empiezo
con proyectos pequeños. – Tanto era su enojo que apenas le salían las palabras. ¡Qué
magnánimo, ofrecerle la venta de sábanas bordadas y jaboneras! ¡Qué desconsiderado
e irrespetuoso de su parte! No la respetaba en absoluto.
No la había respetado nunca: ni en ese momento ni cuando se conocieron. Quizás
sí a nivel superficial… pero no en un plano profundo.
-Estoy cansada. Me voy a dormir – agregó soltándose de su abrazo.
Su ira y frustración siguieron en aumento mientras se desvestía y se quitaba el
maquillaje. Se puso una bata, tomó un libro y se echó a leer en una poltrona del
dormitorio. No quería compartir el lecho con Spider hasta que se hallara bien dormido.
Las camas matrimoniales eran un invento demoníaco.
Leía la misma frase, una y otra vez, con pensamientos cada vez más cargados de
ira, cuando Spider emergió del baño en pijama.
-¿Qué tal el libro? ¿Bueno? – preguntó él, deseoso de normalizar un tanto la
situación antes de irse a dormir.
-No mucho.
-Entonces, ¿por qué no vienes a la cama y dejas que me disculpe mejor?
-Tu sentido del humor es notable. Gracias, pero prefiero leer… aunque el libro no
sea bueno.
-Como quieras. – Spider se dio vuelta para escribir en el bloc que siempre tenía en
la mesa de noche. - ¿No viste el bloc?
-No, ¿por qué? ¿Se te ocurrieron más ideas para el catálogo? – Imbécil, la
menospreciaba, ¡la menospreciaba!
-No voy a volver sobre eso, gracias. Mañana tengo que acordarme de llamar a
Russo y Russo. No puedo delegarle esa responsabilidad a otra persona.

194
-¿Qué responsabilidad?
-¿Cómo? ¿No te dije? Decidí contratar a la agencia Frost, Rourke y Bernheim para
que lleven la cuenta de Escrúpulos Dos, y hay que darles la mala noticia a los
hermanos Russo.
-¿Qué? – Billy soltó el libro y se incorporó de un salto.
-Ya te lo dije: voy a cambiar de agencia. Hoy me fue a ver Victoria Frost y me
convenció de que estábamos trabajando en una agencia que no nos convenía. Me
impresionó muy bien esa mujer.
-Fui yo quien contrató a Bill y Ed Russo. Yo los descubrí. Son amigos míos y lo
sabes de sobra. Siempre me ocupé yo del área publicidad. ¿Cómo te atreves a
despedirlos sin consultarlo conmigo?
-Mierda, Billy. No participas de la toma de decisiones diarias desde antes de que
nacieran los mellizos. El trabajo de los Russo no es muy bueno, eso no se discute. Yo
de mañana no te pido que me cierres los pantalones.
-¡Qué frase tan estúpida e infantil! Parece que tuvieras ocho años. ¿Por casualidad
recuerdas que cuando Gigi cambió de trabajo dejó bien claro que en ninguna
circunstancia iba a solicitar nuestra cuenta?
-Claro que sí, pero según Victoria, Gigi no se opone.
-¡Ah, sí! ¿Con que Victoria te dijo eso y le creíste?
-¿Por qué no?
-No sé, pero estoy segura de que no es muy experta en lo que hace a Gigi. Si
apenas pueden tratarse con un mínimo de cortesía.
-A mí no me dio esa impresión – respondió Spider con tono severo. No soportaba la
actitud de Billy. ¿Es que no se daba cuenta de la impresión que daba al pontificar
sobre todo, como si el dinero de su primer marido le diera derecho a decidir lo que
quisiera?
-Creíste todo lo que Victoria Frost te contó y ahora vas a pisotear los sentimientos
de Gigi como pisoteaste los míos. Escúchame bien, Spider, soy dueña de Escrúpulos
tanto como tú. No puedes hacerme a un lado. No puedes meterme en un bolsillo y
seguir como si nada. Mañana mismo llamas a Victoria Frost y le dices que cambiaste
de parecer, y punto. Vas a consultarme para elegir otra agencia, y punto. No
despedirás a los hermanos Russo hasta que yo haya analizado el problema y decidido
si vamos o no a darles otra oportunidad. ¿Me entiendes? Que no respetes a Gigi no
significa que puedas faltarme el respeto a mí también.
Spider se aproximó y la tomó del brazo con tanta fuerza que la lastimaba. No la
dejaba moverse.
-Nadie va a respetar a una mujer que para imponer su opinión se niega a tener
relaciones sexuales, que grita como una cualquiera y tiraniza a su marido.
-¡Pídeme disculpas por tus expresiones!
-No pienso hacerlo porque es la pura verdad, y tú lo sabes – vociferó Spider.
-Te vas ya mismo de mi cuarto. Búscate otro lugar para dormir. Me das asco. Y no
olvides una sola de mis instrucciones. – Su tono era arrogante, demoledor.
-No puedo creer que sea eso lo que quieres, Billy.
-No me digas qué puedo querer y qué no. No sabes lo que quiero. No me conoces.
Lamentablemente yo sí te conozco, y demasiado bien. Eres despreciable.
-Me voy. Me voy para no tener que ponerte sobre las rodillas y darte la paliza que
mereces – contestó Spider tan calmo y despreocupado que Billy sintió deseos de
matarlo con cada músculo de su cuerpo.

A la mañana siguiente cuando entró en el baño, Spider encontró una nota en el


espejo:

195
Me voy y no sé cuándo regreso.
Pareces estar muy bien sin mí, por lo
que no tiene sentido que me quede a
hacerme cargo de tu casa. No sé por qué
no me respetas, pero eso
es obvio a juzgar por las cosas que dices y por
tus actos, y no lo voy a tolerar.
Pronto voy a mandar
a buscar a los chicos.

Nada más, ni siquiera la firma. Spider corrió al baño de Billy y vio indicios de que se
había llevado parte de sus cosméticos. El desorden en su vestidor le dio a entender
que había seleccionado ropa como para llenar una maleta.
Llamó a Burgo O’Sullivan por el intercomunicador:
-¿Cuándo se fue la señora?
-Vino a buscarla una limusina hace alrededor de una hora, señor.
-Gracias, Burgo. Por favor, avísele al cocinero que no voy a desayunar en casa.
Seguramente ya estaba en un avión rumbo a Nueva York para ir a refugiarse a
casa de Jessica, como hacía cada vez que tenía problemas. Le daba igual, pese a que
la nota le resultó ridícula por el tono tan dramático. Sinceramente no tenía ganas de
verla ese día.
Mientras se afeitaba, pensaba en que Jessica se las ingeniaba para conseguir que
Billy aceptara consejos que no le aceptaría a ninguna otra persona. Precisamente
Jessica fue quien la había ayudado a comprender a Vito, al menos para que siguiera
casada con él algo más que unas semanas. La sensata y cariñosa Jessica comprendía
muy bien el arte de las fórmulas de transacción que Billy, asquerosamente rica y terca,
no aceptaba jamás sin oponer resistencia hasta el final.
Con que mandaría a buscar a los niños, ¿eh? Antes tendría que pasar sobre su
cadáver.
Colmado de indignación, se marchó a la oficina, donde lo primero que hizo fue
llamar a los hermanos Russo para comunicarles que les retiraba la cuenta publicitaria
de Escrúpulos Dos.

-Todavía nos queda un problema – le comentó Sasha a Vito mientras caminaban


tomados de la mano por la playa de Santa Bárbara -. Gigi va a tener que invitar a Zach
a nuestra fiesta de casamiento, que será en la casa que ambos compartían.
-Zach será uno más entre muchos invitados. Gigi no tiene que hacer nada más que
saludarlo… ni siquiera despedirse, si Zach, como supongo, se retira sin llamar
demasiado la atención – intentó reconfortarla Vito -. Pero no puede pretender que no
vaya porque ahora prácticamente es pariente de ella, o algo así. Aunque la fiesta se
hiciera en casa de Billy, los dos tendrían que ir. Después de todo, es en honor de
nosotros.
-Con toda honestidad, ¿no crees que las parejas que se separan tendrían que tratar
de llevarse bien? Sería tanto más fácil para todos y mucho más civilizado.
-No, en realidad, no lo creo. ¿Qué te parecería si viniera Josh?
-¡No, por favor! Supongo que Gigi no lo va a invitar…
-Son amigos desde hace años, y por cortesía tiene que invitarlo. Pero… yo le
ordené que lo sacara de la lista.
-¡Qué perverso eres, Vito! Lo dices para mortificarme.
-Me encanta mortificarte, porque te pones tan preciosa.

196
-No sigas tentando a la suerte.
-¿Sabías que tienes algo de Jean Harlow, Sasha, o, tal vez de Mae West?
-Tú me recuerdas a… ¡a George Raft!
-Te pasaste de la raya. Me estás provocando.
-¿Y qué vas a hacer?
-Ya vas a ver.
-¿Hasta cuándo, Georgie?
-¿Qué mejor que ahora?
-¡No, Vito! ¡En la playa, no! ¡Basta!

A las seis de la tarde del día siguiente, las oficinas de Frost, Rourke y Bernheim
parecían desiertas, salvo por Victoria, Archie y Byron que habían dejado ir temprano al
personal y se hallaban sentados en torno a una mesa en la oficina de Victoria, y ya
iban festejando con la segunda botella de champagne. Los hombres estaban en
mangas de camisa, y hacía rato que se habían sacado la corbata. Hasta Victoria se
había arremangado la blusa blanca y puesto los pies descalzos sobre la mesa,
siguiendo el espíritu festivo del momento.
-Lo que me causa gracia de ustedes es que los dos son tan incongruentes –
comentó Victoria, rompiendo el clima de distendido silencio que sobreviene luego de
una gran euforia -. Les preocupa cómo va a reaccionar Gigi porque obtuve la cuenta
de Escrúpulos Dos, pero no les importa que ella haya conseguido El Altillo Encantado y
la Línea Naviera Winthrop acostándose con Ben Winthrop… aunque dudo mucho que
hayan dormido.
-Asunto suyo – intervino Archie, y se puso a cantar -. No hay asuntos como sus
asuntos, no hay asuntos, ya lo sé, lo sabe todo el mundo, tra la la…
-Las cuentas que dependen del… apasionamiento sexual… - prosiguió Victoria
tratando de elegir con cuidado las palabras porque tanto Archie como Byron habían
bebido mucho más que ella -, de la tensión sexual… entre cliente y creativo, en el
mejor de los casos son riesgosas… ¿Qué va a suceder cuando Winthrop se canse de
ella? Eso va a ser un problema… es una cuestión de tiempo, no más. Es un pez gordo.
Al menos sabemos que a Spider Elliot sólo le interesa el trabajo de Gigi.
-¿Un pez gordo? – repitió Byron -. ¿Qué quieres decir? ¿Qué ni Arch ni yo lo
somos? Pues tendrías que saber que muchísimas mujeres no comparten tu opinión,
¿verdad, Arch?
-Pez gordo en el sentido de que es sumamente rico. No quise herir tus
sentimientos, Byron Bernheim III. Tienes un brillante porvenir, pero estás a años luz
de ser muy, pero muy rico. El romance de Gigi tiene los días contados. – A Victoria no
le cabían dudas de lo que decía.
-No necesariamente – insistió Archie -. Cuando los vi juntos, se notaba que el tipo
está completamente loco por ella. Podrían terminar casándose.
-Entonces Gigi pasará a ser la mujer de un cliente, no trabajará más y comenzará a
llevar una vida muy distinta – añadió Victoria -. Al volver de la luna de miel, lo primero
que hará será empezar a pensar en pasar la cuenta a otra agencia donde no la
conozcan de la época en que ella trabajaba. Nada les gusta más a las mujeres de los
clientes que ese tipo de interferencia, aunque no sepan nada de publicidad. Y en el
caso de Gigi sería mil veces peor, porque sabe demasiado.
Los tres se quedaron sentados en silencio recordando las historias de terror sobre
las mujeres de los clientes, cuentos que formaban parte del folklore del mundo
publicitario. Todo el mundo les tenía miedo a las esposas de los clientes. Por eso, Gigi
les traería mucho más problemas que si siguiera siendo la amante del cliente.

197
-¡Vamos! No perdamos tiempo preocupándonos por eso – dijo Archie de buen
humor -. Olvídense del asunto. Tenemos mucho para festejar. Victoria no seas
aguafiestas, cuéntame de nuevo sobre Harris Reeves. ¿Por qué no nos dices de nuevo
como sucedió todo, qué te dijo él, qué le respondiste?
-¿Hablas en serio, Arch? ¿Cómo un cuentito antes de dormir? – Victoria esbozó una
sonrisa voluptuosa, con lo cual su rostro adquirió una expresión erótica, que a ambos
les hizo recordar el aspecto que ella tenía la noche en que les había ofrecido el empleo,
en su apartamento de Nuevo York.
-Todavía no lo puedo creer – respondió Archi -. Me siento como un niño al que le
regalan un circo entero para su cumpleaños. Un circo de tres pistas de verdad, con
elefantes, leones y equilibristas. O un casino para mí solo, con caballos de carrera
incluidos. Vamos, señorita Frost. Por favor, querida, no te hagas rogar.
-Sí, sí, vamos – se sumó Byron -. Yo también necesito oírlo de nuevo.
-Esta mañana cuando llegué había un mensaje para que llamara a Harris Reeves,
de Beach Casuals, la firma de Nueva York. – Victoria hizo a propósito una pausa para
disfrutar de sus caras de impaciencia.
-Continúa, te lo suplico – le imploró Archie.
-Yo también. Por favor, no te demores más. – Qué mala suerte, se dijo Byron,
trabajar con una experta en excitar a los hombres.
-Lo llamé pero había salido a almorzar. Como se trata del gerente general de la
mayor empresa de trajes de baño del país, me quedé toda la mañana sentada en mi
oficina comiéndome las uñas y esperando que volviera a llamar, preguntándome
cuánto demoraba en almorzar. A las once, hora de California… ¿les estoy dando los
detalles que querían, niñitos?... llamé yo de nuevo y me atendió él mismo. Por lo visto,
el almuerzo no fue largo. Le dije que respondía a su llamado, quería saber que podía
hacer por él. Entonces me dijo… me dijo… a ver… ¿qué viene ahora?
-¡Victoria! ¡Te voy a retorcer ese exquisito cuello! – la amenazó Archie.
-Pero no, Archie. Si lo haces, vas a ir a parar a la cámara de gas – le contestó,
divertida.
-¡Victoria!
-De acuerdo. Les daré el gusto. ¡Qué infantiles son! Me comentó la excelente
impresión que la había causado el trabajo que hicimos para la campaña de Mares
Azules, dijo que además había estado siguiendo el aumento de las ventas de esa
empresa; le contesté que muchas gracias, y continuó diciéndome que le había
encargado a su gerente de publicidad que averiguara sobre nosotros y sólo recibió
buenos comentarios por parte de Joe Devane. Le volvía a agradecer y me dijo que la
agencia que les manejaba la publicidad se había estancado, que hacía unos diez años
tenían la cuenta sin competencia alguna, que esa gente a él le gustaba, pero que
estaban muertos, que no se les ocurría nada nuevo ni interesante. Yo sólo le respondía
humm. Después me comunicó su deseo de que nos ocupáramos de Ropa Informal
Playera. Así como así, por teléfono. Yo todavía estaba tratando de contestarle algo
sensato, como por ejemplo, que estaba agradecida, cuando a continuación me dijo que
nos invitaba a todos a Nueva York, para que pudiéramos reunirnos con su gente, y le
respondí que con todo gusto. Luego le pregunté cuándo le convenía y dijo que el
miércoles, que seguramente tendríamos que quedarnos hasta el fin de semana para
conversar con todos los que participan del proyecto, etc, etc. Le agradecí una vez más
y me señaló que el tema de Mares Azules podía ser conflictivo; entonces le aseguré
que renunciaríamos a esa cuenta. Muy bien, dijo, y después vinieron los aludos y
despedidas de rigor, con los cuales terminó la conversación. ¿Contentos, o quieren que
les repita la historia?
-Te saltaste la mejor parte – protestó Archie.

198
-Lo hace a propósito para que le besemos los pies – intervino Byron -. Vamos,
Victoria. Sácate las medias. Soy todo tuyo.
-En verdad me conmueves, By, pero no, gracias. Aunque, pensándolo bien, a lo
mejor te doy un vale para otra oportunidad.
-Olvídate del vale, Victoria. ¡Queremos que nos cuentes la mejor parte!
-Esta cuenta factura noventa millones de dólares al año.
-Noventa millones – suspiró Archie con una actitud reverencial.
-Noventa millones – repitió Byron – noventa benditos millones. ¡Qué triunfo!
-No, no – protestó Archie -. No se le puede llamar triunfo porque no hubo
competencia. ¡Qué robo!
-No, chicos, no le robamos nada a nadie – recalcó Victoria -. Nos cayó del cielo. Ésa
es la mejor parte. Nadie consigue noventa millones por teléfono. ¡Ni siquiera mi madre!
-Dios mío, Victoria. Cuánto agradezco que Harris Reeves haya hablado contigo. A
mí me habría dado un infarto… si es que se puede tenerlos por una buena noticia.
-No sólo me dio la impresión de que estaba disconforme con el gerente de
publicidad, sino que es un hombre que se hace cargo de la situación, que cuida mucho
el dinero y no permite que nadie tenga poder, salvo él mismo. Pueden imaginarse
cómo se habrá sentido el gerente cuando Reeves llamó. Creó Ropa Informal Playera
prácticamente de la nada, hace más de treinta años, y tiene razón: la publicidad de su
empresa se ha vuelto tradicional.
-¿Vas a llamar a los Collins para renunciar a la cuenta o te parece que tendría que
llamarlos Gigi? – quiso saber Archie -. Como es ella la que tiene los contactos en San
Francisco, quizás sea la más indicada.
-Archie, cuando se trata de renunciar a una cuenta por otra diez veces más grande,
debe hacerlo pura y exclusivamente la gerencia – respondió Victoria tajante. ¿Cómo
podían pensar que iba a cederle a otra persona el placer de anunciarles a los de Mares
Azules que ya no se estaban a la altura de Victoria Frost? ¡Ah! Y cuando Gigi regresara,
engreída, e hiciera comentarios sobre el exclusivo crucero que su novio estaba
construyendo, ¿no tendría un bello primer día de vuelta al trabajo? se dijo para sus
adentros.
Victoria sirvió más champagne y alzó la copa para brindar.
-¡Por Frost, Rourke y Bernheim, la agencia que entiende la realidad de los
negocios!
-¡Por la realidad de los negocios! – Levantaron las copas, las entrechocaron y
apuraron el contenido.
-Voy a abrir otra botella – anunció Victoria -. Ustedes chiquilines, ya se acabaron
dos.

199
15
No bien traspuso el alto portal y pisó los adoquines de la explanada de su residencia
privada, su hotel particulier ubicado sobre la Rue Vaneau parisina, Billy supo que había
ido al único lugar donde podría hallar un poco de paz para el dolor que la angustiaba
tanto y no le permitía pensar en otra cosa. La compra, hacía casi cuatro años, de esa
casa, esa mansión que nunca había habitado, había sido un capricho que ella misma
reconocía, pero en aquel momento acababa de divorciarse de Vito Orsini y fue presa
fácil para caer en la primera tentación que se le cruzó por el camino. La adquirió a los
pocos días de verla y por un monto inflado, los ocho millones de dólares que le
pidieron, en un acto de locura total, porque desde el instante en que la vio supo que
estaba destinada a ser la dueña de esa residencia aristocrática de agradable piedra
gris, construida siglos atrás para una familia parisina, y que no cambió de manos hasta
que Billy se enamoró de ella.
-Madame estará complacida con el cuidado de la casa – le aseguró Marie-Jeanne,
después de que se saludaron. Marie-Jeanne era la mujer de Pierre Dujardin, el casero,
con quien vivía en la casita de la entrada. – Todas las mañanas le digo a Pierre: ¿Y si
hoy llegara Madame Ikehorn sin avisar, como hacía cuando vivía en Paris? Y créame,
Madame, cada noche, cuando nos acostamos, nos sentimos tranquilos de que todo
están en orden, desde el último caño del sótano hasta la última teja.
-Muchas gracias, Marie-Jeanne. Le agradezco muchísimo. Sabía que dejaba mi casa
en buenas manos.
-Hacía mucho que no la veíamos por aquí, señora.
-Sí, es cierto. Es que tengo una vida complicada – respondió Billy.
-Me imagino – contestó la mujer del casero.
¿La señora de Ikehorn no se daba cuenta de que abandonar una casa como ésa,
dejarla completamente vacían en el corazón del barrio residencial más cotizado y
aristocrático de París, con los establos repletos de valiosísimas antigüedades todavía
sin desempacar, era señal de una vida no sólo complicada sino decididamente loca?
Sin embargo, a Pierre y a ella se les pagaba bien y con puntualidad, y su casita, en la
que Madame Ikehorn había instalado la misma moderna calefacción y cocina que había
en la mansión, era la envidia de todos los caseros de París. Además, le encantaba ver
de nuevo a Madame Ikehorn; era bueno que hubiese regresado y saber que no había
vendido la casa a extraños.
-¿Piensa quedarse mucho tiempo en París, señora? – le preguntó.
-No lo sé. Seguro que por un tiempo. Marie-Jeanne, voy a ver la casa yo sola, si no
le molesta – anunció Billy.
-Claro que no, señora.
No bien se cerraron a sus espaldas las puertas dobles y se quedó sola en el
recibidor, Billy volvió a sentirse invadida por el clima especial que se respiraba en la
casa, una fragancia extraña de vidas civilizadas, encantadoras y ociosas. La casa era
tan pródiga en proporciones perfectas como humana y conmovedora por su
resignación ante el deterioro producido por el paso del tiempo. Ya no estaban más las
telarañas y la pintura descascarada que había la primera vez que vio a esa casa;
además estaba limpia. Se había restaurado con esmero la clásica elegancia de los pisos
de parquet arruinados y las molduras mohosas. Sin embargo, no se notaba aspecto de
cosa nueva. El grueso y antiguo vidrio de las puertas-ventanas prestaba su tinte
lavanda al tibio sol matinal que caía sobre los pisos relucientes, y las chimeneas
limpias, aunque vacías. Los espejos originales que colgaban de las paredes seguían

200
proyectando imágenes de épocas lejanas más parsimoniosas, más memorables; los
pisos aún crujían un poco a cada paso que daba, y el sonido que emitían era un saludo
de bienvenida y una promesa de paz.
Billy recorrió las veinte habitaciones en un trance de redescubrimiento que sirvió de
consuelo a su alma dolorida. En cierto momento llegó al nuevo jardín de invierno que
había construido en la parte posterior de la casa, por el que, más allá de las paredes
de su jardín de árboles perennes, se veía el gran parque del Hôtel Matignon, donde
residía el Primer Ministro de Francia. Se sentó en un ancho banco empotrado en la
ventana, sumida en sus pensamientos.
No había puesto un pie en esa habitación desde antes de la Navidad de 1981,
cuando sólo pensaba en mudarse y celebrar allí las fiestas con Sam Jamison, el
escultor de San Francisco que la conocía como Honey Winthrop, una maestra de
Seattle.
Durante casi un año le había hecho creer esa mentira, para que Sam ignorase su
identidad y no la tratara de la forma especial en que lo hacían los hombres cuando se
enteraban de que era esa mujer extraña, envidiada y despreciada, ese fenómeno que
daba que hablar, ese ser más y menos que humano en que el mundo convierte a toda
mujer independiente, de gran fortuna.
Todos los hombres, pensaba en aquel entonces, menos Spider Elliot, el mismo que
se había burlado de ella llamándola “la princesa del sillón de ocho mil dólares” y que la
había tratado con tanta sorna, menospreciándola por lo que definía como estupidez
económica de ella, al mencionar el dinero “ganado con el sudor de su frente”, cuando
bien sabía él que la última vez que ella había trabajado para ganarse el pan había sido
veintidós años antes, en un empleo de secretaria.
Dios mío, ¿había que elegir entre uno o el otro?, se preguntó. Ambos, Sam y
Spider, en el fondo, confundían la riqueza de Billy con su amor por ella. Spider había
logrado disimularlo durante años, tratando de hacerle creer que era, como le dijo en
una carta, “una masa blanda”, que no le llevó mucho tiempo “moldear”. Sam la había
visto una noche en la Ópera, y descubrió su verdadera identidad. De inmediato se
alejó de ella y la rechazó, implacable, aun después de leer la carta desgarradora que
ella le envió al día siguiente. Estaba convencido de que ella había sido la artífice del
éxito rotundo de su nueva exposición, convenciendo a amigos para que le compraran
las esculturas. No le concedió el beneficio de la duda ni le dio la más mínima
posibilidad de nada, pero por lo menos Sam tenía la excelente excusa de que ella le
había mentido durante nueve meses seguidos, reflexionó Billy.
¿Quién era mejor? ¿Un hombre como Sam que rechazaba a una mujer porque no lo
trataba como un par, o alguien como Spider, que la trataba como si nunca pudiera ser
su igual, como si todos los esfuerzos que ella hacía estuvieran condenados al fracaso,
si no contara con la ayuda de él? No, no era una cuestión de quién era mejor, sino de
quién era peor.
-Monsieur Pierre, decidí quedarme a dormir aquí esta noche. Tenga la amabilidad
de ir a los establos y buscar un armario, una mesa o dos, un espejo, floreros,
candelabros y dos sillas, y acomode todo en uno de los cuartos pequeños, que esté
junto a un baño, por favor.
-Pero, Madame – protestó Pierre, comprendiendo que debía posponer sus saludos
formales -, en los establos no hay más que antigüedades; no tenemos ninguna cama
para Madame.
-Va a llegar dentro de unas horas – aseguró Billy.
-¡Ja, ja! Eso sí que sería un milagro: estamos en París. – Se rió ante la mera idea
de semejante rapidez.
-Ya veremos. Y gracias, Monsieur Pierre; la casa está preciosa.
-De nada, Madame, usted también. Me alegra que haya vuelto.

201
-Hasta luego, Monsieur Pierre – se despidió Billy, apresurándose a cruzar los
portones y dirigirse hacia el auto y el chofer que la esperaban.
-Hasta luego – repitió él. Madame no lucía fantástica. Madame no estaba preciosa
sino más bien – y si fuera posible, tratándose de una mujer tan bella -, arruinada.

En la sección de muebles de Galerías LaFayette, Billy requirió los servicios de una


vendedora muy ocupada mediante el sencillo trámite de ponerle un billete de mil
francos en la mano y decirle que necesitaba ser atendida de inmediato.
-¿En qué puedo servirla? – preguntó la vendedora, sonriendo por primera vez en
todo el día.
-Necesito una cama con un buen colchón, dos almohadas, buenas lámparas,
bombillas eléctricas, velas, sábanas, toallas, cortinas pesadas para dos ventanas, una
alfombrita, ¡ah! Y una cesta para el baño. Si se me ocurre alguna otra cosa, le aviso.
-Pero todo eso está en secciones distintas, hay que recorrer la Galería entera, yo
trabajo sólo en Muebles – protestó la mujer, escandalizada por la lista.
-Además, quiero a una persona que se encargue de colgar las cortinas, instalar la
cama y hacer cualquier otra cosa que haga falta. Vivo en la Rue Vaneau. El envío debe
hacerse de inmediato para que el trabajo esté terminado en la tarde. Le voy a dar
otros dos mil francos cuando esté todo listo, y seré generosa con los repartidores y
colocadores.
-De acuerdo, Madame, será un placer poder ayudarla. La voy a acompañar a las
otras secciones.
-Usted sabrá comprender – dijo Billy en perfecto francés -, soy una norteamericana
loca. Eso lo explica todo, ¿no?
-No, no. Madame no es loca, tal vez un poquito impulsiva, no más.
-Eso es exactamente lo que dirá mi epitafio. No perdamos tiempo, tengo prisa –
ordenó Billy.
Mientras recorría la galería, Billy se dio cuenta de que hubiese sido mucho más
sencillo hospedarse en el Ritz, en la suite Windsor de cuarto habitaciones donde había
vivido durante tanto tiempo, pero cualquiera que la buscara, la llamaría allí. La noche
que llegó a París, se quedó en el hotel del aeropuerto y arregló que ese día la
recogiera el mismo coche y chofer discretos de la agencia que había llamado durante
los nueve meses que pasó con Sam Jamison, cuando vivió una doble vida tan loca y
complicada que sólo fue capaz de sobrellevar mediante un desenfreno sexual
apasionante.
Lo que hice por amor. Hay una canción que se llama así, pensaba Billy mientras
probaba un colchón, y deben haberla escrito para otras mujeres engañadas de una
manera tan tonta como yo, pero seguro que ninguna se equivocó así con sus
sentimientos. Y seguramente ninguna era francesa.

Hacía no más de cuatro años, Billy había descubierto cómo ingeniárselas para
mantener dos identidades distintas. En una, era la millonaria norteamericana Billy
Ikehorn, que ocupaba la mejor suite del Ritz, frívola dama de la alta sociedad que
pasaba el tiempo probándose ropa, buscando antigüedades, asistiendo a fiestas y, casi
todas las noches, yendo quién sabe adónde. En la otra, era sólo Honey Winthrop, una
maestra de Seattle que ese año se había dedicado a investigar sobre Voltaire y se
acostaba con Sam Jamison cinco noches a la semana, en un rústico atelier que él tenía
cerca de la Place des Vosges, un sector excéntrico de París.
En cambio ahora estaba inmersa en la cápsula que ella misma se había creado, con
una única identidad y una sola cama; no la esperaban en ningún lado, no iba de

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compras, no asistía a almuerzos, no se probaba ropa en Dior o Givenchy, no tenía
amante, mentiras que decir ni coche con chofer. No tenía nada, salvo una mansión casi
vacía y caseros tan discretos que nunca le hacían una sola pregunta sobre sus idas y
venidas. A los dos días, Billy tenía la seguridad de que andaba por París cual si fuera
invisible, observando sin ser observada.
La zona que rodeaba la Rue Vaneau era una suerte de carozo negro dentro del
sabroso durazno de París, un sector tan pobre en atracciones turísticas que casi tenía
la misma tranquilidad de las noches de campo. No obstante, si prestaba atención, Billy
podía oír el lejano, incesante rumor de la ciudad circundante, la invitación rutilante a la
diversión, la magia de sus luces, los impacientes bocinazos de los taxis, por poco hasta
las risas cómplices de hombres y mujeres.
Sin embargo, en la Rue de Varenne, la intersección más próxima a la Rue Vaneau,
había severos policías que custodiaban la residencia del Primer Ministro, y no permitían
que se aparcaran coches. No prosperaba ningún comercio interesante, salvo un
antiguo y famoso negocio de compostura de zapatos, la Cordonnerie Vaneau, a donde
la aristocracia llevaba sus botas de montar y zapatos hechos a mano. También había
una diminuta quesería, unos floristas, varias peluquerías y, aquí y allá, sencillos cafés
concurridos sólo por habitantes locales.
Llegó a la conclusión de que no se encontraría con conocidos siempre y cuando
limitara sus paseos a la zona entre su casa y los Jardines de Luxemburgo. Sobre todo,
no quería encontrarse con nadie que la reconociera y le preguntara qué hacía en París,
pero dado que la temporada turística de otoño estaba en su apogeo, seguramente
nadie preferiría las calles grises, angostas, casi melancólicas de ese sector de París. Los
mejores hoteles y centros de compras, así como la mayoría de los museos y
restaurantes más famosos se hallaban en la orilla derecha del Sena; las pequeñas y
divertidas casas de antigüedades, los bares elegantes y las galerías se hallaban en la
margen izquierda, más cerca del río. Su quartier inmediato eran grandioso, por cierto,
si uno le conocía los secretos, pero también era sombrío, poco atractivo e incluso poco
amistoso, a menos que uno tuviese entrée en alguna de las grandes mansiones de
piedra y embajadas que ocultaban sus jardines interiores de la vista de los peatones.
Billy se sentía invadida por la necesidad de caminar hasta caer rendida. Sólo si
estaba en movimiento constante evitaba pensar en cosas que todavía no era capaz de
enfrentar. Si caminaba durante horas seguidas podía escapar de las maquinaciones de
su mente, pero el cemento no le bastaba. Desde la Rue Guynemer, donde terminaba el
distrito al que se había circunscripto, miró hacia el otro lado de la calle y observó con
ansias la vista tentadora de los inmensos Jardines de Luxemburgo que se recortaban
tras las rejas de puntas doradas y filosas. Con sólo cruzar la calle se encontraría en
uno de los parques más grandes de París, totalmente burgués, dónde sólo paseaba el
turista más curioso y que disponía de más tiempo.
Las hojas ya habían adquirido ese tono especial de dorado rojizo que es el color
otoñal uniforme de los árboles parisinos. Billy sintió la acuciante necesidad, el deseo
impostergable de pasear por los bellos senderos de Luxemburgo, de perderse entre los
jardines que crearon los monjes Chartreux en 1257, de sentarse en una sillita de
madera y levantar sus ojos al cielo. Recordó que los únicos que frecuentaban los
jardines durante la semana eran escolares, madres jóvenes, estudiantes y jubilados,
pero los sábados y domingos acudían familias numerosas desde distintas partes,
atraídas por el teatro de marionetas y la amplia fuente hexagonal en la que
generaciones de niños habían hecho navegar sus barquitos de juguete.
Miró en ambas direcciones, cruzó la calle corriendo y segundos después se
encontró dentro del casi vacío Luxemburgo. Aspiró profundamente el aire de libertad y
comenzó a caminar de prisa bajo los árboles añosos, dejando que su intuición le

203
indicara el camino a tomar al final de cada alleé, deteniéndose sólo para sentarse
cuando se sentía exhausta.
Se dio cuenta de que estaba hibernando al aire libre en lugar de en una cueva,
pensó, feliz de poder sentarse en la incómoda silla, ya que a nadie se le ocurriría
sentarse en el césped de una plaza parisina. Nadie sabía dónde estaba ella, y a menos
que se muriera en esa silla tampoco lo sabría porque respetando las leyes francesas,
siempre llevaba alguna identificación cuando salía de su casa. Antes, cuando vivía allí,
llevaba una fotocopia del pasaporte en la billetera. Ese día lo único que tenía era el
carnet de conducir y unos pocos francos en el bolsillo del pantalón.
Sabía que le hacía falta este tiempo de soledad, libre de preocupaciones, antes de
estar lista para dar el siguiente paso de su vida. Si hubiera intentado simular el
aislamiento dentro de las paredes de su propio jardín, nunca habría logrado esa
sensación de fuga total que le brindaba ese lugar, a nueve mil kilómetros, en medio de
un parque compartido con extraños que tenían sus propias cosas en qué pensar. Se
habría sentido atada de mil formas distintas a su casa, a las personas que vivían con
ella, a los problemas que la habían llevado hasta ese jardín. Siempre había sido
impulsiva – demasiado bien lo sabía -, y el viaje a París, por abrupto que pareciera, era
una forma de postergar cualquier acción. Era, más bien, contra impulsivo, se dijo.
¿Tendría que preocuparle un poco el hecho de estar tan sola? Qué tonta. Una
mujer que tenía una casa tan cerca de allí, que operaba con la sucursal del Chase, de
la Rue Cambon, que quedaba cruzando el Sena; una mujer que con sólo parar un taxi
y presentarse en la recepción del Ritz, recibía cualquier cosa que se le ocurriera pedir;
una mujer que podía subirse a un Concord para Nueva York al día siguiente, y una
hora después volar hacia Los Ángeles, no estaba aislada del mundo. Los Jardines de
Luxemburgo no eran el Tíbet.
Pero por otra parte, sí estaba sola ya que no tenía compañía, y nadie, salvo los
caseros, sabía que se hallaba en París. Aunque contaba con los recursos necesarios
para revertir esa situación en un abrir y cerrar de ojos, la verdad era que se había
enterrado en el centro del lugar más civilizado de la Tierra, con tanto éxito como si se
hubiera escondido en lo profundo de una cueva, en plena selva. Se había escapado por
instinto después de pelearse con Spider. Y ése era el lugar que había elegido, uno que
jamás había compartido con él, un sitio que conocía como nunca podría llegar a
conocer Los Ángeles pese a haber nacido y vivido toda su vida en California. Si se
producía cualquier cambio en Los Ángeles, no la afectaba; en cambio, un solo edificio
moderno en el centro de París la perturbaba.
¿Hasta cuándo se iba a quedar? Quizás el mismo instinto que la había llevado a
París le indicaría si debía quedarse para siempre, reflexionó. Luego regresó a la Rue
Vaneau, se dio una ducha, se puso otro suéter y pantalón discretos y volvió a salir, con
la intención de cenar temprano. Por el momento, el problema más urgente que estaba
dispuesta a analizar era si comenzar por un plato de carnosas sardinas de Bretaña, por
la sopa de verduras del día o por una rodaja de suculento jamón parisino. Había
caminado mucho y podía darse el lujo de comer lo que quisiera, se dijo, pero por
alguna razón había perdido el apetito. Seguro que era por el viaje en avió y el cambio
de horarios.

