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Los Mejores
Los Mejores
comienzos
de novela
"Al principio el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y
para mencionarlas había que señalarlas con el dedo..."
Varios son los ejemplos en la Literatura hispana que han logrado alcanzar objetivo
tan sublime. NO hay que extrañarse entonces si el primer ejemplo que traemos a
éstas páginas sea el comienzo de una de las mejores novelas de toda la Literatura
Universal. Don Quijote de la Mancha. [i]
Son diversos los recursos empleados por los autores para cautivar la atención del
lector. En ocasiones el desenlace ya en la primera línea, otras veces el episodio que
se relata, el diálogo que se establece o las impresiones que se reflejan son
elementos del futuro que el autor ha adelantado, acaso con la intención de que el
lector pueda saborear anticipadamente los pormenores de un hecho aún por llegar.
Hay otros ejemplos que encierran tanta belleza como los descritos anteriormente y
el hecho de que no se traten de novelas tampoco dejan de asombrarnos. En El
hacedor[iii] relato que da título al libro, es destacable la perfección: cada palabra,
cada línea surge, en cambio, de la entropía en la que nos movemos habitualmente.
Este principio, a diferencia del de García Márquez, no está condensado porque su
principio, magistral y perfecto, es básicamente el relato completo.
Sin duda, es más fácil obtener bellos ejemplos en lengua vernácula, aunque
muchos autores hayan sido traducidos al español fielmente, incluso por autores de
la misma talla. En cualquier caso, el próximo ejemplo, también otra novela en
lengua española, tiene un comienzo barroco, en la más pura tradición del realismo
mágico. El concierto barroco [iv]
"De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un
árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados;
de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada
de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata;
de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un
entrelazamiento de algas, de plata los saleros, de plata las cucharillas con adorno
de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente,
cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de
cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la
vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al
orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla
de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una
espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada..."
"Atrás quedaron las ochenta y siete lámpara del Altar de la Confesión, cuyas llamas
se habían estremecido más de una vez, aquella mañana, entre sus cristalerías
puestas a vibrar de concierto con los triunfales acentos del Tedéum cantado por las
fornidas voces de la cantoría pontificial; levemente fueron cerradas las
monumentales puertas y, en la capilla del Santo Sacramento, que parecía sumida
en penumbras crepusculares para quienes salían de las esplendorosas luces de la
basílica, la silla gestatoria, pasada de hombros a manos, quedó a tres palmos del
suelo. Los flabelli plantaron las astas de sus altos abanicos de plumas en el
astillero, y empezó el lento viaje de Su Santidad a través de las innumerables
estancias que aún la separaban de sus apartamentos privados, al paso de sus
apartamentos privados, al paso de los porteadores, vestidos de encarnado, que
flexionaban las rodillas cuando hubiese de pasarse bajo una puerta de bajo
dintel..."
Aunque podría ser una alucinación en forma de prosa rítmica, Balada de Caín [viii]
de Manuel Vicent, viene a incorporarse al elenco de las novelas en lengua hispana
con mejores comienzos.
Según tengo entendido mis padres se aparearon muy lejos ya del edén. Fui
engendrado a pleno sol en medio del desierto y luego nací una noche de luna llena
bajo un sicomoro. Mi llegada a este mundo fue coreada por los gritos y aplausos de
una mona babuina mientras mi madre, a tientas en la oscuridad, se partía el
cordón con los dientes. Ella tuvo que esperar a que amaneciera para verme el
rostro y con la primera luz del día descubrió que yo traía una marca sagrada en la
frente, un cero grabado entre las cejas. No supo interpretar esa señal, pero sin
dudar nada me impuso el nombre de Caín, que en la lengua del desierto significa
vida. O también: estoy vivo y soy forjador.
Los pechos de mi madre, que unas veces sabían a carne de lagarto y otras a leche
de pitera, me amamantaron a lo largo de sucesivas sombras del camino. Los
recuerdo en el subconsciente desbridados y cubiertos de polvo, cruzados por unas
venas hondas como ríos azules que venían a dar en mi hocico crispado. Aquellos
manantiales me llenan todavía de humedad la memoria. Cuando se agotaron, mi
madre me destetó untándose los pezones con una pasta de ceniza y a partir de ese
momento comencé a alimentarme de raíces, de los frutos que deparaba el azar, de
reptiles benignos, de cualquier producto de la caza o de la imaginación y, sobre
todo, de mi propia hambre. Desde muy niño me nutrió la espiritualidad de la
sequía.
