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DE LA INTERPRETACION A LA LECTURA

Wenceslao Castañares Burcio


PORTADA: Cristina P. Navarro/Jorge Q.

© 1994 Wenceslao Castañares Burcio


© Para todas las ediciones. Iberediciones, S.L.

Hecho el depósito que marca la Ley.


Todos los derechos reservados.
Prohibida la reproducción total o parcial
sin autorización previa por escrito del Editor.
Primera edición: Marzo 1994

1. S. B. N.: 84-7916-022-5
D. L.: M-8.091-1.994

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IBEREDICIONES, S. L.
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Telf.: 505 1420 - FAX: 505 1403.
28021 MADRID (España).
A Carmina
A Cristina y Beatriz
INDICE

INTRODUCCIÓN............................................................ 13

1. LA HERMENÉUTICA: DE ARTE A ONTOLOGÍA.. 25


1.1 Schleiermacher y la hermenéutica moderna 26
1.1.1 Los antecedentes 26
1.1.2 El arte de evitar el malentendido 30
1.1.3 Interpretación gramatical e interpretación técnica 33
1.2 La orientación historicista de W. Dilthey 38
1.2.1 Explicación y comprensión 38
1.2.2 El análisis del comprender 39
1.2.3 Hermenéutica y epistemología.......................... 41
1.3 H. G. Gadamer: comprender y ser 45
1.3.1 Hermenéutica y antropología 45
1.3.2 Historicidad y círculo hermenéutico 46
1.3.2.1 Reformulación del círculo 46
1.3.2.2 Historia efectual y fusión de horizontes 50
1.3.2.3 El problema hermenéutico de la aplicación 52
1.3.3 Lingüisticidad del ser........................................ 54
1.3.3.1 Lingüisticidad y tradición 54
1.3.3.2 La naturaleza especulativa del lenguaje...... 55
1.4 Las otras hermenéuticas 58
1.4.1 Hermenéutica y crítica de las ideologías............ 58
1.4.2 La semiótica desde la hermenéutica 60

7
2. EL RETORNO DEL MÉTODO: LA ESTÉTICA DE LA
RECEPCIÓN 67
2.1 El diálogo con la hermenéutica............................. 70
2.1.1 El carácter metodológico y parcial de la estética
de la recepción.................................................. 7O
2.1.2 Dialogicidad de la interpretación: recepción y
efecto................................................................ 73
2.1.3 Tradición y selección 75
2.1.4 El horizonte de expectativas 78
2.2 Recepción y lectura................. 82
2.2.1 La lectura como problema: de la recepción al
efecto................................................................ 82
2.2.2 Apertura del texto: los lugares de indetermi-
nación 86
2.2.3 La existencia de límites: el lector ideal del texto 90
2.3 La concepción fenomenológica de la lectura: el
acto de leer 96
2.3.1 Repertorio y estrategias del texto 96
2.3.2 Estructura del acto de leer................................. 105
2.3.3 La constitución del sujeto lector. 108

3. LA ORIENTACIÓN SEMIÓTICA 117


3.1 La teoría semiótica de Ch. S. Peirce 121
3.2 El signo y la semiosis 123
3.2.1 Las categorías faneroscópicas 123
3.2.2 La interpretación ilimitada de los signos 129
3.2.3 La clasificación de los signos 139
3.3 Semiosis e inferencia 143
3.3.1 Lógica y semiótica 143
3.3.2 El modo abductivo 147
3.3.2.1 Lógica de la abducción 147
3.3.2.2 Gnoseología de la abducción 149
3.3.2.3 Semiótica de la abducción 152
3.4 La herencia de Peirce 155

8
4. U. ECO: EL LECTOR EN EL TEXTO 169
4.1 Código, diccionario y enciclopedia '" 171
4.2 Lector y autor modelos 178
4.3 Niveles de cooperación textual 183
4.3.1 Manifestaciones lineales del texto 184
4.3.2 Estructuras discursivas 190
4.3.3 Estrucruras narrativas 192
4.3.4 Estructuras extensionales 196
4.3.4.1 Previsiones y paseos inferenciales 197
4.3.4.2 Extensiones parentetizadas y mundos po-
sibles 201
4.3.5 Estructuras actanciales e ideológicas 207
4.4 Aplicaciones del modelo 210

5. DERIVA INTERPRETATIVA y LÍMITES DE LA


INTERPRETACIÓN 215
5.1 Peirce: Semiosis ilimitada y comunidad de in-
terpretación 216
5.2 Nietzsche: la revelación de un gran secreto 220
5.2.1 El carácter hermenéutica de la actitud
nietzscheana , 220
5.2.2 El papel de la metáfora en el origen del lenguaje 223
5.2.3 Representación y crítica de la cultura 232
5.2.4 Un método para la interpretación: la genealogía 238
5.2.5 Cómo es posible superar la decadencia 246
5.3 Derrida: la lectura en los márgenes 249
5.3.1 Crítica de la metafísica 249
5.3.1.1 Ellogofonocentrismo 249
5.3.1. 2 Metafísica de la presencia: la conciencia y
la noción vulgar de tiempo 253
5.3.2 La ciencia de la archi -escri tura: la gramatología. 256
5.3.2.1 Crítica de la lingüística y de la semiología
saussureanas 258
5.3.2.2 Más allá de la semiología, la gramatología. 263

9
5.3.3 La estrategia gramatológica 270
5.3.3.1 La deconstrucción 270
5.3.3.2 La metáfora del tejido y del injerto 275
5.3.3.3 Lectura: doble escritura 281
5.3.3.4 Los criterios de interpretación y la lectura
incorrecta 286
5.4 Eco~ los limites del campo y el control de la deriva .. 291

6 -,HACIA UNA TEORIA INTEGRADA DE LA


RECEPCION y LOS EFECTOS 303
6.1 El ideal de la interdisciplinariedad 304
6.2 Los riesgos de la interpretación ilimitada 309
6.2.1 El paradigma representacionista 309
6.2.2 Representación, realidad y ficción 313
6.2.3 Lo que puede hacerse con los signos 315
6.3 La naturaleza hipotética de la interpretación: 319
6.3.1 Interpretación y adivinación 319
6.3.2 Interpretación y abducción 323
6.3.3 La historia como pre-juicio 325
6.3.4 La enciclopedia y el origen de las hipótesis inter-
pretativas.......................................................... 328
6.4 La estructura del texto y su actualización............ 331
6.4.1 Lectura y comunicación 331
6.4.2 El enfoque interpretativo 333
6.4.3 Las dificultades del Lector Modelo 338
6.5 Los criterios de la interpretación 345
6.5.1 El fantasma del autor y la tradición 345
6.5.2 La ley del lector 347
6.5.3 Del lector a la obra y viceversa 349
6.6 Otras formas de leer 350

ÍNDICE DE MATERIAS 359

BIBLIOGRAFÍA 369

10
INTRODUCCION
INTRODUCCION

D
espués de una etapa en la que la atención de la lingüís-
tica, la filosofía del lenguaje y la semiótica recayó casi
en exclusiva en el lenguaje hablado, el interés por la
lectura como problema ha aumentado considerablemente en
las últimas décadas. Podría pensarse en principio que esta pos-
tergación ha sido debida en gran parte a la orientación logo-
céntrica del pensamiento occidental y a que el gran dinamiza-
dor de la lingüística moderna, Ferdinand de Saussure, acentua-
ra más, si aún era posible, esa tendencia. Sin embargo pueden
encontrarse raíces aún más profundas que tienen que ver, no ya
con el problema de la subordinación de la escritura a la palabra
-como ha denunciado Derrida- sino también con la preeminen-
cia que siempre se ha dado a la acción del hablante o del autor
frente a la actitud del oyente o lector.
Considerado el acto de habla como el origen de una situa-
ción comunicativa que puede considerarse modélica -al menos
así ha sido tradicionalmente-, los distintos análisis que desde
Aristóteles a la moderna teoría matemática de la comunicación
se han realizado, han coincidido en señalar el papel activo de
lo que en la terminología comunicativa se ha llamado la fuente
o el emisor, mientras que al receptor se le ha asignado la no
muy activa tarea de descodificar el sentido del mensaje recibi-
do. Las disciplinas que se han ocupado de la interpretación,
desde la antigua hermenéutica a las modernas teorías de la lec-
tura, no han pasado de desempeñar el papel de los parientes

13
pobres. A pesar de dar título a uno de los tratados más conoci-
dos de Aristóteles, comparada no ya con la lógica, sino con las
'artes liberales' que conformaban el trivium medieval -la gra-
mática, la dialéctica y la retórica-, el arte de la interpretación o
hermenéutica no ha alcanzado su plena autonomía hasta el
siglo XIX. A los intérpretes, a pesar de gozar del patrocinio del
dios Hermes o posteriormente del Espíritu Santo, o bien no se
les reconoce papel relevante alguno en los procesos de comu-
nicación más habituales, o bien se les considera poseedores de
un saber arcano y, por tanto, marginal. El arte adivinatorio que
ha sido siempre la interpretación ha dependido muchas veces,
más que de un saber transmisible, de las habilidades personales
del que se dice intérprete.
Las modernas ciencias de la comunicación o del lenguaje
no han mejorado mucho esa situación. Ya hemos aludido al
prejuicio logocéntrico que ha traspasado gran parte de las teo-
rías lingüísticas. Por lo que se refiere a las investigaciones
sobre comunicación de masas, cuando se han ocupado del pro-
blema de la recepción, han partido de postulados más bien
ingenuos sobre la forma en que los receptores se apropian de
los mensajes o se han centrado en otros aspectos que pueden
ser reducidos a la cuantificación.
A pesar de todo, a la sombra de este paradigma hegemónico
han ido surgiendo otros enfoques que, aunque tienen distintos
orígenes, han coincidido en prestar mayor interés a la acción
nada pasiva del oyente, del lector o del receptor. La antigua
tradición interpretativa de los textos literarios o bíblicos dio
lugar a la aparición en el siglo XIX de una hermenéutica que,
sobre todo en Alemania, no sólo permitió el desarrollo de una
disciplina liberada de los enfoques gramaticales o retóricos,
sino que generó otra tradición que terminaría convirtiéndola en
una teoría ontológica que ha tenido una gran repercusión en el
ámbito filosófico. También a finales del siglo XIX, pero en
contextos muy diferentes, surgen las orientaciones 'críticas' de

14
Nietzsche y Freud o la semiótica de Peirce. Posteriormente, en
el nuevo siglo, desde la literatura, la semiótica, la sociología, la
psicología cognitiva o las investigaciones sobre inteligencia
artificial, ha ido creándose todo un estado de opinión que está
logrando que se comience a ver el problema de la recepción de
otro modo.
Es posible que una historia más detallada de los avatares de
la tradición hermenéutica nos permitiera conocer mejor los
problemas con los que se enfrenta una teoría de la recepción.
Sin embargo, y a pesar de que su título pudiera insinuarlo, no
es este el sentido que hemos querido dar a la obra que ahora
presentamos. No se pretende hacer una historia ni siquiera de
lo que ha ocurrido de finales del siglo pasado hasta nuestros
días. Tampoco se ha querido hacer un recorrido por las aporta-
ciones que han realizado las diversas disciplinas que más arri-
ba hemos citado. Se ha pretendido ante todo ver qué podían
ofrecemos una serie de teorías acerca de la interpretación y la
lectura que, a pesar de tener orígenes diferentes, compartían
una pretensión de globalidad y una serie de lugares comunes
que, a nuestro entender, pueden constituir la base a partir de la
cual es posible intentar la construcción de una teoría acerca de
la recepción y los efectos que producen los textos.
Partiendo de estas premisas, hemos realizado lecturas de
una serie de autores que, consideradas en sí mismas -y en apa-
rente contradicción con las ideas que defenderemos-, no reve-
lan ninguna pretensión de originalidad o creatividad. En ese
sentido seguramente no hemos aportado mucho. Sin embargo,
creemos haber hecho algo que no es frecuente: ponerlas juntas
para que puedan ser leídas la unas a la luz de las otras, facili-
tando así un ejercicio de intertextualidad, de remisión recípro-
ca, que permite poner más fácilmente en evidencia sus seme-
janzas y sus diferencias. Si hemos adoptado esta estrategia ha
sido, no sólo porque de esta forma favorecíamos y hacíamos
más consciente uno de los procedimientos que más claramente

15
operan en toda lectura, sino también, porque, salvo excepcio-
nes -y aún estas con no pocos prejuicios- los autores que
hemos leído, han ignorado o no han prestado la suficiente aten-
ción a aquellos que no les son afines, cuando podrían haber
encontrado no pocos puntos de contacto entre ellos.
De ahí que la organización de los diferentes capítulos haya
estado condicionada por una estrategia que más que a criterios
de carácter histórico, obedece a un guión en el que se han teni-
do en cuenta sobre todo las afinidades y en último término, la
coherencia en el desarrollo de la temática que queríamos abor-
dar. Por esta razón el capítulo primero está dedicado a la her-
menéutica, desde Schleiermacher a Gadamer y aquellos otros
autores que de alguna manera se reconocen como defensores
de los principios hermenéuticos. Eso nos permitía hacer alguna
breve alusión a la historia de la problemática al tiempo que nos
facilitaba la explicación de cómo se ha consolidado la herme-
néutica, primero como 'arte liberal' o como disciplina metodo-
lógica, y después, como teoría ontológica. El segundo capítulo
está dedicado a la llamada 'estética de la recepción'. Una teoría
surgida en el contexto de la historia de la literatura pero con
una amplia conexión con la hermenéutica de Gadamer. Pero la
estética de la recepción no ha sido un mero apéndice de la her-
menéutica, al menos tal como fuera concebida por Gadamer.
Habiendo renunciado éste a cualquier planteamiento metodoló-
gico, la estética de la recepción vuelve a insistir en la necesi-
dad de un método, al tiempo que plantea nuevos problemas
que la abren a enfoques más comunicativos que ontológicos.
El tercer capítulo presenta una cierta ruptura, al menos apa-
rentemente. La estética de la recepción volvía la mirada a los
textos después de que la hermenéutica gadameriana la hubiera
focalizado en el problema filosófico de la comprensión. Se
acercaba así a planteamientos muy cercanos a los que admite
la semiótica. Ahora bien, la semiótica no es una disciplina que
pueda considerarse homogénea; sobre todo si tenemos en

16
cuenta los métodos que aquellos que se consideran semiólogos
ponen en juego. En cualquier caso, la perspectiva que nos ofre-
ce un semiólogo como Umberto Eco puede considerarse bas-
tante diferenciada de la que adoptó A.J. Greimas, que ha lide-
rado hasta su muerte una corriente semiológica que ha dado
indudables frutos y que es conocida frecuentemente con el
nombre de 'Escuela de París'. Las diferencias entre uno y otro
son notables; sin embargo, a nosotros sólo nos interesa desta-
car una: mientras Greimas se ha movido dentro de lo que
pudiéramos considerar un paradigma generativo, Eco ha adop-
tado la perspectiva interpretativa, más acorde con nuestros
intereses. Por eso le hemos dedicado el cuarto capítulo. Pero
Eco sería incomprensible sin las aportaciones de un autor
muchas veces citado y no pocas mal entendido o insuficiente-
mente conocido: Ch.S. Peirce. Había pues, que tratarlas antes
de abordar las de Eco, por lo que decidimos dedicarle el capí-
tulo tercero. Las aportaciones de Peirce -a pesar del tiempo
transcurrido desde que fueron realizadas- son consideradas
por muchos de una enorme importancia para conocer cómo
son posibles los procesos comunicativos. Con todo, el valor
indudable que tienen sus propuestas desde el punto de vista de
una semiótica general, es aún mayor cuando las contemplamos
desde la perspectiva en la que nos hemos colocado. Su noción
de semiosis ilimitada, el papel que adquiere el 'interpretante'
-que no intérprete- en estos procesos y su teoría de la interpre-
tación como operación inferencial abductiva, hacen de su
semiótica un lugar de referencia inevitable para una teoría de
la recepción y de los efectos.
Tanto Peirce como Eco nos situaban ante un problema de
enorme importancia. Si se admite que los procesos comunicati-
vos son posibles gracias a la puesta en funcionamiento de pro-
cesos de significación o semiosis potencialmente ilimitados, el
problema de los criterios de la interpretación, y en último tér-
mino, el de sus límites, no resulta nada fácil de resolver. Ante

17
esta cuestión nos hemos encontrado en la época contemporá-
nea con dos actitudes paradigmáticas. Ambas parecen confun-
dirse al aceptar el carácter potencialmente ilimitado de la
semiosis, pero se distancian con claridad a la hora de determi-
nar cómo detener un proceso que puede derivar en una patolo-
gía cancerosa: el crecimiento incontrolado y aberrante de la
interpretación. Una de estas actitudes es la que representa Jac-
ques Derrida y aquellos que han seguido fielmente los princi-
pios inspiradores de la teoría de la deconstrucción. La otra
puede representarla el mismo Eco, con una propuesta más ape-
gada al texto ya los derechos que el autor puede tener sobre él.
El capítulo quinto está dedicado a abordar este problema,
examinando detenidamente las aportaciones de Nietzsche,
Derrida, y, en menor medida, a exponer la propuesta de Eco.
La inclusión de Nietzsche en este contexto es debida a razones
semejantes a las que aludíamos a propósito de Peirce y Eco. En
primer lugar está el valor que por sí mismo tiene Nietzsche, al
que se ha reconocido como un autor que, aun manteniendo una
actitud que en algún sentido cabe considerar 'hermenéutica', es
un integrante fundamental de la 'escuela de la sospecha', que
ha ejercido una influencia decisiva en autores posteriores. Por
otra parte, Nietzsche concibe la interpretación como un proce-
so del que no cabe establecer ningún origen y, en último térmi-
no, al que tampoco cabe poner fin, por lo que es posible situar-
le en una posición cercana a la de Peirce y a la que posterior-
mente adoptará Eco. Pero además, las referencias de Derrida a
Nietzsche han sido tan frecuentes que sólo conociendo a
Nietzsche es posible comprender aspectos fundamentales de la
actitud de Derrida.
El último capítulo lo hemos dedicado a comentar de forma
libre, aquellas cuestiones que hemos considerado más relevan-
tes; de tal manera que, al tiempo que explicitábamos algunos
de los prohlemas involucrados y no siempre directamente alu-
didos en los capítulos anteriores, tomamos posición por alguna

18
de las opciones posibles. Aludimos también a algunas cuestio-
nes que merecerían un tratamiento mucho más amplio, pero
que exceden ya los límites que nos hemos impuesto. Se apunta,
en definitiva, a la posibilidad de integrar las aportaciones reali-
zadas desde teorías de la interpretación y la lectura en las
investigaciones que es necesario llevar a cabo en el contexto
de la comunicación de masas. Se aboga pues, por la conve-
niencia de realizar una investigación de los procesos de recep-
ción que, yendo más allá de los análisis de carácter meramente
cuantitativo, nos sitúe en el lugar en el que los destinatarios
confieren sentido a los mensajes y poder vislumbrar así con
mayores garantías qué efectos producen.
Si apostamos por una hipótesis como esta es debido a que
partimos de la convicción de que lo que tiene lugar en los pro-
cesos de comunicación -desde cuya perspectiva hay que mirar
también a la lectura- no es la trasmisión de una información,
sino un intercambio de prácticas textuales a través de las cua-
les se negocia el sentido de los mensajes. Esta convicción está
fundada en un principio que quizá no se explicita con la mere-
cida frecuencia a lo largo de la obra: el objeto de la interpreta-
ción es un texto. Esta afirmación quizá debiera ser ampliamen-
te explicada. De ahí que pueda reprochársenos el que en nin-
gún momento se problematice lo que es el texto, o el que ni
siquiera se intente una definición académica. Naturalmente que
hubiera sido posible tratar de establecer desde el punto de vista
teórico qué elementos pueden definir eso que denominamos
texto. Pero lo cierto es que no existe una propuesta unánime-
mente aceptada por aquellos que se ocupan de él como objeto
de reflexión. De ahí que nos hubiéramos visto obligados a rea-
lizar un examen de las diferentes opiniones y ello nos habría
distraído de nuestro propósito. Pedimos, pues, que se acepte
esa afirmación como si fuera un postulado. En cualquier caso
hay que convenir que el texto ha llegado a ser un concepto
operativo, un objeto de análisis que sólo el que lo analiza deli-

19
mita de forma práctica; esto suele ser suficiente en no pocos
casos y esperamos que así sea en el nuestro.
Otras omisiones quizá puedan ser más comprensibles. Casi
en ningún momento nos ocupamos de los aspectos psicológi-
cos que pudieran explicar el necesario comportamiento coope-
rativo del intérprete o lector. Cada vez aparecen más obras en
las que, desde la óptica de la psicología cognitiva, se abordan
cuestiones que pudieran considerarse relevantes. De forma
muy incidental hemos hecho alusión a alguna teoría que tiene
su origen en planteamientos como los descritos, pero, a pesar
de nuestras declaraciones a favor de un planteamiento interdis-
ciplinar, indudablemente no estaba en nuestra intención abor-
dar la cuestión desde todos los ángulos posibles.
Algo parecido puede decirse de aquellas aportaciones que
se han realizado desde la investigación de carácter sociológico
o antropológico. Aunque estas perspectivas nos parecen más
cercana al enfoque que en determinados momentos hemos
dado a nuestro problema, es obvio que no podíamos abordarlas
con la extensión que merecen. De ahí que sólo nos hayamos
referido a ellas al final, abriéndonos, como ya hemos dicho, a
la posibilidad de una integración de las perspectivas que estas
disciplinas ofrecen.
Por lo que se refiere a las fuentes que hemos utilizado, sólo
queremos advertir que, como puede apreciarse en la bibliogra-
fía, hemos realizado una exposición basada fundamentalmente
en la lectura de aquellos autores que nos hemos propuesto exa-
minar. Sobre todos esos autores y corrientes existe una amplia
bibliografía a la que no se alude explícitamente. Equivocada o
no, nuestra estrategia ha consistido en apoyamos en nuestra
lectura y en unos pocos intérpretes o comentaristas para evitar
perdemos en numerosas disquisiciones y para dejar hablar a
los autores, poniendo sordina a otras muchas voces que quizá
nos hubieran aportado mayor brillantez y colorido, pero que

20
inevitablemente hubieran apagado la voz de los que eran para
nosotros los verdaderos protagonistas.
Por último quisiera agradecer la ayuda y el estímulo recibi-
do de personas a las que no es posible compensar como se
merecen. A Carmen Carramolino, que ha leído y corregido el
original, y que, además, ha sufrido con paciencia mis exposi-
ciones sobre los motivos que tenía para mantener determinadas
opciones. A Gonzalo Abril y a José Luis González Quirós que
han leído una versión mecanografiada y me han hecho muy
útiles indicaciones que han mejorado no poco el resultado
final. A Cristina Peña-Marín que, aunque no ha podido ver la
versión definitiva -a la que sin duda hubiera podido hacer
importantes aportaciones-, me ha ayudado a enfocar adecuada-
mente algunos problemas a través de múltiples conversaciones.
A Jorge Lozano, con el que he compartido preocupaciones y
que me sirvió de estímulo aún antes de que comenzara a redac-
tar esta obra. Y por último, a mis alumnos de la Facultad de
Ciencias de la Información y de la Escuela de Biblioteconomía
y Documentación de la U.C.M., a los que debo el haberme
aclarado a mí mismo algunos problemas al tiempo que preten-
día exponérselos a ellos.

21
CAPITULO 1
LA HERMENÉUTICA: DE ARTE A ONTOLOGÍA

ualquier intento de abordar el problema de los textos y

C su interpretación no puede ignorar lo que la hermenéuti-


ca ha aportado al menos durante el último siglo y
medio. Superada la etapa decimonónica de disciplina ocupada
de textos literarios, jurídicos y teológicos, la hermenéutica
actual ha dejado de ser una disciplina de naturaleza metodoló-
gica al tiempo que ha ido adquiriendo un carácter cada vez
más filosófico y en ocasiones preponderantemente ontológico.
El protagonismo adquirido ha hecho decir aG. Vattimo
(1988:101) que, una vez agotada la hegemonía estructuralista y
al menos durante los años ochenta, la hermenéutica se ha cons-
tituido en koiné: un lenguaje común para la filosofía y la cultu-
ra; un punto de referencia incluso para aquellos que disienten
de sus planteamientos.
En este proceso de transformación ha habido dos momentos
claves, representados por la obra de dos autores: Friedrich Sch-
leiermacher y Hans Georg Gadamer. Al primero debemos,
aparte de algunas aportaciones puntuales a las que más adelan-
te aludiremos, el haber llevado a cabo una sistematización de
la hermenéutica que acababa con la disgregación existente
hasta entonces. El segundo es el máximo responsable de que

25
haya adquirido ese protagonismo al que acabamos de referir-
nos. No estuvieron solos en esa labor. Entre ambos hay que
situar dos aportaciones fundamentales: las de Dilthey y Hei-
degger. Después de Gadamer autores como Apel, Habermas,
Ricoeur, Betti, etc., han contribuido a que tuviera lugar una
discusión que ha servido para enriquecerla.
Esta pluralidad de voces -en ocasiones discordantes- pone
de manifiesto que la noción de koiné supone la de dialecto: el
lenguaje particular y característico de aquellos que se recono-
cen mutuamente en la koiné. De ahí que una descripción de lo
que la hermenéutica significa hoy debiera tener en cuenta los
aspectos 'dialectales' más significativos. Es esta, sin embargo,
una tarea que obviamente excede nuestros propósitos. Por lo
demás, la lectura que aquí haremos es interesada: nos fijare-
mos más en ciertos aspectos que pueden integrarse coherente-
mente con nociones que tienen un origen distinto y que iremos
exponiendo a lo largo de este trabajo. En términos generales
podríamos decir que no son las cuestiones que podríamos lla-
mar 'ontológicas' las que más directamente nos interesan, sino
aquellas que apuntan o se acercan más a la práctica interpreta-
tiva. Sin embargo aquellas pueden ayudamos a justificar estas.
Una prueba del acierto de nuestras hipótesis debe constituirlo
el que ambas puedan armonizarse sin dificultad.

1.1 SCHLEIERMACHER y LA HERMENÉUTICA


MODERNA

1.1.1 Los antecedentes

Un examen reposado del proceso sufrido por la hermenéuti-


ca en el período de tiempo al que nos hemos referido, pone de
manifiesto que, a pesar de los desacuerdos entre los interlocu-
tores, se ha mantenido, por una parte, un cierto 'espíritu' que la

26
hermenéutica posee desde la antigüedad, y, por otra, una serie
de rasgos que, aunque con variantes, la definen desde que Sch-
leiermacher consiguió colocarla en ese 'punto de no retorno'
que ha hecho de ella algo más que un 'arte'.
El verbo hermeneuin significaba desde antiguo 'expresar el
pensamiento por medio de la palabra' y también 'interpretar' y
'traducir'. De ahí que hermeneus significara 'intérprete' y her-
menda, 'expresión'. Por otra parte, aunque los filólogos moder-
nos duden de que exista algún parentesco entre hermenuin y el
nombre del dios Hennes, lo cierto es que desde antiguo encon-
tramos referencias'? a la relación existente entre el significado
de esa expresión y las funciones que se le atribuían al dios:
mensajero de los dioses y dominador del arte de la palabra, que
hábilmente utilizaba en otras actividades como las de merca-
der, ladrón y mentiroso.
Todas estas referencias ponen de manifiesto que la herme-
néutica es un arte, una actividad transfonnadora, y por ello, de
naturaleza muy distinta a la de la theoría o contemplación de
las ideas y de la realidad. Está ligada, por tanto a las otras artes
del lenguaje, a la lógica, a la retórica y a la dialéctica. La vin-
culación con la lógica es especialmente clara en Aristóteles. Su
tratado Peri hermeneías -más conocido entre los medievales
con el nombre latino de De interpretatione- se ocupa más bien
de lo que hoy consideramos proposiciones, de los principios
que las constituyen (el verbo y el nombre) y de sus propieda-
des lógicas, por lo puede considerársele previo a aquellas otras
obras del Organon dedicadas a los silogismos, los Analíticos.
Sin embargo el comienzo mismo del tratado puede hacer com-
prensible esta traslación. Las expresiones lingüísticas son

1.- La más conocida es la de Platón en el Crátilo (408a): "En realidad, parece que
Hermes tiene algo que ver con la palabra al menos en esto, en que al ser 'intér-
prete' y mensajero, así como ladrón, mentiroso y mercader, toda esta actividad
gira en tomo a la fuerza de la palabra".

27
representaciones de las afecciones del alma. Estas representa-
ciones no son 'naturales' sino simbólicas (establecidas por con-
vención), y por tanto sujetas a la interpretación, a una transfor-
mación de aquello que es posible contemplar en el pensamien-
to como imagen de las cosas reales. De todas maneras, como
dice Tomás de Aquino, la interpretación tal como la entiende
Aristóteles, se refiere fundamentalmente a los juicios o propo-
siciones, pues son estas las que, en cuanto representan adecua-
da o inadecuadamente la realidad, pueden ser verdaderas o fal-
sas.
La hermenéutica estaba ligada también a la retórica, con la
que mantenía una relación de simetría: si la retórica se ocupaba
de la producción del discurso, la hermenéutica tenía como
finalidad su interpretación. No obstante, la hermenéutica no se
aplicaba a cualquier texto, sino sólo a aquellos que tenían una
especial significación para la comunidad, como fueron para los
griegos los textos homéricos. Este hecho pone de manifiesto
una característica esencial de la hermenéutica antigua: los tex-
tos que han de ser interpretados son aquellos que, debido a su
carácter fundador, originario, se encuentran alejados del
momento presente y han sufrido pérdidas irreparables que
amenazan su inteligibilidad. Esta finalidad pedagógica e inclu-
so política la conservará la hermenéutica durante gran parte de
su historia. Los textos que con el tiempo serán sometidos a la
interpretación serán la Biblia, los códigos jurídicos y las obras
literarias consideradas clásicas.
Este carácter de excepcionalidad que poseen las obras que
han de interpretarse, explica también un hecho fundamental de
su historia. Como dice M. Ferraris (1987:58), "los momentos
sobresalientes de la hermenéutica están justamente en el punto
en que se interrumpe una tradición: en la transición de la época
clásica a la alejandrina, en el paso del Antiguo Testamento al
Nuevo, en la continuación de la humanística de la tradición
clásica tras el paréntesis de la Edad Media, en la ruptura de la

28
tradición católico-romana que representa la reforma protestan-
te; y, posteriormente, en la tradición filosófica, calificada de
metafísica, por obra y gracia de las filosofías radicales de los
siglos XIX y XX".
El sentimiento de pérdida que ha traspasado siempre la her-
menéutica ha hecho oscilar la actividad interpretativa entre dos
puntos de referencia. Por una parte estaba la necesidad de sal-
vaguardar la intentio auctoris, que si siempre constituye el
objetivo de la interpretación, se convierte en principio funda-
mental en el caso de la Biblia, dado que se trata de la palabra
divina. Pero el convencimiento de que esta intencionalidad se
ha vuelto difícilmente recuperable debido a las vicisitudes his-
tóricas, la intentio lectoris se convierte en determinante. Su
importancia es tanto más comprensible cuanto que el papel del
lector e intérprete no se limita a la correcta inteligibilidad del
texto. Es misión suya también conseguir que aquellos para los
que interpreta, comprendan lo que el texto quiere decir y, ade-
más, que les sea útil, que puedan aplicar la enseñanza que el
texto encierra a su propia situación. Por eso durante mucho
tiempo se entiende que la actividad hermenéutica consta de
tres momentos denominados subtilitas intelligendi, subtilitas
explicandi y subtilitas applicandi, aunque este último momen-
to sólo bastante tarde llega a entenderse como parte del proce-
so interpretativo propiamente dicho.
Según Gadamer (1977:378), el término subtilitas aludía a la
naturaleza no exclusivamente metodológica del procedimiento
hermenéutico, que exigía una cierta 'finura de espíritu'. Sin
embargo, lo cierto es que la autonomía del intérprete estuvo
por lo general bastante limitada. Su interpretación no podía
tener un carácter estrictamente individual, sino que debía
apuntar más bien hacia una finalidad social o comunitaria. Para
garantizar la verdad que el texto encierra y que ha sido estable-
cida dogmáticamente o por la tradición, la lectura debe susten-
tarse en unas normas de interpretación establecidas previamen-

29
te. Estas normas garantizaban la ortodoxia de todo el proceso
interpretativo.
Aunque reducir su historia a estos breves esbozos deba con-
siderarse demasiado simplista, puede decirse que hasta el siglo
XIX la hermenéutica posee un marcado carácter ancilar y
metodológico. Se trata de una técnica al servicio de la correcta
comprensión de textos religiosos, jurídicos y literarios que,
aunque considerados de gran importancia para una comunidad,
poseen por razones diversas un grado de inteligibilidad poco
accesible para la mayoría. No obstante la ruptura epistemológi-
ea llevada a cabo por Schleiermacher no puede hacer olvidar
que tanto la hermenéutica moderna como las diversas corrien-
tes semióticas, son deudoras de las teorías de la interpretación
tal como fueron entendidas por los autores de la época helenís-
tica y por la teología y la exégesis judeo-cristianas ..