Durante los cincos días siguientes, caminó seis horas diarias, durmió otras diez sin
recordar un solo sueño y comió platos sencillos sin muchas ganas. Vivía el momento,
evitando meditar en nada gracias a una pila de novelas policiales, una de las cuales
llevaba siempre en el bolso. La única vez que modificó esa rutina fue para ir a una
pequeña peluquería cercana a la casa, ratificando su convicción de que no se podía
andar mal peinada en París. El hecho de estar de incógnito le daba tanta audacia, que

204
a veces se permitía acercarse a la fuente y observar las peripecias de la regata en
miniatura. Escuchaba los chismes que intercambiaban las madres y abuelas que tejían
en la plaza, y concentrándose profundamente en esos pequeños dramas, lograba no
pensar absolutamente en nada. Cierta tarde, se sentía tan adormecida por el descanso
que se le cerraban los ojos bajo el sol de octubre. Se descalzó y dormitó con placer.
-Se dice que si aquí uno se queda sentado el tiempo necesario, va a ver pasar
todas las personas que conoce – afirmó Sam Jamison mientras acercaba una silla y se
sentaba a su lado.
Estaba soñando, se dijo Billy en un intento desesperado por no creer en lo que oía,
y no se molestó en abrir los ojos.
-¿Todavía te llamas Honey Winthrop? – Era la voz de Sam, con el mismo tono de
humor de siempre.
Billy mantuvo los párpados bien cerrados, sin dar un solo indicio de que lo
reconocía, pero supo que no estaba soñando.
-Ya que lo preguntas, éste es el atajo más directo desde mi estudio hasta el
Boulevard de Montparnasse – prosiguió Sam -. Y tal vez te estés preguntando qué
hago camino a Montparnasse por la tarde. ¿Me creerías si te digo que iba a ver a un
artesano que me está haciendo la base para la última pieza que terminé? Pensaba ir el
sábado, pero como está tan lindo el día, no me quise quedar adentro. Veo que piensas
lo mismo, porque de lo contrario no estarías acá. No sabía que habías regresado a
París. ¿Sabes? Yo nunca me fui. No, no tienes por qué saberlo, ¿verdad? Salvo que
leyeras las revistas de arte. Hice una muestra en Los Ángeles el año pasado, pero no
te invité. En ese momento no me pareció buena idea…
-¿Cómo tienes la osadía de sentarte acá y ponerte a hablar como un idiota? – le
espetó Billy, furiosa, abriendo los ojos -. ¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra? Me
estás molestando en un lugar público. ¡Te vas tú o me voy yo!
-Al menos sigues enojada. Si te hubieses reído y nada más, me habría afectado
muchísimo – respondió Sam.
-No te creas tan importante – reaccionó Billy, pensando en qué decir mientras se
ataba los cordones de las zapatillas con dedos temblorosos -. ¿Sinceramente crees que
me importas una mierda, tanto como para seguir enojada contigo después de tres
años? Tienes una idea increíblemente exagerada de tu importancia.
-Depende – dijo Sam lentamente -; depende de lo mal que yo me haya
comportado. Creo que podrías haber seguido eternamente enojada conmigo.
-Si se supone que eso es una disculpa, ¡guárdatela! No la necesito.
Billy se levantó de un salto y comenzó a caminar rápidamente hacia la Fuente de
los Medici. Él la alcanzó en dos pasos; físicamente no había cambiado: era el mismo
pelirrojo fuerte que una vez la alzó, la llamó “nena” y la tiró desnuda sobre la cama
una hora después de conocerla.
Sam le apoyó una de sus fuertes manos de escultor sobre el hombro, y la detuvo
en el medio del sendero.
-¡Por favor, Honey, no te vayas! Si es verdad que ya no estás enojada conmigo,
¿por qué no me das un minuto para explicarte todo?
Billy comprendió que había caído en una trampa. Si no le daba el minuto, Sam
viviría pensando que todavía significaba mucho para ella. Y lo último que deseaba era
fomentar su vanidad.
Miró el reloj y le dijo:
-Está bien. Un minuto. Pero no me digas Honey; era un apodo y siempre lo odié.
-Entonces, ¿cómo te llamo?
-Billy.
-Billy Ikehorn… Recuerdo la última noche, cuando me contaste quién eras. ¿Aun
eres esa persona?

205
-Sí, casi – le contestó con sequedad.
-Billy, leí tu carta pero no te creí.
-Eso no es ninguna novedad. – Se encogió de hombros en actitud despectiva. – Me
lo dijo Henri, después de que por poco me escupiste en la cara en Lipp’s.
-Pero no te das cuenta – rogó él, incómodo pero decidido a decir lo que tenía que
decir -, acababa de vender cinco esculturas importantes en una sola tarde. ¡Cinco! Más
de la mitad de la muestra, la primera que hacía en París, y que venía preparando
desde hacía años. No era nadie y, de la noche a la mañana, tenía un éxito inaudito.
Por supuesto, estaba convencido de que todo te lo debía a ti – cualquiera en el
ambiente artístico hubiese pensado lo mismo, y yo más que nadie -; desde entonces
he vendido casi todo lo que hago… sin embargo… Por Dios Billy, eso fue tan al
comienzo, apenas me enteré de lo rica que eras. Que eres. No seas injusta, nunca me
habías dicho la verdad sobre tu vida…
-En la carta te expliqué por qué te había mentido. – Billy fue implacable.
-Tuve unos pocos minutos para leerla antes de que se vendiera la primera
escultura. Esos primeros clientes… ¡no podía creerles, mierda! Años de lucha y, ¿de
pronto, así como así, empezaba a irme bien? Y qué triunfo. Billy, cada obra que vendía,
creía menos en mí mismo. Me sentía… ¡como un mantenido! Como tu gigoló, tu
juguete, tu amante malcriado incapaz de arreglárselas solo. Fue la peor tarde de mi
vida, le seguí el rastro a cada comprador, los interrogué acerca de su relación contigo
– me creyeron loco -, pero al final comprobé que no tenías nada que ver con mi éxito.
Pero para entonces ya habías desaparecido. Y nunca, nunca me lo pude perdonar.
-Qué problema, ¿no? – se burló ella, férrea.
-Ya lo creo. Fue lo más terrible que me pasó en la vida.
-Si te sentías tan culpable por la forma en que te portaste conmigo, ¿por qué no
me escribiste? Sabías que podías dejarme una carta en el Ritz y me iba a llegar.
-Es difícil de explicar… - Se pudo muy colorado, como siempre que se emocionaba.
-Adiós, Sam – interrumpió Billy, dándole la espalda con rapidez. No necesitaba
saber nada. No quería saber nada.
-No, espera, ¡la causa fue tu riqueza! – Se quedó casi sin aliento. – Pensé que si te
escribía, después de portarme como una bestia… como una bestia desalmada…
después de todas las cosas espantosas que te dije… pensaría que… que lo hacía por tu
dinero, como todos los demás. Yo sabía que mi motivo no era ése, pero en la carta
decías que todos los hombres que habías conocido cambiaban a causa del dinero.
Tenía miedo de que me consideraras igual que ellos.
-Siempre fuiste demasiado orgulloso, y eso en ti no es una virtud sino un defecto.
-¿Crees que no lo sé? – Le tomó los brazos con ambas manos. – Mira el precio que
tuve que pagar. No pude volver a enamorarme. Y, créeme, ¡no es que no lo haya
intentado!
-Sam, no exageres. No te queda bien, y no cambia las cosas. Hay miles de
sentimientos que la gente define como amor. Por mí, di lo que quieras, que no se me
mueve un pelo.
-Billy, fuiste la única mujer para mí. Todavía lo eres.
-Qué romántico, pero es un poquito tarde para decirlo, ¿no? Acepto tus disculpas,
si es que lo son, pero las palabras no valen nada. Despidámonos aquí; además, yo no
iba en esta dirección.
-¡No pienso dejarte ir ahora! No después de encontrarte durmiendo al sol en aquel
bando entre dos ancianas. Casi salgo corriendo porque no me atrevía a dirigirte la
palabra. Me quedé ahí parado durante diez minutos, temblando, mirándote como un
tonto. ¿No podemos aunque sea charlas, sentarnos en algún lado y tomar una copa?
Sé realmente quién eres, hasta sé quién soy yo: un idiota patético que no se tuvo la
suficiente confianza como para tenértela a ti. ¿Por qué no tomamos algo juntos,

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rememorando viejos tiempo? Por favor, Billy, déjame mirarte un ratito más; es lo único
que te pido.
-Primero fue un minuto; ahora, una copa.
Había sido una imprudencia – se dijo Billy – quedarse tanto tiempo en ese camino
sombreado, salpicado de manchas de sol; haber contemplado por un rato demasiado
largo la piel pecosa y esos hermosos ojos grises y miopes, las cejas tupidas y rojizas,
haber dejado que sus ojos se posaran en esos pómulos, en ese huequito donde antes
le gustaba besarlo, y en la boca grande que tan bien conocía; había permitido que Sam
se acercara demasiado y la tocara, y había descubierto que recordaba su perfume.
Sin embargo, ¿qué podía perder? ¿Qué iba a pasar porque fueran a tomar algo
juntos? Tenía tiempo, Sam también, y era la hora de ir a tomar algo. Más aun, estaba
refrescando y pronto cerrarían los portones del parque. A los viejos amigos, incluso a
los viejos amantes, no se los desecha toda la vida por un malentendido, por grave que
fuese, y menos si piden disculpas de esa manera, ¿verdad?
Además, estaba cansada de leer.
Sam percibió en el acto que Billy ya le había respondido con su silencio.
-¿Para qué lado ibas? – preguntó sin perder tiempo.
-Para allá atrás, al otro lado de la fuente.
-No estamos muy lejos de St. Germain-des-Pres. ¿Quieres ir hacia el Flore o el
Deux Magots? ¿O estarán llenos de turistas en esta época del año?
-A esta altura ya deberías conocer París como yo. ¿No dijiste que no te habías ido
de aquí? Yo, en cambio, es la primera vez que regreso.
-La verdad es que no la conozco muy bien. Antes de salir contigo, había visto
demasiados puntos de interés turístico para mi gusto. Después de que desapareciste,
por fin aprendí francés, y cuando tomé conciencia de que tenía dinero de verdad, me
mudé a un apartamento más grande, a la vuelta de la esquina. Sigo trabajando en el
viejo estudio. En general no me muevo mucho de casa, salvo que mi agente haya
organizado alguna muestra que me obligue a viajar al exterior. Y hasta en esas
ocasiones protesto.
-Hablas como un parisino anticuado – se burló Billy -. Muchos viven y se mueren en
su barrio, sin sentir jamás la curiosidad de cruzar el Sena y conocer la otra orilla.
-Me declaro culpable… la ribera izquierda no me atrae. Encontrarte aquí fue una
gran casualidad… si no hubiese sido porque tenía que ir a ver al carpintero…
seguramente no habrías ido a visitarme al atelier.
-Seguramente no, pero nunca hay que descartar las coincidencias. En Hollywood, a
los guionistas se les permite incluir dos coincidencias por guión; si se pasan del límite,
los llaman al orden.
-Será mejor que nos apresuremos – le previno Sam -, o nos llamarán al orden a
nosotros. Oigo que los policías ya le avisan a la gente que están por cerrar los
portones.
-No hay nada que me moleste más que esta costumbre de cerrar los parques en
cuanto empieza a atardecer. Es una medida prudente, pero no me gusta.
-Sí, esa es una de las cosas que tienen los franceses: tienen fama de románticos,
pero lejos de ello.
-Sí, son las personas más sensatas de Europa.
-Salvo por los suizos.
-Salvo por los suizos – aceptó Billy -. A que hiciste una exhibición en Ginebra, ¿no?
-En Zurich – contestó él, sonriendo.
-¿Vendiste todo?
-Todo.
-Estupendo.
-Sí, gracias. ¿Adónde vamos? Me perdí.

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-Vayamos por allá – dijo Billy, como restándole importancia -; seguro que vamos a
encontrar algún café.
Sabía perfectamente adonde lo estaba llevando. Tenía que mostrarle su casa. La
relación con Sam habría quedado inconclusa si él no conocía la casa en que ella
planeaba que vivirían juntos, los establos que había transformado en un estudio de
ensueño para él. Entonces Sam se daría cuenta, como jamás podrían transmitirle las
palabras, cuánto se había equivocado al juzgarla.

-¿Qué es esto? – quiso saber Sam cuando Billy abrió el alto portón del muro
cubierto de hiedra de la Rue Vaneau.
-Una locura mía. Buenas noches, Madame Marie-Jeanne.
-Buenas noches, Madame. Buenas noches, Monsieur.
-Buenas noches, Madame – respondió Sam.
-Madame Marie-Jeanne, ¿sería tan amable de alcanzarme una botella de vino tinto
y un par de copas?
-Cómo no, Madame. Ya se lo llevo.
-Gracias, Madame Marie-Jeanne.
-De nada, Madame.
-Si no es mucha molestia, ¿podría dejar todo en el jardín de invierno?
-Por supuesto. Enseguida, Madame.
Billy y Sam cruzaron el patio temblando de muda risa por el ritual francés de
cortesía.
-Tuviste suerte de que no te presentara. Si no, habría habido otra ronda de
madame y Monsieur, y seguro que alguna referencia obligatoria al estado del tiempo –
comentó Billy.
-¿Quién era esa mujer?
-La mujer del cuidador. Espera, antes de entrar en la casa te quiero mostrar otra
cosa. – Lo condujo hasta una de las largas alas de piedra de la casa, un tanto más
elevada que la planta baja; eligió otra llave y abrió el candado de una serie de puertas
de madera que en su parte superior tenían un bellísimo grabado de un caballo en
bajorrelieve. A cada lado de las puertas había faroles colocados sobre elegantes
soportes.
-En una época, ésos fueron los establos – le explicó al encender la iluminación que
había mandado instalar en el techo, inmensos grupos de luces halógenas que
alumbraban intensamente cada centímetro del interior, desde una punta a la otra.
-Parece un gigantesco depósito – señaló Sam, parpadeando.
-Hay veinticuatro caballerizas repletas de muebles sin desempacar.
-¿En qué época crees que fue construido?
-Entre 1720 y 1730.
-Es… increíble – murmuró Sam, observando el techo tan alto.
-Así es – dijo Billy, decidiendo no contarle todavía por qué había elegido una
iluminación tan potente que, según le había informado el arquitecto, costaba lo mismo
que la de un quirófano -. Vamos a buscar el vino.

Se sentaron en el banco empotrado del jardín de invierno y abrieron la segunda


botella de vino que Madame Marie-Jeanne les había dejado sobre una bandeja en el
piso, el Bordeaux Beychevelles cosecha 1971 que reservaba para ocasiones especiales.
-Nunca me habría imaginado cómo era por dentro una casa de éstas – aseguró
Sam -. Si no has estado dentro de una, aunque no tenga muebles, no esperas
encontrar tanta magia. Comprendo que hayas querido comprarla.

208
-Nadie lo entendió en aquel momento, pero, bueno, tampoco pedí consejos.
Claro, pensó Sam, no me extraña que no los pida, la chica simpática a quien creí de
una generosidad sin límite cuando me quiso regalar un frasquito en el mercado de las
pulgas. Tú, que escondes tanta belleza, una chica tímida, que parecía incapaz de exigir
lo que quería, hasta que me pediste ver mis obras, y resultó que en realidad deseabas
que te poseyera, casi tanto, como yo deseaba poseerte. Tú, que amenazaste con
volver a excitarme en aquella pizzería, cuando me moría por comer para poder hacerte
el amor por tercera vez en igual número de horas… y bien podrías haberlo hecho, sólo
con tu voz, con palabras, si yo no te hubiera detenido… Claro, nunca habrías pedido
consejo para algo tan insignificante como comprar una mansión.
-¿Ves aquel pino, el más alto del jardín? – preguntó Billy.
-Sí, ¿por qué?
-Ahí es donde había pensado que colgaríamos las luces del árbol de Navidad. En
1981.
-Ah.
Dios mío, ¿por qué me estás haciendo esto, Honey? No me pidas que te llame Billy,
pensó Sam, rebelde. ¿No te alcanza con traerme aquí, a esta casa vacía, sentarte
conmigo a tomar un vino, echarte hacia atrás contra el banco, estar lejos como para
mantener una distancia prudente, pero cerca como para que repare en el contorno de
tus pezones y así recuerde cómo eran tus pechos cuando estabas arriba de mí y yo
trataba de tomarlos con la boca a los dos juntos, esos pezones rosa oscuro que jamás
logré tomar al mismo tiempo por lo grandes y firmes que eran tus senos? ¿Pero te
acuerdas de las veces que lo intenté, Honey? ¿Te acuerdas cómo adoraba estar debajo
de ti, mientras inventabas nuevas torturas, como cuando me lamiste desde las plantas
de los pies hasta el reverso de las pantorrillas, sin subir nunca a otros lugares,
lamiéndome y succionando tanto que pensé que iba a volverme loco del placer, que
iba a acabar encima del colchón? Pero no decías ni una palabra, te limitabas a
succionar esa zona suave detrás de la rodilla hasta que, justo a tiempo, susurraste
“date la vuelta”, y me hiciste penetrarte, y eyaculé aún antes de estar dentro de tu
cuerpo, antes de tomarte por completo… Honey… ¿te acuerdas?
-Los árboles del jardín son de hojas perennes – le informó Billy -. Fue lo único que
imité de California, el jardín verde el año entero.
-Qué buena idea.
¡Ay, Honey!, se dijo, ¿qué me importan los árboles si en lo único que puedo pensar
es en aquellas noches que pasamos en mi estudio, cuando dormíamos en mi cama y
me despertaba despacito y descubría que tenía una erección y que tu mano estaba
sobre mi pene, y era que fingías dormir, acostada de lado, dándome la espalda, con
las piernas un poco separadas para que pudiera penetrarte desde atrás muy
lentamente, como si temiera despertarte? Yo fingía no oír tu respiración agitada y me
movía con la mayor suavidad posible, avanzando muy de a poco, hasta tomarte por
completo, con los genitales apretados contra tu lindísimo, increíble trasero; entonces
sabía que podía rodear tu cadera y, como quién no quiere la cosa, apoyar los dedos
entre tus muslos y… Honey… y ahí sí, ya buscaba ese botoncito carnoso inflamado y
expectante entre piernas. Y, todavía fingiendo, introducía los dedos en ti, en tu
humedad, para asegurarme de que te estaba poseyendo por completo. Los dejaba ahí,
a veces, dos o tres dedos juntos, y con el pulgar acariciaba el botoncito mientras te
penetraba por detrás, acelerando el ritmo, pero nunca demasiado; me retiraba hasta
que te sentía acabar en mi mano, en mis dedos… qué hermosura… Y ninguno
pronunciaba ni una palabra, ni siquiera a la mañana siguiente. Hacíamos de cuenta
que no había pasado nada. Y eso es lo que haces ahora, ¿no? ¿Finges no darte cuenta
de que estoy aquí sentado, más excitado que nunca, esperando que des el primer

209
paso? ¡Sí, eso es lo que estás haciendo! Te conozco demasiado como para no
advertirlo.
-¿Nunca te casaste, Billy?
-Sí.
-¿Eres feliz?
-Eso creí – dijo ella brevemente.
-¿Creíste? ¿Qué quieres decir?
-No… no estoy segura.
Esa fue la respuesta más torpe que di en mi vida, pensó ella; casi una invitación.
¿Cómo que no estoy segura? Si no lo estoy, no debería estar aquí con este hombre
que una vez amé, ¿verdad? Debería estar en algún barcito decente, disfrutando de una
buena cena y leyendo mis inocuas novelas policiales al mismo tiempo, anulando una
acción con otra, como lo hice toda la semana, esperando que algo me iluminara,
deseosa de vislumbrar el futuro. Lo que no debería hacer es estar aquí, a media luz
con Sam Jamison. ¿Qué pensaría Spider si me viera en este momento? ¿Qué haría si
se enterara de que estoy acá en la casa cuya existencia le mencioné… ¿o quizás no?
años atrás, donde él nunca pisó? ¿Y qué haría si yo hubiera decidido mostrarle a Sam
el primer piso? Pero no le hice, ¿no? Si Sam llegara a darse cuenta de que lo traje
aquí, donde hay una sola cama, la mía… él… ¿quién está engañando a quién? Podría
arrodillarme y tenerlo en este mismo instante, arrojarme sobre él, bajarle la cremallera
y sacarle ese pene grande y fuerte, ese pene que conocía de memoria y… ah, cómo
anhelo esa boca sobre la mía, lo quiero dentro de mi cuerpo, debí de haberme vuelto
loca al quedarme aquí sola con él. Podría arrancarme la ropa y abrirme las piernas
ahora mismo, aquí en el banco, y dejar que me acaricie, que me lama, como solía
hacerlo, dejar que me penetre… lo desea tanto… ¿piensa que estoy ciega? Tiene que
saber que con esa luz me doy cuenta de que está excitado, muerto de ganas que está.
Pero no hará nada si no lo dejo, si no le doy una señal, con que fuera apenas
imperceptible bastaría, y la suerte estaría echada, el futuro decidido. Y yo dejaría atrás
la infelicidad y todo lo pasado. ¡Para siempre! Ah, este hombre todavía me ama,
aunque no me diga con palabras; lo noté cuando se sonrojó hace un par de horas, y
ahora está escrito en su mirada. Lo conozco demasiado como para no estar segura…
-¿Por eso estás aquí, en París, sola? ¿Por qué no estás segura? – le preguntó Sam.
-Sí.
-¿Llegaste a alguna conclusión?
-Todavía no. En realidad, no puedo ni pensar en eso, por lo menos nada sensato.
-¿Por qué me trajiste aquí?
-Para demostrarte que lo que dije en la carta era verdad, que sí planeaba contarte
quién era en cuanto comenzara la exposición, que estaba preparando esta casa para
nosotros. Quería demostrarte que la razón por la que no quise casarme contigo no fue
porque no confiara en ti.
-¿Y los establos?
-Pensaba que serían tu estudio.
-Pero, no hay tragaluces aquí.
-Bellas Artes no permite ningún cambio estructural importante en los edificios,
aunque sean casas particulares, una vez que se los clasifica de monumentos históricos,
como la mía. Por eso la iluminé tan bien.
-Entiendo. ¿Y si te pidiera que me acompañes a casa ahora mismo y pases la noche
conmigo, qué me contestarías?
-Que no, Sam.
-¿Por qué? ¿Por qué diablos no? Dios mío, te amo, siempre te amé. ¿Por qué no me
das otra oportunidad? Te deseo… y no me digas que no sientes lo mismo porque no te
creo.

210
-Sí que te deseo, pero… no puedo.
De verdad no puedo, pensó Billy sin poder creerlo, me estoy volviendo loca de sólo
pensarlo, pero no puedo dar un paso hacia ti, porque no soy la misma de antes… esa
mujer se murió… pero ahora encontré a otra persona… ¿que me necesita?... Ahora me
doy cuenta de que es la primera vez que estamos juntos y solos de una forma
decente. Ahora sé que un poco de la magia se perdió, ya que Sam sabe quién soy, y
yo sé que él sabe. ¿Querría… o podría yo hacer las cosas que hubiera hecho Honey?
¿O me pondría a pensar en Spider? ¿Sam lograría hacerme olvidar a Spider Elliot?
¿Podría alguna vez amarlo tanto?
-¿No puedes? ¿Por qué todavía amas a tu marido?
-Eso parece, ¿no?
-¿Dónde está ese suertudo de porquería?
-A nueve mil kilómetros.
-Creo que tengo una ventaja, entonces. Estamos aquí, los dos solos, en otro
continente y con el océano de por medio. Él jamás se enteraría de nada, ¿no? Tú no se
lo contarás… si eres la mejor mentirosa que existe… pero no puedes. Porque no, sin
otra explicación. Porque, en el fondo, no lo deseas lo suficiente.
-Así es.
-Mi buena suerte de siempre. – Se puso de pie para marcharse.
-Te acompaño. El portón es difícil de abrir; tiene sus vueltas.
-Mantenga la distancia, señora.
-Lo siento, Sam.
-Los dos lo sentimos, pero no estamos bien sincronizados. Nunca lo estuvimos.
Cuando cruzaban el patio, Sam volvió la mirada para observar a Billy, que lo seguía
unos pasos atrás. No dejaría de amarla nunca, no por entero.
-Billy, una cosa más. ¿Nunca te pusiste a pensar que no podría trabajar sin luz
natural, que esos magníficos establos me habrían parecido una cárcel, que en serio me
encanta subir cinco pisos para llegar a un atelier donde se cuela la luz del Sol?
-No se me había ocurrido… ¡Qué tonta! Pero podrías haber conservado tu estudio…
-¿Te olvidas de que me levantaba por la mañana y empezaba a trabajar apenas se
hacía de día, antes del desayuno, a veces durante horas enteras sin parar? Sigo
trabajando así; lo único que tengo que hacer es ponerme un mameluco y dar vuelta a
la esquina.
-La verdad es que tomé muchas cosas por descontadas.
-Bah, no tiene importancia.
-En realidad, sí tiene mucha importancia. Fui muy desconsiderada.
-No te preocupes, total no pasó nada. ¿Me das un beso de despedida, Billy, Honey,
amor de mi vida?
-No creo que sea buena idea. Me han acusado de muchas cosas en la vida, pero
jamás de ser estúpida, querido. Por lo menos no últimamente… en la última semana. –
Se rió con delicadeza y cerró el portón.

211
16
No bien el avión que la llevaba de regreso a California alcanzó la altitud de crucero,
Gigi se recostó en su asiento y cerró los ojos; su mente regresó a los planos del
Esmeralda Winthrop que había aprendido a leer y comprender durante la semana
anterior bajo la tutela de Renzo Montegardini, pues todos habían estado de acuerdo en
que para poder saber en qué puntos basar la publicidad, debía estar totalmente
familiarizada con el diseño del barco.
-La cubierta más baja a la que tendrán acceso los pasajeros será la Capricornio,
que es por donde suben al barco – le informó Montegardini -. Antes, cuando el barco
era carguero, ésta era la cubierta alta. Ahora la hemos destinado principalmente a
alojamiento de los oficiales, a la cocina y el restaurante. De esa forma los comensales
van a tener la impresión de estar comiendo cerca del mar. Y, como es la parte baja y
central, se agrega otra ventaja más: la máxima estabilidad.
-¿Cómo se arreglan las ubicaciones para la cena? – preguntó Gigi.
-Durante el día, cada uno hace sus propios planes según su estado de ánimo. El
maître está para complacer cualquier pedido, ya sea una mesa para dos o para doce, y
se pueden hacer reservas para la cena entre las siete y las nueve y media, para que el
restaurante pueda cerrar a las once y media.
-¿Hay una mesa especial para el capitán?
-Por supuesto. Si no la hubiera, ¿adónde comería? Cada noche invitará a un grupo
diferente de personas a compartir su mesa. No como en los viejos tiempos de la
tradición, cuando el capitán cenaba todas las noches con el mismo grupo.
Ahora, fíjese en esto, Graziella Giovanna. En la cubierta inmediatamente superior,
la Géminis, encontramos las primeras suites, esas suites que hacen que este barco sea
diferente de cualquier otro. Hay catorce a cada lado del pasillo central del barco, cada
una de cincuenta metros cuadrados. Las suites están ubicadas a lo largo de tres de las
cinco nuevas cubiertas. Son ochenta y cuatro en total, más la del dueño. El Esmeralda
Winthrop puede albergar como máximo, escuche bien, como máximo, solamente
ciento sesenta pasajeros, más ciento cuarenta tripulantes. Normalmente un barco de
este porte tiene capacidad para el doble de pasajeros.
Esa chica lo perturbaba, pensó Renzo Montegardini con la ironía de un hombre
treinta años mayor que ella, un hombre distinguido, al que las mujeres le habían
presentado muchas oportunidades, y que aceptó muchas de ellas, con mutuo placer.
Esa chica le robaba la paz, esa chica que se agachaba sobre los planos, deseosa de ser
instruida, con esos ojos como gemas, encendidos de entusiasmo y enmarcados por los
abanicos de terciopelo negro de unas pestañas deliciosamente artificiales. Mientras
describía el plano de una de las suites con su precisión de ingeniero, imaginaba que el
hombro de Gigi sería tan ardiente al contacto de su mano como fría su nariz pequeña.
-Cada suite – explicó, resignado, pensando en Ben Winthrop -, está compuesta por
dos cuartos contiguos. Se entra atravesando un pequeño hall, a ambos lados del cual
hay un baño de mármol en rosa pálido y un vestidor, con caja fuerte para los objetos
de valor. Las paredes las revestí con una combinación de maderas claras y brocados de
colores pastel por expresas instrucciones mías serán acolchados para lograr un mayor
aislamiento acústico. También coloqué espejos embutidos del piso al techo para
agrandar el espacio y reflejar el mar.
-¿Y los ojos de buey? – preguntó Gigi.
-Cara colega – respondió el ingeniero naval, horrorizado -, los camarotes de la
tripulación, sí, están llenos de ojos de buey. Pero para las suites, he diseñado

212
inmensos ventanales sobre los cuales, con sólo tocar un botón, cae una celosía que no
deja pasar la luz, para que los remolones no tengan esa molestia por la mañana. ¡Ojos
de buey!
-¿Cómo iba a saberlo yo? – dijo ella suavemente -. Hábleme de resto de la suite.
-Aquí, a un metro y medio del hall de entrada, hay una pared que separa los
cuartos. En el dormitorio, una cama King size que se puede dividir en dos camas
gemelas, mesitas de noche empotradas y una amplia cómoda. La otra habitación es
multipropósito. Tiene un televisor y una videocasetera que sale de un gabinete cuando
se oprime un botón; hay también un bar, un escritorio y una mesa redonda que se
puede usar para el desayuno o para juegos. Cada objeto y cada mueble fueron
escogidos por los equipos de diseño para crear un clima festivo.
-¿La pared divisoria termina aquí? – preguntó Gigi poniendo un dedo sobre el
plano.
-Exactamente, para separar el sector del dormitorio. Ahora ambos cuartos están
unidos formando una amplia sala de estar con capacidad para una reunión con treinta
invitados, o para que estén cómodas dos personas.
La boca de Gigi, pensó el ingeniero naval, debía ser peligrosamente suave y
sedienta al echar la cabeza hacia atrás para recibir besos; sus pechos eran altos,
redondos y separados como los de ciertos grabados antiguos que solían inquietarlo de
pequeño. Sus caderas eran, seguro, impertinentes, y enloquecedora la mata de pelo
entre sus piernas. Suspiró y pensó en la edad de ella. Y en la de él.
-¿Qué hay en el resto de esta cubierta, Renzo?
-Boutiques, la oficina de migraciones, Graziella Giovanna. En la cubierta superior
están los lugares públicos de cualquier crucero: el salón de baile, el bar principal y
barcitos más pequeños, el casino, la biblioteca, el spa, el salón de belleza, el gimnasio,
un bar especial llamado El rincón de Rick, lo suficientemente apartado como para
realizar allí reuniones de Alcohólicos Anónimos y Obesos Anónimos durante el día, lo
cual es fundamental teniendo en cuenta las tentaciones que abundan en un crucero, y
por supuesto, la piscina, las tumbonas y mucho espacio para los buenos deportistas.
-¿Qué hago si después de recorrer veinte veces la cubierta me da hambre?
-Esta cubierta, a la que llamaremos del Zodíaco, tiene un bar al aire libre donde se
servirán jugos naturales para los obsesivos de la salud. Aquí, en este extremo – en el
salón Ecuador, sobre el puente de mando -, se sirven bocadillos las veinticuatro horas;
por la tarde se ofrece un té muy completo, y luego un buffet de medianoche. Si
todavía tiene hambre, a cualquier hora del día se le puede llevar a su cuarto lo que
desee. Parece que tiene excelente apetito, picolla signorina.
-En una época trabajé de chef – explicó Gigi -. Me encanta pensar en comida.
-Un talento exquisito – dijo él. Su pesar crecía minuto a minuto. Sin apetito, ¿qué
es la belleza?
-Renzo – dijo ella, señalando -, estos dos enormes espacios vacíos en la popa de la
cubierta del Zodíaco, ¿son las bases de las chimeneas?
-Así es. No tienen más función que armonizar con el estilo. Y el espacio abierto que
queda detrás, es otra cubierta para tomar sol.
-Y si el barco llevara dos helicópteros grandes, ¿se podrían usar esos espacios
como hangares y pista de aterrizaje?
-Seguramente, pero no tenemos planeado ningún helicóptero. ¿Por qué?
-Estaba pensando… Supongamos que el crucero está fondeado un día en el puerto
de Londres. Si un grupo de mujeres quisiera ir a París a ver una colección de alta
costura en lugar de pasear por Londres, podría hacerlo fácilmente usando los
helicópteros, y estar de vuelta en el barco para la hora de la cena, ¿no? O si estuvieran
en el puerto de Pireos, en lugar de tener que luchar contra el smog de la Acrópolis,
podrían hacer una excursión a alguna isla griega… Se les podrían dar cientos de usos.

213
-¿Ya conversó la idea de los helicópteros con Ben?
-No, pero lo voy a hacer ahora que sé que hay espacio para ubicarlos.
Podría encontrarle lugar a cuatro helicópteros si tú encontraras un lugarcito para
mí, pensó Montegardini, un lugar para mí con tus ojazos verdes; si pudieras ubicarme,
burlona ostentosa, cerca de tus enternecedores y exasperantes encantos al desnudo
hasta que estuviese tan agotado como el vencedor en el campo de batalla. Se mordió
el labio y volvió a pensar en Ben Winthrop. Un hombre posesivo, muy posesivo.
-¿Renzo? ¡Renzo! ¿No le parece que podría robar un poco de espacio al salón de
baile, que sinceramente es enorme, y hacer un depósito de disfraces y un vestuario?
-¿Con qué propósito, mi querida aprendiz de ingeniera naval?
-Para bailes de disfraces. Pienso que en cada travesía tendría que haber un baile de
máscaras, con un tema sorpresa y la posibilidad de usar distintos trajes. Habría que
comprarlos por anticipado y colgarlos en el depósito. Luego nuestros hábiles modistos
los adaptarían para los pasajeros. No veo ni un centímetro más de espacio para darle a
este uso.
-¿Y dónde dormirán nuestros hábiles modistos?
-Podría ser… ¿con los oficiales? – sugirió Gigi, y su voz sugestiva llevó a Renzo a
tratar de pensar, casi con desesperación, en los gatos de su esposa.
-Voy a tratar, Graziella Giovanna. En esta etapa, nada es imposible.
-¡Es un ángel! Si nada es imposible, ¿no le parece que podría achicar un poquito el
comedor principal y agregar un salón de fiestas privado para que la gente organice
cenas especiales, una noche con comida china, otro día italiana, otro día japonesa?
Podrían reservarlo con anticipación y festejar allí los cumpleaños y aniversarios. ¿No
sería buena idea?
-Vamos a ver, carissima Gigieta. Veré que puedo hacer – suspiró él. Y tú, mi
encantadora niña, eres un dúctil e ingenuo diablillo, un animal instintivo y pasional que
esgrimes tus armas sin darte cuenta siquiera… y decididamente debo echarte de mi
oficina para volver a ser dueño de mis sentidos.

El estudio de los planos resultó ser tan fascinante para Gigi, que agregó a su
portafolio una copia reducida de ellos junto con la sizione maestra, el óleo del
Esmeralda Winthrop y un juego de fotos del interior de las suites. Este material, con la
entusiasta aprobación de Ben, se utilizaría de suplemento especial de publicidad,
incluido como separata en las revistas Town and Country, Architectural Digest y Vogue.
Luego se lo enviaría por correo a las zonas donde vivía la mayoría de los futuros
pasajeros norteamericanos del Esmeralda. En la última página se consignaría en un
solo renglón que no quedaban lugares para el viaje inaugural.
-¿No tiene miedo de cantar gloria con tanta anticipación, Graziella Giovanna? – le
había preguntado Renzo, enarcando las cejas.
-El viaje inaugural será por invitación solamente – le aseguró ella -, directo de
Venecia a Nueva York. ¿Se puede rehusar semejante ofrecimiento?
-A usted, mi querida y apreciada colega, nadie le rechazaría ni el menor
ofrecimiento.

Gigi, lápiz y libreta en mano, se sentó en el jet que la llevaba de regreso a


California y comenzó a escribir una tarjeta para mandar junto con un regalo para
Eleanora Colona, que iba a cumplir sesenta y cinco años la semana siguiente. En el
curso de los últimos meses, Gigi había hecho muchos viajes a San Francisco para
trabajar con los diseñadores de Mares Azules a fin de revitalizar la campaña de
anuncios. Su amistad con la matriarca de la familia se había ido profundizando, a

214
punto tal que, en sus visitas a San Francisco, Gigi se alojaba en el cuarto de huéspedes
de Eleanora Colona, y conocía íntimamente a la muy unida familia, desde los tres
hermanos Collins y sus esposas hasta el último nieto.
Durante los cinco días que pasó en Nueva York, tuvo tiempo de recorrer sus
tiendas preferidas de lencería antigua en busca de esos conjuntos románticos hechos a
mano, creados en una época en que las mujeres conocían el erotismo de la seducción
y sabían que un mínimo de insinuación crea un máximo de deseo. En una caja, sobre
el piso, había un verdadero hallazgo: un traje de baño completo de 1894, creación
centenaria que una mujer emancipada usaba para entrar en el agua, para lo cual
previamente se hacía sonar una campana a fin de alejar de la playa a todos los
hombres.
El traje estaba compuesto por cuatro piezas. La primera era una capa de grueso
hilo blanco, larga hasta los pies, con profusión de volados y moños en el ruedo y atada
al cuello con un doble volado fruncido. Esta envolvente prenda cubría por completo el
traje de baño propiamente dicho cuando la dueña recorría la arena. Debajo, la audaz
bañista llevaba un vestido de lino más ligero, de falda acampanada, a la rodilla, y
cintura muy ceñida, que a su vez se usaba sobre unos calzones de tela más fina,
ajustados debajo de la rodilla y largos casi hasta media pierna. Tanto el vestido como
los calzones eran de color azul marino y blanco con abundancia de bordados
contrastantes en motivos náuticos. La última pieza del conjunto era una cinta rayada
en azul y blanco, con un moño a cada lado de la cabeza.

