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El lenguaje del cuerpo y los

sentidos como teofanía


en la obra teológica de
Hildegarda de Bingen

The language of the body and the


senses as theophany
in the theological work of
Hildegard of Bingen

Azucena Adelina Fraboschi*


Universidad Católica Argentina – SIPLET
V. 3 - N. 6 - 2013

*Profesora y licenciada
en Filosofía (Universidad
Católica Argentina).

Resumen
A partir de la creación del hombre a
imagen y semejanza de Dios, Hildegarda de
Bingen (s. XII) quiere mostrar la concepción
del cuerpo como la imagen de Dios en el mar-
co del designio eterno de la encarnación del
Verbo divino, y la dignidad que ello otorga al
cuerpo humano. En dicha imagen, la abade-
sa de Bingen se refiere a los sentidos, con un
lenguaje que se vale de toda la riqueza ex-
presiva de los sentidos –y de su resonancia
afectiva–, amplía y profundiza los alcances de
la “captación sensorial del mundo”, culminan-
do en una elevación hacia la trascendencia
divina. Amplía dilatando, porque “los sentidos
son como la altura y la anchura de la dimen-
sión del ser humano”; profundiza porque, “así
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como la Ley ha sido puesta para la salvación del hombre, y los profetas mani-
fiestan los secretos de Dios, así también la sensibilidad del hombre aparta de él
cuanto le es nocivo, y descubre la intimidad de su alma.” Finalmente, le da una
dimensión trascendente porque los sentidos son, en expresión de la abadesa de
Bingen, “los signos de la omnipotencia de Dios [...]”. “Gemas refulgentes”, dice
Hugo de San Víctor, refiriéndose a los sentidos; “cinco piedras preciosas, más
brillantes que el sol y que las estrellas” celebra Hildegarda de Bingen.

Palabras clave: Hildegarda de Bingen, antropología, cuerpo huma-


no, sentidos.

Abstract
Since the creation of man in the image and likeness of God, Hildegard of
Bingen (XII c.) wants to show the concept of the body as God's image within
the eternal plan of the Incarnation of the divine Word, and dignity this gives the
human body. In this image, the Abbess of Bingen refers to the senses, with a
language that uses all the expressive richness of the senses -and their affective
resonance- broadens and deepens the scope of the "World's sensory feedback",
culminating in an elevation to divine transcendence. Extends dilating, because
"the senses are like the height and width of the human dimension"; deepens
because, "as well as the Act has been made for the salvation of man, and the
prophets manifest the secrets of God, so sensitivity of man away from him as
he is harmful, and discover the intimacy of his soul. "Finally, given a transcen-
dent dimension because the senses are, in the words of the Abbess of Bingen,"
the signs of the omnipotence of God [...] ". "Glittering gems," says Hugo of St.
Victor, referring to the senses; "five stones, brighter than the sun and the stars"
Hildegard of Bingen celebrated.

Keywords: Hildegard of Bingen, anthropology, human body, senses.

I. El hombre como teofanía y el mundo como antropofanía


“Yo soy la vida eternamente igual, que no tuvo comien-
zo ni finalizará; y esta misma vida que se mueve y obra
es Dios, y no obstante esta vida es una en tres poderes
o energías. Y así como se dice que la Eternidad es el
Padre, la Palabra es el Hijo, y el Aliento que une a estos
dos es el Espíritu Santo, así también Dios se expresó
en el hombre, en quien hay cuerpo, alma y racionalidad.
Porque Me enciendo sobre la belleza de los campos,
esto es la tierra, de cuya materia Dios hizo al hombre;
y resplandezco en las aguas, que son como el alma,
porque así como el agua se esparce a través de toda la
tierra, así el alma recorre todo el cuerpo. También ardo

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en el sol y en la luna: esto es figura de la racionalidad,


mientras que las estrellas son las innumerables pala-
bras de la racionalidad. Y con un soplo de aire, al modo
de una invisible vida que sustenta al conjunto, despierto
todas las cosas a la vida: porque por el aire y el viento
subsisten los vivientes que crecen y maduran, aparta-
dos de la nada por el solo hecho de existir.”
El libro de las obras divinas 1, 1, 2, p. 49-50.

Con estas palabras pronunciadas por Dios en la primera visión del


Libro de las obras divinas, última obra de la abadesa de Bingen, Dios se
presenta como el Creador que nos dice Su obra, como el Amor que es
Vida y da vida. Es una espléndida imagen en la que se conjugan mundo
y hombre, macrocosmos y microcosmos –porque para la abadesa de
Bingen el hombre es una teofanía, y el mundo una antropofanía–. Toda
creatura se contempla en el hombre porque el mundo es reflejo del hom-
bre, para cuyo servicio fue creado. En el pensamiento de Hildegarda,
el universo es presentado como una antropofanía, un mundo descripto
con bellísimas imágenes tomadas de la realidad del hombre. La direc-
ción ha sido invertida: no estamos ante un macrocosmos que incluye al
microcosmos, sino ante el hombre que irradia y proyecta su ser en un
mundo que tiene en él su sentido, puesto que fue hecho para el hombre.
Tenemos entonces que la referencia al cuerpo como la realidad material
del hombre integra también a la tierra de la que el hombre fue hecho; que
el alma, como su principio vital y animador, es comparada al agua, com-
paración que podemos hacer extensiva a los fluidos vitales que circulan
a través del cuerpo; y que la racionalidad como su espíritu o principio
intelectual es asimilada al sol y la luna, cuya luz ígnea ilumina haciendo
posible el conocimiento. Esta insistencia de Hildegarda en subrayar no
sólo el estar del hombre en el mundo y su interacción responsable con
él, sino también su constitución física misma a partir de los elementos
de la naturaleza, resuena como un bajo continuo a través de toda esa
maravillosa sinfonía que es la obra de la abadesa de Bingen, un canto de
alabanza a la creación divina y desde ella, a su creador.

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Dijimos que el hombre es una teofanía, y así leemos:

Hagamos al hombre a nuestra imagen, esto es, según


aquella túnica que germinará en el vientre de la virgen
y que la persona del Hijo revestirá para la salvación del
hombre, saliendo del útero de aquella que permanecerá
íntegra [...]. Hagámoslo también a semejanza nuestra,
para que con ciencia y sabiamente entienda y discierna
lo que ha de hacer con sus cinco sentidos, de manera
tal que también por la racionalidad de su vida –que se
oculta en él y que ninguna creatura, en tanto permanece
oculta en el cuerpo, puede ver– sepa señorear sobre los
peces que nadan en las aguas y sobre las aves en el
cielo y sobre los animales salvajes y sobre toda creatura
que habita en la tierra y sobre todo reptil que en ella se
mueve: porque a todos estos aventaja la racionalidad
del hombre” (LDO 2-1-43, 328).1

Muy notablemente, en este texto la imagen de Dios está dada por


la corporeidad del hombre –la túnica es el cuerpo–, en tanto sabiduría y
poder, operando con y a través de los sentidos, fundan la semejanza. Se
hace aquí presente la perspectiva cristológica –la Palabra de Dios hecha
carne– como realización del eterno designio del Padre, no necesaria-
mente ligado a la redención del hombre sino a la recapitulación de toda
la creación en un estado de gloriosa alabanza a Su Creador, designio
que incide con fuerza en esta revalorización del cuerpo humano y su
integración en lo que es imagen de Dios: el hombre. Abundando en esta
consideración tenemos un texto de Las causas y los remedios de las
enfermedades (CEC) que nos dice:

Dios, Quien es la vida sin inicio antes de la eviternidad,2

1.  Cf. El libro de las obras divinas (LDO)=Hildegardis Bingensis Liber Divinorum Operum.
Cura et studio Albert Derolez et Peter Dronke. Turnhout: Brepols, 1996. CCCM 92)
2.  La eternidad pertenece sólo a Dios, Quien no fue ni será, sino que siempre es: es
anterior, concomitante y aun posterior al mundo. Luego están los tiempos eternos o evi-
ternidad, que competen al arquetipo o modelo del mundo tal cual se encuentra en la sa-
biduría del Creador, y a los ángeles, quienes comenzaron a ser antes de la creación del
mundo, coexisten con el mundo y continuarán existiendo después de su fin; y finalmente
el tiempo simplemente tal, o los tiempos del mundo —que comienzan y terminan con
él—, y que son una sombra del evo. Por consiguiente, en este texto “antes de la eviterni-
dad” significa “antes de toda creación”, porque es antes de la creación de los ángeles y
del mundo, incluido el hombre.

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en un tiempo determinado atrajo a Sí Su vestido, que


estaba eternamente oculto en Él. Y de este modo Dios
y el hombre son uno, como el alma y el cuerpo, porque
Dios hizo al hombre a Su imagen y semejanza (CEC
1903, 65, líneas 14-18).

Si bien el cuerpo es el vestido del alma, el hombre todo es también


él, precisamente, el vestido de Dios, el ropaje que la Palabra divina asu-
mió en el momento de Su encarnación. Por eso, cuando decimos que
Dios hizo al hombre a Su imagen y semejanza, no queremos significar
con ello que en Dios hubiera corporeidad, sino porque había de atraerla
hacia Sí en ese acto de amor por el que Dios y el hombre serían uno:
“Y Dios hizo al hombre a Su imagen y semejanza, porque también quiso
que la forma del hombre fuera el vestido de la santa divinidad; y por eso
significó en el hombre a todas las creaturas, de la misma manera que
toda creatura provino de Su Palabra” (LDO 1, 145).

Juan Pablo II, en notable sintonía con la mirada cristocéntrica que


caracteriza a la abadesa de Bingen, hace de la Encarnación del Hijo
de Dios también el eje fundamental de su consideración sobre el tema:
“Esta plenitud de la autocomunicación de Dios adquiere una especial
densidad y elocuencia expresiva en el texto del evangelio de San Juan:
‘La Palabra se hizo carne’ (Juan 1, 14). La encarnación de Dios-Hijo sig-
nifica asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana, sino
asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es ‘carne’, toda la
humanidad, todo el mundo visible y material. La encarnación, por tanto,
tiene también su significado cósmico y su dimensión cósmica” (Keenan
2003, 107). Y en otro lugar dice: “La resurrección de Jesucristo es el sí
definitivo de Dios a su Hijo, al Hijo del hombre, el sí definitivo de Dios a
toda la creación. En la transfiguración del cuerpo elevado de Cristo co-
mienza la transfiguración de toda criatura, la ‘nueva creación’ en la que
toda la creación será transformada” (1989).

En su comentario al prólogo del Evangelio de San Juan dice


Hildegarda:

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Y el mundo fue hecho por Él, de manera tal que el


mundo surgió de Él, y no Él del mundo, porque la cre-
atura –toda creatura tanto invisible cuanto visible, por-
que algunas hay que no pueden ser vistas ni tocadas,
otras empero se ven y se tocan– provino por obra de la
Palabra de Dios. Mas el hombre tiene en sí una y otra,
es decir, el alma –aquello que ni se ve ni se toca– y el
cuerpo, porque ha sido hecho a imagen y semejanza de
Dios; por esta razón manda con la palabra y obra con
las manos. Así Dios dispuso la naturaleza del hombre
según la Suya propia, porque quiso que Su Hijo se en-
carnara tomando carne del hombre (LDO 1-4-105, 258).

Este texto, por una parte, arroja luz sobre una expresión del anterior,
la racionalidad de su vida –que se oculta en él y que ninguna creatura,
en tanto permanece oculta en el cuerpo, puede ver–: se trata del alma,
a la que Hildegarda se refiere diciendo que “el soplo de vida es el alma,
un fuego cuya llama es la racionalidad” (Carta 385, 2001, 148); pero
además menciona la creación como la obra de la Palabra operante de
Dios, a Cuya semejanza el hombre manda con la palabra y obra con las
manos, semejanza fundada en aquel amor por el que Dios, mediante la
encarnación de Su Hijo, quiso divinizar al hombre.

Soplo de vida, conocimiento y obra son conceptos que encontramos


también en este otro pasaje del Libro de las obras divinas:

Y con razón el hombre el hombre es llamado vida, por-


que toda vez que vive en virtud del soplo divino, es vida;
pero también continuará viviendo cuando por la muerte
de la carne se torne inmortal. Asimismo después del úl-
timo día, con su cuerpo y su alma juntamente el hom-
bre es vida en la eternidad, porque cuando Dios formó
al hombre encerró en él Sus ocultos misterios, puesto
que en el conocer, pensar y obrar fue creado a seme-
janza de Dios. La Divinidad tuvo en Sí el ordenamiento
de toda Su obra, cómo debía ser; y según esto hizo al
hombre capaz de pensar, de manera tal que antes de
llevar a cabo sus obras se las dictara a sí mismo compo-
niéndolas en su corazón, porque el hombre es el secre-
to recinto de las maravillas de Dios. Pues Dios manda
confiriendo el orden; el hombre en cambio piensa; y el
ángel tiene la ciencia, en la que siempre resuena con la
voz de la alabanza y con dilecto amor por el honor de

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Dios, y no desea otra cosa que estar en contemplación


ante Dios y alabarlo (LDO 3-4-14, 404).

Subrayamos así la contundencia de la afirmación de la vida en el


hombre, al punto de definirlo como tal: el hombre es vida; y por eso
también la necesidad de la resurrección el cuerpo para que, juntamente
con el alma, el hombre continúe siendo “vida” por toda una eternidad.
Adviértase también que en las operaciones propiamente humanas del
hombre radica la semejanza de Dios, lo que deja en pie la aseveración
de que la imagen está dada por el cuerpo, en previsión de la encarnación
del Hijo de Dios.

En cuanto a ese pensar por el que el hombre se dicta a sí mismo sus


obras antes de llevarlas a cabo, componiéndolas en su corazón, la refe-
rencia es a un procedimiento usual en la cultura de la época, como nos
lo dice otro texto de la misma obra: “El oído constituye el inicio del alma
racional porque, así como las palabras que se escriben primeramente
son dictadas,3 así también todas las cosas que se llevan a cabo con-
forme a la intención del hombre han sido dictadas y convenientemente
dispuestas a través del oído” (LDO 1-4-98, 235-236). Estamos ante un pen-
samiento que considera y reflexiona, antes de obrar. Por eso tenemos en
el texto apuntadas tres formas de conocimiento: el conocimiento tal cual
se da en Dios, Cuya sabiduría es creadora, y así dice: “Hágase”, y crea
un mundo ordenado, un cosmos (manda confiriendo el orden); el conoci-
miento del hombre, pensamiento que ha de descubrir ese orden y consi-
derarlo para actuar según la disposición creacional; y el conocimiento del
ángel o ciencia, contemplación pura y gozosa del Bien supremo.

3.  La referencia puede ser a los scriptoria o talleres de libros de los monasterios, donde
la multiplicación de las copias de los libros, en lo que al texto se refiere, muchas veces
se realizaba a través de un dictado que permitía la copia simultánea por parte de varios
amanuenses. Otra referencia es a los autores de los libros o maestros, que no pocas
veces los concebían, en cuanto a contenido y forma, en voz alta, en tanto un secretario
o un amanuense tomaba nota de sus palabras. En la Antigüedad grecorromana, el escri-
ba –habitualmente un esclavo que dominaba esa habilidad– era tan sólo una mano, en
tanto el verdadero trabajo del libro era el pensamiento, actividad propia del hombre libre.

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Pero avancemos un poco más en este tema de la creación del hom-


bre, porque en El libro de las obras divinas leemos:

Cuando Dios vio al hombre le agradó sobremanera,


porque lo había creado según la túnica de su imagen
y según su semejanza, ya que el hombre había de pro-
clamar, por el instrumento de su voz racional, todas Sus
maravillas. Pues el hombre es la plenitud de la obra di-
vina, porque Dios es conocido por él y porque Dios ha
creado todas las creaturas a causa de él y para él y le
concedió, en el beso del verdadero amor, proclamarlo
y alabarlo gracias a su racionalidad. Pero le faltaba al
hombre una ayuda que fuera semejante a él, por lo que
Dios le dio esta ayuda en ese espejo que es la mujer, en
la cual ocultó todo el género humano que había de de-
sarrollarse en virtud de la fuerza de Dios, como también
en virtud de Su fuerza Dios había producido al primer
hombre. Y así el hombre y la mujer se unieron para rea-
lizarse el uno a través del otro, porque el hombre sin la
mujer no se llamaría hombre, ni la mujer sin varón sería
llama­da mujer. La mujer es en efecto la obra del varón,
y el varón es el rostro de la consolación de la mujer, y
ninguno de los dos podría existir sin el otro. El varón
significa la divinidad del Hijo de Dios, pero la mujer Su
humanidad. Y así el hombre se sienta sobre el trono de
la tierra y manda sobre toda creatura, que subordinada
a él, le está sometida; y está por encima de todas las
creaturas (LDO 1-4-100, 243).

