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Las siete palabras de la cruz

Jesús dijo desde la cruz siete breves pero valiosas frases, que en conjunto arrojan luz sobre el hecho de
la cruz. Ninguno de los evangelistas las registra a todas. Mateo y Marcos preservan una sola (el grito de
abandono), en tanto que de las seis restantes Lucas registra tres y Juan otras tres. La iglesia ha valorado
estas expresiones conocidas como las siete palabras de la cruz, reconociendo que revelan pensamientos
de Jesús que de otra manera nos serían desconocidos.
Las tres primeras palabras nos retratan a Jesús como nuestro ejemplo. Expresan el amor que
manifestaba a los demás. “No lloréis por mí” había dicho en una oportunidad anterior (Lucas 23:28).
Tampoco lloró por sí mismo. No quedó sumergido en la autocompasión por su dolor y soledad ni por la
grave injusticia cometida contra su persona. En realidad, no pensaba en sí mismo sino en los demás. Ya
no le quedaba nada por dar; hasta sus ropas le habían sido quitadas. Pero todavía tenía la capacidad de
dar su amor. La cruz es la personificación de la auto entrega: allí mostró su preocupación hacia los
hombres que lo crucificaban, hacia la madre que lo había dado a luz, y hacia el ladrón penitente que
estaba muriendo a su lado.

1. La oración a favor de sus verdugos:

Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.


Lucas 23:34

La primera expresión fue una plegaria de perdón hacia sus verdugos. Piense en lo notable de este acto.
Sus padecimientos físicos y emocionales habían sido casi insoportables. Ahora lo desnudaron, lo
recostaron de espaldas sobre la cruz, y las rudas manos de los soldados blandieron torpemente sus
martillos. ¿No pensaría ahora en sí mismo? ¿No se quejaría contra Dios como lo hizo Job, o le rogaría
que lo vengara, o mostraría algún atisbo de lástima por sí mismo? No, pensó en los demás. Podría haber
clamado de dolor, pero sus primeras palabras son de intercesión por sus enemigos. Los dos criminales
a su lado maldecían y blasfemaban. Jesús no lo hizo. Puso en práctica lo que había predicado en el
Sermón del Monte:

Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad
por los que os calumnian.
Lucas 6:27–28

¿Por quiénes estaba intercediendo? Sin duda especialmente por los líderes judíos que habían rechazado
a su Mesías.
2. La redención de un criminal:

Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
Lucas 23:43

Los cuatro evangelistas nos dicen que esa siniestra mañana las tres cruces fueron levantadas en el
Gólgota (“lugar llamado de la Calavera” [v. 33]). Dejan en claro que Jesús ocupaba la cruz del centro,
mientras que dos ladrones (‘malhechores’ según Lucas) fueron crucificados uno a cada lado.
En un primer momento los dos malvivientes se sumaron al coro de odio al que ahora se había sometido
a Jesús (Mateo 27:44). Pero solo uno de ellos continuó lanzándole insultos y desafiándolo a salvarse a
sí mismo y a ellos. El otro ladrón, en cambio, reprochó a su compañero: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando
en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos … mas éste ningún mal hizo
(Lucas 23:40–41). Entonces, volviéndose hacia Jesús, el ladrón penitente dijo Jesús: Acuérdate de mí
cuando vengas en tu reino. (v. 42).
Resulta notable este reconocimiento del reinado de Jesús. Sin duda el ladrón penitente había oído a los
sacerdotes burlándose de que Jesús declaraba ser el rey de Israel, y probablemente había leído la
inscripción colocada sobre su cabeza: “JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS”. También había
observado su dignidad serena, propia de un rey. De alguna manera, había llegado a la convicción de
que en efecto Jesús era un rey. Había escuchado su intercesión a favor de sus verdugos, y sabía cuánto
necesitaba él mismo ser perdonado, ya que confesó que estaba siendo castigado con justicia.
A su clamor, Jesús respondió: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43). No hubo
recriminaciones. No le reprochó haberse arrepentido en la hora final. No hubo expresión de dudas
sobre la sinceridad de su arrepentimiento. Él simplemente le dio al penitente la seguridad que
anhelaba. Le prometió no solo la entrada al paraíso, sumado a la alegría de la presencia de Cristo, sino
un ingreso inmediato ese mismo día. Y le confirmó esa certeza con su conocida expresión “de cierto te
digo”, usada por última vez en aquella ocasión. Imagino que, durante las largas horas de sufrimiento
que siguieron, el ladrón perdonado pudo mantener su corazón y su mente apegados a la segura y
redentora promesa de Jesús.