Veinticinco años demoró Deauville en recuperarse de la impresión causada por la


misteriosa muchacha italiana que una mañana apareció en las playas y cautivó a los
caballeros del pueblo tan instantáneamente, que a los pocos días no quedaba ni un
solo para de binoculares en venta en toda Normandía. Nadie sabía su nombre, pero
esa noche, en el casino, todos murmuraban sobre ella, hasta los indiferentes croupiers.
Pronto se corrió la voz de que se llamaba Eleanora. Pero, ¿era bailarina o hija de algún
duque? ¿Era una virtuosa dama de sangre azul o acaso una actriz? Lo único que pudo
descubrirse, gracias a un soborno dado a las asistentas que la secaban después de sus
osadas inmersiones en el mar, fue que tenía cuerpo de cortesana, piel de niña, cara de
ángel y recato de monja. Además contaba sólo quince años de edad. Enloquecidos de
deseo, dos jóvenes príncipes le enviaron regalos por medio de las asistentas. Uno le
obsequió un brillante del tamaño de una castaña que poco tiempo atrás había sido
propiedad de un maharajá, jugador empedernido; el otro le mandó una tiara de
brillantes que había pertenecido a su familia durante quinientos años. Lo único que
pedían a cambio era un encuentro con Eleanora en su caminata de regreso al carruaje
que la aguardaba en el borde mismo de la arena. Pero ella devolvió los presentes sin
respuesta alguna. Los dos príncipes la observaban a diario con sus binoculares, pues
sus corazones habían sido capturados por completo y no podían pensar en otra cosa.
Un día, por una suma que duplicaba la que hubiese bastado para sobornar al
presidente de Francia, consiguieron hacerse pasar por asistentes de la niña, usando
sus mismos vestidos y gorros. Eleanora, que no era muy dada a hablar, no notó nada
extraño hasta que regresó de su zambullida en el mar y se dirigió al vestuario para que
le quitaran el atuendo. “¿Por qué tengo que estar aquí esperando, empapada?”,
exclamó sorprendida. “¿No ven que este maldito traje se me pega al cuerpo? Si no se
dan prisa, me pescaré una gripe.” Pero sus asistentas estaban tan petrificados por el
deseo de ver la tela mojada adherida a su voluptuoso cuerpo, que cualquier
movimiento les era imposible. “Pues bien, entonces tendré que desvestirme sola”,
anunció, estremecida, y se desprendió el traje, pues era un muchacha lista. En ese
momento los dos príncipes cayeron de rodillas a sus pies impulsados por la vergüenza,

215
al comprender que Eleanora era la mujer que sus madres temían que no existiese.
Invadidos por el remordimiento, se cubrieron los ojos y revelaron su identidad a
Eleanora, quien respondió con calma: “En ese caso, tal vez uno de ustedes tenga la
amabilidad de darme una toalla”.
Esa noche, en el casino de Deauville, Eleanora hizo su aparición del brazo de los
dos príncipes. Hasta el sonido de las ruletas cesó en el momento en que recorrió los
salones privados como si fuese una reina, vestida sólo con su manto de hilo blanco y el
pelo oscuro que le caía suelto, sobre los hombros. Llevaba por adorno azahares en el
pelo, ya que era demasiado joven para usar brillantes. Al día siguiente, Eleanora había
desaparecido de las playas, lo mismo que el más apuesto de los príncipes, el que
primero le alcanzó la toalla. Fuentes confiables aseguran que vivieron eternamente
felices y emigraron a las costas de California, donde Eleanora se convirtió en princesa,
mucho antes de que ambos renunciaran a sus títulos para obtener la ciudadanía
norteamericana. La hija menor de Eleanora fue la madre de Eleanora Colona, otra gran
belleza que entiende el poder de un traje de baño mojado.
Con todo cariño,

Gigi.

Al pie de la tarjeta dibujó uno de sus expresivos bocetos humorísticos donde


aparecía Eleanora en el breve momento, ansiosamente esperado por los caballeros de
binoculares, en que ella emergía del suave mar de Deauville y corría hacia sus
ayudantes, que le tendían la ondulante capa con la que rápidamente se envolvía.
Satisfecha, Gigi guardó la tarjeta en la caja, le ató un lazo y llamó al asistente de a
bordo para anunciarle que estaba lista para almorzar. Todavía le quedaba mucho
tiempo para redactar las tarjetas con que acompañaría el victoriano “conjunto de
bodas” de cinco piezas, de encaje blanco, que había encontrado para Sasha y el
esmoquin con cuello de terciopelo hecho por Charvet, y obviamente sin estrenar, que
había descubierto para Vito. Su padre tendría que dejarse crecer el bigote para
ponerse a tono.

El lunes por la mañana llegó tan temprano a la agencia, que supuso iba a ser una
de las primeras almas hambrientas en deambular por la cafetería. Había pasado una de
esas noches de poco sueño debido a la sobreexcitación que le producían los planos del
Esmeralda. A las tres y media de la madrugada se había dado cuenta de que estaba
pasada de revoluciones cuando se sorprendió a sí misma todavía planeando cómo
convencer a Renzo de que hiciera lugar para una mesa de ping pong en la parte de la
cubierta reservada para las tumbonas. El ping pong era el único deporte en que ella
sobresalía, el único que, según su opinión, todos podrían jugar, con independencia de
que fueran, o no, deportistas. Después de otra hora de febril concentración planeando
un torneo con fabulosos premios que durara todo el viaje, se le ocurrió que una mesa
de ping pong se podía armar y desarmar en pocos minutos, y por lo tanto no sería
necesario dedicarle un espacio exclusivo, con lo cual por fin logró calmarse y hundirse
en una hora de sueño profundo, pero a las seis de la mañana se despertó como si le
hubiera sonado una alarma contra incendios al lado del oído.
-Hola, Polly – fue su lánguido saludo a la recepcionista, al tiempo que tomaba un
plato con la esperanza de que las rosquitas fueran carbohidratos complejos, cosa que
nunca se había atrevido a preguntar por temor a la respuesta.
-Hola, forastera. ¿Qué tal Nueva York?
-Fantástica. ¿Cómo estuvo todo por FRB?

216
-Genial. Escucha, Victoria quiere verte presto, apenas pongas un pie en la oficina.
-¿Ya llegó?
-Hoy llegaron todos temprano – respondió Polly con el aire de quien sabe algo que
no puede dar a conocer.
-Lo que explica por qué no quedó ni una rosquita – dijo Gigi, desilusionada,
colocando dos pegajosos bollitos de canela en su plato y sirviéndose té caliente de un
termo. Se llevó el desayuno a su despacho, en donde por el momento no se
encontraba Lisa Levy, la talentosa directora de arte, su compañera de trabajos
creativos, y decidió que nada de lo que Victoria tuviera que decirle era más importante
que su nutrición. No había desayunado en su casa pues se sentía algo mareada.
Cuando sonó el teléfono, tenía la boca llena.
-Habla Polly. Victoria quiere saber si ya subes a verla.
Terminó de masticar de prisa y tragó el bocado.
-¿No puedo ni tomarme un minuto para comer? Por Dios, casi muero atragantada.
-Llévalo contigo. Está con un humor de perros…
-Me importa un cuerno. Dile que voy a ir en cuanto termine mi meditación
trascendental y haya leído el diario. Sin mis rituales matinales se me arruina el día.
-Por favor, Gigi, te lo suplico.
-Está bien. – Si Victoria Frost creía que podía echarle a perder la mañana, estaba
muy equivocada, pensó Gigi mientras recorría el pasillo en dirección a la gran oficina
de su superior.
-¡Bueno! – exclamó, deteniéndose al trasponer la puerta. Archie y Byron también
estaban allí y la miraban con cara de entusiasmo, mientras Victoria probaba un
molinillo de pimienta fresca ubicado junto a una gran bandeja de rosquitas, queso
crema y salmón ahumado -. ¿Es mi cumpleaños? – preguntó fascinada mientras Arch y
By se acercaban para saludarla con un beso.
-Es un pequeño festejo de bienvenida – explicó Archie -. Lo creas o no,
extrañábamos tu cara sonriente; por eso te ofrecemos tu banquete favorito para
expresarte nuestro afecto.
-Ahora entiendo la prisa – le dijo Gigi a Victoria, sintiéndose sólo un poquito
avergonzada de sus malos pensamientos -. ¡Allá voy!
-Fue idea mía – se ufanó Byron -. Archie quería comprar una torta, pero yo sabía
qué era lo que más te iba a gustar.
-Acertaste, Byron III – repuso Gigi, sirviéndose sin timidez -. ¿Votaste tú también,
Victoria?
-Yo propuse un kilo de caviar de esturión blanco y litros de Dom Perignon –
respondió Victoria -, pero me ganaron en la votación. Nunca me gustaron demasiado
las rosquitas. ¿Un poco de pimienta fresca con el salmón, Gigi?
-Una pizca. – Si Victoria Frost pensaba en montañas de caviar, champagne y Gigi
Orsini dentro del mismo contexto, algo debía de andar mal.
-Cuéntanos cómo te fue, Gigi – propuso Archie cuando terminaron de comer.
-Archie, ¿por qué no le cuentas primero cómo nos fue a nosotros esta semana? –
intervino Victoria con suavidad. ¿No era suficiente con que hubiera accedido a ese
absurdo desayuno como para que además pretendieran que se sentara a escuchar a
Gigi explayarse sobre cruceros y decoración? Desde el martes esperaba ese momento;
seis impacientes días de imaginar la cara que iba a poner cuando por fin entendiera
que en su ausencia la agencia había aumentado su facturación en más de cien
millones, que ya no era más un negocio recién instalado donde se la malcriaba y se la
trataba como niña prodigio; en la nueva agencia, Gigi sería un empleada más, aunque
con mucho trabajo.
Byron y Archie habían insistido con lo de la fiestita de bienvenida. Pese a que
Victoria quiso tranquilizarlos, ambos seguían algo preocupados por haberse hecho

217
cargo de la cuenta de Escrúpulos Dos en ausencia de Gigi. Archie hasta había llegado a
sugerir la idea de darle el cargo de “Asistente de dirección creativa”, idea que Victoria
vetó.
“El momento de darle a Gigi algún título es cuando venga a reclamar su plus
anual”, sostuvo Victoria, y logró hacer prevalecer su criterio. Era muy típico de esos
muchachos tratar de colmar a Gigi de recompensas a las que ella se creía con derecho.
Ya le habían dado dinero de más. Lo único que todavía no le habían dado era un
cargo, pero Arch y By no tenían dotes gerenciales, nunca habían entendido la disciplina
de demorar la gratificación ni la necesidad de mantener el orden entre los creativos.
La pequeña señorita Orsini debería ser recompensada, sin duda, pero no había que
exagerar. Había demostrado humos desde antes de empezar – entró en la agencia
llena de orgullo -, pero en esos difíciles días en que luchaban por superar el período
crítico de un negocio recién instalado, Gigi dejó de lado todas las reglas de la empresa
y se transformó en mujer orquesta. Sin embargo ahora, con la gigantesca adquisición
de Ropa Informal Playera, la situación era otra, y a Gigi se la veía en otra perspectiva.
Basta ya con esa negociadora de cuentas poco importantes, cuentas que obtenía
gracias a la generosidad de Ben Winthrop quien, cada vez que se acostaba con ella,
seguramente se felicitaba porque en realidad todo se lo financiaba el organismo
impositivo, pues la publicidad era deducible de impuestos. ¿No se daba cuenta Gigi de
que se había transformado en el equivalente sexual de un almuerzo de negocios?
-¿Por qué no se lo dices tú, Victoria? – replicó Archie -. Es obra tuya, no mía.
-No me importa quién me lo diga, con tal de que me lo digan de una vez. Tengo
mucho que contarles sobre el Esmeralda.
-Gigi, ya hace casi un año que estás aquí – comenzó Victoria, tal como lo había
planeado, desempeñando el papel de jefa que le pertenecía por derecho propio. -. Has
dado muestras de ser redactora publicitaria con capacidad también de conseguir
nuevas cuentas – continuó -. Todos comprendimos que, cuando insististe en que no
debíamos solicitar la cuenta de Escrúpulos Dos, temías que se produjera cierto clima
de nepotismo. Sin embargo…
-¿Sin embargo qué? – la interrumpió Gigi -. No me gusta cómo suena. – Ahora ya
sabía la razón del caviar y el champagne.
-Sin embargo – prosiguió Victoria con una sonrisita, como compartiendo algún
secreto con ella -, me imagino que te habrás dado cuenta de que has tenido un éxito
más que considerable por tus propios medios, por lo cual ese escrúpulo tuyo – uso
esta palabra por falta de otra mejor – ahora es poco profesional y muy injusto para
con nosotros, tus empleadores.
-¿Me estás diciendo que no soy profesional, Victoria?
-Todo lo contrario. Cuando eras nueva e inexperta, sí lo eras, pero desde luego, ya
no. todos coincidimos en que te has convertido en una verdadera profesional de la
publicidad. – Su sonrisa se agrandó, como si el entendimiento entre ambas fuese más
profundo de lo que suponían los demás. – Antes de que vinieras aquí y comprendieras
la naturaleza de este negocio, Archie y Byron cometieron el error de permitir que nos
cortaras las alas, impidiéndonos obtener una cuenta que estamos muy calificados para
atender. La semana pasada fui a ver a Spider Elliot. Hace tiempo que está disconforme
con Russo y Russo, y sin dudarlo aceptó nuestra oferta de manejar la cuenta de
Escrúpulos Dos… ni siquiera quiso pedir presentaciones a otras agencias.
-¿Por qué no me llamaron a Nueva York y me consultaron antes de hablar con él? –
reclamó Gigi acaloradamente.
-¿Consultártelo? Vamos, Gigi. Como profesional debes saber que la gerencia no
necesita pedirte permiso para conseguir una cuenta. Dimos por descontado tu
consentimiento
-¿Cuándo ocurrió todo esto? – quiso saber Gigi. Le ardían las mejillas.

218
-Hace alrededor de una semana. ¿Y eso qué cambia?
-¿Una semana? Spider y Billy sabían lo que yo pensaba. No me llamaron para
decirme… Habrán pensado que en una semana… - Totalmente desconcertada, observó
los rostros de Archie y Byron, que la miraban sonrientes, pese a que habían quebrado
su promesa solemne.
-Sin duda, los Elliot coinciden con nosotros en que eres grande; ya no hay que
estar tratándote como a una niña.
-Ya veo por qué no te puedes dedicar a escribir textos publicitarios, Victoria. Tienes
una habilidad especial para elegir palabras ofensivas
Victoria hizo como que no la había oído.
-Vas a trabajar con Byron en la dirección de arte, y tendrás oportunidad de
redactar innovadores textos para el catálogo.
-Redacté textos innovadores durante años, muchas gracias – dijo Gigi al tiempo
que se ponía de pie -. Una de las principales razones por las que vine aquí fue no tener
que hacer más ese trabajo.
-Gigi, es una tarea que puede hacer con los ojos cerrados – se impacientó Victoria-.
¿Por qué te cuesta tanto reconocer que con tu actitud ponías trabas entre la agencia y
un cliente que nos necesita tanto como nosotros a él?
-Gracias por el desayuno, pero no necesitaban engordarme para amortiguar el
golpe de la noticia.
Rápidamente se encaminó hacia la puerta para no tener que verles la cara a Archie
y Byron con sus sonrisas falsas, traicioneras. Los había creído rectos, pero ahora se
daba cuenta de su error, por simpáticos que fueran. ¿La simpatía no era un
componente esencial dentro del equipo de directores creativos? Estaba sorprendida y
profundamente desilusionada de que le hubieran hecho esa jugarreta a sus espaldas, o
en el mejor de los casos, que hubiesen conspirado con Victoria.
Si Victoria honestamente la consideraba una profesional con todas las letras, le
habría pedido que estudiaran juntas la mejor manera de conseguir la cuenta de
Escrúpulos Dos en lugar de esperar a que ella se fuera de viaje para hacerlo por sí
sola. Y además, si se hubieran reunido, le habría dicho a Victoria que se sentía segura
de su capacidad, y accedido a solicitar la cuenta de Escrúpulos Dos.
-Hay otra noticia más, Gigi. Siéntate, no te vayas tan a las corridas.
-¿Qué tipo de noticia? – Gigi se dio vuelta y vio que los tres tenían en la cara la
misma expresión de júbilo.
-¡Fantástica! ¡Increíble! – exclamó Archie -. ¡Obtuvimos Ropa Informal Playera!
-No puedo creerlo – reaccionó Gigi, atónita. A esa altura conocía la industria de los
trajes de baño al derecho y al revés, y sabía lo que eso significaba.
-¡Créelo! – se entusiasmó Archie -. ¡Tienes que creer en noventa millones de
dólares al año!
-¡Dios mío!... Es fabuloso, espectacular… pero… pero…
-Pero, ¿qué? – terció Byron -. Sabes que no hay “peros” cuando se trata de una
cuenta de noventa millones de dólares.
-Se presenta un conflicto de intereses con Mares Azules.
-Por el amor de Dios, Gigi. Eso no es obstáculo – se rió Byron.
-Sin embargo, hay un conflicto – insistió ella.
-Claro que sí – dijo Archie -. Por eso renunciamos a Mares Azules.
-Lo más increíble es que lo de Ropa Informal se dio el mismo día que lo de
Escrúpulos Dos. No lo podíamos creer. Nos sentamos en esta oficina y nos
emborrachamos – contó Byron -. Tendrías que haber estado.
-Supongo que sí – respondió Gigi quedamente, mirando sus caras exultantes -.
¿Hubo algún problema al darles la novedad a los hermanos Collins?
-Nada que yo no pudiera manejar – le contestó Victoria, segura de sí.

219
-¿Ellos no preguntaron si yo estaba al tanto?
-Les dije que te habías ido de viaje. Estoy segura de que entendieron. Son gente de
negocios, como nosotros.
-No todos nosotros – dijo Gigi lentamente -. No cuenten conmigo.
-¿Qué dices? – reaccionó Archie, incrédulo -. Seguramente bromeas. Que no
contemos contigo. ¿Qué mierda significa eso?
-Es un momento de sinceridad, Arch. Acabo de darme cuenta de que no estoy
hecha para el negocio de la publicidad. No me convertí en la profesional que a ustedes
tanto les conviene decirme que soy…
-Victoria, yo te advertí que se iba a poner mal – soltó Archie.
-No es por lo de Escrúpulos Dos, Archie, sino por el engaño, por la promesa que tú
y Byron me hicieron para que aceptara el trabajo y que rompieron. Y la rompieron
porque se les presentó la oportunidad de conseguir la cuenta y no quisieron correr el
riesgo de perderla confiando en mí…
-Espera, fue idea de Victoria, no…
-No importa quién lo planeó; todos lo aceptaron, no me lo comentaron durante una
semana y luego pensaron que con unos bocaditos y unos cuantos halagos lo iban a
arreglar.
-Por favor, Gigi. ¿No te tienes ni un poco de confianza? – le preguntó Byron.
-Toneladas, Byron. Y hasta los hubiera ayudado con la presentación para
Escrúpulos Dos si me lo hubiese pedido…
-Así que ése es el gran problema: que no demostramos suficiente confianza en ti –
se sumó Archie.
-No se trata de mi vanidad, Arch, sino de mi aptitud para trabajar en publicidad.
Ustedes están en un negocio que les exige que cuando aparece un pez gordo, saquen
a los peces chicos del acuario. Desgraciadamente yo me encariño con mis pececitos,
con la gente que es buena conmigo, como Eleanora Colona y sus hijos, y me siento
orgullosa de la forma en que les manejé la campaña de Mares Azules. Sé que ellos
confiaban en mí, y ustedes lo han destruido. Todos sabían lo mucho que me apegué a
esa familia. Entiendo que hayan tenido que renunciar a la cuenta, pero, ¿no podrían
haberme dado, por lo menos, la oportunidad de explicárselo yo misma?
-Eso es ridículo – dijo Victoria indignada -. Tú no integras la gerencia.
-No es ridículo, y lo sabes. Esta división entre el departamento creativo y la
gerencia es totalmente artificial, una fórmula conveniente que te permite mantener el
poder. ¿Crees que yo puedo dar todo lo que llevo dentro para ser solamente creativa,
compenetrarme con los productos, preocuparme por los clientes y luego dejarlos en
tus amorosas manos cada vez que hay que tomar una decisión comercial?
-Precisamente así es como se hacen las cosas en esta firma – se enfureció Victoria-
. Esta agencia no es de tu propiedad.
-Por eso me voy, señorita Vicky. No puedo soportar la forma en que se hacen las
cosas en este negocio, o quizá sea en esta agencia en particular. No se molesten en
mandarme la taza de café con mi nombre.
Se marchó de la oficina, recorrió el pasillo, salió del edificio, subió a su auto y se
fue a su casa.

-Así que mi pobre nenita se quedó sin trabajo – dijo Vito, acariciando tiernamente
la mano de Gigi durante la cena que ambos compartieron con Sasha esa misma noche.
-Parece que sí – respondió Gigi, regalándole una espontánea sonrisa -. Tal vez
termine durmiendo en el mismo cuarto que Nellie.
-¿Para qué está la familia? – acotó Sasha -. ¿Eso quiere decir que podemos
despedir a la niñera?

220
-Yo en tu lugar no lo haría. Abandoné el servicio de comidas y luego la publicidad,
pero no tengo coraje como para dedicarme a ser niñera. Cualquier cosa menos eso,
pero gracias por pensar en mí.
-¿Te gustaría dirigir? – preguntó Vito.
Gigi se rió, divertida. Todos los habitantes de Hollywood, y quién sabe si no del
mundo entero, pretendían dirigir.
-¿Qué pasa con tu actual director? – preguntó Gigi. Se dio cuenta de que, como
siempre, prefería no referirse a Zach por su nombre si no era necesario.
-Le pasa algo, aunque no sé bien qué – respondió Vito -. Se supone que Un largo
fin de semana es una comedia negra sobre Hollywood. Muchos de los personajes no
tienen nada de adorable. Son parte de la industria y sabes lo que eso significa.
-¿Que son como tú, papá? – se rió Gigi, complacida por la felicidad desbordante
que rodeaba a su padre y Sasha, y que alcanzaba a entibiar a todos los que se
encontraban alrededor.
-No te rías. Parece que el director pensara eso. La crudeza original se está
tornando agridulce, y lo que en el libreto era agridulce se está tornando decididamente
romántico. Una o dos veces casi llegó a lo sentimental. Y cuando le grito, me contesta
que la está dirigiendo como él lo siente. ¡Que Dios me salve de los directores! ¿Quién
le pidió que sintiera?
-¿No podemos hablar de otra cosa? – preguntó Sasha, malhumorada -. Después de
todo es mi hermano, y me siento un poco responsable por él. Ahora entiendo por qué
dicen que no hay que hacer negocios con la familia. Hablemos del millonario Ben
Winthrop.
-Gigi – dijo Vito -, espera un minuto. Tú fuiste la que ideó El Altillo Encantado y la
Línea Naviera Winthrop, ¿no? Eso significa que tienes, por lo menos, algo que decir
respecto de la elección de una agencia de publicidad. ¿No pensarás dejarles esas
cuentas a los de FRB después de cómo te trataron?
-No voy a intentar quitárselas, papá. Me resultaría lo más fácil del mundo, pero
cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que en esto hay un gran problema, algo
más importante que dejarles esas cuentas.
-¿Qué puede ser tan importante? – Vito la miró, herido en su profundo sentido de
la justa venganza.
-Aunque parezca extraño, se trata del hecho mismo de que yo tenga poder sobre
esas cuentas. No quiero pedirle a Ben que las retire para dejarme contenta.
-No quiero… deberle nada. Si se lo pido, lo va a hacer enseguida, pero yo
quedaría… ¡diablos! ¿Cómo puedo explicárselo para que lo entiendan? Quedaría más
en su poder de lo que estoy.
-Espera un momento – le pidió Vito -. ¿Tú controlas las cuentas, pero si se las
trasladas a otra agencia, Ben Winthrop te controlaría a ti porque tú usas tu poder?
¿Entendí bien hasta ahora?
-Exactamente. Pero nada más que hasta ahora.
-Lo que tu hija trata de explicarte, querido, es que el dinero de Ben Winthrop se
gasta en las campañas publicitarias de Ben Winthrop, y ella no quiere influir en
absoluto en el destino que él le da.
-Pero Gigi no fue tímida para conseguir que invirtiera en las tiendas y en los barcos.
-Pero, papá, yo le sugerí cómo gastarlo, le di una idea que él tuvo la libertad de
aceptar o rechazar. Una vez tomó la decisión, la agencia para la que yo trabajaba
merecía las cuentas. Yo no controlé su decisión.
-Hmm – reflexionó Vito -. Así que, en una palabra, no piensas casarte con él,
¿verdad? No te vas a convertir en la mujer del cliente. De lo contrario, le quitarías esas
cuentas a Victoria Frost sin darle tiempo ni para chillar.

221
-Sasha, ¿cómo puedes soportarlo? – preguntó Gigi riendo, pero tampoco negando
la intuición de su padre.
-Es más fácil a medida que adquieres práctica. Ay, Gigi, ¿estás segura de que no te
vas a casar con Ben? ¿Cómo puedes dejar escapar al hombre que lo tiene todo?
-La relación todavía no se terminó. No hago más que tratar de imaginarme casada
con Ben dentro de cinco años, o dentro de diez, pero no consigo ver ninguna imagen
ni nítida ni borrosa. Es como si algo me bloqueara… no me funciona la imaginación…
-A mí sí – exclamó Sasha -. Los veo a ti y a Ben llevando una vida hermosa,
paseando por todo el mundo. ¿No quieres que te preste un poco de imaginación?
-Cuando conociste a papá, ¿te imaginaste casada con él?
-¡No es justo! Sabes que eso es lo primero que piensa toda mujer soltera cuando
conoce a un hombre. ¿Será o no será el hombre? Y si no es, ¿me acostaría igual con
él?
-Sasha, contesta mi pregunta – insistió Gigi.
-Me propuse casarme con él desde el momento mismo en que Zach nos presentó.
-No hay más preguntas, su señoría.
-Lo que Gigi trata de decir es que el jurado todavía no regresó a la sala – afirmó
Vito -. Pero no te des por vencida, querida. Tal vez, algún día puedas volar en el jet de
Winthrop. ¿Por qué no reconoces que ése es el motivo por el que estás tan a favor de
este tipo? Lo cual me demuestra lo que la industria siempre supo: que el secreto para
conquistar el corazón de una mujer es el medio de transporte. Si tienes un jet y una
limusina, no importa tu apariencia ni tu forma de ser; aunque seas horrible, te
persiguen las mujeres.
-¿Y qué tal un yate, o un crucero con un helicóptero a bordo? – preguntó Gigi.
-No estaría mal – sostuvo Vito, y pagó la cuenta -. Pero los veleros, ni hablar. Los
veleros no emocionan a nadie. Un medio de transporte tiene que ser de motor.

-Honestamente, Sasha – suspiró Vito al tiempo que se metía en la cama -, no sé


que les pasa a estos chicos, tu hermano y Gigi. Los dos están tan llenos de ideales
elevados y sentimentalismo… Esta generación de jóvenes… son demasiado puros para
afrontar el mundo real.
Sasha soltó una risita.
-¿Dónde está el chiste?
-Zach es mi hermano mayor.
-Siempre me olvido de eso. Tú eres decididamente muy madura. Apuesto a que
nunca le dejarías esas cuentas a Victoria Frost.
-Se las arrancaría de las manos sin contemplaciones. Escucha, mi amor, ¿qué le
pasa realmente a Zach? No quise que me lo contaras delante de Gigi, pero quiero
saberlo.
-No lo logro entender. De cualquier otro director, diría que perdió la garra, que no
tiene ansias de hacer cosas, que se deja llevar por la inercia o que se le subió la fama
a la cabeza. Pero ninguna de estas explicaciones sirve en el caso de Zach. Es
demasiado bueno como director, demasiado comprometido con la excelencia, pero el
tema de esta película requiere una agudeza e implacable, y a cada rato la pierde.
Tengo que pasar mucho tiempo en el set tratando de adivinarle lo que quiere decir, y
casi no lo logro. Toda la vida hice eso, hasta que te conocí y encontré algo más
divertido.
-¿Podría ser que estuviera padeciendo la crisis de la mediana edad?
-¿No es un poco joven?
-No necesariamente. ¿Se comporta como si estuviera atravesando un divorcio
espantoso? – preguntó ella, cada vez más preocupada.

222
-Sí… un poco, y otro poco como alguien que se está enamorando de la persona
menos indicada. Ninguna de las dos cosas se aplica en su caso, porque hace meses
que no sale con nadie… más aún, no recuerdo la última vez que tuvo una cita.
-¡Por Dios! – dijo Sasha sentándose de un salto, horrorizada ante la inesperada
noticia -. ¿No estará deprimido?
-Bueno, por lo pronto no parece divertirse mucho. En lugar de pasar la hora del
almuerzo conmigo, la dedica a escuchar a Elsa Worthy, que hace de matriarca, un
pequeño papel en la película. Fue una gran estrella hace cuarenta años y todavía le
queda algo del viejo fuego, de su antiguo encanto. Ella le está contando la historia de
su vida con todas sus penurias en entregas diarias, como una novela. ¿Se habrá
enamorado de Elsa?
-No parece mi hermano – afirmó Sasha, más afligida.
-Ah, y se olvida de las cosas. Se olvida de todo. ¿Puedes creer que ayer el primer
asistente le tuvo que decir que estaba filmando la misma escena dos veces? Y no es la
primera vez que le ocurre. Si me voy cinco minutos del set, ya empiezo a
preocuparme.
-¿Por qué no me dijiste nada antes?
-No quería preocuparte, corazón. Detesto traerme el trabajo a casa, como hacía
antes. Oficialmente todavía deberíamos estar en la luna de miel que nunca tuvimos. El
viernes, cuando llamó a tu ma…
-¿CUÁNDO HIZO QUÉ?
-Cuando Zach llamó a tu madre para ver cómo estaba, como un buen hijo, cosa
que ha estado haciendo dos veces por semana…
-¡Ay, por Dios, Vito! ¿Dices que llama a mamá y no está deprimido? ¡Debe estar
como un muerto vivo! Llamar a mamá es el último recurso. Solamente le hablamos
cuando estamos al borde del suicidio. Ay, Dios mío, mira lo que me has estado
ocultando: un hermano que no sale con nadie - ¡Zach sin pareja! -, que actúa como si
se estuviera divorciando, que escucha melodramas antiguos, que llama a mamá…
¿Cuándo planeabas contármelo? ¿Después de que se llevara la pistola a la sien y
apretara el gatillo?
-Sasha, no exageres – dijo Vito, pacientemente -. Me dijiste que siempre has sido
un poco extremista con respecto a Zach.
-Ya lo sé, ¡pero llamar a mamá! Vito, sufre una depresión grave.
-Ahora que lo pienso, hace un tiempo que no es el mismo Zach de siempre – dijo
Vito haciendo memoria -. Cuando fui a Kalispell, hace alrededor de diez meses, este…
cambio ya había comenzado. Como no afectaba su trabajo, no le presté mucha
atención, o tal vez había que reparar tantos daños que no me di cuenta. Pero no,
tienes razón… Está deprimido.
-¿Diez meses? – repitió Sasha -. Yo estuve tan preocupada con lo de Josh y el
divorcio, y con conocerte, que casi no tuve tiempo de ver a Zach, pero diez meses de
depresión, y cada vez peor… Bueno, ya sabemos quién es la desgraciada culpable de
todo esto, ¿no?
-¿Ah, sí? – preguntó Vito sin salir de su asombro.
-¡Tu hija, tu querida nena, Gigi! ¡Ella!
-Fíjate a quién llamas desgraciada.
-Lo siento, querido, pero lo es. ¿Y qué está haciendo ahora esa pérfida sino jugar
con los sentimientos de Mr. Maravilloso, a quien considera apenas otro trofeo para
agregar a su colección? Ya había destrozado a ese pobre chico, Davy Melville, que tuvo
que irse de la oficina, y ahora…
-¡Espera! ¡No sigas! Gigi ha estado teniendo un affaire tras otro, lo que no es
normal en ella, y Zach no está encamándose por ahí, que tampoco es normal en él.
Entonces…

223
-¡Qué bien! Cuando se trata de tu hija, es un affaire; cuando es mi hermano, es
encamarse…
-Muestra un poquito de respeto, Sasha, y no te desvíes de lo importante. ¿Me
sigues?
-Ansiosamente.
-Gigi y Zach todavía están enamorados uno del otro.
Después de un silencio, Sasha asintió llena de respeto y admiración.
-Nunca me voy a perdonar por no haberme dado cuenta antes que tú, y tú siempre
me lo vas a recordar, ¿no? Toda la vida me lo restregarás como prueba de tu
superioridad.
-Solamente cuando sea necesario. ¿Qué vamos a hacer?
-Arreglarlo, obviamente – respondió Sasha con su habitual mezcla de orgullo y
confianza en sus poderes.
-Pero, ¿cómo? Ya hace casi un año que están así.
-Mucho mejor. Si no han podido olvidarse uno del otro en tanto tiempo, la cosa va
en serio. – Cerró los ojos y se concentró. – Dejémonos de tonterías. Vamos a
arreglarlo de la forma habitual.
-¿Los abandonamos una semana en una isla desierta?
-Ay, querido, ésa es una solución típicamente masculina. Nosotros no hacemos
nada. Tú le dejas entrever a Zach que Gigi todavía está enamorada de él, y yo le dejo
entrever a Gigi que Zach todavía está enamorado de ella. Pero, ¡sé sutil! Recuerda que
son casi tan astutos como nosotros.
-¿El ardid de Mucho ruido y pocas nueces? No sabía que todavía se usaba.
-Ya se usaba miles de años antes de Shakespeare, y seguirá vigente en la época en
que se colonice Marte.
-¿Y que sucede si no da resultado con Gigi y Zach?
-Ya nos preocuparemos de eso si es que ocurre. Si no, voy a tener que llamar a
mamá para que lo arregle ella.

224
17
Durante los dos días siguientes a la pelea con Billy, Spider Elliot se dedicó de lleno a la
monótona tarea de buscar razones que lo justificaran, de repetir una y otra vez las
últimas palabras que Billy le había dicho, y en su boca se dibujaba un rictus de
amargura. Tenía los ojos entornados y ensombrecido el azul vikingo en gesto
desafiante; sus facciones, siempre francas, estaban empañadas por la inconfundible
tensión de quien abriga una furia intensa y quiere disimularlo. En ese momento, nadie
que lo viera dedicarse con avidez a su trabajo lo habría identificado con el modelo del
surfista californiano libre y despreocupado que alguna vez representó. Se dirigía con
una amabilidad tan artificial a su asistente Tommy Tether, que el joven, a pesar de ser
muy seguro de sí mismo, llegó a la conclusión de que Spider estaba por despedirlo.
Tres veces le preguntó a Josie Spielberg cómo les iba en la escuela a sus sobrinitos,
siendo que nunca había demostrado por ellos más que un interés pasajero. Además,
frenaba el coche cuando las luces de los semáforos se ponían amarillas y estaba a sólo
seis metros de distancia.
Cuando no dormía, pasaba cada minuto rememorando todas las cosas terribles que
Billy había hecho desde que la conocía, desde llamarlo “pito sin moral” cuando por
unos besos inocentes lo acusó de flirtear con Gigi, hasta tratar de agregarle a su
contrato de trabajo una cláusula con la obligación de dar un preaviso de tres semanas
en caso de querer rescindirlo, cuando él llegó a California en 1977 para trabajar en
Escrúpulos. Ah, sí, ya en aquel entonces se había dado cuenta de que Billy era una
mandona, le había comentado a Valentine que no le interesaba ningún éxito que
implicara trabajar para una mujer mandona, y, cielos, ninguno de los dos había
cambiado nada. ¿Cómo había cometido la tontería de casarse con ella, sabiendo todo
eso?
En medio de la tercera noche, después de cuarenta y ocho horas de juntar furia,
Spider se despertó de estar soñando con que navegaba, un sueño que le dejó la nítida
sensación de haber sentido el timón en las manos, de haber tenido antes sus ojos el
espectáculo del anchuroso mar. Mientras trataba de recordar los detalles, lo invadieron
los recuerdos de la época que había pasado en el mar.
Después de la muerte de Valentine, ocurrida en 1980, se compró un pequeño
velero y desapareció, junto a su tripulación de dos hombres. Navegó siempre hacia el
oeste, ancló en un número incontable de islas diseminadas en las inmensas masas de
agua que separan a Los Ángeles de Grecia. Ahogaba su pena encarando la lucha diaria
contra la fuerza de la naturaleza.
A lo largo de los dos años que duró el viaje de duelo y recuperación, escribió sólo
dos cartas, ambas dirigidas a Billy. A su madre le envió postales desde distintos
puertos, pero Billy había sido la única persona con la que tuvo necesidad de
comunicarse, la única a la que sintió cerca en aquel viaje de cielo, mar y sol tan
necesario para enterrar el pasado, y gracias al cual logró aceptar la pérdida y mirar
hacia adelante.
En ese momento, bien despierto y ya liberado de la furia que lo había dominado,
comprendió con miedo y estupor que sentía una necesidad irrefrenable de hablar con
Billy, de hacer las paces. No había otra persona en el mundo en quien encontrar
consuelo por las cosas que Billy le había dicho, y que él le había dicho a ella, que la
propia Billy.
Recordó que en la última carta que le había enviado durante el viaje le decía que,
cuando regresara, no tenía sentido volver a trabajar en el negocio porque nunca

225
encontraría otra socia como ella, otra con quien fuera tan divertido pelearse. Cierto era
que lo había escrito en una remota isla griega del Mar Egeo, reflexionó angustiado,
pero para haber escrito eso debían haberle funcionado mal las neuronas.
Nada podía haber sido más lo opuesto de “divertido” que la pelea que habían
tenido. Cualquier término que el diccionario diera como antónimo de divertido, esa
discusión lo había sido.
Mientras iba y venía por el cuarto, se dijo que daría lo que fuese por hallarse
hundido de nuevo en el profundo pozo de depresión en que había caído después de
pelearse con Valentine, mucho antes de que ambos se casaran, por culpa del amante
misterioso de Valentine. Aquella pelea sí que había sido divertida comparada con cómo
se sentía en ese momento. En aquella oportunidad sólo había experimentado un
adormecimiento de los sentidos, la sensación de que una enorme nube gris opacaba
todas las cosas buenas de la vida, de que le daba lo mismo estar muerto que vivo.
Esa pelea con Valentine, recordó de pronto, fue la primera vez en que estuvo
deliberadamente cruel con una mujer. Y la última, hasta ahora, en que había estado
cruel con Billy.
Bueno, entonces había batido su breve record, ¿no? Y vaya si se había empeñado
en hacerlo bien; tenía casi tanto motivo de orgullo como el cazador que mata al último
león de la Tierra, o que le dispara al último ruiseñor y lo cocina para la cena, y luego
se relame con los huesitos.
¿Dónde demonios se había metido Billy? Todavía no era hora para llamar a casa de
Jessica, en Nueva York, o a Maine, donde tal vez estuviera con Dolly, pensó mientras
se vestía, ya que no iba a poder volver a conciliar el sueño. Las personas famosas
como Billy no desaparecen así como así, se dijo mientras se preparaba huevos
revueltos que luego no pudo ni probar. Bebió una taza de café instantáneo tras otra y
miró el reloj hasta que se hicieron las cinco de la mañana y comenzó a llamar. Jessica,
según se enteró por su ama de llaves, estaba en Florencia, y Dolly hacía una semana
que no tenía noticias de Billy. A las nueve y media Spider estaba en la oficina,
esperando a Josie Spielberg para interrogarla y simular que, quién sabe cómo, había
extraviado a su mujer y trataba de encontrarla por pura curiosidad.
-Spider, si supiera algo, juro que te lo diría. Desde hace cinco o seis días que no
hablo con ella.
-¿Podrías hacerme el favor de rastrear a Jessica Strauss en Florencia? Y a cualquier
otra persona que se te ocurra.
Cuando caía la tarde, ya habían hablado con todos los que podían conocer el
paradero de Billy, desde John Prince de Nueva York hasta el conserje del Ritz y sus
colegas de cada hotel importante de París, Londres y Nueva York. Lo que se sabía era
que Billy había tomado una limusina hasta el aeropuerto de Los Ángeles, y luego
desapareció.
-Ya va a volver, Spider. Acuérdate de que aquí están los mellizos – dijo Jossie para
consolarlo.
-Es lo que me he estado repitiendo todo el día.
-¡Espera! ¿Y la niñera Elizabeth? ¡Seguro que sabe algo! – dijo Jossie, y Spider se
fue volando a su casa.
-Usted bien sabe que si tuviera cualquier noticia se lo diría, señor Elliot – aseguró la
mujer -. Pero no tuve ninguna; hasta me está empezando a preocupar. Sin embargo,
mi experiencia me dice que estos… malentendidos… no tardan mucho en resolverse
cuando hay criaturas de por medio. Es probable que la señora se haya tomado unos
días para descansar de todos. Ya hace casi un año que nacieron los mellizos, y eso es
un gran peso para cualquier mujer, por más que tenga personas que la ayuden.
-Deberíamos habernos tomado unas vacaciones – reflexionó Spider -. Diablos, ¿por
qué no se me ocurrió?

