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ÉTICA DE LOS VALORES Y COHERENCIA EXISTENCIAL

Por José Miguel Odero

Afirma Leonardo Polo que una Ética equilibrada en cuanto ciencia, que de modo completo
explique las peculiariedades de la praxis libre del hombre, “ha de ser una ética de bienes, de
normas y de virtudes”. En esta estructura la noción de valor se introduce al observar que “el
bien es amable, pero una cosa es que sea amable, y otra que sea necesariamente amado esta
consideración subraya el papel activo del sujeto en el encaminamiento de su praxis: lo que es
realmente muy bueno y mejor sólo será preferido y buscado como fin por aquellos sujetos que
sepan discernir esa mayor bondad.

Noción de “valores”

En el lenguaje ordinario se denominan valores aquellos objetos que los hombres encuentran
sumamente estimables, de modo que se constituyen en fines asumidos por el propio sujeto. Al
imponerse dichos fines como tales, el sujeto se ve enfrentado a determinadas normas éticas de
actuación.

Por ejemplo el éxito es ciertamente un valor que rige el modo de vida de muchos,
concretamente de todos los yuppies o trepadores; la belleza es el valor que guía la vida del
esteta, y la belleza producida por manos humanas es el valor que da sentido al quehacer del
auténtico artista. Hay valores complejos, más difíciles de analizar; así, cuando alguien afirma
que el sentido de su vida ha sido formar una familia, está ciertamente dando por supuesto que
la familia es algo sumamente valioso, pero en muchos casos esa afirmación es compatible con
una actitud existencial fundamentalmente religiosa. Quien reconoce como muy valiosa la vida
familiar a menudo está percibiendo simultáneamente el carácter sacral del matrimonio; de este
modo cabe adivinar que para dicha persona el valor supremo es realmente Dios, el cual se
hace presente en la vida cotidiana a través de la vida en familia. La axiología o ciencia de los
valores pretende dar cumplida respuesta a estos y otros interrogantes.

A la vista de lo ya dicho, cabe afirmar que en general valor es la percepción de algún bien; es
decir, valor es el bien en cuanto apetecido. Valor es el trascendental bonum cuando éste es
tomado como objeto, cuando coimplica una subjetividad ante la cual la cosa buena se hace
valer.

La Ética de Leonardo Polo sólo colateralmente considera de interés la noción de valor. La “ética
de los valores”, desarrollada principalmente por Max Scheler, fue primariamente un intento de
superar el normativismo característico de los sistemas éticos de corte racionalista, tratando
para ello de construir una ética del bonum a partir de la percepción subjetiva del mismo, es
decir, de los valores. Polo advierte, sin embargo, que tanto las éticas racionalistas como la ética
axiológica no llegan a ser suficientes, en cuanto olvidan el papel insoslayable de la virtud: “es
característico de la edad moderna reducir la noción de virtud a la decisión de atenerse a
normas racionales y nada más En este sentido denuncia la tendencia a concebir los valores
como meros “valores vitales”; el hombre que rige su vida exclusivamente atendiendo a dichos
valores vitales se deja llevar a menudo por la emotividad, su concepción vital del bien se
divorcia más y más de lo de que debería ser una búsqueda de los verdaderos bienes. De esta
manera se pierde de vista el horizonte del autoperfeccionamiento o crecimiento vital del sujeto
—horizonte que es el propio de la virtud—; el sujeto renuncia a investigar lo que puede hacerle
mejor y sólo se preocupa de atenerse a los objetos que le resultan hoy y ahora atractivos; de

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este modo cabe decir con Polo que “su acción queda atrapada por su idea de la racionalidad”,
pues la única dimensión en que puede desarrollarse tal acción es la atenencia a los valores
vitales que se le imponen emocionalmente: actuar en coherencia con ellos. Paradójicamente,
cuando se produce una quiebra entre el bonum y los valores vitales, estos dejan de ser
compatibles con las normas éticas y se produce paulatinamente un rechazo de la norma como
tal —que es paradigmático en Nietzsche—. En cuanto es la vida misma quien impone
empíricamente al sujeto sus valores vitales —bienes de disfrute inmediato—, estos ya no tienen
garantizada su coherencia: “es así como aparece lo que podríamos llamar una ética sólo de
bienes, una ética desmoralizada —desde el punto de vista de las normas—, (…) una ética
hedonista”.

