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Los mejores

comienzos
de novela

"Al principio el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y
para mencionarlas había que señalarlas con el dedo..."

Abrir un libro y quedarse sin respiración ya en la primera página, es un suceso


pocas veces repetido. Si a ello le sumamos una transición soberbia, tanto que
tratamos de dosificar la lectura para no acabar con la novela en una sola noche,
entonces estaremos ante una obra insuperable, la capolavoro de los italianos.

Varios son los ejemplos en la Literatura hispana que han logrado alcanzar objetivo
tan sublime. NO hay que extrañarse entonces si el primer ejemplo que traemos a
éstas páginas sea el comienzo de una de las mejores novelas de toda la Literatura
Universal. Don Quijote de la Mancha. [i]

"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho


tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco
y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches,
duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura
los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto de ella concluían
sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y
los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa
una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y
un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia,
seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza."

Son diversos los recursos empleados por los autores para cautivar la atención del
lector. En ocasiones el desenlace ya en la primera línea, otras veces el episodio que
se relata, el diálogo que se establece o las impresiones que se reflejan son
elementos del futuro que el autor ha adelantado, acaso con la intención de que el
lector pueda saborear anticipadamente los pormenores de un hecho aún por llegar.

Hay en la Literatura hispana pequeñas joyas condensadas en cuatro o cinco líneas


cuya belleza y perfección las hacen sencillamente insuperables. Una de las más
recientes y, sin embargo, más fantásticas novelas de este siglo, Cien años de
soledad [ii] escrita por el colombiano Gabriel García Márquez, posee el comienzo
más espléndido que pueda encontrarse.

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano


Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer
el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava
construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho
de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era
tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había
que señalarlas con el dedo..."
En realidad éste magnífico comienzo no es tan solo el principio de la novela, es toda
la novela. Pocas veces se ha podido condensar un libro en tan pocas líneas, líneas
en las que por otra parte se esconde un fantástico mundo todavía no descrito.

Hay otros ejemplos que encierran tanta belleza como los descritos anteriormente y
el hecho de que no se traten de novelas tampoco dejan de asombrarnos. En El
hacedor[iii] relato que da título al libro, es destacable la perfección: cada palabra,
cada línea surge, en cambio, de la entropía en la que nos movemos habitualmente.
Este principio, a diferencia del de García Márquez, no está condensado porque su
principio, magistral y perfecto, es básicamente el relato completo.

"Nunca se había demorado en los goces de la memoria. Las impresiones resbalaban


sobre él, momentáneas y vívidas; el bermellón de un alfarero, la bóveda cargada
de estrellas que también eran dioses; la luna, de la que había caído un león, la
lisura del mármol bajo las lentas yemas sensibles, el sabor de la carne de jabalí,
que le gustaba desgarrar con dentelladas blancas y bruscas, una palabra fenicia, la
sombra negra que una lanza proyecta en la arena amarilla, la cercanía del mar o de
las mujeres, el pesado vino cuya aspereza mitigaba la miel, podían abarcar por
entero el ámbito de su alma. Conocía el terror pero también la cólera y el coraje, y
una vez fue el primero en escalar un muro enemigo..."

Sin duda, es más fácil obtener bellos ejemplos en lengua vernácula, aunque
muchos autores hayan sido traducidos al español fielmente, incluso por autores de
la misma talla. En cualquier caso, el próximo ejemplo, también otra novela en
lengua española, tiene un comienzo barroco, en la más pura tradición del realismo
mágico. El concierto barroco [iv]

"De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un
árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados;
de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada
de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata;
de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un
entrelazamiento de algas, de plata los saleros, de plata las cucharillas con adorno
de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente,
cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de
cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la
vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al
orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla
de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una
espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada..."

Para comenzar una novela empleando en el primer parágrafo veintisiete veces la


palabra plata, otras tantas sus derivados plateados y además lograr adentrarse en
la historia con desenvoltura y decisión, hay que tener un dominio del lenguaje como
el de Carpentier. Del mismo autor vamos a extraer otro portentoso principio. En
esta ocasión la novela El arpa y la sombra [v] comienza con una descripción tal
como es costumbre en Carpentier. Oraciones largas y elaboradas, construidas y
puntuadas con el objetivo de conseguir un cuadro uniforme, cargado de imágenes,
siempre pero escrito con tal maestría que parecen como pintados de un solo trazo.

"Atrás quedaron las ochenta y siete lámpara del Altar de la Confesión, cuyas llamas
se habían estremecido más de una vez, aquella mañana, entre sus cristalerías
puestas a vibrar de concierto con los triunfales acentos del Tedéum cantado por las
fornidas voces de la cantoría pontificial; levemente fueron cerradas las
monumentales puertas y, en la capilla del Santo Sacramento, que parecía sumida
en penumbras crepusculares para quienes salían de las esplendorosas luces de la
basílica, la silla gestatoria, pasada de hombros a manos, quedó a tres palmos del
suelo. Los flabelli plantaron las astas de sus altos abanicos de plumas en el
astillero, y empezó el lento viaje de Su Santidad a través de las innumerables
estancias que aún la separaban de sus apartamentos privados, al paso de sus
apartamentos privados, al paso de los porteadores, vestidos de encarnado, que
flexionaban las rodillas cuando hubiese de pasarse bajo una puerta de bajo
dintel..."

Lejos del barroco de Carpentier se contrapone la sobriedad de Julio Llamazares. En


1988 el autor de La lentitud de los bueyes nos muestra en La lluvia amarilla [vi] el
monótono barniz de olvido y silencio que cubren las montañas del Pirineo de
Huesca.

Cuando lleguen al alto del Sobrepuerto, estará, seguramente, comenzando a


anochecer. Sombras espesas avanzarán como olas por las montañas y el sol, turbio
y deshecho, lleno de sangre, se arrastrará ante ellas agarrándose ya sin fuerza a
las aliagas y al montón de ruinas y escombros de lo que, en tiempos, fuera (antes
de aquel incendio que sorprendió durmiendo a la familia entera y a todos sus
animales) la solitaria Casa de Sobrepuerto. El que encabece el grupo se detendrá a
su lado. Contemplará las ruinas, la soledad inmensa y tenebrosa del paraje. Se
santiguará en silencio y esperará a que los demás le den alcance. Vendrán todos
esa noche: José, de Casa Pano, Regino, Chuanorús, Bemito el Carbonero, Aineto y
sus dos hijos, Ramón, de Casa Basa. Hombres endurecidos todos ellos por los años
y el trabajo. Hombres valientes, acostumbrados desde siempre a la tristeza y
soledad de estas montañas. Pero, a pesar de ello ¾y de los palos y escopetas de
que, sin duda alguna, han de venir armados¾, una sombra de miedo y de inquietud
envolverá esa noche sus ojos y sus pasos. Contemplarán también por un instante
las paredes caídas del caserón quemado y, luego, el lugar que alguno de ellos
señalará ya con la mano en la distancia.

Otro ejemplo de síntesis y coherencia lo tenemos en la novela de Antonio Muñoz


Molina Plenilunio [vii.].

De día y de noche iba por la ciudad buscando una mirada.

Así presentaba la editorial el trabajo de Muñoz Molina: "El inspector y el asesino…,


tal cual, sin nombres, pero inconfundibles por los estragos que el tiempo y la
biografía dibujan en sus miradas: cansina y nerviosa la del primero, la del que ha
visto mucho -demasiado quizá-; o la tortura del psicópata, un espejo que devuelve
el horror que provoca. Pero no son las únicas miradas de la novela. También están
los ojos de Fátima, la niña, grandes y rasgados en las fotos infantiles -petrificados
en su agonía-; la mirada fatigada del padre Orduña, anciano jesuita que se aferra a
convicciones y recuerdos; los ojos que han venido siguiendo al funcionario -como la
lluvia, como sus miedos- desde el norte; y está la mirada miope de Susana, la
maestra, en la que, pese a los desengaños, brilla un destello de esperanza que se
resiste a claudicar".

Aunque podría ser una alucinación en forma de prosa rítmica, Balada de Caín [viii]
de Manuel Vicent, viene a incorporarse al elenco de las novelas en lengua hispana
con mejores comienzos.

Según tengo entendido mis padres se aparearon muy lejos ya del edén. Fui
engendrado a pleno sol en medio del desierto y luego nací una noche de luna llena
bajo un sicomoro. Mi llegada a este mundo fue coreada por los gritos y aplausos de
una mona babuina mientras mi madre, a tientas en la oscuridad, se partía el
cordón con los dientes. Ella tuvo que esperar a que amaneciera para verme el
rostro y con la primera luz del día descubrió que yo traía una marca sagrada en la
frente, un cero grabado entre las cejas. No supo interpretar esa señal, pero sin
dudar nada me impuso el nombre de Caín, que en la lengua del desierto significa
vida. O también: estoy vivo y soy forjador.

Balada de Caín tiene además la grandeza de contener un segundo parágrafo con la


virtud de llegar a hacer sombra a un comienzo tan magistral:

Los pechos de mi madre, que unas veces sabían a carne de lagarto y otras a leche
de pitera, me amamantaron a lo largo de sucesivas sombras del camino. Los
recuerdo en el subconsciente desbridados y cubiertos de polvo, cruzados por unas
venas hondas como ríos azules que venían a dar en mi hocico crispado. Aquellos
manantiales me llenan todavía de humedad la memoria. Cuando se agotaron, mi
madre me destetó untándose los pezones con una pasta de ceniza y a partir de ese
momento comencé a alimentarme de raíces, de los frutos que deparaba el azar, de
reptiles benignos, de cualquier producto de la caza o de la imaginación y, sobre
todo, de mi propia hambre. Desde muy niño me nutrió la espiritualidad de la
sequía.

Otro espléndido comienzo lo encontramos en la prosa envolvente e hipnotizadora


que Juan Manuel de Prada nos ofrece en su novela La tempestad [ix]. Prada
apabulla al lector con sus cinco primeros parágrafos, los cuales no dejan lugar a
dudas de que la muerte no es un acontecimiento súbito y escueto sino todo lo
contrario, y a todas luces irrevocable.

Es difícil y obsceno soslayar la mirada de un hombre que se desangra hasta morir,


pero más difícil aún es sostenerla e intentar zambullirse en el torbellino de pasiones
confusas y secretos póstumos que se agolpa en sus retinas. Es difícil y laborioso
asistir a la agonía de un hombre anónimo (pronto sabría que se llamaba Fabio
Valenzin, traficante y falsificador de arte), en una ciudad inexplorada, cuando la
noche ha alcanzado ese grado de premeditación o alevosía que hace de la muerte
un asunto irrevocable. Es difícil y desazonante contemplar cómo se desangra un
hombre sobre una calle nevada e intentar traducir las blasfemias extranjeras y
quién sabe si embarulladas o reveladoras que masculla un segundo antes de morir.
Es difícil e ingrato presenciar el derramamiento de una sangre que se escapa del
pecho y no disponer de un algodón para resteñarla, ni de palabras que sirvan de
bálsamo o siquiera de viático, ni tampoco de ese rapto de decisión que se precisa
para reclamar auxilio o avisar a la policía. Es difícil y deseperanzador escuchar los
estertores de un hombre que va a expirar en mitad de una calle desierta, mientras
el agua de los canales desfila como un ataúd dormido, o alborotado, pero
obteniendo a cambio un silencio inhóspito que reverbera en la piedra.

Aunque sabemos que en lengua vernácula jamás se perderán esos matices que el
autor ha querido resaltar, hay muchas y buenas traducciones que engrandecen una
obra.. Un buen ejemplo de ello lo constituye el magnífico comienzo de El lobo
estepario [x] de Hermann Hesse.

"Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba
de dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un
lobo estepario".
Isak Dinesen comienza su novela más conocida: Memorias de África [xi] con una
increible sencillez. Hay música (quizá de Mozart) en este comienzo y un aroma a
café que se presupone entre líneas.

"Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas del Ngong. El ecuador
atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se
asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran
altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y
sosegadas, y las noches frías".

A. Gugliemi de L'Espresso dijo que "Tabuchhi está convencido de que ha llegado el


momento en que debemos pedir también a la literatura el decir la verdad: no la
verdad metafísica y del corazón sino la verdad de los hombres, de su condición
histórica, de los peligros que están corriendo, de los asesinatos de los que son
autores y víctimas". Esto lo dijo después de leer uno de los comienzos más
novedosos e imprescindibles de la literatura de los últimos tiempos: Antonio
Tabucchi en Sostiene Pereira.[xii]

Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega,
soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. Parece que Pereira se hallaba en la
redacción, si saber qué hacer, el director estaba de vacaciones, él se encontraba en
el aprieto de organizar la página cultural, y se la habían encomendado a él. Y él,
Pereira, reflexionaba sobre la muerte.

Günter Grass propone al lector en su Rodaballo un decidido comienzo, [xii] de esos


comienzos tan primigenios en los que las cosas aún no tenían nombre y para
nombrarlas había que…

"Ilsebill rectificó de sal. Antes de procrear, hubo espaldilla de cordero con


guarnición de judías y peras, porque era principios de octubre. Mientras comíamos
aún, dijo con la boca llena: "¿Nos vamos enseguida a la cama o quieres contarme
antes cómo-cuándo-dónde empezó nuestra historia?"
Yo, soy siempre yo. Y también Ilsebill estuvo desde el principio. Recuerdo nuestra
primera pelea hacia finales del Neolítico: unos dos mil años antes de la Encarnación
del Señor, cuando en los mitos se separó lo crudo de lo cocido".

Para hacer una entrada como la del semiótico italiano Umberto Eco en su novela El
péndulo de Foucault [xiii] no es necesario estar en poder de una cátedra de filosofía
en Bolonia sino de percibir la luz en un mundo tumultuoso, reconocer la angustia de
la infancia y conservar intactas la magia y la fascinación.

"Fue entonces cuando vi el Péndulo.


La esfera. Móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro,
describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad.
Sabía, aunque cualquiera hubiese podido percibirlo en la magia de aquella plácida
respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la
longitud del hilo y ese número pi que, irracional para las mentes sublunares, por
divina razón vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de todos los
círculos posibles, por lo que el compás de ese vagar de una esfera entre uno y otro
polo era el efecto de una arcana conjura de las más intemporales de las medidas,
la unidad del punto de suspensión, la dualidad de una dimensión abstracta, la
naturaleza ternaria de pi, el tetrágono secreto de la raíz, la perfección del círculo".

Hay en ocasiones comienzos tan formidables que se ven abocados a ser recordados
por unos comienzos inciertos o falsos en muchas ocasiones. Por ejemplo en Moby
Dick [xiv] de Hermann Melville, una frase parece haberse adueñado de su inicio:
Si queréis, llamadme Ismael.

Pero en realidad el comienzo es otro:

Hace varios años -no importa cuántos-, con muy poco dinero en el bolsillo, y con
nada que me interesara en tierra, decidí embarcarme una temporada y ver los
mares del mundo. Es un sistema infalible contra los malos humores del ánimo.
Siempre que me encuentro con el ceño fruncido, siempre que mi alma queda
envuelta en las brumas del mal humor, cuando empiezo a comprobar que
involuntariamente me detengo ante los escaparates de las funerarias, o me agrego
a los entierros que se cruzan en mi camino, siempre, digo, que la hipocondría se
apodera de mi ánimo y me inspira un irresistible deseo de aplastar el sombrero de
los transeúntes que se cruzan conmigo, sé que llegó la hora de embarcarme. Este
es el sucedáneo que yo empleo en lugar del tiro de pistola o la piedra atada al
cuello. Catón, de forma muy filosófica, se arrojó sobre su espada en una
circunstancia semejante. Yo viajo por mar, sin ruido ni alboroto. No hay nada
sorprendente en esto, y estoy seguro de que si todos los hombres pudieran darse
cuenta de las excelencias del remedio, en alguna u otra ocasión sentirían lo mismo
que yo respecto al mar. No me cabe la menor duda. ¡Ah! Pueden llamarme Ismael.

Hay un factor común en la mayor parte de las obras que poseen comienzos
magistrales, y es que suelen ser "también" obras formidables, como es el caso de
El guardián entre el centeno [xv] de J. D. Salinger. Obra harto conocida por la
inmensa mayoría de lectores de todo el mundo, a pesar de que su autor no se
prodige lo más mínimo por saraos o tertulias y que éste fuese el libro que llevaba el
autor del asesinato de Jhonn Lennon la tarde en que lo detuvieron.

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es
dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de
tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de
contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis
padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada.
Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no
digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy
a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa
de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara
tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco.

En El barón rampante [xvi] Italo Calvino hace un alarde de imaginación al principio


que no parece fácil mantener ese nivel a lo largo de toda la novela, y sin embargo
lo consigue:

Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cosimo Piovasco di Rondò, mi hermano, se


sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en
el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las tupidas
ramas del gran acebo del parque. Era mediodía, y nuestra familia, siguiendo una
antigua tradición, se sentaban a la mesa a esa hora, pese a que ya cundía entre los
nobles la moda, llegada de la poco madrugadora Corte de Francia, de almorzar a
media tarde. Soplaba un viento del mar, recuerdo, y se movían las hojas. Cosimo
dijo:

-¡He dicho que no quiero y no quiero! -y rechazó el plato de caracoles. Jamás se


había visto desobediencia más grave.

Kafka, D.H. Lawrence, M. Yourcenar, Onetti, etc. nos han regalado magnificas
novelas, con sus magníficos comienzos, pero esta selección que nunca pretendió
ser canon, es incompleta como todas las selecciones. Oí decir hace mucho tiempo
que un hombre es el resultado de lo que come y que un escritor lo es de lo que lee.
Yo he tenido la enorme fortuna de haber tropezado con estos comienzos o tal vez
sin saberlo he sido secuestrado por ellos, aunque este ensayo bien podría haber
contenido un elenco ciertamente distinto. En realidad de eso mismo se trata: del
principio de una buena amistad.

Y si hemos hablado de los buenos comienzos, ahora podríamos poner punto y final
con el final de Moby Dick.

Sobre la sima, aún abierta, revolotearon luego, profiriendo terribles graznidos,


algunas aves menores; una resaca blanca y sombría ascendió por sus empinadas
paredes; luego se hundió todo, y el gran sudario del mar siguió ondeando como lo
hace desde el principio de la creación.

Sin embargo, el final más escueto y definitivo, está en Cuartel de Invierno [xvii] de
Álvaro Muñoz Robledano:

Esta podría ser la última página.

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