226
-La señora no habría querido irse – señaló Elizabeth con voz sin matices -. No la
habría convencido de tomarse un descanso, salvo que se hubieran llevado a los niños.
Nunca vi a una madre tan… dedicada a sus hijos.
-¿Y eso es malo?
-Cualquier cosa en exceso es mala. Yo siempre les digo a los padres que cada tanto
se vayan juntos a alguna parte, aunque más no sea un fin de semana. Los niños no
notarán la diferencia mientras yo esté con ellos, y los padres necesitan ese tiempo
solos. Le dije todo esto muchas veces a la señora, pero no quiso ni pensarlo.
-Es una persona muy difícil de convencer.
-Sí, es verdad, y siempre se sale con la suya. Es una mujer extraordinariamente
testaruda, usted tiene razón, pero la quiero mucho…
-Yo también, ¡Dios mío!, yo también.

Cuando ya había transcurrido casi una semana, Spider estaba tan desesperado que
se le ocurrió llamar a la policía, aunque Josh Hillman le aconsejaba que se sentase a
esperar que volviera.
-¿En qué te podría ayudar la policía de Los Ángeles? Sabemos que aquí no está.
Para el caso de que hubiese regresado del lugar adonde fue, ya revisamos los registros
de todos los hoteles importantes de la ciudad.
-Y… ¿si pido ayuda al periodismo?
-Por el amor de Dios, Spider. ¿No querrás que todo el mundo se entere de tus
asuntos personales? Ni te acerques a la prensa. Billy jamás te lo perdonaría.
-Tienes razón, Josh, pero no dejo de pensar que…
-No seas morboso. Te aseguro que Billy no es suicida; es una mujer muy fuerte.
Vuelve a casa, juega con los mellizos y recuerda que dentro de un par de días todo
habrá pasado.
-¿De veras crees esa estupidez? Perdóname, sé que lo dices con la mejor intención.
Me voy a casa; la niñera tendrá que hacerse cargo de mí también.
Sentado en el piso de la habitación de los niños, Spider parecía un juguete gigante
y querido al que los mellizos aprovechaban para treparse. Sentía que no iba a moverse
de ese lugar hasta que la niñera viniera a llevárselos para darles de comer. No, mejor
no; quería encargarse él mismo de darles de comer, y de bañarlos también. Sentir el
contacto de esa piel era el único consuelo que tenía, y hasta se sentía mejor con la
comida de los niños en el pelo.
-¡Buau guau! – indicó Max, con una mirada enternecedora -, ¡buau guau!
-¡Guau guau! – se plegó Hal, ilusionado - ¡guau guau!
-¿Quieren un perro? ¿Un guau guau? – les preguntó el padre.
Los mellizos, cada uno tomado a una de sus rodillas, parecían decididos a hacerse
entender.
-¡Buau guau!
-¡Guau guau!
-¡Elizabeth, venga a escuchar esto! ¡Quieren un perro! ¡Acaban de decir su primera
palabra! ¡Guau guau! Vamos, chicos, vamos a comprar un perro, un guau guau. Es
increíble, ayer lo único que podían hacer era “adiós” con la manito y decir mamá y
papá, ¡y hoy ya quieren un perro! ¡Qué inteligentes! ¡Pueden expresar un deseo
abstracto de un día para el otro!
-Eso si no tenemos en cuenta la cantidad de tiempo que Burgo O’Sullivan pasó con
ellos los últimos días, escurriéndose cuando yo no lo veía. Lamento tener que
confesarlo, pero la primera palabra que dijeron fue un intento de pronunciar “Burgo”.
Él se la enseñó en cuanto estuvieron listos para aprender a hablar. Los varones son
muy lerdos para adquirir la aptitud verbal. La verdad es que fue muy desconsiderado

227
de parte de Burgo, y se lo dije, pero el daño ya estaba hecho – Suspiró en gesto de
desaprobación.
-¿Burgo? Ese hijo de puta… ¡cuando lo encuentre, lo mato!
Salió corriendo a buscarlo, y Elizabeth se quedó pensando que la pobre señora de
Elliot tenía razones de sobra para alejarse de un hombre capaz de semejante arranque
de celos. Después de todo, “Burgo” era otro nombre, nada más.
-No hay necesidad de que grite de esa forma – dijo Burgo y salió de su cuarto con
la tranquilidad y la seguridad de quien se sabe indispensable.
-¿Dónde está mi mujer, imbécil? ¡Y no me digas que no sabes! ¡Los mellizos te
delataron, idiota! Les estuviste rondando… ¿desde cuándo te gustan los niños, basura,
traidor…?
-No sé dónde está, y no tienes por qué insultarme – sostuvo Burgo con dignidad.
-¡Sí que sabes! – gritó Spider, y lo aferró del cuello.
-Es ella la que me llama, no yo – logró balbucear Burgo -. ¡Suélteme!
-¿Y por qué no me lo contaste? ¡Si sabes que me estaba volviendo loco!
-Probablemente habría tenido que decírtelo dentro de uno o dos días, porque
siento compasión por cualquier otro hombre, no importa cómo se comporte. Pero,
antes que nada, siempre he sido leal a la señora, y ella me hizo prometerle por mi
madre que en paz descanse no decir ni una palabra. Por suerte, mi madre está viva y
en perfecto estado de salud.
-¿Qué diablos te dijo? ¿Qué, por el amor de Dios?
-Llama y pregunta por los niños, y yo le informo de todo lo que pasa con detalle.
Luego le pregunto cómo está, me dice que bien – y se la oye perfectamente bien -, y
después corta.
-¡Gracias a Dios! – Spider suspiró, aliviado. – Bueno, sabiendo que está bien, creo
que tendré que sentarme a esperar que regrese. Quién sabe en qué lugar del mundo
estará.
-En cierta ocasión – sugirió Burgo -, la oí decirle algo a una persona llamada Marry
John o un nombre extranjero como ése.
-¿Marry John? ¿Cómo sabes que era un nombre extranjero?
-Porque la señora no lo pronunció como si fuera un nombre en inglés; lo pronunció
distinto.
Sin darle tiempo a terminar la oración, Spider ya intentaba comunicarse con Josh
Hillman.
-Josh, ¿alguna vez oíste el nombre de Marry John? ¿La mujer de quién? ¿Marie-
Jeanne? ¿Que Billy desde hace años les paga un sueldo? ¿Y no se te ocurrió pensar en
ellos? Dios santo, Josh, ¿y qué tiene que la casa esté inhabitable y vacía? ¿Desde
cuándo eso detendría a Billy? Ah, lo lamentas, pero qué bueno, ¡dame ya mismo la
dirección, tonto!
-¡Así son los abogados! – masculló. Luego dio un beso a Burgo en la frente y subió
corriendo las escaleras para contarle todo a la niñera y buscar su pasaporte.

Billy caminaba por la Rue de Jouy meciendo una bolsa de compras vacía. Había ido
a la mejor vinería del barrio para devolverle a Marie-Jeanne las botellas prestadas, y
descubrió que era difícil conseguir la cosecha 1971. El dueño de la vinería le prometió
encontrarle una caja, o de lo contrario, buscarle otro de similar calidad.
-¿Tiene un lugar dónde guardarlo bien, señora? – le había preguntado -. Si es así,
puedo intentar conseguirle varias cajas.
-Tengo bodegas excelentes, señor, pero todavía no puedo decidir si hacerle un
pedido.
-A sus órdenes, señora.

228
¿Debía comprar vino?, se preguntó Billy. ¿Cajas y cajas enteras, las mejores
cosechas, las más difíciles de conseguir, las más preciadas? En París, aún en una casa
vacía, uno no se sentía bien si no tenía vino a mano por si llegaba algún invitado. En
toda nevera francesa que se preciara siempre había varias botellas de champagne;
nadie dudaba en pedir una “copita” de champagne cuando algún amigo le ofrecía algo
de beber porque sabían que una botella se terminaba tan rápido que no llegaba a
perder la efervescencia. Suspiró, entristecida por lo liviana que le resultaba la bolsa
vacía.
Mientras doblaba la esquina para recorrer el corto tramo de la Rue de Varenne que
llevaba hasta la Rue Vaneau, pensó que ese día parecía el primer verdadero día de
otoño. Esa mañana tenía puesta un jersey grueso color fucsia, pantalones negros y
una bufanda de lana a rayas fucsias y negras que le ondeaba en la espalda. Se dio
cuenta, como si despertara del letargo que la había adormecido, de que no tenía ganas
de visitar los Jardines de Luxemburgo.
Sentía deseos de correr hacia la Rue Cambon y comprar todos los trajes nuevos de
la colección Chanel, todos y cada uno de los abrigos, vestidos, cinturones de cadena,
zapatos, sí, ¡veinte, treinta pares de zapatos!... Ay no, qué problema. No podía
aparecer en la Rue Cambon, justo frente a la entrada posterior del Ritz. En Chanel se
encontraría, como mínimo, con cinco mujeres conocidas, más aún a esa hora, media
tarde, cuando todas iban a probarse la ropa.
Sin embargo… ¿y si pedía el coche y el chofer de siempre? Sólo tendría que dar un
paso rápido desde la acera hasta las puertas de vidrio gris del negocio; se dejaría
puestos los anteojos de sol, y el pelo envuelto en un gran pañuelo de seda. Llamaría
antes al gerente y dejaría arreglado que la condujeran directamente a un cambiador
privado… ¿podría arriesgarse así? Sentía el deseo irrefrenable de comprar algo, lo que
fuese, el mismo deseo que había experimentado cuando compró la casa, y sabía que
ese estado era señal de una ansiedad peligrosa, de una necesidad impostergable de
hacer que sucedieran cosas. Estaba sufriendo la locura de quien pasa tiempo en un
lugar pequeño, o vive un oscuro invierno ártico o una convalecencia prolongada
durante la cual no puede hacer otra cosa que descansar la vista.
Si Sam no hubiera enviado ese enorme ramo de flores otoñales, junto con una
tarjeta que decía: “Por si alguna vez cambias de opinión; si algún día llega el
momento, éste es mi nuevo número. Siempre estaré aquí esperándote, amor mío.
Sam.”
No tendría que haber hecho eso, pensó Billy. No se trataba de un juego; estaba
decidida y no iba a cambiar de opinión. Pero no la ayudaba en nada tener ahí esas
flores, acomodadas en un florero por Marie-Jeanne, sobre el piso del solárium, con ese
brillo dorado y rojizo que le hacía recordar el pelo de Sam. Las iba a tirar a la basura
junto con la tarjeta no bien llegar a la casa, decidió al doblar la esquina de la Rue
Vaneau.
Apoyado contra los portones cerrados de la casa había un hombre alto, de
impermeable. Estaba sentado con las piernas cruzadas, como si hiciera mucho tiempo
que esperaba. Billy se detuvo en seco. El hombre estaba de espaldas, no la había visto,
o sea que ella todavía tenía tiempo de dar la vuelta y desaparecer por la esquina.
Al instante reconoció a Spider, y se sintió transformada, penetrada por una
identificación visceral. Lo vio, dueño de una presencia absoluta en el mundo, en la
dimensión del tiempo y el espacio, con toda su historia y su fuerza y sus debilidades,
con todo su pasado y sus recuerdos, todo Spider Elliot comprendido en una única
persona hacia la que la unía una impetuosa combinación de sentimientos. De pronto,
sin hacer el menor intento por razonar, se dio cuenta de que se había liberado, y corrió
hacia él lo más rápido que podía. Lo vio darse vuelta al oír los pasos, y correr hacia
ella. Entonces ya nada volvió a ser igual.

229
-No, no, mi amor, después hablamos… Ah, ahí está Madame Marie-Jeanne. Le
presento al señor Elliot, mi marido. – Con una mano, Billy se sonó la nariz y se secó los
ojos llenos de lágrimas, mientras con la otra jugaba con las llaves, el pañuelo y la
mano de Spider, que no podía soltar.
-Ay, Madame, ¡discúlpeme! El señor llamó, pero no le permití que la esperar dentro
de la casa. No sabía que Madame aguardaba su llegada… - Se detuvo y miró a Billy
para recibir una indicación mientras estrechaba la mano de Spider.
-El señor Elliot nos ha sorprendido a las dos. – Miró a Spider de frente. – Entra, mi
pobrecito, pareces a punto de desmayarte; nunca te vi tan exhausto.
-No había vuelos directos a París cuando llegué a Los Ángeles; entonces tomé un
avión a Nueva York que hizo escala en Atlanta - ¿o era Chicago?... ya no me acuerdo
bien. Después perdí el Concord y tuve que esperar cinco horas en Nueva York…
Remando hubiera llegado más rápido. Necesito una copa; igual me voy a desmayar,
pero de felicidad. Quiero besarte durante los próximos dos días, no, dos semanas. No,
dos meses.
-Madame Marie-Jeanne, me pregunto, ¿sería posible que me prestara dos botellas
de vino, y dos copas?
-Por supuesto, señora. ¿Dónde desea que se las deje?
-Eh, en el solárium… no, no, pensándolo mejor, ¿podría llevarlo arriba y dejarlo en
el piso frente a mi cuarto? Y creo que hay unos restos y flores marchitas en el
solárium.
-Ya mismo las tiro, y barro… con mucho cuidado.
-Muchas gracias.
Marie-Jeanne volvió de prisa a su casa para buscar el vino y contarle a Pierre las
últimas novedades. El rubio alto de zapatillas que Madame le presentó como su marido
era más atractivo todavía, a su gusto, que el apuesto pelirrojo de ayer. ¿Mañana qué
sería? ¿Un moreno de zapatos negros? Trabajar para Madame Ikehorn era mejor que ir
al cine. Y, tal y como iban las cosas, debía acordarse de comprar más vino.

-Por favor, Spider, dejemos la charla para mañana; estás tan cansado que parece
que te fueras a morir – dijo Billy, preocupada por lo delgado y ojeroso que lo notó,
sobre todo después de bañarse, afeitarse y con la bata blanca de ella que apenas le
llegaba a las rodillas.
-Puedo esperar un poquito para morirme. Primero tengo que aclarar todo contigo;
no he podido pensar en otra cosa, y es más urgente que mis ganas de dormir.
-Yo no me permití pensar en nada de lo que nos dijimos aquella noche – explicó
Billy -. Sabía que eso era negar todo, pero al menos no estoy tan maltrecha como tú.
Comí, dormí y caminé mucho… una semana en un spa no me habría hecho mejor.
-Yo no pude comer ni dormir porque me sentía culpable. Fui un verdadero animal,
y nunca me voy a perdonar todo eso, pero una vez que se me pasó la furia, comencé a
pensar por qué, por qué había actuado como un imbécil contigo, por qué no quise
considerar tu idea de hacer un catálogo de decoración con el respeto que se merece
cualquier idea tuya, por qué hice esos comentarios tan tontos de que no sabías nada
de finanzas.
-¿Y lograste averiguar el motivo? – inquirió Billy con frialdad, sintiendo ruborizarse
al recordar las palabras que había tratado de borrar de su mente.
-Sí, al final, después de darme cuenta de que la única otra vez en que había sido
deliberadamente cruel con una mujer fue cuando supe del romance entre Valentine y
Josh.
-¿Te enteraste? – preguntó Billy, sorprendida – Valentine me lo había contado, pero
pensé que yo era la única que lo sabía.

230
-Me lo contó después de que nos casamos.
-Los dos somos buenos para guardar secretos – reflexionó Billy -, aunque más no
sea. ¿Pero qué tiene que ver un romance breve entre otras dos personas en 1977 con
nosotros en 1984?
-Estaba celoso de Josh; entonces ni siquiera sabía que se trataba de él, bastaba
con que fuera el amante misterioso que tenía preocupada a Valentine; además, ni
siquiera sabía que sentía celos porque aún no me había dado cuenta de que estaba
enamorado de ella. Me carcomía la furia porque no tenía el mismo tiempo que antes
para trabajar conmigo, porque su atención estaba centrada en otro.
-¿Y? – quiso saber Billy, completamente desconcertada.
-Cuando llegué a casa, la otra noche - ¿hace sólo una semana? – me encontré con
la Billy de antes, radiante y espléndida, entusiasmada por una idea nueva. Y me puse…
celoso del potencial de ese proyecto para apartarte de mí…
-Vamos, ¡es una locura! Siempre supiste que soy una mujer de negocios.
-Pero desde que nacieron los mellizos, te quedaste en casa, y yo volvía todas las
noches y encontraba a una esposa donde esperaba que estuviese todo el día, haciendo
lo que esperaba que mi amada esposa estuviera haciendo. Me había olvidado de lo que
era vivir con una mujer eléctrica, dinámica, que puede hacer que pasen cosas
importantes con un toque de su varita mágica; una mujer dueña de un poder
impresionante, que no me necesita, que tiene la libertad de dedicarse a cualquier
actividad del mundo que le interese…
-¿Estás tratando de decirme que justo Spider Elliot quería que me quede en casa
para siempre y que me ocupe de los niños, esperando el momento crucial de mi día, el
maravilloso instante en que por fin mi marido llegara a cenar?
-Sí. ¿No soy un idiota? En el fondo de mi corazón, eso es exactamente lo que
quería. Una mujer a la antigua, como mi mamá. Una vuelta a los años cincuenta,
sencillos, llanos, aunque nunca me lo hubiera imaginado. En cuanto se me cruzó esa
idea por la mente, me di cuenta de que era la verdad. Quería que fueras como todas,
quería dominarte, que fueras mi mujercita.
-Que patético. Nunca escuché tantas tonterías juntas en mi vida.
-Pero es la verdad – confesó Spider, dolorido.
-Ya sé; yo también me doy cuenta por tu tono de voz de que es la pura verdad…
eso es lo más terrible. ¡Justamente tú!
-Sí, en el fondo soy un cavernícola. ¿No me sirves otra copa de vino? Todavía no
me recupero del shock.
-Si hubiera sabido la verdad antes de casarnos…
-¿Qué?
-Igual me habría casado contigo, tonto. Spider Elliot es como la mayoría de los
hombres del mundo, sólo que lo tenía mejor escondido. Y ahora que conoces el lado
oscuro de tu personalidad, ¿por qué no haces el esfuerzo y sales de tu caverna? Al
menos, ten presente que eres cavernícola, te das una buena patada en el trasero y
vuelves a actuar y pensar como el ser humano inteligente que yo espero.
-Sí, señora – respondió él, sonriendo agradecido, y llenó su copa una vez más.
-¡No, no, nada de falsa humanidad! Mejor que seas sincero conmigo o te voy a
recordar que quieres una mujer como la de tu papá… ¡degenerado!
-Eso es la letra de una canción, bastante tortuosa, si te detienes a pensarlo…
-A lo mejor fue escrita antes de que la gente supiese lo tortuosa que era – sostuvo
Billy, comprensiva.
-No, el autor era sobrino de Freud, y sabía lo que decía. Espera, mi amor, que
todavía no he terminado.
-No me digas que ahora viene lo peor.

231
-Empecé a pensar en los comienzos de Escrúpulos – contó Spider, bebiendo
mientras hacía memoria -, y comprendí que fuiste tú quien vio la necesidad y tuvo la
idea de crear una boutique diferente en Rodeo Drive, y la que tuvo energía y voluntad
para hacerla construir. Lo único que yo hice fue cambiar la decoración y el enfoque,
contratar nuevos vendedores… nada más que detalles.
-Pero esos detalles fueron la clave del éxito. Eso es lo que me recuerdas a menudo.
-De todos modos, no hay duda de que fue toda obra tuya. Y Escrúpulos Dos fue
mía, bueno, a decir verdad, Gigi tuvo la idea, pero yo tuve la visión necesaria y te
convencí. ¡Brindemos! Una vez que estuviste de acuerdo, te dedicaste de lleno al
trabajo, convenciste a Prince para que diseñara las mini colecciones, contrataste a
todas las personas indicadas para que se encargaran de la parte técnica, y por eso fue
un éxito… Así que venimos trabajando a la par desde el principio; a veces es uno el
que hace la parte más importante y a veces el otro. Formamos una sociedad justa y
pareja en todo sentido.
-Hmmm… ¿justa y pareja? Eso te lo podría haber dicho yo, pero no me habrías
escuchado. Si no soy tan inútil, ¿por qué pensaste que lo del catálogo era una
ridiculez?
-¡No pienso eso! Creo que puede ser todo un éxito, pero no quiero que se convierta
en una obsesión, como cuando comenzaste a abrir locales de Escrúpulos en todo el
mundo. Fue entonces cuando ganaste muchísimo dinero. Trabajabas veinticuatro horas
al día, y lo ganabas a fuerza de pulmón, no lo olvides. Si no hubieses cerrado los
locales cuando murió Valentine, habrías duplicado la fortuna que te dejó Ellis Ikehorn…
y no había habido forma de tener un poco de tiempo para nosotros. Me asusta cómo
te metes de cabeza en cosas nuevas.
-A mí también. Si hoy no estuvieses aquí, ya me habría comprado Chanel. Y no sólo
la ropa, sino la empresa, en serio. En realidad, sería un inversión excelente ahora que
contrataron a Lagerfeld…
-Mira, de los problemas que mencioné, todos tienen solución – dijo Spider, llenando
otra vez su copa -. Hay que entregar y devolver muebles todo el tiempo, …¿para qué
se inventaron las empresas de cargas como la UPS? O podríamos comprar una flota de
camiones… ¿y qué si tienes que desperdiciar un poco de tela y algunas cabeceras de
cama? Para eso se inventaron los locales de venta directa de fábrica… venta directa de
fábrica… Billy, divina, hermosa, preciosa, ¿alguna vez pensaste seriamente en el éxito
que podrían tener los locales de venta de fá…?
-¿Cuántas copas tomaste?
-¿Casi una botella, o una botella y media?
-Mi amor, parloteas porque estás borracho. Espero que mañana te acuerdes de
todo lo que dijiste.
-Pero, Billy… la venta de fábrica… todavía no… no hemos… probado…
Spider llegó dando tumbos a la cama, se tapó con las mantas y se desmayó.

Después de mirar dormir a Spider durante un rato, Billy hizo una lista de víveres y
mandó a Marie-Jeanne a comprar manteca, pan, jamón, queso y otras vituallas que no
necesitaban cocción, como un poco de paté y pollo frío, para poder darle algo de
comer no bien se despertara.
Como Spider seguía durmiendo, comió ella algún bocado y después, más cansada
de lo que creía, se recostó en la cama y se quedó dormida tan rápido que tuvo sólo
unos segundos para sentir la dicha intensa de volver a estar en la cama a su lado.
Cuando a la mañana siguiente se despertó, muy temprano, Spider seguía dormido. Ya
es suficiente, pensó Billy, y después de un rato logró despertarlo.
-¿Dónde estoy? – preguntó Spider.

232
-En París, Francia. ¿Cómo te llamas?
-Spider no sé cuánto.
-¿Qué eres?
-Un cavernícola.
-Te estaba probando – dijo Billy entre risas.
-Entra en mi caverna – ordenó Spider, tomándola del pelo con suavidad -. Los
cavernícolas podemos soportar cualquier cosa, menos estar separados de nuestra
compañera.

-¿En serio que la casa está toda vacía? – preguntó Spider más tarde, mientras se
vestía para bajar a desayunar.
-Sí, salvo este cuarto. La mayoría de los muebles todavía están guardados en los
establos. Te mostraría todo, pero me muero por volver a casa y ver a los mellizos.
Llamemos al Ritz y averigüemos a qué hora sale el próximo avión.
-¡Pero me estoy muriendo de hambre! – se quejó Spider -. Llamemos después del
desayuno, mi amor.
-¿Y si perdemos el próximo avión por tardar demasiado?
-Día más, día menos… ¿qué diferencia hay?
-Para ti es fácil decirlo, porque los viste ayer, o anteayer… ya perdí la cuenta.
-¿Dónde está la cafetera? – quiso saber Spider ni bien llegó a la cocina nueva.
-No hay. Ahora que me acuerdo no hay ni tazas ni sartenes, no hay nada más que
un par de cuchillos que dejaron los obreros y un sacacorchos, ah, y mi taza. Hay un
bar por aquí cerca. Voy a mandar a Marie-Jeanne.
-¿Cómo hacías para desayunar?
-Dejaba correr el agua caliente hasta que salía hirviendo, y después ponía la taza
con un saquito de té bajo el grifo.
-Mi niña exploradora, qué inteligente. ¿Cómo te pones en contacto con Marie-
Jeanne, haciendo señales de humo?
-Creo que está abriendo la puerta de la calle. Marie-Jeanne, ¿es usted? – llamó
Billy.
-Sí, Madame. Hay más visitas que preguntan por usted en el portón. ¿Los hago
pasar?
-¿Es un hombre?
-No, no exactamente.
-¿Entonces una mujer? ¿Dijo su nombre?
-No, Madame.
-Hágalos entrar, señora – le pidió Spider en un francés que no había olvidado de
sus años de fotógrafo.
-Cómo no, Monsieur. Creo que me siguieron – indicó Marie-Jeanne cuando Hal y
Max entraron corriendo a los tropezones junto con la niñera. Casi se golpeaban en su
apuro por llegar hasta Billy. Se le treparon a su falda y la abrazaron por el cuello con
sus bracitos gordos y fuertes.
-¡Mami! ¡Guau buau, mami!
-¡Mami! ¡Buau bua, mami!
-Spider, ¡están hablando! Ay, ¡me perdí oírlos decir su primera palabra! – exclamó
Billy entre besos y lágrimas.
-Quieren un perro, señora – dijo Elizabeth, radiante -, un guau guau.
-¿Hace cuánto que estás aquí? – le preguntó Billy a Elizabeth -. ¿Acaban de llegar?
-No, no. tomamos el primer vuelo directo después de que partió el señor Elliot. A
los niños les encantó el viaje. Hemos estado comodísimos en una suite del Ritz, de
acuerdo con órdenes del señor.

233
-Le dije a Elizabeth que si no tenía noticias mías los trajera hoy a la casa – explicó
Spider -. Pensé que si todo lo demás fallaba, los mellizos eran mi última carta. Iba a
tratar de ablandarte apelando a tus sentimientos para con el padre de tus hijos.
Sin lamentarlo, Marie-Jeanne abandonó toda esperanza de que viniera un moreno
de zapatos negros. Monsieur era, sin lugar a dudas, el marido de Madame, si no
legalmente, al menos era el padre de sus hijos. Esos dos angelitos rubios se parecían
más a él que a ella. Y tenían la edad ideal para aprender a hablar un idioma civilizado.

Más tarde, después de dejar a los niños durmiendo la siesta en el Ritz, donde se
mudaron todos, Spider y Billy regresaron a la Rue Vaneau para despedirse de Marie-
Jeanne y mirar por última vez la casa, antes de ponerla en venta. Con tristeza, Billy
decidió que no tenía sentido conservarla si iba a ir una semana de visita cada tres o
cuatro años, si además no se podía ni preparar una taza de café en la cocina. Esa
mansión maravillosa en esa querida ciudad no encajaba en su vida. La casa merecía
ser vivida, usada; era una crueldad tenerla así vacía.
-¿Por qué no me llevas a recorrerla? – pidió Spider cuando se detuvieron en el
jardín, desierto porque el casero y su mujer estaban en casa de un vecino contando las
últimas novedades del día. Entonces atrajo la preciosa cabeza de su mujer hacia su
hombro mientras observaba cómo el fuerte sol otoñal hacía reflejos en esos rulos
castaños.
-Sí, quiero que la conozcas – respondió ella, con una expresión emotiva que él no
supo interpretar -. Ven.
Billy lo llevó a recorrer cada una de las habitaciones, deteniéndose para despedirse
de todos los lugares queridos, inalterables y clásicos como obras maestras de
escultura, dándose vuelta para mirarlos como si la llamaran. Acarició con suavidad
cada espejo, recorrió el tallado de las chimeneas, las molduras de cada puerta. Se
detuvo frente a las ventanas y observó cada paisaje, diciéndoles adiós a medida que
los recorría por última vez.
-Pobre Monsieur Delacroix – suspiró Billy cuando llegaron al dormitorio principal y
su imponente vista de los añosos árboles del parque. En ese momento empezó a sonar
la campana de la catedral de Santa Clotilde, indicando el comienzo de un emocionante
coro de campanas que resonaba desde cada rincón del barrio.
-¿Delacroix?
-Mi decorador. El hombre más frustrado de París. Justo cuando estaba todo
preparado para la instalación, hasta la última cortina, cuando habíamos terminado de
comprar todas las antigüedades – todo menos los cosas de cocina -, regresé a Nueva
York. Nunca la vio amueblada; se le debe de haber partido el corazón.
-¿Entonces no te viniste a vivir? – preguntó Spider en voz baja, perturbado por el
profundo amor que su mujer sentía por la casa, un amor evidente en cada gesto que
hacía, hasta en el sonido delicado y preciso de sus pasos sobre el piso de madera,
pisadas tan personales como una firma. Él sabía por qué Billy no se había mudado a la
casa; recordaba cada palabra del artículo sobre Billy y Sam Jamison. Ahí era donde
planeaba vivir con él, con ese pobre estúpido que perdió a la mujer más adorable del
mundo, gracias a Dios.
-No, el destino decidió que no – respondió ella, tratando con valor de que Spider no
adivinara en su voz ningún rastro de arrepentimiento.
-Tal vez no aquel entonces, pero, por mi parte, no puedo verla así, sin amueblar.
Nos quedamos aquí, en París, y con la ayuda de Delacroix desempacamos todo,
colocamos cada cosa en su lugar, llenamos las habitaciones de flores y los hogares de
leña, ponemos velas en los candelabros, cargamos la cocina con toneladas de comida y
conseguimos a alguien que nos prepara una taza de té como corresponde – y por qué

234
no café -, y si para entonces todavía amas la casa la mitad de lo que la amas en este
momento, nos instalamos a vivir aquí hasta que desees volver a California. Y si no
deseas volver, no volvemos.
-¡Spider! ¿Y Escrúpulos Dos? ¡No puedes dejar todo así no más!
-Claro que puedo. Si prácticamente se maneja solo. ¿O para qué le pago a
ejecutivos de nivel si no pueden hacer que todo funcione sin mí? Y además, están el
telex y el teléfono si necesitan ubicarme de urgencia. Ambos tenemos la costumbre de
dedicarnos demasiado al trabajo y sacrificar el descanso. Después de que nacieron los
mellizos, fue como si tuvieras dos trabajos y un turno por la noche.
-No pude evitarlo. Así hago las cosas. – Billy hizo un gesto con la cabeza
reconociendo su culpa.
-Si yo puedo aprender a no ser cavernícola, tú puedes aprender a ser un poco
menos…
-¿Compulsiva? ¿Es ésa la palabra que estás buscando?
-Sí, compulsiva y… obsesiva… dos caras de la misma moneda. Billy, necesitamos
tiempo para nosotros. Hay muchas cosas que podemos descubrir que no tienen que
ver con el trabajo, pero no lo sabemos hasta que no pasemos un par de meses
buscando… y si lo piensas bien, la casa te debe un techo ya que la mantuviste en
perfecto estado todos estos años. Si de verdad hubieses querido venderla, ya lo
habrías hecho hace mucho. Siempre deseaste volver, aunque no te hayas dado cuenta.
-Me recuerdas a una persona que conocí – dijo Billy, midiéndolo seriamente con la
mirada.
-¿A quién?
-A Spider Elliot… el que era capaz de convencerme de cualquier cosa.
-Sólo porque tú también lo deseabas – añadió él, y la besó tanto que la dejó
mareada -. Vamos, investiguemos aquellos canastos de los establos. Me pregunto si el
marido de Marie-Jeanne tendrá un martillo o una palanca.
Salieron al jardín tomados de la mano, y allí vieron a Pierre y Marie-Jeanne que
regresaban de su visita.
-Monsieur Pierre, ¿por casualidad no tendría un martillo? – preguntó Spider.
-Por supuesto, Monsieur. ¿Necesita ayuda?
-Ya que está, sí, cuatro manos vienen mejor que dos. Abramos algunas de las cajas
que están en los establos, y veamos qué hay dentro.
-Eh bien – respondió Pierre, asombrado -, eso es trabajo para veinte hombres.
-Bueno, mañana los tendremos, pero quiero empezar ahora mismo.
-¿Madame va a desempacar todo, por fin? – inquirió Marie-Jeanne con timidez.
-¡Sí! – exclamó Billy, deslumbrada de felicidad -. Vamos a mudarnos, con los
mellizos, la niñera… y un perro.
-¡Un perro! Dieu merci! ¡Siempre quise tener uno! Soy la única mujer de un casero
que no tiene perro. Ah, Madame, esto se merece una copita de champagne, ¿no?
-Sí, ¡nunca hubo un momento mejor! Espero que lleve la cuenta de todo el vino
que le debo.
-Restez-tranquille, que llevo la cuenta. Pero el champagne es una atención de
Pierre y mía. ¿Será un perro grande o pequeño, si me permite preguntar?
-Ya vamos a ver, pero quédese tranquila, que será un perro francés, Madame
Marie-Jeanne.

