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El sol de verano

En este momento estará lavándose las manos. Ella aún duerme. El agua resbala por
los dedos. Vive la fascinación de la sustancia que sin ser parte de su piel se extiende en
ella, llenándola del sentido, del instinto o el placer en que el cuerpo sale del sueño para
entregarse de nuevo a la vida. No se en que lugar de la asimétrica geografía de su alma
nace la desolación por hacer del mundo un espacio donde la suciedad no exista.
Hay en todos sus movimientos una pagana embriaguez por desvanecer en las
dimensiones físicas el reflejo del basurero que lleva adentro. Existe un hábito mas sutil
por encima del abandono burdo en el que se entrega diariamente a las cosas. Aunque
acepta que a ella sus rutinas le aburren, la mira como la parte del todo que se consume
en la depurada laxitud de su apreciación por la belleza.
Limpia sus manos con el cuidado de un cirujano. Va pasando el jabón por cada una de
las uñas con una paciencia meticulosa en la que distribuye el ansia desbordada de tener
el orden del hombre perfecto. Los dedos son largos y están repartidos entre finos
nudillos. Separa las manos a una misma distancia de los ojos y observa el movimiento
gesticulante de las pequeñas falanges, cerrándose y abriéndose, igual a las patas de una
araña que teje sus hilos entre los grumos de espuma con esencia de agua de colonia.
Acaricia brevemente las yemas que se le resbalan, cierra los ojos, y al abrirlos ahí está
de nuevo la imagen reflejada al centro del espejo. Se embadurna el rostro con una pasta
blanca y mira como su cara sigue siendo la misma. Siente una obscura atracción hacia la
máscara que le revela su otro yo, como si en el estuviera la figura exacta para un
autorretrato. Sostiene la navaja, afeita la barbilla, levanta la punta de la nariz recortando
el bigote que baja en una línea tenue a la comisura de los labios. Los labios son finos,
pero con el tiempo han terminado por deformarle la boca en una sonrisa irónica
permanente, hay en las arrugas de los vértices una cierta crueldad oculta, existe en ellas
la amargura del inquisidor que aun no consigue, pese a sus buenas intenciones, mandar
a ningún hereje a la hoguera.
Anne Marie sigue durmiendo. Une las partes de ese cuerpo frágil que aun detienen las
formas de su segunda edad a la continuidad de un mismo sueño. Una botella de vino
parece vigilar sus dormidas intenciones desde debajo de la cama. La belleza extiende su
piel morena, como una sabana de olores exóticos, vientos y mares de otras tierras, por
encima de una sábana blanca entre líneas y curvas tímidamente insinuadas. Mira su
ensortijada cabellera suelta cayendo por uno de sus senos, el otro le queda desnudo, solo
y abandonado a la poca intimidad de un ojo indiscreto. La mujer dejó atrás su orgullo
céltico para venir a la villa y convertirse de institutriz a dama de compañía de María
Laura en la Casa Grande. Abre los ojos y lo mira durante algunos momentos mientras él
continúa con la liturgia diaria que su higiene le exige. En el acto de las abluciones se va
quedando dormida de nuevo. La limpieza es tan débil que sólo puede existir gracias a
ella misma. Se hunde en la transparencia líquida de la sustancia acuosa hasta llegar al
fondo de la bañera; su cuerpo renacerá de nuevo sobre las burbujas del jabón de sales
aromáticas. Cierra los ojos antes de sumergirse en el fluido del líquido vital, y al
abrirlos ahí está de nuevo frente a su soledad, desnudo ante ese cuerpo grande y oblicuo.
La esponja recorre las piernas, toca el pecho y resbala por los brazos limpiando los
poros por donde respira su vanidad. El cuidado corporal es menos meticuloso que el
facial, pero tarda mas tiempo en la tina que en tocador. Siente la paz y la tranquilidad
con que el verano se aleja de esa mañana de agosto. El sol ya podría ser menos amarillo.
