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SIGMUND FREUD

La disolución del complejo de Edipo - 1924

El complejo de Edipo va designándose cada vez más claramente como el fenómeno


central del temprano período sexual infantil. Luego ocurre la disolución. Sucumbe a
la represión y es seguido del período de latencia. Pero no hemos visto aún
claramente cuáles son las causas que provocan su fin. El análisis parece atribuirlo
a las decepciones dolorosas sufridas por el sujeto. La niña que se cree objeto
preferente del amor de su padre recibe un día una dura corrección por parte de éste
y se ve expulsada de su feliz paraíso. El niño que considera a su madre como
propiedad exclusiva suya la ve orientar de repente su cariño y sus cuidados hacia
un nuevo hermanito. Pero también en aquellos casos en los que no acaecen
sucesos especiales como los citados en calidad de ejemplos, la ausencia de la
satisfacción deseada acaba por apartar al infantil enamorado de su inclinación sin
esperanza. El complejo de Edipo sucumbiría así a su propio fracaso, resultado de
su imposibilidad interna. Otra hipótesis sería la de que el complejo de Edipo tiene
que desaparecer porque llega el momento de su disolución, como los dientes de
leche se caen cuando comienzan a formarse los definitivos. Aunque el complejo de
Edipo es vivido también individualmente por la mayoría de los seres humanos, es,
sin embargo, un fenómeno determinado por la herencia, y habrá de desaparecer,
conforme a una trayectoria predeterminada, al iniciarse la fase siguiente del
desarrollo. Resultará, pues, indiferente cuáles sean los motivos ocasionales de su
desaparición e incluso que no podamos hallarlos.
Ambas hipótesis parecen justificadas. Pero además resultan fácilmente conciliables.
Al lado de la hipótesis filogénica más amplia queda espacio suficiente para la
ontogénica. También el individuo entero está destinado, desde su nacimiento
mismo, a morir, y también lleva ya indicada, quizá en la disposición de sus órganos,
la causa de su muerte. Pero siempre será interesante perseguir cómo se desarrolla
el programa predeterminado y en qué forma es aprovechada la disposición por
acciones nocivas casuales. Nuestra penetración ha sido aguzada recientemente
por la observación de que el desarrollo sexual del niño avanza hasta una fase en la
que los genitales se han adjudicado ya el papel directivo. Pero este genital es tan
sólo el masculino, o más exactamente aún, el pene; el genital femenino permanece
aún desconocido. Esta fase fálica, que es al mismo tiempo la del complejo de Edipo,
no continúa desarrollándose hasta constituir una organización genital definitiva, sino
que desaparece y es sustituida por el período de latencia. Pero su desaparición se
desarrolla de un modo típico y apoyándose en sucesos regularmente emergentes.
Cuando el sujeto infantil de sexo masculino ha concentrado su interés sobre sus
genitales, lo revela con manejos manuales y no tarda en advertir que los mayores
no están conformes con aquella conducta. Más o menos precisa, más o menos
brutal, surge la amenaza de privarle de aquella parte tan estimada de su cuerpo.
Esta amenaza de castración parte casi siempre de alguna de las mujeres que
rodean habitualmente al niño, las cuales intentan muchas veces robustecer su
autoridad asegurando que el castigo será llevado a cabo por el médico o por el
padre. En algunos casos llevan a cabo por sí mismas una atenuación simbólica en
su amenaza anunciando no ya la mutilación del órgano genital, pasivo en realidad,
sino la de la mano, activamente pecadora. Con gran frecuencia sucede que el
infantil sujeto no es amenazado con la castración por juguetear con el pene, sino
por mojar todas las noches la cama. Sus guardadores se conducen entonces como
si esta incontinencia nocturna fuese consecuencia y testimonio de los tocamientos
del órgano genital, y probablemente tienen razón. En todo caso, tal incontinencia
duradera puede equipararse a la polución del adulto, siendo una manifestación de
la misma excitación genital que por esta época ha impulsado al niño a masturbarse.