235
18
-Ben Winthrop va a estar en la ciudad la noche de la fiesta que organicé para
ustedes… ¿te molestaría si se invita solo? Aún no lo conoces – le preguntó Gigi a Sasha
mientras jugaban con la pequeña Nellie en el jardín de la casa amueblada que Vito
había alquilado hasta que se asentaran en alguna residencia permanente.
-Por supuesto que no. Quiero posar mis ojos de una vez por todas en Mr.
Maravilloso y, quién sabe, tal vez pueda engancharlo para que me lleve a dar una
vuelta en su máquina voladora. ¿Cómo podría negarse al pedido de una novia en su
fiesta de bodas atrasada?
-No se va a negar – contestó Gigi, confiada -. ¿A dónde quieres ir?
-¡A pasear! Ahora que eres una desocupada, podemos volar a San Francisco,
almorzar felices, ir de compras con guantes y sombrero blanco como auténticas damas
de San Francisco, y regresar a tiempo para cenar.
-Supongo que me vas a prestar el sombrero y los guantes. Pero ir a San Francisco
es una buena idea… puedo entregarle personalmente mi regalo a Eleanora Colona.
Sasha, me gustaría que no te refieras a mí como “una desocupada”. Yo renuncié a
Frost, Rourke y Bernheim.
-¿Cuál es la diferencia? – preguntó Sasha, ofendida porque su amiga no entendió
su sentido práctico -. No cobras ningún sueldo.
-Es una elección, y no te imaginas lo libre que me siento. Y de todos modos tengo
tanto que hacer con la organización de tu fiesta y la de Venecia, que no podría tener
un trabajo convencional.
-La fiesta de Venecia. ¿Te refieres al viaje inaugural?
-Esa será la segunda fiesta, dentro de un año. Esta otra se hace dentro de dos
semanas, y consistirá en un banquete de relaciones públicas para el periodismo
bursátil y turístico. Ben lo ve como una oportunidad para mostrar Winthrop
Constructora, con el pretexto de la línea de cruceros. Invitó a la plana mayor de sus
numerosas compañías, incluso a muchos de los que hasta hace poco trabajaron
conmigo en Nueva York.
-¿Para qué? Si el barco todavía está en dique seco. Me dijiste que es un
espectáculo que sólo podría gustarle al dueño de un barco.
-Cada vez que se construye un buque – explicó Gigi -, a la primera chapa que se
coloca en la quilla se le pone una moneda de la suerte, de propiedad del dueño. Ben
va a hacer cambiar esa placa del carguero por otra que lleve un dólar de plata, para
conmemorar la compra de los tres barcos y la reparación del Esmeralda. Yo estoy
organizando todo con una importante agencia de viajes. Tenemos que llevar a los
periodistas hasta Venecia, después a Porta Margera para la ceremonia del cambio de
placas, y de vuelta a Venecia para la fiesta en el Cipriani. Transporte, comida y
alojamiento para casi doscientos periodistas y varias decenas de empleados de Ben.
-¿Te van a pagar por esta fiestita en Venecia? – preguntó Sasha, desconfiada.
-Ben quiso pagarme, pero no lo dejé.
-¡Gigi! – Sasha se escandalizó. – Como tu anterior agente, no te lo permito.
-Sasha, simplemente no puedo… no voy a figurar en su planilla de sueldos.
-Por raro que parezca, entiendo cómo te sientes dado que entre ustedes las cosas
están en equilibrio inestable, tan… indecisas. Está bien, trabaja gratis, no me importa.
Y me alegra que Ben venga a la fiesta porque verlos a ustedes dos juntos, a punto de
casarse, tal vez sea lo que Zach necesita, el golpe de realidad que le faltaba a su vida.
Ya hace mucho tiempo que vive aferrado a una fantasía emocional, y está volviendo

236
loco a Vito con su delirio. Yo haría cualquier cosa para que te olvide. ¡Nellie! Eso es
una lombriz, nena, no un juguete. Dásela a mamá. ¡Gigi, se la está poniendo en la
boca! ¡Por Dios, no se lo permitas!
-No, Nellie – dijo Gigi suavemente, al tiempo que le quitaba la lombriz de la mano-.
Aquí tienes una linda palita, ¿por qué no vas a escarbar un poco?
-Ayer encontró un gusano y lo bañó en su jugo de naranja – comentó Sasha -. No
lo lastimó, lo puso de vuelta en el jardín. ¿Crees que va a ser zoóloga?
-Con una madre fuera de sus cabales, va a tener suerte si sobrevive a su niñez.
-No creo ser loca porque me preocupo por su futuro. Ya nada es imposible para
una mujer, y cuando sea grande…
-No juegues conmigo, Sasha Nevsky. Te conozco demasiado bien.
-Sasha de Orsini, por favor. ¿O tienes algún problema con que compartamos el
apellido? Y hace mucho que dejé de jugar.
-Entonces, ¿qué son esas tonterías sobre Zach?
-Ojalá fuera una tontería. Vito ya está harto. Zach no está haciendo el trabajo
excelente de siempre en Largo fin de semana, y mi pobre marido a cada rato tiene que
apoyarlo para que pueda seguir adelante. Así, una comedia de humor negro se está
convirtiendo en una película romántica porque el director todavía está
sentimentalmente involucrado con la hija del productor. ¿No te parece que podría ser
un argumento de película? Tal vez se lo tendría que sugerir a Vito; quizá no sea muy
tarde para reescribir el guión.
-Sasha, no se me ocurre ningún motivo, salvo un afán malicioso de pelear, para
que digas que Zach todavía está “sentimentalmente involucrado”… qué frase horrible…
conmigo. Sé que te encanta buscar problemas, pero pensé que casarte dos veces
sucesivas te curaría.
-A veces eres mala, Gigi. ¡Cómo vas a recordarme a Josh justo ahora, que soy tan
feliz!
-Nunca siento culpa, Sasha, así que no trates de infundírmela. ¿Por qué buscas
problemas?
-Si Zach estuviera saliendo con mujeres, aunque fueran actrices, jamás se me
ocurriría que aún está prendado de ti… ¿te gusta más esa frase?... ¿Te alcanza con
una de la década de 1940? Pero no sale con nadie. Zach Nevsky dejó de frecuentar al
sexo femenino desde que cortó contigo. Yo te pregunto, Gigi, ¿eso te parece sano para
un hombre joven en la flor de la vida?
-¿De dónde sacas estas tonterías?
-Todas las noches, cuando mi marido llega a casa se pasa la primera hora
descargándose conmigo; de ahí las saco. Pregúntale, si no. ¿Crees que tu padre sería
capaz de inventar todo sólo para buscar problemas?
-Si le convenciera para alguna película, seguramente que sí. Pero esto… es una
picardía. Ustedes dos están tramando algo.
-Santo Dios, ¿no te parece que tenemos cosas mejores que hacer con nuestras
vidas que elogiar tus encantos fatales? ¿Cómo puedes ser tan egocéntrica? ¡Nellie!
¡Deja eso! ¡Gigi, cortó la lombriz por la mitad con la palita! Dios mío, ¿cómo se le
ocurre hacer eso?
-Se va a convertir en asesina múltiple, cosa rara en una mujer, pero alguno que
otro caso se conoce. O en exterminadora. ¿Por qué no la pones en su parque, por el
amor de Dios? Parece un colibrí gigante y gordo. Mirarla me está poniendo nerviosa.
Ahora tengo una leve idea de lo que tuvo que pasar Billy con los mellizos.
-¿Te gustaría darle el biberón? Ya le toca el de la tarde.
-No, gracias.
-Vamos, sé valiente, algún día te tocará hacerlo. Casi todas las mujeres lo hacen.
Hasta mamá tuvo que darnos el biberón, o tal vez nos amamantó hasta que pudimos

237
beber directamente de la taza. La próxima vez que Zach la llame le voy a decir que se
lo pregunte.
-¿LA PRÓXIMA VEZ QUE HAGA QUÉ? – Los ojos de Gigi se desorbitaron por la
sorpresa. Sentía un saludable temor ante Tatiana Orloff de Nevsky, la avinagrada y
dominante dictadora del gran clan Nevsky, mujer de un legendario mal humor.
Sasha suspiró.
-Llama a mamá para mandarle cariños. Según Vito, viene haciéndolo dos veces por
semana.
-¿Me estás mintiendo, Sasha?
-Es la pura verdad; te lo juro por Nellie.
-No lo tomes a mal, pero tu madre es una terrorista. La respeto y la admiro, pero
me alegro de no ser hija tuya.
-Ya sé, pero cuando estás realmente desesperada, casi tanto como ella cree que
tendrías que estar teniendo en cuenta lo mucho que la decepcionas, consigue mostrar
algo de compasión. Tienes que estar al borde del suicidio para verle esa arista, pero la
tiene. Cuando estaba pasando los peores momentos con Josh, yo también la llamaba,
y me hacía sentir mejor. Al menos sabía que tenía una madre, por tremenda que fuera.
Gigi digirió en silencio las palabras de su amiga. Era un aspecto que no le conocía a
la mujer.
-¿Zach nunca… - titubeó – le preguntó por mí a papá?
-Ni una palabra. Ni a mí ni a Vito.
-¿Ya ves? Tienes alucinaciones.
-Todo lo contrario. Da la impresión de que te hubiera borrado a fuerza de voluntad.
Y eso, teniendo en cuenta el tiempo que pasa con Vito, resulta muy sospechoso. Si por
lo menos alguna vez preguntara cómo te va, o reconociera al pasar que existes… pero
no mencionar tu nombre durante un año, siendo que trabaja con Vito todos los días…
entre paréntesis, ¿no crees que ya estás un poco grande para seguir llamándolo
“papá”?... sabiendo que eres mi mejor amiga, pese a todas las cosas horribles que me
dices, y ni qué decir de que eres el gran amor de Zach, yo a eso lo tomo como una
clara señal de que todavía está dolido. Después de todo, tú puedes hablar de Zach sin
ningún problema, porque estás enamorada de Ben, pero mi pobre hermano no puede
siquiera pronunciar tu nombre porque nunca aceptó que tiene que seguir su vida sin ti.
-Peor para él.
-Eso mismo le dije a Vito.
-¿Y qué te contestó?
-Algo así como que él jamás podría olvidarme ni en toda una vida. Pero claro, Vito
y Zach son diferentes; Vito es un adulto y Zach es un chico loco de amor.
-¿Un chico? La verdad Sasha, estar casada con un hombre mayor te ha puesto muy
condescendiente. Zach tiene por lo menos treinta y uno.
-Pero en el fondo sigue siendo un chico, un romántico apasionado, como
Heathcliffe. ¿Heathcliffe tenía apellido o ése era su apellido? ¿Joe Heathcliffe?
¿Heathcliffe Jones? Qué importa. Es triste, pero trato de no pensar en este tema. Aquí
tienes a Nellie; puedes hacerla eructar ya que no quieres darle el biberón. No hay nada
más agradable que hacer eructar a un bebé; no sólo escuchar el eructo, sino también
sentirlo que va subiendo y sale.
-Si Nellie tiene edad para andar diseccionando lombrices, ¿no puede eructar sola?
-Por supuesto, pero ¿cómo te voy a privar de ese placer si me vas a llevar en avión
a San Francisco?

Victoria Frost se acurrucó en la cama y pasó revista a su situación con actitud


cautelosa. La agencia ya podía contar con que facturaría ciento noventa millones de

238
dólares al año, y ella se había sacado de encima a esa pesada y atrevida sabelotodo, a
esa mujerzuela vanidosa e impertinente, a esa trepadora exasperante de Gigi Orsini,
sin perder las cuentas que ella había conseguido, excepto Mares Azules, que de todos
modos no podrían haber conservado.
Pese a que Gigi aseguró que se retiraba de la publicidad había habido una especie
de tensa espera durante la última semana. Suponían que se iban a enterar de que Gigi
había convencido a Spider Elliot de que retirara Escrúpulos Dos, y a Ben Winthrop, El
Altillo Encantado y la línea naviera. Finalmente, Victoria, Archie y Byron supieron por
rumores que Gigi no trabajaba en otra agencia ni se había llevado las cuentas, como
bien podría haberlo hecho. El trabajo preliminar con Ropa Playera Informal y
Escrúpulos Dos avanzaba a toda velocidad.
Además, tres importantes empresas de Nueva York habían invitado a FRB a
presentar propuestas publicitarias. Organizar una reunión de ese tipo requería invertir
dinero, tiempo y trabajo, pero ahora los tenían en cuenta como nunca antes. Su fama
de competentes ya no era sólo local sino nacional, y todo lo habían conseguido en
menos de dos años.
Ya no existía una razón válida para que Angus dudara en dejar Nueva York, se dijo
Victoria. Hacía tiempo que ella sabía que se trataba de un hombre de costumbres, que
no anhelaba dar el próximo paso inevitable en su vida. ¿No era habitual en casi todos
los hombres ese punto débil? Pero en él la pasión se había intensificado por lo
infrecuentes que eran sus encuentros. En cada célula, en cada hueso, en cada uno de
sus pelos, estaba segura de que ninguna mujer ejercía semejante dominio físico sobre
un hombre como ejercía ella sobre Angus.
Victoria se dio vuelta y pensó en los hombres que había seducido en California.
Cada uno aportó algo a sus conocimientos eróticos y su creatividad sexual. Todos le
habían servido. Cada vez que ella y Angus estaban juntos, él se entregaba con tal
desenfreno de lujuria, que en ocasiones la asustaba. Ella poseía a ese hombre. Era
suyo. Había llegado el momento de que él aceptara sus condiciones. Sabía que la vida
amorosa de su madre y Angus era una farsa, como él mil veces se lo había dicho. Ya
había esperado lo suficiente. Había llegado el momento de hacer valer sus derechos.
Con el éxito que ella ahora tenía, no importaba si varias de las cuentas de Angus se
quedaban en Caldwell & Caldwell, calculó Victoria, pese al tiempo que él había
dedicado a construir los cimientos para el cambio. La facturación de Los Ángeles era
más que suficiente para ambos. También era verdad que realmente se necesitaba a
Angus en el cuerpo directivo de FRB.
El trabajo de Victoria era demasiado para una sola persona, aunque ella se
esmeraba por ocultárselo a Archie y Byron. Los dos estaban ocupados contratando
personal para el nuevo trabajo creativo que tenían, pero ella por su parte todavía, y
como siempre, mantenía en el mínimo el número y el poder de los supervisores de
cuentas, para que Angus encontrara su puesto en la gerencia listo para él.
Era un sábado, por la mañana temprano. Victoria se hallaba despierta desde antes
del amanecer. Angus y Millicent se habrían ido a pasar el fin de semana a
Southampthon, pensó Victoria, mientras miraba el reloj que había sobre su mesa de
noche. Era tan temprano que seguramente su madre aún no habría bajado a
desayunar. ¡Ahora! Los odiados vínculos cimentados durante años volaron en pedazos
con su arrebato de impaciencia. Se sentó en la cama, levantó el tubo del teléfono y
marcó el número de Southampton.
-Con el señor Caldwell, por favor. De parte de Joe Devane – le dijo a la criada que
contestó el teléfono.
Al minuto, atendió Angus.
-Soy yo. ¿En qué habitación estás? – le preguntó Victoria.
-En la biblioteca. ¿Qué demonios…?

239
-No me interrumpas. Te enteraste de que conseguí Ropa Playera Informa, ¿no?
-Sí, pero…
-Angus, ya pasaron casi dos años y no pienso esperar más. Estoy cansada, no
soporto vivir así. Ya no hay motivos para que te quedes allá; te necesito aquí,
conmigo.
-No es el momento; vas muy de prisa…
-El momento no podría ser mejor. Viajo a Nueva York la semana que viene. Tengo
una reunión informal con Harris Reeves el martes por la mañana, y otra con Joe
Devane, por la tarde. Vamos a estar tres días ocupados con Ropa Playera. Eso te va a
dar tiempo suficiente para decírselo.
-Yo… escucha…
-Si no, se lo digo yo.
-No estás hablando en serio, Victoria…
-No me pongas a prueba. Adiós.
Angus Caldwell colgó el teléfono sin pronunciar palabra y se encerró en la
biblioteca, con la voz de Victoria todavía en sus oídos. Había llegado el día que venía
postergando, con la esperanza, no, con la convicción, de que algo lo iba a alejar. Que
ella conociera a otro, que pensara que él no la merecía, que perdiera interés… sólo
Dios sabe cuántas cosas había pensado, pero nunca creyó que iba a llegar ese
momento.
De repente, incapaz de seguir encerrado entre cuatro paredes con sus terribles
pensamientos, Angus Caldwell salió de prisa de la enorme casa construida a un trecho
del mar. Cruzó el perfecto verdor del césped hasta llegar a la arena, y sólo se detuvo
cuando alcanzó las olas que esa mañana lamían mansamente la playa.
Angus Caldwell miró alrededor, y observó con detenimiento cómo la neblina
matinal, diáfana y opalina, se elevaba sobre el océano a medida que se hacía más
intensa la perlada luz azul de otro espléndido día otoñal en Southampton. Mientras
recorría con la mirada la amplia playa ocre, nombrada a los moradores de las
mansiones magníficamente cuidadas, separadas unas de otras por verdes ligustrinas
recortadas, en un trecho de costa único en el mundo. Cada una de esas casas
pertenecía a un amigo suyo; en cada una de ellas se lo recibía con el mayor agrado, tal
como ocurría en el Maidstone Club y el Meadow Club, donde se sabía poseedor de un
privilegio absoluto que sólo podía encontrarse en Southampton, privilegio que ninguno
de los nuevos ricos de Hampton podía igualar.
Aspiró bocanadas de aire, el aire puro y tonificante del Atlántico, y miró a su propia
mansión de paredes blancas y tejas de madera, una casa que se destacaba con sus
profundos miradores y amplios porches, con habitaciones extremadamente cómodas e
informales. Todos los viernes por la noche llegaba allí en helicóptero, con la misma
ansiedad que sentía los domingos cuando tenía que volver a su apartamento de la
Quinta Avenida, amplio y elegante, lleno de obras de arte, sabiendo que le esperaba
una semana de intenso trabajo. Sentía, con cada latido de su corazón, cuánto
significaba para él el momento en que se abría la puerta del ascensor y entraba en la
magnífica recepción de la agencia donde, junto con Millicent, dirigían desde hacía tanto
tiempo a centenares de empleados. Revivió el ritual de todas las mañanas, el pasillo
que recorría hasta llegar a sus despachos, cuántas veces alguien lo detenía para
hablar, y él sabiendo siempre que el único medio de subsistencia de esas personas era
esa agencia. Angus Caldwell oteó el vasto horizonte del Océano Atlántico y analizó su
cincuenta por ciento de participación en la propiedad de la agencia, una empresa que
pronto facturaría mil millones de dólares al año. Él y Millicent eran buenos jefes, se
dijo, mientras se agachaba para recoger un trozo de madera; se habían ganado
honestamente cada uno de sus millones.

240
Disfrutaba de una vida mejor que la de todos los hombres que conocía, pensó, pero
Millicent seguía durmiendo en su cuarto. Millicent, que le permitía todas las libertades
salvo la que él más deseaba. Si Victoria estuviera allí en ese instante, tendría que
buscar un lugar donde poder poseerla, donde encontrar el alivio que sólo ella podía
darle, porque el sonido de su voz por el teléfono lo había excitado de una manera
insoportable, hasta producirle dolor. No, no podría contenerse, aunque tuviera que
arrojarla sobre la arena a la vista de la casa.
“Si no se lo dices, se lo digo yo”, había amenazado. Cuando se retiraron las olas,
Angus hizo un gran hueco en la arena con la punta de la zapatilla, y observó cómo el
agua poco a poco volvía a llenarlo. Se encogió de hombros ante ese fenómeno
inevitable y comenzó a trotar por la extensa playa, un hombre que avanzaba con paso
decidido, que parecía no tener ninguna preocupación en el mundo más que hacer
suficiente ejercicio para prolongar su envidiable vida.

Vito y Zach interrumpieron para tomar un café mientras, en la sala de edición


provisoria que habían montado en un motel no muy lejos de la colonia Malibú, el editor
revisaba el trabajo de ese día.
-Hubo un par de tomas que me parecieron mejores de lo que acabamos de ver –
dijo Zach, esperanzado -. Podemos hacerlo mucho mejor.
-Ya lo sé – contestó Vito -. En realidad, cuanto más filmas mejor sale la película. La
semana pasada pensaba que lo único que podíamos hacer con esta película era
prenderle fuego al negativo y esperar que la policía no nos detuviera, pero ahora se
convirtió en una interesante mezcolanza, una extraña comedia de humor casi negro
matizada con sentimentalismo puro y una pincelada sexy de romance alocado. Ya
puedo oír las críticas. “Un regalo para los románticos de Hollywood… excelente”.
-Si aciertas con tu pronóstico, Vito, será gracias a la suerte y a la calidad de los
actores. No estoy en mi mejor momento, no pienses que no me doy cuenta. No hago
más que imaginar las burlas de los críticos y terminamos el viernes.
Vito rió con tranquilidad.
-Es sólo una película, como siempre te digo, Zach. No te lo tomes tan a pecho. A
todos nos ha pasado que algún proyecto no nos salió bien desde el principio. Y a veces
las cosas parece que van de maravillas y terminan resultando una asquerosidad.
¿Alguna vez viste El ciudadano perfecto? No, mejor no te lo pregunto. No quiero
ponerte en compromisos.
Volvió a reír y se sirvió otra taza de café.
-A Largo fin de semana le hicieron alguna brujería – prosiguió -. Seguramente los
habitantes de la colonia se reunían los fines de semana, hacían muñequitos de cera
con nuestra cara y les clavaban alfileres. Nunca les gustó que esta película se filmara
aquí; este sitio es como un secreto incestuoso que ocultan. Pero no pudieron
ganarnos, y ya se tienen que haber dado por vencidos. Largo fin de semana se tendría
que haber llamado Misa negra en Malibú. De hecho, creo que mañana mismo voy a
registrar el título.
-Vito, ¿Por qué estás tan tranquilo? Me pones nervioso. Desde que comenzamos a
trabajar juntos, cada minuto me pareció cuestión de vida o muerte; de repente arruino
el trabajo y te lo tomas con calma… bueno, relativamente. Éste no es el Vito Orsini que
yo conocía.
-En primer lugar, no arruinaste el trabajo. En segundo lugar, no soy el Vito Orsini
que conocías, y eso se lo tienes que agradecer a tu hermana. Cuando vuelvo a casa y
me encuentro con Sasha, veo mi vida en perspectiva. Y si llego a tiempo para hacer
eructar a Nellie, ya los problemas de la filmación no me importan tanto como antes.
-Realmente adoras a esa nena, ¿no? – preguntó Zach, curioso.

241
-¿Quién no? De lo único que me arrepiento es de no haber acompañado a Gigi
cuando ella tenía esa edad. Pero ahora Gigi me trae tantos problemas, tantas
preocupaciones, que la verdad es que me alegro de que la relación de ustedes no haya
funcionado. Entre las extravagancias de ella y las tuyas habría sido un fracaso.
-Gracias.
-Oye, no me culpas por querer que Gigi formalice con Ben Winthrop, ¿verdad? Él
insiste, pero Gigi no quiere hablar del tema, ni siquiera nos presentó. Sasha dice que
soy un mercenario, pero ¿a qué padre no le gustaría que su hija se case con un tipo
que es joven, rico, apuesto y, según parece, medio decente? Sasha dice que no existe
la mínima posibilidad de que eso ocurra porque Gigi está muy confundida, y aunque se
case con Winthrop, él se estaría aprovechando de su indecisión. Además sería un
fracaso porque ella se casaría con él por despecho.
-¡Sasha está totalmente loca! – exclamó Zach, disgustado -. Dios mío, ¿qué le
pasa? Siempre tuvo esa idea errónea, típica de las hermanas, de que soy irresistible
para las mujeres. Pensé que el matrimonio la iba a curar, pero parece que no.
-¿Sabes una cosa, Zach? Tú y tu hermana son un peligro para la sociedad. Ahora
que saqué a Sasha de circulación, alguien tendría que encerrarte a ti. Ningún hombre
puede olvidar a Sasha… mira, si no, a ese pobre infeliz de Josh Hillman. Y mi hija, una
de las personas más realistas que conozco, están tan susceptible contigo, que delante
de ella no me atrevo a mencionar tu nombre porque le aparece un gesto casi
imperceptible de sufrimiento en el rostro y me hace sentir como un insensato. Ni
siquiera me preguntó cómo va la película, simplemente porque tiene que ver contigo.
¡Qué falta de consideración para con el padre! La invité a que pase por el set ahora
que no trabaja, y no quiso ni pensarlo. Con otras películas, solía fastidiarme para que
la dejara ir a verme trabajar, aunque yo le explicaba lo aburrido que era. No creo que
sea capaz de resistir la emoción de encontrarse contigo.
-Entonces no pienso ir a la fiesta. – La contestación de Zach fue brusca.
-Tienes que venir, Zach, sabes que tienes que hacerlo. Sasha y yo no te lo
perdonaríamos. Gigi está mentalmente preparada. En realidad está físicamente
preparada; incluso dejó de vivir encerrada en su dormitorio, como un ermitaño, y ha
empezado a utilizar el resto de la casa. Creo que eso es una buena señal. Por otra
parte, se pasa la mañana entera leyendo el consultorio sentimental y el horóscopo de
las revistas. ¿Pensará que va a encontrar allí la solución de sus problemas? En
cualquier momento va a empezar a dormir con un osito de peluche.
-Vito, maldición, no fui yo el que rompió con ella, sino ella conmigo. No es culpa
mía que ahora esté… como está.
-Ya lo sé, Zach. Ninguna de mis anteriores mujeres se comportó de la manera
sentimental en que se comporta Gigi. Cielos, si hasta Billy y yo nos llevamos bien
ahora. Voy a producir la próxima película para Susan Arvey y Maggie MacGregor, y
mantengo una verdadera amistad con ellas.
-¡Tú y Susan Arvey! ¡Vamos!
-De verdad. ¿No me crees? Ahora me reformé… pero tuve mi época… y qué época
gloriosa. Gracias a Dios Sasha no quiere saber nada del pasado o se lo tendría que
contar, y me parece que la verdad no le caería bien.
-¿Y qué pasó con Maggie? – preguntó Zach, fascinado.
-Eso es historia antigua, que empezó mucho antes que lo de Billy. ¿Cómo piensas
que la convencí para que hiciera ese especial sobre ti en Kalispell?
-Ni me puse a pensarlo. Y si lo pensé, me imaginé que era porque se trataba de un
tema candente. Tendría que haber desconfiado un poco.
-No, en absoluto. Esas cosas no se ven a simple vista; sólo las nota el que sabe. Te
lo dice un amigo reformado y con experiencia. Miro a Gigi y veo a una muchacha que

242
no tiene la más mínima idea de por qué se compró la película Nuestros años felices y la
mira casi todas las noches que está sola en casa.
-¿Nuestros años felices?
-Reconozco que tú no eres Redford y ella no es Streisand, pero el tema, Zach, el
tema de dos personas que no pueden vivir juntas, pero cuyo amor no morirá… te
emociona cada vez que la ves, aunque la sepas de memoria. Veinte pañuelos. ¿Alguna
vez la viste?
-Sí, una. No me pareció tan buena – mintió Zach, incómodo. Alquilaba Nuestros
años felices cada vez que sentía la necesidad de volver a verla, o sea, más o menos
una vez por semana, y a veces también el fin de semana. Pero no quería comprarla
para no esclavizarse.

La noche de la fiesta que Gigi organizó para festejar el casamiento de Vito y Sasha
aún conservaba algo del calor sofocante del día que había sido demasiado para finales
de octubre. Una Luna llena, completamente anaranjada, ya pendía del cielo antes de
que terminara de ponerse el Sol.
Gigi había ensayado durante varias noches la recepción; oscureció la casa y puso
nuevos focos en las pequeñas lámparas, que irradiaban un tenue brillo rosado. Con las
luces encendidas, recorrió el lugar colocando innumerables candeleros y velas votivas
hasta que consiguió un efecto festivo y simpático. También quedó satisfecha con las
zonas de penumbra, misteriosas y sugestivas. La casa entera constituía una gran
invitación. Todas las ramas y enredaderas que se veían desde lo distintos patios de la
casa de tres pisos tenían farolitos que alumbraban con brillo rosado, y los balcones
estaban adornados con titilantes lucecitas blancas.
En un principio, había pensado decorar la casa toda de blanco aludiendo al tema de
la boda, lo cual podía quedar doblemente bello por el contraste con los alegres
estampados de colores que había por doquier. Pero después de pensarlo bien descartó
la idea, porque no se trataba de las primeras nupcias de Sasha ni de Vito. En cambio,
fue a un mercado mayorista de flores y cargó una camioneta prestada con veinte
docenas de macetas de ciclamen y veinte docenas de prímulas rosas y blancas que
acababan de florecer. Hizo otro viaje para comprar frutas rosadas, pero salvo pomelos,
no encontró nada.
Se decidió entonces por las manzanas, cajones y más cajones de manzanas, en
todas las variedades de rojo. Podía ocultar la base de los cajones con macetas,
reflexionó, pero aún le faltaba el último toque. Se paseó por el mercado, oliendo y
tocando todo, hasta que encontró pequeños ramilletes de rabanitos rosas y blancos,
con hojas verdes, tan lindos que daban ganas de prendérselos en la solapa. Compró
todos los que quedaban, centenares, y los acomodó dentro de los cajones de
manzanas, que luego colocó en pintoresco desorden en diversos sitios.
¿Dónde poner el bar?, se preguntó. Sabía por experiencia que la gente se
aglomeraba en los bares. Había tantas habitaciones innecesarias en la casa que pudo
armar cuatro junto a la puerta de habitaciones pequeñas, como para que la gente no
sintiera deseos de instalarse.
Después de mucho buscar algo original para servir, decidió ser sensata y recurrió a
la comprobada seguridad de un bufet italianísimo clásico, los platos preferidos de Vito.
¿Quién no encontraría algo de su agrado entre la variedad de antipasto frío y caliente,
las cinco clases de pastas, el pollo con aceitunas negras, las salchichas con pimienta y
las patas de cordero asadas? Y la torta de bodas, por supuesto. Y si a alguien no le
gustaba la comida, que al salir de la fiesta se fuera a comer a otra parte.
Gigi consiguió alquilar manteles con un estampado de pimpollos de manzano sobre
fondo rosa. Las servilletas eran rosa claro; las velas, blancas; y los centros de mesa,

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sencillas vasijas de barro con prímulas blancas. Le pidió a los encargados del servicio
que utilizaran mesas de un metro veinte para grupos de ocho personas, y que las
dispusieran por toda la casa. Las mesas estrechas, como decía Emily Gatherum,
animaban a cualquier grupo.
Animar. Gigi se lamentó en voz alta, quizá con un exceso de nervios por la fiesta.
¿Por qué, si sabía el suplicio que se sentía siendo anfitriona, se había ofrecido a
organizar una fiesta para cientos de personas, la mitad de las cuales no tenía
absolutamente nada en común con la otra mitad?
Los amigos de Sasha, provenientes de Escrúpulos Dos, jamás se habían visto con
los de Vito, de Le Tout Hollywood. Por algo Sasha y su padre no se conocieron antes…
el único invitado común era Zach. Y Josie Spielberg y Burgo, se corrigió. Podía contar
con que Josie y Burgo, grandes conversadores, trataran de armar puentes para salvar
el abismo entre los dos grupos, pero no podía decir lo mismo de Zach, que, ella
esperaba, tendría el buen tino de hacer una aparición simbólica y desaparecer.
Una vez Zach le había dicho que la única preocupación de un anfitrión debía ser
que los invitados se divirtieran, que no importaba si los anfitriones lo pasaban bien,
porque no eran más que los productores de una velada.
En aquel momento le pareció razonable, pero ahora que ella organizaba sola una
recepción gigante, y para colmo fiesta de boda, le parecía imposible alcanzar esa
distancia filosófica que él proponía. Por otra parte, la casa que era demasiado grande
para ella era demasiado pequeña para la cantidad de invitados; tal vez la mera
proximidad física le daría a la fiesta la diversión que necesitaba. Elsa Maxwell, la
famosa anfitriona del mundo en el período entre ambas guerras, siempre insistía en
que la multitud era la clave del éxito de cualquier fiesta. Gigi rogaba fervientemente
que el espíritu de Elsa Maxwell la bendijera.
Mientras Gigi confirmaba los doce encargados del aparcamiento, los ocho violinistas
que interpretarían melodías románticas desde el balcón más grande y la orquesta que
se turnaría con ellos en el patio, bendijo el día que Sasha había negociado un contrato
con el pobre señor Jimmy por las reproducciones que él haría de su lencería antigua.
Después de su muerte Escrúpulos Dos se hizo cargo del contrato, y las regalías de Gigi,
que durante años ella ahorró religiosamente, ya ascendían a una suma que jamás
había soñado poseer. Ya no se podía hablar de una reserva de emergencias, tan
grande era la cifra. Aun si la fiesta resultaba ser el desastre económico que esperaba,
podría pagarla sin pestañear.

Gigi se vistió para la fiesta con manos frías que se enredaban con cada botón y casi
atoraron el cierre. En Neiman Marcus había encontrado un vestido de chifón color
verde agua, tono que la hacía pensar en sirenas divirtiéndose traviesamente en
primavera, a orillas de un río, con un cardumen de robustos tritones. Era entallado, de
mangas largas ajustadas que terminaban en un puño angosto. De alguna manera el
profundo escote lograba comenzar en el punto exacto donde el rosado de los pezones
interrumpía abruptamente la blancura de sus pechos. El vestido se le ceñía al cuerpo
hasta la delgada cintura, donde llevaba un simple cinturón de chifón. La falda,
compuesta de tres capas de tela cortada al bies, se ondulaba cuando ella se movía y
revelaba todas las curvas de la parte inferior de su cuerpo, aunque el ruedo levemente
acampanado le daba libertad de movimiento. Terminaba casi en la mitad de la rodilla,
el largo exacto que anunciaba que era fines de 1984, ni un día antes ni un día
después.
Si nuestro padre se casa con una mujer que nos lleva apenas tres años, pensó Gigi
cuando se compró el vestido más audaz y provocativo que hubiera tenido jamás,
tenemos que tratar de que nuestra madrastra no sienta a la hijastra como una carga

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porque es demasiado inocente para cuidarse sola. O demasiado recatada. Ese vestido
sería recatado sólo para una mujer que creyera que los brazos son su zona más
erógena.
De todos modos, ¿quién oyó hablar de una sirena recatada?, se preguntó Gigi,
mientras se aplicaba más rímel que de costumbre en las pestañas y se veía en el
espejo de cuerpo entero tan plácida como deseaba estarlo. Tal vez era obvio que una
muchacha de ojos verdes debía vestirse de verde, pero después de todo eso era
Hollywood, un lugar donde los detalles sutiles solían pasar inadvertidos.
Ese vestido, salvo la tela, no tenía nada en común con el vestido de chifón lavanda
que había usado cuando Sasha se casó con Josh Hillman y fue su dama de honor.
Tampoco ella era la misma persona que hacía alrededor de dos años y medio, se dijo,
olvidando por un instante la fiesta. Le habían pasado demasiadas cosas: se
independizó de Escrúpulos Dos; llegó a la dura decisión de que no tenía futuro con
Zach; descubrió en Victoria Frost a su primer enemigo y aprendió hasta dónde estaba
dispuesta a llegar con tal de alcanzar el éxito; tuvo dos amantes y se introdujo en la
peligrosa vorágine de los celos y la posesión de los hombres; comenzó a desarrollar
cierta destreza para encontrarle la vuelta a los negocios… incluso se compró un vestido
de persona adulta en lugar de rejuntar prendas como hacía siempre. Cualquiera fuese
en definitiva el cambio total, lo cierto era que había cambiado, y si uno de esos
cambios le había dolido como si se hubiera cortado un miembro con un serrucho, no lo
había podido evitar. ¿Acaso se puede no cambiar cuando una comprende que es
necesario?, se preguntó, como si el espejo pudiera darle la respuesta.
Dejando de lado las especulaciones filosóficas, se puso de costado frente al espejo
para inspeccionarse con ojos críticos, y se dio cuenta, con placer, de que esa noche
estaba sinuosa, sensual y desvergonzada como cualquier muchacha esbelta. Se había
dejado crecer el pelo, y lo tenía más largo que nunca. Ya le llegaba casi hasta los
hombros, y como un plumaje otoñal se mecía cada vez que ella movía la cabeza. No le
hacía falta nada más, salvo las sandalias doradas, resolvió, y guardó las alhajas. El
vestido tenía que dar cierta imagen, y hasta una pulsera atenuaría esa imagen de…
¿de qué? Por supuesto… de anfitriona perfecta: serena, tranquila, agradable, dueña de
sí y adulta. Sobre todo eso: adulta.

Una hora más tarde, con la fiesta a toda marcha y la cena aún sin servir, Gigi pudo
tranquilizarse y caminar por las habitaciones repletas con esa satisfacción
embriagadora que sólo una anfitriona triunfante conoce, la sensación de haber vencido
la mezcla de miedos y dudas internas que produce el tener muchos invitados, las
complicaciones de la organización, el temor de que la fiesta no salga como se planeó o
que falle el clima o algún detalle concreto.
Esa fiesta fue estupenda desde el momento en que llegaron los primeros invitados.
La gente de Escrúpulos Dos que, como todos en Los Ángeles, creía que tenía dos
ocupaciones – sus propios negocios y la farándula – estaba emocionada de conocer a
los personajes de Hollywood, y éstos a su vez estaban igualmente felices de encontrar
un público nuevo ante el cual reafirmar su importancia. Todos se habían puesto sus
mejores galas – algo poco frecuente en esa ciudad informal – pero la idea de una
fiesta de bodas les dio motivos para mejorar su código de vestir, por lo general
defectuoso.
La sensación de que se trataba de una importante ocasión era casi visible en el
aire, real como los faroles y la Luna llena, y el estado de ánimo de Gigi danzaba y
giraba al ritmo de la música mientras charlaba con un invitado y con otro, luciendo sus
sandalias doradas. Sentía como si el champagne que había estado tomando la hubiera
elevado unos centímetros del piso. ¡Tendría que dar más fiestas! Sí… ése podía ser su

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primer Baile Anual del Otoño… después de Navidad festejaría la Epifanía justo cuando
las personas comenzaran a sentir la depresión post Año Nuevo… y el Día de los
Inocentes organizaría un baile de disfraces al que todos tendrían que ir vestidos de
rojo… se detuvo un momento, cerca de la puerta de entrada, entre un grupo y otro.
Su sensación de levedad súbitamente se hizo añicos cuando apareció Zach, casi
bloqueando toda la puerta con sus hombros. Sintió una profunda conmoción, una
mezcla de recuerdos gratos, y la fiesta se desvaneció alrededor. Por un momento no
hicieron otra cosa que mirarse. Pese a que ambos sabían que se iba a producir el
encuentro, nada los había preparado para la impresión de que no había pasado el
tiempo. Como si el año de separación no hubiera existido, se hallaron inmersos dentro
de una larga intimidad.
-Verde agua – dijo Zach de repente, y el asombro le hizo cambiar la actitud
tranquila que había planeado -. Jamás te atreviste a usarlo en público.
Gigi contuvo el aliento. Había olvidado el color de un traje que él tiñó
especialmente para Ariel en una producción de La tempestad, tan insinuante que ella
nunca se atrevió a pedírselo prestado para un baile de disfraces pero sí se atrevió a
usarlo ante él.
-No era por el color, sino por el m-modelo – se justificó Gigi, tartamudeando
levemente.
-Te dejaste crecer el pelo – comentó Zach, entre admirado y nostálgico.
-Tú también.
-Mi productor no me da tiempo para ir a cortármelo.
-¿Por qué no te quejas a tu agente?
Gigi recordó las veces que daba vueltas alrededor de él en el baño y, esquivando
sus besos, le recortaba las puntas con sus tijeras de manicura cuando el pelo le crecía,
como siempre pasa, de un día para el otro.
-Bueno – dijo Zach y se detuvo.
Al no contar con instrucciones, con un texto ni apuntador, la mente se le puso en
blanco. Gigi estaba completamente adorable, pero ni siquiera podía decírselo, ¿qué le
podía decir? Valdría la pena la experiencia de mirarla a los ojos; sería como tomar
cables pelados con las manos.
-Bueno – repitió Gigi, acercándose un poco y pensando qué podría decir que no
desencadenara otro recuerdo de la vida compartida. Como una autómata, le extendió
su copa de champagne.
-¿Qué tengo que hacer? – preguntó Zach.
-Beberla.
-Me parece que está vacía.
-Perdón… dámela. ¿Por qué no vas a saludar a los novios y consigues algo de
beber?
-¿Los novios? – La miró desconcertado. Desde el instante en que cruzó la puerta,
olvidó el motivo por el que se encontraba allí, debido a la felicidad incontenible de ver
a Gigi otra vez.
-Sasha y Vito – le recordó ella, pensando que jamás había visto a Zach confundido.
Zach, que siempre dominaba cualquier situación con su risa contagiosa, su porte de
estibador, con su intensidad.
-Ah…, ellos. ¡Claro! Tendría que saludarlos. Por eso vine, ¿no? ¿Dónde están?
-Junto a la escalera, en la sala.
Gigi se sonrojó tanto que sintió como si el color le llegara hasta los pechos. Ese
lugar junto a la escalera fue donde vio por última vez a Zach, donde le dijo que se
marchara.
-Ya los voy a encontrar. Están llegando más invitados.