El pasado se repliega en una evocación al onanismo de su adolescencia. Tenga cuidado
señor Bennet al momento de elegir un capricho, porque al cuerpo siempre suplen los
más pequeños anhelos. Los reflejos de la luz matinal inciden proyectándose en franjas
de colores sobre las burbujas. Mueve las manos por adentro del agua, de pronto las saca
y mira como se escurre la sustancia del líquido en el aire, las ve y al hundirlas de nuevo
tal vez se pregunte “¿de que estamos hechos realmente los hombres?”, mientras el fondo
blanco de la bañera permanece impasible ante sus torvas piernas.
Agosto en este pedazo del planeta tiene la peculiaridad de insinuarnos que los días el
los vuelve mas largos.
El calor dilata las horas y el tiempo se va quedando fijo, metido en la porosidad
húmeda que nos convierte en imágenes de un sopor sofocante.
Todo permanece encerrado, detenido en la misma vehemencia de pensar que se
septiembre se encuentra a la vuelta de la próxima hoja del calendario, de una hoja que
no existe en el número del día que va transcurriendo, sino en la ansiedad de poder
cambiar de un día para otro el clima, de intentar salir de este pasivo deseo en que nos
entregamos al verano hasta desvanecernos.
Por las mañanas y las tardes salgo al pórtico y acompaño el balanceo aburrido de la
mecedora con una jarra de limonada y un abanico para ahuyentar el tedio.
Los colonos ahora se han cambiado al bulevar. Las nuevas casas están engarzadas
como las piedras de un collar a la Casa Grande. La mayoría siguen vacías en espera de
los nuevos residentes. Los que las ocupamos vivimos solos, la servidumbre ha quedado
constituida por un criado. Como no es necesario guardar el decoro y las visitas son
mínimas, mi actividad que es nula, la desarrollo en calzoncillos, acostado o sentado,
cambiándome de una habitación a otra en espera de que alguien me llame. La piel suda
continuamente, el calor le deja a uno una sensación de ligereza, acercándolo mas a la
constitución de aire, como si flotar no fuera un sueño. Tengo la impresión de que si
puedo reunir un poco mas de voluntad voy a empezar a volatizarme.
El señor Bennet ya habrá terminado de vestirse. Es jueves, por lo que llevará un traje
de lino blanco, camisa de algodón con cuello almidonado, sombrero de palma y una
corbata de moño rojo.
Que extraño…he evocado tantas veces el mismo recuerdo: estoy sentado en el
pórtico, me veo ahí, pensando en que muy pronto voy a tener que cruzar el bulevar, en
este lugar que está adherido al mismo espacio donde todo se ha borrado en el tiempo, y
pareciera que los recuerdos se reducen hasta desaparecer en el instante en que se
conciben, y afuera de ese punto lo único que queda es un vacío lleno de inexistencia,
donde sólo la demencia pueda llegar a ser real.
El barco salió de Sevastopol. La cruzada fue ganando fieles por el camino. Bennet y
el señor Ibsen fueron los últimos en sumarse, pero el viejo Grogurus desistió y
abandonó el barco en San Francisco. Después apareció, cuando terminaron de construir
el canal, en la finca de Don Manuel Alvarez.
Bennet sostuvo siempre la correspondencia con el viejo Grogurus., acercándole en
cada carta mas a la colonia, hablándole de tod, de todo lo que éramos cada uno de
nosotros, lo que nos unía y lo que nos separaba, de Don Manuel Alvarez, María Laura,
la villa y la Casa Grande. Entre la correspondencia y la ausencia de las cartas fueron
construyendo la fábrica, el muelle, el ferrocarril, el valle, el mar y todo lo que formaría
el nuevo mundo, desde lo mas pequeño hasta lo mas grande.