3. La provisión para su madre:

[Jesús] Dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo [Juan]: He ahí tu madre.
Juan 19:26–27

Quizás Jesús cerró los ojos al recibir lo más violento de la embestida de dolor. Quizás a medida que el
padecimiento fue aliviándose los volvió a abrir. Como quiera haya sido, al mirar desde la cruz vio a un
pequeño grupo de mujeres fieles y al apóstol Juan, el “discípulo a quien él amaba” [v. 26]. Y entonces
vio a su madre. Desde el punto de vista humano, sin duda ella era una persona muy querida para él. Es
verdad que no siempre lo había entendido, y una o dos veces tuvo que hablarle con firmeza cuando ella
se interpuso en la manera en que él llevaba a cabo la voluntad de su Padre. Aun así, era su madre. Él
había sido concebido en su vientre por la acción sobrenatural del Espíritu Santo. Ella lo había dado a
luz, lo había colocado en el pesebre, lo había cuidado durante su niñez. Ella le había enseñado las
historias bíblicas sobre los patriarcas, los reyes y los profetas, y el plan y el propósito de Dios. También
le había dado un radiante ejemplo de piedad.
Ahora leemos que “estaban junto a la cruz de Jesús su madre …” (v. 25). ¡Mujer llena de gracia y de
dolor! Es difícil imaginar la profundidad de su padecimiento mientras lo veía sufrir. Estaba
cumpliéndose la profecía del anciano Simeón de que una espada atravesaría su alma (Lucas 2:35).
Jesús no piensa en su propio dolor sino en el de ella. Está decidido a evitarle a María el dolor de verlo
morir. De modo que hace uso de un derecho que según los estudiosos hasta un hombre crucificado
tenía, es decir, el de hacer una decisión de testamento. En términos de la ley de familia, la puso bajo la
protección y el cuidado de Juan, y puso a Juan bajo el cuidado de ella. De inmediato Juan la llevó a su
casa en Jerusalén.

Repasando estas tres primeras palabras desde la cruz, no podemos dejar de sentirnos maravillados ante
la total falta de egoísmo de parte de Jesús. No pensó en sí mismo en absoluto. A pesar del dolor y de la
vergüenza que estaba experimentando, pidió perdón para sus enemigos, prometió el paraíso al criminal
penitente, y atendió la necesidad de su dolida madre. Esto es amor, nos dicen las Escrituras: “haced del
amor norma de vuestra vida, pues también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efesios
5:2, BLP).

4. El grito de abandono:

Desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Cerca de la hora novena,
Jesús clamó a gran voz, diciendo: … Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Mateo 27:45–46