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La puerta se abrió detrás de él, y Ben Winthrop entró en el vestíbulo. Con
determinada rapidez pasó por alto a Zach, y enfiló directamente hacia Gigi.
-Hola, mi amor – le dijo, y la besó en los labios -. Disculpa que llegue tarde… no
pude terminar antes la reunión. Estás preciosa, y si hay un vestido que exige
esmeraldas, es éste. ¿Por qué no me dijiste lo que te ibas a poner? Te las hubiera
traído.
-Ben, te presento a Zach Nevsky. Zach, Ben Winthrop.
-¿Nevsky? Debes ser el hermano de la novia – dijo Ben cortésmente mientras se
daban la mano -. Gigi me habló tanto de Sasha que no puedo creer que todavía no la
conozca. En realidad tampoco conozco a su padre – agregó, con su sonrisa confiada -.
Sospecho que me está ocultando de su familia. Vamos, querida, llévame con los
invitados de honor, así puedo saludarlos.
Gigi se dio vuelta y subió las escaleras de prisa, dejando que los dos hombres la
siguieran en el orden que quisieran; lo único que deseaba era derretirse, disolverse,
desaparecer, esfumarse, esconderse bajo la cama. ¿Por qué demonios permitió que
Ben se auto invitara esa noche? Al principio le pareció una manera natural e informal
de presentarlo a Vito y Sasha, sin hacer mucha alharaca, pero nunca imaginó a él y
Zach juntos. ¡Qué anfitriona adulta había resultado ser!
Tal vez, pensó, aterrada, al borde de un brote de ansiedad, olvidado ya todo su
orgullo de anfitriona, tal vez se anularían mutuamente, ambos tan dominantes por
naturaleza que no se darían cuenta de la presencia del otro. ¿Por qué no conocía a un
hombre dócil? ¿Alguien simpático, dulce, tranquilo? Como Davy Melville…

De modo que ése era, por fin, Mr. Maravilloso, pensó Sasha cuando saludó a Ben,
fascinada. Sí, sumamente atractivo, tenía que reconocerlo, y muy seguro de sí mismo.
Mientras hablaban de manera placentera, la despierta mente de Sasha trabajaba sin
descanso, evaluándolo. Si bien Ben era un poco más alto que Vito, había cierta
cualidad, un aura alrededor, que le recordaba a varios petisos que había conocido en
Nueva York y que siempre hacían alarde de su dinero invisible. Aun cuando uno no
supiera que tenía una fortuna, pensó Sasha, se la percibían en su actitud, en el poco
interés que ponía en caer bien. Ese tipo inteligente con cara de intelectual sabía que de
todos modos iba a caer bien, y demostraba una gran seguridad en que se lo habría de
aceptar con los brazos abiertos. De hecho, ahora que lo pensaba, ¿no era casi
indecente que estuviera tan tranquilo en su primer encuentro con la familia de su
novia? Seguramente era bueno en la cama. Típico de Gigi no haberlo comentado, no
contar nada sobre sexo, característica que Sasha lamentaba.
Pero, dejando todo eso de lado, pensó Sasha, a Ben Winthrop un poco de timidez,
un toque de nerviosismo, o incluso algo de torpeza le habría quedado bien en esas
circunstancias, al menos como tributo a Gigi.
Mi Dios, pensó luego cuando Zach vino y la envolvió en un fuerte abrazo; Ben
Winthrop no se merecía reemplazar a su hermano en la vida de Gigi. Jamás la iba a
amar del modo desesperado y sincero en que la amaba Zach, porque no tenía tanto
corazón con qué amar. Y Sasha Nevsky de Orsini sabía unas cuántas cosas sobre el
corazón, como también sobre los tipos que son buenos en la cama, se dijo, mientras
continuaba hablando con Ben y, hábilmente, encontraba la oportunidad de insinuarle
que la llevara de viaje en su jet.
-Bueno, por supuesto, me encantaría, cuando quieras, pero tengo una idea mejor –
le dijo Ben -. ¿Por qué no vienes con Vito a la fiesta en Venecia con nosotros, como
invitados míos?
-¡Vito! ¿Qué te parece? ¿Podemos ir? – se dirigió a su marido, alborozada.
-Bueno… depende – respondió él, sorprendido por la inesperada invitación.

247
-¿De qué? – le imploró Sasha. Aunque fuera un banquete de relaciones públicas,
¡una fiesta en Venecia!
-Acabamos de terminar la película… ahora el editor comenzó con el montaje, que
lleva alrededor de una semana; después Zach tiene un par de meses para realizar sus
cortes…
-Entonces dentro de diez días estás completamente libre – señaló Ben.
-En teoría, sí – contestó Vito, de mala gana. Odiaba que lo incluyeran de repente
en un programa que él no había organizado. Pero, ¿cómo podía negarle algo a Sasha?
-¡Maravilloso! Cuento con ustedes. – Se volvió hacia Gigi. – Querida, te encargarás
de todo, ¿no? Creo que lo mejor va a ser una suite en el Gritti. Así Sasha y Vito podrán
saludarte desde el otro lado del canal.
Sí, seguro, dijo Vito para sus adentros, disimulando el enojo. Ni loco se asomaría
por la ventana de un hotel para saludar a su hija, alojada en la casa de ese tipo. Era
un padre moderno y aceptaba el hecho de que su hija… muy probablemente… no
fuera… virgen… pero no quería que le restregara por la nariz los detalles de su vida
privada. Algunas cosas no debían salir a la luz, y menos en público. Había algo…
indecoroso… en Ben Winthrop. Bastaba con mirar la manera en que rodeaba a Gigi con
su brazo y no tenía en cuenta la postura rígida e incómoda de ella. Winthrop tenía la
velocidad, la fuerza y elegancia naturales de un bailarín de zapateo americano;
entonces ¿por qué no respetaba el lenguaje del cuerpo?
Zach había ido a apoyarse contra un sofá, al otro lado de la habitación, y pronto se
vio rodeado por un grupo de amigos de producciones pasadas. A cada instante echaba
vistazos a Vito y Sasha, que seguían junto a la escalera saludando a los últimos en
llegar. Gigi y Ben Winthrop se perdieron de vista en el laberinto de habitaciones. Zach
había planeado no estar ya allí a esa hora, pero ahora comprendía a Otelo. ¿Podía irse
mientras estuviera Winthrop? ¿Podía Otelo mandar a pasear a Yago, decirle que no
quería escuchar una palabra más? Así que ese verde exigía esmeraldas, ¿no? Si algún
color podía arruinarse con esmeraldas era el delicado verde agua. ¡Qué imbécil
vanidoso, qué maldito insufrible y presumido!
Por último, bajo la mirada atenta de Zach, Gigi y Ben volvieron con Sasha y Vito y
se pararon dándole la espalda.
-Ya casi es hora de servir la cena – les dijo Gigi, y sintió la mano de Ben que se
deslizaba por debajo de su cintura hasta que se plantó, firme, en su trasero. Ella la
quitó con un rápido movimiento que esperó su padre no notara.
-Sasha, ¿ya llegaron todos tus invitados? – preguntó Gigi.
-Si todavía no llegaron, van a llegar tarde – contestó, indiferente a los posibles
retrasados.
-Mis amigos están todos – aseguró Vito.
Ben Winthrop volvió a poner su mano en la curva del trasero de Gigi, y la dejó
reposar ahí.
-Basta – le susurró Gigi de costado, entre el murmullo de la fiesta.
-¿Basta de qué? – preguntó él, acariciando la piel bajo el fino chifón con más
insistencia -. No resisto al verte con este vestido. – Sinceramente le resultaba
irresistible con su delicioso recato; ¿no podía entender qué honor era que él la
importunara?
Zach no se dio cuenta de que cruzaba la habitación en tres largos pasos hasta que
tomó a Ben por el hombro, lo hizo girar y le dio un puñetazo en el ojo. Ben se
tambaleó, recobró el equilibrio de inmediato y se abalanzó sobre su agresor Zach con
la determinación propia del campeón juvenil de boxeo que había sido.
Los dos hombres se golpearon, gruñendo como fieras durante unos momentos que
quedaron congelados en la irrealidad. Casi nadie de los presentes había presenciado
una pelea a puño limpio salvo en el cine, y estaban tan exaltados que interpretaron la

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súbita explosión de ira como parte de la emoción de la velada. Gigi y Sasha se tomaron
de las manos, paralizadas por el asombro, mientras Vito se mantenía alejado en actitud
digna, protegiéndolas con su brazo, y miraba la pelea como árbitro profesional.
Cualquiera fuera el motivo, apostaba por Zach, por su tamaño y motivación, aunque
Ben le ganaba en condición física.
Burgo O’Sullivan, veterano de varias riñas de bares, surgió de entre la multitud y,
con la ayuda de los hermanos Jones, logró separar a los contrincantes, ambos bastante
ensangrentados pero aún en pie.
-Qué pena, Gigi; esos matones celosos arruinaron tu maravillosa fiesta – sollozó
Sasha.
-¡No, no! – rió Gigi, misteriosamente entusiasmada -; la convirtieron en una noche
para recordar.
Levantó un ramillete de rabanitos que estaba rodando por el suelo, se lo colocó
detrás de la oreja e indicó a los camareros que comenzaran a servir la cena. Así que
esto, pensó Gigi, es lo que debió sentir Helena de Troya.

249
19
-Esto es peor que un matrimonio arreglado – murmuró Byron con los labios tensos,
mientras él, Archie y Victoria esperaban el ascensor que los llevaría hasta el piso de
Ropa Playera Informal -. Siento como si fuera a descorrerle el velo del rostro a una
mujer desconocida con la que tengo que pasar el resto de mi vida… una mujer que
escogió mi madre porque le pareció saludable.
-Cálmate, By – le aconsejó Archie, reacomodándose el nudo de la corbata por
décima vez en dos minutos -. Mira a Victoria; tiene la serenidad de la reina Isabel. Qué
magnífico traje, Victoria.
-Gracias, Archie. Pensé que la ocasión requería algo nuevo.
Victoria Frost sonrió débilmente a sus socios. Estaba tan nerviosa como ellos
mientras esperaban en el ruidoso vestíbulo del gran edificio de la Séptima Avenida,
pero su porte profesional era impecable. Llevaba puesto un ligero traje de cachemir
negro, con un único detalle de un sencillo pañuelo de lino blanco en el bolsillo superior;
un traje de tres botones que había costado dos mil dólares. Muy pocas mujeres en el
mundo podrían adivinar lo que había pagado por el perfecto atuendo, pero nadie que
la mirara, aunque fuera con indiferencia, dejaría de considerarla una mujer de gran
importancia.
Nunca había erguido la cabeza con tal majestuosidad; sus hermosos rasgos clásicos
estaban tan serenos y sus ojos, sin expresión, tan concentrados en mantener la calma
que parecía haberse convertido en estatua. Unos deslumbrantes pendientes de perlas
negras adornaban sus encantadoras orejas. El brilloso lápiz labial carmesí, aplicado
cuidadosamente, daba el único toque de vida a su piel perfecta.
Es ridículo estar tan nerviosa, pensó enojada, tratando de respirar profundamente.
Eso no era una presentación de propaganda sino la primera entrevista con un cliente
nuevo.
Harris Reeves, que había decidido tener una charla informal con ellos antes de
presentarles al resto del plantel directivo, los había convocado a las 10:30 de la
mañana para tomar un café en su oficina.
Al día siguiente comenzarían la ardua tarea de conocer a los integrantes de Ropa
Playera Informal, como también al ambiente de la enorme compañía, pero dado que
esa tarde no tenían compromisos, Victoria había concertado una reunión con Joe
Devane, de Alimentos Oak Hill, pues en todos sus viajes a Nueva York, por breves que
fuesen, siempre le hacía una visita.
Victoria jamás había cometido el error garrafal de considerar seguro a un cliente,
pero Archie y Byron llevaban tanto tiempo realizando un trabajo notable para Oak Hill
que el encuentro con Joe era más que todo una formalidad, reflexionó, mientras
trataba de no pensar en la entrevista con Harris Reeves sino más bien en la media
hora de charla amistosa que pasaría con Joe Devane. Devane vivía expresando
satisfacción por la forma en que manejaban sus cuentas, por lo cual había aumentado
el presupuesto para la publicidad de sus productos de veinte a veinticinco millones en
dos años, conforme había crecido también la demanda.
-¡Victoria, el ascensor! – la sobresaltó de repente Archie. Ella le lanzó una mirada
de enojo mientras se apiñaban en el ascensor expreso que los llevó al piso cuarenta
del edificio del edificio, donde Ropa Playera Informal ocupaba tres plantas completas.
¿Por qué se notaba más la tensión de Archie que la habilidad de ella para fingir que era
un día de trabajo como cualquier otro?

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Harris Reeves exhibía una actitud de gran autosuficiencia, reforzada por su
minucioso acicalamiento. Si había un hombre que por la mañana tardara más tiempo
en vestirse que una mujer, seguramente era ese vanidoso de magnífica cabellera
canosa, pensó Victoria mientras bebía un café y le sonreía. Con la primera mirada
apreciativa que le lanzó Reeves, ella sintió que había amortizado el costo de su traje
nuevo.
Harris Reeves tenía ojos claros de mirada sagaz a los que no se les escapaba nada,
ni siquiera en esa circunstancia, en que hizo de anfitrión y sus secretarias pasaron
bandejas de plata con café, té y una variedad de tortas que todos aceptaron pero no
comieron. Sólo un tonto o un hombre mucho más rico que Reeves le daría un mordisco
a un trozo de torta en la primera etapa de una reunión importante.
Pasaron unos minutos hablando de arte, inspirados por el interés que demostró
Byron en los tres Modigliani y los dos Picasso que adornaban las paredes del elegante
despacho.
-Tienen que venir a casa para ver el resto de mi colección – dijo Reeves,
complacido por la admiración de Byron -. Éstos son sólo algunos de mis preferidos. La
fabricación de trajes de baño es solamente un medio para poder comprar obras de
arte. Mi esposa y yo nos pasamos todos los sábados por la tarde visitando las galerías
y casas de remate, cuando sabemos que va a salir a la venta algo interesante. Y nunca
nos perdemos las grandes subastas que se hacen en Europa. Pero, díganme, ¿dónde
están los otros? Espero que su taxi no se haya atascado en el tránsito; esta zona es
terrible.
-¿Cómo? – preguntó Victoria.
-El taxi. Con esta ley neoyorquina que permite sólo tres personas por taxi, viajar se
hace cada día más difícil. Personalmente, prefiero usar un automóvil con chofer; al
final vale la pena.
-¿Qué otros?
-Le anticipé por teléfono que quería que vinieran todos a Nueva York y,
obviamente, eso incluía a Gigi Orsini y David Melville, el equipo creativo. Pensé que me
había entendido.
-Señor Reeves… David Melville no trabaja con nosotros desde hace por lo menos
seis meses. Desde que él se fue, la directora artística de Mares Azules es Lisa Levy,
una joven talentosa y brillante. Cuando hablamos por teléfono, estuve muy tonta en no
darme cuenta de que tal vez querría tenerla aquí desde esta primera etapa. Mis socios,
aquí presentes, son nuestros directores creativos, aunque Lisa no está al nivel de ellos.
Lamento muchísimo el malentendido – se apresuró a agregar Victoria -. La voy a
llamar para que tome el primer avión, y llegará mañana. Le pido disculpas una vez
más; me siento muy tonta.
-Bueno, no es para tanto – dijo Harry Reeves, en tono animado -. Podemos
considerarlo un error comprensible. Por lo general, no suelo llamar yo personalmente a
las agencias nuevas, como se imaginarán, pero estaba tan harto de la agencia anterior
que levanté el auricular y marqué no más. Nuestro agente de publicidad lo habría
arreglado todo con ustedes. Va a disfrutar mucho cuando se entere de esta pequeña
confusión porque prueba que no soy infalible. ¿Más café?
-No, gracias.
-¿No habrá quedado sin venir también Gigi Orsini? – la pregunta de Reeves fue
mordaz y repentina.
-En realidad…
-Ah, no, maldición; eso sí que no lo puedo tolerar. El éxito de los avisos de Mares
Azules se debió totalmente al texto, al concepto. Esos gráficos no hacen más que
demostrar las excelentes cifras de ventas. Deberían haber traído a Gigi Orsini,

251
caramba. Ella fue la artífice de la campaña con que Eleanora Colona y sus muchachos
tuvieron un éxito notable; se imaginarán que yo lo sé muy bien. Los que estamos en el
negocio de los trajes de baño formamos una pequeña comunidad y nos vigilamos de
cerca. Cole, Gottex, todos intentamos estar siempre al tanto de lo que hacen los otros.
Mares Azules no es de nuestro grupo, pero nunca nos olvidamos de ellos, menos ahora
que están vendiendo tan bien. ¡Gigi Orsini debió estar aquí hoy! Acá tiene, tome mi
teléfono y llámela.
-Señor Reeves, cuando usted nos dio su cuenta, sabía que le manejábamos la
cuenta a Mares Azules – dijo Victoria, luchando por parecer razonable.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Tuvimos que renunciar a Mares Azules; era un caso claro de conflicto de intereses.
-Eso a mí no me incumbe.
-Cuando… le contamos a Gigi sobre el conflicto… ella… abandonó la agencia.
-¿Hizo qué cosa?
-Renunció – dijo Victoria con firmeza, mientras sentía que el suelo se abría bajo sus
pies, pero decidida a mostrar su más serena apariencia profesional -. Según parece, le
había tomado mucho cario a Eleanora Colina y la familia Collins, y tanto se enfadó
porque tuvimos que renunciar a la cuenta, que se fue de Frost, Rourke y Bernheim.
-¡Bueno, tráiganla de nuevo, maldición! ¡Dondequiera que esté, páguenle el doble,
el triple, lo que sea, pero que vuelva! Lo que me gustaría saber es por qué se
molestaron en venir hasta aquí sin ella. Gigi Orsini debería estar participando de este
trabajo desde el primer día. Tuvieron tiempo más que suficiente para hacerla regresar.
¡Éste es un muy mal comienzo!
-Señor Reeves – intervino Archie -, yo he supervisado los textos de Gigi desde el
primer instante en que empezó a trabajar con nosotros. Fui yo quien la descubrió y la
trajo a FRB con el específico propósito de obtener la cuenta de Mares Azules. Le puedo
asegurar que la calidad de los textos para Ropa Playera será tan buena, o mejor, que
los redactados por Gigi para los hermanos Collins.
-No me interesa nada “tan bueno, o mejor…”. Lo único que quiero son los textos de
Gigi Orsini para mi empresa. ¡Nada más! ¡Soy un coleccionista y me gusta comprar
originales, no imitaciones, muchas gracias! ¿Por qué demonios creen que contraté a su
agencia? ¡No, gracias! No me importa si usted supervisó a Gigi Orsini veinticuatro
horas al día, siete días a la semana, señor Rourke; usted no escribió su material,
¿verdad? No, no lo creo. Lo escribió una mujer, no un hombre. Tráiganla de vuelta. No
sirve de nada que prolonguemos esta reunión hasta que lo hagan.
Hizo a un lado su taza de café en un inconfundible gesto de despedida. Archie y
Byron se pusieron de pie, y miraron a Victoria. ¿Le diría a Reeves que Gigi había
dejado la publicidad para siempre?
-Señor Reeves, vuelvo a pedirle disculpas – dijo ella, levantándose con elegancia -.
No lo llamaremos hasta que Gigi esté nuevamente en FRB. Comprendo su postura.
Estoy terriblemente afligida por haberlo decepcionado. Este mal comienzo, como usted
muy bien dice, tendrá un nuevo principio, y será excelente, se lo prometo.
-Adiós, señorita Frost, caballeros – dijo Harris Reeves, enojado -. Mi secretaria los
acompañará hasta la puerta. Le diré al gerente de publicidad que averigüe dónde está
Gigi Orsini. Les doy hasta el fin de esta semana para que la traigan. De lo contrario,
voy a conseguirla yo mismo.

-¿Qué mierda vamos a hacer? – se quejó Byron, ya sentados los tres en el asiento
trasero del taxi que por fin pudieron conseguir -. Ojalá pudiera decir que me echaron
de oficinas mejores, pero mentiría.

252
-Hay una sola cosa que podemos hacer, By – dijo Archie -: traer a Gigi de vuelta a
cualquier precio, ¿no?
-Archie tiene razón – coincidió Victoria -. Ustedes dos se van ya mismo al
aeropuerto y esperan el próximo avión. No pierdan tiempo pagando la cuenta del
hotel; yo me ocupo de eso. Búsquenla y convénzanla… quiero que le ofrezcan lo que
sea. Les irá mejor sin mí. Gigi no me cae bien ni yo a ella, pero denle lo que quiera. No
duden en prometerle cualquier cosa, hasta una participación en la sociedad.
-Lo que me preocupa – dijo Archie, apesadumbrado – es que Reeves va a darse
cuenta, si no lo hizo ya, de que no nos necesita. Él mismo podría contratar a Gigi,
tener la agencia en su propia empresa, ponerla a ella a cargo, pagarle un sueldo
exorbitante e incluso ahorrarse las comisiones de la agencia.
-Y es el tipo de persona que lo haría – agregó Byron desde las profundidades de su
abatimiento -. Cualquier coleccionista de arte sabe que es preferible comprarle al
artista en su atelier y no al marchand. Consiguen mejor precio, y además disfrutan de
establecer un contacto personal; eso los hace sentirse benefactores más que clientes.
-El gerente de publicidad se opondría – sugirió Victoria -, porque podría quedarse
fácilmente sin trabajo. No voy a preocuparme por esa posibilidad hasta que hayan
hablado con Gigi. Ya tiene que haberse calmado. Apuesto cualquier cosa a que va a
atender razones.
-¿Por qué no te vuelves con nosotros? – preguntó Archie, con voz que apenas
ocultaba su pánico -. Aunque no hables con Gigi, te necesitamos en Los Ángeles.
-Tengo que ver a Joe Devane esta tarde – respondió ella con serenidad.
-¿No puede esperar? – preguntó Archie, irritado.
-No, Joe odia que le cambien las citas, aunque sea por media hora. No olvidemos
que Oak Hill factura veinticinco millones; no hay que descuidar a nuestros primeros
clientes. Los empresarios no podemos nunca darnos el lujo de ser negligentes. Este
problema de hoy fue un simulacro de incendio, Archie, no un incendio de verdad.
Angus no había dejado mensaje en el hotel, recordó Victoria, por lo que no estaba
dispuesta a irse de Nueva York sin haber hablado con él y ver qué había pasado con
Millicent. Ninguna cuenta de noventa millones de dólares – que de una manera u otra
iban a conseguir de todos modos -, ningún Harris Reeves, con su pelo arreglado y sus
Picasso de segunda categoría, se lo iban a impedir.

Victoria no esperó más de un minutos en el salón de recepción de Alimentos Oak


Hill. El salón era tan anticuado como el despacho de Joe, pero de una manera
simpática, tranquilizadora, que impresionaba a todos justamente porque parecía que
no necesitaba causar impresión. Victoria había desterrado de su mente los
acontecimientos de la mañana con su habitual capacidad para separar las cosas en
compartimientos. Ahora sólo le interesaba cumplir lo antes posible su obligación con
Joe y después aclarar la situación con Angus, aunque para eso tuviera que enfrentarlo
en su oficina.
-El señor Devane dice si puede esperarlo en su despacho – dijo la secretaria,
dirigiéndose a Victoria.
-¿No está él? A propósito, ¿cómo te va, Gloria? – saludó a la mujer que conocía
desde hacía años.
-Bien, gracias, señorita Frost. El señor Devane no se encuentra pero llegará dentro
de un minuto. Estará más cómoda allí – respondió la empleada; la hizo pasar a la
oficina y cerró la puerta.
Millicent Frost Caldwell se hallaba sentada detrás del escritorio de Joe Devane.

253
-Qué bien, llegas justo a tiempo – dijo con calma, mirando su reloj adornado con
piedras -. Siéntate, Victoria. – Sonrió afablemente y señaló el sillón que había junto al
escritorio.
-¿Qué haces… aquí? – Victoria se detuvo apenas entró, incapaz de moverse por el
asombro.
-Joe fue muy amable y nos prestó su despacho. Él sabe que estamos intentando
llegar a una reconciliación familiar, y sería difícil tener un poco de intimidad en Caldwell
y Caldwell.
-¿Reconciliación familiar? ¡No me vengas con ésas!
-Pero es exactamente eso – dijo Angus Caldwell, al tiempo que salía de un
profundo recoveco que había junto a una ventana, donde Victoria no lo había visto.
-¡Angus! ¿Por qué no me dejaste un mensaje en el hotel?
-No te lo dejó porque queríamos hablarte los dos juntos – respondió su madre -.
Siéntate, por favor.
Victoria sintió sobre su hombro la mano de Angus que la guiaba hacia la silla, y la
calidez de su tacto le hizo recobrar las fuerzas. Todo iba a salir bien. El hecho de que
su madre estuviera allí sólo podía significar que se había resignado al divorcio e
intentaba arreglarlo de modo que le causara la menor humillación. ¿No era mejor dejar
al marido antes de que nos abandone él? ¿No preferiría cualquier mujer sensata tomar
esa decisión?
Victoria comenzó a sentirse tranquila y segura otra vez, mientras observaba
detenidamente a su madre, sin preocuparse por disimularlo. La vieja seguía usando
ropa recargada, pensó, y un repentino sentimiento de desprecio le recorrió el cuerpo
como un escalofrío. Esa mujer todavía creía que podía disimular sus cincuenta y tres
años usando una sentadora blusa de seda color rosa claro. Aún se engañaba con que
podía distraer el ojo crítico de un marido mucho más joven con el exagerado broche en
forma de pájaro de rubíes y brillantes que lucía en la solapa de su dos piezas violeta
oscuro, o con los brazaletes de brillantes y rubíes, demasiado recargados, que llevaba
puestos en sus frágiles muñecas de venas largas y visibles. Seguramente todos los días
se pasaba horas ejercitando sus músculos envejecidos, sin darse cuenta de que parece
una fruta disecada a pesar de su absurdo perfil aniñado. Hasta se había hecho un
peinado nuevo especialmente para la ocasión, observó con desdén mientras reparaba
en las arrugas nuevas bajo sus ojos.
Miró luego a Angus que se había sentado en un sillón puesto algo de costado, de
modo que ella quedó entre él y Millicent. Buscó sus ojos, recordando cuántas veces
había usado a propósito para él un traje negro liso como el que tenía puesto hoy, de
modo que Angus le impusiera sus caricias estando ella aún vestida, jugando a que la
violaba, penetrándola de pie detrás de una puerta. Con cuánta astucia había aprendido
ella a rechazarlo, demorándose más y más hasta incitarlo a creer en su renuencia, y así
intensificaba su propio goce en la entrega final. Si Angus levantaba la vista, le
adivinaría el pensamiento, pero tenía la mirada fija más allá, en algún punto impreciso
sobre la cabeza de Millicent, como si no se permitiera mirar a su amada hasta tanto
estuviera todo decidido y arreglado.
-Victoria – dijo Angus en voz alta, pero antes carraspeó -, tu madre sabe que
hemos tenido una relación amorosa durante cinco años. – Victoria apenas reconoció
esa voz; sonaba severa y cruel, la voz de alguien no dispuesto a permitir una
interrupción.
-Millicent sabe que me impulsaste a esa relación – prosiguió -, que perdí el juicio
por completo y te hice el amor, y que la relación nunca se cortó ni siquiera cuando
intenté deshacerme de ti enviándote a California. Le conté cómo me entregué, una y
otra vez, a mi obsesión sexual por ti, a mi locura. Sabe muy bien que me porté

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alocadamente, que fui débil y tonto por no resistirme desde el comienzo. Le dije todo
después de que me llamaste a Southampton.
-¡Pero nosotros nos amamos! – Victoria se aferró a esa convicción en una negativa
apasionada. - ¡Tú quieres casarte conmigo! ¿También se lo dijiste?
Angus continuó con voz inhumana; sus palabras se sucedían con una firmeza que
no admitía discusión.
-Pensé que te amaba, los primeros años… - Inspiró profundamente y dirigió la
mirada hacia su esposa. – Sí, Millicent, yo estaba enamorado de ella, locamente
enamorado, tanto que no podía pensar con claridad. Pero desde la primera vez que me
insistió para que me divorciara, empecé a tenerle miedo… y el amor y el miedo no
pueden ir juntos.
-¿Te dijo que yo era virgen cuando se acostó conmigo? – le gritó Victoria a su
madre.
-Siempre pensé que tenías algo de anormal, Victoria – respondió plácidamente
Millicent Caldwell con su encantadora voz -. Claro que no conocía ese detalle tan
particular y conmovedor pero, ¿qué importa de qué forma se manifestó tu neurosis? Te
habría ido mucho mejor si hubieras abierto tus hermosas y largas piernas a cada
hombre que conocías en vez de conservarte virgen para tu padrastro, ¿no te parece?
Millicent Caldwell hablaba con la claridad e imperturbable precisión de tantos años
de autoridad indiscutida. El femenino remilgo de su vestimenta y sus joyas pareció de
repente un símbolo de poder más que de debilidad.
-¿Padrastro? ¡No me vengas con esas estupideces! – le retrucó Victoria -. Sabes
muy bien que nunca fui hijastra de Angus, que no pasó nada hasta que tuve veintisiete
años… ¿Qué demonios tiene que ver el hecho de que él estuviera casado contigo y
fuese infeliz, con una relación amorosa entre dos adultos?
-Ay, Angus – dijo Millicent con calma y un dejo de tristeza en la voz -, sinceramente
no te creí cuando me dijiste que Victoria no entendería, que no entendería
absolutamente nada…
-¿Entender qué cosa? – gritó ella, girando la cabeza para mirar a uno y al otro, con
una horrible mueca de incredulidad en el rostro -. ¿Una relación que no era tal? No era
ni siquiera una relación…, y no te atrevas a desmentirlo, que eso del “padrastro” no es
más que una mentira, una palabra conveniente que no tiene la menor justificación
legal ni moral. ¡Por el amor de Dios, yo tenía dieciséis años cuando me fijé en Angus!
-Pobre Victoria – dijo su madre -. ¿Piensas que alguien salvo tú y Angus… y yo…
creería que no hubo nada sexual entre ustedes durante once años? Eras una jovencita
tan madura y él un hombre tan sensual… ¿Quién creería que no anduvieron
escabulléndose a mis espaldas, acostándose juntos años de años? La única duda sería
cuándo empezó y dónde... ¿en Nueva York, en Southampton, en Jamaica o en el sur
de Francia? “¿Cuánto tiempo esperaron?”. Eso es lo único que va a preguntar la gente.
Oportunidades no les faltaron. Además, yo le llevaba mucho años a Angus, ¿o no? De
hecho – sonrió -, se los llevo aún.
Millicent Caldwell miró unos instantes sus brazaletes.
-Eso es lo que dirán, por más que yo insista en que no es verdad. Pensarán que
estoy tratando de protegerlos; la gente nunca me va a dejar hacer el papel de santa,
aunque yo quiera. Prefieren creer lo peor. ¿Todavía no te das cuenta? ¿Un jugoso
escándalo sexual internacional? ¿Un caso de incesto? En serio, Victoria, ¿dónde está tu
sentido común? Tu problema es que ves las cosas sólo desde tu óptica. No conozca a
una sola persona que vaya a decir que no había notado algo entre tú y Angus. Los
teléfonos se congestionarán con las llamadas chismosas de amigos míos con otros
amigos míos también. Nadie es tan bueno o noble como para privarse de tal
satisfacción.

255
-¡Dirían todas esas cosas! ¿Y qué? Angus, ¿te importa lo que puedan decir los
demás si están totalmente equivocados? ¿Y…? ¿Te importa, por el amor de Dios? – Se
advirtió la primera señal de pánico en su terquedad. Al escuchar las palabras de su
madre, tan lógicas, tan cargadas de implacable espíritu mundano, por fin notó que
empezaba a cambiar el clima, como si los océanos se congelaran o las montañas se
derritiesen.
-¿Te volviste loca? Claro que me importa. ¿Qué tiene de malo preocuparse por la
opinión de la gente que conoces? – respondió Angus, obedeciendo al pie de la letra su
instinto de conservación.
-¿Cómo es posible que te importe más eso que tener que pasarte la vida con ella?
– chilló Victoria, señalando a su madre -. Una buena opinión no puede hacerte feliz,
una buena opinión no va a endurecerte el pene ni te va a hacer acabar, hijo de mil
putas. ¿Acaso están tan seco como ella? ¿Cuándo te cortó las bolas?
-No ganas nada con insultar, Victoria – sostuvo Millicent Caldwell, inspirando con
delicadeza -. No es propio de ti; no va con tu estilo.
-Pero ya ves, a Angus sí le importa. Te lo acaba de decir. Claro que todavía no te
explicó todo. Por ejemplo, aún no te dijo que no se imagina pasando el resto de su
vida como exiliado, un exiliado sin prestigio, en California, por muy soleada que sea.
Tampoco te dijo que tiene muchas satisfacciones importantes aquí en Nueva York para
renunciar a ellas por los placeres eróticos que le brindaste con tanto empeño.
-¿Es cierto? – Victoria observó a Angus y se dio cuenta de que no tenía intención
de responder a su pregunta. La respuesta estaba escrita claramente en sus facciones,
en ese engañoso rostro de colegial. No podía verle los ojos porque seguían apartados
de ella, clavados en Millicent con fidelidad desesperada.
-Vas a morir aquí, Angus, vas a morirte de ganas de estar conmigo; lo sabes, ¿no?
¿Lo sabes, pedazo de idiota? Es tu fin como hombre, ¿no lo entiendes?
-Lo dudo, Victoria – contestó su madre con una risita -. Angus y yo no tuvimos
relaciones sexuales desde que empezaste con él. Yo sabía que estaba viendo a alguien
y durante un tiempo me resigné. Nunca se me cruzó por la cabeza que esa mujer
fueras tú. Por mí, que satisfaga sus necesidades sexuales con quien quiera, siempre y
cuando no sea alguien de la agencia o alguien con quien yo tenga una relación
personal. Ni contigo. No, nunca más.
Dio un golpecito sobre el escritorio de Joe Devane con su mano delicada.
-Angus será muy discreto y yo… no voy a pensar en ello. Hay formas peores de
convivir, te lo aseguro. Yo era celosa, solía hacer escenas tontas, pero es una pérdida
de tiempo. Lo que me propongo tener, lo que insisto en conservar, es un marido que
esté a mi lado el resto de mi vida, un marido abnegado y un excelente compañero de
negocios.
-¿Abnegado? ¿Crees que siente apego por ti? – se desquitó Victoria con su madre
en un instante de desprecio -. ¿Tienes idea de cuánto odia la vida que está obligado a
llevar contigo, de cómo planeó y tramó abandonarte?
-Pienso que la prueba de que lo que dices no es verdad, y corrígeme si me
equivoco, Angus, es el hecho de que tiene la intención de seguir llevando esa vida que,
según tú, tanto odia. Ni te imaginas lo satisfactoria que resulta, en especial cuando
envejeces. Existe más de una forma de estar casados, pero a los treinta y dos años
todavía no lo has entendido. Dijiste que Angus era un mentiroso, Victoria, y tenías
razón. Nos mintió a ambas para tenerlo todo. A ti en la cama; a mí, en casa. Pero al
final, cuando tuvo que elegir… se quedó conmigo. Y no lo pensó ni un segundo.
¿Verdad, Angus?
Él asintió con la cabeza.
-Creo que a Victoria le gustaría escucharlo de tus propios labios – insistió Millicent,
en tono moderado.

256
-Tu madre tiene razón – reconoció él con voz sin matices. Millicent lo había
perdonado muy fácilmente; era de suponer que le exigiría algo de humillación. Ella era
demasiado astuta para seguir poniendo el dedo en la llaga… Dentro de unas semanas,
sería como si nada hubiera pasado.
-Dilo otra vez – exigió Victoria -. Trata de mirarme y decirme que mentiste, que la
prefieres a ella y no a mí.
Esta vez la voz de Angus sonó como un martillo, y su mirada se clavó en ella con
malicia.
-Te mentí y le mentí a Millicent. No te quiero. La quiero a ella y quiero conservar mi
vida. Jamás volveré a estar a solar contigo.
Victoria estaba sentada más erguida que nunca. Angus la había mirado con odio,
con repugnancia, con la sensación de orgullo destruido, y le atribuía a ella la culpa. Ella
era ahora la causa de su vergüenza, por lo cual estaba dispuesto a olvidarla cuanto
antes. Es más peligroso destruir el orgullo de un hombre débil que el de un hombre
fuerte porque, sin él, el débil no es nada. Victoria nunca lo había sabido hasta este
instante.
-Ahora, mi querida, que ya pasamos este mal momento, ¿por qué no seguimos con
la reunión? – preguntó Millicent Caldwell.
-No tengo nada que decirte. Dale las gracias a Joe por haber usado su despacho.
-No, no, no tan rápido, Victoria. Tenemos que discutir algunos asuntos, ¿verdad,
Angus? No me había dado cuenta hasta ayer de cómo Caldwell y Caldwell perdió tres
cuentas de Oak Hill. Ahora bien, eso sí que no puedo perdonarlo ni en un millón de
años. Es algo que no puedes hacerme. Ni tú ni nadie. No es nada personal, Victoria;
simplemente una cuestión de orgullo profesional. Angus y yo decidimos mantener esas
cuentas y no cobrarles nada durante tres años, empleando a nuestra mejor gente. Joe,
desde luego, aceptó encantado. Así que las perdiste, Victoria.
-¡Qué roñosa eres! ¡Qué basura! ¡No necesitas esas cuentas, para ti son
insignificantes, por Dios!
-No es así – observó Millicent, con una gran sonrisa -. Lo hice por tu bien.
-Suficiente – exclamó ella, e hizo ademán de levantarse.
-Cuando regreses a Caldwell y Caldwell, quiero que traigas las cuentas de Oak Hill.
Es lo que corresponde. Así, salvarás las apariencias, querida, y, en tu situación,
necesitarás salvar lo que puedas.
-¡Estás loca! ¿Por qué iba a regresar? ¡Es lo último que haría!
-Porque si no, Angus y yo te vamos a mandar a la ruina. Sabes muy bien que
podemos hacerlo, y lo haremos. Bastará con que deslicemos algunas palabritas en
ciertos oídos sobre nuestra desafortunada hija delirante, paranoica y chantajista, y te
garantizo que tu agencia se va a la ruina, y en cuanto a ti, nunca tendrás otra
propuesta de trabajo.
-¡Miserable!
-El que las hace las paga, Victoria. – Millicent agitó el dedo índice frente a su hija. –
Quiero tenerte cerca, así puedo vigilarte. Quiero saber dónde estás cada día de tu vida
hasta que consigas marido, e incluso después no te voy a perder de vista. Mientras
viva. Cuando se tiene tanto dinero como yo, eso es muy fácil de hacer.
-Pero, ¿por qué? – exclamó Victoria, angustiada -. ¿Por qué? Tienes lo que quieres.
¿Por qué no me dejas en paz?
-Me siento responsable por ti. Eres mi única hija y has vivido como quisiste durante
años. Pero aún hay esperanzas. Lo que necesitas es algo que te haga sentar cabeza,
algo difícil, un desafío. Sería muy negligente de mi parte si no intentara ayudarte.
Quizá pienses que te descuidé cuando eras niña. Dios sabe que hice todo lo posible,
pero los hijos siempre echan en cara lo que haces o dejas de hacer. Todo el mundo

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coincide en eso. De todos modos, me siento culpable en parte por el desastre que
hiciste de tu vida.
-Decidimos enviarte de gerente a la oficina de Tokio. – Angus pronunció su
sentencia con calma y le clavó los ojos un instante, pero Victoria no vio nada en ellos,
salvo el deseo de terminara la conversación lo antes posible.
Victoria nunca pudo recordar cómo, cual animal mortalmente herido, salió
tambaleándose de esa habitación, pero jamás olvidó la voz fina y despiadada de su
madre que comentaba complacida a sus espaldas.
-Creo que este problemita familiar está superado, ¿no, Angus? Joe se va a poner
muy contento.