Coexistencia y compatibilidad de diferentes valores

A la luz de estas consideraciones se entiende más claramente porqué hoy en día resulta ser
para muchos la gran cuestión ética el problema de la coherencia de los valores vitales entre sí
y la coherencia de la acción con dichos valores. Vamos a analizar, pues, los modos como esta
coherencia se hace posible y sus condiciones de posibilidad.

Es un hecho de experiencia que cada hombre suele poseer simultáneamente varios tipos de
valores. Así Karl Barth y Albert Schweitzer —por tomar dos ejemplos aleatorios— dedicaron su
vida a la investigación científica, a la teología y a la filosofía de la religión, pero cultivando
simultáneamente una notable afición por Mozart y Bach respectivamente, y también implicando
su existencia en una valiente denuncia del nazismo, en un caso, y en una dedicación
humanitaria al Tercer Mundo, en el otro. De este modo cabe afirmar que en las vidas de estas
dos figuras pesaron decisivamente y al mismo tiempo diversos valores: el valor amor al saber,
el valor aprecio por la música y finalmente el valor filantrópico; junto a estos debe colocarse en
lugar preeminente otro valor de características singulares: la fe cristiana en Dios compartida por
ambos teólogos protestantes. Un caso análogo, aunque más complejo de analizar, sería el de
Paul Claudel —diplomático, literato y hombre de fe católica recia—; aludiremos sólo a los dos
anteriores por su mayor simplicidad.

Ahora bien la coexistencia de valores diversos en un mismo sujeto suscita la cuestión de su


compatibilidad respectiva y ulteriormente la del diverso estatuto con el cual cada uno de dichos
valores se coloca en la afectividad del sujeto. La diversidad de este estatuto se revela
especialmente en los casos donde se produce un conflicto entre algunos de los valores
mantenidos por una misma persona. Por ejemplo, Barth necesitaba escuchar diariamente
música de Mozart, pero también tenía en Marburg un puesto docente de Teología Dogmática y
se había propuesto escribir un extenso tratado sobre la materia, por otra parte había formado
una familia. El conflicto de estos y otros valores lo provoca a menudo el tiempo, la necesidad
de organizarlo en un horario: ¿se dedica más tiempo a Mozart, a preparar las clases, a
investigar y preparar una publicación o a perder el tiempo jugando con los hijos?

La existencia de conflictos de valores en un sujeto y la solución que ante estos conflictos se


adopte permite adivinar cuál es el estatuto de primacía concedido a cada uno de dichos
valores. Para algunos, Mozart es sólo una forma de descanso tras el trabajo; para Barth era,
sin embargo, una fuente de inspiración teológica, de ahí que su jornada comenzase
invariablemente con una hora de audición de su música. Pero, concluido este tiempo, Barth
pasaba a trabajar en lo que sería su gran obra: la gigantesca “Dogmatik” que legó al mundo. En
él la ciencia estaba, pues, por encima de la estética; es decir, Barth subordinaba la estética a la
ciencia. Cuando el nacionalsocialismo controló la Universidad alemana, Barth no temió perder
su cátedra ni ser perseguido a riesgo de callar las exigencias del Evangelio que exasperaban al
poder dominante; de hecho hubo de sufrir el dolor del exilio a causa de ello; este
comportamiento revela que por encima de la ciencia el teólogo protestante valoraba aún más la
fe cristiana.

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Jerarquías de valores

Por lo que acabamos de observar, resulta típico de los valores de un sujeto que ordenen según
un carácter jerárquico: unos se subordinan a otros, unos son preferidos a otros. Esta
característica es la que da sentido a la expresión jerarquía de valores. Se dice que un sujeto
tiene cierta jerarquía de valores porque algunos de estos valores prevalecen sobre otros
cuando surge alguna situación crítica en la cual el sujeto se ve obligado a elegir según dichos
valores de modo que alguno de los objetos valiosos deba ser sacrificado. Este sacrificio no es
una devaluación de aquello que es preterido: lo que ha sido sacrificado continúa siendo un
valor, pero el sujeto ha decidido que existe alguna otra cosa más valiosa aún, que ha de
obtenerse incluso renunciando a aquello que sigue siendo preciado.

