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“Yo quise ser, desde adolescente, un hombre feliz.

Y la felicidad, para mí, consiste en decir a toda hora


lo que pienso del mundo que me rodea. Felicidad
también, y más profunda, es el amor. Puedo decir a
los treinta y nueve años que casi siempre he dicho
la verdad (cuando no la dije sufrí grandes
calamidades internas) y casi siempre he vivido
enamorado. Esta actitud tiene sus desventajas:
hace años que nadie me ofrece empleos y mucha
gente decente (e importante) me mira como a un
apestado. Y realmente no soy yo el que apesta sino
la sociedad en que vivo.”
Así es como hay
que irse
entrevista con Emmanuel Carballo
Jorge Pedro Uribe Llamas

Foto: María Luisa Severiano/ La

En junio de 2013, cuando se hizo


esta entrevista, Emmanuel Carballo
se dedicaba a corregir los libros que
había escrito “para dejar las cosas
lo mejor posible”. Le gustaba visitar
a Guillermo Tovar de Teresa en la
colonia Roma. Decía que tenía que
caminar para vivir más años. Sus
opiniones sobre los escritores que
conoció de cerca eran tan
vehementes como de costumbre.
Murió el crítico y autor, pero
sobrevive un trabajo bien
documentado sobre la literatura
mexicana del siglo XX.

–En Protagonistas de la literatura


mexicana (1965) usted escribió que un
entrevistador es un aguafiestas. ¿Por qué?

–Cuando estás con una persona que te acorrala


por todos lados para que digas lo que debe ser y no
lo que tú quieres, entonces te saca de tu mundo, de
tu conformismo, y te pone frente a la pared, donde
puede fusilarte o perdonarte.

–¿Fue cómodo entrevistar a gente como


Vasconcelos?

–Él fue una figura que ayudó a formar mi


personalidad. Dos personas han sido
fundamentales en mi vida, y son las antípodas:
Alfonso Reyes y José Vasconcelos. Uno aceptaba
el mundo y el otro quería transformarlo. A Reyes le
gustaba el mundo tal y como era, siempre y cuando
él fuera el rey, mientras que Vasconcelos quería
hacer el mundo a su imagen y semejanza. Los
entrevisté porque eran mis ídolos. Me sirvió para
redondear el retrato de personas que ya admiraba.

–¿Qué admira de Alfonso Reyes?


–Su estilo. Sigo sin conocer a un escritor que
trabaje tan bien la filigrana y que no se note. Era un
gran estilista, un primor de conocimiento del idioma.
Llegar a las cosas que escribía Reyes es llegar a la
región mas transparente del aire. Te vuelve lo más
difícil, lo más pedregoso, un camino recién
asfaltado. Era muy educado para escribir, sabía
cómo comportarse. Hasta te imaginas qué color de
camisa traía, si estaba vestido de traje, de pantalón
y saco o de suéter o chamarra. Reyes es tan claro
que primero llegas a amarlo, después a burlarte un
poco, deshacerte de él y posteriormente a amarlo
desmedidamente.

–También entrevistó a Carlos Fuentes cuando


iniciaba. ¿Cómo lo recuerda?

–Lo conocí en 1954. Era un hombre muy brillante,


guapo, bien vestido. Había ido a buenas
universidades y tenido muy buenos amigos. De
niño, Alfonso Reyes lo había sentado en sus
piernas. Su padre era diplomático. Él se vistió de
charro antes que... Bueno, yo nunca me he vestido
de charro.

–¿Y a la joven Elena Poniatowska? Usted


celebró sus primeros escritos.

–Estábamos un poco enamorados de Elena y


confundíamos biografía con bibliografía, amor con
literatura. Era mona, tenía bonitas piernas. Sus
méritos como escritora son pequeños si la
comparamos con Inés Arredondo, Luisa Josefina
Hernández, Beatriz Espejo o Elena Garro, que fue
la escritora más importante de la segunda mitad del
siglo XX.