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20
-¿Sin escalas? – dijo Ben, en respuesta a la pregunta de Sasha -. Podemos ir de
Washington DC a Anchorage o Brasilia, de Moscú a Pekín, de Melbourne a Guam…
-Entonces, ¿por qué no de Los Ángeles a Venecia sin escalas para reaprovisionarse?
– insistió Sasha.
Hacía menos de una hora que estaban volando, pensó Gigi, y Sasha ya habían
encontrado de qué quejarse.
-No podemos cargar tanto combustible – dijo Ben, sorprendido -. Los tanques de
un jet privado no dan para tanto. El avión está pensado para volar seis mil kilómetros
llevando ocho pasajeros más el equipaje, pero Venecia queda a más de seis mil
kilómetros de Los Ángeles.
-Pero somos cuatro nada más – suspiró Sasha, apenas con un dejo de crítica -. ¿No
tendríamos que poder llegar más lejos?
-Aunque el avión estuviese vacío, sólo se podrían hacer doscientas millas más en
caso de emergencia. Míralo de esta manera, Sasha: si todavía estás despierta cuando
aterricemos en Frobisher Bay, puedes bajar a estirar las piernas.
Media hora afuera, mientras cargaban combustible en el aeropuerto de Iqaluit, en
el norte de Canadá, bastaría para que muriera congelada, lo que no era tan mala idea,
pensó Ben. Hasta un leve congelamiento le vendría bien. A la nariz altanera de Sasha
le vendría bien una tonalidad blanquecina.
Ben Winthrop estaba acostumbrado a que los invitados que viajaban en su avión
por primera vez se quedaran sin habla al ver el lujo y la amplitud del jet, en el que sólo
la cabina medía doce metros. Lo había mandado a hacer a medida, de manera tal que,
en la parte delantera, entrasen seis personas cómodamente sentadas en mullidos
sillones giratorios. Al mismo tiempo, dos personas podían ir durmiendo en los sofás-
camas de la parte trasera, separada de la delantera por una cortina. Pero, por el
momento, lo que más había llamado la atención a Sasha era el compactador de
residuos y el horno que había en la cocina.
-Supongo que la tripulación tiene baño propio – dijo Sasha con un cristalino aire de
reina, que habría puesto orgullosa a su madre.
-En realidad, no. Usan el mismo que nosotros.
-Bueno, lindo y espacioso es – se apuró a decir ella con un mínimo tono de
sorpresa que nadie podía asegurar haber notado.
Espero que nunca se enoje conmigo, pensó Vito, conteniendo una sonrisa de
admiración. Sí, Zach había pegado el primer golpe, pero nadie que le pegase al
hermano de Sasha podía esperar perdón, aunque lo hubiese hecho en defensa propia.
Sin embargo, la pelea, de la que ya habían pasado diez días, no alteró en lo más
mínimo los planes de Sasha de ir a Venecia como invitada de Ben. Una cosa, le explicó
a Vito, no tenía nada que ver con la otra. Como ella y Gigi desconocían la causa de la
riña, y Zach no quería decírsela, no iba a perderse esa experiencia por una cuestión de
lealtad familiar. Vito, por su parte, podía prescindir tranquilamente de esa innecesaria
escapada de dos días a Venecia, por más que el avión tardara sólo catorce horas
incluyendo la escala técnica; pero jamás decepcionaría a Sasha, que se sentía como
una niña que viajaba en avión por primera vez. Apenas terminara Un largo fin de
semana, pensaba regalarle un viaje de verdad, una luna de miel inolvidable.
Pero, en todo caso, se trataba de una buena oportunidad para conocer de cerca a
Ben Winthrop, el hombre que, al fin y al cabo, tenía la clara intención de casarse con
su hija. Pero ni con su vasta experiencia con seres humanos llegaba a entender a Ben.

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Era físicamente atractivo, no cabía duda; parecía no tener grandes defectos, salvo que
era un poco presumido, mejor dicho muy presumido, pero generoso y enamoradísimo
de Gigi. Más aún, a diferencia de Curt Arvey, que también había tenido un Gulfstream
III antes de morir, Ben no manejaba la conversación de modo de poder contar que le
había costado quince millones, más una fortuna por año en mantenimiento y sueldos.
Sin embargo, cierto clima especial rodeaba a Ben Winthrop, dentro de la cual él
vivía, pensaba y sentía; un clima que era al mismo tiempo un muro y una cortina de
niebla que a Vito, muy sensible a las esencias, le resultaba casi imposible penetrar. Ben
Winthrop era totalmente inescrutable. Había en él algo profundo e importante que se
negaba a revelar, pensaba Vito, que jamás revelaría, y que a Vito le hacía recordar a
algunos de los viejos ejecutivos de Hollywood, hombres de una gran crueldad, que la
llevaban tan bajo la piel, que uno sólo la advertía cuando había padecido sus efectos.
El jurado no había llegado a un veredicto respecto de Ben Winthrop, pensó Vito, y en
ese momento en particular se hallaba en punto muerto. De todos modos, mucho, él no
podría hacer. La decisión la tomaría Gigi cuando lo juzgase oportuno, y seguramente
no le pediría su opinión.
-Espero haber traído la ropa adecuada – murmuró Sasha.
-La temporada alta terminó hace tres semanas, a mediados de octubre – dijo Gigi -,
y la clase alta veneciana se viste con la típica elegancia europea, así que, te pongas lo
que te pongas, seguro que vas a estar mal.
-Siempre tan buena conmigo, Gigi – respondió Sasha con una sonrisa
peligrosamente encorvada en las comisuras de los labios -. ¿Qué te vas a poner para la
ceremonia del barco?
-Te dije que trajeras jeans y suéteres, ¿no? Póntelos cuando vayas a Porta
Margera. En el astillero, a todos les van a dar una chaqueta de abrigo, que se pueden
guardar de recuerdo, porque quizás haga frío. Los primeros días de noviembre suelen
ser engañosos. Después volvemos a los respectivos hoteles y nos cambiamos para la
fiesta.
-¿Ben se va a poner una de esas chaquetas? – preguntó Sasha, desconfiada -. ¿Y el
director de la sección de viajes de Vogue?
-Si quieren, sí – respondió Gigi -. No es obligatorio; no te estamos incorporando al
ejército.
-Apuesto a que son verdes, como esas horribles, de raso brilloso, que se ponen los
fanáticos de los Celtics.
-Tienes razón… hasta cierto punto. Son blancas con letras verdes – dijo Gigi, en
tono mordaz -. Sí, dice “Esmeralda de Winthrop” en la espalda. No tendría que
resultarle raro a una chica como tú, que duerme con una camiseta que dice “Vote a
Kennedy”.
-Dormía, Gigi, dormía. Ahora duermo con una que dice “Espejos: Oscar a la Mejor
Película”, y te lo digo con orgullo. Además, me gustaría aclararte que la camiseta de
Kennedy no era mía; me la regalaron. Mi primer voto fue para el Partido Anarquista,
que ni sé a quién llevaba de candidato. Mamá me dijo que lo votara.
-¿No se supone que el voto es personal? – intervino Ben.
-No, si tienes una madre como la mía.
-¿Por qué no le decías que habías votado por el candidato de ella, y en el cuarto
oscuro hacías lo que querías? – inquirió Ben.
-Se habría dado cuenta.
Otra muestra del poder de mamá, pensó Ben, satisfecho de que hubiera alguien
capaz de asustar a esa exasperante amiga de Gigi. Peor aún: esposa del padre de Gigi.
Felizmente Gigi iba a estar casi a cinco mil kilómetros de la influencia de Sasha, se
felicitó. No supo qué pensar cuando conoció a Vito y a Sasha. A Vito lo conocía por las

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fotos que las revistas habían publicado durante su extensa carrera de productor, y, por
el momento, le resultaba agradable.
Por alguna razón, se había imaginado a Sasha como otra versión de Gigi, salvo que
algo mayor y mucho menos simpática. No se había imaginado que podía ser una
elegantísima Reina de Saba, dueña de un perfil soberbio y, cuando quería, con
modales de duquesa. Una duquesa maleducada, según la experiencia de Ben, podía
ser tan grosera como cualquier otra mujer surgida en el proceso evolutivo desde que el
hombre inventó el primer cuchillo. ¿O acaso fue una mujer?
El matón del hermano no causaría más problemas en el futuro. No era más que un
patán, y había recibido el trato que merecía. ¿Y si a Sasha se le metía en la cabeza
irlos a visitar cuando él y Gigi se instalaran en Nueva York? Cuando una mujer
californiana tenía una amiga con una casa grande en Nueva York, la californiana
encontraba excusas para pasar unas semanas en Manhattan en primavera y en otoño
para ir de compras y hacerse llevar al teatro y los museos. Eso sería un problema hasta
que él le pusiese fin, lo que pensaba hacer cuanto antes.
Tenía otros planes para ocupar el tiempo de Gigi después de casado, mejores que
pasarlo en compañía de Sasha. En su imaginación, veía con lujo de detalles la hermosa
mansión que comprarían y redecorarían en la zona de la calle Sesenta Este, de Nuevo
York; se imaginaba el número y el sexo de los hijos que tendrían – para lo cual
esperarían siete u ocho años – y también las entidades de beneficencia,
cuidadosamente seleccionadas, a las que Gigi donaría sumas astronómicas y prestaría
su tiempo y buen nombre; en su mente también veía las fiestas selectas que darían,
las fiestas a las que irían y, también muy importante, las fiestas a las que él juzgaría
oportuno no asistir.
Por supuesto, tendrían otra casona sencilla donde ir de vacaciones – en las afueras
de Edgartown, quizás -, aunque viajarían a Venecia lo más seguido posible. Se propuso
ser flexible, se dijo Ben, todo lo flexible como Gigi quisiese. Si quería echar raíces en
algún otro lugar de Europa; si, por ejemplo, deseaba tener una casa en la campiña
inglesa con parque, caballos y jardines, a escasa distancia de Londres, ¿por qué no? Lo
mismo si quería un chateau a orillas del Loira o una villa en la Toscana. O las tres
cosas; estaba dispuesto a darle cualquier cosa, siempre y cuando ella comprendiera
que primero estaba él, que en cada casa debería haber un mayordomo todo el año; en
tanto y en cuanto ella no desperdiciara el tiempo que debía dedicarle a él ocupándose
de los detalles del mantenimiento de las casas, sería el hombre más flexible de la
Tierra.
Gigi debía complementarlo, como toda mujer debía complementar a su marido, en
el sentido antiguo de la palabra, el de completar y perfeccionar la vida del hombre.
Había alcanzado una edad en la que tener esposa era una realización necesaria, en la
que una esposa le daba al hombre una totalidad que éste nunca alcanzaría sin casarse.
Jamás había sentido la necesidad de tener una esposa. Había estado tan ocupado
recorriendo el país, comprando tierras y construyendo centros comerciales, que no
sintió la falta de un hogar a donde volver, sino que se conformaba con su
departamento de soltero en Nueva York, con el chalet en Klosters y con el palacio a
orillas del Gran Canal, que era la expresión de sus sentimientos de belleza. Pero, de
algún modo, el fin de semana que pasó en Martha’s Vineyard con los compañeros de
Harvard y sus familias lo había hecho tomar conciencia del paso del tiempo.
Una cosa era ser un soltero atractivo y despreocupado, objeto de admiración, pero
otra muy distinta era ser “pobre Ben, qué lástima que nunca se casó”. Sabía que
todos, en el fondo del corazón, le tenían muchísima envidia. ¿Cómo no tenérsela si
todos los años figuraba en la lista de los más ricos que publicaba Forbes, si su fortuna
de ochocientos millones de dólares había crecido otros cien millones en el último año,
y, a pesar de esto, el trato de Ben para con ellos no había cambiado; seguía siendo el

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Ben que ellos creían conocer? Ni siquiera podían acusarlo de tener el mal gusto de
mostrarse como nuevo rico, lo que seguramente les daba tanta rabia como la fortuna
que había amasado. Obviamente, sus amigos se aferrarían a cualquier excusa para
creerse más felices que él porque él se había quedado atrás en una determinada etapa
de la vida. Había visto suceder eso muchas veces; había visto ese autoelogio, esa clase
de superioridad emocional surgir de la noche a la mañana, aunque un hombre podía
resistir durante años, siempre y cuando no se convirtiese en un ermitaño, mientras que
una mujer, por rica que fuese, sería enseguida objeto de lástima.
Nunca se podría haber casado con una de las chicas de Boston con las que se crió;
las conocía tan bien que eran como hermanas: alegres, estudiosas, mandonas, pero
jamás objeto de sus fantasías eróticas. Tampoco le interesaban las infinitas chicas que
conoció en Nueva York: eran, en general, demasiado formadas y sofisticadas, y a
menudo neuróticas; chicas que, demasiado consentidas por los padres, habían logrado
una apariencia superficial a una edad demasiado temprana.
Gigi estaba predestinada para él.
Su historia familiar no era nada buena, ni falta que hacía decirlo. ¡Una madre
irlandesa, actriz de comedias musicales, y un padre empresario de espectáculos, de
ascendencia italiana! Por suerte, él tenía antecedentes de sobra para los dos. Sería un
golpe para la sociedad bostoniana, siempre tan crítica; un golpe para su padre que
nunca estuvo de acuerdo con su estilo de vida, un golpe para sus presumidos
parientes, aunque el hecho de que Gigi pudiera jactarse de que Billy Winthrop Elliot
fuera su “madrastra”, o al menos su ex tutora, le daba cierto lustre que ayudaría a
limar todas esas aristas de desaprobación. Una esposa no convencional sellaría sus
otros triunfos, que no podría hacerlo un éxito comercial más.
Gigi era tan simpática, tan original y compradora, que terminaría conquistándolos.
Todos lo que lo conocieron de joven se verían nuevamente obligados a reconocer que,
a diferencia de ellos, Ben no era una copia deslucida de sus antepasados. Gigi era una
mujer distinguida, y gran parte de su encanto residía en que ella no lo sabía. Una
imaginación como la suya, puesta al servicio de la beneficencia, la haría el centro de
atención del círculo de mujeres mayores que manejaban Nueva York, y un día sería
una figura importante, fundamental dentro de sus filas. Sí, Gigi sería la perfecta…
bueno, no la perfecta “concesión”, porque él nunca haría concesiones en el
matrimonio, sino sí la perfecta – para usar la palabra correcta – elección.
Además, por supuesto, la amaba. ¿La amaba “con locura”? No, no quería
entregarse a un sentimiento irracional, pero la amaba muchísimo más de lo que creyó
ser capaz de amar, ahora ni en el futuro. La amaba profundamente. No podía esperar
más de la vida.

Nadie le había informado al Adriático, a las lagunas y los canales que la temporada
turística había terminado. El agua ondeaba, moteada y plateada, bajo el sol obsequioso
de la ciudad que hasta el mismo Dickens había temido describir. La filigrana de niebla
todavía no había envuelto los ocres oscuros de los canales pequeños, los rosas
milagrosos del Palacio del Doce ni los grises dorados, los grises cremosos, los grises
morados y los borravinos de los palacios de mármol que bordeaban el Gran Canal.
En el aire azul, los sonidos parecían flotar suspendidos en lo alto, salvo el tañido de
las campanas y el golpeteo del agua. Ya no había glicinas en flor que se arrastraran de
ventana a ventana. Las pocas adelfas, que enviaban mensajes incitadores desde
pequeños jardines ocultos, habían perdido sus pimpollos rosados y blancos, pero algo
compensaba esa pérdida: la sensación de libertad y espacio gracias a la partida de la
mayoría de los cinco millones de turistas que cada año visitaban Venecia.

262
Venecia estaba madura el día que llegaron, una madurez otoñal en una ciudad de
piedra donde no podía haber cosechas. Parecía imposible pensar en el acque alte – o
marea alta – de noviembre, que a menudo inundaba el mármol rojo y blanco de la
Plaza San Marcos. De alguna manera, daba la sensación de que el agua, oscilante y
holgazana, canturreaba, en expectante tarareo, dándole la bienvenida a los periodistas
canadienses y británicos. Los sondeos encargados por Ben habían demostrado que los
franceses, ricos o pobres, preferían pasar sus vacaciones en Francia, y los italianos,
para hacer un crucero, preferían los barcos de bandera italiana.
La agencia de viajes contratada por Gigi se había ocupado de los complejos
trámites necesarios para que los periodistas volaran en la comodidad de primera clase.
Además, había alquilado una flota de cincuenta motoscaffi de diseño elegante y
cubiertas relucientes, que exhibían banderas verdes y blancas. Los periodistas se iban
a hospedar en el Gritti, el Danielli y el Cipriani, en habitaciones llenas de flores, frutas y
baldes de champagne helado, con minibares bien abastecidos. Sobre cada mesa de
noche se encontraba una carta de bienvenida dirigida a cada persona y firmada por
Ben Winthrop, junto con el programa de actividades, mapas y guías de Venecia.
Durante el primer día los asistentes tendrían lanchas a su disposición para visitar
Venecia, Murano, el Lido o Torcello; en cualquier momento que tuvieran hambre
podían elegir alguna de las variadas mesas de comidas servidas las veinticuatro horas
del día en comedores privados de los tres hoteles. Al segundo día, después de
almorzar, unos vaporetti redecorados para la ocasión pasarían a recogerlos por los
hoteles y los llevarían a la estación de trenes, ubicada al final del Gran Canal, donde
abordarían varios ómnibus para cruzar el puente, y una vez en tierra firma, dirigirse a
Porta Margera. Ya en el astillero, otros ómnibus los llevarían hasta las tres hileras de
gradas instaladas en el dique seco, desde donde escucharían el breve discurso que
pronunciaría Ben para explicar la ceremonia del cambio de monedas; luego Gigi
realizaría el cambio y se soldaría la placa a la quilla del Esmeralda Winthrop.
De regreso, los vaporetti, adornados con guirnaldas de luces, llevarían músicos y
camareros que servirían bebidas, y llegarían a los hoteles con tiempo suficiente para
que los periodistas se cambiaran antes de asistir a la cena y baile, a realizarse en el
casino municipal, el Palazzo Grimini, donde habría juego y baile hasta que se marchara
el último invitado. Los dos días siguientes quedarían libres, como el primero, para que
los invitados hicieran lo que quisiesen. El vuelo de regreso estaba programado para la
mañana del quinto día.
-Tres días y tres cuartos haciendo lo que uno quiere en Venecia, el transporte más
rápido y caro, comida y bebida y una sola breve ceremonia que cubrir: Si con esto no
logramos que vuelvan felices a sus casas, entonces, ¿con qué? – preguntó Ben cuando
Gigi le presentó sus planes.
-Son gente acostumbrada a ese trato – dijo Gigi, preocupada -. Insisto en que
deberías tener cincuenta góndolas disponibles las veinticuatro horas, identificadas con
banderas verdes y blancas para poder distinguirlas.
Ben hizo un gesto de negación con la cabeza.
-Nos llevaría días de negociaciones con el sindicato de gondoleros; para ser
gondolero hay que ser descendiente de generaciones de gondoleros. Si algún
periodista quiere viajar en góndola, que lo pague. Al fin y al cabo, les damos todo lo
demás gratis.
-Ya sé, pero, ¿por qué no las góndolas? Son lo más representativo de Venecia.
-A mí me parece que lo que cobran es un robo, y no voy a negociar con esos
ladrones – repuso él, obstinado.
Gigi suspiró y abandonó la idea. Ben tenía su lado ciego, una actitud inflexible que
le permitía avanzar años luz en varias direcciones disímiles, pero no ceder en lo más

263
mínimo en otras. Todo debía hacerse a su manera, como decía Lee Iacocca, ¿o era
Frank Sinatra?
Gigi ya no creía que se tratara de un ejemplo de la extraña y a veces divertida
frugalidad de los ricos. Billy enseguida habría advertido que viajar a Venecia invitada, y
no tener góndolas, perdía la gracia. No se arruinaría la experiencia total, pero quedaría
incompleta. Por alto que fuese el precio que pedía el sindicato de gondoleros, esa cifra
no era nada dentro de los grandes montos que invertiría Ben en ese proyecto.
Ben regía su vida según un sistema propio, que a Gigi le seguía resultando un
enigma. ¿Qué habría pasado, por ejemplo, si durante su primera visita a Venecia, a
ella se le hubiese ocurrido pasarse una tarde entera mirando cuadros? ¿Él la habría
sacado arrastrando de la Accademia, mientras ella pedía que por favor la dejara ver un
Giorgione más?
Tras la pelea con Zach en la fiesta, ella y Ben, con gran tacto, dieron por olvidado
el episodio. Él le hizo algún chiste diciendo que se había vestido de seductora y
portado como mojigata. Gigi por su parte le criticó que fuera un exhibicionista, y que
terminó con el ojo morado como se merecía, y después fingió olvidarse del asunto.
Pero sabía que tenía razón en no gustarle que la toquetearan delante de la gente, y en
el fondo se sentía muy feliz de que Zach hubiese reaccionado de tal manera para
defenderla, como enojada por la conducta de Ben.
Sus problemas con Ben – se dijo -, más allá de la discrepancia por lo de las
góndolas, siempre se referían a cosas sin importancia: la fijación – ésa era la palabra
correcta – que Ben tenía por tocarle el trasero, el papelón de aquella noche en
Martha’s Vineyard, la insistencia de regalarle los pendientes que ella no quería, el
primer beso que se dieron. Ben sabía sacar provecho de la situación, y de ese modo
imponerse y lograr control. El control total.
No era egoísmo en el sentido habitual de la palabra, pues nadie podía ser tan
generoso, tan manirroto como Ben cuando estaba de humor. El problema era otra
cosa, cierta estructura interna y profunda, algo imposible de explicar con palabras,
pese a que venía intentándolo desde el comienzo de la relación.
Reconocía que todo había sido muy romántico, pero pensándolo bien, ¿otra mujer
habría aceptado que la llevaran secuestrada a Venecia? Probablemente. Estaba siendo
demasiado quisquillosa, se reprochó. La idea de romanticismo de los hombres no
coincidía con la de las mujeres. La mayoría de las mujeres se dejarían matar por un
hombre si éste les regalaba esmeraldas, las llevaba a sitios de ensueño y demostraba
su amor posesivo en cualquier lugar, en cualquier momento y delante de quien fuere.
La cuestión era que él no la poseía. Al menos, todavía no.

-Tengo un problema – le dijo una tarde Archie a Byron, mientras tomaban algo en
un bar -. No sé si lo que siento es lo mismo que se siente cuando uno se ahoga,
cuando te clavan astillas de bambú bajo las uñas o te queman en la hoguera.
-O cuando te traicionan, te castran, te violan y te despojan de todas tus
pertenencias a punta de pistola… sí, creo que se parece más a eso – dijo Byron,
esforzándose por ser conciso.
-By, ¿estamos perdiendo la perspectiva o exagerando? Al fin y al cabo, todavía
gozamos de buena salud, no se nos cayó el pelo y seguimos teniendo nuestros trajes y
nuestro talento. Sólo perdimos el fruto de años de descomunal esfuerzo en la plenitud
de la vida, y el buen nombre de que gozábamos entre los colegas.
-Sabíamos que corríamos un riesgo, Arch.
-¿Quieres decir que nos merecíamos esto?
-No, pero a veces pasa.

264
-Byron, si te pones filosófico, si dices una tontería más, te rompo los huesos con
mis propias manos – dijo Archie en el tono poco amenazador de alguien que sólo tiene
fuerzas para llevarse un vaso a los labios.
-Gigi en Venecia hasta sólo Dios sabe cuándo, la señorita Vicky en Tokio para
siempre. ¿Cuántas cuentas perdimos, Archie?
-No cuentes Mares Azules – se apuró a decir Byron, irritado -, porque a esa cuenta
renunciamos nosotros. Y ahí empezaron todos los problemas.
-No. Los problemas empezaron cuando nos fuimos de Caldwell y Caldwell para
trabajar con esa traidora, hija de puta de Victoria Frost – opinó Archie, mordaz.
-¿Qué íbamos a pensar que se volvería con mamá y papá en cuanto se lo pidieran
amablemente, sin siquiera advertirnos? ¿Fue ése nuestro gran error? – se preguntó
Byron.
-No sé, pero lo cierto es que se sentía tan incómoda por el asunto, que nos lo
comunicó por télex desde Japón. No tuvo ni siquiera agallas para llamarnos antes de
irse, cuando estábamos intentando recuperar a Gigi. Por lo menos Gigi tuvo una razón
para irse, aunque no fuera una razón profesional, y no se llevó ninguna cuenta. No
puedes culpar a Elliot de que se haya echado atrás cuando se le prometió que íbamos
a recuperar a Gigi. Tampoco podemos culpar a ese abuelo zorro, Harris Reeves… ¿Esto
es lo que se llama un delito de guante blanco?
-Creo que es un ejemplo de negocio comercial como cualquiera – respondió Byron-,
lo que se conoce como “realidad”.
-En ese caso, se me ocurre una idea – dijo Archie, pasándose la mano por el pelo
ensortijado, y sentándose más erguido -. Todavía nos quedan algunas cuentas más o
menos respetables, además de El Altillo Encantado (por ahora) y la Línea Naviera
Winthrop. ¿Por qué no vamos a ver a la gente de Russo y les proponemos hacer una
fusión? Elliot le dio a Russo una segunda oportunidad con la cuenta de Escrúpulos Dos,
y nosotros podríamos aportar sangre joven para la cuenta. Si nos juntamos, podríamos
crear una agencia pequeña, pero buena. Son tipos seguros y confiables, pero no tienen
la fuerza que tenemos nosotros, o al menos que teníamos. En todo caso, ¿quién la
tiene?, o ¿debo decir “tenía”?
-Mmm. Russo, Russo, Rourke y Bernheim… no, no me gusta como suena – se
quejó Byron.
-Si fuera Russo, Rourke, Russo y Bernheim, ¿te gustaría?
-Podría ser, Russo, Bernheim, Russo y Rourke. Puedo tragarme el orgullo hasta ese
punto – respondió Byron -. Mira el lado bueno: ya no tendremos que trabajar con la
señorita Vicky.
-Tiremos la moneda a ver quién nos llama – dijo Archie.
-Yo sólo director de arte, nada más; el que se maneja bien con las palabras eres tú,
Arch; al menos eso dicen. Llámalos, y despiértame cuando esté todo arreglado – dijo
Byron, e hizo señas al camarero -. Otra botella de Evian, por favor.

Los periodistas llegaron acompañados por el buen tiempo. Al día siguiente se


perdieron en Venecia, pero invariablemente confluían en la Plaza de San Marcos antes
de almorzar, después de almorzar y durante la tarde.
Gigi unió algunas mesas de mimbre en Florian’s y colocó las sillas en derredor.
Mientras Ben se pasaba el día con Renzo Montegardini buscando la forma de acelerar
el reacondicionamiento del Esmeralda, Gigi se reunía en Florian’s con el equipo de
relaciones públicas de Winthrop Construcciones. Tarde o temprano, los periodistas
invitados se sentaban en alguna mesa, saludaban, pedían té, café, agua mineral y
tortas de todo tipo, algunos con ganas de quedarse allí, de manera que cada vez eran
más y ocupaban casi todas las mesas de afuera.

265
Un periodista en particular, de la sección de economía del Boston Globe, conocido
como Branch T. Branch y a punto ya de jubilarse, demostró agrado por Gigi, a quien
confundió con una simple empleada del equipo de relaciones públicas. Era un hombre
pequeño, casi piel y hueso y muy arrugado. Tenía puesta una camisa de fina lana, un
suéter abrigado y un viejo sombrero de tweed, pese a que hacía bastante calor.
-Aquí uno nunca se puede confiar – le comentó a Gigi con voz baja y áspera -.
Conozco bien esta ciudad, y la amo, pero jamás saldría sin jersey. Una vez me pesqué
un resfrío terrible en un hermoso día de verano mientras esperaba un vaporetto: la
brisa del agua, el viento que corría por el canal y tres minutos de espera bastaron para
que me lo pescara, y me duró semanas. Miasma, querida, miasma. Muerte en Venecia;
no es broma, le pasa siempre a los turistas. Estos canales están llenos de coasa que ni
nos imaginamos. De noche, cruzando un puente oscuro, no tienes que mirar atrás,
camina con paso firme, sigue mi consejo. Aquí hay pocos delincuentes, en su mayoría
carteristas, pero sí muchos fantasmas, que compensan con creces la falta de
criminales. Los verdaderos venecianos – una raza en extinción, pues quedan apenas
unos ocho mil, ¿sabes? – le dicen que, si no ha nacido aquí, quedarse más de dos
semanas es llamar a la muerte. Y le aconsejo que nunca se enferme en Venecia,
porque los médicos son de la escuela de las ventosas y las sangrías. Una vez me picó
una abeja y tuve una reacción alérgica: la pierna se me hinchó al triple. El médico me
dijo que era imposible porque en Venecia no había jardines, de modo que no podía
haberme picado una abeja. Este maldito lugar está lleno de plantas en las ventanas, y
¿qué me dice del mercado de flores del Rialto?
-¿Dónde se está hospedando, señor Branch?
-Branchie, dígame Branchie. En el Gritti. No crea que voy a hacer ese viaje para ir a
esa ceremonia de cambio de monedas; lamento tener que perderme el discurso del
joven Winthrop ahora que estoy escribiendo un libro sobre su familia, pero, ¿vale la
pena tener que volver de noche? Hace demasiado frío y es un viaje demasiado largo
para mi gusto. Tendrían que hacerlo en un lugar más civilizado. Para colmo justo
Mestre, el centro de la peste.
-El barco está en dique seco y no podemos moverlo. Pero no quiero que se lo
pierda por nada del mundo – se lamentó Gigi, al sentir que podían perder la cobertura
del Boston Globe -. Si lo pasamos a buscar por el hotel, ¿viajaría en el vaporetto
conmigo? A esa hora no hace frío. A la vuelta, habrá un motoscaffo especial
esperándolo en la estación de trenes. Puede viajar en la cabina y cerrar las puertas.
Viajará muy bien abrigado y estará de regreso mucho antes que los demás.
-Qué buena; sí, acepto la propuesta, gracias.
-¿Qué es eso de un libro sobre los Winthrop? – preguntó Gigi con curiosidad.
-Un estudio histórico, no la clase de libros que le gusta a usted, querida. Hace años
que trabajo en esto. Es como una hobby. Estoy muy interesado en el joven Winthrop;
por eso acepté ese paseo; por lo general mando a mi asistente, pero la trayectoria
comercial del joven Winthrop es fascinante. Podría haber sido veneciano, un príncipe
comerciante de la vieja escuela.
-Creo que le habría gustado serlo – dijo Gigi, sonriendo ante la idea -. ¿El libro está
listo?
-Faltan años – respondió Branchie, moviendo su mano diminuta -. Estoy por
jubilarme; esto me mantiene joven. No me ilusiono con publicarlo ni siento la
necesidad de hacerlo. Se están imprimiendo demasiados libros, me digo
constantemente, pero no levanto la oreja del suelo, para saber lo que está sucediendo.
Eso seguro. Lo mantengo en secreto, el material lo he conseguido todo yo solo, lo cual
me enorgullece.
-Mañana paso a buscarlo por el Gritti, Branchie – le prometió Gigi -, y le aseguro
que no se va a pescar la peste en Mestre.

266
Más tarde, Gigi y Ben llevaron a Vito y Sasha a cenar a La Madonna, un bullicioso
restaurante especializado en pescados al que no iban turistas, y allí Gigi aprovechó
para contarle a Ben en qué había quedado con Branchie.
-Me pone contento que lo hayas convencido, querida. Ese hombre conoce a todo el
mundo, y tiene mucha influencia en el diario. Le gusta parecer más excéntrico de lo
que es, pero ha escrito notas muy precisas sobre todo lo que he hecho, comenzando
por mi primer centro comercial. A veces creo que sabe más sobre mis negocios que yo.
Branchie, mi biógrafo e hipocondríaco preferido. ¿Te contó de cuando se pescó el
resfrío?
-Por supuesto. Y también de la abeja.
-Durante años estuvo ofendido con Venecia. En el diario, créase o no, llevó
adelante una vendetta personal contra la ciudad, como si a alguien le importar, pero
con el tiempo no pudo evitar la tentación de volver. Seguramente mañana se va a
poner abrigo y dos bufandas, así que no te rías cuando lo veas. En realidad, mejor que
hayas quedado en pasarlo a buscar, porque yo voy a estar en el astillero revisando las
gradas y el sistema de sonido un par de horas antes de que llegue el público.
-¿No hay gente que se encargue de eso? – preguntó Vito.
-Más de diez. Pero quiero revisarlo personalmente; no me gustan las sorpresas.
-Te entiendo. Las sorpresas, aunque sean buenas, nos caen muy mal a los
productores, a menos que las hayamos provocado nosotros mismos.
-Podría decirse que sí – asintió Ben, sonriendo al hacerse la imagen de ese día en
el futuro -. Sólo que el año que viene va a haber cinco veces más personas: todos los
funcionarios locales, la comunidad diplomática, celebridades que estén de visita, la
tripulación, los obreros y sus familias, todos menos una banda, aunque no veo por qué
no podemos traer una, la de la secundaria de Mestre. Para ese entonces, ya estará en
marcha la remodelación de los otros dos barcos.
-¿Qué nombre les van a poner? – preguntó Sasha -. ¿El Diamante? ¿El Zafiro?
-No sé si van a ser nombres de piedras preciosas – respondió Ben -. ¿Qué les
parece El Gigi de Winthrop, o simplemente la Graziela Giovanna? ¿Te gustaría, mi
amor?
Gigi hizo un movimiento indefinido con la cabeza, evadiendo la pregunta.
-Branchie dice que cree que tú podrías haber sido veneciano.
-¿Sí? Sabiendo lo que piensa sobre Venecia, no sé si tomarlo como un cumplido o
una crítica. Y conociendo a Branchie, puede ser cualquiera de las dos cosas. No dice
todo lo que piensa.