1.1.2 El arte de evitar el malentendido

A Schleiermacher le debemos, como ya se ha dicho, el


haber conseguido la emancipación y sistematización de la her-
menéutica moderna. Para ello tuvo que realizar un reducción
primero, y una ampliación después, del proceso hermenéutico
tal como se había entendido hasta entonces. La reducción con-
sistió en eliminar los dos momentos finales: la explicación y la
aplicación, para quedarse sólo con la comprensión. De esta
manera esperaba liberar a la comprensión de cualquier condi-
cionamiento del presente, que, en cuanto tal, afecta al intérpre-
te y no al texto, separados siempre por una distancia que la
tarea hermenéutica intenta salvar.
La ampliación consistía en considerar que el objeto de la
hermenéutica no es sólo el texto escrito en una lengua extraña,
ni siquiera el que está fijado por escrito, sino el hablar en gene-
ral. Schleiermacher es muy consciente de que, en la vida coti-

30
diana, muchas de nuestras expresiones están vacías y no apor-
tan información alguna, por lo que, desde una actitud estricta,
no cabría consideradas como objeto de la hermenéutica (Vatti-
mo, 1968:155 ss.). Pero este argumento no es suficiente para
empañar su firme convicción de que todo discurso debe ser
objeto de interpretación. Esta redefinición del objeto de la her-
menéutica tiene una enorme trascendencia, pues gracias a ella
se situaba en el camino de convertir el diálogo en el modelo en
el que hay que centrar el examen del acto de comprender.
La ampliación del objeto de la hermenéutica permitía, en
primer lugar, fundamentar más sólidamente aún las relaciones
que esta mantenía con el resto de las artes del lenguaje. La her-
menéutica, 'arte del comprender', tiene que subordinarse a la
dialéctica, 'arte del diálogo', pues la finalidad de esta última es
la consecución de la verdad. Con respecto a la retórica y la
poética podría decirse en principio que sus relaciones se man-
tienen: la hermenéutica, arte de la interpretación, es la otra cara
de la retórica y la poética, artes de la composición. Pero estas
relaciones adquieren ahora una nueva formulación; una vez
que se ha producido la necesaria ampliación de la hermenéuti-
ca, la retórica y la poética amplían también su campo para ocu-
parse del hablar en general. Se puede, pues, seguir diciendo
que el acto de comprender es la inversión del acto de hablar.
De esta manera, Schleiermacher, al universalizar el objeto de
la hermenéutica, adoptaba una perspectiva nueva que tendía
hacia la disolución de las diferencias entre lo que se considera
artístico -y por tanto objeto de la poética en el sentido tradicio-
nal- y lo que no lo es.
Pero Schleiermacher supo ver además que, si desde una
cierta perspectiva la hermenéutica es el arte de comprender,
desde otra, puede ser considerada como el "arte de evitar el
malentendido", El malentendido no es algo episódico o un
cierto riesgo al que el intérprete se halla expuesto por la ausen-
cia -de autor, de las circunstancias de la enunciación- a que

31
toda escritura está sometida. Más bien ocurre lo contrario:
cualquiera que sea la forma de la comunicación, se trata siem-
pre de una experiencia en la que se intenta la apropiación de
algo ajeno y, por tanto, expuesto a la incomprensión. Apoyado
en esta constatación, Schleiermacher llega a decir que el
malentendido surge por sí mismo, mientras que la comprensión
ha de ser querida y buscada en cada momento.
Este nuevo cambio de orientación tiene también importan-
tes consecuencias. El malentendido no sólo es el punto de par-
tida de toda interpretación, sino que actúa como una especie de
motor interno que impulsa al intérprete a precisarla y profundi-
zarla. Entendida de esta manera, la interpretación ha de renun-
ciar a objetivos o resultados que puedan ser considerados
como definitivos. El resultado de una interpretación no es más
que una etapa provisional en un camino que no tiene verdadera
conclusión y que, por tanto, puede considerarse infinito (Vatti-
mo 1968:163). Esta conclusión viene avalada, además, por el
carácter adivinatorio e hipotético de la interpretación que no
puede producir, como vanamente pretendía Christian Wolff,
una certeza de carácter demostrativo (Schleiermacher,
1959: 132). La certeza hermenéutica nunca puede ser definiti-
va, sino sólo provisional. Esta provisionalidad es especialmen-
te evidente en la interpretación de los textos de la Sagrada
Escritura, pues sus expresiones, cuyo autor es el Espíritu
Santo, tienen un significado potencialmente infinito.
Partir de la facilidad y frecuencia del malentendido, no lleva
sólo a problematizar la comprensión, sino a adoptar un punto
de vista que persigue encontrar un remedio para ese mal. Ello
conlleva también una consecuencia de carácter metodológico:
hay que recorrer el camino de la comunicación no como suele
hacerse, desde la emisión a la recepción, sino a la inversa,
desde la recepción a la emisión. De esta manera Schleierma-
cher ampliaba el campo de la investigación hermenéutica: no
se trata sólo de saber cómo ocurre la comprensión, sino de des-
cubrir los obstáculos que la dificultan o la impiden.

32
A pesar de su importancia, este aspecto de su concepción ha
sido frecuentemente olvidado o no suficientemente apreciado
desde el interior mismo de la corriente hermenéutica. Se ha
contribuido así a limitar su alcance y a que hayan sido autores
no adscritos a esta corriente los que han terminado por explotar
un camino que había que recorrer'", Por lo demás, que Sch-
leiermacher no llevara hasta sus últimas consecuencias meto-
dológicas ese principio rector de su hermenéutica no importa
tanto como que adoptara una perspectiva sin duda fructífera.

1.1.31nterpretación gramatical e interpretación técnica

A Schleiermacher hay que atribuirle también otra impor-


tante aportación; con él se inauguraba una nueva forma de
enfrentarse al problema de la comprensión que posteriormente
seguirían otros autores como Dilthey. El arte de comprender
evitando el malentendido tiene dos vertientes: la gramatical
-que siempre había sido considerada fundamental- y la técnica
o psicológica. El modelo dialógico le lleva a pensar que no es
suficiente con la comprensión literal de las palabras, que ven-
dría dada por la aplicación de las reglas gramaticales, sino que
es necesario llegar hasta la génesis misma de las ideas, hasta
la individualidad del hablante. Hay que recrear el acto de pro-
ducción de lo que ha de ser entendido para que la compren-
sión sea completa. Pero como con la mera aplicación mecáni-
ca de las reglas gramaticales no es suficiente, es necesario un
acto 'adivinatorio' que llegue a comprender lo que de indivi-
dual y propio hay en él. De ahí la necesidad de ese segundo
paso que él denomina interpretación técnica.

2.- Aunque sin duda lIevándolo más allá de lo que pretendiera Schleiermacher, la
deconstrucción ha convertido el principio de la interpretación incorrecta en un
elemento esencial de su teoría de la lectura. Véase más adelante 5.3.3.4.

33
En un primer momento Schleiermacher entiende por inter-
pretación técnica el intento de comprender la peculiaridad de
una obra poniéndola en relación con la personalidad del autor,
que se manifiesta fundamentalmente en el estilo. Pero pronto
cae en la cuenta de que la noción de estilo, en cuanto manifes-
tación de la personalidad del autor, se abre hacia otros aspec-
tos como la vida entera del autor y la vida general del espíritu.
En su intento de comprender cada vez más el ámbito al que se
accede por esta nueva vía, la interpretación técnica se convier-
te en una interpretación de carácter psicológico.
De esta manera introducía Schleiermacher el componente
psicológico de la interpretación que tantas críticas le ha mere-
cido. Sin embargo, él creía poseer sólidos argumentos. Cuan-
do se trata de comprender un texto, la adivinación adquiere
caracteres muy específicos: la comprensión psicológica con-
duce entonces a la 'congenialización' o 'equiparación' con el
autor. Pero 'congenialización' o 'equiparación' no significan
'identificación'. El acto de creación y el de reproducción no
pueden llegar a identificarse porque entre ellos existe una dis-
tancia que será siempre insalvable. Pero, a pesar de todo, el
intérprete tiene que aspirar a realizar el ideal de toda interpre-
tación que debe ser
comprender el discurso ante todo bien y después mejor de lo
que al autor mismo lo habría comprendido (1959:87).

La exigencia de esa doble vertiente de la interpretación le


lleva, por otra parte, a enfocar de forma novedosa el problema
de las relaciones entre lo particular y lo general que todo acto
hermenéutica plantea. La producción de una obra obedece en
parte a un conjunto de normas y leyes gramaticales que el
autor utiliza mecánicamente y que el intérprete puede repro-
ducir. Pero, al mismo tiempo, aparecen en la obra creada ras-
gos individuales que son producto de la genialidad del autor y
que no obedecen a esas reglas. El intérprete no puede simple-

34
mente recurrir a las normas establecidas. Si quiere compren-
der al autor sólo puede hacerla por esa vía adivinatoria que le
permite la 'congenialización'. Pero este acceso no es ya única-
mente gramatical, sino psicológico. De ahí que el problema de
la relación entre lo general y lo particular, haya que plantearlo
también en este terreno. La comprensión no sería posible si lo
individual fuera absolutamente irreductible; pero no es así ni
en el ámbito de la aplicación de las reglas gramaticales, lo
cual parece evidente, ni en el de la psicología, lo que ya no lo
es tanto. Consecuente con este principio, Schleiermacher ha
de concluir que tampoco el sujeto individual es algo irreducti-
ble sino una manifestación de la totalidad: cada hombre lleva
en sí mismo algo de cada uno de los demás. En definitiva, se
puede producir, también en lo psicológico, un acto de compa-
ración entre lo individual y lo colectivo, entre lo finito y lo
infinito.
Así pues, el acto interpretativo, en sus dos vertientes, está
regido por un mismo principio:
Toda comprensión de lo individual está condicionada por
una comprensión de la totalidad (1959:46).

Esta remisión de la parte al todo y del todo a la parte


-expresión primera y más general del círculo hermenéutico- se
aplica tanto al individuo por relación a esa totalidad de la que
forma parte, como al texto por su relación al de la obra; la de
una obra -que pone de manifiesto un momento de la vida del
autor- por relación a la obra completa -expresión de toda su
vida-, y esta, por relación a la vida en su totalidad, de la que
autor e intérprete forman parte.
Esta remisión circular, permite abrir horizontes cada vez
más amplios que, por otra parte, no quedan nunca cerrados
definitivamente. La interpretación no es una acto que permita
captar el sentido de una vez para siempre. En primer lugar,
porque en el individuo siempre queda algo de misterioso e

35
indefinible, lo que contribuye a que nunca sea posible esa
identificación total entre autor e intérprete de la que hablába-
mos antes. Pero además, porque siempre es posible una nueva
aplicación de esa remisión de la parte al todo y del todo a la
parte, lo que da a la circularidad hermenéutica proporciones
infinitas. El haber apreciado este dinamismo que caracteriza al
círculo hermenéutico, es otro de los méritos que, como dice
Vattimo (1968:240), hay que reconocer a Schleiermacher.
Pero además, su actitud psicologista tiene otras importantes
consecuencias. La inclusión en el acto interpretativo de la adi-
vinación psicológica, conducía, como hemos dicho, a la ambi-
ciosa formulación de comprender al autor mejor de lo que él
mismo se habría comprendido. Aunque al parecer la formula-
ción misma tiene sus antecedentes en Kant y Fichte (Gadamer
1977 :249), es propiamente Schleiermacher quien inicia un
debate del que veremos más tarde otros episodios y en el
curso del cual se han propuesto diversas interpretaciones de
esa afirmación. Para muchos se trata de una actitud fundamen-
talmente psicologista a la que habría que considerar demasia-
do pretenciosa. Sin embargo para otros, contiene elementos
que hay considerar valiosos. La perspectiva de Schleierma-
cher no sólo centra la hermeneútica en el momento de la com-
prensión, sino que amplía la noción misma de comprensión,
pues ésta no se limita ya al sentido que el autor quiso cons-
cientemente dar a su obra, sino que abarca hasta las aspectos
inconscientes que al autor le están vedados. Para Gadamer
(1977:246s.) la proposición de Schleiermacher supone intro-
ducir en la hermenéutica la estética del genio: el modo de
crear que es propio del genio constituye el caso modelo al que
se remite la teoría de la producción inconsciente y de la con-
ciencia que es necesario alcanzar en la reproducción de ese
momento creativo que es la interpretación.
Pero este principio no sólo modificaba el papel del intér-
prete, sino el del creador mismo de la obra: su intencionalidad

36
ya no es algo diáfano ni siquiera para él mismo. Por eso el
autor pierde también el papel de intérprete privilegiado: "el
artista que crea una forma, prosigue Gadamer, no es el intér-
prete idóneo para la misma. Como intérprete no le conviene
ninguna primacía básica de autoridad frente al que meramente
la recibe. En el momento en que reflexiona por sí mismo se
convierte en su propio lector?'. El único criterio o baremo de la
interpretación es el sentido de la obra, 'aquello a lo que esta se
refiera'. Con respecto a él la diferencia entre el intérprete y el
autor se cancela. De esta forma sería Schleiermacher quien,
llevando hasta las últimas consecuencias la autonomía de la
hermenéutica, termina por privilegiar el papel del intérprete
liberando a la hermenéutica tradicional de la rémora de la
interpretación dogmática.
Un estudio más pormenorizado de todos y cada uno de los
rasgos que definen la hermenéutica según Schleiermacher nos
llevaría seguramente a intentar establecer cuáles resultaron
más relevantes, y, en último término, a distinguir entre una pri-
mera época, más desconocida hasta que Gadamer y Kimmerle
centraron su interés en ellas, y otra posterior que conecta más
con las preocupaciones de Dilthey. En cualquier caso habría
que poner de manifiesto que Schleiermacher no sólo tematiza
algunas de las cuestiones en las que la hermenéutica posterior
ha insistido regularmente, sino que apunta hacia soluciones

3.- Gadamer es consciente de que se plantea entonces el problema de los límites de


la interpretación, por eso prosigue diciendo que la opinión del autor, producto de
la reflexión, no es decisiva, y que "el único baremo de la interpretación es el
contenido de sentido de su creación, aquello a lo que ésta se 'refiera"
(1977:247). En nota a pie de página insiste en que "la moda moderna de tomar la
autointerpretación como canon es consecuencia de un falso psicologismo". Pero
añade otra referencia interpretativa: la 'teoría' (de la música, la poética o la orato-
ria) "puede muy bien ser un canon legítimo de interpretación". El problema,
pues, queda un tanto difuso, pues ni al autor, por unas razones, ni el intérprete,
por otras, pueden considerarse nunca totalmente libres de error. Pero tampoco el
contenido de sentido (producto de una interpretación), ni la teoría (puesto que
siempre es posible plantear interrogantes sobre su legitimidad) bastan para deter-
minar esos límites.

37
que hay que seguir considerando relevantes. En otros casos sus
limitaciones -desde el interés eminentemente teológico que le
inspiraba (Gadamer 1977:252), hasta las inclinaciones clara-
mente psicologistas que dominan la producción de su segunda
época- son también notables, pero no oscurecen esos aciertos.

1.2 LA ORIENTACIÓN HISTORICISTA DE


W.DILTHEY

1.2.1 Explicación y comprensión.

Heredero en algún sentido de Schleiermacher -del que ela-


boraría una biografía inacabada- pero también de la escuela
histórica, Dilthey se convertirá a su vez en un punto de refe-
rencia ineludible para la hermenéutica que elaboran Heidegger
y Gadamer. De ahí que nada mejor que las palabras de este
último para sintetizar lo que su obra significó: Dilthey toma
conscientemente la hermenéutica y la amplía hasta hacer de
ella una metodología histórica, más aún, una teoría del conoci-
miento de las ciencias del espíritu (1977: 253-254).
La hermenéutica se convierte en parte de un proyecto filo-
sófico cuya idea fundamental, en palabras del mismo Dilthey,
reside en que
hasta ahora no se ha puesto nunca como base de la filosofía
la experiencia total, plena, sin mutilar, es decir, toda la reali-
dad entera y verdadera. (Obras, VIII:372).

Recoge así uno de los supremos ideales del positivismo,


pero contra sus pretensiones, defiende que esta realidad com-
pleta no puede reducirse a lo natural, olvidándose, de la reali-
dad vital e histórica. Vida, historia y realidad natural compo-
nen el horizonte de conocimiento, entendido como un avance
progresivo que, yendo desde lo más cercano a lo más alejado,

38
comienza en la percatación de sí mismo o autognosis -como
traduce Ortega'"-, hermenéutica -conocimiento de la vida
ajena- y conocimiento de la naturaleza". La simple enumera-
ción de esta tarea que es el conocer, pone de manifiesto la exis-
tencia de dos objetos distintos que exigen también un trata-
miento distinto: la vida y la historia exigen comprensión, la
realidad natural, explicación (Obras, VII: 197). En último tér-
mino, la existencia de objetos distintos y, sobre todo, el distin-
to modo de comportamiento del sujeto que conoce con respec-
to al objeto conocido, determinan la existencia de un doble
ámbito científico: el de las ciencias del espíritu y el de las
ciencias de la naturaleza.
El planteamiento que realiza Dilthey abre un amplio abani-
co de posibilidades de las que, para nosotros, dos resultan
especialmente relevantes: el análisis del comprender y la fun-
damentación epistemológica del las ciencias del espíritu.

1.2.2 El análisis del comprender

Cómo sea posible el comprender como conocimiento de la


vida y la historia, incluso, cómo se conecta el comprender la
vida con el comprender la historia, no es algo que Dilthey
tuviera claro desde un principio. Un análisis de su evolución
en esta cuestión nos llevaría a la descripción de un proceso que
en un principio subraya la necesidad de una psicología que no

4.- Para más detalles sobre la interpretación que Ortega y Gasset hace de Dilthey en
esta cuestión puede verse Guillermo Dilthey y la idea de la vida, en Obras com-
pletas, Madrid, Revista de Occidente, Vol. VI, 1973:165-214. También en Kant,
Hegel, Dilthey, Madrid, Revista de Occidente (Colección El Arquero), 4" ed.
1972: 129-216.
5.- Obras,VIII:358. J. Marías recoge en el cap. 3 de su edición de la Teoría de las
concepciones del mundo de Dilthey (Madrid, Revista de Occidente, 1974), el
fragmento en que se hace alusión a este problema. Tanto la introducción a esta
edición como las notas que acompañan al texto resultan de gran interés.

39
puede ser explicativa, sino 'descriptiva y analítica', pero que
poco a poco se va desplazando hacia la hermenéutica. Las
razones de este desplazamiento son variadas'", Sin embargo,
puede subrayarse el convencimiento de que el análisis de la
percepción interna, la conciencia de la propia individualidad,
no resulta suficiente para comprender la vida. Esta insuficien-
cia puede paliarse de dos maneras: mediante la comparación
de lo que nos ocurre a nosotros y lo que ocurre a otras perso-
nas; mediante el experimento, etc.; y, por otra parte, mediante
el estudio de los productos objetivos de la vida psíquica. En
ambos casos, la comprensión ha de realizarse a través de sig-
nos sensibles, especialmente a través de las manifestaciones
lingüísticas que constituyen la expresiones más adecuadas de
la interioridad humana. Las siguientes palabras de Dilthey son
suficientemente expresivas:
En el lenguaje, en el mito, en las prácticas religiosas, en las
costumbres, en el derecho y en la organización exterior tene-
mos otras tantas producciones del espíritu colectivo en las
que la conciencia humana, para hablar en términos de Hegel,
se ha hecho objetiva y apta, por lo tanto, para el análisis. Lo
que el hombre es no se conoce mediante la cavilación sobre
uno mismo ni tampoco mediante experimentos psicológicos,
sino mediante la Historia. (Obras, VI:229).

Para comprender estas expresiones de la vivencia no basta


con el intento de sustitución de la propia vivencia por la del
otro. La comprensión ha de ser ahora una interpretación que
tiene por objeto representaciones simbólicas de las que hay
que elucidar el sentido. En último término, lo que se trata de
conocer no es el hombre sino el mundo histórico y social en el

6.- A. Gabilondo (1988) ofrece, sobre todo en los capítulos 5 al 7, un estudio deta-
llado de la evolución de Dilthey en este tema. No es este, sin embargo, el único
interés de una obra que resulta muy útil para comprender más profundamente
cuestiones que aquí apenas se ven esbozadas.

40
que los hombres viven. Este enfoque supone, consecuentemen-
te, el desplazamiento de una fundamentación psicológica a una
fundamentación hermenéutica de las ciencias del espíritu.

1.2.3 Hermenéutica y epistemología

La peculiaridad de la obra de Dilthey, sus aciertos e insufi-


ciencias, proceden de un diálogo con autores cuyas ideas no
acaba de rechazar ni admitir del todo. Tal le sucede con Kant,
Hegel, Schleiermacher, el positivismo y la escuela histórica.
De alguna manera todos ellos se encuentran implicados en su
intento de establecer la comprensión hermenéutica como el
procedimiento metodológico propio de las ciencias del espíri-
tu.
Como henos dicho más arriba, frente al reduccionismo posi-
tivista, Dilthey sostiene que las ciencias de la naturaleza presu-
ponen un contexto más amplio que es el de la vida y sus mani-
festaciones culturales. Este ámbito es extraño al análisis que
las ciencias de la naturaleza pueden realizar. Una de las dife-
rencias más claras entre ambos dominios es la forma en que se
nos dan los respectivos objetos. La naturaleza es un ámbito del
que el hombre se autoexcluye cuando trata de conocer las leyes
a las que obedece. En las ciencias del espíritu, por el contrario,
la posición del sujeto es distinta: su experiencia no está restrin-
gida por las condiciones experimentales. En el mundo históri-
co sujeto y objeto no son cosas heterogéneas: el que investiga
la historia es el mismo que el que la hace. Y justamente por
eso son posibles los juicios sintéticos universalmente válidos
para la historia.
La diferencia entre ciencias de la naturaleza y ciencias del
espíritu no reside sólo en el objeto. El comportamiento del
sujeto que conoce es distinto en uno y otro caso. En las cien-
cias de la naturaleza -y hay que pensar fundamentalmente en la

41
física-, junto a la observación experimental, hay una elabora-
ción hipotética que pretende justificar lo que ocurre. En las
ciencias del espíritu no es posible separar nítidamente teoría y
experimentación: ambas aparecen fundidas. Los hechos que se
trata de conocer son vividos como experiencias. Consecuente-
mente, lo que podemos hacer en uno y otro caso son cosas dis-
tintas: explicamos la naturaleza, comprendemos la vida psíqui-
ca.
Es necesario pues, completar la pregunta kantiana sobre la
posibilidad de una ciencia pura de la naturaleza con la pregun-
ta acerca de la posibilidad de un ámbito científico que tenga
por objeto la realidad histórico-social. Estamos, como él
mismo afirma, ante una tarea muy semejante a la de Kant:
De estas premisas deriva la misión de desarrollar un funda-
mento gnoseológico de las ciencias del espíritu, y luego, la de
utilizar el recurso así creado para determinar la conexión
interna de las ciencias particulares del espíritu, las fronteras
dentro de las cuales es posible en cada una de ellas el conoci-
miento, y la relación recíproca de sus verdades. La solución
de esta tarea podría designarse como crítica de la razón histó-
rica, es decir, de la capacidad del hombre para conocerse a sí
mismo y a la sociedad y a la historia creadas por él (Obras,
1:117).

Superada la etapa de la psicología analítica y descriptiva, la


comprensión de la vivencia y sus expresiones u objetivaciones
adquiere las características de la comprensión interpretativa.
La hermenéutica se convierte así en el procedimiento metodo-
lógico de las ciencias del espíritu. Este desplazamiento, del
que ya hemos hablado, no supone el olvido de la vivencia en
sentido estricto para centrarse en sus objetivaciones sociales.
Di1they utiliza la autobiografía como medio para mostrar el
modo en que la hermenéutica permite la comprensión de la
propia vida al tiempo que ofrece procedimientos válidos para
la historia universal. De esta manera, la reflexión de un hom-

42
bre sobre sí mismo sigue siendo el punto de orientación y la
base. Pero el sentido o significado, como Dilthey prefiere, de
las vivencias individuales no procede por referencia a la
indentidad del yo. Es necesaria una continua interpretación
restrospectiva que permita comprender el presente desde el
pasado y el pasado desde el presente.
Esta estructura histórica que da sentido a la propia biografía
se completa con las procedentes de otras biografías. El indivi-
duo vive dentro de una comunidad por referencia a la cual sus
manifestaciones son comprensibles. Me comprendo a mí
mismo en la medida que comprendo al otro en sus objetivacio-
nes. En otros términos, los significados son intersubjetivos.
Esta comprensión entre los individuos no sería posible sin el
uso intersubjetivo de símbolos y, en último término, por ese
suelo común que constituye el lenguaje. Por eso el mismo Dilt-
hey reconoce que el arte de la comprensión tiene su punto cen-
tral en la interpretación de esa forma privilegiada de expresión
que constituye el lenguaje escrito.
Podríamos decir, pues, con Gadamer (1977:286) que, para
Dilthey, la vida se autointerpreta, tiene estructura hermenéuti-
ca. De ahí que, por una parte, la vida sea la base de las ciencias
del espíritu y, por otra, el que la hermenéutica constituya el
procedimiento metodológico que estas ciencias tienen que
adoptar.
En cuanto procedimiento metodológico la hermenéutica ha
de resolver de forma distinta a como lo hacen las ciencias de la
naturaleza el problema de la relación de lo general y lo particu-
lar. Las expresiones simbólicas legadas por la tradición presen-
tan también el carácter de hechos empíricos. Estos hechos
empíricos no pueden sin embargo ser comprendidos como se
hace desde las ciencias naturales. En éstas las experiencias par-
ticulares han de ser hechas concordar con categorías generales
abstractas. En cambio, en la comprensión hermenéutica lo
general ha de ser adaptado a lo particular (Habermas,

43
1982: 170). En este sentido el proceder interpretativo de la her-
menéutica se asemeja a la estructura del lenguaje. Es cierto
que la hermenéutica no sólo es aplicable a las expresiones lin-
güísticas: se dirige también' a otras manifestaciones como las
acciones o las expresiones de vivencias (gestos, mímica, etc.).
Sin embargo es la estructura lingüística la que mejor refleja el
proceder hermenéutico.
No resulta extraño, por lo demás, que en el diálogo 'conge-
nial' de un yo y un tú encuentre el comprender hermenéutico
su auténtico modelo. Comprender un texto es hacerse coetáneo
de su autor. De esta manera es posible superar aquello que de
extraño se encuentra en toda interpretación. Se vuelve así al
método filológico que había inspirado a Schleiermacher. En
último término, como afirma Gadamer (1977:302), Di1they
está íntimamente penetrado de lo que consideraba el triunfo
del método filológico: concebir el espíritu pasado como pre-
sente, el espíritu extraño como familiar. De esta manera el
intérprete hace lo mismo que el científico: examinar un fenó-
meno presente en relación con una explicación que debe
encontrarse en él.
Pensando el mundo histórico como un texto que hay que
descifrar, Dilthey cree haber fundamentado episternológica-
mente las ciencias del espíritu. Sin embargo, uno de los aspec-
tos más llamativos de este intento es la imposibilidad de renun-
ciar al método instrospectivo. Dilthey no puede evitar consta-
tar la falta de simetría entre vivencia y expresión: no existe una
proyección perfecta del interior sobre el exterior. De ahí que,
aunque lo modifique, no abandone del todo el modelo psicoló-
gico de introducirse en el interior del objeto. De lo que ahora
se trata es de reproducir las vivencias en que consisten las
recreaciones de sentido (Habermas, 1982: 186-87). En otros
términos, la teoría de la instrospección ha adquirido una nueva
forma y otra denominación. La comprensión consiste en
encontrar una conexión entre el vivir propio en que se funda-

44
menta el yo con las manifestaciones de la vida que hallamos en
un hombre o en una obra. A esta conexión que permite la
reproducción de las vivencias la llamará 'transferencia', que
será, para las ciencias del espíritu, el equivalente de la observa-
ción empírica en las ciencias naturales.
A Dilthey, como ocurriera con Schleiermacher, le resulta
imposible sustraerse a una especie de fuerza interior que le
conduce compulsivamente al psicologismo. Pero nada puede
extrañar cuando, mucho más tardíamente y durante mucho
tiempo, se ha seguido hablando de la intencionalidad del emi-
sor o destinador como elemento constitutivo esencial de la
comunicación.

1.3 H.G. GADAMER: COMPRENDER Y SER

1.3.1 Hermenéutica y antropología.

Si bien Dilthey, al conectarlo con la historicidad y la funda-


mentación epistemológica de las ciencias del espíritu, había
colocado el problema del comprender en una dirección que en
cierto sentido no ha abandonado, el desarrollo de la hermenéu-
tica posterior ha puesto claramente de manifiesto sus insufi-
ciencias.
La radicalidad del nuevo planteamiento hermenéutico es
presentada por Gadamer de forma negativa, con la expresa
renuncia a hacer de la cuestión un problema metodológico,
tanto desde el punto de vista del desarrollo de un sistema de
reglas de interpretación como de la fundamentación teórica de
las ciencias del espíritu. La pregunta que la hermenéutica debe
plantear es, según este autor, una pregunta estrictamente filosó-
fica que tiene connotaciones kantianas: ¿cómo es posible la
comprensión? (1977:12). Esta pregunta no adquiere, sin
embargo, su auténtico significado hasta que no se la despoja de

45
la parcialidad que posee si se la entiende en el sentido de saber
cómo se puede comprender tal o cual cosa, por ejemplo, el
mundo humano o el mundo de la naturaleza. Despojada de lo
particular, pasa a convertirse en una pregunta sobre el com-
prender mismo y, en último término, sobre el hombre. Se des-
cubre entonces que comprender es el carácter óntico original
de la vida humana misma (1977:325) y que, independiente-
mente de cuál sea el objeto inmediato, en último extremo, toda
comprensión es un comprenderse (1977:326).
Deudor declarado de Heidegger, Gadamer lleva a la herme-
néutica a planteamientos de la máxima generalidad. El com-
prender hermenéutico no es un problema que radique en el
objeto y, consecuentemente, no se trata de algo que pueda dis-
tinguir al saber propio de las ciencias del espíritu frente a las
ciencias de la naturaleza. El conocimiento, independientemen-
te del objeto sobre el que recaiga, no puede escapar a su carác-
ter interpretativo. Un planteamiento como este es una renuncia
expresa al carácter objetivo y neutral del conocimiento y supo-
ne, por tanto, la instauración del principio de que el que cono-
ce no es totalmente ajeno al objeto mismo de conocimiento.
Desde este punto de vista, la problemática hermenéutica
heredada de Schleiermacher y Dilthey adquiere un nuevo sen-
tido. Las características de 'ligüisticidad', circularidad e histori-
cidad no son ya propiedades específicas del saber interpretati-
vo, sino propiedades constitutivas del ser mismo del hombre.

1.3.2 Historicidad y círculo hermenéutico.

1.3.2.1 Reformulación del círculo

La circularidad del comprender hermenéutico es algo que,


de una forma o de otra, se ha admitido desde siempre, aunque
en distintos momentos ha recibido también distintas formula-

46
ciones. La formulación más antigua se concreta en la regla
procedente de la antigua retórica que establece que hay que
comprender el todo desde la parte y la parte desde el todo.
Pero ha sido la moderna hermenéutica la que realizó el traslado
del arte de hablar al arte de comprender. Más arriba hemos
visto cómo Schleiermacher, aunque no llega a realizar una for-
mulación precisa, aborda el tema distinguiendo los aspectos
objetivos o, por decirlo de alguna manera, gramaticales -remi-
sión del texto a la obra y de esta a la producción completa del
autor- y subjetivos o psicológicos. Por su parte, Dilthey enfoca
la misma cuestión acentuando el aspecto psicológico de la
comprensión de la vida individual por remisión a la 'vida
humana universal' de la que forma parte, al tiempo que subraya
el carácter histórico de las distintas manifestaciones de la vida:
el texto no puede comprenderse sino a través de la vida total de
la que es una manifestación.
Sin embargo será Heidegger quien realice una elaboración
más global y rigurosa al enfocar esta cuestión desde la pers-
pectiva ontológica en que se sitúa hoy el proceder hermenéuti-
co. Lo que Heidegger subraya es que la interpretación se fun-
damenta en un tener y concebir previos por parte del intérpre-
te. Una interpretación jamás es una aprehensión de algo dado
sino que siempre está afectada por la no discutida opinión pre-
via del intérprete. Sujeto y objeto de la interpretación se perte-
necen, pues, mutuamente. La interpretación es una proyección
y, por tanto, una previsión (1974:166 ss.).
Esta concepción tiene, al menos aparentemente, el peligro
de la arbitrariedad subjetiva. Ahora bien contra esa arbitrarie-
dad hay que protegerse dirigiéndose 'a la cosa misma' que, para
el filólogo, es el texto. La comprensión de lo que pone el texto
consiste en la elaboración de un proyecto previo, pero este se
irá revisando con arreglo a lo que vaya resultando según se
avanza en la comprensión del sentido. El comprender es, pues,
un continuo reproyectar. El que interpreta siempre está expues-

47
to al error, tanto en el uso que hace de las reglas lingüísticas
como en la proyección de las propias opiniones. Ahora bien,
afirma Gadamer,
igual que no es posible mantener mucho tiempo una com-
prensión incorrecta de un hábito lingüístico sin que se destru-
ya el sentido del conjunto, tampoco se pueden mantener a
ciegas las propias opiniones previas sobre las cosas cuando se
comprende la opinión de otro (1977:335).

Cuando se oye a alguien o se lee un texto no es que haya


que olvidar las propias opiniones sino que se trata de estar
abierto a la opinión del otro: el que quiere comprender un texto
tiene que estar en principio dispuesto a dejarse decir algo por
él ([bid.).
Gadamer ve en esta posición heideggeriana la rehabilitación
del 'prejuicio', vilipendiado sobre todo a partir de la Ilustra-
ción. El prejuicio es la forma en que se manifiesta la realidad
histórica de un individuo. Gadamer encierra el nuevo sentido
de esta noción en una frase emblemática:
En realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que
somos nosotros los que pertenecemos a ella. Mucho antes de
que nosotros nos comprendamos a nosotros mismos en la
reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una manera
autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que
vivimos. La lente de la subjetividad es un espejo deformante.
La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en
la corriente cerrada de la historia. Por eso los prejuicios de
un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad his-
tórica de su ser (1977:344).

Prejuicio y realidad histórica son inseparables. El peligro se


encuentra para Gadamer, no en la existencia de prejuicios, sino
en la falta de autoconsciencia de aquel que ignora el carácter
constitutivo del prejuicio. Naturalmente este prejuicio no es
ceguera ni cerrazón, sino manifestación de una razón real e
histórica, y, por tanto, algo que está legitimado por la autoridad

48
-entendida como conocimiento y no como obediencia- y la
pervivencia de la tradición.
Gadamer asume, reinterpretándolo, este concepto heidegge-
riano de círculo hermenéutico que permite entender la com-
prensión como "la interpenetración del movimiento de la tradi-
ción y del movimiento del intérprete" (1977:363). Esta noción
de comprensión está basada en un presupuesto formal que
denomina 'anticipación de la perfección'. Su formulación es
esta:
sólo es comprensible lo que representa una unidad perfecta
de sentido. Hacemos esta presuposición de la perfección cada
vez que leemos un texto, y sólo cuando la presuposición
misma se manifiesta como insuficiente, esto es, cuando el
texto no es comprensible, dudamos de la trasmisión e intenta-
mos adivinar cómo puede remediarse (1977:363).