Aunque sabemos que en lengua vernácula jamás se perderán esos matices que el
autor ha querido resaltar, hay muchas y buenas traducciones que engrandecen una
obra.. Un buen ejemplo de ello lo constituye el magnífico comienzo de El lobo
estepario [x] de Hermann Hesse.
"Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba
de dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un
lobo estepario".
Isak Dinesen comienza su novela más conocida: Memorias de África [xi] con una
increible sencillez. Hay música (quizá de Mozart) en este comienzo y un aroma a
café que se presupone entre líneas.
"Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas del Ngong. El ecuador
atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se
asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran
altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y
sosegadas, y las noches frías".
Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega,
soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. Parece que Pereira se hallaba en la
redacción, si saber qué hacer, el director estaba de vacaciones, él se encontraba en
el aprieto de organizar la página cultural, y se la habían encomendado a él. Y él,
Pereira, reflexionaba sobre la muerte.
Para hacer una entrada como la del semiótico italiano Umberto Eco en su novela El
péndulo de Foucault [xiii] no es necesario estar en poder de una cátedra de filosofía
en Bolonia sino de percibir la luz en un mundo tumultuoso, reconocer la angustia de
la infancia y conservar intactas la magia y la fascinación.
Hay en ocasiones comienzos tan formidables que se ven abocados a ser recordados
por unos comienzos inciertos o falsos en muchas ocasiones. Por ejemplo en Moby
Dick [xiv] de Hermann Melville, una frase parece haberse adueñado de su inicio:
Si queréis, llamadme Ismael.
Hace varios años -no importa cuántos-, con muy poco dinero en el bolsillo, y con
nada que me interesara en tierra, decidí embarcarme una temporada y ver los
mares del mundo. Es un sistema infalible contra los malos humores del ánimo.
Siempre que me encuentro con el ceño fruncido, siempre que mi alma queda
envuelta en las brumas del mal humor, cuando empiezo a comprobar que
involuntariamente me detengo ante los escaparates de las funerarias, o me agrego
a los entierros que se cruzan en mi camino, siempre, digo, que la hipocondría se
apodera de mi ánimo y me inspira un irresistible deseo de aplastar el sombrero de
los transeúntes que se cruzan conmigo, sé que llegó la hora de embarcarme. Este
es el sucedáneo que yo empleo en lugar del tiro de pistola o la piedra atada al
cuello. Catón, de forma muy filosófica, se arrojó sobre su espada en una
circunstancia semejante. Yo viajo por mar, sin ruido ni alboroto. No hay nada
sorprendente en esto, y estoy seguro de que si todos los hombres pudieran darse
cuenta de las excelencias del remedio, en alguna u otra ocasión sentirían lo mismo
que yo respecto al mar. No me cabe la menor duda. ¡Ah! Pueden llamarme Ismael.
Hay un factor común en la mayor parte de las obras que poseen comienzos
magistrales, y es que suelen ser "también" obras formidables, como es el caso de
El guardián entre el centeno [xv] de J. D. Salinger. Obra harto conocida por la
inmensa mayoría de lectores de todo el mundo, a pesar de que su autor no se
prodige lo más mínimo por saraos o tertulias y que éste fuese el libro que llevaba el
autor del asesinato de Jhonn Lennon la tarde en que lo detuvieron.
Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es
dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de
tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de
contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis
padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada.
Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no
digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy
a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa
de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara
tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco.
Kafka, D.H. Lawrence, M. Yourcenar, Onetti, etc. nos han regalado magnificas
novelas, con sus magníficos comienzos, pero esta selección que nunca pretendió
ser canon, es incompleta como todas las selecciones. Oí decir hace mucho tiempo
que un hombre es el resultado de lo que come y que un escritor lo es de lo que lee.
Yo he tenido la enorme fortuna de haber tropezado con estos comienzos o tal vez
sin saberlo he sido secuestrado por ellos, aunque este ensayo bien podría haber
contenido un elenco ciertamente distinto. En realidad de eso mismo se trata: del
principio de una buena amistad.
Y si hemos hablado de los buenos comienzos, ahora podríamos poner punto y final
con el final de Moby Dick.
Sin embargo, el final más escueto y definitivo, está en Cuartel de Invierno [xvii] de
Álvaro Muñoz Robledano: