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FARABEUF: ENTRE LA REPRESENTACIÓN PICTÓRICA Y LA NOVELA


TRASCENDENTAL

Elizabeth Enríquez Figueroa*

Siempre pudieron atreverse a todo pintores y


poetas...
Horacio

La muerte sólo tiene importancia en la medida en


que nos hace pensar en la vida...

André Malraux

La pintura y la poesía mantienen una estrecha relación debido a que son dos formas que tienden a

representar el mundo en términos de instantes concretos. Dicha relación se encuentra erigida de

manera sublime en uno de los versos de la Epístola a los Pisones de Horacio, en la que su autor

afirma: Ut pictŭra poĕsis (pintura y poesía se parecen) (Horacio, 56). En efecto, el vínculo que se

ha establecido entre las dos se ha denominado como Écfrasis. Según Barry Taylor “la écfrasis es,

esencialmente, la descripción verbal de una obra de arte visual” (Taylor, 171). El escritor

experimenta en la redacción de un texto, una práctica de desentrañamiento de un suceso

expresado a partir del momento perpetuado en un representación pictórica; pero, no sólo eso, la

écfrasis también brinda la posibilidad de que el escritor acuda a la metatextualidad, lo que

equivale a decir “que permite al poeta engastar un texto dentro de otro, a menudo para que el

texto interior refleje o comente al exterior” (Taylor, 171).

*
Estudiante de primer semestre de la Maestría en Didáctica de la lengua y la literatura españolas.
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Teniendo en cuenta lo anterior, la definición que se utiliza dentro de la redacción de este texto,

para el término écfrasis, es aquella que indica una directa referencia a “exponer con detalles,

describir, y si la descripción es intensa y supone una trama, narrar” (Albero, 3), lo que se

magnifica al detalle en una imagen, a partir de la descripción verbal que sustenta entre líneas la

existencia de una historia fascinante. En este sentido, se podría aseverar con mayor seguridad que

cada arte tiene una técnica y se valora en sí mismo respecto a otra forma de arte.

Ahora bien, Salvador Elizondo en su obra Farabeuf recrea una técnica que bien podría ser

llamada écfrasis. Su novela que abarca unas 179 páginas, aproximadamente, se relata en torno a

la descripción de un par de fotografías, de una pintura y de un recuerdo congelado en el tiempo.

Tras cada descripción se establece la existencia, aunque efímera, de una historia de la que es

partícipe un doctor, unos cuerpos desnudos y algunas personas que funcionan como observadores

del teatro de tortura que lleva a cabo el primero. La novela se construye a través del ir y venir de

la exposición de un elemento pictórico, que se asocia directamente con la situación, que en un

momento dado, atraviesan los participantes; además, “las posiciones alternadas de los personajes,

las palabras repetidas, tienen una estructura rítmica semejante a la de las imágenes y palabras

intercambiadas por dos amantes en el momento de un acto sexual” (José. 90), mientras se

entregan a la continua observación de la fotografía de un supliciado y de una pintura renacentista.

El arte concebido desde esta postura, consiente relacionar diversas formas de creación, y obtener

una obra significativa; como dice el autor del texto “La bacanal de Tiziano”, Manuel Canga: “la

mano y el pincel se ponen al servicio de un deseo sublimado, que puede llegar a satisfacerse

transformando la realidad de las cosas, los objetos tangibles es simples imágenes” (Canga. 50),

así como transformar las sensaciones en una emoción estática en donde el principio y el fin se

encuentran para formar la identidad del ser como un infinito.


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Salvador Elizondo escribe Farabeuf durante el período comprendido entre 1963 y 1964, mientras

el Centro Mexicano de Escritores lo acoge como becario. Más tarde, en 1965 la obra es

publicada. Farabeuf sería, sin duda alguna, el texto más importante en la carrera literaria de

Elizondo, porque transgrede los parámetros de la creación literaria, vigentes hasta ese momento.

No obstante, no sólo se puede afirmar que la novela de Elizondo es importante porque renueva la

forma de escribir; también, resulta atractiva por su temática, que va de la agonía al placer: “es una

novela de amor y de horror, de violencia y locura, de sadismo y magia, de aparecidos y

desaparecidos, de mutaciones y desdoblamientos, es una narración extraña y de difícil

clasificación en nuestra prosa” (Carballo, 5). Por otro lado, dentro de la novela se descubren

diversos elementos, a través de los cuales se puede entender la construcción de la obra. Tales

como la fotografía de un hombre chino que es torturado a partir del método del Leng-Tch’e; la

descripción de la imagen presente en un libro, que muestra la escena de una pareja en el mar;

además de la referencia constante a la pintura renacentista “Amor sagrado y amor profano” del

pintor veneciano Tiziano Vecellio.

De acuerdo con las escenas que se describen en el texto, fácilmente se puede identificar que el

principal personaje que Elizondo va a exponer es el cuerpo. Una sustancia que atraviesa por

constantes cambios, y todos esos cambios conducen a un mismo lugar; en donde el cuerpo se

contempla a sí mismo y vive su realidad de la manera más sublime. El autor, al igual que un

artista ha encontrado la forma indicada para plasmar el momento exacto que quiere dar a conocer,

y lo ha perpetuado a través de la escritura concebida como un acontecimiento pictórico, lo que

indica que “Sólo cuando algo ha disuelto todos sus contenidos en forma y se ha hecho así arte

puro deja de poder hacerse superfluo” (Lukács, 18).


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Álvaro Díaz afirma que “la expresión puramente estética de la literatura no es comunicable, por

ello cada lector puede apreciarla a su manera, y en ese sentido la obra se enriquece más” (Díaz,

8). Precisamente, es eso lo que Elizondo pide al lector, mantenerse siempre activo, y captar los

momentos clave de la novela. Hay que mencionarlo, es un libro que, durante toda su redacción se

encuentra fragmentado, se ve ambiguo, confuso, y en ocasiones reiterativo; pero, al parecer, esto

tiene una función específica: que el lector encuentre aquel recuerdo que parece perdido o el

instante mismo de su goce interior. Al final de la novela puede ser que el lector no haya

comprendido muy bien su contenido, y eso es lícito. De forma tal, que no existirá una lectura

lineal, de personajes que viven en un espacio y tiempo determinados, a quienes les sucede una

serie de eventos; sino, será una historia apasionante que quien lee está obligado a completar

desde cualquiera de los elementos que se hacen presentes en la novela. Cada una de las piezas

resultan ser claves en el desciframiento del texto, tales como, las descripciones contantes de

fotografías, la revisión de recuerdos y, por supuesto, la mención de la pintura renacentista

veneciana “Amor sagrado y amor profano”.

Al introducir la pintura renacentista, el autor está enviando un mensaje claro, para entender la

novela hay que descifrar qué es lo que interpreta durante las páginas de Farabeuf. En ese sentido,

a partir de una exposición acertada de dicha representación, se logrará extraer apartes importantes

que componen la obra de Elizondo. En el cuadro de Tiziano (figura 1) se representa a la diosa

Venus en sus dos versiones, una terrenal y otra mística. Las dos mujeres aparecen ubicadas en

lados opuestos; es decir se contraponen de acuerdo a lo que personifican; la Venus terrenal, que

se muestra al lado izquierdo del lienzo, alude a un amor concebido desde lo meramente natural y

convencional, expresado a partir del cuidado y la preservación del cuerpo; por ésta razón se

presenta cubierta por vestiduras. Por su parte, la Venus sagrada o mística aparece al lado derecho

del lienzo, sobre un paisaje más iluminado y menos fortificado como el de la Venus terrenal; ella,
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yace desnuda sobre el estanque, sólo cubierto su sexo con una manta blanca, con su brazo

extendido hacia

arriba en cuya

mano reposa un

ánfora.

Evidentemente,

la Venus mística

es la

personificación

de un amor más elevado; su cuerpo desnudo encarna un concepto de libertad, desde ésta

perspectiva el cuerpo valorado, es aquel que se muestra, y que pretende no solamente un goce

experimentado a través de los sentidos. Des de aquí, el cuerpo es sinónimo de esplendor y

superioridad ante las cosas banales del mundo.

La situación, tal y como es planteada por Tiziano en su pintura, intenta recrearla Elizondo en la

redacción de una novela como Farabeuf, cuyo principal objetivo tiene que ver con el

reconocimiento del cuerpo como una herramienta que conduce al placer y transgrede los límites.