La vivencia de esta elección excluyente a la que hace referencia el concepto de jerarquía de


valores es sin duda una forma dramática por la cual el sujeto puede vislumbrar
simultáneamente su propia finitud y la rotundidad de la realidad: al hombre no le resulta posible
orientarse siempre apaciblemente hacia todas las cosas que le parecen valiosas, pues a
menudo dirigirse hacia algunas de estas cosas —valores— es incompatible con inclinarse
hacia otras, al menos es imposible tender hacia todas simultáneamente.

Ahora bien, si es inevitable pensar que cada persona posee una jerarquía de valores, ¿hay que
suponer también que esta jerarquía es permanente? Siempre que el hombre elige y en esa
elección sacrifica algo querido —por poco querido que ello sea— se revela la existencia de una
jerarquía de valores. Pero la experiencia enseña que los hombres somos veleidosos: hoy
preferimos lo que más tarde dejamos de lado por amor de otra cosa. Luego es obvio que la
jerarquía de valores es de hecho susceptible al cambio.

La autocoherencia como valor

Con todo cabría plantear aún la cuestión de si es bueno o no el esfuerzo por mantenerse firme
en una jerarquía de valores determinada. Hay quienes mantienen que la existencia humana se
ennoblece y es digna de admiración fundamentalmente por su firmeza, por su coherencia. La
coherencia existencial sería una suerte de metavalor, pues consistiría en aferrarse con uñas y
dientes a una precisa jerarquía de valores, contemplando como traición imperdonable del
sujeto consigo mismo admitir cualquier variación es dicha jerarquía.

Cabe observar al respecto que el término autotraición es semánticamente impropio, pues la


traición implica dualidad: implica la existencia de otra persona con la cual se ha establecido un
pacto o bien hacia la cual se tiene determinados deberes. Traicionar es siempre un verbo
transitivo: se traiciona a alguien; y ello ocurre cuando el traidor no ha sido fiel a los
compromisos naturales o adquiridos libremente que le obligaban respecto a otra persona.
Hablar de autotraición es forzar el significado del término traición, lo cual sólo tiene cierta lógica
si se desdobla al sujeto en dos: una parte de mi ser traiciona a otra. La parte traidora es mi libre
determinación; ahora bien, ¿cuál puede ser la parte traicionada? Debería ser algo mío no
inferior a mi libertad, algo que esté respecto a mi libertad en régimen de igualdad o de
superioridad. ¿Qué puede ser eso?

Hay dos respuestas posibles. Si el discurso sobre la autotraición está determinado por un ideal
de coherencia, entonces la parte traicionada es entendida como mis anteriores actos de
libertad, mi yo historiable; por extensión, un acto aislado de libertad traicionaría la unidad
uniforme de mi biografía íntima.

Ante esta interpretación cabe preguntarse si no distorsiona la naturaleza íntima de la libertad,


pues para el hombre que vive en el mundo ésta significa precisamente un factor de

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indeterminación, de imprevisibilidad, de cambio radical en la orientación del ser. Por otra parte,
atendiendo a la naturaleza profunda de la libertad que es el señorío y dominio del hombre
sobre sí mismo a la hora de orientar su destino, la coherencia absoluta en los actos volitivos
sólo sería razonable en un hombre que tuviera siempre un conocimiento nítido y perfecto de lo
que es bueno para él; tal imagen de hombre es sencillamente una utopía; Leonardo Polo lo
fundamenta en la naturaleza misma del espíritu humano: “nuestro espíritu es respectivo a la
felicidad antes de saberlo. Esta no es una tesis gnoseológica, sino una tesis ontológica: la
voluntad no sabe qué es la felicidad. (…) Nuestra órexis está determinada exclusivamente por
la felicidad. Sin embargo, desde el punto de vista vital del ejercicio de sus actos, esa
determinación puede no ser suficiente. (…) Conocemos que existen bienes, pero como la
dimensión humana que se corresponde con el bien es la voluntad, ese conocimiento puede
quedarse corto”.

La evolución y el cambio son características de la vida del ser humano, el cual no llega a ser
conciencia absoluta del Absoluto, sino que vive como un ser constitutivamente histórico, como
un ser que al hilo de lo que le acontece va vislumbrando retazos de qué es lo que vale la pena,
como un ser que procede por tanteos, que avanza y retrocede, que acierta y se equivoca.