Hay aquí como un juego de espejos. La mujer aparece como espejo


del varón porque en ella Adán contempla a su semejante, su primera
imagen –“¡Ahora finalmente es hueso de mis huesos y carne de mi car-
ne!” (Gén. 2, 23)–; pero también contempla, en la futura maternidad de
Eva, a sus hijos, sus imágenes subsiguientes: se sabe a sí mismo en ella
y en esos hijos, pero sabiéndose a sí mismo sabe a Aquél de Quien es
imagen y semejanza, sabe a su Creador, y Lo sabe asimismo en esa nota
esencial y existencial que compartirá por gracia recibida: la fecundidad
del amor. Siendo que la mujer es obra del varón porque ha sido formada
de su costado, es también a través del varón que ella sabe y realiza, des-
de su propia carne, la divina nota del amor fecundo, y es en ese sentido

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y usando un lenguaje de claras resonancias bíblicas que se dice que el


varón es el rostro de su consolación. Es porque el hombre necesitaba
para su vida una ayuda semejante a él y porque la mujer esperaba de él
la plenitud de su vientre, y es porque la fecundidad del amor forma parte
de este juego, que el hombre y la mujer se unieron para realizarse el uno
a través del otro. Una frase hay en el texto: El varón significa la divinidad
del Hijo de Dios, pero la mujer Su humanidad, que Hildegarda explica
en El libro de los merecimientos de la vida: “Dios mismo había creado
al varón fuerte, y débil a la mujer, cuya debilidad engendró al mundo. La
Divinidad es fuerte, pero la carne del Hijo de Dios –por la que el mundo
es recuperado para su vida primera– es débil (LVM 4-24, 186)”4.

La fortaleza y el poder son propios de la Divinidad, y así se entiende


la alusión a Adán, el varón, quien hecho de tierra es por su rudeza y vigor
apto para trabajar la tierra y proveer al sustento de la vida en tanto ello
depende de la fuerza. También la referencia a la debilidad de la mujer
parece ser fundamentalmente a su corporeidad, por la referencia a su
maternidad: es de su carne la carne de sus hijos. Por eso esta expre-
sión: que la mujer engendró al mundo, nos recuerda una vez más que
el hombre es el microcosmos, y que el destino del mundo le está unido,
porque en función del hombre fue creado. Y por eso María, engendrando
a Cristo, la Palabra de Dios hecha hombre –por Quien el mundo es re-
cuperado para su vida primera–, engendra al mundo. En este sentido se
entendería mejor la inmediata referencia a la debilidad de Cristo: era en
Su carne humana –y no en la fortaleza de Su divinidad– que debía pade-
cer los tormentos de la crucifixión, y luego la muerte, para la redención
del género humano. Por otra parte, y recordando lo dicho con respecto
a Adán, vemos que Eva, la mujer, hecha de carne, provee la vida misma
y la alimenta y viste en cuanto se requiere de su actitud de servicio y ab-
negación y de sus conocimientos y habilidades. Con todo lo cual queda
dicho por qué y en qué sentido Adán era fuerte y no lo era Eva. Pero tam-

4. Cf. El libro de los merecimientos de la vida (LVM)=Hildegardis Liber vite meritorum. Ed.
Angela Carlevaris O.S.B. Turnhout: Brepols, 1995, CCCM 90.

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bién se entiende aquí la complementariedad y el mutuo servicio entre va-


rón y mujer. En este sentido es interesante traer a colación que Prudence
Allen, en su artículo: “Hildegard of Bingen’s Philosophy of Sex Identity” y
después de recordar que para Aristóteles el varón está asociado al fuego
y al aire (los elementos más altos, ligeros y cálidos), la mujer al agua y a
la tierra (los más bajos, pesados y fríos), subraya lo que llama “una sutil
variación” hildegardiana, según la cual los elementos del varón son el
fuego y la tierra (el más alto y el más bajo), el aire y el agua (los interme-
dios) los de la mujer, produciéndose así un balance entre los dos sexos.
“Esta teoría de la igualdad fundamental, con la simultánea diferenciación
filosófica entre varón y mujer, puede ser llamada ‘complementariedad
de los sexos.’ Ya que Hildegarda es el primer filósofo en desarrollar una
elaborada defensa de esta teoría, yo he sostenido en otro trabajo que
puede ser llamada ‘la fundadora de la filosofía de la complementariedad
de los sexos’” (Allen 1986, 233).

Pero volvamos a la creación del hombre:

Cuando Dios creó al hombre aglutinó el barro –del que


el hombre fue formado– con la ayuda del agua, e infun-
dió en esa forma un hálito de vida, de fuego y de aire.
Y porque el cuerpo humano fue creado de barro y de
agua, el barro se tornó carne por obra del fuego de ese
soplo de vida, y por el aire del mismo el agua con la que
el barro había sido ligado y cimentado se transformó en
sangre. Pues cuando Dios creó a Adán, el esplendor de
la Divinidad refulgió en torno a la masa de barro de la
que había sido formado, y así aquel barro, recibida su
forma, se mostró exteriormente con sus miembros deli-
neados, pero vacío por dentro. Entonces Dios creó, en
su interior y de esa misma masa de barro, el corazón, el
pulmón, el estómago, las vísceras y el cerebro, los ojos,
la lengua y los restantes órganos interiores. Y cuando
Dios le infundió el hálito de vida, la materia, esto es:
sus huesos, la médula y las venas fueron consolidados
y fortalecidos por dicha espiración; y el hálito se mani-
festó en esa masa de barro, tal como el gusano que se
retuerce en su morada y como el lozano verdor que hay
en el árbol. Y fueron reforzados como la plata toma otra
consistencia cuando el artesano la somete al fuego. Y

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así el soplo de vida se asentó en el corazón del hombre.


Entonces también, en esa masa, se formaron la carne
y la sangre por el fuego del alma (CEC 2, 42, líneas
9-29).5

Más allá de la descripción misma, este texto nos habla del amoro-
so cuidado con que Dios formó el cuerpo del hombre, como moldeán-
dolo con Sus manos a la manera de un artesano que trabaja con los
materiales de que dispone. Y éstos son, precisamente, los elementos
del mundo. Consecuente con su visión de la armonía existente entre el
macrocosmos y el microcosmos, propone Hildegarda en primer término
la concordancia de los elementos en la constitución del mundo –con el
protagonismo de fuego y agua, opuestos pero conciliados–, para encon-
trarlos luego en la hechura del hombre “por el dedo de Dios”:

Porque el hombre consta de cuatro elementos, de los


cuales dos son espirituales y dos carnales: el fuego y el
aire son espirituales, el agua y la tierra carnales. Estos
cuatro elementos en el hombre se unen en uno solo y
lo cuecen, para formarlo de sangre y de carne con to-
das sus añadiduras. Pero el fuego y el agua son entre
sí contrarios y no pueden cohabitar en uno, por lo que
conviene que cada uno de ellos sea guiado y moderado
por el Maestro. Así el agua se opone al fuego para que,
en su ardor, no se extienda más allá de lo conveniente;
y el fuego contiene al agua para que no fluya más allá
de lo debido sobre el calor de la sequedad. Y estas dos
fuerzas del fuego y del agua moderan toda la tierra con
el aire de las nubes, a fin de que subsistan y no perez-
can. Así también sucede en la sangre del hombre, que
enrojece por el calor del fuego y es acuosa a causa del
agua; porque si la sangre con su calor no fuese acuosa,
jamás podría fluir, sino que se secaría y caería como
una escama. También la tierra, si no fuese acuosa, se
esparciría como paja y no se salvaría la integridad de
creatura alguna. Por lo que toda otra creatura depende
de estas dos fuerzas, y sin éstas no tendría lugar forma
alguna; y si estas dos no estuvieran así unidas en una
sola, las restantes formas no subsistirían. Y en efecto,
de tal manera Dios creó al hombre con el barro hecho
de la tierra, que con el soplo del alma toma consistencia

5.  Cf. Las causas y los remedios de las enfermedades (CEC)=Hildegardis Causae et
curae. Ed. Paul Kaiser. Leipzig: Teubner Verlag, 1903.

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en la tierra acuosa, ígnea y aérea, y así el alma mueve


al hombre con los cuatro elementos, porque la figura
formada por el dedo de Dios toma su consistencia de la
tierra y está mezclada con el agua, se mueve por el aire
y es cocida por el fuego (Ídem, 64, línea 2 y 28).

Pero también, y en el mismo contexto de la concordancia entre ma-


crocosmos y microcosmos, la abadesa de Bingen señala la correspon-
dencia simbólica que, una vez más, resalta la dignidad del cuerpo hu-
mano en la consideración divina, con una muy particular mención de los
sentidos corporales.