El concepto de interpretación adquiere así un carácter hipo-


tético y circular. Este círculo no es, contrariamente al plantea-
miento de Schleiermacher, ni subjetivo ni objetivo. La antici-
pación de sentido que guía nuestra comprensión de un texto no
es un acto de subjetividad, sino que se determina desde la
comunidad que nos liga a la tradición. La aplicación correcta
de este principio no puede estar al margen del contenido del
texto y de la pertenencia tanto de la 'cosa' a la que el texto se
refiere como del mismo intérprete, a una tradición sustentada
por una comunidad de prejuicios fundamentales y sustentado-
res. Por eso, la primera de todas las condiciones hermenéuticas
es la precomprensión que surge del tener que ver con el mismo
asunto. Este hecho dificulta la arbitrariedad y el malentendido.
Cuando la precomprensión es arbitraria, termina por colisionar
con el sentido del texto analizado.
Pero, por otra parte, como veremos inmediatamente, el
intérprete tiene que captar el sentido en un marco de referencia
que es distinto de aquel en el que se constituyó el texto. No

49
existe tampoco una vinculación al asunto de que habla el texto
de una forma 'incuestionable y natural'. De ahí que pueda afir-
marse que el sentido no viene dado de antemano. El problema
de la interpretación no puede zafarse de esa situación entre la
familiaridad y la extrañeza, que si bien la caracterizó siempre,
no tiene ahora un sentido psicológico. De este modo puede dis-
tanciarse Gadamer tanto de Schleiermacher como de Dilthey:
el comprender significa primariamente entenderse en la cosa y
sólo secundariamente destacar y comprender la opinión del
otro como tal.
En resumen, el concepto gadameriano de 'anticipación de la
comprensión' se refiere explícitamente a que el conocimiento
previo que se proyecta sobre el texto que se interpreta, no sólo
ilumina la misma interpretación, sino que actúa como una refe-
rencia exterior que permite determinar hasta qué punto nuestra
interpretación es correcta. El texto mantiene -al menos así se
supone- una unidad inmanente de sentido, pero este ha de ser
confrontado con ese 'sentido exterior' que hemos anticipado.

1.3.2.2 Historia efectual y fusión de horizontes

La nueva formulación de la noción tradicional de círculo


hermenéutico permite plantear el problema de la distancia en
el tiempo y su importancia para la comprensión desde una
perspectiva distinta. No es posible entender ya la comprensión
como la reproducción de una producción originaria. Como ya
estableciera Schleiermacher, entre el autor y su intérprete exis-
te una diferencia insuperable.
Cada época entiende un texto trasmitido de una manera pecu-
liar, pues el texto forma parte del conjunto de una tradición
por la que cada época tiene un interés objetivo y en la que
intenta comprenderse a sí misma. El verdadero sentido de un
texto tal como éste se presenta a su intérprete no depende del
aspecto meramente ocasional que representa el autor y su

50
público originario. O por lo menos no se agota en esto. Pues
este sentido está siempre determinado por la situación históri-
ca del intérprete, y en consecuencia por el todo del proceso
histórico (1977:366).

Este hecho tiene dos consecuencias que afectan tanto al


autor como al intérprete. Para el primero porque "el significado
de un texto supera a su autor, no sólo ocasionalmente, sino
siempre". Para el segundo, porque "la comprensión no es un
comportamiento reproductivo sino siempre productivo" ([bid.).
Por la misma razón tampoco resulta apropiado tratar de com-
prender al autor mejor de lo que él mismo se comprendió. En
realidad no podemos hablar de una mejor o peor comprensión
en función del momento en el que esta se realiza:
bastaría decir que cuando se comprende, se comprende de un
modo diferente (1977:367).

Esta cuestión está en íntima relación con otra que tiene para
Gadamer indudable importancia: la 'historia efectual', el efecto
histórico causado por los mismos hechos históricos y las obras
transmitidas.
Cuando intentamos comprender un fenómeno histórico desde
la distancia histórica que determina nuestra situación herme-
néutica general, nos hallamos siempre bajo los efectos de esta
historia efectual (1977 :371).

La conciencia de esta realidad ha de conducir al convenci-


miento de que la interpretación no puede ser entendida como el
acto de un observador neutral. Antes al contrario: lo otro se
muestra tan a la luz de lo propio que ni lo propio ni lo otro
pueden realmente mostrarse como tales. En otros términos, el
intérprete pertenece también a su texto. La interpretación apa-
rece entonces como un proceso dialéctico en el que el texto
pierde su carácter objetivo y se convierte en el espacio en el
que dos horizontes se funden. Observador y observado perte-

51
necen a un horizonte común. Esta fusión de horizontes, lejos
de constituir un espacio cerrado y finito, como diálogo que es,
plantea nuevas preguntas que exigen ser contestadas. De ahí
que pueda decirse que un texto sólo es comprendido en su sen-
tido cuando se ha ganado el horizonte del preguntar, que, como
tal, contiene otras preguntas posibles (1977:448). El sentido de
una frase es relativo a una pregunta para la que es respuesta,
pero esto significa que va más allá de lo que se dice en ella. En
esto se asemejan hermenéutica y conversación: la hermenéuti-
ca es una visión del lenguaje y de la historia como diálogo
abierto. La interpretación no es, pues, un asunto del que se
pueda alguna vez desentenderse.

1.3.2.3 El problema hermenéutico de la aplicación

La noción de fusión de horizontes no sólo permite a Gada-


mer el desarrollo del principio de historia efectual, sino recu-
perar uno de los momentos olvidados de la antigua hermenéu-
tica: la aplicación. Como hemos visto más arriba, en su intento
de liberarla de los condicionamientos dogmáticos que la aque-
jaban, Schleiermacher, había suprimido este tercer momento
de la antigua hermenéutica. Gadamer puede recuperarlo ahora
con una nueva perspectiva. Comprender, dice Gadamer
(1977:383), es un caso especial de la aplicación de algo gene-
ral a una situación concreta y determinada. La comprensión
tiene, pues, una dimensión práctica: es una orientación para la
acción. La hermenéutica se asemeja entonces a la ética tal
como fue entendida por Aristóteles. El intérprete tiene que
relacionar el texto con su propia situación, si lo quiere enten-
der verdaderamente. De ahí que no pueda considerarse nunca
un observador neutral ni adoptar la actitud de un sujeto ante un
objeto. Como se ha dicho antes, pertenecen a un mismo hori-
zonte y poseen un lenguaje común en el que los valores y las
creencias se hacen comprensibles. No significa esto que las

52
pretensiones de validez que todo texto posee hayan de ser
aceptadas por aquel que lo interpreta. Antes al contrario, la re-
apropiación que del texto ha de hacer el intérprete tiene que
realizarse críticamente. El texto es una respuesta a preguntas
que el intérprete y el autor comparten y que se convierten en el
tema de su diálogo.
Mediante la integración del momento de la aplicación en la
comprensión misma, Gadamer cree superar algunas teorías
generales de la interpretación como la de Betti, en las que se
distingue entre interpretación cognitiva, normativa y reproduc-
tiva (1977: 381). Esta concepción, para Gadamer, no sólo tiene
dificultades a la hora de inscribir los fenómenos en alguna de
estas clasificaciones, sino que escinde definitivamente el plan-
teamiento hermenéutico que para él tiene que ser decididamen-
te unitario:

Nuestras consideraciones no nos permiten dividir el plantea-


miento hermenéutico en la subjetividad del intérprete y la
objetividad del sentido que se trata de comprender
(1977:382).

Tanto la concepción aristotélica de la ética como la herme-


néutica jurídica constituyen ejemplos que avalan para Gada-
mer este principio irrenunciable. Desde esta perspectiva cual-
quier cuestión metodológica resulta irrelevante. Pero una vez
que hemos aceptado esta unidad de sujeto y sentido, resulta
difícil explicar el malentendido. La pregunta, inevitablemente
metodológica, sobre la validez de la interpretación queda sin
contestar. Sobre esta cuestión, para nosotros fundamental, vol-
veremos más adelante.

53
1.3.3 Lingüisticidad del ser

1.3.3.1 Lingüisticidad y tradición

La fusión de los horizontes del texto y del intérprete consti-


tuye un paso previo que conduce de forma natural a considerar
a la comprensión como una conversación. Bien es verdad que
el texto no puede considerarse sin más como un tú, pero tam-
poco es un hablar arbitrario nacido de uno mismo. Todo texto
plantea a su intérprete una pregunta y comprender el texto
supone comprender esa pregunta. Cuando esto sucede se
alcanza lo que Gadamer llama 'el horizonte del preguntar':
Un texto sólo es comprendido en su sentido cuando se ha
ganado el horizonte del preguntar, que como tal contiene
necesariamente también otras respuestas posibles. En esta
medida el sentido de una frase es relativo a la pregunta para
la que es respuesta, y esto significa que va necesariamente
más allá de lo que se dice en ella. Como se muestra en esta
reflexión, la lógica de las ciencias del espíritu es una lógica
de la pregunta (1977:448).

Esta pregunta que plantea el texto no es sólo una pregunta


del texto: el que pregunta es interpelado por la misma tradi-
ción, lo que constituye una manifestación más de esa historia
de efectos a la que ya nos hemos referido (1977:456).
La relación entre interpretación y conversación conduce,
por lo demás, a otra afirmación aún más radical: el lenguaje es
el medio universal en el que se realiza la comprensión misma.
Esta relación entre lingüisticidad y comprensión se muestra de
forma eminente en el hecho de que la esencia de la tradición
consiste en existir en medio del lenguaje, de tal manera que
el objeto preferente de la interpretación es de naturaleza lin-
güística (1977 :468).

S4
y si la tradición es fundamentalmente lenguaje, el lenguaje
es texto escrito. Gadamer no duda por ello en subrayar la pree-
minencia de la escritura frente a la forma oral del lenguaje. Las
ventajas de la escritura son múltiples: en ella lo transmitido se
da simultáneamente para cualquier presente; en ella el lenguaje
accede a su verdadera espiritualidad; en ella se nos hace pre-
sente toda una humanidad pasada en su relación general con el
mundo; en ella aparece una forma pura, libre de todo lo psico-
lógico, etc.
Así pues, parece que Gadamer, al adscribir el comprender y
el interpretar en la tradición lingüística, no hace más que
seguir las huellas de la hermenéutica anterior. Sin embargo, va
más allá en dos sentidos. En primer lugar porque no sólo afir-
ma que las manifestaciones humanas, aun las no lingüísticas,
pretenden ser entendidas lingüísticamente, sino porque lo que
vale para la comprensión vale para el lenguaje (1977:485). En
segundo lugar porque no se trata ya simplemente de que el
texto lingüístico sea, como manifestación privilegiada que es
del 'espíritu humano', el objeto preferente de la hermenéutica.
Se trata de algo más radical: el lenguaje es un elemento consti-
tutivo del ser del hombre. De ahí que Gadamer no dude en
colocar como frontispicio de la tercera parte de su obra funda-
mental una afirmación que es algo más que un título: el len-
guaje como hilo conductor del giro ontológico de la herme-
néutica.

1.3.3.2 La naturaleza especulativa del lenguaje

La expresión más rotunda de lo que se ha llamado 'lingüisti-


cidad del ser' la hallamos en la siguiente afirmación de Gada-
mer:
El ser que puede ser comprendido es lenguaje (1977:567).

55
El lenguaje no es únicamente una dotación de la que está
pertrechado el hombre, sino que en él se basa y se representa el
que los hombres simplemente tengan mundo (1977:531). En
otros términos, la existencia del mundo está constituida lin-
güísticamente. Estas afirmaciones no expresan, sin embargo,
más que una parte de la cuestión. El mundo es mundo para el
hombre en cuanto accede al lenguaje; pero de la misma mane-
ra, el lenguaje sólo tiene su verdadera existencia en el hecho de
que en él se representa el mundo. Y esto tiene para Gadamer
otra importante implicación: la humanidad originaria del len-
guaje tiene su expresión simétrica en la lingüisticidad del estar-
en-el-mundo del hombre. Gracias al lenguaje, el mundo
adquiere aquella especificidad de lo humano que le hace dis-
tinto del 'entorno' en que se mueven los restantes seres vivos.
Estas afirmaciones hacen problemático el uso del concepto
de 'mundo en sí'. En este contexto se inscribe la tesis de que la
perfectibilidad de la experiencia no puede llegar a otra cosa
que a un aspecto cada vez más amplio, a una 'acepción del
mundo' (1977:536). Las acepciones del mundo no son relativas
en el sentido de que se opongan a un 'mundo en sí' que pudiera
considerarse como algo absoluto. Tampoco se quiere decir con
ello que el mundo no sea sin el hombre. Toda acepción del
mundo se refiere al ser en sí de éste y el mundo es el todo al
que se refiere la experiencia esquematizada lingüísticamente.
Pero lo que el mundo es, no es nada distinto de las acepciones
en las que se ofrece. De ahí que pueda decirse que la experien-
cia lingüística del mundo es 'absoluta' (1977:539). Y es aquí
precisamente donde se expresa la 'circularidad lingüística'.
La lingüisticidad de nuestra experiencia del mundo precede a
todo cuanto puede ser conocido e interpretado como ente. La
relación fundamental de lenguaje y mundo no significa por
tanto que el mundo se haga objeto del lenguaje. Lo que es
objeto del conocimiento y de sus enunciados se encuentra por
el contrario abarcado siempre por el horizonte del mundo del
lenguaje.La lingüisticidad de la experiencia humana del
mundo no entraña la objetivación del mundo (lbid.).

56
Así pues, podría concluirse, el lenguaje es el centro en el
que se reunen el yo y el mundo.
Gadamer examina bajo esta perspectiva las distintas expre-
siones en que se manifiesta lo que él denomina naturaleza
especulativa -que también podríamos llamar 'especular'- del
lenguaje. En el lenguaje, como si de un espejo se tratara, algo
se refleja en una especie de suplantación continua en la que la
imagen está unida al aspecto del original a través del centro
que es el observador: es como una duplicación que sin embar-
go no es más que la existencia de uno solo. Lo que parece atra-
er a Gadamer de esta metáfora es lo que en ella hay de miste-
rioso: la naturaleza inasible de la imagen, el carácter etéreo de
la pura reproducción (1977:557-558). De forma más precisa, la
naturaleza especulativa del lenguaje consiste
no en ser copia de algo que está dado con fijeza, sino en un
acceder al lenguaje en el que se anuncia un todo de sentido.
(1977:567).

Pero aún puede precisarse más:


Acceder al lenguaje no quiere decir adquirir una segunda
existencia. El modo como algo se presenta a sí mismo forma
parte de su propio ser. Por lo tanto en todo aquello que es
lenguaje se trata de una unidad especulativa, de una distin-
ción en sí mismo: ser y representarse, una distinción que, sin
embargo, tiene que ser al mismo tiempo una indistinción
(1977:568).

En estas afirmaciones se encuentra el fundamento de aque-


llo que puede considerarse como más propio de la hermenéuti-
ca de Gadamer. Si la relación del hombre con el mundo es lin-
güística -lo que quiere decir comprensible por principio-, la .
hermenéutica es 'un aspecto universal de la filosofía' y no sólo
la base metodológica de las ciencias del espíritu.
Pero del principio de la especularidad del lenguaje se deriva
otra consecuencia a la que no podemos dejar de mencionar. La

57
apropiación del texto en que consiste toda interpretación es
siempre histórica, motivada, y, por tanto, distinta de las otras.
Esto no quiere decir que sea distorsionada, sino que cada una
descubre un aspecto de la cosa misma de la que habla el texto.
La interpretación no puede ser un mero reproducir o referir el
texto sino una nueva creación del comprender. En otros térmi-
nos, cada interpretación es especulativa en el sentido en que
hemos dicho antes que lo es el lenguaje y la tradición.
Por último, el carácter histórico atribuido al lenguaje y a la
comprensión hermenéutica es sin duda uno de los aspectos
más significativos que distingue a Gadamer de los filósofos del
lenguaje. Se trata de una herencia de la filosofía alemana de la
que es depositario; fundamentalmente de Dilthey y Heidegger.
Lenguaje y tradición son inseparables: el lenguaje sólo existe
como transmitido. Y es precisamente esta consideración lo que
le permite rechazar cualquier consideración formal del círculo
hermenéutico. No se trata de un círculo vicioso. La anticipa-
ción del sentido que tiene que realizar todo intérprete es pro-
ducto de una tradición que él trata de comprender. Su interpre-
tación es una reapropiación de la tradición a la que tanto él
como el texto pertenecen. Todo ello resulta especialmente
apreciable en el estudio de la cultura clásica y de sus produc-
tos: su comprensión sólo es posible en cuanto remiten a su ori-
gen.

1.4 LAS OTRAS HERMENÉUTICAS

1.4.1 Hermenéutica y crítica de las ideologías

La extensión de la perspectiva hermenéutica que ha hecho


de ella, como decíamos al principio de este capítulo, una 'len-
gua universal', impide una visión pormenorizada de los mati-
ces que han ido introduciendo distintos autores. Nociones

58
como las de lingüisticidad del ser, circularidad de la compren-
sión, fusión de horizontes, historicidad y dimensión práctica,
han sido aceptadas por aquellos que se consideran incluidos de
una manera o de otra en esta corriente. Sin embargo ha habido
también divergencias y discusiones. De entre todas quizás las
más relevantes sean las críticas que Habermas dirige a lo que
él considera actitud conservadora de Gadamer frente a la tradi-
ción. Aun reconociendo el peso de la tradición, J. Habermas
insiste en que ello no puede constituir la justificación de una
autoridad que legitime toda pretensión de validez. La interpre-
tación hermenéutica debe ir asociada a la crítica. A su intender
no puede olvidarse tampoco que el lenguaje es también ideoló-
gico, por lo que la interpretación ha de convertirse en crítica de
la ideología. De ahí que deba ir asociada a un análisis de los
sistemas sociales y a una filosofía de la historia que si bien es
imposible como empresa teórica, no lo es como tarea práctica.
La respuesta de Gadamer, aparte de matizar algunas afirma-
ciones, vino a insistir sobre el dogmatismo de la crítica de la
ideología y su pretendida superioridad. Frente a ello propone el
diálogo como la única forma de clarificar y evaluar las preten-
siones de validez.
K.O. Apel por su parte, ha insistido también en el excesivo
peso de la tradición en la propuesta de Gadamer, al tiempo que
propone, desde una perspectiva cercana a la de Ch.S. Peirce, la
'comunidad de interpretación' como sujeto histórico y trascen-
dental de la interpretación de los signos. De esta manera la her-
menéutica existencial de Gadamer se convierte en una herme-
néutica trascendental. La actividad del intérprete debe dirigirse
a conectar su actividad con el posible acuerdo de esa comuni-
dad de interpretación. Lo que se pretende es que la conexión
con "el valor límite ideal de una verdad absoluta de interpreta-
ción" (l985,II:203ss), actúe como principio normativo metodo-
lógicamente relevante. En este último aspecto se une Apel a la
crítica que Betti dirige a Gadamer sobre la inexistencia de pro-

59
puestas de orden metodológico. La respuesta de Gadamer,
basada en el argumento de que se trata de describir 'lo que
hay', no puede obviar, a juicio de Apel, las implicaciones de
tipo normativo -y por tanto, metodológico- que contienen prin-
cipios como la pertenencia mutua del intérprete y del texto.
Por su parte P. Rícoeur, otro de los autores que más han
aportado a le hermenéutica posterior a Gadamer, sostiene que
no puede oponerse hermenéutica y crítica de las ideologías. La
comprensión es, además de un apoderarse de la 'cosa' a la que
el texto se refiere, una comprensión de sí mismo por parte del
lector. Si la comprensión debe guiarse por la 'cosa' a la que el
texto se refiere y no sólo por los 'prejuicios' del lector, la crítica
de las ideologías es el giro necesario que debe adoptar la com-
prensión de sí mismo por parte del lector. Podríamos decir que
ha de producirse, además de una apropiapión del sentido, una
'desapropiación' o crítica de sí mismo. Estaríamos, pues, ante
la necesidad de una crítica de las ilusiones del sujeto semejante
a las que han llevado a cabo el marxismo o el psicoanálisis
freudiano (1986: 117)
Estas y otras discusiones no hacen más que subrayar el
carácter de lengua común que ha adquirido la hermenéutica
contemporánea.

1.4.2 La semiótica desde la hermenéutica

No deja de ser sintomático el que muchas de las críticas


dirigidas a Gadamer se refieran a su renuncia a plantear cual-
quier cuestión de orden metodológico. Sus argumentos no han
servido por otra parte para desactivar esas críticas. No puede
extrañar, pues, el acercamiento que desde actitudes hermenéu-
ticas han realizado otros autores hacia una disciplina como la
semiótica que se plantea de forma explícita esas cuestiones a
las que Gadamer renuncia desde planteamientos teóricos.

60
La actitud de Apel ha sido en este sentido muy decidida. A
él se deben una antología y unos cornentarios'" sobre Ch.S.
Peirce -uno de los fundadores de la semiótica moderna- que
hicieron posible el conocimiento del autor americano en la
cuna misma de la filosofía hermenéutica. El mismo Habermas
es deudor de Apel en esta cuestión. El valor que para Apel
tiene la obra de Peirce en su conjunto, queda perfectamente
reflejada en la siguiente afirmación:
podemos entender el enfoque de Peirce como una transfor-
mación semiótica de la 'lógica transcendental' kantiana
(l985,II: 157).

Aspecto fundamental de esta transformación es la conside-


ración del sujeto de la ciencia y de la interpretación como una
"comunidad real, pero ilimitada, de experimentación e inter-
pretación, como sujeto transcendental de la función sígnica de
la ciencia" (l985,II:l78). Apel presenta así una alternativa al
cienticismo de la moderna lógica de la ciencia (entiéndase neo-
positivismo y filosofía analítica) y al dogmatismo político y
ético. La comunidad ilimitada de interpretación se convierte en
un presupuesto transcendental, a priori, de las ciencias socia-
les. Debajo de estas que podríamos considerar cuestiones bási-
cas de la 'filosofía transformada' que defiende Apel, se encuen-
tran elementos fundamentales de la teoría semiótica de Peirce
como son su concepción de la semiosis y el carácter inferencial
del pensamiento, que resulta inconcebible sin la necesaria
mediación de los signos.
El valor que la obra de Peirce tiene para Habermas se apro-
xima al que Apel le concede, aunque incluye matizaciones
importantes. Habermas trata también de enfrentar a Peirce con

7.- Ch. S. Peirce, Schriften 1, Frankfurt (Main): Surkamp, 1967 y Schriften !l, 1970.
Ambos volúmenes está precedidos por sendas introducciones de Apel.

61
el positivismo. Dicho de forma breve: para Habermas la filoso-
fía de Peirce está muy cerca de formular una filosofía transcen-
dental en las que las condiciones de posibilidad del conoci-
miento científico están tematizada en una lógica de la investi-
gación. Esta lógica de la investigación es 'cuasi-transcenden-
tal', es decir, combina las condiciones empíricas y transcenden-
tales. En este contexto se plantean también otras cuestiones
-como el problema de la cosa en sí, el de la verdad y el de la
comunidad de comunicación- que remiten también a tesis peir-
ceanas. Inseparables de esas tesis son las cuestiones lógico-
semióticas a las que aludíamos a propósito de Apel.
Las relaciones entre hermenéutica y semiótica no se agotan
sin embargo en los temas señalados por estos autores. Es más,
ni siquiera se orientan hacia el desarrollo de la semiótica que
tiene su origen en Peirce. En este sentido, Ricoeur se distingue
de Apel y Habermas en dos aspectos: un mayor interés aún por
las cuestiones metodológicas y una aproximación a la semióti-
ca de origen estructuralista.
La hermenéutica de Ricoeur, como la de Gadamer, sigue
siendo una filosofía del sujeto; de hecho ambas se remiten al
mismo punto de referencia: Heidegger. Sin embargo, Ricoeur
se distancia de ambos en una cuestión metodológica: la renun-
cia a lo que se ha llamado 'la vía corta' o el análisis directo del
ser del hombre, por la vía más 'larga' del análisis de los signos
o de los textos. De ahí que más que de una ontología del ser
como interpretar pueda hablarse del ser como 'interpretado'
(Maceiras- Trebolle, 1990: 105 ss.). Consecuentemente, Ricoeur
ha intentado conectar la hermenéutica con la semiótica pero
inspirándose para ello en los trabajos de E. Benveniste y de
J.A. Greimas.
La expresión más acabada de cómo entiende Ricoeur estas
relaciones se encuentra en una de sus obras más representati-
vas: Temps et récit (1983-85). En ella se mantiene que la tem-

62
poralidad del sujeto, elemento determinante del modo de ser
del hombre como hemos visto en otros autores, se expresa en
la competencia de este para seguir una historia. Aplicando,
pues, el principio metodológico del análisis del sujeto a través
de sus manifestaciones simbólicas o textuales, puede concluir-
se que la clarificación de la estructura narrativa del texto per-
mite también aclarar el carácter temporal del sujeto. El punto
de partida de su análisis es expresado de la siguiente forma:
Entre la actividad de narrar una historia y el carácter tempo-
ral de la existencia humana existe una correlación que no es
puramente accidental sino que presenta la forma de necesidad
transcultural. Con otras palabras: el tiempo se hace tiempo
humano en la medida en que se articula en un modo narrati-
vo, y la narración alcanza su plena justificación cuando se
convierte en una condición de la existencia temporal (1987,
1:117).

El objetivo consiste, pues, en establecer una mediación


entre tiempo y narración. Este papel mediador es atribuido a la
construcción mimética (representativa) de la trama; en otros
términos, a la relación que adquieren los conceptos de mímesis
y mythos en la Poética de Aristóteles.
Estas relaciones son entendidas por Ricoeur al modo circu-
lar hermenéutico. Esta circularidad es presentada a través de
los tres momentos de la mímesis aristotélica, sintéticamente
definida corno la acción de imitar o representar (1,1987:86).
Estos tres momentos son los siguientes: Mímesis 1 o precom-
prensión de la acción narrativa en sus rasgos estructurales,
simbólicos y temporales; 'el antes'. Mímesis I/: momento de la
creación de la composición poética; realiza una función de
mediación entre el primero y el tercero. Mímesis ll/: intersec-
ción del mundo del texto y del lector o fusión de horizontes; es
el momento de la aplicación o 'el después'. La reconstrucción
de este triple momento es lo propio de la hermenéutica que se

63
distinguiría así de la semiótica centrada en Mímesis /l. En otras
palabras: si para la semiótica el único concepto operativo sigue
siendo el texto literario, la hermenéutica va más allá al preocu-
parse de reconstruir toda la gama de operaciones por las que la
experiencia práctica intercambia obras, autores y lectores
(1987, 1:118).

64
CAPITULO 2
EL RETORNO DEL MÉTODO: LA ESTÉTICA
DE LA RECEPCIÓN

L
a renuncia expresa de la hermenéutica a cualquier orien-
tación metodológica y la consecuente ontologización del
problema del comprender que tiene lugar en la obra de
Gadamer, fue contestada por parte de autores de teorías estéti-
cas que, a pesar de sus críticas, estaban dispuestos a admitir
algunas de las nociones elaboradas en ese contexto. Esto es lo
que ocurre con la llamada estética de la recepción. Con este
nombre ha terminado por conocerse una teoría, fundamental-
mente centrada en la literatura, que declara como objetivo fun-
damental de su investigación "los modos y resultados del
encuentro de la obra y su destinatario". Dentro de esta orienta-
ción habría que incluir, en un primer momento, los estudios de
autores como H.R. Jauss, R. Ingarden, W. Iser, S. Fish, etc.,
pero también a un numeroso grupo de autores procedentes de
campos diversos que les han seguido después. En su conjunto
más importante constituyen un colectivo que, si bien discrepan
en algunos aspectos, mantienen esa común perspectiva de
situarse en el polo de la recepción, al tiempo que reconocen
tanto una comunidad de problemas como la utilización de un
conjunto terminológico suficientemente homogéneo.
Aunque podrían señalarse antecedentes precisos de la nueva

67
orientación'", suele considerarse que su punto de arranque lo
constituye una conferencia pronunciada por Hans Robert Jauss
en la Universidad de Constanza, en abril de 1967(2). En esta
conferencia Jauss propone siete tesis con el objeto de producir
un cambio de dirección en los estudios de la historia de la lite-
ratura. Como él mismo diría más tarde (1987:59), la provoca-
ción a la que hacía referencia el título de su disertación estaba
más que en el ataque a otras posiciones -que también lo era-,
en la apología de una nueva perspectiva. Esta perspectiva que-
daba expresada ya en la primera de las tesis:
La historia de la literatura es un proceso de recepción y pro-
ducción estéticas que se realiza por la actualización de textos
literarios en el lector que los concibe, en el mismo autor que
los produce y en el crítico que reflexiona sobre ellos
(1971:72).

Se trataba, pues, de recuperar dos aspectos fundamentales


que habían sido olvidados: en primer lugar la historicidad,
característica esencial del arte; en segundo, la acción del recep-
tor, que constituye un elemento fundamental del valor estético
de la obra. En otros términos, Jauss ponía de manifiesto que la
tarea del historiador que trata de comprender y enjuiciar una
obra es ante todo la de un lector que no puede asumir la fun-
ción de describir 'objetivamente' el acontecimiento literario.
De esta manera se situaba en una posición crítica respecto a
tendencias que podían considerarse dominantes en el panora-

1.- El mismo Jauss reconoce como antecedentes de sus trabajos, aparte de la herme-
néutica, el estructuralismo de la Escuela de Praga y las teorías de autores como
Mucarovsky y Vodicka (1987:62)
2.- La conferencia tenía el título siguiente: "Was ist und zu Ende studiert man Lite-
raturgechichte". Posteriormente fue ampliada y publicada en 1970 bajo el título
"Literaturgeschichte als provokation der Literaturwissenschaft"("La historia lite-
raria como desafío a la ciencia literaria". Esta versión ha sido publicada en caste-
llano en Gumbrech (ed.) 1971:37-114).

68
ma existente en esos momentos: el estructuralismo, el forma-
lismo y el marxismo. Al estructuralismo y al formalismo,
exclusivamente preocupados por la estructura inmanente de la
obra literaria, cabía achacarles tanto su olvido de la acción
constitutiva que realiza el intérprete como su incapacidad para
integrar los textos en el proceso histórico general. Las diferen-
cias con el marxismo se centraban en dos cuestiones funda-
mentales: en primer lugar, en una distinta concepción de la his-
toria; en segundo, porque Jauss rechaza radicalmente una teo-
ría estética que sólo concede valor a una obra en tanto en cuan-
to sea un reflejo de lo real.
La respuesta de Jauss a esta problemática arrancaba clara-
mente de posiciones hermenéuticas. Este enrraizamiento her-
menéutico era visible también en las restantes tesis, en las que,
al tiempo que desarrollaba esos dos aspectos iniciales, avanza-
ba ya su posición en torno a cuestiones como la despsicologi-
zación de la experiencia estética del lector y el carácter dialó-
gico de la reconstrucción del 'horizonte de expectativas', que
posteriormente requerirían un tratamiento más amplio. Pero la
identificación con los principios hermenéuticos gadamerianos
no era total; cuestiones como el carácter social y comunicativo
de la experiencia artística y el retorno del método, apuntaban
ya algunas diferencias que con el tiempo habían de profundi-
zarse.
A las propuestas de Jauss siguieron otras que venían a inci-
dir en algunas de las cuestiones citadas, proponiendo amplia-
ciones o aportando perspectivas más amplias. Así, en el mismo
año de la conferencia de Jauss, aparece un artículo de H. Wein-
rich'" que insistía en el olvido que del lector hacían las histo-
rias de la literatura. Como contraste, Weinrich realiza un breve

3.- "Fur eine Literaturgeschichte des Leses", Mercur, 234(1967), 1026 ss. Este artí-
culo está recogido con el título "Para una historia literaria del lector" en Gum-
brech (ed.) 1971.

69
recorrido por autores'? que adoptan la perspectiva receptora y
que constituyen antecedentes históricos que ha de tener en
cuenta una nueva teoría del lector. Por lo además, insistía tam-
bién en la necesidad de ocuparse, no del 'lector como tal', sino
de la imagen del lector representado en la obra a través de las
instrucciones o 'señales' que todo texto contiene. Posteriormen-
te W. Iser (en "La estructura apelativa de los textos", otra con-
ferencia pronunciada en la misma Universidad de Constanza al
año siguiente), Ingarden y otros, seguirían profundizando en
esos temas.

2.1 EL DIÁLOGO CON LA HERMENÉUTICA

2.1.1 El carácter metodológico y parcial de la estética de la


recepción

Si bien la propuesta inicial de Jauss se situaba en el contex-


to de la historia de la literatura, era evidente que podía consi-
derarse, de forma más global, como una propuesta de carácter
estético. Sin embargo, como él mismo reconoce, esta teoría
estética necesitaba tanto de una complementación sociológica
como de una profundización hermenéutica. Sin embargo, la
satisfacción de esta doble necesidad vendría por el mismo
camino: la revisión de alguna de las propuestas de Gadamer y
la adaptación metodológica de otras.
El primer desacuerdo con la hermenéutica gadameriana
resultó ser fundamental. Las preguntas iniciales a las que se
enfrentaba la estética de la recepción podían formularse así: ¿a
qué responde una obra artística? ¿por qué en unas épocas se
entendió de una determinada manera y después de otra? (Jauss

4.- Weinrich se refiere concretamente a la Poética de Aristóteles, a la retórica tradi-


cional, a Poe, a Baudelaire, a Sartre.

70
1987 :62). Las respuestas a estas preguntas sólo podían ser con-
testadas abordando previamente el problema metodológico y,
por otra parte, hacían necesario un análisis que transcendía el
horizonte de expectativas de la obra literaria para adentrarse en
el mundo real en que se encuentra situado el lector. El recono-
cimiento de estas necesidades, y sobre todo su satisfacción,
suponían la renuncia a las pretensiones exclusivamente onto-
lógicas y, consecuentemente autárquicas, de la concepción
gadameriana. De ahí que Jauss no dudara en afirmar:
La estética de la recepción no es una disciplina independiente
fundada en una axiomática que le permita resolver sola los
problemas, sino una reflexión metodológica parcial, asociada
a otras y susceptible de ser completada en sus resultados
(1989b:239).