Habremos de afirmar ahora que la organización genital fálica del niño sucumbe a
esta amenaza de castración, aunque no inmediatamente y sin que a ella se
agreguen otras influencias, pues el niño no presta al principio a la amenaza fe ni
obediencia alguna. El psicoanálisis ha concedido recientemente un gran valor a dos
clases de experiencias que no son ahorradas a ningún niño y por las cuales habría
de estar preparado a la pérdida de partes de su cuerpo altamente estimadas: la
pérdida, temporal primero y luego definitiva, del pecho materno y la expulsión
diariamente necesaria del contenido intestinal. Pero no se advierte que estas
experiencias entren en juego con motivo de la amenaza de castración. Sólo después
de haber hecho otra nueva comienza el niño a contar con la posibilidad de una
castración, y aún entonces muy vacilantemente, contra su voluntad y procurando
aminorar el alcance su propia observación. Esta observación, que rompe por fin la
incredulidad del niño, es su descubrimiento de los genitales femeninos. Siempre se
le presenta alguna ocasión de contemplar la región genital de una niña y
convencerse de la falta de aquel órgano, del que tan orgulloso está, en un ser tan
semejante a él. De este modo se hace ya posible representarse la pérdida de su
propio pene, y la amenaza de la castración comienza entonces a surtir sus efectos.
Por nuestra parte no debemos ser tan cortos de vista como los familiares y
guardadores del niño, que le amenazan con la castración, y desconocer como ellos
que la vida sexual del niño no se reduce por esta época exclusivamente a la
masturbación. Aparece también visiblemente en su actitud con respecto a sus
padres, determinada por el complejo de Edipo. La masturbación no es más que la
descarga genital de la excitación sexual correspondiente al complejo, y deberá a
esta relación su significación para todas las épocas ulteriores. El complejo de Edipo
ofrecía al niño dos posibilidades de satisfacción, una activa y otra pasiva. Podía
situarse en actitud masculina en el lugar del padre y tratar como él a su madre,
actitud que hacía ver pronto en el padre un estorbo, o querer sustituir a la madre y
dejarse amar por el padre, resultando entonces superflua la madre. El niño no tiene
sino una idea muy vaga de aquello en lo que puede consistir la satisfacción
amorosa, pero sus sensaciones orgánicas le imponen la convicción de que el pene
desempeña en ella algún papel. No ha tenido ocasión tampoco para dudar de que
la mujer posea también un pene. La aceptación de la posibilidad de la castración y
el descubrimiento de que la mujer aparece castrada, puso, pues, un fin a las dos
posibilidades de satisfacción relacionadas con el complejo de Edipo. Ambas traían
consigo la pérdida del pene: la una, masculina, como castigo; la otra, femenina,
como premisa. Si la satisfacción amorosa basada en el complejo de Edipo ha de
costar la pérdida del pene, surgirá un conflicto entre el interés narcisista por esta
parte del cuerpo y la carga libidinosa de los objetos parentales. En este conflicto
vence normalmente el primer poder y el yo del niño se aparta del complejo de Edipo.
Ya he indicado en otro lugar de qué forma se desarrolla este proceso. Las cargas
de objeto quedan abandonadas y sustituidas por identificaciones. La autoridad del
padre o de los padres introyectada en el yo constituye en él el nódulo del superyó,
que toma del padre su rigor, perpetúa su prohibición del incesto y garantiza así al
yo contra el retorno de las cargas de objeto libidinosas. Las tendencias libidinosas
correspondientes al complejo de Edipo quedan en parte desexualizadas y
sublimadas, cosa que sucede probablemente en toda transformación en
identificación y en parte inhibidas en cuanto a su fin y transformadas en tendencias
sentimentales. Este proceso ha salvado, por una parte, los genitales, apartando de
ellos la amenaza de castración; pero, por otra, los ha paralizado, despojándolos de
su función. Con él empieza el período de latencia que interrumpe la evolución sexual
del niño. No veo motivo alguno para no considerar el apartamiento del yo del
complejo de Edipo como una represión, aunque la mayoría de las represiones
ulteriores se produzcan bajo la intervención del superyó, cuya formación se inicia
precisamente aquí. Pero el proceso descrito es más que una represión y equivale,
cuando se desarrolla perfectamente, a una destrucción y una desaparición del
complejo. Nos inclinaríamos a suponer que hemos tropezado aquí con el límite,
nunca precisamente determinable, entre lo normal y lo patológico. Si el yo no ha
alcanzado realmente más que una represión del complejo, éste continuará
subsistiendo, inconsciente, en el Ello y manifestará más tarde su acción patógena.