Pero Dios representó toda Su obra en la figura del


hombre, como se ha dicho, y como aquí se muestra a
través de algunos ejemplos. En la forma redonda del ce-
rebro del hombre muestra Su dominio, porque el cere-
bro sostiene y gobierna todo el cuerpo, y en los cabellos
de su cabeza indica Su poder, que es Su ornamento,
como los cabellos adornan la cabeza. En las cejas de
sus ojos muestra Su fuerza, porque las cejas son la
protección de los ojos del hombre, de modo que alejan
de ellos cuanto les es nocivo y muestran la belleza del
rostro; y son como las alas de los vientos por las que
éstos se elevan y se sostienen, como un pájaro que con
sus alas a veces se alza en vuelo y a veces se posa,
porque el viento sopla a partir de la fuerza de Dios y los
soplos del viento son sus alas. En los ojos del hombre
significa Su conocimiento en virtud del cual prevé y co-
noce de antemano todas las cosas; los ojos reflejan en
sí muchísimas cosas porque son límpidos y acuosos, al
modo como la sombra de las otras creaturas aparece
en el agua. El hombre, pues, conoce y discierne todas
las cosas en su vista, y si careciera de ella, estaría en
medio de ellas como un muerto. Y en su oído Dios le
abre todos los sonidos de las alabanzas de los secretos
misterios y de las milicias angélicas, en las Él mismo es
celebrado: porque sería algo indigno que Dios no fuese
conocido sino por Sí mismo, dado que un hombre es
conocido por otro hombre con el oído, por medio del
cual el hombre entiende en sí mismo todas las cosas,
y estaría como vacío si le faltase el oído. En la nariz
muestra la sabiduría, que es la perfumada disposición
de todas las ciencias o conocimientos, de manera tal
que el hombre conozca por su aroma la ordenación de
la sabiduría. Pues el olfato se extiende hacia todas las

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cosas atrayéndolas a fin de saber qué son, y cómo son.


En la boca del hombre Dios significa a Su Palabra por
Quien creó todas las cosas, como también por la boca
son proferidas todas las palabras de la racionalidad:
porque con las palabras el hombre expresa un grandí-
simo número de cosas, como lo hizo la Palabra de Dios
creándolas en el abrazo del amor, de manera tal que
nada de lo necesario faltase a Su obra. Y como las me-
jillas y el mentón se encuentran en torno a la boca, así la
Palabra, cuando resonó, tuvo en sí el principio de toda
creatura, cuando todas las cosas fueron creadas (LDO
1-4-105, 249-50).

Si bien el texto es bastante explícito en sus imágenes, podemos


aportar algunas precisiones. Así por ejemplo, en la referencia a la forma
redonda del cerebro como significativa del señorío de Dios, recordamos
que con la forma circular señala Hildegarda la presencia sin principio ni
fin de la Divinidad Una y Trina, Su plenitud, la actividad divina creadora,
la energía vital que anima al mundo entero y lo gobierna.

Cuando comienza a trabajar la semejanza con los sentidos, nos en-


contramos con que la carencia de vista es asimilada a la muerte. Ello es
porque los ojos dicen relación vital con la luz, y por consiguiente la oscu-
ridad en que la privación de la vista sume a la persona es tenida como
una forma de muerte; no es difícil descubrir aquí, en el contexto del modo
de lectura propio de la cultura monástica, el paso a la consideración mo-
ral de las obras de la luz-vida vs. las obras de la oscuridad-muerte. Más
críptica pareciera ser, a primera vista, la expresión: sería algo indigno
que Dios no fuese conocido sino por Sí mismo, pero es una constante en
la obra de la abadesa de Bingen el tema de la alabanza a Dios a partir de
Su obra, la creación, verdadera teofanía para el hombre que a partir de
ella ha de elevarse hacia su Dios. Que Dios no fuese conocido sino por
Sí mismo implicaría la consideración del mundo sin su Hacedor, ignoran-
do así la manifestación divina en virtud de Su Palabra creadora.

La continuidad del texto: dado que un hombre es conocido por otro


hombre con el oído …, nos ubica de lleno en una cultura que todavía era
eminentemente oral, y por consiguiente, auditiva: el oído era la puerta

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del conocimiento, tanto proviniera la palabra de otro o de sí mismo –


prácticamente no existía la lectura silenciosa–, y así la palabra pronun-
ciada y oída era el medio de comunicación y de comprensión del otro,
de lo otro y de sí mismo. Por eso leemos en otro pasaje del Libro de las
obras divinas:

En efecto, la ciencia del bien –esto es, el conocimien-


to de lo bueno– es muda sin un oído recto, porque lo
que esa ciencia sabe, lo recibe ese oído; y el hombre
debe tener gran cuidado en el tratar y repetir lo que ha
aprehendido gracias a la ciencia del bien. Después de
haber compuesto de manera conveniente y equilibrada
todas estas cosas, esto es cuando comprende el bien y
el mal, cesando en esta tarea descansa un poco, como
el hombre que pone su tesoro en un cofre: recoge lo
bueno en el secreto de su corazón y arroja lejos de sí lo
malo” (Ídem 1-3-10, 127-28).

Este conocimiento o ciencia del bien y del mal, que reiteradamente


aparece en los textos de Hildegarda, apunta al conocimiento de la reali-
dad humana, de la creatura que se sabe tal ante su Creador, es la cien-
cia del sentido de la vida del hombre orientada hacia su Dios; pero no
es un saber meramente especulativo o teorético sino un saber práctico-
moral, que debe regir fontalmente la conducta del hombre. Fontalmente,
decimos, porque así como el conocimiento de los primeros principios –
de identidad, de no contradicción, de causalidad, etc.– preside todo acto
cognoscitivo del hombre, toda captación de la realidad y toda especula-
ción suya en pos de la verdad, así también el conocimiento o conciencia
del bien y del mal preside y funda el obrar humano en pos del bien. Con
esta consideración de la ciencia del bien y del mal, que sería muda sin
un oído recto, porque lo que esa ciencia sabe, lo recibe ese oído, queda
subrayada la importancia del oído y el vacío que produciría en el hombre
su carencia. En cuanto a la nariz, en la que Dios significa la sabiduría
como la perfumada disposición de todas las ciencias o conocimientos,
Cristiani-Pereira, en sus notas a la muy cuidada traducción y edición del
Libro de las obras divinas aportan una nota de real interés: “En Causae

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et curae (2, De oculis et naribus) [Hildegarda] dice sintéticamente que ‘la


nariz es la sabiduría del hombre’: la explicación está evidentemente en
la función respiratoria, en el hecho de que la nariz está atravesada por
la racionalidad del alma-respiro, aun si la originaria concepción estoica
de los cinco sentidos considera el olfato a medio camino ‘entre el aire
y la humedad, dado que no tiene la ligereza del aire, pero tampoco la
consistencia del líquido’ (Stoicorum veterum fragmenta II). En el Liber
vitae meritorum, en una versión ‘fisiológica’ de la figura del insipiens de
Anselmo, la nariz torcida y deforme caracteriza la tonta necedad y el ne-
cio intelecto de quien afirma la no existencia de Dios (I, 69). El texto está
próximo a Rabano Mauro, que identifica en la nariz torcida ‘aquel exceso
de sutileza del juicio que [...] termina por ofuscar la rectitud de la acción’
(Expositio in Leviticum, PL CVIII, cols. 485-86).”6

Finalizando, y a modo de resumen, decimos que, para Hildegarda,


el cuerpo es el vestido del alma, pero el hombre todo es también él, pre-
cisamente, el vestido que Dios produjo en el tiempo, para la realización
de lo que era un designio eterno: la Encarnación de la Palabra divina, el
Hijo de Dios hecho hombre, el Dios humanado para que el hombre, y en
él la creación toda, fuera divinizado. Es en relación con tan increíble pro-
digio que cobra su verdadero sentido la expresión: hizo al hombre a Su
imagen y semejanza. Así como el hombre es el vestido de Dios, así es el
cuerpo el vestido del alma, expresión que encontramos nuevamente en
la carta que Hildegarda escribiera a los prelados de Maguncia, en oca-
sión de la sentencia de interdicción que dichos prelados pronunciaron
contra la abadesa y su monasterio y que prohibía la celebración de los
oficios litúrgicos según el modo benedictino, esto es, cantado: “El cuerpo
es el vestido del alma, la cual tiene una voz viva, y por eso conviene que
el cuerpo unido al alma cante sus alabanzas a Dios con esa voz” (Carta
23 1991, 91).