Este carácter de parcialidad es asumido desde el convenci-


miento de la imposibilidad de comprender la obra de arte, en
su estructura y en su historia, como si se tratara de una subs-
tancia o entelequia. De la misma manera que es necesario
admitir que no se puede determinar la naturaleza histórica de
una obra de arte independientemente de los efectos que produ-
ce, ni estudiar la historia del arte prescindiendo de su recep-
ción histórica, había que integrar la estética de la producción y
de la representación con la de la recepción. Pero tampoco de
esta manera se consigue la autonomía: el carácter parcial de la
recepción con respecto a la producción y la representación, se
corresponde con la parcialidad de la historia del arte con res-
pecto a la historia general. Era necesario, pues, dar un paso
más hacia una concepción global en la que la historia del arte
no fuera más que una manifestación histórica entre otras.
Por otra parte, había que tener en cuenta que el sujeto recep-
tor, sea espectador o lector, no está aislado, ni puede ser redu-
cido a su carácter de receptor, sino que estas funciones las rea-
liza en un contexto social. De ahí que una teoría de la recep-

71
ción tenga que estar abierta a las aportaciones de otras discipli-
nas que se ocupan de lo social. En la medida en que intenta
comprender la interacción entre arte y sociedad, se abre hacia
una problemática más compleja que es objeto de estudio para
las teorías de la acción, la sociología del conocimiento y de la
comunicación, reflexiones que permiten comprender cómo
actúa el arte en la dimensión social como fuerza conformadora
de la historia. Por su parte, ella misma, en cuanto acepta esa
dimensión, puede contribuir a comprender la interacción entre
arte y sociedad, o, en otros términos, entre producción, consu-
mo y comunicación. La estética de la recepción se abría así a
las conclusiones que provenían de la sociología de la literatura
y de la comunicación, y entraba en discusión con los análisis
que se realizaban desde posiciones marxistas.
Pero la parcialidad no afecta sólo a una concepción de la
estética como saber, sino también a su objeto. El sentido de
una obra no puede ser considerado como algo que esté previa-
mente determinado, sino que se constituye en el acto de la
recepción. Y esto vale tanto para las obras del pasado como
para las actuales. En el dominio del arte, la reproducción del
pasado siempre es parcial, porque no existe un sentido intem-
poral. Lo mismo cabe decir del conocimiento de las obras
actuales: su comprensión supone la elección de unas posibili-
dades y la renuncia a otras. Se comprende así la insistencia ini-
cial en que la recepción es un fenómeno que sólo puede ser
comprendido en su carácter histórico.
Así pues, si por una parte, al insistir en su carácter parcial y
metodológico, la estética de la recepción se distanciaba de
Gadamer, la historicidad, como constitutivo esencial de la obra
de arte, ejercía como cordón umbilical que le permitía alimen-
tarse de su magisterio. En esa perspectiva de aceptación crítica
de ciertos principios hermenéuticos pueden inscribirse una
serie de problemas que resultaba necesario aclarar -.A alguno
de ellos nos referiremos a continuación.

72
2.1.2 Dialogicidad de la interpretación: recepción y efecto

En cuanto estética de la recepción, la historia de la literatura


debía plantearse como un proceso a lo largo del cual se va
constituyendo el sentido que sucesivos lectores otorgan a una
obra. Ello daría lugar a lo que Jauss denomina una "oleada de
historias de los efectos": estudios en los que se examinan las
diversas lecturas de un autor o una obra en distintos momentos
históricos. Estos estudios diacrónicos presuponían en algún
sentido un estudio sincrónico sobre el acto mismo de la recep-
ción como efecto producido por el texto. Ello obligó a distin-
guir entre recepción y efecto, dos conceptos que como objetos
diferentes, requerían también tratamientos distintos.
En palabras de Jauss el efecto puede ser definido como el
"elemento determinado por el texto", mientras que la recepción
es "el elemento determinado por el destinatario en la concre-
ción o determinación de la tradición" (1989b:240; 1987:70).
De ahí que pueda decirse también que dado que un texto no
puede ser concebido como un documento de algo que existe
(su sentido), sino en cuanto re-formulación de una realidad ya
formulada, una teoría del efecto, como dice también Iser
(1987:12), se plantea el problema de cómo debe elaborarse y
comprenderse un hecho hasta ahora no formulado. En cambio,
una teoría de la recepción tiene que ver con lectores que se
constituyen históricamente.
Una teoría del efecto está anclada en el texto -una teoría de la
recepción, en los juicios históricos del lector (Ibid.).

Naturalmente, una teoría del efecto también está condicio-


nada históricamente, pero en la estética de la recepción enten-
dida a la manera de Jauss y de Iser, la historia de la recepción
se subordina a la historia de los efectos. Paradójicamente,
quizá por esta razón, quizá también por la dificultad de llevar a
cabo una historia literaria que debería poder reconstruir las

73
diferentes interpretaciones que se han dado de una obra en
diferentes momentos históricos, la estética de la recepción ha
terminado siendo una teoría de los efectos.
Tales distinciones permitían, por otra parte, concebir la obra
como una estructura dinámica que sólo puede ser captada en
sus concreciones históricas sucesivas. De ahí que la noción de
historia de los efectos, formulada por Gadamer, haya de ser
entendida no como la acción monológica, unilateral, del texto,
sino que su sentido es el resultado de un diálogo en la que el
receptor y la obra convergen. Se recuperaba así, como afirma
el mismo Jauss, el viejo adagio de la psicología racional que
establece quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur,
convertido ahora en lema hermenéutico.
La naturaleza dialógica de la constitución del sentido,
adquiere en la obra de arte un carácter especial. La experiencia
estética se constituye en un proceso de mediación entre el
plano de la forma (expresión) y en el plano del sentido (conte-
nido). En cuanto arte, posee una forma que transciende la fun-
ción práctica del lenguaje y se convierte en el testimonio de
una época determinada. Sin embargo, a pesar del paso del
tiempo, esta forma mantiene abierta la significación, que se
convierte en una respuesta implícita que nos habla en la obra.
Así el efecto y la recepción de la obra se articulan en un diálo-
go entre un sujeto presente y un discurso pasado. Este último
no puede decir nada si el sujeto presente no descubre la res-
puesta implícita de ese discurso y la percibe como una respues-
ta a una cuestión que a él le compete plantear ahora. Puede
aplicarse, pues, a este fenómeno la inspirada frase de Jorg
Drews: "La historia no dice nada, responde".
Eso no significa sin embargo, que pueda ignorarse impune-
mente el problema de la distancia histórica y la fusión de hori-
zontes. Por muy clásica que pueda considerarse, una obra no
plantea las mismas preguntas a receptores de épocas distintas.
La recepción implica una interrogación que va desde el lector

74
al texto del que se apropia. Si se invierte el orden, se cae en el
sustancialismo monológico, es decir en la creencia de que exis-
ten preguntas y respuestas eternas. Se olvidaría entonces que
el arte posee un carácter virtual y por tanto que excluye por
definición el que las preguntas que encierra se planteen de
modo inmediato y perceptible. Aunque referida expresamente
al texto poético, la siguiente frase podría aplicarse a cualquier
obra de arte:
El texto poético no es un catecismo que nos plantee pregun-
tas cuya respuesta ya está dada previamente (l989b:241).

Así pues, aclarar la evolución de la relación entre obra y


público, entre el efecto de la obra y su recepción, usando la
lógica hermenéutica de pregunta y respuesta, es algo que
puede considerarse característico de la estética de la recepción
frente a otras concepciones de la estética como la marxista.

2.1.3 Tradición y selección

El diálogo de la obra y su intérprete tal como Jauss lo plan-


teaba, abría nuevos frentes de discusión. Hemos visto cómo la
perspectiva metodológica de la estética de la recepción se
enfrenta al problema del proceso de transmisión considerándo-
lo como un proceso de sucesivas interpretaciones. Pero una
vez llegado a ese punto, es necesario plantearse cómo afecta a
ese hecho el carácter parcial de toda interpretación sin que ello
pueda ser una justificación de la arbitrariedad. Pese a defender
el carácter parcial y relativo de todos los puntos de vista histó-
ricos, la estética de la recepción no está dispuesta a admitir que
un texto ofrezca la posibilidad de infinitas interpretaciones.
Frente a la posibilidad de diversas interpretaciones y al carác-
ter parcial y relativo de estas, la estética de la recepción supone
que nuestra concepción actual del arte evoluciona en el interior

75
de ciertos límites que se pueden conocer, a condición de acla-
rar primero aquellos elementos culturales que se han ido acu-
mulando históricamente y cuyo conocimiento permite a un
sujeto tener una cierta 'precomprensión' de él. La génesis de la
experiencia actual no está directamente ante nosotros, accesi-
ble por completo, remite a esa precomprensión.

Nuestra precomprensión del arte está condicionada a la vez


por los cánones estéticos cuya formación ha registrado la his-
toria y por la institucionalización latente, por la tradición ele-
gida y por la tradición inconsciente (1989b:243).

Esta distinción pretende hacer comprender que no toda


nuestra reproducción de un pasado implica necesariamente su
apropiación consciente y su adaptación al horizonte de una
nueva experiencia estética. Cuando las obras de arte se con-
vierten en modelos escolares debido al consenso del público
literario, pueden incorporarse inconscientemente como normas
estéticas a una tradición que determinará las expectativas pre-
vias y la actitud estética de posteriores generaciones. De ahí
que Jauss haya llegado a la conclusión de que
en el dominio del arte, la tradición no es ni un proceso autó-
nomo, ni un devenir orgánico, ni la simple 'conservación de
un patrimonio'. Toda tradición implica una selección por la
que los efectos del arte pasado sean reconocibles en la recep-
ción presente (Ibid.).

El carácter parcial de la estética de la recepción que ya


hemos comentado, se manifestaría también en este reconoci-
miento del carácter parcial de la recepción del pasado. Toda
comprensión controlable incluye el reconocimiento de su par-
cialidad, y esto es aplicable tanto a la recepción de las obras
actuales como a las del pasado, e incluso para la obra indivi-
dual: la elección de unas determinadas posibilidades implica la
renuncia a otras. El intérprete, el crítico, ha de admitir que toda
constitución efectiva de sentido, es reductora de la compleji-

76
dad. Este principio vale también para la formación de la tradi-
ción, de tal manera que la formación del canon está regida por
el principio de economía: la trasmisión abrevia, simplifica y
elimina elementos heterogéneos.
Si se acepta este principio, no es posible afirmar, como pre-
tendía Gadamer, que lo que llamamos clásico no necesite de la
superación de la distancia histórica. La obra clásica, como
cualquier otra, no nos dispensa de realizar una interpretación
que ha de salvar la tensión del enfrentamiento entre la obra y
nosotros mismos, y realizar por tanto, esa tarea selectiva y sim-
plificadora que entraña. De esta manera la estética de la recep-
ción se sitúa más cerca de Habermas que de Gadamer: es nece-
sario un análisis crítico del 'consenso básico' de la tradición, ya
que éste puede haber sido establecido por la coacción de una
pseudocomunicación. No significa esto la aceptación de la
cómoda actitud de los que pretenden 'el desenmascaramiento
de la falsa conciencia'. La estética de la recepción desde el
momento que admite su parcialidad, excluye la 'conciencia
verdadera' que se atribuye la crítica ideológica.
La adopción de esta posición ante el problema de la actuali-
zación suponía también distanciarse de otras conocidas teorías.
Jauss declara no estar de acuerdo con la actitud ingenua de los
que intentan poner 'al gusto del día' un viejo asunto, ni con la
propuesta de W. Benjamin del 'salto del tigre al pasado':
La reactualización debe legitimarse por el establecimiento
consciente, reflexivo, de un lazo entre el significado pasado y
el significado actual. Actualizar la recepción supone reelabo-
rar el proceso que tiene lugar entre la obra recibida y la con-
ciencia receptora, trabajo necesariamente selectivo y abrevia-
do, pero que de esta necesidad sacará la virtud de revitalizar
y rejuvenecer el pasado (1989b:245).

77
2.1.4 El horizonte de expectativas

El concepto hermenéutico de fusión de horizontes adquirió


un nuevo sentido cuando fue trasplantado a un contexto de tan
clara orientación metodológica como el que se proponía. Ya
antes de la famosa conferencia de Constanza, J auss había
intentado un análisis del horizonte como instrumento herme-
néutico de la interpretación intraliteraria en un estudio sobre el
Roman de Renard (1987:76). Pero fue a partir de ese momento
cuando adquiere nuevo sentido, incluso otra denominación:
horizonte de expectativa.
Con esta expresión se refiere Jauss a dos sistemas: uno, de
carácter semiótico, que está codificado en la obra misma, y
otro, de carácter 'mundano', que tiene que ver con la praxis
vital que el lector aporta a la obra. Se corresponde, pues, con
las nociones de efecto y recepción, a las que ya nos hemos
referido. El horizonte de expectativas de la obra es fijo, forma
parte de la obra misma. El horizonte del lector es variable,
forma parte del sistema de interpretación del lector histórico.
En el encuentro entre lector y texto se produce en primer lugar
una acto prerreflexivo de recepción de estructuras o 'señales'
en cuyo marco es entendido el significado de un obra. Cuando
un lector entiende una obra, convierte en habla un texto, es
decir -aclara Jauss (1987:77)-, convierte en significado actual
el sentido potencial de la obra. Pero esto sólo es posible si es
capaz de introducir en el marco de referencia del texto su com-
prensión previa del mundo. De ahí que Jauss no tenga inconve-
niente alguno en sustituir la expresión 'horizontes de expectati-
vas' por la de 'antecedentes de la recepción'.
Las discusiones posteriores sobre la propuesta de Jauss han
puesto de manifiesto que, si bien el horizonte del texto, dado
su carácter estable, integrado en su estructura, resulta más
fácilmente definible, no ocurre lo mismo con el horizonte de
expectativas del lector, cuya naturaleza es esencialmente

78
móvil. ¿Cómo podría ser determinado? La respuesta a esta pre-
gunta, situada ya en el terreno del análisis concreto, ha dado
fugar a discusiones que han obligado a su autor a redefinir en
varias ocasiones su concepción.
En su conferencia de Constanza, Jauss aludía a que el hori-
zonte de expectativas del lector, constituía un sistema de refe-
rencia determinado por "la tradición de su género, por la forma
y materia de las obras anteriores más conocidas y por la oposi-
ción entre los lenguajes poético y práctico" (1971:74). Se trata-
ba, pues, de una noción de naturaleza literaria que le servía
para definir su concepción de la 'distancia estética': la diferen-
cia entre las expectativas del receptor y la forma concreta de
una nueva obra que puede iniciar una 'modificación del hori-
zonte'. La 'distancia estética' se convertía entonces en un crite-
rio de valor artístico.
Las críticas que recibió esta propuesta se referían no sólo al
establecimiento del criterio de distancia estética como determi-
nante del valor artístico de una obra -cuestión que nosotros
eludirernos-, sino también a la simplificación de una realidad
de la que se excluía el elemento social -por otra parte reconoci-
do como esencial-, así como al matiz 'conservador' de la fusión
de horizontes, constatados ya en la posición de Gadamer y no
suficientemente desmentidos.
Jauss admitió la existencia de estos equívocos de los que era
en parte responsable. Respecto al carácter de la fusión de hori-
zontes, no tiene inconveniente alguno en reconocer que, si bien
es posible una identificación entre texto y lector o una amplia-
ción de la experiencia de éste, no es menos cierto que puede
producirse también una 'consideración distanciada', 'un recono-
cimiento de lo extraño'. Pero apropiación del texto y negativa a
aceptar su propuesta, son perfectamente compatibles.
Las acusaciones de simplificación del horizonte de expecta-
tivas, se referían a dos aspectos fundamentales. Por una parte a
que se trataba de una noción demasiado homogénea, que no

79
distinguía la pluralidad y diversidad de planos que se dan en el
proceso de recepción'"; por otra, a la ausencia de categorías
sociológicas que hicieran más comprensible el carácter social
del acto de recepción. Jauss está dispuesto a admitir ambas
limitaciones:

No puedo negar que el concepto de 'horizonte de expectati-


vas', tal como lo he introducido, se resiente de haber sido
desarrollado sólo en el campo de la literatura, que el código
de normas estéticas de un público literario determinado,
reconstruido con esos criterios podría y debería abrirse socio-
lógicamente según las expectativas de grupos y de clases,
refiriéndolo así a los intereses y a las necesidades de la situa-
ción histórica y económica que determinan esas expectativas
(1989b:248).

Ahora bien, la simple consideración de los 'intereses y nece-


sidades' como elementos del horizonte de expectativa, no
resolvía una cuestión que se considera esencial desde el punto
de vista de la estética de la recepción: cómo en el horizonte de
expectativas de una práctica vital puede transformarse la expe-
riencia estética en modelo de conducta comunicativa. Jauss
cree que este problema puede plantearse en la forma en que
Gadamer presentaba el de la fusión de horizontes: la fusión de
horizontes presenta tanto una forma sincrónica como diacróni-
ea. Pero en ambos casos se manifiesta el carácter parcial del
horizonte de cualquier experiencia. Como hemos visto en el
apartado anterior, en la reproducción del pasado, los límites de
la perspectiva presente no admiten más que un sentido en la
forma de concreción selectiva y actualizada. De la misma
manera, la experiencia estética sigue siendo un 'enclave de sen-

5.- Así por ejemplo B. Zimmermann, "El lector como productor: en torno a la pro-
blemática del método de la estética de la recepción", publicado originalmente en
LiLi, 4/15,(1974),12-26 Y en castellano en Mayoral (ed.), 1987:39-58. El mismo
Jauss cita (1989b:248, nota 64) a Mandelkow, cuya propuesta de distinción de
expectativas de época,autor, género, está dispuesto a aceptar.

80
tido' rodeado por el horizonte de expectativa de la vida cotidia-
na, tal como la entienden Berger y Luckmann (1968).
La relación de la experiencia estética con la experiencia
práctica, no es básicamente cuestión de una transferencia de
sentido de la experiencia de un horizonte no objetivo (ficticio)
a otro objetivo (real), marco de la realización de las acciones.
Más bien ocurre que el comportamiento del plano estético hace
acceder a la formulación de un horizonte latente de expectati-
vas, formadas por una praxis vital inconsciente o todavía no
consciente, dando así al lector la posibilidad de apropiarse de
un mundo real en el que ya viven otros'".
Así la función comunicativa y social del arte no comienza
cuando el lector aislado se convierte en fuerza histórica al aso-
ciarse con otros individuos, sino que actúa con la asunción
implícita de expectativas y normas y con la intuición de la
experiencia y el papel de otros. Todo esto puede determinar su
comportamiento social e incluso impulsarle a cambiar.
De esta manera Jauss no sólo asumía, como Gadamer, el
carácter de 'aplicación' de la actividad interpretativa, sino que
va más allá con un análisis que pretende aclarar cómo se pro-
duce. De forma concreta, la función de la experiencia estética
en el proceso de comunicación puede articularse en tres
dimensiones: preformación o transmisión de normas, motiva-
ción o creación de normas, transformación o reforma de nor-
mas. Entre los dos extremos que constituyen la ruptura y el
cumplimiento de normas hay un amplio espectro de actuacio-
nes prácticas que pueden denominarse comunicativas o crea-
doras de normas.
En definitiva, la posición de Jauss se sintetiza en la pro-
puesta de un estudio metódico que permita un diálogo sobre la

6.- Jauss nos remite expresamente a la citada obra de Berger y Luckmann, 111.1.
trad. esp. pp. 164 ss.

81
cuestión de si, y cómo, puede el arte recuperar la función
comunicativa -casi ya perdida-o Pretende con ello situarse en
una posición distanciada con respecto a los "profetas de dere-
cha e izquierda" (1989:250).

2.2 RECEPCIÓN Y LECTURA

2.2.1 La lectura como problema: de la recepción al efecto

Aunque planteado en muchas ocasiones como un problema


que afecta a toda obra estética, lo que Jauss y Weinrich preten-
den en un principio es proponer una nueva perspectiva para la
historia de la literatura. Esta nueva perspectiva puede sinteti-
zarse en la expresión utilizada por Jauss como título de uno de
sus escritos: la introducción del lector como instancia de una
nueva historia de la literatura. La lectura se convierte así en
una cuestión fundamentalmente histórica y literaria. Es com-
prensible por tanto que inicialmente proliferaran, como ya
hemos comentado, los trabajos dedicados a la 'historia literaria
del lector', es decir, estudios diacrónicos sobre las diversas lec-
turas de una obra o un autor, producidas en distintos momentos
históricos.
Sin embargo pronto se comprobó que las propuestas de
Jauss y Weinrich, a parte de los problemas teóricos, tenían un
enorme problema práctico. Reconstruir el horizonte de expec-
tativa de una obra en cada momento histórico es ya una tarea
ingente que se convierte en imposible cuando se habla de his-
toria de la literatura. Sólo hay que considerar que el horizonte
de expectativa de cada época está determinado no sólo por los
autores de esa época, sino por todos aquellos que en ese
momento se consideran influyentes o simplemente vigentes.
Consciente de estas dificultades, Jauss propone dos solucio-
nes que pretenden hacer más viable su propuesta inicial. La

82
primera consiste en abordar la recepción de un autor o una
obra a través de distintas épocas?'; la segunda, en limitar los
estudios a los momentos que marcan virajes decisivos de la
historia de la literatura'". Frente al primero de estos enfoques,
que conserva la perspectiva diacrónica, el segundo es decidida-
mente sincrónico, por lo que su integración en la historia de la
literatura debería hacerse a través de la comparación de los
estudios dedicados a épocas diversas. Jauss parece confiar en
que este proceso comparativo permitirá reconstruir todo el pro-
ceso histórico. Pero lo cierto es que esta tarea también encuen-
tra numerosas dificultades. Una de las más notables reside en
que no se poseen documentos que recojan las construcciones
de sentidos realizados en los diversos momentos históricos, o
el que, cuando se poseen, se refieran a lectores privilegiados o
muy determinados (Gumbrecht 1987:166-167). Ante estas difi-
cultades sólo es posible intentar una reconstrucción sin duda
problemática. El hecho mismo de que, a pesar de los intentos
de Jauss, no haya pasado de ser una tarea apenas esbozada,
habla bien a las claras de que las dificultades que se trataban
de superar han seguido existiendo. De ahí que haya terminado
por imponerse la tendencia hacia los estudios más sincrónicos
y sin las mismas pretensiones históricas iniciales.
Estos inconvenientes de carácter práctico apuntan ya hacia
otros de índole teórica, que en parte hemos señalado y que tie-
nen mayor interés para nosotros. Ya hemos visto cómo la con-
cepción dinámica de la constitución de sentido implicaba el
encuentro de dos horizontes de expectativas, el del lector, que

7.- Un ejemplo de esta propuesta, podría considerarse su estudio sobre "La lfigenia
de Goethe y la de Racine", a cuyo Epílogo no hemos referido reiteradamente.
(Traducción española en R. Warning 1989:217-250).
8.- Ejemplo de este enfoque sería "La doucer du foyer. La lírica en 1857 como
ejemplo de transmisión de normas sociales" (Warning, 1989:251-275). Una ver-
sión posterior de este mismo trabajo se encuentra incluida en J auss 1986.

83
incluye el de su momento histórico, y el de la obra, que parece
como ya establecido y fijo. Si esto es así, parece lógico pensar
que la movilidad, el carácter dinámico de la lectura, depende
más de los cambios históricos que de la estructura de la obra.
En otros términos, una teoría de la 'recepción' implica mayores
dificultades que una teoría de los 'efectos', De hecho, ya hemos
aludido a cómo Jauss reconoce que la reconstrucción del hori-
zonte de expectativas del lector implicaba el reconocimiento
de la 'parcialidad' de la estética de la recepción y su apertura
hacia disciplinas como la sociología y la teoría de la comunica-
ción. De esta forma la tarea de reconstrucción del horizonte de
expectativas adquiere una enorme complejidad y el dominio de
instrumentos conceptuales de muy diversa procedencia.
Pero el problema se complica aún más cuando se tiene en
cuenta que el horizonte de expectativas sólo en parte es común
para los diversos lectores de una misma época. La diversidad
de lecturas -suponiendo siempre que la estructura semiótica de
la obra es fija- de los lectores de un mismo momento histórico
sólo es atribuible a la forma diferente en que participan del
horizonte de expectativas común. Este hecho plantea varios
problemas añadidos. En primer lugar, la necesidad que tiene la
ciencia literaria de recurrir a métodos de investigación empíri-
ca que permitan reconstruir, a partir de la experiencia de distin-
tos lectores, lo que puede considerarse común y lo que es pro-
pio de cada uno. Habría que aplicar, pues, procedimientos más
propios de las ciencias sociales que de las humanísticas, o al
menos poco utilizadas hasta el momento por estas. Por otra
parte, el método del sondeo sería aplicable en los momentos
actuales, pero no a los lectores de épocas pasadas, lo que hace
aún más problemática esa historia de la literatura desde la pers-
pectiva del lector.
Por lo demás, queda claro que una perspectiva como esta
atiende más a la recepción que al efecto, en el sentido en que
se ha definido más arriba. Teóricamente se admite la existencia

84
de un horizonte de expectativas interno al texto, pero se tiende
a no problematizarlo, ya que, al ser inferible del propio texto,
se considera más asequible que el horizonte de expectativas
social, que no está tematizado como contexto de un entorno
histórico (Jauss 1986:17). En otros términos, se mantiene que
el sentido del texto es algo que se construye al interpretado y
por tanto pueden darse variaciones de sentido dependiendo de
las distintas situaciones. Ahora bien aunque no se diga expre-
samente -y posiblemente se negaría de plantearse alguna obje-
ción, por lo que hay que considerado más como resultado
práctico que como presupuesto teórico- estas variaciones de
sentido son debidas más al cambio del horizonte histórico que
al horizonte interno del texto. De hecho las variaciones que
podríamos llamar 'personales', existentes entre un lector y otro
dentro de un mismo momento histórico, no son tomadas en
consideración. De alguna manera se da por sentada la existen-
cia de puntos comunes a las diferentes lecturas, lo que hay que
atribuir a la presencia de una estructura fija y en gran medida
determinante del sentido. Bien sea porque esta estructura pare-
ce más fácilmente determinada o determinable, bien sea por
fidelidad -consciente o inconsciente- a la problemática históri-
ca, tan importante tanto como elemento de la tradición de la
que se nutre Jauss, como constitutiva de la disciplina desde la
que se suscita la problemática en sus momentos iniciales, lo
cierto es que la estética de la recepción, tal como había sido
orientada por Jauss, no se había ocupado mucho de este segun-
do aspecto de la constitución del sentido, por lo que necesitaba
ser completada con una teoría centrada en el texto.
Una consideración más atenta de esta problemática la
encontramos en la obra de W. Iser, que si bien comparte con
Jauss los planteamientos hermenéuticos, introduce también
instrumentos conceptuales procedentes de la fenomenología y
la pragmática. Como veremos, Ingarden y Austin serán para
Iser los puntos de referencia a partir de los cuales se pretende

85
completar una teoría de la lectura que, por una parte, al adoptar
una perspectiva sincrónica, elimina algunas de las dificultades
que acabamos de señalar y, por otra, aparece más centrada en
la estructura de la obra.

2.2.2 Apertura del texto: los lugares de indeterminación

El desplazamiento del foco de atención de la recepción al


efecto hizo visible una distinción de singular importancia. En
la perspectiva en que Jauss había abordado el problema habían
aparecido nociones como 'historia literaria del lector' y 'hori-
zonte de expectativas' del texto, de la época o del lector, que
ponían el acento sobre todo en que la lectura es en gran medida
y sobre todo un resultado. Pero se daba por sobrentendido,
como dice el mismo Iser (1987:43), un acto que siempre es
previo al resultado de cualquier actividad particular de inter-
pretación: el proceso mismo de la lectura.
El interés de Iser por el proceso de lectura se manifiesta ya
en otro de los textos considerados programáticos para la estéti-
ca de la recepción. Se trata del discurso pronunciado por este
autor en la misma Universidad de Constanza en 1968 -un año
después del pronunciado por Jauss-, y publicado dos años más
tarde con el título Die Appellstruktur der Texte": En ese escri-
to, junto a la afirmación taxativa de que "un texto se abre a la
vida sólo cuando es leído", aparece inmediatamente la pregun-
ta: ¿qué es un proceso de lectura?
La respuesta a esta pregunta está condicionada por el esta-
blecimiento de un principio básico: la obra literaria posee un
carácter virtual cuya actualización se produce en la convergen-
cia del texto y del lector. Estructura del texto, acción del lector

9.- Hay traducción española, "La estructura apelativa de los textos", en la recopila-
ción de R. Warning, 1989: 133-148. Nuestras citas responden a esta versión.

86
y descripción fenomenológica -lo que significa fundamental-
mente 'no psicológica'- del proceso de convergencia, son las
cuestiones centrales a las que Iser irá enfrentándose. Se trata
de tres cuestiones estrechamente relacionadas entre sí, pero a
las que el autor ha dedicado especialmente tres obras muy
conocidas entre los especialistas cuyos títulos reflejan de algu-
na manera la existencia de esos elementos fundamentales: la
ya citada Die Appellstruktur der Texte, Der impliziter Leser
(1972) y Der Akt des Lesens (1976).
Describir la relación entre texto y lector exigía para Iser en
primer lugar enfrentarse a la naturaleza o status del texto, espe-
cíficamente, del texto literario. Esta delimitación del objeto
resulta especialmente determinante. Cuando Iser habla de
texto, no habla de cualquier texto, habla específicamente del
texto que a él le interesa, que es el literario; de la misma mane-
ra que cuando alude a los efectos del texto, piensa sobre todo
en el efecto estético. Sólo desde esta caracterización es com-
prensible una teoría que, desde una perspectiva más global,
puede parecer parcial.
Lo que caracteriza específicamente a los textos literarios es
que su objeto pertenece al mundo de la ficción, entendida ésta
como 'forma sin realidad'. Sin embargo, la simple oposición
entre las nociones de real y ficticio, tal como se entienden nor-
malmente, no es lo suficientemente precisa para comprender lo
que Iser pretende transmitir. De ahí que para precisar más, y a
modo de resumen, dice:
Por una parte [el texto literario] se diferencia de otros textos
en que no explicita objetos reales determinados, ni los produ-
ce, y se distingue por otra parte de la experiencia real del lec-
tor en que ofrece enfoques y abre perspectivas con las que el
mundo conocido por la experiencia aparece de otra manera.
Así pues, el texto literario no se ajusta completamente ni a
los objetos reales del 'mundo vital' ni a las experiencias del
lector (1989: 136).

87
No hay pues, oposición entre realidad y ficción; como diría
más tarde en el El acto de leer (1987:92), esta falta de oposi-
ción entre realidad y ficción se caracterizaría porque la ficción
nos comunica algo sobre la realidad. De esta manera pretende
situar la noción más en una perspectiva pragmática que semán-
tica, lo que vendría a ser equivalente a lo siguiente: hay que
atender no a lo que significa, sino a lo que efectúa.
Sin embargo, en la primera de las obras citadas, lo que más
interesa a Iser es la falta de ajuste o adecuación entre lo que
ofrece el texto y la experiencia del lector. El texto ofrece
siempre una visión de la experiencia que podría llamarse
esquemática o incompleta. Esta carencia produce una cierta
indeterminación que el lector deberá suplir en el acto de lectu-
ra. La indeterminación se manifiesta de forma especial en
lugares concretos del texto y por tanto puede ser descrita tanto
teórica como prácticamente. En la descripción teórica de estos
'lugares de indeterminación' existentes en el texto de ficción,
Iser recurre a Ingarden?", que ya había abordado el problema,
aunque matizará algunas de las concepciones de este
(1987:264-276).
Lo que Ingarden mantiene es que la obra de arte literaria
está formada por una serie de estratos -verbales, semánticos,
aspectos esquemáticos de los diversos objetos y estrato de los
objetos representados intencionalmente- cuya conexión interna
da lugar a la obra. La obra literaria es una formación esquemá-
tica; es decir, algunos de sus estratos, especialmente el estrato
de las objetividades representadas y el estrato de los aspectos
esquemáticos, contienen lugares de indeterminación. Nos
encontramos con un lugar de indeterminación cuando es impo-

10.- R. Ingarden, Das literarische Kunstwerk, Tübingen, 2a ed., 1960. Algunas de


las ideas fundamentales de esta obra a las que nos referiremos quedan expues-
tas también en "Concreción y reconstrucción", en R. Warning (ed.), 1989:35-
53.

88
sible decir, sobre la base de los enunciados de la obra, si cierto
objeto o situación objetiva posee cierto atributo. Por ejemplo:
cuál es el color de los ojos de un personaje.
Los lugares de indeterminación pueden quedar eliminados
en las concreciones interpretativas que cada uno puede hacer
de la obra de arte, de manera que una determinación mayor o
menor ocupa el lugar antes vacío y, por decido así, lo 'llena'.
Este 'llenado', sin embargo, no está suficientemente determina-
do por los caracteres definitorios del objeto, y así las concre-
ciones pueden ser diferentes.
Pues bien, determinar los principales condicionamientos
formales que producen indeterminación en el texto es uno de
los objetivos fundamentales de Iser. De modo aún más decidi-
do que para Ingarden, la indeterminación se encuentra en pri-
mer lugar en el objeto, que es representado en el texto median-
te una sucesión de perspectivas esquemáticas -en el sentido
que Ingarden da a la expresión-o Estas perspectivas esquemáti-
cas normalmente sólo ponen de relieve un aspecto del objeto,
por lo que deben ir multiplicándose; no obstante nunca logra-
rán determinarlo totalmente.
Las perspectivas esquemáticas mediante las que se desplie-
ga el objeto chocan frecuentemente unas con otras. Se produ-
cen así los cortes en la obra. El más frecuente es la narración
sucesiva de acciones que transcurren simultáneamente. Las
relaciones establecidas entre las diversas perspectivas no son
formuladas expresamente, aunque su conexión es fundamental.
Cuanto mayor es el número de perspectivas esquemáticas,
mayor es el número de lugares de indeterminación.
Los lugares vacíos de un texto no son un defecto; su presen-
cia -como dice Ingarden- es necesaria en toda obra de arte y
constituyen el punto de apoyo de su efectividad. Por lo demás,
el lector de una obra no siempre llena esos espacios vacíos.
Prueba de ello es la experiencia de la segunda lectura: siempre
es posible encontrar relaciones entre las diversas perspectivas

89
que no habían sido establecidas en la primera lectura. Ello se
debe fundamentalmente a la situación del lector, ya que el
texto contiene en su estructura las condiciones de las diferentes
realizaciones interpretativas. En una segunda lectura, sobre
todo si no está demasiado distanciada de la primera, el lector
posee mayor información que puede aprovechar para determi-
nar las conexiones entre las diversas situaciones del texto. Es
el lector, pues, no el texto, quien produce estas innovaciones.
y esto sería imposible si no contuviese el texto esos espacios
vacíos que hacen posible el juego interpretativo y la adapta-
ción variable del mismo texto. Conocer el repertorio de estruc-
turas por las que se produce la indeterminación en el texto y
las técnicas por las que se orientan las reacciones del lector,
son las cuestiones fundamentales que abordará Iser en obras
posteriores.