Al día siguiente, Gigi se puso zapatillas, jeans negros, un jersey negro y una
chaqueta de terciopelo también negro. No era lo que más le hubiera gustado para lucir
en un dique seco, pero Ben le había pedido que se pusiera los aros de esmeraldas, por
cábala, y lo único informal que se le ocurrió fue vestirse de negro, porque de ese modo
no quedaría ridículo que exhibiera las enormes esmeraldas. Llevaba los pendientes y el
dólar de plata bien guardados en el bolsillo interno de la cartera, ya que Ben no quería
que los tuviera puestos durante su recorrida de inspección por el dique seco.
-Veo que te has puesto ropa abrigada – dijo Branchie al saludarla, al tiempo que
hacía gestos de aprobar el atuendo -. Eres una chica muy sensata.
Los periodistas que se alojaban en el Gritti se sentaron a las mesas de la gran
plataforma flotante que hay frente al Gritti Palace, rodeada de barandas de madera y
decorada con macetas de geranios rosados. En ese exclusivo restaurante, de toldo a
rayas y camareros serviciales, ubicado sobre el Gran Canal, se sirve el almuerzo más
caro de Venecia. En el medio de la plataforma, un pasillo conduce de la puerta
principal del Gritti a un pequeño puente que desciende hasta un muelle para todo tipo

267
de embarcaciones. Al aire libre, el entretenimiento consiste en mirar de cerca el tráfico
acuático, con el agregado de poder ver a los visitantes que, cansados de viajar y
seguidos por botones que les llevan el equipaje, cruzan el elegante restaurante, a
veces sorprendidos ante la inesperada multitud, otras veces demostrando que ya
conocen la situación por lo que pasan de prisa, despreocupados, como si nadie los
observara.
El vaporetto especial llegó al muelle del Gritti al son de una falsa algarabía. La
mayoría de los periodistas habrían preferido quedarse a pasar la tarde en Venecia,
pero conocía las reglas del juego, y se resignaban cínicamente a presenciar la
ceremonia. Trataban de conseguir los mejores asientos de la proa, pues allí se tenía
una vista sin igual.
Gigi y Branchie miraban, sin impaciencia, cómo se llenaba la cubierta exterior,
porque Branchie había dejado en claro que él viajaría adentro, donde hubiese
suficiente espacio y no corriese el viento. Gigi vio que su padre y Sasha, disgustados
por los apretujones, le hacían señas de que se acercara a ellos cuando los conducían al
ferri; pero no pudo dejar solo a Branchie.
Finalmente, la multitud se dispersó y Branchie, seguido por Gigi, cruzó el
puentecito que llevaba al muelle. En el preciso instante en que estaba por aferrarse de
la mano que le tendía el marinero desde la baranda del vaporetto para ayudarlo a
subir, un súbito movimiento de las aguas sacudió el embarcadero flotante, el ferri se
movió hacia un lado, y quedó una separación de un metro entre el muelle y el barco.
Un hombre de piernas más largas y reflejos más rápidos, que no estuviera
obsesionado con la basura enterrada en el fondo del Gran Canal, podría haber dado un
salto y llegado a la cubierta.
Pero Branchie no. No alcanzó a agarrarse de la mano del hombre y cayó al canal.
Las bufandas quedaron flotando, y el agua le cubrió la cabeza.
En cuestión de segundos, unos botones del Gritti sacaron al periodista del agua,
mientras la tripulación mantenía el vaporetto alejado del muelle con largos ganchos
preparados a tal fin.
-¡¡Hepatitis!! – Branchie barboteó al entrar en el Gritti, al tiempo que agarraba un
mantel para secarse el pelo -. Hepatitis es lo mínimo que voy a pescar; pleuresía,
neumonía, neumonía doble, nefritis, maldito lugar de porquería, doble hepatitis: A y B,
voy a tener suerte si salgo vivo de ésta… Kate Hepburn se cayó en el canal mientras
filmaba la película, nunca volvió a ser la de antes… Voy a hacerle juicio a este lugar,
voy a hacerle juicio a Ben Winthrop, qué idea estúpida… Me largo de este pestilente
lugar no bien esté seco…
-Branchie, Branchie, ¿por qué no se toma una copita de coñac? – le suplicó Gigi,
que no dejaba de darle vueltas alrededor mientras el vaporetto, con Vito, Sasha y
todos los periodistas a bordo, emprendía la lenta marcha.
-¡Tomar coñac! ¿Qué quieres hacer? ¿Matarme? Cerré bien la boca cuando el agua
me tapó, el pelo todavía me chorrea ese asqueroso lodo de chiquero sobre la cara.
¡Gatos muertos, ratas muertas, fluidos cloacales! ¡Necesito una ducha, un
desinfectante, eso es lo primero que tengo que hacer! Vamos, llévenme a mi
habitación. ¡Llamen al encargado del hotel, traigan antibióticos! – Sacudiendo los
brazos diminutos, seguido por Gigi, por varios botones y dos conserjes, llegó a su
habitación.
A la media hora ya estaba en la cama, después de haberse bañado tres veces de
pies a cabeza y tras tomar todo tipo de antibióticos y dos medidas de whisky.
-¿Tuya? Es culpa del joven Winthrop, esa ceremonia en el dique seco, desde el
principio dije que era una idea tonta, para vanagloriarse, eso es lo que es. Pedantería.
Mierda con el dólar de plata. Vamos, dame más whisky. Sin hielo, por el amor de Dios,

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el hielo te mata si lo hacen con el agua de aquí. El alcohol puede matar los gérmenes
si los toma a tiempo, eso dicen, yo lo dudo, pero vale la pena probar.
Gigi, perturbada, le sirvió medio vaso de whisky y lo miró mientras lo bebía.
-¿Se siente mejor? – le preguntó.
-Lo sabré mañana, si me despierto. Otra víctima de Winthrop, eso es lo que soy –
dijo Branchie con maldad -, tal como los Muller. No tendría que haber venido, desoí mi
propio consejo.
Era obvio que Branchie no caía en borracheras alegres, pensó Gigi, mientras
calculaba si le quedaba tiempo para ir en lancha a la estación de trenes y estar ahí
antes de que llegara el vaporetto. Tenía tiempo de sobra, porque se había planeado
que el viaje por el Gran Canal fuera importante, lujoso, lento. ¿Qué habría querido
decir Branchie con “víctimas”?, pensó mientras le acomodaba las almohadas.
-¿Sabes lo de los Muller? – prosiguió Branchie -. Apuesto a que no; crees que lo
sabes, pero no sabes nada – la desafió Branchie. Luego se tapó hasta el mentón y la
miró con expresión intensa.
Ella le devolvió la mirada y el desafío.
-¿Los dueños de El Paraíso Infantil? Claro que sí. Trabajo con Jack Taylor, su
representante.
-¿Eso te dijo? – contraatacó Branchie.
-¿Quién? ¿Jack? ¿Me dijo qué cosa?
-Que representaba a los Muller. Seguramente te dijo que los Muller aún son dueños
de una parte de la empresa. Y le creíste, ¿no? ¡Ja! Otra víctima de Winthrop, eso es lo
que eres. Te apuesto cualquier cosa a que nunca viste a un Muller en persona, mi
querida. Tengo razón, ¿no?
-Y si no los vi en persona, ¿qué? – inquirió Gigi -. Se mudaron a Sarasota. ¿Qué
tiene que ver? Jack representa a la familia y me corresponde saberlo porque El Altillo
Encantado fue idea mía. Trabajo con Jack desde ese entonces.
-Y una muy buena idea. Una chica inteligente, buen sentido de la comercialización.
Winthrop ejecutó la hipoteca y se quedó con las tiendas. Los Muller tuvieron mala
suerte. Perdieron todo, quebraron. No les quedó nada. Es un buitre, ese Winthrop;
dejó sólo los huesos… Creo que voy a estornudar.
Gigi le pasó una caja de pañuelos de papel.
-¿Ben ejecutó la hipoteca? ¡No diga tonterías! Ben les salvó la empresa.
Branchie se encogió de hombros.
-No me creas si no quieres. ¿Por qué tendrías que hacerlo? Lo publicamos en el
diario y a nadie le interesó, igual que a ti. Jack Taylor recibe las órdenes y el dinero de
Ben Winthrop, que es dueño del cien por cien de la compañía. No culpo a Taylor, que
está haciendo un muy buen trabajo. Pero los Muller empezaron desde la nada, fueron
los primeros inquilinos de Winthrop, le pagaban alquileres altos todos los años, nunca
se atrasaban en los pagos; Winthrop tendría que haberles dejado cuanto menos una
partecita, ésa es mi opinión. Había bastante para todos; pero Winthrop no es de los
que comparten. Que revienten, es problema de ellos, no suyo. Los Muller fueron
víctimas, no puedes decir que no lo fueron, ¿o sí? ¿Eh?
-¿Víctimas? – volvió a decir Gigi, dolida al repetir la palabra -. El libro se le subió a
la cabeza, Branchie. Nadie puso nunca en tela de juicio la honestidad de Ben.
-¿Por qué habrían de hacerlo? Séneca escribió que a un delito exitoso y afortunado
se lo llama virtud; las cosas no han cambiado. Ahora es aún peor. Estoy muy
interesado en el joven Winthrop, no quito mi oreja del suelo, hago muchas
averiguaciones, nadie investiga como yo. Operaciones inmobiliarias engañosas,
sobornos a funcionarios, escándalos en la afueras de Cleveland, Des Moines, Fort
Worth y otros sitios; la gente de esos lugares está enfurecida pero no hay nada que
pueda hacer. Ya lo hizo antes y lo va a volver a hacer. Pero a nadie le interesa, salvo a

269
un historiador o unos de esos pobres diablos que odian los centros comerciales. Fíjate
en los Severini, por ejemplo… Alcánzame el vaso, querida, que me está haciendo
efecto.
-¿Qué pasa con los Severini?
-La misma historia. Perdieron su negocio por culpa de esta línea de cruceros. Los
otros periodistas, ¿lo saben? Por supuesto que no. La pequeña empresa familiar de los
Severini, a nadie le importa un bledo más que a la gente de aquí. Y a mí. Un buen
ejemplo del estilo Winthrop. De todos modos les iba mal. Winthrop les compró los
motores al costo, y encima con descuento por pagar en efectivo. Terminó de
arruinarlos. Buen negocio para él; tendría que haber sido veneciano. Príncipes
comerciantes eran… no desperdiciaban oportunidad. Para ellos no existía la compasión.
-¿Los motores… de Trieste? – susurró Gigi.
-Sabes mucho para ser sólo una empleada de relaciones públicas, ¿no?
-No, no sé mucho… Sólo oí mencionar algo de unos motores de Trieste – respondió
Gigi, tratando de averiguar más. La sangre le hervía.
-Tres motores, hechos por encargo. Severini no podía regalarlos… nunca te metas
en la industria naviera, te lo aconsejo. Se jugaron, eligieron mal el momento y
Winthrop se los quedó por mucho menos del costo; tiene suerte en todo. Mejor la
mitad que nada. Severini tuvo que cerrar. Está acabado. Winthrop sólo dejó los
huesos, como en el caso de los Muller. Una empresa centenaria, pero las
oportunidades les jugaron en contra. Si Winthrop hubiese pagado el precio real, los
Severini habrían tenido una oportunidad de salir adelante, a flote, lo cual no es nada
fácil en Venecia. Mírame, casi ahogado, con hepatitis B. Si sobrevivo, es la última vez
que vengo, querida, lo juro.
-Pero… pero, ¿por qué Ben no pagó el precio real?
-Ya te lo dije. No es su estilo. Es un buitre. No se siente satisfecho hasta que
quedan sólo los huesos. Es su manera de comerciar. ¿Cómo hace un hombre que
empieza con dinero prestado para convertirse en multimillonario en quince o dieciséis
años? Por eso me interesa… no es como los Winthrop de ahora. Es más al estilo de la
antigua Venecia, de los Borgia quizás. Corre las cortinas, querida, que quiero dormir.
No te preocupes, voy a cubrir la ceremonia y decir las cosas lindas; no tienes la culpa;
soy yo, que no tendría que haber venido a Venecia. Recuerda: a un delito que sale
bien se lo llama virtud. No eres joven para saberlo, puede serte útil…

Cuando Gigi llegó en motoscafo a la estación de ferrocarril, ya habían partido los


ómnibus que llevaban a los periodistas. Tomó un taxi, le pagó para que violara todas
las normas de tráfico y así pudo llegar al astillero cuando los invitados forcejeaban
para entrar. Trepó al último ómnibus rumbo al dique seco y, al llegar, permaneció al
borde de las gradas que se habían instalado sobre una amplia zona plana del tamaño
de tres canchas de fútbol, que había sido cavada ya treinta metros dentro del astillero,
de modo que las compuertas, que daban al mar, pudieran elevarse lentamente para
que los buques se deslizaran hacia el agua. Se hallaban allí los tres cargueros, uno de
ellos, rodeado de andamios.
Desde el instante en que dejó la habitación de Branchie, Gigi aceptó la realidad
sobre Ben Winthrop. Por fin descubría la faceta oculta de su personalidad, que siempre
la había intrigado hasta entonces sólo había visto pantallazos fugaces, indicios,
contornos, sombras, tenues como la primera niebla matutina, pero igual de
desconcertantes.
Podría haber hecho callar a Branchie ni bien mencionó a los Muller, no haber creído
las palabras de un borracho locuaz; podría haber hecho oídos sordos y haber dejado
que Branchie se recuperara de su hepatitis imaginaria entre medidas de whisky y

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frazadas. Sin embargo, no pudo salir de la habitación. Sintió la necesidad imperiosa de
escuchar todo lo que él sabía. Pese al asco que todo eso le producía, trató de hacerlo
hablar más. Aunque el mismo Ben no hubiese ratificado lo dicho por Branchie, ella
sabía que era cierto. Los hechos encajaban perfectamente en los huecos que tanto la
molestaban de la personalidad de Ben Winthrop.
Si hubiese estado realmente enamorada de él, no le habría pedido a Branchie que
le contara más detalles; no se habría quedado recabando información hasta que el
hombre por fin se durmió. Por el contrario, no habría querido oír que criticaba a su
amado, como hacen muchas mujeres cuando el hombre que aman es objeto de
críticas, y ya se habría olvidado de Branchie, ese historiador aficionado que, según él
mismo reconoció, probablemente no vería nunca publicado su libro. Un borracho
amargado, envidioso de Ben, al que no había ni que tener en cuenta.
Gigi buscó a Vito con la mirada. Nunca había sentido tanta necesidad de hablar con
él, pero lamentablemente tenía que estar en la base del dique seco, parada en la
plataforma donde se iba a hallar el soldador – que en ese momento estaba ocupado
revisando el soplete -, ante los ojos de la comitiva oficial: Ben; Erik Hansen, a cargo
del proyecto; Renzo Montegardini, el ingeniero nava; Eustace Jones, el encargado de
hotel; Arnsin Olsen, jefe de ingenieros; Per Dahl, el capitán; y una persona más, que,
por lo que Ben le había dicho, debía ser el intendente de Mestre. Alrededor, se
agolpaban numerosos fotógrafos de agencias noticiosas y revistas.
Al diablo con la obligación impuesta de estar allí. Si tenían prisa por colocar una
moneda norteamericana en la placa, que alguno la sacara de su propio bolsillo.
Los ojos de Gigi inspeccionaron la multitud, y vieron que Vito y Sasha corrían hacia
ella.
-Por Dios, ¿dónde estabas? – dijo Sasha, jadeando.
-Es una larga historia, y tiene que ver con Ben. Escuchen…
-No podía creer que hubieras perdido el ferri – se apuró intervenir Vito y la abrazó
con fuerza -. Gigi, no sé hasta donde llegó tu relación con Winthrop, pero hay algo que
debo contarte. Sé que estás apurada pero tienes que saberlo: en el momento en que
salía del hotel me llamó Zach…
-¿Qué le hizo a Zach?
-Poco después de aquella pelea en tu casa, Winthrop fue a almorzar con el gerente
de préstamos de nuestro Banco, y le dijo que Zach era adicto a la cocaína y que había
estado drogado cuando lo atacó, sin que él lo provocara, y que también se había
drogado durante todo el rodaje de Un largo fin de semana. Como te imaginarás, del
Banco llamaron al estudio, y se armó un gran escándalo. El estudio llamó al agente de
Zach. Probablemente Zach fue el último en enterarse, antes que yo.
-¡Lo mato! – gritó Sasha, encolerizada -. ¡Juro que lo mato!
-No hará falta – dijo Gigi. Dio media vuelta y se dirigió al ascensor que habían
instalado para ir de la parte inferior a la superior del dique seco.
Cuando se dirigía hacia la plataforma contigua al barco, Gigi advirtió la expresión
de enojo en el rostro de Ben. Llegó a la plataforma y subió los peldaños.
-¿Por qué tardaste tanto – le preguntó Ben de mala manera, pero en voz baja para
que los demás no lo oyeran -. Ya no podíamos esperar más. Los periodistas están
inquietos. Pensé que iba a tener que comenzar sin ti.
-Vamos, di tu discurso.
-¿Trajiste el dólar de plata? ¿Y los pendientes?
-Sí
-Póntelos.
-Di tu discurso.
-No hasta que te los pongas.
-Entonces no hables. Tú decides.

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-¡Mierda! ¿Te parece que es momento para tener un arranque? ¿No ves que todos
esperan?
-Habla, si eso tienes pensado hacer.
Ben apartó la mirada del rostro implacable de Gigi, tomó el micrófono y pronunció
el discurso de tres minutos que había reescrito diez veces hasta pulirlo totalmente.
Palabras elegantes, plagadas de elogios internacionales, que explicaban el cambio de
la moneda italiana por una norteamericana, y anunció que el reacondicionamiento del
Esmeralda, la primera embarcación de la Línea Naviera Winthrop, comenzaría en
cuanto se intercambiaran las monedas.
El soldador se levantó la máscara, tomó la placa que acababa de quitar de la quilla
y la extendió ante Gigi con un además elegante y una sonrisa.
-He aquí el dólar de plata – dijo, hablando directamente al micrófono que acababa
de quitarle a Ben. Tomó la moneda con dos dedos y la mantuvo en alto para que
pudieran fotografiarla. – Mientras esté en la quilla, este barco no correrá peligro. –
Entregó la moneda a Ben, y éste la colocó con cuidado en la cajita de metal soldada a
la placa.
Gigi volvió a meter la mano en el bolsillo y extrajo uno de los aros. Lo mantuvo en
alto y giró lentamente para que todos pudieran verlo brillar, un extraordinario toque de
color entre tanto gris del dique seco.
-He aquí una esmeralda. Mientras esté en la quilla, este barco no correrá peligro.
Esta esmeralda va por los Muller. – Ben se la quedó mirando, atónito, e inmóvil ante la
presencia de los espectadores. Gigi colocó el aro en la cajita, y volvió a meter la mano
en el bolsillo, de donde extrajo el compañero. También lo mantuvo en alto, moviéndolo
frente al incesante disparar de flashes y frente a la multitud parada en las gradas.
-He aquí otra esmeralda – continuó -. Mientras esté en la quilla, este barco no
correrá peligro. Ésta va por los Severini.
Mientras Gigi lo ponía en la cajita, los flashes no dejaban de disparar, y se oía el
murmullo de los periodistas que se preguntaban quiénes eran los Muller y los Severini.
-Suelde la placa en la quilla – le ordenó Gigi al soldador, sin soltar el micrófono. Los
hombres que la rodeaban permanecieron inmóviles, conscientes de que cientos de ojos
los miraban, ojos de periodistas y de fotógrafos. Todos miraban, incrédulos, cómo
soldaban en la quilla la placa que contenía la moneda y las esmeraldas.
-Y esto – dijo Gigi al micrófono, alzando la mano ante una multitud que hizo
silencio para escucharla -, esto es lo que un mentiroso y ladrón se merece cuando
calumnia a un inocente. Ésta va por Zach Nevsky. – Giró en redondo hacia Ben y le
propinó una fuerte bofetada.
Por un instante, en que todo permaneció en silencio, Gigi miró a Ben a los ojos.
Sólo cuando él bajó la cabeza para eludir el odio de esa mirada, se bajó de la
plataforma, se dirigió al ascensor y subió a la parte superior del dique.
-Algo me dice que es hora de irnos – les comentó Vito y a Sasha, que la tomaron
del brazo cuando salió del ascensor -, aunque la fiesta acaba de comenzar.

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21
Una tarde de principios de noviembre, Zach se encontraba solo en la primera fila de la
sala de proyección para la exhibición privada de la primera versión de Un largo fin de
semana. Por primera vez iba a ver una versión entera de la película, armada
simplemente con las tomas que él había seleccionado, sin música ni efectos de sonido.
Aunque quedaba muchísimo por hacerse, esa versión era la base de lo que luego se
convertiría en la versión final.
A los dos minutos de haberse apagado las luces y comenzado la película, la puerta
trasera de la sala se abrió sin ruido, y Vito Orsini se asomó. Saludó con la cabeza a la
única persona que había allí, el montajista, que estaba sentado en la última fila para
poder comunicarse con el proyeccionista. El hombre le devolvió el saludo con la
cabeza, siguiendo la norma que dice que no debe hacerse el menor ruido en la sala, y
volvió a fijar la vista en la pantalla. Minutos más tarde, notó que Vito ya no estaba,
pero había una figura femenina sentada en el último asiento de la última fila, en el otro
extremo de la sala. Sin preguntarse quién sería, pensó que, si el productor la había
dejado entrar, tenía derecho de estar allí, y se olvidó de la mujer por completo.
Dos horas más tarde, al finalizar la proyección se encendieron las luces. Zach se
puso de pie y se estiró. Luego se dirigió al montajista:
-Gracias, Ed. Bueno, todavía queda mucho por hacer, así que te veo mañana,
temprano y bien despierto.
El montajista se marchó de prisa. Zach iba y venía delante de la pantalla vacía, muy
concentrado en qué haría en la sala de montaje, cómo iba a modificar, cuadro por
cuadro, la velocidad de algunas escenas para que la película tuviera el ritmo que quería
imprimirle. El montaje era fundamental, la tarea pura, delicada y original de dar forma
a la versión terminada que tuvo en mente durante todo el rodaje. Sumido en esos
pensamientos se dirigió hacia unos escalones que subían hasta la puerta de la sala,
cuando de pronto lo sobresaltó un sollozo.
-¿Qué pasa? – Giró en redondo y descubrió a Gigi, que trataba de ocultarse tras un
pañuelo de papel arrugado, sentada en el mismo sitio desde donde había presenciado
la proyección.
-¿Tú aquí? Hola. ¿Tan mala te pareció?
-No – respondió Gigi, entre sollozos -. Es una tontería… pero… los finales felices
siempre me hacen llorar.
-¿Alguna parte te hizo sonreír?
-Eso fue lo que más me costó: contener la risa para que no te enteraras que yo
estaba aquí. Ay, Zach, todos esos personajes, seres reales, llenos de egoísmo,
incapaces de comprenderse unos a otros, tropezando, equivocándose hasta que al final
hacen las cosas bien. Me parecieron graciosos y tristes, mezquinos y generosos, cínicos
e inocentes, miserables y al mismo tiempo muy humanos. Y es tan romántica; no
esperaba tanto romanticismo. ¿Cómo lo lograste?
-¿En serio lo logré?
-No puede ser que no lo sepas.
-Bueno, digamos que tengo una esperanza muy pequeña de que, dentro de dos
meses, cuando haya terminado de darle forma, quizá – sólo quizá – la película quede
un poco mejor de lo que pensaba. – Al hablar, golpeaba sin cesar el apoyabrazos de
madera de uno de los asientos.
-Veo que sigues siendo supersticioso – comentó Gigi, en tono burlón. Por las
dudas, ella también tocó madera.

273
-¿Cuántos pañuelos de papel usaste?
Gigi los fue contando.
-Ocho… nuevo con este. Pero hubo tres finales felices distintos – protestó -, así que
son tres pañuelos por cada uno. No soy una fuente de lágrimas.
-Ah, veo que captaste los tres. Y yo que pensé que al menos uno quedaba bien
escondido. Con que nueve pañuelos… Quizá, después del montaje, logre hacerte
duplicar esa cifra, y termina siendo una película para parejas.
-¿Te refieres a los casos en que es la chica de la pareja la que decide lo que van a
ver?
-Exacto. Por supuesto tú no formas parte del público al que apuntamos. A lo mejor
sólo se trata de que lloras con facilidad.
-¿Ya perdiste la memoria? – El leve tono interrogativo de Gigi podía tener muchas
lecturas: nostalgia, reproche, añoranza, indiferencia burlona.
-Sí, y sé que no eres de las que lloran por todo – se apresuró a decir Zach,
temeroso de interpretar cualquier cosa que Gigi dijera -. Al menos, no lo eras. Podrías
haber cambiado desde que empezaste a aparecer en las primeras planas de los diarios
pegándole a los hombres.
-No exageres, lo hice una sola vez – dijo Gigi con modestia, y recordó alborozada la
fuerza física que nunca había creído poseer.
-Suerte que él no te devolvió el golpe. Por supuesto, sólo habría logrado quedar
peor de lo que quedó, gracias a todos esos fotógrafos y periodistas. Gigi, salvaste mi
honor, y no te lo he agradecido como corresponde.
-Me llegó tu carta.
-Hay cosas que no pueden agradecerse ni con la carta mejor escrita. Estuviste…
maravillosa.
-No fue nada. Lo volvería a hacer. Dime, Zach, ¿qué harías tú si yo te diera una
bofetada? – preguntó Gigi, sin poder contenerse, al tiempo que guardaba el puñado de
pañuelos usados en la cartera.
-Te agarraría fuerte y te haría cosquillas en las orejas.
-Sabes demasiado – se sonrojó ella. Zach era el único que sabía qué cosas la
hacían hacerse pis encima.
-Es un detalle gracioso, pero no te preocupes, que jamás se lo contaría a nadie.
¿Qué te parece si vamos a comer una pizza? ¿No te parece que una película para
parejas se complementa muy bien con una pizza?
-Me comería dos. Cuando veo una película mala, me dan ganas de tomar batido de
chocolate. Si veo una buena, me muero por comer pizza. No sé por qué, pero me pasa
siempre. Seguramente es una reacción química de mi organismo. Quizá deba
convertirme en crítica cinematográfica profesional, ¿no?
-Ganarías una enormidad. Ven, vamos ya.

Zach automáticamente pidió la pizza con el doble de morrones, el doble queso, el


doble de salsa y el triple de anchoas, sin pimienta, con aceitunas negras, y de beber,
dos cervezas. Gigi escuchó sin interrumpir, pensando en que había cosas que nunca se
olvidaban, entre ellas, las preferencias de alguien en materia de pizzas.
Cuando llegó la pizza, Zach terminó de cortar las divisiones marcadas y le sirvió una
porción. Gigi dobló la porción por la mitad, dio dos mordiscos medianos a la punta y se
la volvió a pasar a Zach, que la terminó. Tenían tanta hambre que, salvo algún sonido
de satisfacción, no hablaron hasta haber terminado la primera pizza y pedido otra. En
la mitad de la segunda, Gigi abandonó.
-No doy más. Mi boca quiere, pero mi estómago no puede.

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-Vamos, imposible que te hayas llenado sólo con las puntas. Los bordes te
satisfacen, son nutritivos, pero las puntas no tienen nada. – La vio tan menuda, que se
preocupó. Tenía que engordar unos kilos. El rímel se le había salido durante la
proyección, y parecía tan joven… una mujer debería tener prohibido aparentar menos
de dieciséis si es tan hermosa que todo hombre al mirarla sólo puede abrigar
pensamientos indecentes. Tenía que hablarlo con ella, pero no se atrevía. A Gigi no le
caían bien las críticas; eso él lo sabía muy bien.
-Las puntas son lo más jugoso, todo lo mejor se junta en la punta.
-Nunca te gustaron los bordes – dijo Zach, moviendo la cabeza en señal de
desaprobación.
-Nunca te gustaron las puntas – replicó Gigi.
-Nunca quisiste ni siquiera probar los bordes – insistió Zach.
-Me niego a discutir sobre una cuestión sobre la que ambos tenemos partido
tomado.
-Está bien. Pero te equivocas – acotó él, testarudo.
-Bueno.
-¿Bueno? ¿Quieres decir que admites que estás equivocada? – preguntó, incrédulo.
-No, en absoluto, pero creo que no vale la pena seguir discutiendo sobre este
tema. – En sus ojos brillaba una expresión de picardía.
-Eso nos crea un problema – dijo Zach de mala gana mientras terminaba la pizza, y
advirtió que Gigi no había agregado ni una sola palabra a la última oración -. ¿De qué
otra cosa vamos a hablar?
-Esperaba que esa decisión la tomaras tú. – Gigi se echó hacia atrás y cruzó los
brazos. Las comisuras de sus labios se alzaron en una pequeña sonrisa que parecía
más una promesa de peligro que muestra de alegría. En el óvalo de su rostro se
sonrosaron sus mejillas, y los párpados entornados cubrían el verde manzana de sus
ojos.
-Muy inteligente – le dijo él -. Muy astuta. Te diste por vencida en el eterno debate
de las puntas y los bordes. Y yo caí.
-¿Y? – lo apuró, dulcemente implacable.
-No sé – confesó Zach, y advirtió que era una de las pocas veces en la vida que no
tenía una decisión tomada, una actitud instantánea, una opinión respecto de cómo
tenía que actuar.
-¿No estás de acuerdo en que tendríamos que hablar? – le preguntó Gigi con una
vocecita burlona y tierna al mismo tiempo, tanto, que Zach sintió la necesidad de
volverla a oír y así poder analizar el por qué de tanta extraña dulzura, para saber por
qué, en sólo un respiro, le partía el corazón y se lo volvía a unir.
-Por supuesto que tendríamos que hablar. Dime, ¿cómo hiciste para entrar en la
sala de proyección?
-Me hizo entrar mi padre. ¿De eso vamos a hablar?
-¿Por qué viniste?
-¿Simple curiosidad?
-Nadie se aguanta dos horas de la primera versión de una película por simple
curiosidad. Al menos, nadie en su sano juicio.
-Es cierto – admitió Gigi.
-¿Entonces?
-Podría haber estado perdiendo el tiempo. O con ganas de sentarme en la
oscuridad y reírme y llorar sin hacer ruido hasta morir ahogada. O quizás tenía ganas
de verte… - Gigi hizo silencio, pensando en las muchas razones por la que pudo haber
ido a la proyección.
-¿Perdiendo el tiempo? – se apuró a preguntar él, antes de que le diera más
razones.

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-No.
-¿Ganas de sentarte en la oscuridad? – se obligó a preguntar, rogando que Gigi no
tuviera una nueva pasión por llorar sin que la vieran.
Gigi analizó la pregunta con cuidado. Finalmente, y con tono indeciso y hasta quizá
contemplativo, dijo:
-No, tampoco. No creo, bueno, no exactamente.
-¿Qué… qué fue lo último que dijiste?
-Supongo que… podría ser…
-Querías verme – dijo él con voz neutra.
-La lógica diría que sí.
-¿Cómo puede ser? Preguntó Zach, fingiendo indiferencia.
-¿Acaso tú no querías verme? – interrogó Gigi.
-¡Sabes muy bien que sí!
-¿Por qué? – inquirió Gigi con fervor.
-Porque te adoro, porque adoro el suelo donde pisas, porque caminaría sobre
brasas calientes por ti, porque escalaría montañas de hielo por tenerte, porque cruzaría
océanos por tu amor, porque te quiero como loco, y tú lo sabes bien. ¡Si serás
testaruda!
-¿Te parece? Calculo que lo soy, cuando me provocan. Pero últimamente no me
has provocado, ¿verdad?
-Hace bastante que no lo hago – se quejó Zach.
-Puede ser – dijo ella lentamente, como inventando las palabras sobre la marcha -,
puede ser. Aunque no se me ocurre cómo pudo pasar, si tenemos en cuenta todas las
cosas en las que nunca estamos de acuerdo. Se me ocurrió que… por ahí podíamos…
intentarlo.
-¡Gigi, mi amor! – Zach se movió con rapidez, intentando salir de su lado de la
mesa para acercársele y besarla para hacerla entrar en razones.
-¡Quédate donde estás, Zach Nevsky! ¡No te muevas de tu lado! – lo amonestó Gigi
en un tono que lo hizo detenerse de inmediato -. Primero tenemos que fijar ciertas
reglas, o va a volver a pasar otra vez lo mismo, y te juro que no podría soportarlo.
-¡Gigi, he cambiado! Este último año ha sido terrible para mí. Nunca volveré a ser
el mismo de antes. Repasé todos mis errores, el modo en que traté de dominarte, las
cosas terrible que dije. ¡Imposible que no me creas capaz de cambiar!
-No es que no puedas cambiar, pero siempre vas a estar enamorado de tu trabajo,
va a haber siempre un conflicto entre tu trabajo y yo. ¿No es así?
Zach emitió un reacio sonido, mezcla de quejido y suspiro. Haría cualquier cosa
dentro de los límites de lo razonable, e incluso algunas irrazonables, con tal de estar
con Gigi para siempre, pero no iba a mentir.
-Si ése es el problema, podemos encontrarle la vuelta. No sé qué haría sin mi
trabajo. Yo soy mi trabajo. Es la mitad de la alegría y el sentido de mi vida. La otra
mitad eres tú, Gigi, mi otra mitad.
Ella lo escuchaba con toda la mente y el corazón, analizaba la devoción obsesiva
que él tenía por su trabajo. Era un hombre, pensó, totalmente definido por su talento,
un hombre nacido para tomar las palabras del papel y convertirlas en una realidad
capaz de conmover al público. Tenía frente a ella a un hombre que creía totalmente en
su capacidad de iluminar y animar la visión de dramaturgos y guionistas; un hombre
que había demostrado sus capacidades; un hombre que siempre necesitaría utilizar sus
talentos. Entonces comprendió y acepto la identificación de Zach con su trabajo.
-Nunca me interesaría un hombre que no esté enamorado de lo que hace – dijo,
por fin, eligiendo las palabras con cuidado -. Pero, Zach no puede ser que seas tan
egocéntrico y ni te des cuenta de que lo que yo hago, para mí es tan importante como
tu trabajo lo es para ti.

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-¡Sí me doy cuenta! Yo…
-Espera. No te apresures a contestar. Sé que harías un gran esfuerzo por valorar mi
trabajo si yo ganase tanto dinero como tú, o si fuese un éxito ante los ojos del mundo.
Pero, ¿y si se me da por ir a la universidad – sabes que nunca lo hice -, por estudiar
italiano, preparar conservas de frutas, tocar el piano o cultivas rosas? ¿Qué pasaría si
quisiera pasar mi tiempo haciendo cosas de ese tipo? ¿Valorarías igual mi trabajo?
-Tuve un largo año para plantearme esos mismos interrogantes. Hiciste bien en
llamarme mentiroso e hipócrita cuando prometí tomar tu trabajo con seriedad. Veía
que la publicidad te alejaba de mí y traté de criticar ese rubro diciendo que ninguna
persona inteligente se dedicaría a eso. Me porté como un ser despreciable.
-Ya lo creo.
Él la miró, resuelto.
-Cualquier cosa que hagas tendrá para mí la misma importancia que dirigir una
película. Te lo prometo de todo corazón.
-Un problema solucionado, entonces, pero son varios. – Gigi se detuvo para ver
qué respondía él.
-Gigi, me mataría antes que obligarte a hacer algo y… decir que buscabas que te
violaran, que lo único que querías era atraer mi atención.
-Eso fue horrible. Ni Ben Winthrop caería tan bajo.
-No puedo decir que en el momento no lo dije en serio – dijo Zach, que tenía toda
la intención de ser sincero -, pero no lo dije un ciento por ciento en serio.
-¿Qué porcentaje de cierto? – preguntó ella con un interés perverso pero
cautivante.
-Un porcentaje bastante alto. Hasta un diez por ciento sería alto. No sé cómo
disculparme – dijo Zach con tono suplicante.
-Imposible. Nunca podrás olvidarlo, pedante e inflexible a la hora de exigir
resultados.
-Sé que soy dominante, manipulador, pedante e inflexible a la hora de exigir
resultados.
-¿En serio lo sabes? ¿No estás bromeando? Me parece que no eres tan malo.
-¿No?
-Ahora te conoces a ti mismo mejor que antes.
-En un año en el que te extrañé casi las veinticuatro horas del día tuve mucho
tiempo para pensar.
-¿Por qué “casi”? – inquirió Gigi.
-A veces me quedaba dormido, después de mirar Nuestros años felices.
-¿Nuestros años felices? Cuánto hace que no veo esa película – exclamó Gigi,
sorprendida -. Zach, ¿realmente crees que podrás evitar ser dominante y todas esas
cosas? – agregó, tranquila.
-No… del todo. Así es como soy, es mi forma de ser, es parte de mí. Si no estuviera
convencido de mi punto de vista y no necesitara hacerlo prevalecer, en este momento
estaría haciendo otra cosa en lugar de dirigir películas. Quizás los dos estaríamos
haciendo conservas; hasta podríamos construir un imperio de alimentos en conserva
juntos.
-Eso seguro no va a pasar.
-Tienes razón, exageré un poco. Pero hay algo que sí te prometo. De ninguna
manera voy a comportarme como director cuando esté contigo.
-¿En serio crees que podrías dirigir el universo en la filmación y olvidarte de eso al
volver a casa?
-Ésa es mi intención – repuso él con serenidad -. Sé que podría. Tú no eres actriz y
no volveré a intentar dirigir tu vida. Eres dueña de tu vida, que es igual de importante
que la mía. No voy a cometer dos veces el mismo error.

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Gigi, serena, asentía con la cabeza, pues veía que ésa era realmente su intención.
-Pero – le preguntó, muy resuelta -, ¿qué pasa con los viajes? A veces, cuando
estés filmando, te vas más de seis meses.
-Me iría menos tiempo. Ahora puedo darme el lujo de elegir los trabajos, así que
estaría cerca de casa.
-Algunas veces yo podría acompañarte… Podríamos… ceder los dos – suspiró Gigi.
Odiaba esa palabra, pero era la indicada.
-¿Ceder? – preguntó Zach, sorprendido -. ¿Realmente estarías dispuesta a ceder?
-Bueno, no en todo – se apresuró a corregir Gigi -, pero tampoco me gustaría que
rechazaras un libreto fabuloso, que tuvieras muchos deseos de filmar, sólo porque
implicaría irte algunos meses. De vez en cuando, eso sí.
-¿Cómo harías con tu trabajo?
-He decidió trabajar en forma independiente – admitió Gigi -. Aunque no suene
muy modesto, se pelean por tenerme. No volveré a tener un trabajo fijo. No sirvo para
trabajar en equipo ni ser empresaria. Voy a trabajar en lo mío, Zach, ¡haré lo que
quiero!
-¿Quieres decir – arriesgó Zach, observando la multitud de posibilidades que ella le
planteaba – que puedes hacer tu trabajo en cualquier parte?
-No te entusiasmes – objetó ella de inmediato -. Quiero un verdadero hogar, y no
andar errando por el mundo. Y escúchame bien, Zach Nevsky, hay dos cosas más
sobre las que nos tenemos que poner de acuerdo. Primero, no puedes estar disponible
para recibir a actores y actrices desocupados todas las noches. No estoy dispuesta a
compartirte todos los días con tus admiradoras. El problema es que te gusta tanto dar
consejos. Tienes que aprender a ponerte límites: solo tres noches por semana y los
echas a las diez. Quería limitarlo a dos noches por semana, pero te conozco muy bien,
así que tuve que ceder otra vez. Lo que sí, quiero que lo cumplas, y siempre; no me
subestimes. Y en segundo lugar, Zach Nevsky, si invitas a alguien a cenar, quiero que
me avises con tiempo, y si los que vienen no saben mi nombre, los echo. Antes de
sentarse a la mesa.
-Estoy de acuerdo en todo – prorrumpió Zach -. Puedo firmar algún documento si
quieres, con sangre.
-No hace falta – respondió Gigi, tratando de no mirar la boca exigente y temeraria
de Zach, y restregándose las manos para evitar apoyarlas sobre las de él -. Te creo.
-¿Qué… qué nombre quieres usar cuando tengamos invitados a cenar?
-Gigi – dijo ella, permitiéndole que la mirara a los ojos y viera en ellos su destino.
-¿Gigi Nevsky? – imploró Zach, todo súplica y pasión.
-Creo que es… inevitable. - ¿Cómo había podido pasar un año sin él? La promesa
de un amor sincero acababa por derribar sus defensas.
-¿Puedo sentarme junto a ti? ¿Puedo?
-¡Sí! – Gigi estuvo generosa con el permiso, libre de apremios, feliz de haber hecho
las preguntas que debía hacer antes de permitir que ese hombre difícil e intenso le
robara el corazón, como ya lo había hecho muchos años antes. Su primer amor; a
decir verdad, su único amor.
-Querida, ya mismo te llevo a casa – exclamó Zach, exultante, tomando
inmediatamente el control de la situación ahora que sabía que ella no iba a poner
reparos -. Te amo tanto que… ay, quedó tu coche en el estudio.
-No vine con mi coche. Me trajo mi padre en el suyo.
-¿Viniste así no más, sin asegurarte el regreso? – preguntó Zach, incrédulo. Nadie
que viviese en Los Ángeles cometería semejante imprudencia.
-¿Qué tiene de raro?
¿Cuánto tiempo tardaría Zach en darse cuenta de que ella era la mujer de su vida?
Tenía que darle algunas semanas más para que se diera cuenta de una vez por todas.

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A los hombres les costaba más que a las mujeres comprender ciertas cosas, pensó
Gigi, transfigurada por el amor, y en consecuencia, muy generosa.
Zach la tomó en sus brazos y la cubrió de besos ante los ojos de todos los que
llenaban la pizzería, lo que provocó una tormenta de risas, abucheos y silbidos. Cuando
Gigi al fin advirtió el alboroto, le dio una patadita a modo de protesta, aunque poco
convincente. Por último, Zach volvió en sí y fueron al coche. Acunada contra el pecho
cálido y fuerte de su amado, Gigi se sintió invadida por una felicidad incontenible. Se
puso a pensar en los detalles; por su mente daban vuelta miles de planes para la boda,
una boda pequeña. Invitarían nada más que a Billy y Spider, a su padre y Sasha, a los
hijos de todos, a Josie y Burgo y, ¡oh, no! la madre de Zach. Pero ella iba a poder
manejar a su suegra, se dijo con firmeza. Y Sasha sería al mismo tiempo su cuñada y
su madrastra. Sasha Nevsky Orsini y Gigi Orsini Nevsky. ¿Cómo diablos había
sucedido? Gigi borró de su mente las complicaciones y se sumergió en un júbilo libre y
etéreo. Tenía tantas cosas mejores en qué pensar.

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