La observación analítica permite reconocer o adivinar estas relaciones entre la
organización fálica, el complejo de Edipo, la amenaza de castración, la formación
del superyó y el período de latencia. Ellas justifican la afirmación de que el complejo
de Edipo sucumbe a la amenaza de castración. Pero con ello no queda terminado
el problema: queda aún espacio para una especulación teórica que puede destruir
el resultado obtenido o arrojar nueva luz sobre él. Ahora bien: antes de emprender
este camino habremos de examinar una interrogación que surgió durante la
discusión que antecede y hemos dejado aparte hasta ahora. El proceso descrito se
refiere, como hemos dicho expresamente, al sujeto infantil masculino. ¿Qué
trayectoria seguirá el desarrollo correspondiente en la niña? Nuestro material se
hace aquí -incomprensiblemente- mucho más oscuro e insuficiente. También el
sexo femenino desarrolla un complejo de Edipo, un superyó y un período de
latencia. ¿Pueden serle atribuidos asimismo un complejo de castración y una
organización fálica? Desde luego, sí, pero no los mismos que en el niño. La
diferencia morfológica ha de manifestarse en variantes del desarrollo psíquico.
La anatomía es el destino, podríamos decir glosando una frase de Napoleón. El
clítoris de la niña se comporta al principio exactamente como un pene; pero cuando
la sujeto tiene ocasión de compararlo con el pene verdadero de un niño, encuentra
pequeño el suyo y siente este hecho como una desventaja y un motivo de
inferioridad. Durante algún tiempo se consuela con la esperanza de que crecerá con
ella, iniciándose en este punto el complejo de masculinidad de la mujer. La niña no
considera su falta de pene como un carácter sexual, sino que la explica suponiendo
que en un principio poseía un pene igual al que ha visto en el niño, pero que lo
perdió luego por castración. No parece extender esta conclusión a las demás
mujeres, a las mayores, sino que las atribuye, de completo acuerdo con la fase
fálica, un genital masculino completo. Resulta, pues, la diferencia importante de que
la niña acepta la castración como un hecho consumado, mientras que el niño teme
la posibilidad de su cumplimiento. Con la exclusión del miedo a la castración
desaparece también un poderoso motivo de la formación del superyó y de la
interrupción de la organización genital infantil. Estas formaciones parecen ser, más
que en el niño, consecuencias de la intimidación exterior que amenaza con la
pérdida del cariño de los educadores. El complejo de Edipo de la niña es mucho
más unívoco que el del niño, y según mi experiencia, va muy pocas veces más allá
de la sustitución de la madre y la actitud femenina con respecto al padre. La renuncia
al pene no es soportada sin la tentativa de una compensación. La niña pasa -
podríamos decir que siguiendo una comparación simbólica- de la idea del pene a la
idea del niño. Su complejo de Edipo culmina en el deseo, retenido durante mucho
tiempo, de recibir del padre, como regalo, un niño, tener de él un hijo.
Experimentamos la impresión de que el complejo de Edipo es abandonado luego
lentamente, porque este deseo no llega jamás a cumplirse. Los dos deseos, el de
poseer un pene y el de tener un hijo perduran en lo inconsciente intensamente
cargados y ayuda a preparar a la criatura femenina para su ulterior papel sexual.
Pero, en general, hemos de confesar que nuestro conocimiento de estos procesos
evolutivos de la niña es harto insatisfactorio e incompleto.
Es indudable que las relaciones temporales causales aquí descritas entre el
complejo de Edipo, la intimidación sexual (amenaza de castración), la formación del
superyó y la entrada en el período de latencia son de naturaleza típica, pero no
quiero afirmar que este tipo sea el único. Las variantes en la sucesión temporal y en
el encadenamiento de estos procesos han de ser muy importantes para el desarrollo
del individuo. Desde la publicación del interesante estudio de O. Rank sobre el tema
«trauma del nacimiento» no se puede tampoco aceptar sin discusión alguna el
resultado de esta pequeña investigación, o sea la conclusión de que el complejo de
Edipo del niño sucumbe al miedo a la castración. Pero me parece aún prematuro
entrar por ahora en esta discusión y quizá también poco adecuado comenzar en
este punto la crítica o la aceptación de la teoría de Rank.

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