La autocoherencia como unidad de vida

Proponer una coherencia absoluta a los actos de libertad como metavalor de cualquier
jerarquía de valores es por sí mismo un sinsentido, y llevaría a encarcelar la libertad con
cadenas forjadas por ella misma. Entonces, ¿por qué resulta atractiva esta visión del hombre
perfectamente coherente?

Esta cuestión introduce la segunda respuesta posible a la pregunta por el sentido del término
autotraición. La dualidad que este término propone puede interpretarse también como el
enfrentamiento posible entre fidelidad a los valores y atracción hacia objetos contrarios a dichos
valores, enfrentamiento que tiene lugar en el seno de una voluntad voluble o débil. La
deliberación que precede a todo auténtico acto de libertad del hombre en el mundo tiene una
estructura dramática. Es decir, como acontece en el teatro tal deliberación parece tener lugar
bajo el modo de un intercambio de diálogos contrastados que, en el seno de la conciencia,
parecen provenir de instancias diversas y aun opuestas: parecen voces de personas distintas
que discuten entre sí, a veces agriamente, como enemigos.

La experiencia de este diálogo dramático revela que uno de los ficticios personajes en litigio
suele representar lo que podía denominarse nuestro yo más íntimo, aquel ligado por la fidelidad
a valores lúcidamente percibidos y que son fuente de deberes, aquel yo que alguna vez ha
oteado en lontananza verdades teóricas y prácticas profundas. Su contrincante es a menudo el
yo empírico, fuertemente determinado en sus apreciaciones por las realidades sensibles del
presente. El contraste o disputa entre ambos personajes ha sido denominado clásicamente
tentación o bien conversión (metanovia). En efecto, el yo empírico no es siempre el villano del
drama; en ocasiones, el contraste de ideas e ideales preconcebidos con al realidad palpable
puede llevar la hombre a la conciencia de que tales ideas o ideales eran insuficientes y
parciales —al conocimiento de que eran falsos—, abriendo su mente y su corazón hacia
nuevos horizontes asentados en verdad.

Pero, si las cosas son así, la coherencia profunda de un sujeto humano puede tener tanto la
forma de una continuidad con los valores anteriormente sostenidos por él como también la de
una ruptura con los mismos. E inversamente, el hombre puede autotraicionarse tanto por
inmovilismo como por mutación.

Formas de autocoherencia

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Ello nos lleva a constatar que las actitudes de coherencia o de fidelidad en el terreno axiológico
no pueden ser caracterizadas sólo formalísticamente. Para definir la coherencia
razonablemente es preciso investigar en cada caso la naturaleza de aquello a lo que el sujeto
se adhiere o de lo cual se despega, es preciso calibrar si realmente y en concreto vale la pena
tal adhesión o tal despego. La coherencia del asesino puede ser estéticamente apreciable o
interesante —por eso puede ser la línea argumental de novelas y películas del género negro y
lo ha sido de hecho—, pero no por ello deja de ser realmente monstruosa —considerada en su
universalidad humana y no sólo en una sola de sus dimensiones—. La coherencia de Van
Gogh que, venciendo poderosas resistencias, se sumerge en ambientes obreros y campesinos,
explora la interioridad humana y pinta de un modo novedoso, es la razón de su merecida fama.
La incoherencia de un estafador que se arrepiente es magnífica, pero la incoherencia del
médico que se emborracha antes de operar es maléfica.

Otra manera de abordar la tesis afirmada en el párrafo anterior consiste en distinguir diversos
tipos de hombres coherentes o diversos modos de ser coherente con una jerarquía de valores.
En este sentido podían enumerarse las siguientes actitudes distintas entre sí:

1) la coherencia del loco, por ejemplo la del loco paranoico;

2) la coherencia del neurasténico anancástico, del hombre cuya rígida psicología le hace temer
y evitar cualquier cambio en su vida;

3) la coherencia del egoísta;

4) la coherencia del hombre fiel;

5) la coherencia del fanático.