Pero el alma, si bien puede vivir sin el cuerpo luego de la muerte del

6.  Cf. Ildegarda di Bingen 2003, nota 105, 1213.

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hombre (cosa que el cuerpo no puede), sin embargo estará incompleta


en su ser esencial –no es alma a secas, sino alma humana–, despoja-
da, desnuda hasta que revista nuevamente su cuerpo, y por eso es que
“reclamará su morada para que consigo conozca su gloria. Por lo que
también esperará ansiosamente el último día: porque ha sido despojada
del vestido que amaba, esto es, de su cuerpo, en el cual –cuando lo haya
recuperado– contemplará, juntamente con los ángeles, el rostro glorioso
de Dios” (LDO 1-4-104, 247).

II. Los sentidos, esas cinco piedras preciosas


Los sentidos, a menudo vilipendiados o bien endiosados, mas pocas
veces tenidos en su justa estimación...

Reiteradamente Hildegarda de Bingen se refiere a los mismos, con


un lenguaje que se vale de toda su riqueza expresiva –y de su reso-
nancia afectiva–; amplía y profundiza sus alcances, culminando en una
elevación hacia la trascendencia divina. Amplía dilatando, porque “los
sentidos son como la altura y la anchura de la dimensión del ser huma-
no”; profundiza porque, “así como la Ley ha sido puesta para la salvación
del hombre, y los profetas manifiestan los secretos de Dios, así también
la sensibilidad del hombre aparta de él cuanto le es nocivo, y descubre
la intimidad de su alma.” Finalmente, le da una dimensión trascendente
porque los sentidos son, en expresión de la abadesa de Bingen, “los sig-
nos de la omnipotencia de Dios [...].”

II.1. Los sentidos son como la altura y la anchura


de la dimensión del ser humano
En su primera gran obra, Scivias, dice Hildegarda que:

El hombre tiene en sí tres senderos. ¿Cuáles son? El


alma, el cuerpo y los sentidos. Es por ellos que transita
y se ejerce la vida humana (Scivias 1-4-18, 79).

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Esto es que el alma da vida al cuerpo y exhala el aliento vital a los


sentidos, en tanto el cuerpo atrae hacia sí al alma y despierta y abre los
sentidos, y éstos finalmente tocan el alma y excitan al cuerpo. Y en esto
ya resuena un primer eco de la divina Palabra creadora de ese todo
integral que es el hombre... En cuanto al uso de la palabra “senderos”,
adquiere su pleno sentido en el contexto de la narración del peregrinar
del alma-vida en el mundo, que es el tema de la visión de la que hemos
tomado el pasaje. En El libro de las obras divinas, tercera obra de su
gran trilogía y última de su vida, la abadesa de Bingen reafirma:

Dios ha consolidado y fortalecido al hombre con las


energías de todas las creaturas [...], para que por medio
de la vista conozca a las creaturas, las comprenda por
el oído, las distinga por el olfato, gracias al gusto sea
alimentado por ellas y las domine por el tacto (Ídem,
1-4-97, 231).

En una carta al deán de Colonia, Felipe de Heinsberg, amplía el


concepto, integrándolo en lo que es la totalidad del ser humano –con su
afectividad–, y su vida propiamente humana (segundo eco):

Éstos son los instrumentos para la edificación del hom-


bre, los que él comprende tocando, besando y abra-
zando, puesto que ellos lo sirven: tocándolos porque
el hombre permanece en ellos; besándolos, porque
obtiene conocimiento a través de ellos; abrazándolos,
porque ejerce su noble poder mediante ellos. Pero el
hombre no tendría posibilidad alguna de libertad si no
existiera con ellos. Así, ellos con el hombre, y el hombre
con ellos (Carta 15r 1991, 35).

Los instrumentos para la edificación del hombre son los sentidos,


que hablan de una presencia vital del hombre con todo su potencial aní-
mico –su conocimiento, su afectividad, su obrar, en esa capacidad suya
de espiritual apertura hacia la trascendencia divina–. Se trata de una
presencia física, corpórea y enriquecedora (tocándolo: la presencia del
sentido del tacto); se trata de la actividad cognoscitiva que saboreando
nutre –de ahí la referencia a la boca y al sentido del gusto, pero tambi-

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én está presupuesto el sentido del olfato, al que Hildegarda atribuye el


discernimiento– y da vigoroso crecimiento y plenitud a su ser “humano”
(besándolo), al tiempo que descubre a la Naturaleza como un libro en
el que, como lo celebra el Salmo 18, 1-4, “los cielos narran la gloria de
Dios y el firmamento proclama las obras de Sus manos”, donde “cada
día transmite al siguiente la Palabra, y una noche la da a conocer a la
otra”, y en el que las creaturas todas “no son palabras ni discursos cuya
voz no pueda percibirse” –aquí la imagen del libro y de las voces remite a
los sentidos de la vista y del oído–; y se trata, finalmente, de la actividad
que vuelca el saber y el querer del hombre en la obra transformadora del
mundo, recordando con Pablo VI que “el gobierno de la creación supone
para la raza humana no su destrucción sino su perfeccionamiento, la
transformación del mundo no en un caos que no permita vivir en él, sino
en una hermosa morada donde se respete todo” (Keenan 2003, 95-98).
Abrazándolo... Es con los cinco sentidos que el hombre está abierto y
atento a toda la realidad, tanto natural cuanto sobrenatural. Por eso dice
Hildegarda –y en esta imagen encontramos el tercer eco, en una imagen
muy hildegardiana, la del árbol que florece y fructifica desde las raíces
espirituales– que:

El entendimiento está en el alma como el lozano ver-


dor de las ramas y de las hojas en el árbol; la voluntad
está en ella como las flores; el ánimo como su primer
fruto, pero la razón como el fruto en perfecta sazón; los
sentidos, como la altura y la anchura de su dimensión
(Scivias 1-4-26, 84).7

II.2. La sensibilidad del hombre aparta de él cuanto le es nocivo, y descu-


bre la intimidad de su alma
Dos consideraciones contiene esta aseveración.

2.1. “La sensibilidad del hombre aparta de él cuanto le es noci-

7.  Cf. Scivias=Hildegardis Scivias. Ed. Adelgundis Führkötter O.S.B. collab. Angela
Carlevaris O.S.B. Turnhout: Brepols, 1978. CCCM 43.

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vo”: continuando con las imágenes a que es tan afecta, dice la abadesa
de Bingen que así como la Ley y los profetas se cimentan en los dos
mandamientos divinos: el amor a Dios y al prójimo (Mat. 22, 36-40), así
también la sensibilidad del hombre florece a partir del alma y sus fuerzas
o facultades, que son el entendimiento y la voluntad:

La obra de las fuerzas interiores del alma está unida al


sentido de manera tal que gracias al sentido dichas fuer-
zas son conocidas en los frutos de cada obra suya. Y el
sentido está sujeto a esas fuerzas porque lo conducen a
la obra; él no se las impone, ya que no es sino la sombra
de dichas fuerzas, y actúa de acuerdo a lo que les place
(Ídem 1-4-24, 82-83).

Desde la imagen propuesta (cuarto eco: la entrañable unión de lo


espiritual y lo sensorial en el hombre) Hildegarda establece una analogía
entre la Ley puesta para la salvación de los hombres y la sensibilidad que
preserva al hombre de cuanto le es perjudicial. Esta afirmación equivale,
de alguna manera, a postular en la sensibilidad una ley indudablemente
vinculada a la naturaleza humana y, por ello, a su Legislador supremo, a
su Creador. Avanzando un tanto en el tiempo, encontramos que en diver-
sos lugares de su vasta obra Sto. Tomás de Aquino trae la referencia a la
estimativa –a la que en el hombre, y con las debidas diferencias, denomi-
na cogitativa–, un sentido interno al que corresponde captar intenciones
no percibidas por el sentido externo, cuales son las de lo útil o lo nocivo
para la especie y/o para el individuo: es decir, intenciones vinculadas a la
naturaleza del ser de que se trata, naturaleza que es ley para dicho indi-
viduo. Es a partir de la operación de este sentido que el apetito sensitivo
se mueve hacia el objeto de su percepción o bien se aparta de él. Este
dato no resulta anacrónico pues, entre las fuentes de su pensamiento
sobre el tema, este autor del siglo XIII cita reiteradamente al médico per-
sa Avicena (s. X-XI) y también a Averroes, el Comentador de Aristóteles
(s. XII). En tiempos de Hildegarda, Avicena había conocido exitosa entra-
da en el mundo latino con la traducción de sus obras médicas, y es muy
probable que la abadesa lo conociera, y también a su teoría de la estima-

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tiva como facultad cognoscitiva vinculada a la sensibilidad y ponderativa


de un valor biológico, ya sea positivo o bien negativo.