2.2.3 La existencia de límites: el lector ideal del texto

Si una teoría de la interpretación no tiene como puntos de


referencia fundamentales la 'intención del autor' o el 'significa-
do del texto', y se fija más en lo que la obra tiene de indetenni-
nado y por tanto, en lo que pone el lector, inevitablemente se
ve sometida de antemano, como dice el mismo Iser, al repro-
che de 'subjetivismo incontrolado'. No puede desconocerse que
el texto, en cuanto materialización de una idea estándar o un
estereotipo, incluye una serie de decisiones previas, cuyo
carácter inequívoco no parece estar asegurado de antemano.
De ahí la inevitable intervención del lector. El problema
comienza cuando hay que determinar en qué lector se piensa
cuando se habla de la cooperación entre autor y lector.
La crítica literaria conoce desde hace tiempo una serie de
tipos de lector: construcciones abstractas con una mayor o
menor carga empírica que sirven para la formulación de los

90
objetivos de conocimiento. Tipos prominentes son el 'lector
ideal' y el 'lector de la época'. No obstante, hoy, la invocación
directa de ellos frecuentemente se produce con reservas porque
se considera que el primero está afectado por la sospecha de
ser una construcción y el otro, aunque existe, es difícil que no
sea concebido como construcción necesaria para afirmaciones
generalizadoras. Y sin embargo ¿quién puede negar que exista
realmente el lector de la época o incluso un lector ideal?
En la crítica literaria moderna se ofrecen ya tipos de lector
perfilados en relación a determinados ámbitos de discusión. El
'archilector' de M. Rifaterre, el 'lector informado' de S. Fish y
el 'lector pretendido' de E. Wolff, son los que para Iser merecen
mayor atención. Por lo general estos lectores fueron pensados
como construcciones, pero más o menos claramente están refe-
ridos a un lector real o empírico. De todos ellos es el de Rifate-
rre el que tiene más determinado su perfil por el tipo de objeti-
vo que su autor quería conseguir. El archilector, más que un
lector, es un grupo de informadores que sirve para confirmar la
existencia de un 'hecho estilístico'. Su mayor virtualidad reside
en el hecho de ser un intento de superar la noción de estilo
desde una perspectiva únicamente lingüística.
El 'lector informado' de Fish apunta más a la descripción de
los procesos de reelaboración del texto por parte del lector. Se
trata de un híbrido entre una abstracción y un lector determina-
do. El lector informado debe poseer una serie de competencias
a parte de que debe ser un observador de su propio acto de lec-
tura. Ello es consecuencia, según Iser, tanto del hecho de haber
construido su concepción en el contexto de la gramática gene-
rativa, como de no poder aceptar todas las consecuencias que
se derivan de este modelo gramatical (1987:60). Fish no acepta
la tendencia de algunos gramático s transformacionales a reba-
jar la importancia de la estructura superficial porque es preci-
samente en esta estructura donde es posible encontrar la parti-
cularidad de los textos literarios. Abandona así su modelo en

91
una cuestión fundamental: la transformación no se refiere ya a
los textos sino al lector.
La noción de Wolff apunta a la idea de lector que se ha con-
figurado en la mente del autor. Esta imagen del lector puede
manifestarse en el texto bajo distintas formas: como lector ide-
alizado, como anticipaciones masivas del repertorio de normas
y valores de los lectores contemporáneos, en la individualiza-
ción del público, en los apóstrofes al lector, en atribución de
posiciones, en las intenciones pedagógicas, así como en el
requerimiento de aceptación de lo leído. Por ello, como en la
ficción del lector inscrita en el texto, se muestran tanto inter-
pretaciones de la época por parte del público como también las
pretensiones del autor, que tan pronto son aproximaciones a
estas representaciones como de influjo en ellas. Queda sin
embargo responder a la pregunta de por qué un texto puede ser
comprendido por encima de las distancias históricas. De ahí
que sea necesario distinguir entre la ficción del lector que se
encuentra en el texto -que obedece a una perspectiva- y el rol
de lector que sólo se produce a partir de una conjugación de
perspectivas.
Para Iser el concepto de lector -absolutamente necesario
para una teoría de los textos literarios- se refiere fundamental-
mente a la estructura inscrita en los textos. Su 'lector implícito'
no posee una existencia real:
encarna la totalidad de la preorientación que un texto de fic-
ción ofrece a sus posibles lectores. Consecuentemente, el lec-
tor implícito no está anclado en un substrato empírico, sino
[que] se funda en la estructura del texto mismo (1987:64).

Dado por supuesto que los textos sólo cobran realidad al ser
leídos, el concepto de lector implícito describe una estructura
del texto en el que el receptor está pensado ya de antemano.
De otra manera, se trata de un concepto que pone ante la vista
las estructuras del efecto del texto, mediante las cuales el

92
receptor se sitúa con respecto a él y con el que queda ligado,
debido a los actos de comprensión que el mismo texto promue-
ve (lbid.).
Por razones de tipo metodológico podrían distinguirse dos
aspectos que sin embargo están estrechamente ligados: el rol
del lector se determina como una estructura del texto y como
una estructura del acto. El texto literario es una estructura
dotada de perspectiva que indica la relación de su autor con el
mundo, pero también la determinación de esta relación y la
posibilidad de hacerla presente. De esta manera se le propone
al lector una determinada estructura que le obliga a tomar un
punto de mira. Estas estructuras posibilitan y requieren del lec-
tor que se sitúe en ese punto de vista.
La noción que Iser propone no coincide con ninguna ficción
de lector. No es tampoco un concepto estrictamente semiótico
o textual, sino que, como ocurría en la definición de los luga-
res de indeterminación, está traspasado por la decisiva influen-
cia de la filosofía fenomenológica que tiene su origen en Hus-
serl. Para Iser el rol de lector se manifiesta como estructura del
texto, pero se trata de una estructura que demanda una inten-
cionalidad que sólo llega a cumplirse mediante los actos causa-
dos en el receptor. Ambos aspectos, estructura del texto y cum-
plimiento de la intencionalidad a la que sirve, no pueden ser
separados.
Estructura del texto y estructura del acto se comportan
mutuamente como intención y cumplimiento. En el concepto
de lector implícito se funden ambos. [... ] Como oferta de
roles por parte del texto, el concepto de lector implícito no es
una abstracción de un lector real, sino más bien la condición
de una tensión que produce el lector real cuando acepta el rol
(1987:67).

Iser está de acuerdo con Wayne C. Booth (1978:129) cuan-


do dice que la tensión entre esos elementos resulta en primer
lugar de la diferencia entre mí mismo como lector y el ego, a

93
menudo muy diferente, que paga las facturas o arregla un
grifo. El papel del lector no es algo que se tiene ya en el
momento en que uno coge un libro y lo abre, sino que es algo
que se va construyendo a lo largo de la lectura del texto. En el
proceso de lectura se produce un cambio que consiste en ir
aceptando lo que el autor del texto sugiere hasta que sus creen-
cias y las del lector coinciden. El autor crea así una imagen de
sí mismo y además una imagen del lector que es como su
segundo yo. La lectura más afortunada, dice Booth, es aquella
en la que esos seres creados que son el autor y el lector llegan
a un acuerdo completo.
Hay que cuestionar sin embargo, dice Iser, el que esta coin-
cidencia entre autor y lector llegue a ser perfecta. Por una parte
el lector real posee siempre una serie de experiencias particula-
res que aporta ineludiblemente a la lectura y determinan la
actualización del texto. Por otra, el rol de lector inscrito en el
texto contiene un abanico de realizaciones que en cada caso
concreto de lectura experimenta sólo una determinada actuali-
zación. De ahí que la noción de lector implícito incluya una
función que Iser califica de central: es un concepto que com-
prende el horizonte referencial como una pluralidad de actuali-
zaciones del texto, tanto de carácter histórico como individua-
les que pueden ser analizadas en cada caso particular
(1987:69).
En resumen, dice el mismo Iser:
El concepto de lector implícito es un modelo trascendental,
mediante el que se puede describir la estructura general del
efecto del texto de ficción. Se refiere al rol del lector factible
en el texto, que consta de una estructura del texto y de una
estructura del acto. Si la estructura del texto establece el
punto de visión para el lector, esto quiere decir que secunda
un hecho fundamental de nuestra percepción, en cuanto que
nuestros accesos al mundo sólo y siempre poseen una natura-
leza significada por un carácter perspectivista [...] Pero a la
vez confluye también en la forma de percepción del observa-

94
dor; [...] Tal ángulo de visión sitúa al lector con respecto del
texto, a fin de que sea capaz de constituir el horizonte de sen-
tido adonde le conducen las modalidades de las perspectivas
del texto representadas. Pero puesto que el horizonte de senti-
do no refleja ni un dato del mundo ni uno de las costumbres
de un público pretendido, debe por ello ser representado. [...]
El contenido de estas representaciones queda coloreado del
capital de experiencias de cada lector. [...] El concepto de
lector implícito circunscribe, por tanto, un proceso de trans-
formación, mediante el cual se transfieren las estructuras del
texto, a través de los actos de representación, al capital de
experiencias del lector (1987:69-70).

Así pues, mediante el carácter trascendental que atribuye a


su modelo de lector, Iser pretende superar la contradicción que
se descubría en los conceptos más tradicionales -el lector ideal
y el lector de la época-, así como las deficiencias apuntadas en
las concepciones de Rifaterre, Fish y Wolff. No obstante, en la
existencia de ese doble componente que es la estructura del
texto y la estructura del acto todavía son visibles las huellas de
la abstracción y del empirismo que pueden apreciarse en los
modelos anteriores. Hay que convenir con Iser en que reducir
la noción de lector sólo al primer aspecto sería sin duda con-
vertirIo en algo innecesario: se trataría simplemente de la
. estructura del texto. Hay que complementarIo, pues, con la
necesaria referencia al acto de la interpretación sin caer en la
trampa de formular un concepto de lector empírico. Sin embar-
go, la reducción operada por Iser con respecto a su objeto -los
textos de ficción- lo limita continuamente. Ello le obliga a
plantear una teoría fenomenológica de la representación que
pretende ser específica de los textos literarios. De esta manera
si Iser pretendiera abordar el acto de lectura -a lo que debería
llegar si sacara todas las consecuencias del modelo trascenden-
tal que propone- encontraría más de una dificultad. Por lo
demás, hay dos cuestiones que apenas quedan esbozadas y que
sin embargo hay que desarrollar: la importancia de los conoci-

95
mientos previos que posee el lector o de los que el texto mismo
ofrece, y la figura del autor modelo. La primera cuestión no es
otra que la de la competencia, cuestión a la que Iser apenas
alude y que podía haber respondido depurando las aportacio-
nes de Fish. Con la segunda de las cuestiones ocurre lo mismo:
tampoco ha aprovechado algunas de las oportunidades que le
ofrecían tanto Wolff como Booth. Por último, aquí, como en el
resto del libro, el concepto de estructura es un concepto previo
no problematizado porque se sitúa sólo en el punto de vista del
enunciado y desconoce la enunciación. Con todo, esta carencia
es mucho más evidente cuando aborda la problemática del pro-
ceso de lectura.

2.3 LA CONCEPCIÓN FENOMENOLÓGICA DE LA


LECTURA: EL ACTO DE LEER

2.3.1 Repertorio y estrategias del texto

Si en La estructura apelativa de los textos Iser atribuía la


existencia de lugares de indeterminación, y por tanto, la falta
de ajuste entre texto y lector, a la naturaleza ficticia del texto
literario, en El acto de leer, la indeterminación del objeto es el
punto de partida de una explicación de la lectura en términos
semejantes a los utilizados por Austin al referirse a los actos de
habla.
Un texto de ficción posee, según Iser, los elementos centra-
les del acto de habla que Austin llamó ilocucionario: aquellos
actos en los que al decir hacemos cosas que de alguna manera
transforman la realidad social, como prometer, autorizar, felici-
tar, etc. Al igual que un acto ilocucionario, el texto de ficción
posee una capacidad 'performativa', una fuerza que hace posi-
ble que mediante lo dicho surja lo pretendido. Pero para que
los actos ilocucionarios posean la fuerza que los caracteriza,

96
han de cumplirse una serie de condiciones que afectan tanto a
las circunstancias contextuales como a lo sujetos que intervie-
nen en ellos. Si estas condiciones no se dan el acto ilocuciona-
rio se considera 'desafortunado': no tiene éxito o resulta fallido.
Lo mismo ocurre, según Iser en los textos de ficción; también
ellos han de someterse a una serie de convenciones y procedi-
mientos para lograr su objetivo. No obstante hay que apuntar
que en este aspecto hay algunas diferencias entre los actos de
habla y los textos de ficción. En el texto de ficción existen
también convenciones; sólo que se establecen y regulan de otra
manera: más que existir de forma previa, es el mismo texto
quien las codifica. Pero por lo demás, posee también procedi-
mientos semejantes a los de los actos ilocucionarios que, a
modo de estrategias, establecen las condiciones de constitución
que guían la forma de acceso y posibilitan a los receptores la
realización de la acción performativa.
Existe además otra diferencia muy notable entre ellos: al
texto de ficción le falta la referencia a la situación concreta de
su realización que posee todo acto de habla. Sin embargo, esta
carencia no implica el fracaso del texto de ficción. Los textos
de ficción son realizaciones 'simbólicas' en el sentido de Cassi-
rer, es decir, poseen una función representadora, no de lo dado
-puesto que la ficción no viene dada como percepción- sino de
ellas mismas. En otros términos, la misma estructura lingüísti-
ca muestra cómo hay que producir lo que ella pretende, por lo
que aporta consigo todas las indicaciones que permiten al
receptor de la expresión la creación del contexto situacional
que poseen los actos de habla.
De forma breve podría decirse que la diferencia fundamen-
tal entre los actos de habla y los textos de ficción estriba en
que lo que en el uso corriente de los actos de habla debe darse
de antemano, en el habla de ficción, hay que construido. En
otros términos:

97
los textos de ficción deben llevar consigo todos aquellos ele-
mentos que permitan la constitución de una situación entre
texto y lector (1987:116).

Para diferenciar termino lógicamente esta especificidad de


los textos de ficción Iser propone que las 'convenciones' nece-
sarias para la constitución de una situación sean llamadas
repertorio, los 'procedimientos aceptados', estrategias, y la
necesaria intervención del lector en su constitución, realiza-
cián'": Siguiendo, pues, con el paralelismo, Iser se ha pertre-
chado de los elementos necesarios para un descripción -más

11.- Para comprender mejor el paralelismo que Iser pretende establecer entre su
concepción y la de Austin, quizá convenga recordar la forma en que éste enfoca
el problema. Aunque estas nociones son utilizadas frecuentemente a lo largo de
su obra, es sobre todo en la conferencia 11de Cómo hacer cosas con palabras
(trad. esp. p. 53 ss.), al enfrentarse al problema del desacierto o infortunio de
las expresiones realizativas, cuando estas distinciones aparecen de forma más
nítida. Austin entiende por actos convencionales aquellos actos que poseen el
carácter general de ser 'rituales o ceremoniales', entendiendo estas expresiones
en sentido muy amplio. En ellos cabría incluir actos tan diferentes como bauti-
zar un barco, apostar, o hacer una promesa. Para que tales actos puedan ser
considerados performativos, es decir, para que puedan ser considerados efecti-
vamente como bautizo, apuesta, promesa, etc., tienen que darse unas determi-
nadas circunstancias que Austin enumera sin pretensiones de exhaustividad.
Dos de estas condiciones son fundamentales: 1) el que existan unos procedi-
mientos convencionales aceptados, y 2) que las personas y circunstancias parti-
culares sean las apropiadas. Por ejemplo, para apostar en una carrera de caba-
llos, es necesario dirigirse a un lugar determinado, a personas reconocidas
como capacitadas para admitir apuestas, realizar algún tipo de acto verbal o uti-
lizar otro procedimiento que manifieste de forma inequívoca la intención de
apostar, que la carrera no haya terminado, etc. Pueden distinguirse así las diver-
sos elementos que Iser quiere destacar: un acto convencional (el de apostar),
unos procedimientos aceptados (palabras que se pronuncian u otros medios de
expresión no verbales), sujetos que poseen determinados requisitos también
establecidos. El paralelismo que pretende Iser, parece claro en cuanto a las
actos convencionales y a los procedimientos aceptados, pero quizás no lo sea
tanto en cuanto a la realización propiamente dicha, mucho más exigente para
los actos de habla ilocucionarios que para la realización de la lectura. Sin
embargo, no es esta una cuestión que influya negativamente en la consecución
de los objetivos que Iser pretende.

98
próxima, a pesar de todo, a la fenomenología que a la pragmá-
tica- del acto de lectura. Ahora bien, un examen más atento de
la propuesta de Iser nos obliga a no considerar como ecuación,
lo que quizá no sea más que un cierto paralelismo. De ahí que
sea necesario precisar más qué es lo que verdaderamente pre-
tende Iser al utilizar tales términos.
Iser define el repertorio como
el material selectivo por cuyo medio el texto queda referido a
los sistemas de su entorno, que en principio son aquellos del
mundo de la vida social y de la literatura precedente
(1987:143).

El repertorio, al igual que los actos convencionales de los


actos de habla, encapsula una serie de conocimientos previos
referidos a las normas sociales e históricas, al contexto socio-
cultural; en último término, a lo que los estructuralistas de la
Escuela de Praga denominan 'la realidad extrae stétic a'. Repre-
senta, pues, el horizonte del texto, un contexto de referencia a
partir del cual es posible establecer el sistema de equivalencias
entre el texto y lo que ha llamado 'sistemas de su entorno'.
Pero, esta representación que constituye el repertorio, es
virtual; para su actualización es necesaria una organización
que se realiza por medio de las estrategias del texto. Por decir-
lo como lo haría Austin, la promesa es algo que puede hacerse
mediante un acto de habla, pero para hacerlo efectivo, es decir
para hacer realmente una promesa, pueden elegirse distintos
procedimientos estratégicos, con tal que se cumplan las condi-
ciones esenciales que la caracterizan y que la distinguen por
ejemplo, del cumplimiento de algo que debe hacerse por obli-
gación. De igual manera puede obrar el autor. Así, cuando rea-
liza la elección de un tópico o tema, selecciona sólo virtual-
mente el tipo de convenciones que el lector ha de poner en

99
juego. Para hacer real y efectivo lo que en el tópico sólo estaba
en embrión, el autor puede elegir diversos procedimientos
estratégicos'!" que tiene que ir explicitando a lo largo del texto.
Un examen más detenido revela que las funciones de la
estrategia son fundamentalmente dos: indicar las relaciones de
los elementos del repertorio y fundar las relaciones entre el
contexto organizado por el repertorio y el lector, para que este
pueda realizar las equivalencias entre el horizonte del texto y
su propio horizonte. Consecuentemente
las estrategias organizan la previsión del tema del texto, así
como sus condiciones de comunicación (1987:143)

No obstante hay que tener en cuenta que, como hemos


dicho más arriba, las estrategias del texto nunca pueden orga-
nizar totalmente ni el contexto de referencias del repertorio ni
las condiciones de la recepción. Por este medio sólo se le ofre-
cen al lector determinadas posibilidades de combinación y ten-
drá que ser él quien de forma concreta supla aquello que la
estrategia sólo esboza.
Las estrategias se pueden configurar mediante técnicas muy
diferentes que dependen no sólo del género sino también del
autor. Dada la múltiple variedad de sus manifestaciones, Iser
propone centrar el estudio en las estructuras que subyacen a las
diferentes manifestaciones estratégicas. El descubrimiento de
tales estructuras está determinado por un lado, por tratarse de
algo semejante a los procedimientos aceptados que garantizan

12.- Por utilizar un ejemplo al que más adelante aludiremos al hablar de lo 'cuadros
situacionales' tal como los entiende U. Eco (ver apartado 4.3.1), la elección de
un tema como 'duelo en el oeste' selecciona ya un marco de convenciones con
arreglo al cual se irá realizando su desarrollo. Esta primera selección ha de con-
cretarse con una serie de estrategias mediante las cuales el autor hace efectiva
en su historia el sentido que el duelo adquiere: si, por ejemplo, es el comienzo
de una historia que vendrá después o, por el contrario, si representa el triunfo
final del héroe sobre el antihéroe.

100
el cumplimiento de los actos de habla; pero al mismo tiempo,
por el carácter propio de los textos de ficción: descubrir lo
inesperado en lo conocido. Para describir cómo se logra esta
percepción o, lo que vendría a ser lo mismo, cómo operan las
estrategias del texto de ficción, recurre Iser, además de a algu-
nas aportaciones de la teoría de la desviación, a la teoría de la
percepción de la obra de arte pictórica defendida por Gom-
brich, para enlazar después, a través de las nociones de primer
plano y transfondo, con las nociones de tema y horizonte ela-
boradas por A. Schütz.
Entendida en su forma estructuralista, la teoría de la desvia-
ción se refiere fundamentalmente a que lo que constituye la
poeticidad del lenguaje es la violación de la norma tal como se
manifiesta en sus formas más estándares o habituales. Se
podría decir -quizás exagerando- que cuanto más se aleja de
las normas habituales, más poético es un lenguaje. Iser rechaza
esta concepción que si bien ha dado lugar a una tipificación y
clasificación de los desvíos -que se convierte frecuentemente
en una clasificación de los tropos o figuras retóricas- que cabe
calificar de útil, resulta incapaz de explicar su función pragmá-
tica y textual. Por eso le parece mucho más satisfactorio enten-
derla como algo referido a las aptitudes y hábitos del lector. La
desviación es entonces algo que afecta a lo que él llama las
'normas de expectativas' del público'?': los hábitos sociocultu-
rales adquiridos por un público determinado al que el texto
entiende como destinatario más o menos explicitado en el
mismo texto (1987:149). La transgresión de estas normas de
expectativa provoca una tensión en el lector que moviliza su
atención y cumplen una función semejante a la que Austin des-

13.- Hay que aclarar que Iser distingue entre las 'normas de expectativas' en cuanto
repertorio del texto, y las 'normas de expectativas' que se refieren al público
(1987:148-149). Por motivos de claridad obviamos las primeras para referimos
sólo a estas últimas.

101
cribe como securing uptake (el asegurar la aprehensión) que
tiene lugar en el acto ilocucionariov".
De Gornbrich?" toma Iser las nociones de esquema y
corrección como elementos que permiten explicar la percep-
ción de la obra artística. El esquema es una especie de estruc-
tura, 'andamiaje básico' o filtro, que permite agrupar los datos
de la percepción'<. El esquema no sólo representa la necesidad
que tenemos de reducir la infinita variedad del mundo cam-
biante, sino que actúa como categoría trascendental, previa,
que hace representable el mundo bajo determinadas concepcio-

14.- Austin dice expresamente: "En especial distinguimos tres sentidos en los cuales
aun en los actos ilocucionarios pueden presentarse efectos. A saber, asegurar la
aprehensión de ellos, tener efecto y reclamar respuestas" (1982: 166).
15.- Iser se refiere fundamentalmente a la posición que Gombrich mantiene en Art
and Illusion. A study in the Psychology 01 Pictorial Representation (trad. espa-
ñola, Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica,
Barcelona, Gustavo Gili, 1979). Las tesis de Gombrich se basan fundamental-
mente en las teorías de la percepción de la Gestalt, aunque complementadas por
la teoría del conocimiento de K. Popper. De la primera toma lo que podríamos
llamar su carácter estructural y en este contexto se sitúan las nociones de
'esquema' y 'corrección' a las que se refiere especialmente Iser en el tema que
comentamos. Pero este aspecto no puede ser separado del legado popperiano,
que se refiere más bien al carácter conjetural e hipotético del proceso de cono-
cimiento. "Lo que más me ha aprovechado, dice Gombrich, ha sido la insisten-
cia de Popper sobre el papel de la anticipación y de las pruebas corroboratorias.
En psicología tal enfoque orienta la teoría de Brunner y Postman, que 'todos los
procesos cognitivos, ya tomen la forma de percepción, de pensamiento o de
recuerdo, representan 'hipótesis' que el organismo sienta [...]. Las hipótesis exi-
gen 'respuesta' en forma de alguna experiencia ulterior, respuestas que las con-
firmarán o desmentirán" (1979:38). El mismo Iser recogerá, como veremos
más adelante, esta idea al abordar la descripción del proceso de lectura. Pero
quizá no resulte inútil tener ya presente este aspecto de la cuestión.
16.- El parentesco del 'esquema' del que Gombrich nos habla con los esquemas kan-
tianos es evidente. Sin embargo, parece identificar esquema y categoría, mien-
tras que para Kant los esquemas actúan como elementos mediadores entre los
fenómenos particulares de la percepción y las categorías del entendimiento. En
cualquier caso y sin entrar en una descripción compleja' de la problemática que
subyace, parece claro que en ambos casos se trata de un solución para hacer
comprensible el modo en que la multiplicidad de los fenómenos empíricos pue-
den ser subsumidos bajo unas categorías de carácter universal.

102
nes. Pero como el mundo sólo puede ser contemplado en rela-
ción a este esquema previo, las particularidades perceptibles
que no son cubiertas por él sólo son representables mediante
una corrección: los esquemas deben ser corregidos para que a
través de ese cambio pueda resaltarse la particularidad de una
experiencia. En otros términos: el esquema posee una referen-
cia que es superada mediante la corrección.
Este par conceptual de esquema y corrección, una vez adap-
tado a la naturaleza propia del texto de ficción, puede servir
para explicar la función de la estrategia del texto. En este caso
los esquemas son elementos estructurantes que aporta el
mismo texto. Pero además, en los textos de ficción la correc-
ción no puede orientarse hacia los datos de la percepción de un
mundo de objetos dado, sino a la reestructuración de los 'pun-
tos significantes' de los esquemas que el texto lleva consigo.
De esta manera las estrategias del texto dibujan aquellas vías
por las que es conducida la actividad de la representación y así
pueda ser creado el objeto estético en las conciencias de sus
receptores (1987:153). En la consecución de este objetivo, los
esquemas funcionan como un primer código del texto, que
suministran al lector las indicaciones necesarias para la cons-
trucción de un segundo código que es el objeto estético.
Las estrategias permiten configurar los objetivos del texto y
sus orientaciones mediante un proceso selectivo que, salvando
las especificidades propias de los textos de ficción, funciona
según las leyes que la psicología de la Gestalt estableció para
la percepción de la figura y el fondo. (17) De esta manera la orga-

17- Como es sabido estas leyes son principios que permiten explicar por qué deter-
minados estímulos se perciben como figura, mientras que otros se perciben
como fondo. Estos principios se refieren al tamaño (lo más pequeño se percibe
como figura), a la simplicidad (la estructuración figura-fondo se hace atendien-
do a un principio de sencillez o economía), a lo envolvente (fondo) y a lo
envuelto (figura), y a reversibilidad (cuando los caracteres de lo que hay que
percibir como figura o como. fondo no están definidos, la estructura figura-
fondo es reversible).

103
nización intratextual funciona como un sistema perspectivista
que puede ser descrito con las nociones de tema y horizonte
según fueron concebidas por A. Schütz (1971).(18)
Las perspectivas del texto brotan de puntos de vista diferen-
tes (narrador, personajes, acción y ficción del mismo lector)
que han de ser ordenadas. De ello se ocupa la estructura del
tema y horizonte. El horizonte en que se sitúa el lector -que es
concebido, a la manera de Gadamer, como el círculo de visión
que abarca y cierra todo lo que es perceptible desde un punto-
no es arbitrario: se constituye con los segmentos que han ido
siendo tematizados a lo largo de la lectura. Dentro de este cír-
culo es comprendido aquello que contempla y se convierte en
tema para él. Así por ejemplo, una determinada acción del
héroe que se convierte en tema y foco de la atención del lector
en un momento determinado, está condicionada por un 'seg-
mento de perspectiva' del narrador, de los otros personajes, de
la acción del héroe o de la ficción del lector.
La estructura de tema y horizonte constituye para Iser la
regla central de combinación de las perspectivas expositivas,
por cuyo medio se puede captar la intención comunicativa del
texto de ficción. La ordenación de las perspectivas presenta
cuatro modalidades diferentes que Iser denomina contrafáctica,
de oposición, ordenación graduada y ordenación seriada de
perspectivas, y de las cuales ofrece alguno ejemplos. Así la
literatura edificante, didáctica y propagandista suele utilizar la
modalidad contrafáctica. La oposición aparece cuando se ofre-
cen perspectivas muy diferenciadas e incluso contrarias de la
misma realidad; como hace Smollett en Humphry Clinker. En
la ordenación graduada y seriada desaparece este tipo de orde-
nación orientada frecuentemente por la contraposición entre
héroe y personajes secundarios. Cuando, como en el caso de

18.- No obstante Iser aclara que este autor utiliza las nociones de tema y horizonte
en un contexto diferente y en un sentido en parte distinto al utilizado por él.

104
Tackeray, no existe propiamente un héroe de la novela sino una
multitud de personajes, la orientación de oposición es sustitui-
da por un abanico de posibilidades que sólo el hábito del lector
puede organizar. Esta falta de ordenación jerárquica se hace
total en casos como el de Joyce. La narración es utilizada de
forma segmentada variando la perspectiva en cada frase, de tal
manera que en cada una de ellas hay que buscar la correspon-
diente perspectiva.
En resumen, las estrategias del texto vienen a ser 'procedi-
mientos aceptados' mediante los cuales se capta la atención del
lector, facilitando su aprehensión del texto; se hace posible su
comprensión a pesar de la indeterminación y parcialidad que
caracteriza la presentación de los objetos que representa, y en
definitiva, se facilita al lector una perspectiva a través de las
perspectivas que los sujetos inscritos en el texto poseen.

2.3.2 Estructura del acto de leer

Repertorio y estrategias solamente disponen al texto para


que pueda ser percibido, pero necesitan de la actualización que
ha de llevar a cabo el lector. De ahí que estructura del texto y
estructura del acto de leer constituyan los complementos de la
situación de comunicación que, descrita en término fenomeno-
lógicos, se realiza en la medida en que el texto aparece en el
lector como correlato de su conciencia. Esta transferencia del
texto al lector no puede ser entendida sólo como algo que rea-
liza el texto, sino como algo que sólo puede lograrse si se
reclaman por parte de la conciencia aptitudes de captación y
reelaboración.
Pero una descripción fenomenológica de la lectura no puede
olvidar que un texto no es un objeto de la percepción. Un
texto, al igual que un objeto, tiene que ser comprendido; pero
un objeto se presenta como un todo, mientras que el texto no

105
es algo que pueda considerarse constituido: sólo puede 'abrirse'
como objeto al final de la lectura. En el proceso de percepción,
el objeto se encuentra frente a nosotros; en el caso del texto,
nosotros nos encontramos inmersos en él. Este hecho se com-
plica aún más en los textos de ficción, que no se agotan en la
denotación de los objetos dados empíricamente y obligan a su
receptor a constituir un objeto todavía no constituido.
De ahí que el proceso de lectura sea diferente al proceso de
percepción. Frente al sujeto perceptor que se enfrenta en un
instante al objeto de su percepción, el lector, en su tarea consti-
tutiva, es 'un punto de vista móvil' que se desplaza incesante-
mente en el texto. Por ello, el carácter de objetividad del texto
comienza a construirse como un correlato de la conciencia por
medio de una secuencia de síntesis. Esta secuencia puede des-
cribirse como un proceso en el que, en cada fase -que Iser
parece hacer coincidir con la interpretación de las distintas fra-
ses del texto- se establece un determinado horizonte que al
tiempo que da sentido a lo que el texto ofrece como presente,
se proyecta también hacia el porvenir, anticipando una repre-
sentación que en cuanto no puede ser confirmada, permanece
vacía. Puede decirse pues, que cada correlato de la frase consta
de una forma de visión saturada -el sentido que el horizonte
constituido ofrece- y otra vacía -la que anticipa- (1987: 181).
Se trata de un proceso en el que la memoria juega un impor-
tante papel: lo recordado se va transformando gracias a las
perspectivas que introducen los nuevos horizontes que van
apareciendo. La lectura se convierte así en una actividad sinté-
tica que posee un carácter hermenéutico.
Cada instante de la lectura es una dialéctica de protención y
retención, a la vez que se transmite un horizonte de futuro
todavía vacío, pero que debe ser colmado con un horizonte de
pasado, saturado, pero continuamente palideciente, y esto de
manera que a través del peregrinante punto de visión del lec-
tor se abran permanentemente ambos horizontes interiores
del texto, a fin de que se puedan fundir entre sí (1987:182).

106
Este movimiento dialéctico que se despliega en los horizon-
tes internos del recuerdo y la expectativa puede hacerse exten-
sivo a cualquier acto interpretativo. Es más, Iser cree encontrar
de nuevo en Gombrich observaciones que hacen más compren-
sible el proceso.

Tanto en la lectura de las imágenes como en la audición del


habla, es siempre difícil distinguir lo que se nos da de lo que
nosotros aportamos en el proceso de proyección puesto en
marcha por el reconocimiento ... Es la conjetura del observa-
dor la que somete la mezcolanza de colores y formas a la
prueba de una significación coherente y la hace cristalizar en
una forma cuando una interpretación consistente ha sido
hallada (Gombrich, 1979:214).

Pero lo que interesa a Iser de la teoría de Gombrich es tanto


el carácter conjetural de la interpretación como lo que puede
aportar para explicar la constitución de la 'consistencia' en el
proceso de lectura, que cree es semejante a la constitución de
la figura'!". La figura, en cuanto interpretación consistente, se
muestra como un producto que resulta de la interacción entre
el texto y la actividad sintética y selectiva del lector; y por
tanto, no se puede reducir exclusivamente ni a los signos del
texto ni a las aptitudes del lector. De igual manera, la lectura

19.- De nuevo habría que tener en cuenta, aunque Iser no se refiera pormenorizada-
mente a ello, lo que defiende la teoría de la Gestalt con respecto a cómo se per-
cibe la figura. La percepción de la figura está sometida a un proceso de estruc-
turación que obedece a una serie de leyes entre las que pueden destacarse: la de
la proximidad (los estímulos próximos tienden a ser integrados en una misma
figura), la de semejanza (tienden a integrarse estímulos semejantes), la de con-
tinuidad (los estímulos continuos tienden a integrase en una figura), la de clau-
sura (tendencia a cerrar o completar las figuras), la de pregnancia o buena
forma (la constitución de la figura está regulada por el principio de economía),
la de contraste (el mayor o menor tamaño del objeto percibido está en función
del tamaño de los que le acompañan) y la de la constancia (el tamaño de la ima-
gen formada en la retina no influye decisivamente en el tamaño con el que es
percibido el objeto).