–¿Por qué la mejor?

–Porque la he leído minuciosamente: sus cuentos,


novelas, diarios, cartas, obras de teatro. Yo le
pagué mil dólares para que publicara su Felipe
Ángeles, que es una hermosa obra de teatro. Perdí
mi herencia haciendo libros: publiqué doscientos
libros y perdí todos los centavos que me dejó mi
mamá. Cumplí con mi deber. De Elena Garro me
acuerdo de sus recursos estilísticos, de cómo con
cuatro o cinco frases volvía a un personaje
imperecedero.

–Usted dijo en una entrevista que ella tenía una


cultura sujetada por alfileres y que no había
leído más de ochenta libros.

–Pero tenía tantos libros de ella misma en el


páncreas, el hígado, los riñones, el corazón, que no
necesitaba leer. Un genio se da esos lujos: inventar
libros que nunca ha leído. Hay autores que no
necesitan leer, sino leerse a sí mismos.

–¿Será el caso de Juan Rulfo?

–No, él era un buen lector. Leía mucha literatura


estadunidense traducida al español. Tenía más
influencia de los traductores de Faulkner que de
Faulkner. Lo importante es el talento que tenía.
–¿De Octavio Paz qué recuerdo tiene?

–Es mi maestro. Le tengo una enorme admiración.


Si realmente quieres a una persona te vuelves su
crítico más entusiasta. Obviamente me peleé con
Paz. Era mi temperamento. Además, nunca me
sujeté a lo que pensaba mi corazón, mi cerebro no
se lo impedía. Tuve muchas muchas satisfacciones
y tristezas. Pero así es como hay que irse.

–¿Los autores jóvenes también le interesan?

–Juan Villoro me parece un buen escritor, pero no


trata los problemas que a mí me interesan. Yo creo
que tú aprendes con tus mayores, la gente de tu
edad o más joven no te enseña. ¿Hoy quién lee por
ejemplo a Mariano Azuela? Yo lo leí muchísimo en
los años cincuenta.

–¿Cómo era la Ciudad de México en ese


tiempo?

–Nos veíamos en los cafés. Me acuerdo de uno en


Bucareli y Reforma y de otro en Insurgentes y Baja
California, cerca del Cine Las Américas. Los
primeros años casi nunca desayunaba en mi casa,
sino en Sanborns. Me acuerdo hasta de las gentes
que iban: había una o dos mesas de escritores,
gentes agradables y desagradables. Alguien que no
me simpatizaba era Ricardo Garibay, que trabajó
mucho para hacer un estilo, un estilo a fuerza, no
un estilo natural. Él siempre tenía reglas que lo
ataban, no volaba, estaba preso en la tierra.
También recuerdo a Fausto Vega, creo que era
secretario de El Colegio Nacional, tenía una risa
conmovedora e inteligente: empezaba a reírse y
toda la gente de Sanborns volteaba a verlo. Era
muy agradable.

–De su vida anterior en Guadalajara, ¿de qué se


acuerda?

–Empecé a escribir más o menos a los diecisiete


años. Mi gran amigo era Carlos Valdés, habíamos
sido compañeros en la primaria y secundaria.
Leíamos en el Parque de la Revolución, que lo
había hecho Luis Barragán, adelantándose
cuarenta años a la arquitectura. La ciudad era
pequeña, tendría unos 150 mil habitantes. Admiro,
quiero y sufro cuando hablo de Guadalajara. En
1949 empezamos a publicarAriel, hicimos
veinticinco números, publicamos a muchos autores
locales, nacionales y extranjeros. Yo leía mucha
poesía española.

–¿Sirve leer mucho si uno no se dedica a la


literatura?

–Conozco gentes, muchachos y grandes, que no


escriben, que nos conocimos como lectores. Yo he
escrito y ellos siguen leyendo, y son más felices
que yo, quizá.

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