El español era de cepa dura, su presencia tenía el aliento de la inspiración divina,
como un jesuita que en un brazo posee a Dios y en el otro el porvenir. Aun permanecen
en él las ruinas de lo que fue un hombre fuerte; tez blanca, alto, cabeza rapada, larga
barba y de rasgos mezclados con una dureza apacible, recuerdan a los santos que
aparecen en las pinturas del renacimiento. Me hubiera gustado pintarlo, de rodillas con
la contricción en el rostro igual a San Jerónimo en el Desierto, con el gesto de
arrepentimiento del pecado que posteriormente se va a cometer.
Vivía deseando la tragedia que equilibrara la violencia del cuerpo con la indiferencia
del alma, el acto de fe que lo limpiara de sus culpas, de las que no estaba muy
convencido, por lo que no sabía si el pecado tenía su origen en el pasado o por primera
vez lo estaba esperando en el futuro, lo que lo hacía temer a la desgracia que le
destruyera el alma para siempre. Su vida finalmente se convirtió en una amalgama ded
supersticiones, bondades orgullosas y pasiones estrafalarias.
Todavía existe en él un hambre desmedida por alimentarse del bien, el vino y el pan,
la carene y el deseo, lo que lo vuelve mas vulnerable a la soledad, y se entrega a la
fatalidad nocturna del recuerdo de alguna mujer morena de sangre prohibida, la riqueza
que ya no posee o la sabiduría de los hombres que alcanzan la santidad entregando la
depravación de sus demonios al infierno de una vida rígida y austera.
El hacendado no quedó bien de la cabeza después de que perdió la finca. Fue una
mañana de agosto como esta, caliente y llena de desesperación, con la promesa de la
lluvia en algunas nubes vagas que se insinuaban en el cielo, aún tímidas para esperar
una tormenta. Todavía no se que me llevó a acercarme, pese a la poca amistad que tenía
con la familia; sólo unas pocas palabras soltadas al aire en un intento vano por tratar de
ser agradable. De pronto apareció el coche, lo vi venir, negro y lento, bañado de
oscuridad por el llanto de la desgracia, el padre, digno, erguido, sostenido en la locura
de una mirada que envuelve todo lo que toca, se deja llevar por su hija rumbo al exilio;
Cordelia siguiendo al rey despojado de su reino por Bennet y el viejo Grogurus,
ayudados por Regania y Gonerila.
Mis pasos acompañaron los de la procesión de los nativos que los despidieron hasta
las afueras de la villa, La vi por primera vez, oculta detrás del velo, separada de los que
la seguían formando parte de un solo dolor. Ella ni me miró o fingió no hacerlo, yo ya
había pasado a ser parte de su vergüenza.
Cuando desapareció el coche y la polvareda se fue en un soplo de aire, empezó a
llover. Los nativos regresaron en medio de una llovizna suave; yo seguí ahí, parado,
detenido, solo a la mitad de lo ancho del camino, y entre la lluvia sentí que tenía un
recuerdo que compartía mi soledad, y a la vez se iba perdiendo en una cortina de agua
cristalina e imprecisa con la vergüenza de esa mujer, que sin haberla conocido, ya se
había ido en una lluviosa mañana de agosto.
Son las diez menos diez. Bennet ha subido al auto y vendrá por la avenida de las
Palmas. Anne Marie sigue dormida, desnuda, con el brazo rozando el suelo. Yo, ya debo
estar caminando por el bulevar y ver pasar el auto de Bennet para saludarlo mientras
ella nos mira desde su sueño, separados en el espacio dentro de un mismo instante,
dirigiéndonos a la Sugar Ibsen Co.; ahora ve la bañera, el lavado, se detiene en la botella
de vino, acaricia la frágil solidez del vidrio, la siente porosa, acuosa, como si pudiera
meter sus dedos a través de ella. Extiende la redondez de su vista y se mira acostada,
acompañada de todo lo que forma su sueño. Regresa al cuerpo, abre los ojos, está sola,
Bennet se ha ido, voltea al cielo y ve la nitidez de una nube blanca que se contrasta en
un cielo limpio y azul, cierra los ojos y se vuelve a dormir.

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