Como ya advirtiera Chesterton, un lugar privilegiado para toparse con casos vivos de estricta
coherencia lógica son los manicomios. Un paranoico, por ejemplo, que sufre de manía
persecutoria, reinterpreta todos los datos que percibe, integrándolos con una lógica inexorable
en su esquema de víctima propiciatoria. Es tal la coherencia de su mente que ni siquiera un
gesto amable o una manifestación de cariño pueden apartarle de su obsesiva seguridad en el
propio daño; es más, la amabilidad de los otros le resulta más temible que la dureza, pues
aparece a sus ojos como maldad hipócritamente disfrazada, orientada por un secreto e
inconfesado designio de ganar su confianza y hacerle bajar la guardia en su autodefensa. La
coherencia del neurótico es inquebrantable, pero en ello radica su tragedia: esa coherencia le
mantiene alejado de la realidad, trágicamente alienado.

El neurasténico mantiene una coherencia funcional: su modo de vida es extravagante, él es


consciente de ello y a menudo le causa muchos sufrimientos no poder actuar normalmente y
vivir como los demás. Sin embargo, se atiene a las normas de vida que se ha autoimpuesto,
porque sólo el imaginar que se sale de ellas le causa auténtico pánico. Su coherencia tiene,
pues, una raíz emotiva: un gran temor que no puede racionalizar, pero que no por ello es
menos eficazmente agarrotante. Esta coherencia paraliza así la libertad y empequeñece la vida
humana.

El egoísta es también sumamente coherente: su bienestar es siempre el último de fines,


omnipresente en todas sus decisiones. Nada le atrae si no es un objeto que pueda satisfacerle
y por esta razón no emprende acción alguna que no esté dirigida a su propio beneficio. La
coherencia del egoísta se enraíza en una elección del bien para mi por encima del bien en
general; dicha elección tiene un efecto perverso, porque el bien para mi que guía la conducta
del egoísta debería ser denominado con más precisión lo que yo veo que es bueno para mi.

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Ahora bien, si el egoísta no es la conciencia absoluta, entonces es muy posible y probable que
no vea todo lo que es bueno para él o incluso que se equivoque, viendo como bueno para él lo
que en realidad lo perjudica. De este modo la coherencia del egoísta ha sido denominada a
veces su torre de marfil: el egoísta es un prisionero que no sabe de su condición de preso. Esta
coherencia aprisionante priva al egoísta de bienes que no sospecha. Paradójicamente, quien lo
quiere todo para sí desconoce qué es el todo, es decir, está ciego para los bienes que más
profundamente podrían enriquecerle.

Fidelidad y coherencia

El hombre fiel a una persona es coherente con una jerarquía de valores, pero no lo es sólo
porque esté convencido de que vale la pena respetarlos, sino sobre todo porque ama a una
persona a quien esos valores están de alguna forma ligados. Un hombre casado que es fiel a
su esposa mantiene una conducta afectiva correcta con otras mujeres —lo que se denomina
castidad conyugal— y lo hace principalmente porque ama a su esposa: esa es la razón más
poderosa que guía sus acciones al respecto. Naturalmente es posible que él mismo haya
adquirido un aprecio por el valor de la castidad; en este caso, aun cuando su mujer lo
abandonara y se separase de él, poseería un motivo para continuar viviendo como lo hiciera
anteriormente, aunque ahora su motivación no fuese la fidelidad conyugal. En este caso se
habla de que tal persona es fiel a algún valor; aunque la palabra fidelidad está tomada aquí
impropiamente —pues no hace referencia directa a otra persona como motivo de la insistencia
en tal o cual valor— la expresión utilizada apunta a una realidad importante: el hombre por si
mismo es capaz de reconocer bienes valiosos de los que se derivan para él obligaciones y
deberes. Como se verá más adelante el reconocimiento y respeto de los mismos puede ser una
vía para descubrir que dicho comportamiento es una forma imperfecta de vivir la fidelidad hacia
Dios como persona, el cual es simultáneamente creador y medida de todo bien ulterior.

Un amigo fiel a su amigo habla sinceramente a su amigo y se confía a él porque éste es su


amigo; quizás ante otras audiencias se explaye, sin embargo, de modo cínico, callándose lo
que piensa o disfrazándolo bajo formas no comprometedoras. En definitiva, la coherencia del
hombre fiel se fundamenta, pues, en alguna clase de amor: amor erótico o conyugal; amistad o
afecto. La cohesión de esta coherencia depende de la fuerza y calidad del amor que la inspira.