Si las tres primeras palabras desde la cruz nos muestran a Jesús como nuestro ejemplo, la cuarta (y
luego la quinta) lo retratan cargando nuestros pecados. La crucifixión tuvo lugar a eso de las 9 de la
mañana (la hora tercera), y al parecer las tres primeras palabras se pronunciaron cerca del comienzo
de este proceso. Luego hubo silencio. Alrededor del mediodía (la hora sexta), cuando el sol estaba en
el meridiano (zenit), una inexplicable oscuridad cubrió el lugar. No pudo haber sido un eclipse natural
de Sol, porque la fiesta de la Pascua se realizaba en días de luna llena. Este fue un fenómeno
sobrenatural, quizás dispuesto por Dios para simbolizar el horror de la terrible oscuridad en la que ahora
estaba sumergida el alma de Jesús. Estas tinieblas se prolongaron durante tres horas, durante las cuales
el Salvador sufriente no dejó escapar de sus labios ni una sola palabra. Cargó nuestros pecados en
absoluto silencio.
Entonces, repentinamente, como a las a las 15 horas (la hora novena), Jesús rompió el silencio y dijo en
rápida sucesión las cuatro palabras restantes desde la cruz, comenzando con el clamor: “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has desamparado?”. Solo Mateo y Marcos registran este terrible grito, en la expresión
aramea original: “Elí, Elí, ¿lama sabactani?”. Los observadores circunstanciales dijeron: “A Elías llama
éste” (v. 47), seguramente estaban burlándose; ningún judío hubiera sido tan ignorante del arameo
como para hacer una equivocación tan absurda.
Hay plena coincidencia de que Jesús estaba citando Salmos 22:1. ¿Por qué lo hizo, por qué se declaró
abandonado? Solo puede haber dos explicaciones coherentes. O bien Jesús estaba equivocado y no
había sido abandonado, o estaba diciendo la verdad y en efecto había sido abandonado. En cuanto a
mí, desecho la primera explicación. Me parece inconcebible que Jesús, en el momento de su entrega
máxima, hubiera podido equivocarse y haberse imaginado que estaba abandonado por el Señor. La
explicación alternativa es sencilla y directa. Jesús no estaba equivocado. La situación en la cruz era de
abandono por parte de Dios, y esa alienación se debía a nuestros pecados y a la justa penalidad que
merecían. Jesús expresó esta terrible experiencia de abandono de parte de Dios citando las únicas
palabras de las Escrituras que habían predicho esa circunstancia y que él cumplía plenamente.

5. La agonía de la sed:

Jesús … dijo … Tengo sed.


Juan 19:28

En el momento de ser crucificado le habían ofrecido a Jesús vinagre mezclado con hiel, pero después
de probarlo se negó a beberlo (Mateo 27:34), quizás porque estaba decidido a mantener alerta sus
sentidos mientras sufría por nosotros en la cruz. Sin embargo, horas más tarde, cuando emergía de las
tinieblas del abandono de Dios, sabiendo que el fin estaba cerca, Jesús dijo: “Tengo sed”. En respuesta,
los que estaban cerca empaparon una esponja en vinagre de vino (la bebida corriente de los soldados
romanos), y la elevaron con un hisopo hasta los labios de Jesús.
Esta es la única palabra de la cruz que expresa el sufrimiento físico de Jesús. Como añade el evangelista,
la dijo para que se cumpliera la Escritura. De hecho, esto había sido profetizado dos veces en los Salmos.
En Salmos 22:15 está escrito: “Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar”, y en
Salmos 69:21 leemos: “Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre”.
Sin embargo, sería un error suponer que el significado de este quinto clamor de Jesús desde la cruz se
agota en el sentido literal de una sed física. Su sed, como la oscuridad, también tenía un sentido
figurado. Si la oscuridad del cielo simbolizaba la oscuridad con que nuestros pecados habían envuelto
a Jesús, y si la muerte de su cuerpo iba a simbolizar nuestra muerte espiritual, entonces su sed
simbolizaba el tormento de la separación de Dios. Tinieblas, muerte, sed. ¿Qué otra cosa son estas, sino
lo que la Biblia llama infierno: las tinieblas de fuera, la segunda muerte, el lago del fuego, todo el horror
de la alienación de Dios? Esto es lo que nuestro Salvador sufrió por nosotros en la cruz.
La sed es un símbolo especialmente conmovedor, porque Jesús había dicho antes: “Si alguno tiene sed,
venga a mí y beba” (Juan 7:37). Pero en la cruz, aquel que sacia nuestra sed sufre una terrible sed.
Anhela, como el hombre rico en la parábola, que Lázaro moje la punta de sus dedos y calme con agua
la sed que siente. Jesús padeció la sed en la cruz para que nunca más sintamos esa sed (Apocalipsis
7:16).
6. Su grito de triunfo:

Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es.