107
del texto no discurre como la identificación continuada de los
signos particulares del lenguaje (letras, sílabas o palabras);
sólo las agrupaciones de figuras posibilitan una posible com-
prensión. Es decir, la constitución de la consistencia es funda-
mento absolutamente imprescindible para los actos de la com-
prensión, y ésta se lleva a cabo mediante la actividad agrupa-
dora del lector, por cuyo medio se identifican las relaciones de
signos del texto.

2.3.3 La constitución del sujeto lector

La descripción fenomenológica de la lectura como una


situación de comunicación en el que resultan determinantes
dos elementos, la estructura del texto y la estructura del acto,
desemboca de forma natural, como el mismo Iser reconoce
(1987:250), en el problema del sujeto lector y su identidad. Es
más, se trata de un proceso en el que tanto la constitución del
objeto como la del sujeto son dos operaciones mutuamente
reforzadas.
El proceso de constitución del objeto ha sido el eje funda-
mental de la obra que comentamos. Todo lo dicho con anterio-
ridad pone de manifiesto, para Iser, algo que ya viera Husserl
con claridad: los objetos culturales tiene una objetividad "para
'sujetos' y entre 'sujetos"', de tal manera que puede decirse que
esta relación al sujeto forma parte de su contenido esencial. La
constitución del sentido del texto pide la participación del lec-
tor que debe realizar la estructura que se le da con prioridad, a
fin de manifestar el sentido. Ahora bien, tampoco debe olvi-
darse que el lector siempre se sitúa 'a este lado del texto' y que
el texto debe influir en esta posición para introducir el punto
de vista del lector. Ocurre entonces que la constitución del sen-
tido no es una exigencia unilateral del texto al lector; más bien
adquiere su sentido sólo porque en este proceso al lector

108
mismo le acontece algo. Si los textos, en cuanto objetos cultu-
rales, necesitan al lector no es en razón de sí mismos, sino para
poder repercutir en el sujeto. Los aspectos del texto no sólo
implican un horizonte de sentido, sino también el punto de
visión del lector que debe ser asumido por el lector real para
que el horizonte de sentido desarrollado en el texto pueda
repercutir en el sujeto.
El punto de vista del lector debe ser establecido conjunta-
mente con el texto, pero en el proceso de interpretación
mismo. Esto quiere decir que el punto de visión del lector no
puede ser configurado totalmente mediante un cálculo antici-
pado. Así, por ejemplo, si el punto de visión del lector pudiera
ser configurado por la visiones de un determinado público his-
tórico, entonces sólo podría hacerse vivo otra vez mediante la
reconstrucción histórica de las orientaciones que dominaban en
este público.
En determinados momentos históricos se ha planteado
como problema la necesidad de precisar el punto de vista del
lector en la misma obra. Una manifestación de esta preocupa-
ción es la introducción de un lector de ficción en el texto
mismo. Por ese medio se trataba de atribuir al lector una posi-
ción que, por lo general, reproduce determinadas aptitudes del
público de la época. De ahí que esta ficción del lector se refie-
ra menos al lector pretendido que a aquellas disposiciones en
el público supuesto de la lectura al que hay que influir. Se
puede afirmar, pues, que la ficción del lector es sólo una estra-
tegia de presentación con el fin de orientar el espacio perspec-
tivista del lector, y por tanto, no un modo de constituirlo.
Para captar la estructura subyacente al punto de visión del
lector Iser cree interesantes las aportaciones de G. Poulet
(1969). Desde una perspectiva fenomenológica, este autor
subraya que en la lectura desaparece la escisión entre sujeto y
objeto que se produce en el conocimiento. La lectura aparece
entonces como una categoría especial del acceso a la experien-

109
cia ajena. En el sujeto lector aparece la presencia potencial del
autor, un sujeto extraño que, introducido en la conciencia del
lector, piensa con ideas que le son ajenas. En otros términos: el
lector ofrece su conciencia a las ideas del autor. La conciencia
se constituye entonces en el punto de convergencia en el que
coinciden autor y lector. Todo ello lleva a Poulet a concebir la
obra, en cuanto que resulta 'animada' por el acto de lectura,
como una especie de ser humano, una mente consciente de sí
que se constituye en el lector como un sujeto de sus propios
objetos.
En la posición de Poulet encuentra Iser elementos aprove-
chables, aunque esta última conclusión le parezca poco ade-
cuada. Desde su punto de vista, al tiempo que elimina la esci-
sión sujeto-objeto constitutiva de la percepción y el conoci-
miento, la lectura produce una 'ocupación' del lector mediante
las ideas del autor, que se convierte en condición de una nueva
'demarcación de límites'. Lo que tenemos entonces son dos
planos cuya relación mutua, aunque cambiante, nunca se
rompe totalmente. Se produce así lo que Iser llama, utilizando
una terminología musical, una 'estructura de contrapunto' o
'contrapunteada' de nuestra persona: nuestras 'orientaciones' no
desaparecen totalmente cuando pensamos ideas de otro. Somos
capaces de convertir en tema las ideas de otro, porque estas se
ven continuamente referidas a las orientaciones de nuestra per-
sona que se hallan virtualmente presentes.
Pero además, esta estructura sufre otro corte: la relación que
se organiza entre los temas del texto y nuestro horizonte de
experiencia gana una expresión diferente. El tema particular no
apela a todas nuestras orientaciones y aptitudes sino sólo a sec-
ciones determinadas. Se produce a sí una demarcación que el
sujeto hace de sí mismo: mientras piensa ideas ajenas, el sujeto
debe hacerse presente al texto y así dejar tras sí lo que le deter-
mina. Este hacerse presente significa para Iser, desmarcarse del
tiempo: el pasado queda sin influencia y el futuro permanece

110
irrepresentable; en consecuencia, el presente adquiere el senti-
do de un acontecimiento para quien se halla en él. Gracias a
ello, el lector sufre una transformación. No puede afirmarse
que uno se convierta en otra persona, como en algún momento
se pretendió, pero como decía Henry James, puede tenerse la
experiencia admirable de llevar temporalmente una vida distin-
ta.
Así pues, la lectura no sólo exige que el sujeto se haga pre-
sente en el texto, provoca además una tensión que se plasma en
el sujeto.
La constitución del sentido realizada en la lectura implica,
por tanto, no sólo que mostramos el horizonte de sentido que
está implícito en los aspectos del texto; además implica que
en esta formulación de lo no formulado, siempre se encuentra
a la vez la posibilidad de formulamos, y descubrir así lo que
hasta ahora parecía substraerse a nuestra conciencia. En este
sentido la literatura ofrece la posibilidad de formularnos a
nosotros mismos por medio de la formulación de lo no for-
mulado (1987:250).

De esta manera pretende Iser enlazar la descripción fenome-


nológica de la lectura con la moderna temática de la concep-
ción del sujeto.
Por lo demás, como ya hemos dicho, la interpretación de la
lectura llevada a cabo por la estética de la recepción en general
y por Iser en particular, tiende a concebida como una situación
de comunicación. Ahora bien, esta situación tiene sus caracte-
rísticas propias que hay que determinar. Respecto a otros tipos
de comunicación, lo que caracteriza la relación texto-lector en
la falta de situación cara a cara. En esta relación se produce
una asimetría que aparece con claridad en la precariedad con
que se comparte una misma situación y en los escasos presu-
puestos para un común marco referencial.
El equilibrio de la comunicación sólo se recupera mediante
la supresión de esa carencia que la caracteriza: el vacío consti-

111
tuyente ha de ser ocupado por las proyecciones que debe reali-
zar el lector. Se entra así en una situación cambiante en la que
el texto puede ofrecer resistencia a la interpretación del lector
si este no logra por las razones que sea ocupar ese vacío. Ante
esta resistencia el lector debe corregir sus proyecciones en fun-
ción de lo que determine el texto. Si lo consigue puede llegar a
suprimirse la asimetría inicial entre texto y lector.
La asimetría tiene también sus aspectos positivos: en los
factores de indeterminación se encuentran múltiples posibilida-
des comunicativas. Lo que el texto calla, sus espacios vacíos,
estimulan al lector para una ocupación proyectiva, induciéndo-
le a representarse lo no dicho como lo pretendido. Si lo logra,
se sitúa lo dicho ante un transfondo que lo hace aparecer
incomparablemente más significativo. Por ello los espacios
vacíos describen más bien la capacidad de ocupar un espacio
determinado del sistema del texto por medio de las representa-
ciones del lector que una carencia de determinación del objeto
intencional o de las perspectivas esquematizadas.
Por lo demás, estos espacios vacíos se organizan en una
estructura funcional que debe ser entendida como un tipo ideal,
por cuyo medio es posible describir la participación del lector
en el texto. Esta participación hay que entenderla en el sentido
de que el lector tiene que partir menos de las posiciones mani-
fiestas del texto que de las acciones que se pueden ejercer
sobre aquellas.
Los modelos de interacción entre texto y lector ha variado
según los momentos históricos. Así en la prosa del siglo XVIII
se relativizan las perspectivas de los personajes, mientras que
en la del XIX, lo que se relativiza es la perspectiva del narra-
dor. Igualmente en la novela moderna puede encontrarse otro
tipo de variación que afecta sobre todo a la ascensión de las
aportaciones de los espacios vacíos, no tanto en número, sino
en el modo de articularse. El paradigma de estos cambios es el
Ulysses de Joyce. En ella el lector es desorientado eliminando

112
un centro foca1y, consecuentemente, dispersando los puntos de
visión. Procedimientos como este exigen una mayor familiari-
dad del lector con los textos si desea poder llegar a interpretar-
los. Los textos, especialmente los textos modernos, siempre
juegan, como dice Sartre, en el nivel de las capacidades del

lector,

113
CAPITULO 3
LA ORIENTACIÓN SEMIÓTICA

ablarde semiótica en general, no deja de ser una sim-

H plificación que, como sucede en otros muchos casos,


puede dar lugar a numerosos y graves malentendidos.
Vista desde dentro, la semiótica no es un ámbito coherente o
un territorio homogéneo que pueda ser transitado sin grandes
sobresaltos. Ocurre más bien lo contrario: disensiones de
diversa índole prevalecen muchas veces sobre la coincidencia
o el acuerdo. Las razones de esta heterogeneidad son numero-
sas, pero a modo de ejemplo basten las siguientes. En primer
lugar no se puede obviar el hecho de la existencia de semióti-
cas que difieren en su grado de generalidad. Tendríamos que
distinguir como hace Eco (1990:9s.) al menos una semiótica
general, que habría que entender como una teoría filosófica de
toda semiosis posible, unas semióticas específicas, entendidas
como teorías de sistemas de signos particulares, y unas semió-
ticas aplicadas que se refieren a las prácticas concretas de des-
cripción e interpretación de textos. Están además las conse-
cuencias derivadas de la evolución histórica de la disciplina,
que ha dado lugar a un desplazamiento de los problemas y de
las formas de abordarlo. Y, por último, no resultamenos deter-
minante la existencia entre los semiólogos de comunidades tri-

117
bales que se adscriben a tradiciones muy diferentes que no
resultan fácilmente conciliables.
Todo ello no ha podido evitar que, desde una posición más
distanciada, se pueda hablar de la semiótica como de una disci-
plina que es posible caracterizar tanto por el tipo de problemas
que aborda como por su forma de abordarlos. Su preocupación
inicial por los procesos de significación, ha terminado por
desembocar en una problemática mucho más compleja que tex-
tualiza los procesos de comunicación, sin que este hecho
-superados ya los lejanos momentos de una polémica poco
substantiva- haya supuesto contradicciones o cambios bruscos
de orientación. La perspectiva semiótica ha contribuido a supe-
rar una concepción de la comunicación excesivamente simplis-
ta a la hora de concebir los elementos más importantes del pro-
ceso. Si bien, por una parte su atención se focalizaba en el
mensaje, entendido ahora como texto o discurso, su insistencia
en contemplarlo no tanto corno el efecto de una acción sino
corno práctica él mismo, suponía una modificación profunda
tanto de la noción de código como de la acción de los sujetos
que se ven involucrados en las prácticas comunicativas. De
esta manera el receptor pierde el carácter pasivo que la misma
denominación trataba de mostrar, y se convierte en un intérpre-
te cuya actividad resulta tan necesaria corno la del productor
mismo.
Con esta actitud el enfoque semiótico se coloca frente a las
concepciones substancialistas del significado y por tanto en
posiciones cercanas a las de la hermenéutica y la estética de la
recepción'". Sin embargo resulta sorprendente el que, a pesar
de esta proximidad, apenas haya existido el diálogo entre estas
líneas de investigación. Desde las posiciones de la hermenéuti-
ca y la estética de la recepción, se ha podido acusar a la semió-

1.- Tanto es así que algunos filólogos como Lázaro Carreter (1984), acusan a la
semiólogos -un tanto excesivamente- de minimizar el papel del autor.

118
tica de falta de sentido histórico y de una tendencia -especial-
mente apreciable en ciertas orientaciones- a la inmanencia del
texto, al desprecio de toda realidad extratextual. Por su parte la
semiótica ha criticado de las orientaciones hermenéuticas el no
haber acertado a colocar la interpretación en el contexto de los
procesos comunicativos. Bien es cierto que en determinados
momentos se reconoce ese carácter a la literatura, pero la prác-
tica desatención de las condiciones enunciativas convierte ese
reconocimiento en una mera declaración de principios sin
repercusiones analíticas.
Aunque no siempre haya sido reconocido de forma práctica,
resulta difícil negar en el nivel teórico que todo proceso comu-
nicativo sólo es posible sobre la base de un sistema significati-
vo. Un reconocimiento práctico de este principio implicaría la
necesidad de construir una semiótica general que dé razón de
ellos. Ese fue el objetivo inicial de la semiótica. Sin embargo,
si nos atenemos a los resultados, no cabe duda de que la
semiótica no ha ofrecido una respuesta unitaria a ese problema.
La razón fundamental ha estado en el fracaso que una de sus
principales corrientes, la estructuralista -que es tanto como
decir gran parte de la semiótica realizada en Europa durante
los años sesenta y setenta-, tuvo que asumir tras constatar la
debilidad del fundamento sobre el que había tratado de susten-
tarse: la noción de signo lingüístico elaborada por Saussure. El
fracaso de la concepción estructuralista del signo tuvo impor-
tantes consecuencias teóricas. Entre otras, la aceptación más o
menos explícita de la imposibilidad de construir una teoría uni-
taria de los signos. Otra no menos importante ha sido la necesi-
dad de sustituir lo que había venido constituyendo hasta enton-
ces la unidad de análisis, el signo, por otra que debía satisfacer
las exigencias de un análisis riguroso de los procesos comuni-
cativos. La elección recayó sobre el texto, noción que a pesar
de que planteaba no poco problemas de definición, se presentó
en muchos momentos como enfrentada a la de signo.

119
Sin embargo otras corrientes semióticas han interpretado
ese fracaso como la consecuencia a la que condujo la elección
de un camino equivocado. Este error no había de interpretarse
como la imposibilidad de elaborar una teoría de la significa-
ción, sino como la necesidad de cambiar de perspectiva. Una
teoría de la significación seguía siendo tan necesaria como
antes y, desde luego, esa teoría no podía sustentarse en el
enfrentamiento, por otra parte bastante artificial, entre el signo
y el texto. Por lo demás una teoría de la significación, por ser
de carácter más básico, ha de tener importantes repercusiones
sobre una teoría que pretenda explicar tanto los procesos de
comunicación en general como, de forma más concreta, la acti-
vidad interpretativa del receptor o destinatario.
En términos generales puede decirse que tanto desde la
perspectiva del desarrollo histórico de la semiótica como desde
las exigencias de carácter teórico que acabamos de constatar, la
teoría lógico-semiótica de Ch.S. Peirce ofrece alternativas que
hay que tener en cuenta. Este interés aumenta si cabe desde el
punto de vista que aquí hemos adoptado. La teoría semiótica
de Peirce no es una teoría de la interpretación en el sentido res-
tringido en que aquí hemos venido dando a la expresión. Sin
embargo, puede ser considerada como tal, tanto en cuanto pre-
tende ser una teoría que afecta a la significación en general,
como en cuanto reserva un lugar de privilegio a la actividad
interpretativa. Por esta razón algunos de sus principios básicos
no sólo están próximos a otras teorías que explícitamente se
sitúan en la perspectiva de la interpretación como las que
hemos visto, sino que pueden servir de fundamento a otras que
más tarde examinaremos.

120
3.1 LA TEORÍA SEMIÓTICA DE CH.S. PEIRCE

En la revisión crítica a que fue sometida la noción estructu-


ralista de signo, una de las razones de mayor peso aducidas
para justificar su sustitución por la de texto, fue el que el
signo aparecía como una unidad excesivamente atómica que
resultaba demasiado inadecuada para el análisis de procesos
comunicativos complejos. Esta situación era consecuencia de
una tradición que había terminado por identificar el signo lin-
güístico con la palabra y, por otra parte, de una teoría semióti-
ca que había hecho del signo lingüístico el paradigma de todo
signo?'. La lingüística y la semiótica estructuralista, se basa-
ron en estos principios, por lo que la crítica del signo que lle-
varon a cabo autores post -estructuralistas, estaba en parte jus-
tificada'", Sin embargo ella misma desconocía o no tenía en
cuenta que su crítica no alcanzaba más que a esa concepción
del signo.

2.- Ambas concepciones tienen su justificación en la teoría unificada del signo lle-
vada a cabo por San Agustín. De los beneficios derivados de este hecho no nos
corresponde hablar ahora. Sin embargo su conocimiento puede evitar caer en
ciertos errores. En primer lugar, hay que recordar que la semiótica tiene una his-
toria que no comienza con la aportación de Saussure o Peirce. Y en segundo, que
esa misma historia nos enseña que ha habido otras concepciones del signo distin-
tas a la que aquí comentamos. Ambas cosas fueron ignoradas u olvidadas por los
autores estructuralistas. Bien es cierto que esa historia estaba aún por escribir en
su mayor parte. La situación actual es distinta; prueba de ello son obras como la
de G. Manetti (1987). (Sobre el contenido de esta obra y lo que significa desde el
punto de vista de la situación creada por la crítica post-estructuralista véase Cas-
tañares, 1990a). U. Eco ha abordado el tema en reiteradas ocasiones (por ejem-
plo en 1990: 40ss) y C. Ginzburg (1989) también recoge datos sobre el uso y
concepción de los signos en la antigüedad que pueden completar estas referen-
cias.
3.- Esta crítica, que realizan personas nucJeadas en torno a la revista TeZ Quel y
entre las que destacan R. Barthes, J. Kristeva y J. Derrida, no sólo se refiere a
cuestiones metodológicas sino también a otros aspectos que podríamos conside-
rar filosóficos. Más adelante aludiremos a alguna de estas críticas cuando abor-
demos la teoría deconstruccionista de J. Derrida.

121
La consecuencia fue que el signo concebido a la manera de
Saussure -es decir como la unión del significante y del signifi-
cado-, dejaba de ser considerado como una noción teórica y
prácticamente aceptable. Pero no por ello el signo había muer-
to. Simplemente se dejaba libre el camino para que su lugar
fuera ocupado por otras concepciones. La alternativa más sóli-
da provenía del autor que, junto a Saussure, había contribuido
decisivamente a que la semiótica contemporánea alcanzara su
autonomía: Charles S. Peirce.
La primera diferencia notable entre la semiótica de Peirce y
de Saussure, afecta al desarrollo mismo de la noción de
semiótica. Hay que tener en cuenta que la aportación de Saus-
sure se limita a unos breves párrafos -unas quince alusiones
en total- en su Curso de lingüística general, en los que se
refiere a la necesidad de "una ciencia que estudie la vida de
los signos en el seno de la vida social" (1969:33), que forma-
ría parte de psicología social y dentro de la cual habría que
situar la lingüística. Esa ciencia, "todavía no existente" según
Saussure, debería llamarse semiología.
La teoría semiótica de Peirce, por el contrario, constituye
una compleja elaboración que incluye miles de páginas, y esta-
ba mucho más arraigada en la tradición filosófica antigua que
la de Saussure. La semiótica peirceana no tiene conexiones con
la psicología -cuestión que le horrorizaba- sino con la lógica,
de la que la semiótica no es sino otra cara'", y después con el
resto de las disciplinas filosóficas entre las que habría que des-
tacar sin duda la fenomenología o -como él prefería llamarla-
faneroscopia. En otros términos: la semiótica de Peirce está

4.- Dice Peirce: "La lógica, en su sentido general, es, [...] sólo otro nombre de la
semiótica (0TUll:.tro'tl1cr¡), la doctrina cuasi-necesaria, o formal, de los signos"
(Collected Papers, 2.227, cf. también 1.444. Seguimos aquí la norma habitual de
citar esta obra de Peirce: la primera cifra se refiere al volumen, las siguientes
precedidas de un punto, al párrafo correspondiente).

122
integrada en un contexto filosófico que tampoco puede aislarse
de una concepción sistemática de todas las ciencias (Santaella
Braga 1992). Este carácter abierto de los problemas semióticos
ha dado una cierta impronta a la semiótica peirceana que con-
trasta con las tendencias inmanentista que pueden observarse
en la semiótica que directa o indirectamente se emparenta con
la saussureana. Pero además, la semiótica de Peirce se define
como una ciencia que se ocupa de "las variedades fundamenta-
les de la serniosis posible" (5.488), es decir, de lo que otros lla-
marían la 'significación'. Desde esta perspectiva, como se
podrá ver más adelante, no es posible la confrontación entre
signo y texto: ambas expresiones no serían más que variacio-
nes que resultan más o menos adecuadas según los contextos.
La amplísima obra de Peirce comprende una multitud de
aspectos que en absoluto pueden abarcarse aquí (Castañares
1992). Nos limitaremos, pues, a aludir a aquellas cuestiones
que pueden hacer más comprensible su concepción de la
semiosis así como a aquellas otras que por su relación con esta,
pueden considerarse básicas para una teoría de la interpreta-
ción que tenga como referencia su teoría semiótica.

3.2 EL SIGNO Y LA SEMIOSIS

3.2.1 Las categorías janeroscópicas

Fundador con otros destacados autores?' del pragmatismo


americano, Peirce poseía una sólida formación científica que,

5.- Habría que citar a Chauncey Wright que ejerció la función de auténtico inspira-
dor en cuestiones básicas que los demás desarrollarían después, a Peirce y a su
íntimo amigo Wiliam James, y a otros como Nicholas St.-John Green, Oliver W.
Holmes, John Fiske, Francis E. Abot y Joseph Wamer (Castañares 1987:125s.,
Deledalle,1991:356-357).

123
lejos de ser un obstáculo, constituyó un acicate para enfrentar-
se a los grandes problemas filosóficos. En cuanto a su forma-
ción filosófica, adquirida durante su juventud, era, por lo que
sabemos, más sólida que la que poseían los demás miembros
del grupo. El pragmatismo, tal como él lo entendía, era, antes
que nada, un método científico, experimentalista y 'de labora-
torio'. Pero de este método podían hacerse diversas interpreta-
ciones, y así mientras la interpretación de su amigo Wiliam
James se inclinó decididamente hacia la psicología, Peirce lo
hizo hacia la lógica, ciencia que desde que era un niño le entu-
siasmó y le obsesionó.
Fue esta interpretación lógica del pragmatismo lo que le
liberó del nominalismo al que, por la clara orientación empiris-
ta de la corriente, parecía estar destinado. Peirce terminaría
siendo realista (Deledalle 1991). Desde una posición de estric-
ta observancia empirista -como ya había mostrado Hume- la
realidad no podía ser concebida al margen de sus representa-
ciones o -lo que es lo mismo- de los 'fenómenos' mentales, y
por tanto cualquier análisis debía partir de ellos. También para
Peirce la realidad no puede concebirse al margen de las repre-
sentaciones mentales; pero esto no podía constituir una excusa
para hacer una interpretación 'mentalista' de lo real, como ya
les había ocurrido a otros empiristas, empezando por J. Locke.
El remedio para evitar el mentalismo estaba en la lógica y
hacia esa dirección enfoca Peirce el problema.
Para evitar el mentalismo Peirce pensó que a los contenidos
mentales no les convenía el nombre de 'ideas' -como había pro-
puesto el mismo Locke-, sino más bien el de 'fenómenos' como
quisieron Hume y Kant. Consecuentemente, la ciencia de la
descripción de los fenómenos debía de ser llamada -al menos
en principio, como veremos- 'Fenomenología'. A esta ciencia
-que junto a las Ciencias Normativas y la Metafísica constituí-
an el ámbito de la Filosofía- le estaba reservado un lugar fun-
damental: cualquier investigación tiene que partir de la des-

124
cripción de los fenómenos, tarea que no era desde luego nada
fácil. Por ello ya desde el principio de su carrera intelectual se
dio cuenta de la importancia fundamental de esa ciencia; de ahí
que le dedicara varios ensayos?' en los que se va perfilando
una teoría que con el tiempo constituiría, como ha dicho L.
Santaella Braga (1992:73) el "verdadero sistema nervioso cen-
tral de toda su obra".
Peirce estaba muy orgulloso de haber realizado un trabajo
difícil cuyo resultado era una teoría sobre las categorías en la
misma línea -aunque a su modo de ver con mejores resultados-
que el realizado por Aristóteles y Kant. Su 'fenomenología' era,
pues, bastante diferente de la de Hegel y también de la de Hus-
sed. Con este último podían advertirse sin duda algunas simili-
tudes, pero también diferencias decisivas (Castañares,
1987: 133s.). De ahí que para evitar cualquier confusión con
interpretaciones cercanas a las de Kant, Hegel o Husserl, Peir-
ce terminara por cambiar el nombre del objeto y de la discipli-
na: utilizando también raíces griegas 'fenómeno' podía llamar-
se 'fanerón', y consecuentemente la 'fenomenología', podía
adoptar el nombre de 'faneroscopia'.
Aunque con el tiempo su teoría fuera evolucionando en
algunos detalles, ya desde el principio Peirce cree realizar un
descubrimiento fundamental: para describir los fenómenos o
contenidos mentales -y por tanto cualquier realidad- no son
necesarias ni diez -como proponía Aristóteles- ni doce catego-
rías -como pretendía Kant- sino sólo tres. Por lo demás su des-
cubrimiento no se debía ni a una 'deducción metafísica' ni a
una 'deducción trascendental' como había hecho Kant, sino a
una operación de carácter experimental: se trataba de ir ex ami-

6.- La primera publicación que Peirce dedicó a la lógica la realizó en 1866 y estaba
dedicado al silogismo aristotélico. Ese mismo año escribe otro ensayo que lleva
el título de "Un método para la búsqueda de las categorías" y, un año más tarde,
otro que resultaría fundamental: "Una nueva lista de categorías".

125
nando atentamente el modo en que son experimentados los dis-
tintos fenómenos. Este examen revelaba que existen muy
diversas formas de experimentar los fenómenos, pero en últi-
mo término podían reducirse a tres categorías universales. Por
otra parte Peirce terminaría encontrando otro argumento que
venía a ratificar su hallazgo: el desarrollo que hizo de la lógica
de relaciones le llevó a la conclusión de que cualquier número
superior a tres se puede reducir a este número, en cambio una
triada nunca es explicable por medio de relaciones entre pares
(1.363).
Como en muchas otras ocasiones a lo largo de su obra, Peir-
ce tuvo dificultades para dar un nombre a sus categorías; así
que aunque en un primer momento no le gustara mucho, le
pareció que, puesto que había una relación de sucesión entre
ellas, podían denominarse categoría de lo primero o primeri-
dad (Firstness), de lo segundo o segundidad (Secondness) y de
lo tercero o terceridad (Thirdness). Con el tiempo terminó
pareciéndole apropiada una terminología que, si bien resultaba
extraña, tenía la ventaja de facilitar una concepción formal y
matemática que le parecía esencial.
La primeridad puede definirse como
el modo de ser de aquello que es tal como es, de manera posi-
tiva y sin referencia a ninguna otra cosa (Carta a Lady
Welby, 12 de octubre de 1904).

La primeridad es quizá la categoría más difícil de entender a


pesar de ser la más simple porque en sentido estricto no puede
ser pensada como un hecho real sino como simple posibilidad.
Es aplicable a fenómenos relacionados con el sentimiento
espontáneo, inmediato y sin analizar. Por eso las ideas típicas
de la primeridad tienen que ver con los sentimientos o emocio-
nes, las cualidades y las apariencias. Son ejemplos de primeri-
dad un dolor agudo, "la emoción de quien contempla una her-
mosa demostración matemática", "la cualidad del enamora-

126
miento" (1.304), el estremecimiento producido por un placer
físico, la sensación producida por un sonido estridente inespe-
rado o por un olor fuerte, la sensación del color de un objeto,
etc.
La segundidad es ya una categoría para fenómenos más
complejos. En la línea argumental utilizada para la primeridad
puede ser definida como
el modo de ser de aquello que es tal como es, con respecto a
una segunda cosa, pero con exclusión de toda tercera (Ibid.).

La segundidad es la categoría de la ocurrencia, del hecho,


de las cosas reales. De ahí que, como ejemplo, Peirce propon-
ga la experiencia del esfuerzo, prescindiendo de su intenciona-
lidad: el esfuerzo implica siempre una segunda fuerza que
opone resistencia. Por eso es también un buen ejemplo pegar y
ser pegado. Como se desprende de la definición, en general
pertenecen a esta categoría todo lo que implica polaridad:
acción-reacción, causa-efecto, cambio y resistencia al cambio.
En la citada carta a Lady Welby, Peirce pone este ejemplo:
Imagínese que usted está sola, sentada en la canastilla de un
globo aerostático, a gran altura sobre la tierra, disfrutando
serenamente de la absoluta calma y quietud de la noche. De
pronto irrumpe el penetrante chillido de una sirena y se man-
tiene durante un buen rato. La impresión de calma y sereni-
dad era una idea de primeridad, una cualidad sentida. El soni-
do penetrante de la sirena no le permite hacer otra cosa que
soportarlo. Eso también es la absoluta simplicidad: otra pri-
meridad. Pero la ruptura del silencio por el sonido era una
experiencia (lbid.).

Esta experiencia es ya una idea de segundidad. Frente a la


primeridad, que se refiere a la idea del momento presente y
atemporal, la segundidad se refiere a algo que se da hic et
nunc, pero al mismo tiempo está en relación con la experiencia
pasada. Eso es precisamente lo que ocurre en la ruptura de la

127
calma en el sugerente ejemplo de Peirce. La segundidad es la
categoría propia de los hechos reales.
Por último, Peirce entiende la terceridad como
el modo de ser de aquello que es tal como es, al relacionar
una segunda y una tercera cosa entre sí. (Ibid.)

Como hemos dicho, una triada no puede reducirse a las


relaciones entre pares, pero supone ya la segundidad, es decir
la relación entre un primero y un segundo. Por ello son ejem-
plos de terceridad una carretera entre dos ciudades, un mensa-
jero, el término medio de un silogismo. La terceridad es ade-
más de mediación, como sugieren estos ejemplos, síntesis,
hábito, necesidad y ley. Si la segundidad era el hecho bruto,
cuando aparece una razón o una ley que lo explica aparece la
terceridad. Así por ejemplo, la caída de una piedra es un hecho
bruto, un caso de experiencia, el modo de ser de lo que reac-
ciona ante otras cosas. Pero hay una ley que explica e introdu-
ce la inteligibilidad tanto en el hecho concreto de la caída de
esta piedra como en el de otros hechos futuros de la misma
naturaleza (5.93). Esta leyes una terceridad que introduce la
racionalidad y, en término más generales, la actividad intelec-
tual. Por lo que se refiere a la temporalidad, resulta fácil inferir
que es la idea que introduce el futuro.
Las definiciones de las tres categorías dejan suficientemente
claro que entre ellas existe una continuidad que hace posible
una distinción de ni veles que los ejemplos pueden enmascarar
en ocasiones. Si tomamos como ejemplo un color, como puede
ser el escarlata, considerado independientemente de que algún
objeto lo posea, es una mera cualidad y por tanto, una primeri-
dad. Pero el hecho de que las libreas de ciertos sirvientes de la
casa real británica sean escarlatas, es un hecho, es decir, una
segundidad. Por último, el que el color escarlata pueda ser con-
siderado el símbolo de una clase funcionarial es ya una ley o
terceridad. De la misma manera habría que decir que, dada la

128
máxima generalidad de las categorías, estas pueden ser aplica-
das a otras de carácter menos general. Así cuando los fenóme-
nos se refieren a objetos las categorías pueden llamarse: cuali-
dad, realidad y ley; cuando se refieren a sujetos: sensibilidad,
esfuerzo, hábito; cuando se aplican a entidades semióticas,
como veremos: representamen, objeto e interpretante. Esta
aplicación es extensible a los distintos campos científicos. El
mismo Peirce hace aplicaciones referidas a campos como el de
la lógica, la metafísica, la física, la biología, la fisiología y la
psicología (Gorlée 1992:27-28).

3.2.2 La interpretación ilimitada de los signos

Como ya hemos dicho, la lógica tiene para Peirce una cara


semiótica y desde esta cara, el problema fenomenológico
puede ser planteado en estos términos: todos nuestros conteni-
dos mentales son signos porque no podemos pensar si no es
por medio de signos y, por tanto, los procesos mentales son
procesos de semiosis.
Cuando Peirce tiene que definir la semiosis se refiere a ella
como
la acción, o influencia, que es, o implica, una cooperación de
tres sujetos, a saber un signo, su objeto y su interpretante
(5.484).

Pero hay que reconocer que, en esta como en otras ocasio-


nes, el peculiar estilo de Peirce y el uso de una terminología
tan poco corriente, hacen a sus definiciones poco inteligibles.
En este caso por 'acción o influencia' habría que entender más
bien 'relación'. De hecho, deberíamos situar esta definición en
el contexto de la lógica de relaciones si quisiéramos explicarla
en su sentido más genuino. No es sin embargo algo absoluta-
mente necesario o imprescindible para nuestros propósitos.