Para lograr su cometido, Elizondo nombra en su texto, de manera reiterada, la existencia de

varios cuerpos (algunos con identidad propia, otros no). Uno de ellos es torturado hasta el límite

por el doctor Farabeuf, mientras otros observan y se fascinan por la escena. En varias líneas,

dentro de la novela se hace referencia a una mujer vestida de blanco: la enfermera, quien ha

observado la fotografía del supliciado chino y ha experimentado un gran placer sensible que

desea transformar en algo más grande; para lograr dicho fin, según la novela: “es preciso no sólo

recordar el rostro de aquella mujer vestida de blanco –o negro quizá– sino también las

circunstancias y los objetos que la rodeaban en el momento en que decidió entregarse, urgida por
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la excitación que le había provocado la contemplación de una imagen que había tenido ante los

ojos durante largo rato” (Elizondo: Farabeuf, 15). En un momento dado de la escena, quien fuera

la enfermera, pasa de la pura evocación de los sentidos a una experiencia genuinamente mística.

En otros términos, el deseo meramente carnal conduce a una experiencia mucho más elevada, en

donde los sentidos pierden su finalidad y queda sólo un momento de intensa contemplación.

Páginas más adelante, el autor referencia, una vez más, una situación concreta en que una mujer

(probablemente, la enfermera) presencia un acto de descuartizamiento dirigido por el doctor

Farabeuf, cuya intención como ya se mencionó, es el alcance del placer experimentado más allá

de lo sensitivo. Ahora, el suceso es narrado desde una voz protagonista; pero la escena es captada

desde unas descripciones más explícitas y extremadamente mortuorias. La intensidad de la

narración aumenta y, asimismo las emociones de quienes son partícipes:

“Mira...”, le dije mostrándole ese cuerpo desgarrado, tratando de vencer su cuerpo

con aquella visión sanguinaria, hasta que se rompía como una muñeca de barro,

hasta que sentí que su cuerpo se abandonaba a mí en aquel océano de sangre que

latía afuera, más allá de la ventana abierta, fuera de sus ojos cerrados que no veían

otra cosa que ese cuerpo surcado de riachuelos de sangre, esa carne que tanto

hubiera amado en su delirio.

....Cuando cerré los ojos la fascinación de aquella carne maldita e inmensamente

bella se había apoderado de mí.

(“Y entonces él la tomó en sus brazos...”)

“...Y entonces me abandoné a su brazo y le abrí mi cuerpo para que él penetrara en

mí como el puñal penetra en la herida...” (Elizondo: Farabeuf, 53)


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Por otra parte, se puede afirmar que en la pintura de Tiziano se da vida a dos formas de concebir

el amor y el erotismo, que luego son retomadas por Elizondo en su teatro de la muerte. Además

de esto, resulta muy útil la descripción del color de la pintura

en concordancia con la tonalidad de la escena de tortura

relatada en Farabeuf. El color de las vestiduras de las dos

Venus representa un gran elemento para comprender el alcance

de la novela. En este sentido, y teniendo en cuenta los colores

rojo y blanco que contrastan los vestidos de las dos mujeres

(aunque con mayor intensidad por la Venus mística, como se

observa en la figura 2), dentro del texto se les puede asociar

con la sangre que emana de las heridas que se le ocasionan al cuerpo supliciado, contrapuesta a la

pureza de las sábanas de hospital. Por su parte, el color blanco también podría escenificar el

atuendo de la enfermera, en oposición a sus deseos ocultos y, a su funesta fascinación por la

sangre y el desmembramiento. Esa escena macabra de destrucción, muerte y placer extático, es

presenciada, por la enfermera, tal vez, por alguien más ante cuya percepción, cada detalle se

convierte en un delirio mórbidamente hermoso: “cerrando los ojos imaginaste una puerta. Una

puerta pintada de blanco que daba acceso a un cuarto pintado también de blanco, en medio del

cual se encontraba una cama cubierta con sábanas blancas” (Elizondo: Farabeuf, 124). “Y tú

estás fija allí y yo te miro mirarme fijamente, pretendes descubrir mi significado y te horroriza la

sangre que mana de mi cuerpo y a la vez te fascina porque en su contemplación crees redimirte”

(Elizondo: Farabeuf, 135).