Juan 19:30

En las tres primeras palabras desde la cruz vimos a Jesús como nuestro ejemplo, y en la cuarta y la
quinta lo vimos cargando nuestros pecados. En las dos últimas exclamaciones lo vemos como el
vencedor, porque en ellas expresa la victoria que ha obtenido por nosotros. Quizás podríamos sostener
que las palabras del tercer grito (Consumado es) son las más trascendentales que jamás se hayan
pronunciado. Jesús ya había afirmado que había completado la obra por la que había venido al mundo
(Juan 17:4). Ahora hace una declaración pública de ello. Su grito no es el quejido desesperado de alguien
que muere resignado y derrotado. Es un grito, según Mateo y Marcos, exclamado “a gran voz” (Mateo
27:50), una resonante proclamación de victoria.
El verbo griego (tetelestai) está en el tiempo perfecto, indicando que se trata de un logro con resultados
duraderos. Podría traducirse “Ha sido y permanece para siempre cumplido” Porque Cristo hizo lo que
la carta a los Hebreos llama “un solo sacrificio por los pecados” (Hebreos 10:12). En consecuencia,
debido a que Cristo completó la obra de cargar los pecados, no queda nada que nosotros debamos
hacer o podamos contribuir.
Y para demostrar la naturaleza satisfactoria de lo que Cristo hizo, el velo del templo se rasgó “de arriba
abajo” (Mateo 27:51) a fin de mostrar que la mano de Dios lo había hecho. La cortina había colgado allí
durante siglos separando el santuario exterior del interior, como emblema de que el Señor era
inaccesible a los pecadores, ya que a nadie le estaba permitido pasar al interior del velo hacia la
presencia de Dios, con excepción del sumo sacerdote el Día del Perdón. Pero ahora el velo estaba
rasgado por el medio y desechado, porque había dejado de ser necesario. Los que adoraban en los
atrios del templo, reunidos aquella tarde para el sacrificio vespertino, fueron dramáticamente
informados de un nuevo y mejor sacrificio por el que podían acercarse a Dios.

7. Su entrega final:

Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Y habiendo dicho esto, expiró.
Lucas 23:46

Ninguno de los evangelistas dice que Jesús “murió”. Es como si evitaran intencionalmente esa palabra.
No quieren dar la impresión de que finalmente la muerte lo reclamó y él se sometió a su autoridad. La
muerte no lo recibió como su víctima: él la tomó como su conquistador.
En conjunto los evangelistas usan cuatro expresiones distintas, y todas ellas colocan la iniciativa del
proceso de morir en manos de Jesús. Marcos dice que “expiró” (Marcos 15:37), Mateo que “entregó el
espíritu” (Mateo 27:50), en tanto que Lucas registra las palabras de Jesús: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Pero la expresión de Juan es la más impresionante, al decir que
“habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19:30). El verbo es otra vez paradidōmi, que
se aplicó antes a Barrabás, a los sacerdotes, a Pilato, y a los soldados que ‘entregaron’ a Jesús. Pero
ahora Juan la aplica al propio Jesús, quien entregó su espíritu al Padre y su cuerpo a la muerte.
Observemos que antes de hacerlo inclinó su cabeza. Es decir, no murió primero y luego dejó caer la
cabeza hacia el pecho. Fue al revés. La inclinación de la cabeza fue su final acto de sumisión a la voluntad
de su Padre. De modo que por palabra y por acto (inclinando la cabeza y declarando que entregaba su
espíritu), Jesús puso en evidencia que su muerte era un acto voluntario de su parte.
Jesús pudo haber escapado de la muerte a último momento. Como dijo en el huerto, podría haber
convocado a más de doce legiones de ángeles para que lo rescataran. Pudo haber bajado de la cruz,
como sus burladores lo desafiaban a hacer. Pero no lo hizo. Por su decisión libre y voluntaria se entregó
a la muerte. Fue él mismo quien definió el momento, el lugar, y la manera de su partida.
Debemos presentarnos humildemente ante la cruz a implorar misericordia, ya que no merecemos otra
cosa que juicio, y Cristo nos rescatará tanto de la culpa del pecado como del temor a la muerte.
Las dos últimas palabras desde la cruz (‘consumado es’ y ‘encomiendo mi espíritu’) proclaman a Jesús
como el vencedor de la muerte y del pecado. Ninguna de estas palabras se pronunció con amargura o
con queja. Cada una de ellas es una manifestación de su gran amor por nosotros, de la terrible carga
del pecado, de su triunfo y victoria definitiva.

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