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13 de Diciembre de 2007
Perdóneseme una infidencia personal. Yo hubiera querido para mí, y en exclusivo, sin reservas y con
devoción, sin pudor y con arrebato, sin usura y con ardor, el amor de la más amante y la más amada
de las mujeres que, a pie descalzo, peregrinaron por los senderos de la historia a lo largo del siglo
XX: Marguerite de Crayencour, mejor, Margue-rite Yourcenar.
Pero ya ven, su amor fue para Grace Frick, y durante cuarenta años. Llegó a confesar que era
“demasiado inteligente para ser heterosexual”. Y llama la atención que sus tres grandes personajes
sean, justamente, homosexuales: Alexis, el del inútil combate, Zenón de Brujas, el alquimista, otro
Paracelso, de Opus nigrum, y Adriano, el emperador que, desgarrado por la pérdida de Antínoo, se
confiesa, el de la Humanitas, la Felicitas y la Libertas, de la Pax Romana, entre 117 y 132, quien vino
para suplir la orfandad divina de los hombres en el momento aquel en que los dioses del Olimpo ya
no estaban y Cristo aún no había llegado, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el
hombre. Dichosa Marguerite Yourcenar, nacida en Bruselas el 8 de junio de 1903, fallecida en Mont
Desert, Maine, el 17 de diciembre de 1987, hace ahora veinte años.
“Mientras existan hombres y mujeres que, en lo efímero de este mundo sublunar, se pregunten por
el sentido de su humanidad, Marguerite Yourcenar será siempre una de las autoras hacia la cual se
volverán para buscar una respuesta. Es la pregunta que ella se hizo durante toda su vida, la cuestión
que todos sus libros tratan de dilucidar. Y es por la sabiduría de su respuesta por la que serán leídos
eternamente”. Estas palabras son de Walter Kaiser, catedrático de literatura francesa en la
Universidad de Harvard, traductor al inglés y amigo personal de Marguerite Yourcenar. Fueron
pronunciadas el 16 de enero de 1988, en la Iglesia de la Unión de Northeast Harbor, en el homenaje
que se le tributó en el acto de inhumación de sus cenizas, recogidas en la misma mantilla blanca que
cubriera su cabeza el 22 de enero de 1981, al ingresar, la primera entre las de su género, a la
Academia Francesa para ocupar el sillón vacante de Roger Caillois, “el hombre que amaba las
piedras”, como intituló su discurso de recepción.
Marguerite Yourcenar, un Hermann Hesse en versión femenina. Y esto porque, tengo para mí, que
las suyas son las dos propuestas estéticas más audaces, más intensas, más profundas, mejor
diseñadas, más reconciliadoras con la propia vida, que no es bienaventuranza perpetua, sino
vicisitud permanente, porque “qué aburrido hubiera sido ser feliz”, parodiando una de sus lapidarias
sentencias de Fuegos, de la literatura contemporánea.
Marguerite Yourcenar, para dejarse regalar un alma y una percepción nuevas, como se lo permitió
Ling de su maestro Wang - Fô. Marguerite Yourcenar, para que la vida tropiece con la belleza, es
decir, con los arcanos secretos de la existencia, en donde solo mora el sentido, porque, como bien
sostiene Alexis, “no es nada que la vida sea atroz; lo peor es que sea vana y sin belleza”. Marguerite
Yourcenar, para creer ser, para querer ser, para ser, porque “los diagramas de la vida humana, que
no se componen, por más que se diga, de una horizontal y dos perpendiculares, sino más bien de
tres líneas sinuosas, perdidas hacia el infinito, constantemente próximas y divergentes: lo que un
hombre ha creído ser, lo que ha querido ser y lo que realmente es”.