129
Pero además, tampoco nos sería suficiente esa perspectiva, ya
que, en cualquier caso, habría que tratar de definir o describir
los tres relatos que están implicados en esa relación: signo,
objeto e interpretante. En esta descripción es posible encontrar
elementos de inteligibilidad que nos permiten acceder al verda-
dero sentido de la definición de semiosis que acabamos de
citar. Ello es debido a que esos tres 'sujetos' hay que entender-
los más bien como funciones que como 'realidades substanti-
vas'. De ahí que al mismo tiempo que nos describe lo que
entiende por cada uno de esos 'sujetos', nos es dado compren-
der las relaciones que mantienen entre sí.
Al contrario de lo que a veces pueda parecer, definir la
semiosis no es algo que a Peirce le resultara fácil'": son dema-
siados los matices y las perspectivas que la acción de los sig-
nos presenta para poder encerrarlos en una sola definición. De
hecho se han contabilizado setenta y seis textos en los que de
alguna manera se refiere a la acción de los signos (Marty,
1990:367-384). Aunque esas definiciones tratan de mostrar
aspectos diversos que él advertía en los procesos de semiosis,
se refieren en general a esos tres sujetos a los que hemos aludi-
do y las relaciones que mantienen entre sí. Con todo, una dife-
rencia destacable reside en el mayor o menor grado de formali-
dad de estas definiciones. Así, cuando quiere mostrar qué tipo
de relaciones cabe establecer entre los tres elementos de la
semiosis, Peirce recurre a definiciones como la siguiente:
Un signo, o representamen, es un primero que está en tal
relación triádica genuina con un segundo, llamado objeto,
como para ser capaz de determinar a un tercero, llamado su
interpretante, a asumir con su objeto la misma relación triá-
dica en la que él está con el mismo objeto (2.274).

7.- El mismo Peirce dice: "Es difícil definir el signo. Sus caracteres esenciales son,
sin duda, que debe tener un objeto y un interpretante, o signo que 10 interpreta,
pero convertir esta afirmación en una definición no es tan fácil" (Ms. 284
[1905]).

130
Se trata de una definición bastante abstracta que, a pesar de
lo obtusa que pueda parecer a los lectores no familiarizados
con las categorías, encierra uno de los aspectos que a Peirce le
interesaban más: el lógico-formal. Por esta razón suelen citarse
otras definiciones menos formales o más intuitivas. Entre las
más conocidas se encuentra la siguiente:
Un signo o representamen, es algo que, para alguien, repre-
senta o se refiere a algo en algún aspecto o carácter. Se dirige
a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo
equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este
signo creado es lo que yo llamo interpretante del primer
signo. El signo está en lugar de algo, su objeto. Está en lugar
de ese objeto, no en todos los aspectos, sino sólo con referen-
cia a una suerte de idea que a veces he llamado el fundamen-
to del representamen (2.228).

En esta definición subyace sin duda la conocida fórmula


latina mediante la cual se definió el signo de forma breve y
concisa: aliquid stat pro aliquo. Pero inmediatamente aparecen
otros elementos que la enriquecen considerablemente. Peirce
prefiere en ocasiones utilizar la expresión 'representamen' para
referirse al signo. Esta preferencia se debe a que, a pesar de lo
que parece indicarse al principio de la definición, 'signo' y
'representamen' no son siempre sinónimos. 'Signo' es para Peir-
ce todo aquello que comunica "una noción definida de un obje-
to", mientras que 'representamen' es "todo aquello a lo que se
aplica el análisis cuando quiere descubrirse lo que es esencial-
mente un signo" (1.540). En otros términos, 'signo' es un tér-
mino más concreto, que es aplicable a lo que realmente actúa
como desencadenante de la acción semiósica, mientras que
'representamen' es aplicable a todo lo que posiblemente puede
ser signo, por lo que expresa mejor el carácter de primeridad
que posee el signo.
El signo es para Peirce algo perceptible o imaginable
(2.230) que se convierte en signo precisamente porque 'repre-

131
senta' a otra cosa que es su objeto. El signo representa a su
objeto en el sentido que está en su lugar o en tal relación con él
que, para ciertos propósitos, es tratado por ciertas mentes
como si fuera ese otro. Ahora bien, un objeto que se convierte
en signo de otro puede poseer numerosas características o pro-
piedades, pero sólo en función de alguna de ellas se convierte
en signo. Este aspecto o propiedad por lo que algo se convierte
en signo es elfundamento. Si alguien pretende comprar pintura
de una tonalidad determinada, puede presentar al dependiente
de la droguería una muestra. Esa muestra de color es signo de
la pintura que desea comprar. Tal muestra puede tener variadas
formas, ser de distintos materiales, etc. Pero ninguna de esas
propiedades es pertinente; sólo su color sirve para hacer que la
muestra sea signo de la pintura. En este caso, el color es el fun-
damento del signo.
El objeto es lo representado por un signo. Dentro de esta
categoría cabe, pues, cualquier cosa:
Los objetos -dado que un signo puede tener cualquier número
de objetos- pueden ser una cosa singular conocida existente,
o que se cree que haya existido, o que se espera que exista, o
un conjunto de tales cosas, o una cualidad o relación o
hechos conocidos, de los cuales cada objeto singular puede
ser un conjunto o reunión de partes, o puede tener algún otro
modo de ser, como, por ejemplo, un acto permitido cuyo ser
no impide que la negación del acto sea igualmente permitida;
o algo de naturaleza general, deseado, requerido, o invaria-
blemente encontrado en ciertas circunstancias generales
(2.232).

Con esta definición Peirce parece querer aludir a que puede


ser objeto de un signo cualquier cosa perceptible, imaginable
e, incluso, inimaginable en algún sentido (2.230). Un signo
siempre tendrá, pues, un objeto. Ahora bien, el mismo Peirce
introduce algunas precisiones cuando distingue dos tipos de
objeto: el objeto inmediato y el objeto dinámico. El inmediato

132
es el objeto tal como es representado por el signo, de tal manera
que en parte depende de esta representación. El dinámico -tam-
bién llamado 'dinamoide' o 'mediato'- es el objeto 'fuera del
signo'; esa realidad que desborda una relación semiósica concre-
ta y que de alguna manera determina al signo. Ahora bien, es
necesario precisar que ésta no es más que una cierta perspectiva,
porque desde otra, el objeto dinámico queda fuera de un acto
concreto de semiosis pero no de la semiosis general, es decir,
del conjunto de todos los actos posibles de semiosis'". El acto
semiósico concreto es un producto de anteriores acontecimien-
tos semiósicos -pues todo acto de conocimiento lo es- en los que
se han obtenido diversos aspectos, llamados objetos inmediatos,
de un mismo objeto real o dinámico. La constitución de un
objeto no es un hecho cerrado, sino que se trata de un proceso
abierto en el que se pueden ir adquiriendo nuevos aspectos en
acontecimientos semiósicos sucesivos. Es decir, en último tér-
mino no hay objeto -y por tanto realidad- sin semiosis.

8.- Como ya hemos dicho, Peirce sostiene que no podemos pensar si no es por
medio de signos, por tanto, cualquier consideración de la realidad es ya una
representación. Se podría, pues, afirmar que lo real depende del pensamiento en
general. La experiencia perceptiva consiste precisamente en integrar lo conocido
empíricamente en la red semiósica que constituye el pensamiento. Consecuente-
mente para él no tiene sentido decir que lo incognoscible existe. Pero, por otra
parte, lo real está por encima de lo que de arbitrario y accidental tiene el pensa-
miento particular de cada sujeto, ya que el pensamiento es determinado por lo
real. Lo 'externo' es aquello que se concibe como independiente del fenómeno
inmediatamente presente, es decir, de cómo podemos pensarlo cada uno de noso-
tros. Esa determinación que lo real ejerce sobre el pensamiento en lo que permite
distinguirlo de lo ficticio y lo que hace que podamos llegar a acuerdos sobre lo
que percibimos como real. Un juicio verdadero es aquel que forma parte del
acuerdo al que llegará la comunidad de científicos con tal que la investigación se
prolongue lo suficiente. La concepción que de lo real tiene Peirce es expuesta
con claridad en "How to make our ideas clear" (5.248-271). Sobre la cuestión
del conocimiento sensible pueden consultarse las conferencias pronunciadas en
el Lowell Institute en 1903, recogidas en los Collected Papers, volumen S, fun-
damentalmente la VI y la VII (5.151-212). Un resumen de esta problemática y
algunas otras consideraciones pueden encontrarse en Castañares 1989.

133
Esta distinción que hace Peirce puede entenderse mejor si
se tiene en cuenta que la existencia de los signos -que no olvi-
demos pertenecen a la categoría de la primeridad- es posible
porque existe algo fáctico, real -que es ya una segundidad- que
lo 'causa' o 'determina'.

La cosa que es causa de un signo en cuanto tal es llamado


objeto (en el lenguaje ordinario, objeto 'real', pero más exac-
tamente objeto existente) representado por el signo: el signo
es determinado por cierta especie de correspondencia con el
objeto (5.473).

Por eso no hay signo sin objeto, y por eso el objeto debe ser
conocido de alguna manera para que un signo pueda represen-
tarlo. Un signo por sí solo no puede dar conocimiento o reco-
nocimiento del objeto: hay que conocer un objeto para que el
signo pueda proveer la información adicional sobre él. El
mismo Peirce era consciente de que su afirmación es algo sor-
prendente, sobre todo si se considera que es un principio apli-
cable tanto a la producción como a la interpretación de los sig-
nos. Por eso llega a decir:
No dudamos que habrá lectores que digan que no pueden
comprender esto. Pensarán que un signo no necesita estar
relacionado con algo ya conocido de otra manera y creerán
que no tiene ni pies ni cabeza afirmar que todo signo debe
relacionarse con un objeto conocido. Pero si existiera 'algo'
que transmitiera información y, sin embargo, no tuviera nin-
guna relación ni referencia respecto de alguna otra cosa acer-
ca de la cual la persona a quien llega esa información carecie-
ra del menor conocimiento, directo o indirecto -y por cierto
que sería una muy extraña clase de información- no será lla-
mado, en este trabajo, un signo (2.231).

El objeto que es causa del signo es, pues, el objeto dinámico.


Ahora bien, como el signo sólo puede representarlo en alguna
de sus facetas, es necesario considerar ese 'otro' objeto que Peir-
ce llama 'inmediato' y que es ya la representación de un signo.

134
Pero todas estas matizaciones no adquieren su verdadero
significado hasta que no entra en juego la noción de interpre-
tanteo En la citada definición de signo aparecen ya los dos
aspectos fundamentales del interpretan te: efecto producido en
una mente y signo equivalente o más desarrollado. La primera
de estas características nos permite advertir que no puede ser
confundido con el intérprete de un signo -equívoco producido
con frecuencia-: el interpretante es el efecto de una acción. Sin
embargo la expresión utilizada por Peirce en esta ocasión tiene
el inconveniente de subrayar un aspecto que puede llevar a
hacer una interpretación excesivamente psicologista o menta-
lista, posibilidad que le irritaba'", El carácter más definitorio de
toda acción semiósica reside en su condición de 'relación triá-
dica genuina', es decir, irreductible a una relación entre pares
de relatos. Pues bien, lo que en último término hace posible y
completa esa relación es el interpretante. Ningún representa-
men o signo funciona como tal si no llega a determinar a un
interpretan te. Considerar al interpretante como un efecto men-
tal es correcto, pero es necesario superar esa concepción. En
cuanto efecto o resultado de un signo el interpretante no ha de
tener necesariamente naturaleza mental (5.473). El hecho
mismo de que sean comunicables intersubjetivamente, y por
tanto, en algún sentido verificables, pone de manifiesto que no
dependen exclusivamente de que sean una representación men-
tal de un individuo. De ahí que la ejecución que los soldados
hacen de la orden de un oficial o la interpretación de una parti-
tura, puedan ser consideradas como interpretantes.

9.- La definición del interpretan te es problema de la semiótica que es una ciencia


fundamentalmente lógica. Peirce mantenía que la lógica debía ser el fundamento
de la psicología y no a la inversa (5.485). Por eso le irritaba cualquier considera-
ción psicológica de esta cuestión. Ahora bien, no tuvo más remedio que recono-
cer que la definición del interpretante como efecto producido en la mente del
intérprete por otro signo, resultaba mucho más comprensible que otras de carác-
ter más formal(Carta a Lady Welby, 23 de septiembre de 1908).

135
La definición que mejor conviene al interpretante es la de
signo producido por otro signo. El interpretante es un signo
porque mantiene con el objeto del signo que lo ha producido el
mismo tipo de relación. Pero además, es capaz de producir otro
interpretante, por lo que adquiere a su vez la categoría de
signo, es decir, la posibilidad de mantener la relación triádica
que define a todo signo. Pero por otra parte, la posibilidad del
interpretante de reenviar a otro interpretante-signo se convierte
en una sucesión de posibilidades infinitas. La semisosis es un
proceso que puede considerarse inacabado (endless) o ad infi-
nitum. Esta propiedad del proceso de semiosis es tan importan-
te para Peirce como para llevarle a decir que si un interpretante
no adquiere la condición de signo dando lugar a otro interpre-
tante, es decir, si el proceso se detiene, estamos ante un signo
imperfecto.
Por lo demás, que el signo sea un signo "equivalente o más
desarrollado" no es tampoco una cuestión sin importancia. El
interpretante no es la reproducción exacta de un signo. Tiene el
mismo valor, pero es más desarrollado porque lo probable es
que represente al objeto bajo aspectos distintos. Así por ejem-
plo, un interpretante para el signo /Granada! puede ser 'capital
andaluza' ,'ciudad lorquiana', pero también 'ciudad de la
Alhambra', etc. Que el interpretante seleccionado sea uno u
otro tiene una enorme importancia porque habrá de dar lugar a
otros interpretantes. Así, si el interpretante seleccionado es
'ciudad de la Alhambra', puede dar lugar a 'último reino musul-
mán español', 'ciudad de Boabdil' etc.
Este aspecto de la semiosis nos lleva a otra de las propieda-
des del interpretante a la que no hemos hecho mención: su
carácter mediador. Si el interpretante puede ser concebido
como una representación, el hecho de estar incluido en una
relación triádica hace de él una 'representación mediadora'
(1.553) entre el signo y su objeto. Peirce nos propone el ejem-
plo siguiente: para un inglés que consulta en un diccionario

136
francés la palabra 'homme', 'man' constituye su interpretante.
De ahí se deriva otra de las cualidades que considera funda-
mentales: el interpretante puede ser una ley, una regla de inter-
pretación, aunque no siempre lo sea.
Esta distinción nos lleva a la necesidad de distinguir varios
tipos de interpretantes. Peirce abordó esta cuestión en varias
ocasiones, aunque probablemente no pretendiera agotarla. En
algunas de ellas (por ejemplo en la carta a Lady Welby de 14
de marzo de 1909 y en 4.536), siguiendo en cierta manera la
terminología ya utilizada al referirse al objeto, distingue tres
tipos de interpretante: inmediato, dinámico y final.
El interpretan te inmediato es el "efecto total, sin analizar,
que se calcula que el signo ha de producir o se espera que pro-
duzca" (Ibid.). En realidad no puede ir más allá de la mera
posibilidad, ya que viene a corresponderse con la primera cate-
goría faneroscópica. De ahí que afirme que se trata del inter-
pretante implícito en el hecho de que todo signo ha de tener la
cualidad de ser interpretable antes de que un intérprete le asig-
ne un interpretan te determinado. Por ello este efecto no pasa
de ser una 'impresión' o algo 'sensitivo', producido en una pri-
mera instancia y que no llega todavía a la categoría de lo refle-
xionado o volitivo. Esta 'impresión' basta para que una persona
pueda decir si el signo es aplicable o no a algo que esa persona
conozca suficientemente. El interpretante dinámico es, desde
el punto de vista del emisor, el efecto que se propone producir
por medio del signo, y, desde el punto de vista del intérprete, el
efecto realmente producido. Al ser algo real y propio de cada
caso, puede distinguirse en cada individuo. Hay que tener en
cuenta que se corresponde con la segunda categoría. Por últi-
mo el interpretante final es definido como el efecto que el
signo produciría sobre cualquier mente a la que las circunstan-
cias permitieran que el signo ejerciera su efecto pleno. Estos
tres interpretantes pueden entenderse, respectivamente, como

137
'sentido' -interpretando este término etimológicamente-, 'signi-
ficado' y 'significación'.
Desde otro punto de vista, el intepretante puede clasificarse
como afectivo, energético y lógico (5.475s.). El interpretante
afecti vo, que podemos identificar con el interpretante inmedia-
to, es el primer efecto de un signo, es decir, un 'sentimiento' O
'emoción'. Este sentimiento es la prueba de que se comprende
el efecto propio del signo. En ocasiones es el único efecto que
produce un signo, como cuando se interpreta una pieza musical
que no comunica ninguna idea que el compositor haya querido
comunicar intencionalmente. En otras por el contrario, irá
seguido de algún otro interpretante, como el energético. Este
tipo de interpretante implica algún esfuerzo, ya sea de natura-
leza física, ya sea de naturaleza mental. Así por ejemplo cuan-
do los soldado cumplen la orden de un oficial que grita j Des-
11

cansen armas! realizan un esfuerzo muscular que es un inter-


11

pretante energético. Ahora bien, también lo es el esfuerzo men-


tal que tenemos que hacer para comprender o representamos
algo. De ahí que sea algo real, concreto y diferente en cada
individuo y en unos casos respecto de otros. El interpretante
lógico es el producido por el signo que representa algo de
naturaleza general o intelectual como es un concepto. Si el
signo mismo es de naturaleza intelectual, su interpretante ha de
ser un interpretante lógico. El interpretante lógico puede ser
además un interpretante último o final. Este tipo de interpre-
tante implica un cambio de hábito, es decir, de las tendencias a
realizar un determinado tipo de acciones. Cuando esto sucede
el interpretante ya no es un signo.
Estas dos divisiones del interpretante que hace Peirce han
sido entendidas de dos formas. Para unos se trata de divisiones
paralelas que únicamente difieren en la terminología. Para
otros sin embargo la segunda división, en cuanto se refiere a
efectos realmente producidos, es una clasificación de las for-
mas en que puede presentarse el interpretante dinámico.

138
3.2.3 La clasificación de los signos

Una de las partes de la semiótica de Peirce considerada


como más original es su clasificación de los signos. Parte de
ella pasa por ser conocida, si nos atenemos a las veces que es
citada, pero no siempre ha sido bien comprendida.
Uno de los aspectos que más llama la atención de esta clasi-
ficación es que no obedece a los mismos criterios que otras
muchas realizadas en la historia del problema. Estas clasifica-
ciones son descriptivas y a posteriori: se observan signos real-
mente existentes y a partir de aquí se trata de ordenarlos crean-
do las distintas clases que pueden contenerlos. La clasificación
de Peirce, por el contrario es formal, apriórica, analítica y no
descriptiva. De ahí que, como ocurría con las categorías, esta
clasificación formal haya de ser sometida a verificación empí-
rica para comprobar si los tipos de signos que se establecen
responden o no a signos realmente existentes.
Los criterios básicos a partir de los cuales Peirce realiza su
clasificación son, por una parte, las tres categorías faneroscópi-
cas y, por otra, las relaciones que pueden establecerse entre los
tres relatos o sujetos que intervienen en la semiosis. Conse-
cuentemente, las divisiones han de ser necesariamente tricotó-
micas. En total, Peirce llegó a concebir sesenta y seis clases de
signos, aunque no estuviera muy seguro del contenido que
habría que asignar a cada una de estas clases. Aquí vamos a
limitamos a las más elementales.
En un primer momento Peirce estableció tres tricotomías:
las que resultan de considerar al signo en sí mismo, al signo en
relación con su objeto y al signo en relación con su interpre-
tanteo La primera sólo tiene en cuenta si un signo es una mera
cualidad o algo posible (primeridad), si es real (segundidad) o
si es una ley (terceridad). Los nombres para las tres primeras
clases son: cualisigno, sinsigno y legisigno.

139
Lo característico del cualisigno es su posibilidad de actuar
como signo, independientemente de que así ocurra realmente.
Por ejemplo, el papel pintado de un determinado color que nos
sirve de muestra para comprar más pintura. El sinsigno es algo
real que tiene, por tanto, diversas cualidades que podrían ser
usadas como signos. Al ser algo real e individual depende de
las circunstancias espacio-temporales. El disparo que sirve
para dar comienzo a una carrera es, por ejemplo, un sinsigno.
Un legisigno es una ley que es un signo, por lo que ha de ser
necesariamente convencional y general. Por ser general necesi-
ta de los signos concretos e individuales que son, como hemos
dichos, sinsignos. El signo concreto que actualiza una leyes
llamado réplica del legisigno. El artículo castellano 'el' es un
legisigno del que podemos encontrar varias réplicas o sinsig-
nos en una página escrita en esta lengua.
La segunda tricotomía puede ser considerada como funda-
mental y es también la más conocida. El criterio de esta clasifi-
cación se refiere a las relaciones que el signo mantiene con su
objeto. Desde este punto de vista los signos pueden ser iconos,
índices y símbolos.
El icono es un signo que mantiene con su objeto una rela-
ción de semejanza o similitud. De ahí que cualquier cosa
pueda ser considerada como un signo (posible) de cualquier
otra cosa a la que encontremos un parecido. El hecho de que
sea un primero y, por tanto, pura posibilidad, explicaría la faci-
lidad sin límites que tiene el hombre para encontrar similitudes
y parecidos. La similitud puede expresarse bajo distintas for-
mas, por ello un icono puede ser una imagen, un diagrama o
una metáfora. La función que los icono s desempeñan en la
comunicación es muy importante: la única manera de comuni-
car directamente una idea es mediante un icono. Un dibujo o
un cuadro esquemático son ejemplos de iconos.
Los caracteres fundamentales del índice residen en su indi-
vidualidad y en el hecho de remitimos a un objeto con en el

140
que está en conexión dinámica. El índice se refiere a un objeto
por el que está afectado. El agujero de una bala en la pared o el
dedo apuntando a un objeto son índices. Tres son sus caracte-
rísticas fundamentales: carecen de todo parecido significativo
con el objeto, lo cual no obsta para que pueda contener algún
icono; se refiere a seres individuales o conjuntos unitarios, lo
que le hace apropiado para referirse a lo factual, y, por último,
dirige la atención hacia los objetos por medio de lo que Peirce
llama una 'compulsión ciega', lo que pone de manifiesto su
propia forma de ser: se trata de un hecho.
El símbolo es un regla que determina a un interpretan te; en
otros términos, representa a su objeto en virtud de una ley o
convención. De ahí que sea también un legisigno. Su carácter
fundamental es el de la terceridad, por lo que necesita de répli-
cas o sinsignos, que son los signos concretos e individuales,
para poder significar y, además, su objeto es también algo
general: un símbolo no denota un objeto particular sino una
clase. Por la misma razón se trata de signos artificiales o con-
vencionales. Si se tienen en cuenta todas estas características
se comprenderá por qué los símbolos presuponen los iconos y
los índices. Una palabra como 'mesa' es un símbolo. Contra-
riamente a lo que solemos decir muchas veces, no representa a
un objeto sino a una clase: la de todas las mesas reales o posi-
bles. Por eso las frases que se refieren a objetos particulares
deben incluir signos indiciales o deícticos, es decir, palabras
que funcionan como índices: 'Esta mesa' o 'la mesa que se
encuentra en medio de la sala'.
La tercera tricotomía está basada, como hemos dicho, en las
relaciones del signo con su interpretan te. Desde este punto de
vista el signos puede ser rema, signo dicente y argumento. El
rema es un signo que es interpretado como referido al objeto
de forma posible; es decir podría proporcionar alguna informa-
ción, pero no se interpreta que la proporcione. El rema ha de
ser desde los otros puntos de vista examinados un cualisigno y

141
un icono. Un signo dicente es un signo de existencia real que
tiene que poseer como parte de él un rema para poder referirse
al hecho que se interpreta como indicado por este signo. Una
veleta es un signo dicente. Un argumento es un signo que, para
su interpretante es un signo de ley, es decir un legisigno. Con-
secuentemente su objeto ha de ser también general, por lo que
ha de ser también un símbolo. En otros términos, el argumento
ha de poseer los caracteres del símbolo y ellegisigno.
Las nociones de rema, signo dicente y argumento se corres-
ponden en algún sentido con los conceptos tradicionales de
término, proposición y argumento. De ahí que se pueda decir
que un rema es un signo que, considerado por separado, no es
verdadero ni falso. Estas cualidades son propias de la proposi-
ción o signo dicente. Por su parte el argumento contiene un
signo dicente que son sus premisas.
Como cada una de estas tres tricotomías no se refieren más
que a un aspecto del signo, una descripción que se refiera a los
tres aspectos de la semiosis -la que se refiere al signo en sí
mismo, al modo en que se relacionan signo y objeto y a la rela-
ción entre el signo e interpretante- ha de contener tres términos,
aunque en algunos casos no sea absolutamente necesario; por
ejemplo, si un signo es un argumento, ha de ser al mismo tiempo
un legisigno y un símbolo. De ahí que por combinación de las
tres tricotomías puedan obtenerse diez clase de signos que pue-
den de modo esquemático encontrarse en el cuadro siguiente:

1: signo en sí mismo 2: signo-objeto 3: signo-interpretante

1° cualisigno Icono rema

2° sin signo índice signo dicente

3° legisigno símbolo argumento

142
Para obtener esas diez clase hay que tener en cuenta la
jerarquía existente entre las distintas categorías. Como dice
Peirce, un signo de una categoría inferior no puede determinar
a los de las superiores, aunque sí a la inversa. Es decir, un cua-
lisigno, que es un signo de primeridad, por ejemplo, no puede
poseer las características de un índice, que es un signo que per-
tenece a la categoría de la segundidad. Pero un sin signo puede
tener las características del icono y del rema. De esta manera
obtenemos las siguientes combinaciones válidas:
1:(1.1,2.1,3.1) cualisigno [icónico remático]
II:(1.2,2.1,3.1) sin signo icónico [remático]
III:(1.2,2.2,3.1) sin signo indicial remático
IV:(1.2,2.2,3.2) sin signo [indicial] dicente
V:(1.3,2.1 ,3.1) legisigno icónico [remático]
VI:(1.3,2.2,3.1) legisigno indicial remático
VII:(1.3,2.2,3.2) legisigno [indicial] dicente
VIII:(1.3,2.3,3.1 ) [legisigno] simbólico remático
1)(:(1.3,2.3,3.2) [legisigno] simbólico dicente
)(:(1.3,2.3,3.3) [legisigno simbólico] argumental

De acuerdo con la jerarquía de las categorías las denomina-


ciones que están entre corchetes podrían haberse suprimido ya
que constituyen redundancias y, por tanto, no son estrictamente
necesanas.

3.3 SEMIOSIS E INFERENCIA

3.3.1 Lógica y semiótica

La concepción del significado como interpretante sugiere


más que una estructura -imagen fundamentalmente espacial y
estática-, el movimiento constante y, por tanto, el fluir tempo-

143
ral; un movimiento que nos envía hacia atrás y hacia adelante
en un proceso del que nunca se acaba de ver el fin. No es éste
sin embargo un movimiento caótico y sin reglas. Pero sus
reglas no podrán ser tampoco las reglas codificadas de la
estructura, sino las del proceso inferencial. En otros términos,
las reglas de la semiosis, como las de la inferencia, son objeto
de la lógica.
El término 'semiosis' -del griego semeiosis- lo tomó Peirce
de Filodemo de Gadara"", un lógico epicúreo del siglo 1 a. c.,
que lo utiliza con el sentido de 'inferencia sígnica'. Pero ade-
más, Peirce reitera en diversas ocasiones que su semiótica no
es más que un aspecto de la lógica. Si en sentido estricto la
lógica es "la ciencia de las condiciones necesarias de consecu-
ción de la verdad", en sentido amplio, se ocupa de las leyes
necesarias del pensamiento; pero como este sólo es posible por
medio de signos, la lógica ha de ser una semiótica (1.444,
2.227). Enlaza así con una tradición cuyas referencias más
inmediatas pueden ser Locke y Lambert''", pero que recoge
también el espíritu de los estudios lógicos y lingüísticos de la
escolástica medieval'!".

10.- De este autor se halló en las ruinas de Herculano una obra titulada - según se ha
conjeturado- Peri semeíon kai semeioseon (Sobre el signo y su inferencia). Un
discípulo de Peirce, Allan Marquand hizo una tesis sobre ella, por lo que hay
que suponer que Peirce la conocía bien. (Para más detalles sobre Filodemo y su
tratado puede consultarse G. Manetti, 1987: 180-200. Para la relación con Peir-
ce, G. Deledalle, 1987).
11.- Locke, en el último capítulo del Ensayo sobre el entendimiento humano, realiza
la siguiente clasificación de las ciencias: Física (Filosofía natural), Práctica y
Semiótica. Esta última, que se ocupa de los signos en general, tiene como parte
fundamental a la Lógica, que se ocupa de los signos lingüísticos. En cuanto a
J.H. Lambert, utiliza un argumento muy semejante a este cuando en su Neues
Organon (1764) se refiere a la semiótica.
12.- Por eso cuando tiene que dividir la semiótica escoge términos de claras conno-
taciones medievales: gramática especulativa, lógica objetiva (o propiamente
dicha) y retórica especulativa. Estas tres partes de la semiótica las convertiría
Morris, interpretando a Peirce, en sintáctica, semántica y pragmática.

144
El estudio de los diferentes tipos de semiosis ha de condu-
cimos, pues, en último término, a las diferentes clases de infe-
rencias o modos mediante los cuales es posible sacar una con-
clusión de unas premisas. Este mecanismo puede adoptar tres
formas que, según Peirce, son las resultantes de combinar una
regla, un caso y un resultado'<. La primera de ellas es lo que
se conoce como inferencia deductiva o, simplemente, deduc-
ción, que consiste en aplicar una regla a un caso. La verdad de
la conclusión o resultado, depende de la verdad de lo estableci-
do en la regla y el caso. El siguiente ejemplo es del mismo
Peirce (2.623):

Regla: Todas las judías de este saco son blancas


Caso: Estas judías son de este saco
Resultado: Estas judías son blancas

La segunda es la inferencia inductiva. En la inducción parti-


mos de que es verdad lo que apreciamos en uno o varios casos
y a partir de ahí inferimos que también es verdad respecto de la
clase o conjunto en el que incluimos esos casos. Es decir, con-
siste en la inferencia de la regla partiendo del caso:

Caso: Estas judías son de este saco


Resultado: Estas judías son blancas
Regla: Todas las judías de este saco son blancas

Frente a la deducción, que es una inferencia analítica y sólo

13.- Para realizar esta formulación Peirce parte del principio lógico que establece
que cualquier silogismo puede reducirse al modo de la primera figura que los
medievales llamaban Barbara (razonamiento en el que tanto las premisas como
la conclusión son proposiciones universales y afirmativas). Este modo es el
paradigma de razonamiento deductivo, que consiste en aplicar una regla a un
caso. Los razonamientos no deductivos contienen los mismos elementos, pero
dispuestos de forma diferente (2.620).

145
permite explicar nuestro conocimiento, la inducción es sintética
y permite ampliarlo. Pero existe además otro tipo de razona-
miento sintético al que llama Peirce hipótesis o abducción. Este
tipo de inferencias permite explicar un hecho que aparece como
sorprendente al considerarlo, hipotéticamente, como el resulta-
do de aplicar una regla a un caso. En el ejemplo de Peirce:

Regla: Todas las judías de este saco son blancas


Resultado: Estas judías son blancas
Caso: Estas judías son de este saco

La inducción y la abducción son inferencias que con fre-


cuencia habían sido confundidas, sin embargo para Peirce pue-
den distinguirse sin dificultad:
La abducción arranca de los hechos, sin tener al principio,
ninguna teoría particular a la vista, aunque está motivada por
la sensación de que se necesita una teoría para explicar los
hechos sorprendentes. La inducción arranca de una hipótesis
que parece recomendarse a sí misma sin tener al inicio nin-
gún hecho particular a la vista, aunque con la sensación de
necesitar de hechos para sostener la teoría. La abducción
busca una teoría. La inducción busca hechos. En la abduc-
ción, la consideración de los hechos sugiere la hipótesis. En
la inducción, el estudio de la hipótesis sugiere los experimen-
tos que sacan a la luz los hechos auténticos a que ha apuntado
la hipótesis (7.218)

Que la inducción y la abducción son irreductibles a la


deducción es fácilmente comprensible. La diferencia funda-
mental estriba en que las inferencias deductivas son lógica-
mente necesarias, mientras que tanto la inducción como la
abducción sólo pueden ser justificadas desde el punto de vista
práctico y no desde el punto de vista lógico. De ahí que una
lógica de lo necesario, -como es la formal- excluya la induc-
ción y la abducción, que sólo pueden moverse dentro de lo
verosímil o probable. Ahora bien, para Peirce, un argumento

146
no deja de ser lógico porque sea débil; dejará de ser lógico si
aspira a tener una fuerza que no tiene (5.192). La lógica, aparte
de su interés por lo formal, ha de tener también un objetivo
práctico: hacer claras nuestras ideas. Por eso a él le interesa no
sólo por sus aspectos formales, sino en cuanto hace referencia
a los problemas prácticos que plantean los procesos de investi-
gación y de significación. En estos procesos, deducción, induc-
ción e hipótesis o abducción no son procesos incompatibles o
aislables, sino que, necesariamente han de complementarse.
Así cualquier proceso de investigación ha de comenzar por una
inferencia abductiva de la que es necesario sacar deductiva-
mente unas conclusiones que sólo la inducción puede contras-
tar empíricamente.
El interés de Peirce por los procesos abductivos iba más allá
del que se deriva de la teoría puramente lógica. Resultaban
enormemente útiles para comprender mejor los procedimientos
del descubrimiento científico que necesitan de una gran dosis
de creatividad. Por eso le fascinaban casos tan llamativos
como el de Kepler. Sin embargo, su interés aumentó considera-
blemente cuando empezó a entrever las aplicaciones que su
teoría de la abducción tenía en la explicación de los fenómenos
semióticos. Tanto es así que llegaría a decir que sólo se dio
cuenta de su verdadero alcance cuando se liberó de la rigidez
que el tratamiento lógico le imponía. Peirce abría así un cami-
no que otros posteriormente han continuado y que hoy resulta
ineludible en una teoría de la interpretación.