La vida y la muerte se cruzan en algún momento del ser, y la obligación del cuerpo es albergar

ese instante en el que la vida se evapora, pero la muerte aún no logra alcanzarle. Las dos Venus

se encuentran posadas sobre un sarcófago, pero ese elemento no tiene una connotación de muerte;
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porque aparece lleno, no de un cadáver, como debería ser; sino lleno de agua, que representa

duración. En vista de ello, el sentido que tiene dentro de la composición es orientar la existencia,

como la concreción entre la vida y la muerte a través de la experiencia amorosa, en sus dos

versiones. Por su parte, Farabeuf ubica dos impresiones diferentes en un mismo objeto. Esto se

evidencia cuando el doctor utiliza las sábanas sobre las que, previamente, llevo a cabo el acto

llamado coito, para envolver sus curiosos instrumentos quirúrgicos, con los que más tarde

realizara procedimientos a cadáveres de mujeres “infinitamente quietas”.

En la casa en la que Farabeuf se encuentra realizando el procedimiento quirúrgico, hay un

sobresalto de emociones frente a lo que se va a experimentar. Alguien esa tarde lo cito en aquel

lugar, con suma urgencia, y él acude en cuanto puede “sostiene en su mano un maletín de cuero

negro y en la otra un viejo paraguas a través del cual se cuela el agua cayendo en gruesos

goterones sobre los hombros del abrigo” (Elizondo: Farabeuf, 14); alguien le espera, mientras

observa por la ventana con suprema ansiedad “tus ojos estaban inmensamente abiertos y tu boca

también entreabierta, suspensa” (Elizondo: Farabeuf, 77) en “el misterio de un momento agónico

contenido en la fijeza de tus ojos que se dirigían tenazmente hacia aquella ventana” (Elizondo:

Farabeuf, 108). Más tarde, en la ejecución del evento mismo, se menciona un cuerpo, tal vez, el

de la enfermera, tal vez otro, porque la enfermera será la espectadora de dicha escena “macabra”

de descuartizamiento trasunto de un infinito placer: “de pronto se oyó ese grito, su grito, un grito

que hizo caer la noche definitivamente y que despejó el cielo” (Elizondo: Farabeuf, 80). La vida

humana está movida por múltiples sensaciones y emociones que hacen que cada evento genere en

nuestro cuerpo y en nuestra mente un efecto alucinante y delirante, en este caso sucede cuando

los cuerpos que observan la tortura se sienten estupefactos ante tal espectáculo “la fascinación de

esa experiencia es total; eso sí es innegable” (Elizondo: Farabeuf, 140). El placer como se

plantea desde la escena que describe Elizondo, no sólo es dual (uno de los sentidos y otro
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trascendental), sino que es percibido en un instante congelado en el tiempo, el instante preciso en

el que el cuerpo agoniza, y su espíritu se ve sumergido en un estanque de aguas revueltas que

indica que su momento de goce se aproxima. En vista de que el placer es sublime, la “única

forma aceptable de vivir plenamente el instante, consagrarse a él, y sin embargo trascenderlo es

llegar al éxtasis místico” (Durán. 144). La concreción del amor y de la muerte se encuentran en

un momento, en el que los dos emanan un dulce aroma de liberación de la esencia pura y el goce

trascendental de lo que se magnifica más allá del mundo en el que, aparentemente, vivimos.

A pesar de que el cuerpo es el elemento primordial para Elizondo, y aunque resulte ser muy

ambigua la existencia de personajes en Farabeuf, el autor plantea la existencia fugaz de Él y Ella,

que parece presenciaran un acto precedido por el doctor Farabeuf, en el que observan un evento

de tortura semejante a lo contemplado en la fotografía del Leng Tch´e. El episodio referido tiene

gran influencia en los dos sujetos, cuyos nombres son desconocidos: “Él y Ella ocultan un secreto

pulsátil de sangre, de vísceras que si no fuera por esa puerta y por ese espejo que la contienen, su

mirada todo lo invadiría con una sensación de amor extremo, con el paroxismo de un dolor que

está colocado justo en el punto en que la tortura se vuelve un placer exquisito y en que la muerte

no es sino una figuración precaria del orgasmo” (Elizondo: Farabeuf, 41 ). El hecho de observa

la tortura los conduce directamente al éxtasis (como ya le sucedió a la enfermera), un

acontecimiento semejante a lo experimentado durante el acto llamado coito: “la pareja sabe que

amor y descuartizamiento son actos sinónimos, y ama tanto la vida como desea la muerte”

(Carballo, 8). Teniendo en cuenta lo anterior, es correcto afirmar que el autor no maneja una

trama lineal dentro de la redacción de su texto; más bien, todo se plantea en torno a la descripción

detallada de fragmentos que ubican al lector en un momento determinado de la acción.