2.2. “Descubre la intimidad de su alma”: continuando con sus


imágenes, y así como ha comparado la Ley con la sensibilidad, en tanto
ambas procuran la salud y la integridad del hombre –una en el plano es-
piritual y en el biológico la otra–, ahora la abadesa relaciona los sentidos
con los profetas, en cuanto a que ambos manifiestan lo oculto. “El hom-
bre es conocido por su rostro”, dice; y en El libro de los merecimientos
de la vida presenta los diferentes vicios que afectan al ser humano con
rasgos físicos que los caracterizan. Así, y a modo de ilustración, toma-
mos el caso de la Avaricia:

La cuarta imagen aparecía en la figura de un hom-


bre, excepto porque carecía de cabellos en su cabeza,
y tenía la barba como de un chivo; las pupilas eran pe-
queñas y el blanco del ojo dilatado. Con su nariz aspi-
raba fuertemente el viento y lo emitía. Sus manos eran
de hierro, sus piernas sanguinolentas y sus pies como
los pies de un león. Vestía una túnica tejida con una
mezcla de colores blanquecino y negruzco, que parecía
angostarse en la parte superior pero en la inferior, cerca
de las piernas, se ensanchaba. Sobre su pecho apare-
cía un buitre de color negro, que apoyaba sus pies en
el pecho pero volvía su espalda y su cola hacia la ima-
gen. Había además un árbol junto a ella, cuyas raíces
se hundían en la Gehenna, y cuyos frutos eran negros
como la pez y sulfúreos. La imagen miraba este árbol
con gran amor y, arrebatando con su boca un fruto, lo
devoraba ávidamente. También rodeaban a la imagen
muchos gusanos horribles que con sus colas producían
mucho ruido y gran movimiento en las tinieblas, como
los peces sacuden el agua con los golpes de sus colas
(LVM 5-7, 223-24).

Más allá de la explicación que da Hildegarda de esta imagen –y que


aquí no transcribimos–, nuestra experiencia cotidiana de las personas
nos permite concluir una preocupación obsesiva a partir de la ausencia
de cabellera; la barba de chivo da un aspecto torvo, oscuro, y las pupilas
pequeñas hacen un rostro astuto, taimado y hasta cruel, que en lugar de

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una apertura buena al prójimo muestra un estudio del mismo, frío y cal-
culador, para los propios fines. El venteo fuerte de la nariz señala avidez
ansiosa e insaciable; las manos de hierro dicen fuerza en el arrebatar y
retener, las piernas sanguinolentas y las garras de león denotan cruel-
dad. La vestimenta oscura, el buitre negro y carroñero, no hacen otra
cosa que corroborar la sensación de malignidad. Los frutos sulfurosos
del árbol maldito añaden, a lo que hasta ahora era una impresión prove-
niente de la vista, del olfato y del tacto, la sensación del gusto, amargo
y picante, que no impide su ingesta por parte de la codiciosa imagen,
a quien tan sólo le importa tener, sin reparar en “qué”. Finalmente, la
presencia de los gusanos y su actividad significan la apelación al oído, a
través del desagradable ruido del tumulto y de los golpes, cuya estriden-
cia completa el retrato de una realidad interior a partir de los sentidos. Lo
oculto del alma se revela en la manifestación de los sentidos...

II.3. Los sentidos son los signos de la omnipotencia de Dios


Esta sorprendente afirmación se encuentra en un bello texto del li-
bro de las obras divinas, en el que los cinco sentidos del hombre apa-
recen como signos del poder de Dios en virtud de los cuales el hombre,
al tiempo que conoce y domina el mundo, conoce y siente que debe
venerar a Dios, veneración que lo constituye en el décimo coro angélico:

Pues el Señor reina poderosamente en el cielo con Su


poder, y fija Su mirada en las estrellas –encendidas por
Él– y en toda otra creatura. Así también el hombre se
sienta en su trono –que es la tierra–, y señorea sobre
las restantes creaturas, porque ha sido revestido con
los signos de la omnipotencia de Dios. Estos signos son
los cinco sentidos del hombre mediante los cuales, por
el poder de Dios, conoce y siente que con fe verdade-
ra en Dios debe venerar la Trinidad en la Unidad y la
Unidad en la Trinidad; esta veneración es el ornato de
los nueve coros angélicos, de los que fue expulsada y
arrojada la diabólica turba. El hombre es el décimo coro
con que Dios en Sí mismo reparó la disposición primera
de los ángeles perdidos, porque quiso hacerse hombre:
en Su humanidad se encuentra la torre en la que cami-

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nan los que forman parte del décimo coro. Y así, como
se ha dicho, Dios ha significado en el hombre tanto a
las creaturas superiores cuanto a las inferiores. El cual
hombre, luego que le fue insuflado el aliento de vida,
que es el alma, se levantó y conoció todas las creaturas,
y las abrazó en su espíritu con fortísima dilección (LDO
1-4-102, 244-45).

Hay dos cuestiones tal vez no tan fáciles de entender a primera vista
en este texto. Pero la primera de ellas: que los sentidos son los signos
del poder divino, se ilumina a partir de la consideración del relato de la
creación del hombre y de lo que en él es imagen y semejanza de Dios:

Hagamos al hombre a nuestra imagen, esto es, según


aquella túnica que germinará en el vientre de la virgen
y que la persona del Hijo revestirá para la salvación del
hombre, saliendo del útero de aquella que permanecerá
íntegra [...]. Hagámoslo también a semejanza nuestra,
para que con ciencia y prudencia entienda y juzgue sa-
biamente lo que ha de hacer con sus cinco sentidos, de
manera tal que también por la racionalidad de su vida
–que se oculta en él y que ninguna creatura, en tanto
permanece oculta en el cuerpo, puede ver– sepa seño-
rear sobre los peces que nadan en las aguas y sobre las
aves en el cielo (Ídem 2-1-43, 328).

Muy notablemente, en este texto la imagen de Dios está dada por


la corporeidad del hombre –la túnica es el cuerpo–, en tanto sabiduría y
poder, operando con y a través de los sentidos, fundan la semejanza. Se
hace aquí presente la perspectiva cristológica –el Verbo de Dios hecho
carne– como realización del eterno designio del Padre, que Hildegarda
incluye en su comentario al prólogo del Evangelio de San Juan:

Y el mundo fue hecho por Él, de manera tal que el


mundo surgió de Él, y no Él del mundo, porque la cre-
atura –toda creatura tanto invisible cuanto visible, por-
que algunas hay que no pueden ser vistas ni tocadas,
otras empero se ven y se tocan– provino por obra de la
Palabra de Dios. Mas el hombre tiene en sí una y otra,
es decir, el alma y el cuerpo, porque ha sido hecho a
imagen y semejanza de Dios; por esta razón manda con
la palabra y obra con las manos. Así Dios dispuso la na-
turaleza del hombre según la Suya propia, porque quiso

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que Su Hijo se encarnara tomando carne del hombre.


[…] (Ídem 1-4-105, 258).

La segunda: que el hombre por los sentidos conoce a Dios, tiene un


principio de respuesta en un pasaje del Libro de las obras divinas: “El
alma es enviada por Dios al cuerpo del hombre para vivificarlo a través
de ella; y porque sabe que ha venido de su Creador, por eso también el
hombre, tanto si se encuentra en alguna secta como si está en la recta
fe, invoca el nombre de Dios: porque esta actitud le es connatural, de
acuerdo a las fuerzas buenas de su alma” (Ídem 1-4-18, 150). Pero este
Dios, en el texto que motiva estas cuestiones, es muy concretamente un
Dios Uno y Trino, Quien se manifiesta en la creación porque ésta es Su
obra, como leemos en la visión primera del Libro de las obras divinas:

Y así Yo, la energía ígnea, Me oculto en estas cosas,


y ellas arden por Mí, como la respira­ción mantiene al
hombre en movimiento y como la voluble llama está en
el fuego. Todas estas cosas viven en su esencia y no
mueren,8 porque Yo soy la vida. También soy la racio-
nalidad, que tiene en sí el aliento de la Palabra que re-
suena, por la que toda creatura fue hecha. Y la insuflé
en todas las cosas de manera que ninguna de ellas sea
mortal en su género, porque Yo soy la vida. [...] Yo soy la
vida eternamente igual, que no tuvo comienzo ni finali-
zará. Y así como se dice que la Eternidad es el Padre, la
Palabra es el Hijo, y el Aliento que une a estos dos es el
Espíritu Santo, así también Dios se expresó en el hom-
bre, en quien hay cuerpo, alma y racionalidad. Porque
Me enciendo sobre la belleza de los campos, esto es la
tierra, de cuya materia Dios hizo al hombre; y resplan-
dezco en las aguas, que son como el alma, porque así
como el agua se esparce a través de toda la tierra, así
el alma recorre todo el cuerpo. También ardo en el sol y
en la luna: esto es [figura de] la racionalidad (mientras
que las estrellas son las innumerables palabras de la
racionalidad). Y con un soplo de aire, al modo de una
invisible vida que sustenta al conjunto, despierto todas
las cosas a la vida (1-1-2, 48-50).