3.3.2 El modo abductivo

3.3.2.1 Lógica de la abducción

Para referirse al segundo tipo de inferencia sintética Peirce


utilizó expresiones como 'retroducción', 'presunción', 'hipóte-

147
sis', 'abducción'. Cada una de ellas pretende subrayar algunas
de las características de esta inferencia. El sujeto se encuentra
ante un hecho sorprendente o anomalía que reclama una regla
anterior -va pues del consecuente al antecedente (6.469)-; la
suposición de que ese hecho es el resultado de aplicar esa
regla a un caso permite explicar lo que sería inexplicable de
otro modo. Pero la hipótesis no es más que una explicación
provisional, por lo que reclama una comprobación. Su carácter
probatorio es, pues, aún más débil que el de la inducción, a la
que tiene que recurrir para realizar la contrastación.
Si Peirce adoptó definitivamente el término 'abducción' se
debió a que era el término que mejor convenía a la expresión
griega apagoge -también traducida al castellano por "reduc-
ción"- usada por Aristóteles (Primeros Analíticos, Lib II, 25
[69a 20-36]) para referirse a un tipo de inferencia deductiva de
carácter incierto porque el término medio utilizado no es muy
adecuado. La similitud de la apagoge aristotélica con la abduc-
ción peirceana no va más allá del hecho de que en ambos casos
se trata de inferencias probables, sin embargo Peirce considera
que Aristóteles cuando menos anduvo buscando a tientas el
modo de inferencia abductivo'!".
Comparando el tipo de conclusiones a que nos permite lle-
gar cada una de las tres inferencias dice Peirce:
La deducción prueba que algo debe ser; la inducción muestra
que algo es realmente operativo; la abducción se limita a
sugerir que algo puede ser (5.171).

Pero el hecho de que la abducción sólo nos permita sacar

14.- En cualquier caso quizás no resulte ocioso recordar que apagoge es una expre-
sión que tenía en griego un sentido jurídico; estaba relacionado con el derecho
que tenía un ciudadano a detener a un delincuente cogido infraganti. Ese senti-
do lo conserva también de alguna manera el verbo inglés to abduce que signifi-
ca atrapar o raptar. Ambos significados podrían servimos en su sentido figura-
do para aludir al modo en que se realiza una abducción en el sentido lógico.

148
conclusiones probables o verosímiles se compensa, según Peir-
ce, con una enorme ventaja: es la única manera que tenemos de
introducir nuevas ideas (5.171) y, por tanto, de avanzar en el
conocimiento. Por eso en la lógica de la investigación el pri-
mer paso consiste en formular una hipótesis o abducción. La
innovación que introduce la abducción dependerá de cada caso
y la creatividad del sujeto será decisiva. La creatividad exigida
por una abducción es inversamente proporcional al grado de
necesidad que se da entre las prernisas y la conclusión. O dicho
de otro modo, cuanto más alejada o insólita sea la relación
entre la regla y el hecho observado, mayor será la creatividad
exigida y también la originalidad de la explicaciónv".

3.3.2.2 Gnoseología de la abducción

La consideración de que la lógica ha de ocuparse también


de las inferencias no necesarias permitía su apertura y su cone-
xión con otros problemas que normalmente no son considera-
dos como estrictamente lógicos. La abducción, lógicamente
considerada, se ocupa de las relaciones posibles entre lo parti-
cular y lo general. Pero este problema empieza a tener otras
perspectivas cuando es situado en el contexto de la explicación
de cómo adquirimos nuevos conocimientos. En otros términos,
una explicación de los fenómenos perceptivos nos lleva a plan-
teamos preguntas entorno a la forma en que integramos los
nuevos conocimientos en los que ya tenemos y, en definitiva,
en cómo lo particular se convierte en universal o general.

15.- En sentido estricto Peirce no llegó a distinguir diferentes tipos de abducción,


aunque del estudio de las diversas definiciones se podría llegar a diferenciar al
menos dos clases distintas (Eco, 1989:275). Sin embargo, estudios posteriores
(Bonfantini y Proni, 1989; Eco, 1979: 238ss; 1989: 275ss) han llegado a esta-
blecer tipos diferentes de abducción basándose para ello en los distintos grados
de originalidad y creatividad exigidos a la hora de hallar la regla que actúa de
premisa mayor en la inferencia abductiva.

149
Peirce aborda este problema en distintos momentos, pero su
posición la encontramos bastante sintetizada en la séptima de
las conferencias pronunciadas en el Lowell Institute (5.180ss).
Esta posición puede resumirse en lo siguiente:
1) Aceptación de la máxima aristotélica de que no hay nada
en la mente (intellectus) que no estuviera ya en los sentidos.
Ahora bien, precisa, por 'intellectus' hay que entender 'signifi-
cado de cualquier representación'.
2) En todo juicio perceptual hay, además del elemento sin-
gular, otro de carácter general que nos permite llegar a realizar
formulaciones de carácter universal.
3) El juicio perceptual es un caso extremo de abducción, de
tal manera que entre uno y otro no habría más diferencia que la
imposibilidad de controlar conscientemente los procesos
mediante los cuales hacemos juicios perceptivos.
Una explicación un poco más amplia de estos principios
vendría a mostrar que, para Peirce, en la base del conocimiento
experimental se encuentra la abducción. El acto de cognición
empieza siempre con un perceptor" que conduce "mediante
una operación que (me) parece absolutamente incontrolable"
(5.115), a un juicio perceptivo. A partir del momento, en que
se produce el percepto, con enorme rapidez, se realiza una
inferencia hipotética con elementos que existen con anteriori-
dad en nuestra mente y que, al juntarse, nos permiten contem-
plar una nueva sugerencia. El juicio es, pues, el acto de forma-
ción de una proposición mental combinado con el acto de
asentir a ella. En algunas ocasiones Peirce expone sus argu-
mentos con elocuentes ejemplos y no poca pasión:
Al mirar por mi ventana esta hermosa mañana de primavera
veo una azalea en plena floración. ¡No, no! No es eso lo que

16.- A modo de definición Peirce dice que un percepto es "una imagen o proyección
animada u otra cualquier presentación" (5.115).

150
veo; aunque sea la única manera en que puedo describir lo
que veo. Eso es una proposición, una frase, un hecho; pero lo
que yo percibo no es una proposición, ni frase, ni hecho, sino
sólo una imagen, que hago inteligible en parte por medio de
una declaración de hecho. Esta declaración es abstracta;
mientras que lo que yo veo es concreto. Realizo una abduc-
ción cada vez que expreso en una frase lo que veo. Lo cierto
es que todo el tejido de nuestro conocimiento es un paño de
puras hipótesis confirmadas y refinadas por la inducción. No
se puede realizar el menor avance en el conocimiento más
allá de la fase de la mirada vacua, si no media una abducción
en cada pas (Ms. 692, cit. Sebeok y Umiker-Sebeok
1989:37).

Podríamos concluir, pues, que si consideramos que la fór-


mula "esto es x" -donde x puede ser sustituido por un concep-
to- vale para cualquier juicio perceptivo, estaríamos ante la
aplicación automática de una regla general -que en el juicio
estaría representado por el concepto universal- a un caso. Yes
que la razón última del parentesco entre percepción y abduc-
ción la encuentra Peirce en que la percepción es una interpreta-
ción (5.184), lo que se demostraría prácticamente por una
experiencia cotidiana: la percepción selecciona entre una mul-
titud de estímulos posibles aquellos que interesan o estamos
predispuestos a captar.
Esta teoría de la percepción permite explicar, en primer
lugar, cómo se produce la semiotización de nuestra experien-
cia, pero además, pone de manifiesto algo que no podía apre-
ciarse desde la perspectiva lógica: que la abducción, lejos de
ser un fenómeno infrecuente, es un modo inferencial del que
nuestra vida cotidiana está repleta. No sólo identificamos fenó-
menos o comprendemos el sentido de los signos mediante pro-
cesos abductivos, sino que frecuentemente adivinamos lo que
ha ocurrido o va a ocurrir, por el mismo procedimiento. Y es
que en último término la abducción no es más que un intento
de adivinación. En cualquier proceso heurístico, sea este la

151
labor detectivesca de las interpretaciones de indicios o en la
formulación de hipótesis científicas, encontraremos casos más
o menos sorprendentes de inferencias abductivas. El mismo
Peirce se refiere una y otra vez al caso de Kepler. Pero ha sido
en el contexto de la semiótica actual en el que se han estudiado
detenidamente los procesos inferenciales característicos de las
investigaciones de Sherlock Holmes, por ejemplo (17).

3.3.2.3 Semiótica de la abducción

Fue, como hemos dicho, el aspecto semiótico el que termi-


naría descubriendo a Peirce las posibilidades de la abducción.
Las tres categorías fenomenológicas que estaban en la base de
su lógica de relaciones pueden interpretarse bajo las formas de
posibilidad, existencia y necesidad, y por otra parte se concre-
tan en la clasificación de los signos en iconos, índices y símbo-
los. Las tres clases de inferencia constituían de este modo el
paralelo lógico de estas clasificaciones. La integración de estas
tres clasificaciones nos permite ver esas relaciones:

CATEGORIAS SIGNOS INFERENCIAS

10 Posibilidad Icono Abducción

20 Existencia Índice Inducción

30 Necesidad Símbolo Deducción

Las consecuencias que pueden extraerse de estas relaciones

17.- U.Eco y Th.A. Sebeok (eds.) 1989. Se trata de una recopilación de trabajos de
diferentes autores que abordan distintos aspectos de la cuestión. En ellos no
sólo pueden encontrarse análisis concretos sino aportaciones teóricas relevan-
tes.

152
son múltiples y muestran aspectos fundamentales de la filoso-
fía de Peirce que ahora hemos de obviar para centramos en el
carácter icónico de la abducción y sus consecuencias semióti-
caso
Más arriba nos hemos referido al icono como el signo que
mantiene con su objeto una relación de semejanza. Ahora bien,
esta semejanza ha de ser entendida de modo amplísimo'!".
Tanto es así que a la similitud en que se sustenta la iconicidad
nada parece escapársele: se trata de la pura posibilidad, como
puede observarse en el cuadro. En ese ámbito se mueve esa
irrefrenable e infinita capacidad que tiene el hombre para esta-
blecer relaciones entre los fenómenos que observa: siempre es
posible ver algún tipo de semejanza -o diferencia, que no es
sino su negación-o Por eso mismo las posibilidades de la
abducción son también infinitas.
Consecuentemente, el reino de la iconicidad es también el
de la ambigüedad. Como Eco ha puesto reiteradamente de
manifiesto, la iconicidad escapa a la función normativa de todo
código. Los signos icónicos fuera de contexto, no tienen códi-
go, lo que quiere decir que no deberían significar y, sin embar-
go, significan. "Así, pues, -concluye Eco- hay razones para
pensar que un texto icónico, más que algo que dependa de un
código, es algo que instituye un código" (1977:358). El icono
se constituye como tal por medio de una actividad representati-
va que en absoluto puede ser entendida como la reproducción
de lo idéntico. El icono no es una copia; antes al contrario,
exige ese tipo de actuación inferencial que implica siempre
-aunque no en todos los casos en igual medida- la creatividad
abductiva. La abducción, como operación sustentada por la
semiosis icónica, concede al sujeto un máximum de libertad

18.- Prueba de ello es la clasificación que hace Peirce de los iconos en imágenes,
diagramas y metáforas aunque el criterio de clasificación sigue siendo el de las
categorías faneroscópicas (2.277).

153
para explicar verosímilmente lo inexplicable. Pero decir que
sus límites son los de la verosimilitud es tanto como decir que
no hay más límite que el de la imaginación, porque siempre es
posible decir: "Esto es aquello".
Si eso es así, podríamos dudar de que en un universo en el
que sólo existieran íconos puros fuera posible la comunica-
ción. De la misma manera que la abducción es una inferencia
que necesita de la verificación y por tanto de la deducción y la
inducción, los icono s necesitan de la relación con otros signos
que, bien sea porque hacen referencia directa a lo real (índices)
o porque se rigen por alguna regla (símbolos), ofrecen criterios
de interpretación. Los signos que hemos de interpretar no pue-
den ser puros iconos. En realidad podría decirse que para Peir-
ce el icono es una especie de unidad mínima del quantum de la
relación de semejanza y posibilidad (Proni, 1981:43). Por eso
todo índice, como signo más complejo, presupone un icono y
todo símbolo un índice.
Basándose en la teoría de Peirce, la investigación semiótica
actual ha puesto de manifiesto que en los procesos de semiosis
podemos encontrar casos de inferencias deductivas, como
sería, por ejemplo, la sustitución de un signo del sistema
Morse por la letra correspondiente del alfabeto. No obstante se
trata de casos de rigidez inusual en los sistemas semióticos. La
inducción puede darse en los casos en los que se aprende el
significado de un signo por experiencias repetidas, fundamen-
talmente de carácter ostensivo. Como cuando, se observa que
una determinada expresión de un idioma extranjero es usada
para referirse a un objeto determinado. Ahora bien, el procedi-
miento más habitual es el de la abducción, que puede ir desde
los casos de atribución automática de una regla a un caso, a
otros que exigen gran creatividad. Este hecho hace del meca-
nismo abductivo un elemento fundamental para comprender
los procesos comunicativos y en especial cómo se produce la
interpretación. Desde este punto de vista la interpretación,

154
como en algún sentido han pretendido las teorías hermenéuti-
cas e informacionales, en cuanto pretende recorrer a la inversa
el camino trazado por el autor de un mensaje -de un texto- es
una re-troducción. Pero esto mismo hace difícil que se trate de
una operación simétrica a la producción: los procesos abducti-
vos introducen elementos nuevos difícilmente controlables
desde la perspectiva del autor.

3.4 LA HERENCIA DE PEIRCE

Se ha dicho con frecuencia que Peirce fue un hombre ade-


lantado a su tiempo y se aporta como prueba de ello el hecho
de que ni siquiera personas tan cercanas a él como lo fue
William James entendieran bien lo que quería decir. Pero a
parte de ésta, las dificultades por las que pasó su obra, durante
mucho tiempo absolutamente desconocida y aún hoy sólo par-
cialmente publicada, ha sido otra causa de que su influencia
haya sido muy tardía. Y sin embargo es seguro que sus ideas
hubieran podido iluminar en muchas ocasiones el debate en
tomo a los problemas lingüísticos y semióticos que ha caracte-
rizado el pensamiento del siglo XX. En tanto en cuanto pueden
también aclarar algunos de los problemas que vamos plantean-
do, quizá sea conveniente hacer un breve repaso de algunas de
ellas.
Uno de los aspectos más notables de la teoría semiótica de
Peirce es el haber planteado las relaciones semiósicas desde
una perspectiva que obviaba muchas de las dificultades que se
han encontrado para aclarar problemas tan discutidos como los
del significado y el objeto o referente. Resultaría demasiado
reiterativo volver a repasar algo tantas veces examinado como
las numerosas y diferentes definiciones de la noción de signifi-
cado. La de Peirce -muy próxima, por otra parte, a la concep-
ción del significado como uso que bastantes años más tarde

155
defendería Wittgenstein (Investigaciones, 43)- evita los incon-
venientes que tienen las nociones excesivamente restrictivas de
dos de las teorías lingüísticas más importantes del siglo: la
estructuralista y la corriente analítica de orientación lógico-
semántica.
La teoría de la significación o, en términos peirceanos, de
semiosis que han mantenido el estructuralismo e incluso algu-
nos autores considerados como post-estructuralistas, está gra-
vemente lastrada por lo que podría llamarse prejuicios lingüís-
ticos o verbocéntricos (Castañares 1992a). Por lo que hemos
dicho, debe haber quedado claro que el signo peirceano no es
una palabra, ni una frase, ni un texto. O mejor: puede ser cual-
quiera de ellas y todas a la vez'!", Por tanto, cualquier conside-
ración entorno a los otros dos relatos o a la semiosis, no puede
quedar sujeta a una teoría restringida a unidades como la pala-
bra o la frase, ni siquiera al texto entendido únicamente como
discurso.
Pero hay además otra cuestión en la que Peirce se opone
tanto al estructuralismo como a la corriente analítica de la filo-
sofía del lenguaje: no siempre el 'significado' de un signo es de
carácter lógico. No deja de ser sorprendente el que las teorías
semióticas elaboradas desde estos presupuestos hayan dejado
fuera de toda consideración el mundo de los sentimientos, de
las emociones, de las pasiones o incluso de las acciones. El
interpretante de Peirce se abre a ese mundo afectivo tan impor-
tante para cualquier análisis semiótico de la obra de arte, pero
que en absoluto está ausente de la vida cotidiana como han
empezado a poner de manifiesto la semiótica de las pasiones.
y lo mismo cabe decir con respecto a una semiótica de la

19.- El mismo Peirce dice: "Los signos en general [forman] una clase que incluye
imágenes, síntomas, palabras, frases, libros, bibliotecas, señales, órdenes y
mandatos, microscopios, apoderados legales, conciertos musicales y sus inter-
pretaciones ..." (Ms. 634:18-19. Cit. Gorlée 1992:29).

156
acción donde tan importante llega a ser lo que se dice como lo
que se hace al decir, como pusiera de manifiesto en un princi-
pio Austin, y posteriormente, los análisis que se han centrado
en la presuposición o en la acción creativa que supone el llena-
do de los vacíos o lugares de indeterminación que todo texto
posee.
En relación con esta última cuestión hay que subrayar la
importancia que tiene para una teoría de la interpretación el
carácter mediador del interpretante y cómo gracias a ella es
posible entender la comunicación como un entramado de cade-
nas en las que un signo-interpretante determinado no es más
que un eslabón que tiene conexiones tanto hacia atrás como
hacia adelante. De ahí que pueda hablarse -aunque Peirce no lo
haga- de circulo semiásico o quizás mejor -debido a lo que de
descentramiento e ilimitación posee- de una espiral semiási-
cd20); es decir, de un proceso de posibilidades infinitas en el
que todo signo presupone un proceso anterior, en el que él
mismo es un interpretan te, y otro posterior, por el que remite a
(implica) un interpretante que es un signo equivalente o más
desarrollado. Este nudo de presuposición e implicación que es
todo signo no es el punto divergente de donde parten líneas
opuestas y orientadas hacia el desencuentro. Por el contrario,
siempre cabe la posibilidad de que un signo remita a un inter-
pretante y éste, a su vez al signo, ya sea de forma mediata o
inmediata.
Pero para Peirce eso presupone también la existencia -en el
sentido amplio más arriba explicado- de un objeto representa-
do: la semiosis es una relación necesariamente triadica y si fal-
tara en alguna ocasión el objeto del signo, no cumpliría esa

20.- Véase más abajo (5.3.2.2) cómo lo interpreta Derrida. Aunque las consecuen-
cias últimas a que llega Derrida no pueden ser compartidas desde una perspec-
tiva como la de Peirce, no cabe duda de que existen coincidencias en la concep-
ción de la semiosis como un proceso ilimitado o ad infinitum.

157
condición. Esta concepción tiene varias implicaciones que nos
parecen especialmente relevantes. En primer lugar, una forma
de entender el problema de la referencia que no coincide con
algunas de las más conocidas y comentadas en el ámbito de la
lingüística y de la filosofía del lenguaje. En el ámbito de la lin-
güística, Saussure excluía el problema del objeto representado,
con un argumento digno de ser tenido en cuenta: la no perti-
nencia de ese problema dentro del ámbito de lo estrictamente
lingüístico. Pero con ello no se resolvía o eliminaba un proble-
ma, sólo se le ponía entre paréntesis. Que esa exclusión pueda
realizarse dentro del campo de la semiótica es sin duda una
cuestión discutible. Fundamentalmente porque, contrariamente
a lo que no pocos han creído, no se trata de un problema exclu-
sivamente epistemológico. Una descripción semiótica del obje-
to prescinde, en principio, de las razones por las que habría
que considerar a un objeto real o ficticio?". La razón funda-
mentalmente es de carácter práctico: los signos no siempre
representan objetos 'reales'. Pero además, las categorías de real
y ficticio vistas desde la semiótica no obedecen a los mismos
criterios que si se consideran desde el punto de vista de la epis-
temología o la lógica. Desde el punto de vista semiótico, la
frontera entre realidad y ficción es tan tenue que a veces desa-
parece. Por eso la semiótica, como ha dicho Eco (1977:31), se
ocupa de todo aquello que puede usarse para mentir.
Sin embargo tanto las teorías que rechazan la inclusión del
objeto como sujeto semiótico, como otras que pasan por ser
'referencialistas', suelen basarse en un principio que establece
que el objeto es algo 'real' o 'existente' -lo que en ocasiones
suele ir unido a una tendencia más o menos explícita a consi-

21.- Peirce distinguió perfectamente esos dos problemas. Sin duda se trata de una
cuestión que puede ser planteada desde una perspectiva epistemológica y así lo
hace Peirce por ejemplo en un texto muy conocido y comentado: "Cómo hacer
claras nuestras ideas" (5.388-410, especialmente en 5.405ss.). Pero el trata-
miento semiótico es diferente como más arriba se ha explicado.

158
derarlo como 'físico'-, y, por tanto, que la referencia sólo se da
en los enunciados verdaderos. De ahí que resulte tan frecuente
la creencia de que el acto más genuino de referencia es el de la
expresión ostensiva, aquella que contiene indicadores o deícti-
cos que se refieren a la realidad circundante a los sujetos del
discurso, como puede ser la expresión: "Este cuaderno es
azul".
La breve descripción que hemos realizado de la teoría peir-
ceana de la semiosis puede bastar para poner de manifiesto
hasta qué punto está alejada de tales planteamientos. Ni el
hecho de que un sustantivo se refiera a un ser ficticio (Cancer-
bero, Centauro, Don Quijote, etc.) o que una proposición sea
falsa ( como la tantas veces citada: "El actual rey de Francia es
calvo") es una cuestión que afecte al hecho de que se 'refieran'
a un objeto representado por un signo que da lugar a un inter-
pretante. Quizá pueda pensarse que lo que ocurre es que Peirce
confunde objeto y significado (interpretante). Sin embargo este
tipo de objeciones no tiene en cuenta que tanto cuando habla-
mos de signo -lo que suele considerarse como evidente- como
cuando hablamos de interpretante y objeto estamos hablando
ya de representaciones. Reconocer este hecho, es el primer
paso para evitar cualquier confusión. Tal hecho está basado en
el principio de que el hombre no puede pensar más que por
medio de signos y, por tanto, que cualquier consideración del
objeto sólo puede realizarse desde su representación. Lo que
hace que esa representación sea considerada como objeto es la
función que desempeña en el proceso de semiosis: el ser repre-
sentado por un signo. Ninguna otra consideración es pertinente
desde este punto de vista: ni si es real o irreal, existente o ine-
xistente, posible o imposible, verdadero o falso. Así 'centauro'
es un signo que representa un objeto que puede ser interpreta-
do como hace Boticelli en un famoso cuadro. Para enjuiciar
esta obra de arte nada nos importa si el centauro es un ser real
o inexistente. Naturalmente que yo puedo representarme -o

159
hacer que otro se represente- el centauro desde el punto de
vista de su irrealidad. Para ello puedo buscar una expresión
que claramente produzca ese interpretante y recurrir a una defi-
nición como la utilizada por el Diccionario de la Real Acade-
mia: 'monstruo fingido por los antiguos mitad caballo, mitad
hombre'. Pero esta interpretación necesita de ese objeto defini-
do como producto de la ficción.
Por otra parte, el que la semiosis sea una realidad triádica
impide cualquier consideración del círculo serniósico como un
círculo vicioso. En el círculo vicioso, la comunicación es
imposible. Si la serniosis fuera una relación de dos elementos
considerados como idénticos, pudiera haber circularidad vicio-
sa. Pero la circularidad se rompe cuando intervienen tres ele-
mentos que son funciones distintas y cuando el tercero de ellos
es el que establece el criterio desde el cual es posible conside-
rar algún tipo de semejanza. El funcionamiento abductivo que
rige la semiosis hace imposible que la semejanza pueda ser
entendida como identidad (Castañares, 1993). Todo esto puede
entenderse mejor desde la distinción que hace Peirce entre
objeto inmediato y objeto dinámico. Del objeto dinámico
caben muchas representaciones diferentes. Pero el objeto
representado por un signo es 'inmediato' porque el signo que lo
representa lo hace desde un punto de vista o fundamento. Por
eso una representación no agota al objeto dinámico, al que es
posible concebir fuera de esa relación serniósica determinada,
aunque, como hemos dicho, no al margen de toda representa-
ción.
Por lo demás, la referencia a los objetos soluciona, al menos
en parte una objeción que se ha hecho a la teoría peirceana de
la ilimitación de la semiosis: si la semiosis es realmente ilimi-
tada, la comunicación no es posible porque se diluye en ese
proceso infinito. Tal objeción sólo es posible desde un malen-
tendido. Desde el punto de vista de sus posibilidades, la sernio-
sis es ilimitada, pero desde el punto de vista de los actos con-

160
cretos, reales, la semiosis es limitada. Esta limitación de los
procesos semiósicos es explicable desde la limitación del
mundo propio de cada individuo. Hay que tener en cuenta que
nuestro mundo -del que forman parte los objetos reales, sus
representaciones y las representaciones de objetos no reales- es
limitado y el que el signo tenga que referirse necesariamente a
él, impide que la semiosis real sea ilimitada, al tiempo que per-
mite la comunicación. En resumen, desde el momento que
tanto nuestro conocimiento del mundo como de los sistemas
semióticos que permiten 'traducir' un signo a un interpretante
son limitados, la semiosis es limitada. Pero desde el punto de
vista de que es concebible una comunidad de sujetos en la que
dichos procesos pueden prolongarse de modo indefinido, la
semiosis puede ser entendida como ese proceso sin fin o ad
infinitum.
Pero hemos dicho también que cualquier referencia de un
signo a un objeto está mediatizada por el interpretante que ese
signo produce. Si un signo no causa un interpretante puede ser
debido a varias razones. Una de ellas -frecuentemente ignora-
da- es el desconocimiento del objeto. Para que un signo pueda
ser interpretado, el objeto tiene que ser conocido con anteriori-
dad. Tanto desde el punto de vista epistemológico como desde
el semiótico, primero existe un objeto y después el signo que
lo representa. De ahí que Peirce pueda decir que es el objeto el
que determina al signo y no a la inversa. Este principio es apli-
cable tanto al emisor como al intérprete. Que el emisor deba
conocer antes el objeto parece claro: sólo así puede comunicar
algo de él a través del signo. Pero quizá no esté tan claro que
este principio sea aplicable también al receptor. Sin embargo,
Peirce insiste: todo signo, presupone un conocimiento del
objeto porque sólo así puede proveer esa información adicional
sobre él que constituye todo interpretan te (2.231). Si el intér-
prete no tiene conocimiento previo del objeto -por muy vago
que este sea- el representamen no podrá provocar un interpre-

161
tanteo En el fondo de esta cuestión está un presupuesto de gran
importancia para Peirce: todo nuestro conocimiento se deriva
de conocimientos previos. Contrariamente a lo que otros -entre
los más destacados, Descartes?"- han creído, no existe la intui-
ción. Dicho en otros términos, nuestro conocimiento es siem-
pre inferencial: no es posible un acto absolutamente originario
en el sentido de que pueda establecerse un conocimiento que
no tenga nada que ver con algo conocido anteriormente. Todo
acto concreto de semiosis presupone otro anterior. Desde el
punto de vista de una teoría de la interpretación, este hecho
tiene sin duda importantes consecuencias como veremos.
Por último hay que hacer mención de la importancia que
tiene para una teoría de la comunicación en general, y para una
teoría de la recepción en particular, la concepción de los actos
de semiosis como procesos abductivos. Durante algún tiempo
se impuso la explicación de que en un acto de comunicación
un hablante (destinador, fuente, etc.) transmite un mensaje a un
oyente (destinatario, receptor, etc.) que se limita, un tanto pasi-
vamente, a descodificarlo. Esta concepción no tiene suficiente-
mente en cuenta que lo que llamamos sentido del texto no es
algo establecido de antemano. Si eso fuera así la semiosis ten-
dría que ser entendida como una relación de equivalencia y,
consecuentemente, exigiría el uso constante de la deducción,
única inferencia que permite establecer relaciones de equiva-
lencia. Pero ya hemos visto que el uso de la inferencia deducti-
va no es posible salvo en casos muy excepcionales. El desarro-
llo de la pragmática nos ha permitido ver que la constitución
del sentido es una actividad en la que el concurso y la coopera-
ción del destinatario es tan esencial como la del hablante. La

22.- Peirce no sentía mucho aprecio por Descartes. A criticar este aspecto de la teo-
ría cartesiana dedica Peirce dos artículos publicados en el Journal of Speculati-
ve Philosophy en 1868 y titulados "Questions concerning certain faculties c1ai-
med for man" (CP 5.213-263) y "Some consecuences of four incapaci-
ties"(5.264-317).

162
actividad interpretativa exige una competencia que no se redu-
ce al simple conocimiento del código. Se le exigen acciones
tan creativas como las de presuponer, implicar, llenar espacios
vacíos, recurrir a otros textos, etc. En otros términos, se le
exige que realice continuamente abducciones.
Por otra parte, en esa concepción resultaba básico el con-
cepto de código. La noción de código vigente hasta no hace
mucho tiempo, había surgido fundamentalmente en el contexto
de la lingüística y la antropología estructuralista de los años
cincuenta para ir extendiéndose después a diversos ámbitos.
Aunque no siempre entendido de la misma manera, hacía refe-
rencia a las reglas que normativizaban la actividad comunicati-
va. Sin embargo pronto se pondría de manifiesto que su efica-
cia a la hora de explicar convenientemente los fenómenos
comunicativos era más restringida de lo que cabía esperar. Si
en el campo de los lenguajes artificiales, fuertemente normati-
vizados, era más fácilmente definible y resultaba operativo, en
el del lenguaje natural, mucho más flexible, no ocurría lo
mismo: aparecían una serie de efectos secundarios que exigían
algún tipo de explicación adicional?".
En el capítulo anterior, a propósito de Iser, veíamos cómo al
plantearse el problema del estilo los rasgos particulares apare-
cían como difícilmente explicable desde la normatividad del
código lingüístico. Una de las soluciones aceptadas por algu-
nos consistió en considerar esos fenómenos como 'desviacio-
nes' de la norma. Sin embargo, lo que en un principio podía ser
considerado como una excepción, adquiría posteriormente las
proporciones de una metástasis: situados en el campo de la
estilística y la retórica, los fenómenos considerados como des-
viaciones, eran lo habitual. No parecía haber más remedio que
considerar a la situación inicial o discurso sin artificio como

23.- En el capítulo siguiente veremos la revisión que de este tema hace U. Eco a la
luz de la teoría peirceana

163
'grado cero' a partir del cual se produce la transformación que
da lugar al lenguaje literario, y al estilo como 'abuso', 'viola-
ción', 'subversión' o 'infracción' de la norma (GRUPO 11,
1987:50ss). Llevando las cosas hasta el extremo, se coloca
fuera de la ley al buen escritor y se hace poco menos que inex-
plicable la comprensión de los productos de la creación artísti-
ca o de aquellos otros actos comunicativos -como pueden ser
muchos de los mensajes publicitarios- que habitualmente vio-
lan lo que se considera 'norma'.
Las soluciones han sido diversas. Pero de lo que no cabe
duda es que una noción como la de la semiosis ilimitada
gobernada por reglas inferenciales abductivas, puede ayudar a
explicar mejor esos fenómenos que desde la noción de código
aparecen como 'desviaciones'. Si como hemos dicho, aceptára-
mos la idea de que la semiosis icónica se halla en la base de
cualquier fenómeno significativo, algunas de las preguntas
relacionadas con la creatividad permitida por los sistemas
semióticos podrían probablemente ser contestadas. La iconici-
dad adquiere entonces los caracteres que Aristóteles concedía a
la mimesis: la posibilidad inagotable de decir "esto es aquello"
(Retórica, 1371b)<24).Sin duda decir que "esto es aquello" es el
juicio más ambiguo que podemos hacer. Pero en él encontrará
el artista la posibilidad de establecer relaciones que nunca
antes se habían establecido. O también, crear las condiciones
para que sea el receptor de su obra el que establezca las reglas
de su propia interpretación. En cualquier caso este tendrá que
realizar una operación retroductiva: una búsqueda en su mente

26.- La noción aristotélica de mímesis plantea una problemática en la que se ven


involucrados la adquisición de nuevos conocimientos, el sentimiento -y por
tanto todo lo que tiene que ver con la estética-, la metáfora, la lógica de la vero-
símil, las relaciones de lo particular y lo general y, en último término, la signifi-
cación (Y. Bozal, 1987:82ss.). La proximidad de la mímesis, tal como la
entiende Aristóteles, y la iconicidad peirceana va, pues, más allá de lo mera-
mente casual.

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de un signo anterior que actúe de regla explicativa del nuevo
signo. En un cierto sentido podría decirse que no hay nada
nuevo: la regla ya está en él. Pero, como resulta obvio, la
novedad consiste en juntar lo que antes no estaba unido.
Esta perspectiva no niega, pues, la existencia de reglas. Sólo
pone de manifiesto que una regla puede usarse de varias mane-
ras. Puede utilizarse para regular comportamientos que el uso
ha institucionalizado de tal manera que su aplicación es prácti-
camente automática. Otras veces puede tratarse de reglas de las
que los usuarios pueden disponer con una cierta facilidad si
tienen un conocimiento aceptable de la cultura. Pueden incluso
inventar nuevas reglas para regular comportamientos comuni-
cativos que hasta un determinado momento no habían sido
regulados por ella. Con todo, la libertad del artista tiene un
límite: si la distancia entre lo conocido (regla) y el signo pro-
ducido es excesiva, puede hacer poco probable la interpreta-
ción. Habrá instaurado un código privado. Si quiere ser com-
prendido, su obra deberá tener suficientes elementos indicati-
vos -sean índices o símbolos- que permitan encontrar al intér-
prete el camino de la interpretación.
La labor de Peirce en el ámbito de una semiótica general
fue, pues, ingente. Pero las consideraciones que acabamos de
hacer ponen de manifiesto que es necesario un desarrollo más
concreto, menos general, que haga posible respuestas suficien-
temente convincentes a preguntas que han surgido en contex-
tos más específicos como los planteados por la semiótica
actual. En esta perspectiva pueden encuadrarse las aportacio-
nes que, desde una semiótica que acepta los principios funda-
mentales establecidos por Peirce, ha realizado Umberto Eco.

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