Otro de los detalles que Elizondo toma de la pintura de Tiziano y describe en su texto, es una

escena recreada como adorno en el sarcófago sobre el que se posan las dos Venus, como se
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muestra en la figura 3. En dicha imagen se observa una acto de castigo, provocado por un hombre

que, dispuesto sobre una mujer pretende azotarla.

Ésta particularidad remite de nuevo al lector a la

escena más notable del texto: la “crueldad” contra

el cuerpo que genera placer en quien la presencia

y en quien la experimenta, que se constata en la

novela por la evocación a la fotografía del

supliciado, y la referencia a la ejecución del

procedimiento que realiza el doctor Farabeuf en

aquella casa. Muy a pesar de que el autor le resta importancia afirmando que “se trata de una

escena de combate mitológico con carácter meramente ornamental” (Elizondo: Farabeuf, 89), se

atreve a mencionarla y eso revela su interés en dicho adorno, descrito en el texto de la siguiente

manera: “un fauno, con el brazo izquierdo en alto está a punto de azotar con una rama a una ninfa

que yace tendida a su lado, recostada en una postura que recuerda con bastante precisión al

hermafrodita de Villa Borghese” (Elizondo: Farabeuf, 89). Otra vez el lector se encuentra ante el

cuadro de la tortura como sinónimo del placer. La mano del hombre en dirección hacia arriba

(como la de la Venus sagrada), representaría el objeto de goce, y la joven recostada en forma

erótica y sostenida por el hombre, es el sujeto de ese placer mórbido que es presenciado por dos

individuos más, tal y como se representaría la escena de tortura elaborada por Elizondo y descrita

en varias piezas dentro de la novela.

De acuerdo con Marsilio Ficino, citado por Erwin Panofsky “el alma inmortal del hombre se

siente siempre miserable en su cuerpo, duerme, sueña, delira y se aflige dentro de él, invadida por

una nostalgia infinita que sólo será satisfecha finalmente cuando vuelva al lugar de donde vino”

(Panofsky, 197). Una sensación semejante atormenta a los cuerpos que Elizondo describe, cuya
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remembranza nos conduce al Leng-Tch’e, y específicamente, al torturado como el más sublime

de los seres. Parece ser que dichos cuerpos no han podido alcanzar ese abismo de placer

incesante; pero, lo anhelan porque lo han concebido como un evento único y muy gratificante: “la

experiencia de entonces era una sucesión de instantes congelados; sus pupilas nos habían

fotografiado, paralizando nuestros gestos... registrando nuestro silencio y como si ese silencio

hubiera sido algo más vivido y más tangible que nuestras palabras y que nuestros gritos”

(Elizondo: Farabeuf, 47). Para alcanzar ese placer extático, estos cuerpos que presencian el

hecho, deben liberarse de sus vestiduras y consagrarse al infinito que les ofrece aquel

acontecimiento; lo que equivaldría a decir que Venus terrenal abandona su prisión, y en medio de

un estanque de aguas revueltas, se entrega por completo a la desnudez del disfrute místico, del

que sólo ella es dueña, mientras observa fijamente su reflejo en el movimiento de las aguas.

En esta creación literaria se puede observar la presencia fuerte de un rito, en el que a través de la

tortura, correctamente ejecutada, el cuerpo supliciado puede comprender los alcances de las

sensaciones humanas y perpetuar el momento exacto en el que el dolor y el acercamiento a la

muerte se transforman en la experiencia más viva posible. Cuando en el texto una voz afirma

“llegado el momento te tomaré en mis brazos y mientras miras tu rostro reflejado en ese enorme

espejo susurraré en tu oído la palabra que tanto deseas escuchar. No temas. Yo te amo. Por eso he

venido. He comprendido a través de tus palabras toda la angustia de tu cuerpo que aspira ya, por

el deseo, una muerte tibia y apenas perceptible” (Elizondo: Farabeuf, 154), al perpetuar su

imagen extática en el espejo, el cuerpo supliciado busca alcanzar un placer nunca antes

concedido, y que se ve concretado a partir del orgasmo, considerado como “una pausa en el

movimiento rítmico de la tensión”(José, 22), en donde el espíritu se separa del cuerpo y deja de

responder a sus estímulos, más bien se entrega a su placer que representa una “pequeña muerte,

donde por un instante, se puede asir el concepto de infinito” (José, 22). Al final, como una de las
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voces dice: el supliciado debe considerar “este ejercicio como una disciplina interior, con una

meditación que conduce al éxtasis te darás cuenta, estoy seguro de ello, de que tu cuerpo

desfallecerá huyendo de ti misma y sólo su significado, su esencia última, se concretará en las

palabras que tú digas” (Elizondo: Farabeuf, 170).