8.  Como se advierte en el mismo párrafo, no se trata de una inmortalidad individual sino
específica y, según podría desprenderse del contexto, la inmortalidad de la especie en
Dios (“porque Yo soy la vida”).

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Racionalidad que concibe, Palabra que la expresa y Aliento de Vida,


una clara alusión trinitaria en el contexto de la actividad creadora “por
la que toda creatura fue hecha”. Pero en la continuidad del texto y en
una de esas espléndidas imágenes tan propias de Hildegarda y que ya
hemos tenido ocasión de apreciar, se conjugan mundo y hombre, macro-
cosmos y microcosmos –porque para la abadesa de Bingen el hombre
es una teofanía, y el mundo una antropofanía–. Tenemos entonces que
la referencia al cuerpo como la realidad material del hombre integra tam-
bién a la tierra de la que el hombre fue hecho; que el alma, como su prin-
cipio vital y animador, es comparada al agua, comparación que podemos
hacer extensiva a los fluidos vitales que circulan a través del cuerpo; y
que la racionalidad como su espíritu o principio intelectual es asimilada
al sol y la luna, cuya luz ígnea ilumina haciendo posible el conocimiento.

II.4. Los sentidos, esas cinco piedras preciosas


Los sentidos son “como piedras preciosas, y como un valioso teso-
ro sellado en una vasija” (Scivias 1-4-24, 83). Más precisamente dice
Hildegarda, poniendo sus palabras en boca de Alma, en su lamento lue-
go de la caída original:

Pues yo debí tener un tabernáculo adornado con cin-


co piedras preciosas, más brillantes que el sol y que
las estrellas, porque el sol poniente y las estrellas que
se apagan no debían brillar en él, sino que en él debió
hallarse la gloria de los ángeles. El topacio debió ser su
fundamento y todas las piedras preciosas su estructura;
sus escalinatas de cristal y sus atrios pavimentados con
oro (Scivias 1-4, 62).

Es una imagen común a filosofías y religiones la del cuerpo como la


habitación del alma, cárcel en algunos casos, morada en otros, como en
el presente. Hildegarda oscila entre las imágenes del vestido y de la mo-
rada para designar al cuerpo; prefiere –aunque sin exclusividad– la pri-
mera cuando se refiere a la Palabra de Dios en relación con el designio
eterno de la encarnación, y usa más comúnmente morada con referencia

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al Hijo de Dios hecho hombre, o bien a todo hombre, para designar su


cuerpo. En este último caso y en el texto que nos ocupa, la morada es lla-
mada tabernáculo, o tienda. La imagen de la tienda refuerza el concepto
del hombre como peregrino, porque es la vivienda característica del pue-
blo nómada que fue Israel, hasta llegar a la Tierra Prometida –su paraíso
de leche y miel– y a su ciudad santa, Jerusalén. Queda así introducida
esta consideración que de manera tan gloriosa enuncia la abadesa de
Bingen. Son al respecto muy interesantes algunas reflexiones de Jan S.
Emerson, en su trabajo “A Poetry of Science. Relating Body and Soul in
the Scivias” (Emerson 1998, 77-101) donde señala la apelación a todos
los sentidos en los textos hildegardianos, que resultan de esta forma
notablemente enriquecidos, no sólo en cuanto a la descripción de lo que
quiere mostrar sino en cuanto a las resonancias afectivas que suscita.

Como un ejemplo de la escritura de Hildegarda veamos la descripci-


ón inicial de la segunda visión de Scivias:

Luego vi como una inmensa multitud de antorchas vi-


vientes dotadas de gran claridad las cuales, al recibir un
fulgor ígneo, adquirieron un serenísimo resplandor. Y he
aquí que apareció un lago muy ancho y profundo, con
una boca como la boca de un foso que emitía un humo
ígneo hediondo, desde el cual también una horrible ti-
niebla, alargándose como una vena, tocó una imagen
que consideraba engañosa. Y en una región clara sopló
sobre la luminosa nube que había salido de una bella
forma humana, y que contenía en sí muchas, muchísi-
mas estrellas; y así la arrojó de esa región y también a
la forma humana. Después de esto, un resplandor inten-
so envolvió la región, y todos los elementos del mundo,
que primero habían estado en una gran quietud, presas
de la más grande inquietud mostraron horribles terrores.
Y nuevamente escuché a Quien me había hablado an-
tes, diciéndome […] (Scivias 1-2, 13).

Se hace aquí presente el empleo de imágenes que aluden a la vista,


al gusto, al olfato, al tacto y al oído, con expresiones de gran vivacidad.
Ya bajo otra óptica, Emerson se refiere también a los sentidos corporales
del hombre, vinculados a las cinco llagas de Cristo, las que asumen al

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respecto un valor redentor: “Mi Hijo lleva a los hombres en Su sangre, y


así son salvados por Sus cinco llagas: porque cuanto pecado hayan co-
metido a través de sus cinco sentidos será lavado por la justicia suprema
después del arrepentimiento y la penitencia [...]” ( Scivias 3-1-7, 336). Si
bien los sentidos aparecen mencionados como instrumentos de pecado,
lo cierto es que han sido redimidos no en forma anónima y general, sino
en la consideración de su cantidad numérica concreta: a los cinco senti-
dos pecadores, corresponden las cinco salvadoras llagas de Cristo.9

Los sentidos tenían ya una fuerte presencia en un autor como


Orígenes, quien de ellos se vale para expresar vívidamente la experien-
cia de Dios:

Pero el que examine más a fondo este punto dirá que


hay, como dice la Escritura, un sentido general divino
que sólo el bienaventurado encuentra ya en esta vida,
según se dice en Salomón: Hallarán un sentido divino
(Prov 2, 5). De este sentido existen varias especies: la
Visión, que ve cosas de naturaleza más excelente que
la de los cuerpos, entre las que hay que contar a los
querubines y los serafines; un Oído, que percibe voces
que no se forman en el aire; un Gusto que saborea el
pan vivo descendido del cielo y que da la vida al mun-
do (Juan 6, 33); un Olfato que percibe el buen olor de
Jesucristo del que habla Pablo (2 Cor. 2, 15); y un Tacto
según el cual dice Juan: Hemos tocado con nuestros
manos al Verbo de la Vida (1 Juan 1, 1). Los bienaven-
turados profetas, que hallaron ese sentido divino, veían,
oían y gustaban, y hasta olían, por decirlo así, de una
manera divina, donde no hay nada corporal. Tocaban
también al Verbo por su fe y recibían en ellos mismos
su impresión, que los purificaba (Orígenes 1977, 91-92).

9.  También en Scivias 1, 6, 3, p. 103 encontramos la misma referencia: “Estas milicias


rodeaban a las otras cinco a modo de corona: esto es que el cuerpo y el alma del hombre,
abrazándolos y conteniéndolos con su pujante fortaleza, deben dirigir sus cinco sentidos
–lavados por las cinco llagas de Mi Hijo– hacia la rectitud de los mandamientos que se
encuentran en la interioridad del hombre”. Asimismo Pedro Damián tiene al respecto un
texto explícito: “Si con el Apóstol decimos que Cristo es piedra (I Cor. 10, 4), las aperturas
de la piedra son las llagas del Redentor, las cuales en verdad no son cinco –o sea la de
la lanza y las de los clavos– por azar, sino porque habiendo sido heridos por las llagas
de nuestros cinco sentidos, por estas cinco llagas [de Cristo] somos devueltos a salud
perpetua.” (Petrus Damianus. Institutio monialis, PL 145, 0734B).