Pero hay que observar que el valor antropológico de la coherencia por fidelidad depende de
eticidad de los valores que la persona amada inspira. El hombre fiel también puede mentir por
amor —porque la persona amada le insta a ello o porque él cree que la protege o que la
favorece mintiendo— e incluso puede ser capaz de asesinar por amor. Naturalmente quien
asesina por amor tiene un amor sumamente imperfecto y equivocado, pues realmente causa un
gran mal a su amada haciendo de ella causa última o bien ocasión inductora de un crimen.
Pero en cualquier caso, parece que tampoco la coherencia inquebrantable está justificada
automáticamente por razones de fidelidad.

Fidelidad a Dios

Un caso singular lo constituye la fidelidad humana motivada por el amor de Dios : es la actitud
del hombre denominado por las grandes religiones fiel a Dios. Esta fidelidad es comparada en
la Biblia a la fidelidad conyugal, en cuanto la decisión libre de unirse o religarse a Dios
comporta una entrega análoga a la que tiene lugar entre marido y mujer. Estos se hacen
mutuamente don de sus cuerpos y de su afectividad; de modo semejante el hombre fiel
establece un pacto o alianza con Dios, comprometiéndose por su parte a amarle con todo su
corazón y con todas sus fuerzas, pero también con toda su mente. Esta entrega singular que
recibe el nombre de fe religiosa lleva consigo la conciencia de una coherencia absoluta en el
tiempo, en el espacio y en todas las circunstancias de la vida. La fidelidad a Dios es la única
fidelidad que puede realizarse objetiva y subjetivamente como fidelidad absoluta; el resto de

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fidelidades que una persona puede alentar “encuentran su garantía” en esta fidelidad
fundamental.

La fe religiosa sólo es un acto ético cuando el hombre tiene la seguridad de tiene por objeto a la
persona de Dios, el Absoluto, el Único, el Primero. En efecto, sólo quien es el Bien absoluto
puede garantizar de modo absoluto la eticidad de la jerarquía de valores que el hombre fiel
aceptará como absolutamente válida. Pero además, sólo quien es la Verdad absoluta —quien
nunca engaña ni se equivoca— puede pedir al hombre fiel que se fíe absolutamente de sus
designios y de sus palabras, amándolo así con toda su mente.

El prototipo de hombre coherente en su fidelidad a Dios es Abraham, padre del judaísmo, del
cristianismo y del islamismo. La coherencia de Abraham aparece como ejemplarmente firme e
inquebrantable, pero a la vez resulta hondamente humana. Su clímax ha quedado reflejado en
aquel relato bíblico que describe su actitud ante lo que sería el episodio más amargo de su
existencia: el sacrificio de su hijo Isaac. En este punto resalta la compleja estructura de la
fidelidad a Dios. Tan compleja resulta que lectores tan atentos de la Biblia como fue Kant han
fracasado a la hora de dar razón convincente del drama desarrollado en el monte Moria.

“Abraham —afirma Kant— hubiera debido contestar a esa supuesta voz divina: —Es seguro
que no debo matar a mi buen hijo, pero no estoy seguro que tú que te me apareces seas Dios y
no podré llegar a estarlo, aunque la voz descendiera del cielo (visible)”[9]. Su indignación moral
ante la figura de Abraham es absoluta; y no se para a pensar en alguna posible interpretación
razonable del famoso pasaje bíblico que salve la historicidad de lo allí narrado[10]. La sentencia
kantiana condenatoria es una franca condena de la moralidad de la actitud que estamos
estudiando: la fidelidad hacia Dios Sin embargo, las fuentes religiosas, lejos de condenar dicha
fidelidad, la colocan como la esencia de la honestidad: “Abraham creyó al Señor, y el Señor le
consideró como un hombre justo” .