Amor es un acontecimiento que implica entrega total, suplicios y clamores, además de un

momento de placer infinito que libera y transforma al ser humano. Dentro de la narración de la

novela, una voz menciona “debes inspirar compasión porque en esa ternura que provoques estará

la realización de tu amor. Debes abandonarte en sus manos para poder comprender el significado

de tu vida” (Elizondo: Farabeuf, 173); esto simboliza lo sublime de la concreción del amor como

entrega total, y como el vínculo más cercano a la muerte, que se resume en el orgasmo. La pareja

a la que alude Elizondo ve el suplicio como el mejor camino para encontrar el éxtasis, en donde

la acumulación de dolor produce placer, un placer que fortalece y revive la libertad humana,

perdida por las ataduras del mundo. Conforme a esto, Él prepara a Ella para el procedimiento del

doctor Farabeuf mencionándole: “recuerda que solo se trata de un instante y que la clave de tu

vida se encuentra cerrada en esa fracción de segundo... ” (Elizondo: Farabeuf, 175) “piensa que

yo estoy cerca de ti y que te amo”. Como quiera que sea, el procedimiento que se va a llevar a

cabo sugiere la tortura como el mecanismo más eficiente de obtener un placer compartido,

sentido por el supliciado y por el receptor que envidia sentir aquello que transforma por un

momento la existencia del primero. No sólo eso, en este caso, Elizondo hace evidente que la

prueba más elevada del amor se logra cuando el amante permite ver la blancura de su cuerpo a

través de la sangre y la mutilación del mismo, al amado que observa y valida su experiencia.

Al finalizar la lectura de la novela, el lector se puede dar cuenta que Elizondo se ha

comprometido a relatar una historia de la brevedad de las cosas. Con Farabeuf demuestra que los
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seres humanos no son dueños de nada de lo que sucede, a excepción de los instantes congelados,

cuya remembranza conduce a algo sumamente relevante para no sucumbir en el olvido. En

concordancia con esto, lo que hace perpetuar en el tiempo y el espacio, es la escritura, la pintura,

y aquellos objetos cuya función es evocar las emociones vividas. Por eso la alusión constante al

término recordar, que revive la esencia de la vida humana.

De acuerdo con Edgar Allan Poe “si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en sólo

sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo de la unidad

de impresión” (Poe, 2). Farabeuf es un libro que se puede leer de un solo tajo, aunque con el

debido detenimiento y cuidado. El efecto de la obra queda claro desde la primera página, “no hay

trama ni anécdota. Es un escenario estático” (José, 57), y la unidad de impresión está siempre

latente. Acorde con lo anterior, Elizondo plantea que la literatura no es la narración coherente de

una historia de personajes y lugares, muy por el contrario, su escritura “quiere conducirnos a una

revelación, una iluminación, no basándose en una sabiduría estrictamente religiosa (revelación de

lo sagrado) o racionalista (revelación de la verdad, la verdad científica y filosófica) sino mediante

la exaltación de los sentidos” (Duran, 157), en donde “el poeta, o es un hombre que se enfrenta a

la eternidad momentáneamente, en cuyo caso vive o concreta mediante el lenguaje imágenes o

sensaciones, o bien eterniza el instante viviendo las imágenes o las sensaciones en el lenguaje, un

lenguaje que por ser un hecho mismo de la creación y la creación misma de su personalidad es el

cumplimiento de una aspiración de máxima universalidad” (Elizondo: Nuevos escritores

mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos, 24). De ahí que, tanto el poeta como el artista

tienen la obligación de eternizar un instante, que representa toda una visión del mundo frente a

las convenciones sociales. Crear es dar vida; pero, no siempre se crea para la vida, sino para la

infinita muerte que perpetua nuestra existencia por encima del tiempo y el espacio.
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