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Y, si bien posterior en el tiempo, también un bellísimo texto de santo


Tomás de Aquino –comentando la carta de San Pablo a los Filipenses–
nos habla del amor a Dios y al prójimo desde los cinco sentidos del hom-
bre, así transfigurados:

Dice por consiguiente: ‘Sed humildes, como dije; senti-


dlo, es decir, experimentadlo como fue en Cristo Jesús’.
Es necesario advertir que debemos sentirlo de cinco
maneras, o sea, con los cinco sentidos. En primer lu-
gar, contemplar Su amor (caritas), para que iluminados
por Su luz nos hagamos semejantes a Él. Is. 33, 17:
‘Verán al rey en el esplendor de su belleza, etc.’ 2 Cor.
3, 18: ‘Pero todos nosotros, contemplando y reflejando
la gloria de Dios en nuestro rostro sin velo, etc.’10 En
segundo lugar, prestar oídos a Su sabiduría, para al-
canzar la bienaventuranza. 3 Rey. 10, 8: ‘Dichosos los
varones, y dichosos tus siervos, los que están de pie
ante ti y escuchan tu sabiduría.’ Sal. 17, 45: ‘Oyéndome,
me obedeció.’ En tercer lugar, oler las gracias de Su
suave mansedumbre, para correr hacia Él. Cant. 1, 3:
‘Atráeme en pos de ti, corramos hacia el perfume de tus
ungüentos.’ En cuarto lugar, saborear la dulzura de Su
piedad para que siempre seamos amados por Dios. Sal.
33, 9: ‘Gustad y ved cuán dulce es el Señor.’ En quinto
lugar, tocar Su poder para ser salvados. Mat. 9, 21: ‘Si
toco tan sólo la orla de su manto, sanaré.’ Y sentidlo así,
como tocándolo, por la imitación de Su obra.11

Una carta que unos sacerdotes, afligidos por sus prevaricaciones,


dirigen a la abadesa de Bingen en súplica de corrección y guía, nos trae
nuevamente el tema de los sentidos y el valor que se les atribuía, en la
concepción de los hombres del siglo XII:

Pues nosotros, que estamos consagrados al servicio de


Dios desde nuestra niñez para servir a nuestro Creador
fielmente por las sagradas órdenes del oficio divino, una
vez que hemos llegado al sacerdocio –donde debería-
mos vivir de manera digna e irreprensible– a menudo
descuidamos las cosas que son del espíritu y hacemos

10.  La frase del Apóstol da todo su sentido al texto: “Pero todos nosotros, contemplando
y reflejando la gloria de Dios en nuestro rostro sin velo, somos transformados en esta
misma imagen con esplendor creciente, como por la obra del Espíritu del Señor.”
11.  Cf. S. Thomae Aquinatis. In Philippenses, c. 2, lect 2.

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lo que es propio de la carne. Porque aunque debiéra-


mos ser para el pueblo de Dios el ojo de la contemplaci-
ón, el oído de la obediencia, el olfato del discernimiento,
la boca de la verdad, la mano de la obra justa y el pie
en el sendero de la rectitud, y un modelo de virtudes,
más somos hedor de muerte y piedra de escándalo que
una roca verdaderamente sólida. Por lo que también a
nosotros nos sobrevinieron muchos males, porque del
santuario del Señor, por así decirlo, caímos en un lodo
repugnante. Pero tú, oh madre piadosa y confidente de
los secretos de Dios, óyenos, que te rogamos encareci-
damente y humildemente te suplicamos que nos reveles
las palabras de la admonición divina, que nos corrijas y
nos aconsejes, porque aunque tengamos algún conoci-
miento de las Escrituras, deseamos sin embargo escu-
charte con grandísima devoción a ti, que has recibido
verdadera y admirable ciencia no del hombre sino del
sumo Maestro (Carta 170 1993, 383-384).

Para finalizar, recurrimos a un contemporáneo de Hildegarda, Hugo


de San Víctor, quien refiriéndose al alma y a los dones recibidos de su
Creador, había dicho: “con los sentidos te adornó por fuera, por dentro
te embelleció con la sabiduría, dándote el sentido como una disposici-
ón exterior y la sabiduría como una interior: los sentidos como gemas
refulgentes en el exterior, la sabiduría como glorificando la faz de tu ros-
tro con natural belleza”.12 Vemos aquí la referencia a los sentidos como
gemas o piedras preciosas, ampliada –a modo de fundamentación– por
otro bellísimo texto del mismo autor quien, una vez más, aparece en no-
table sintonía con la abadesa de Bingen:

Después de [tratar sobre] su belleza, debemos discurrir


acerca de las cualidades de las cosas por esto, porque
la providencia del Creador puso en las cosas cualidades
tan diversas para que todos y cada uno de los sentidos
del hombre encontraran en ellas su deleite. Algo percibe
la vista, algo el oído, otra cosa el olfato, otra el gusto y
otra el tacto. La belleza de los colores recrea la vista, la
suavidad de la canción cautiva el oído, la fragancia del
perfume el olfato, la dulzura del sabor el gusto, la con-
veniencia de un cuerpo el tacto. ¿Quién podrá enumerar
todas las delicias de los sentidos? Las cuales son tantas

12.  Cf. Hugo de S. Victore. Soliloquium de arrha animae, PL 176, 0961B-C.

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y tan variadas en cada uno de ellos, que si alguien se


detiene en alguno de los sentidos considerándolo en sí
mismo, tendrá a cualquiera de ellos como enriquecido
de la misma manera. Pues cuanto deleite de los ojos
hemos mostrado en la diversidad de los colores, tanto
deleite de los oídos encontramos. Entre los cuales el
primero es la dulce comunicación de las palabras, por
las que los hombres se dicen sus voluntades, narran
los hechos pasados, señalan los presentes, anuncian
los futuros, revelan lo oculto, a tal punto que, si la vida
humana careciera de esto, sería comparable a las bes-
tias. ¿Y qué decir del canto de las aves? ¿Qué de la
agradable melodía de la voz humana? ¿Cómo alabar
los dulces modos de todos los sonidos? Porque tantos
son los géneros musicales que no es posible al pensa-
miento recorrerlos ni a la palabra explicarlos fácilmente,
aunque todos complacen al oído y fueron creados para
su deleite. Tal sucede también con el olfato. Tiene el in-
cienso su aroma, tienen su olor los ungüentos, tienen
los rosedales su perfume, tienen las zarzas, los prados,
los desiertos, los bosques, las flores su aroma, y todos
los que ofrecen suave fragancia y emanan dulces olores
complacen al olfato y para su deleite fueron creados.
Del mismo modo el gusto y el tacto tienen variados go-
zos, que por similitud con los anteriores pueden deducir-
se suficientemente”.13

“Los sentidos, esas cinco piedras preciosas...”, el quinto eco, en la


mirada de Hildegarda.

13.  Cf. Hugo de S. Victore. Eruditio didascalica. Liber VII, cap. XIII: De sensibilibus rerum
qualitatibus, PL 176, 0821B-D.

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Milano: Arnaldo Mondadori, 2003.
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Orígenes. Contra Celso. Introd., versión y notas por Daniel Ruiz Bueno. Madrid:
BAC, 1977.
Pablo VI. “Mensaje a la Conferencia de Estocolmo (1º de junio de 1972)”, cit.
por: Keenan, Marjorie. De Estocolmo a Johannesburgo. La Santa Sede
y el medio ambiente. Un recorrido histórico, 1972-2002. Madrid: PPC,
2003, p. 95-98.

Datos personales y CV brevis:

Nombre y apellido: Azucena Adelna Frabischi


Nacionalidad: Argentina
Correo electrónico: afraboschi@yahoo.com y afraboschi@gmail.com
Títulos: Profesora y licenciada en Filosofía (Universidad Católica Argen-
tina).
Filiación institucional: Es Personal de Apoyo Profesional Principal (CONI-
CET), actualmente investigadora en la UCA. Miembro del SIPLET-UCA.
Publicaciones y congresos: Su dedicación al estudio de Hildegarda de
Bingen ha quedado plasmada en la celebración de cinco Jornadas multidiscipli-
narias: "Conociendo a Hildegarda. La abadesa de Bingen y su tiempo", en libros:
(2004) Hildegarda de Bingen. La extraordinaria vida de una mujer extraordinaria;
(2009) Scivias, de Hildegarda de Bingen, primera parte. Lectura y comentario al
modo de una lectio medievalis; (2010) Bajo la mirada de Hildegarda, abadesa de
Bingen; (2011) Hildegarda de Bingen. El libro de los merecimientos de la vida.
Presentación, introd., trad. y notas por Azucena Adelina Fraboschi; (2012) Santa
Hildegarda de Bingen, Doctora de la Iglesia, entre otros, y numerosos artículos
en publicaciones especializadas..

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