Bastantes autores han constatado que Kant no entendió correctamente lo que se lee en la
Biblia acerca de Abraham. Así Kierkegaard dedicaba su obra “Temor y temblor” a estudiar este
tema, llegando a conclusiones muy diversas. Al contraponer la figura de Agamenón y la de
otros héroes trágicos a la de Abraham, replica al filósofo de Königsberg: “La historia de
Abraham ilustra una suspensión teleológica de lo ético”. Parece evidente por el contexto
literario que Abraham no albergó de ninguna manera propósitos asesinos: su actitud es
radicalmente diferente a la de Caín. Lo característico de Abraham es la fe religiosa; gracias a
este factor fue capaz de reconocer que existe un deber absoluto para con Dios por parte del
hombre concreto, deber que sobrepasa el mandato de los principios éticos universales: “en
esta relación —afirma Kierkegaard— el [hombre] Particular como tal se relaciona
absolutamente con el absoluto”, de modo que, ante el absoluto, lo ético —sin ser suprimido—
desciende hasta convertirse en relativo (aunque sólo en este tipo de casos). Abraham sería un
caso de esta paradoja de la fe: “su relación con Isaac se expresa así éticamente: El padre debe
amar a su hijo. Esta relación ética se convierte en algo relativo frente a la relación absoluta con
Dios. Es necesario que ame a Isaac con toda el alma, y ha de amarle aún más —si ello es
posible— en el momento mismo en que Dios se lo exige; sólo entonces estará en condiciones
de poder sacrificarlo, pues ese amor, precisamente ese amor que siente por Isaac, al ser
paradójicamente opuesto al que siente por Dios, convierte su acto en sacrificio. Y la angustia y
el dolor de la paradoja residen en que Abraham —hablando en términos humanos— no puede
hacerse comprender por ninguna persona”. Como es sabido, finalmente se revela a Abraham
que su Dios no le pedía la muerte de Isaac sino un acto heroico de confianza.

La seguridad sin fisuras de Kant, al condenar tajantemente la fe de Abraham y descartar


cualquier sentido razonable a la situación existencial de coherencia por fidelidad a Dios, sólo es
explicable desde una convicción implícita, pero hondamente arraigada en él: su certeza de que
una relación personal del hombre con Dios está absolutamente fuera de las posibilidades

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humanas. En este punto se coloca en las antípodas de Kierkegaard y de Pascal, por citar dos
figuras emblemáticas.

En definitiva la incomprensión kantiana lleva a concluir que la fidelidad a Dios será siempre una
situación incómoda para el hombre de fe, pues su comprensión o rechazo por parte de los
hombres dependerá de las convicciones religiosas de estos y, especialmente, de que una
persona acepte o no la trascendencia como dimensión operativa en la existencia humana.

La autocoherencia del fanático

La figura de Abraham plantea, por fin, la cuestión acerca de la última forma de coherencia que
se va a analizar aquí: la del fanático. En efecto, quienes desconocen o rechazan por principio
un alcance trascendente a la acción humana, tienden a confundir la fidelidad del hombre a Dios
con el fanatismo.

¿Cómo describir en general la coherencia del fanático? Hoy entendemos que el fanático es un
hombre obsesionado por algún pensamiento práctico, por un objetivo social que trata de hacer
realidad a toda costa, concretamente a costa del respeto debido a sus conciudadanos. El
fanático, para el logro de sus fines, es maquiavélico y no duda en conculcar el orden ético y el
legal. El fanático no es desde luego un demócrata, porque piensa que sólo él o unos pocos
como él han visto la verdad práctica y que a ellos corresponde realizarla mediante una acción
violenta. En el fanático se aloja una carga de violencia potencial: está dispuesto a utilizar la
violencia si fuera precisa para sus fines; violencia física (agresión), violencia psicológica (terror)
y violencia intelectual (engaño), todo como medio para violentar o contrariar las voluntades de
quienes se oponen a sus proyectos.

Es característica del fanático la obstinación, la enérgica y casi inconmovible persistencia en su


actitud decidida. Ciertas convicciones elementales forman parte de dicha actitud y la alimentan;
estas convicciones varían según los diversos grupos sociológicos de fanáticos. Pero se puede
hablar de una convicción universal que ceba y sostiene cualquier fanatismo: el maquiavelismo
que justifica cualquier medio en función de un fin que el fanático coloca como absoluto en sus
sistema de valores. La coherencia del fanático depende de esta última convicción.

Además es típico del fanático descartar el diálogo como un elemento absolutamente inútil,
porque el fanático renuncia al ideal de que su empresa y las convicciones peculiares que la
guían puedan ser comprendidas y aceptadas pacíficamente por la comunidad. El fanático no
cree que la inteligencia sea un patrimonio común de la humanidad en la cual deben fundarse
las relaciones sociales. Por eso sus palabras no quieren ser razonables ni razonadas, sino sólo
persuasivas e impulsivas: su discurso público se apoya sobre lemas y no sobre razones.

Fe religiosa “versus” fanatismo

Según lo hasta ahora expuesto se puede colegir que en ocasiones no resulta fácil distinguir las
actuaciones del creyente (el hombre fiel a Dios) y del fanático. De hecho la etimología del
término fanático pertenece al campo semántico de la religiosidad helenística. Sin embargo, fe y
fanatismo nos parecen actitudes radicalmente diversas. Ello se muestra con evidencia cuando
se analizan sus raíces.

La fe religiosa se enraíza en la conciencia de una relación interpersonal con el Absoluto, el


cual, siendo igualmente Verdad fontal, suscita en el creyente un amor original por la capacidad
intelectual del hombre.

El fanatismo surge, por el contrario, de lo que a veces hemos denominado una creencia-
apuesta[14]; que no es propiamente un tipo de fe —aunque a menudo sea denominada así—.

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En efecto, el fanático se limita a apostar su vida entera a una opinión vehemente que él coloca
en la cima de su jerarquía de valores, tomando simultáneamente la decisión de que dicha
opinión sea intocable, indiscutible, cerrada a cualquier racionalización. Pero es propio de la
creencia-apuesta que, como toda opinión, sea mantenida por el sujeto como algo
intrínsecamente incierto; otra cosa es violentar su naturaleza y deshumanizarla, convirtiéndola
en algo monstruoso. Sin embargo, muy a menudo la creencia-opinión de un individuo o de un
grupo es impuesta a los demás dogmáticamente, como si fuera objeto de certeza. Quienes así
se comportan son enemigos de la genuina libertad de pensamiento y merecen el calificativo de
oscurantistas, en cuanto se esfuerzan por precipitar a su comunidad en falsas certezas que
carecen de fundamento.

Obsérvese que este fenómeno puede darse en personas que, sin tener fe religiosa, han
adoptado determinadas opiniones o puntos de vista en materias religiosas. Pero no por ello
debe calificarse este tipo de desvarío como fanatismo religioso u oscurantismo religioso, ya que
no está impulsado por una actitud realmente religiosa. Sin embargo hay que reconocer que
desgraciadamente los casos de este tipo de fanatismo profano en materias religiosas no son
infrecuentes.

De lo ya expuesto cabe observar que la capacidad de diálogo y la querencia del mismo es un


signo privilegiado para distinguir al creyente religioso del fanático: uno busca el diálogo y cree
en él; el otro lo rechaza porque lo desprecia, e incluso lo teme.

Naturalmente puede haber personas que se digan creyentes y que oculten bajo las
proposiciones de tema religioso que mantienen una actitud fanática. Igualmente es posible —y
no poco frecuente— que algunos escritores parezcan desconocer la figura del auténtico
creyente y que en consecuencia describan sistemáticamente a los creyentes con ribetes de
fanatismo más o menos hipócrita.

Las comunidades religiosas pueden albergar dentro de sí a hombres fanáticos, hombres cuya
fe religiosa ha degenerado en creencia fanática. Parece importante subrayar que resulta
inexacto hablar —como desgraciadamente acontece con frecuencia— de fanatismo religioso.
El fanatismo sólo merece esta calificación de religioso extrínsecamente; es decir, se trata de un
fanatismo que surge en el espíritu de hombres que han sido religiosos o que han estado en
contacto con ideas religiosas. Pero sería un error entender esa expresión como si el fanatismo
fuera consecuencia de la religiosidad. Fanatismo y religiosidad se oponen netamente entre sí,
porque la esencia de la religiosidad es la sumisión y obediencia a un Dios que es la Bondad o,
dicho en palabras de Leonardo Polo, “la fundamentación [del hombre y de su libertad] en el
presente”. El fanático es, por contraste, un hombre que ha elegido por sí mismo, siguiendo su
propio parecer, prescindir de algunas creencias, adoptar otras e imponerlas violentamente a la
sociedad; en la elección de una coherente y violenta cerrazón se ha equivocado gravemente;
su voluntad está —según la expresión del Prof. Polo— curvada sobre sí misma, de modo que
odia la alteridad de los demás; se ha convertido en un instrumento de maldad, porque “es la
muerte del poder de amar. La voluntad para el poder es la impotencia amorosa pura”.

José Miguel Odero


Universidad de Navarra, Pamplona

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