Está en la página 1de 25

LAS MUERTES DE ROSARITO

RUBÉN LÓPEZ RODRIGUÉ

Rosarito había muerto seis veces y en su séptima y definitiva muerte nadie lo creyó. Y
no sólo nadie lo creyó sino que despertó enfado la noticia. Sus familiares que vivían en
otras regiones del país no asistieron al funeral porque habían perdido varios viajes
para darle el último vistazo al cuerpo inerte de la anciana y así aliviar sus conciencias.

Rosarito vivió en la población de Chamizal cuyos vientos fríos intensificaban sus


sensaciones de melancolía. Allí se había casado con José Manuel Arboleda y a la boda
fue de traje rojo porque oyó decir que así vestían las novias de la China en señal de
pureza.

Pero no pudo gozar del frescor de los años floridos.

—Mi vida es una larga enfermedad —le dijo desde su lecho a Serena, una hija que le
llevó agua de malva.

Las enfermedades, que ella creía ocasionadas por los demonios, parecían haberla
inmunizado contra la muerte, afirmaban las vecinas en sus comadreos mientras tejían.
Su angustia también se manifestaba en las noches de desvelo de luna llena con el
disfraz de una bruja que la estrangulaba en su cama.

Cierto día, don José Manuel amaneció con la idea de aventurarse por otra región. Dijo
que se iba. No aguantaba más los embates, alegatos y dolencias de Rosarito que lo
esclavizaban en cuidados, y quería otra senda que lo condujera a un nuevo mundo,
libre de tantos enfados. Ya se comunicaban mediante actitudes y gestos. Eran dos
soledades sin lugar común y la repugnancia y el desdén eran barreras que los alejaba
a pesar de vivir bajo el mismo techo.

—Yo vuelvo ligero, mija —le dijo a Rosarito mientras ensillaba una de las bestias.

Pero don José Manuel no cumplió con su palabra y Rosarito se hundió en la apatía y el
desaliento. Una noche sus signos vitales ni se percibían. Su cuerpo, rígido como una
momia, no se movía, no respiraba, no se contraía...

Sus hijos concluyeron que estaba muerta.

Mientras los vecinos bebían a sorbos el café y susurraban confidencias, Isidro, un hijo
que la lloraba al borde de la cama, la oyó tragar con dificultad. Por la boca entreabierta
de Rosarito entró el soplo que la volvió a la vida.

Los hijos mayores le recomendaron ir donde el médico.

—No creo en los médicos —respondió. Y sólo los veía a regañadientes cuando iban a su
casa y le recetaban placebos que ella no ingería.

Para Rosarito los sufrimientos eran condecoraciones. Provenía de un núcleo familiar en


el que la madre la odiaba porque estuvo a punto de morir en el parto y además le
recordaba un embarazo lleno de conflictos por las andanzas de su marido. Al ver cómo
pasaban los días, las semanas y los meses y su marido no regresaba, decidió ir en su
búsqueda sin importarle los muchos tabacos de distancia.

—¡Debe tener moza! —le dijo a Serena, su hija mayor.

Contrató arrieros e hizo empacar los corotos. Viajó cómodamente, bajo una sombrilla
negra, en una silleta cargada por un mulato. Los niños más pequeños iban en silletas a
lado y lado de los bueyes. Las sendas eran despeñaderos de cabras. Cruzaban ríos de
caudal amenazante, circundados por bosques y guaduales y caminaban sobre campos
donde ahojaban las vacas con sus terneros, rodeadas de garrapateros, garcitas blancas
que florecían el prado, boñigas y hongos que emergían como paragüitas.

Cuando la noche amenazaba dormían en alguna fonda o se hospedaban en una casa


de familia. A la madrugada del día siguiente reemprendían la marcha sobre montes y
rocas cubiertas de vegetación, hojas y ramas secas de los árboles que formaban un
manto que empezaba a descomponerse.

Dos semanas después llegaron a la Felicia. Se enteraron de que don José Manuel no
vivía con una mujer sino con dos perros, Barrigón y Cantuña, más los peones, en la
hacienda cafetera Puerto Espejo que él había trabajado. No les informaron que se
pegaba sus escapaditas para beber aguardiente de caña en una fonda cercana, de
donde salía trastabillando con las manos en los bolsillos, desgreñado y tarareando una
canción.

—Usted quedó en volver pronto y no lo hizo. ¿Qué se quedó haciendo por aquí? —le
reprochó Rosarito.

—¡Pues trabajando, mija!

La vieja casa era amplia, así que toda la familia pudo acomodarse allí. Una cascada se
despeñaba desde lo alto de una montaña y formaba un pequeño lago cristalino
espejeando en el paisaje.

Rosarito se veía rodeada de duendes que tiraban piedras y volaban por encima del
techo de la casa, espíritus malignos del infierno que aparecían en sus sueños,
demonios de forma animal, etéreos, que le transmitían el semen, fantasmas irreales
que la habían rondado desde su infancia, espantos provenientes desde la orilla del río
Memoré que la asustaban, y brujas de ojos rojos que volaban sobre escobas en medio
de griterías infernales y llegaban hasta su lecho para robarle la vida. Y aunque Rosarito
despertara asustada y sudorosa, con el corazón a punto de salírsele del pecho,
prendiera el candil y quemase incienso, no le era posible espantarlos.

Convencida de que la vieja casona de Puerto Espejo estaba invadida por seres
anónimos del "más allá", decidió irse con su prole a vivir a la Felicia, mientras que don
José Manuel prefirió quedarse en la finca. En el pueblo se dedicó a obras de
beneficencia; pedía monedas de casa en casa y volvía donde sus hijos quejándose de
callos y juanetes, hasta que reunió el dinero suficiente para fundar el Hospital de la
Misericordia.

En las tardes del sábado, día de mercado, don José Manuel se iba a caballo con su
sombrero alón para ver a sus hijos y llevarles el revuelto y las legumbres que
consumirían en la semana. Veía a Rosarito cada vez más flaca y pequeña, consumida
por su incendio interior. Veía cómo sus dedos se ponían más y más amarillentos de
tanto fumar cigarros.

Un fin de semana envió a uno de los peones para que le avisara a Rosarito que tenía
mucho trabajo. Y al sábado siguiente le mandó a decir que estaba enfermo. La
intuición comenzó a bullir en la cabeza de Rosarito y se hizo acompañar a la finca,
distanciada a diez tabacos de la Felicia.

—¿Puerto Espejo? ¡Tal vez Puto Espejo! —le dijo al arriero que la escoltaba por un
camino empedrado en el que resonaban los cascos y el tintineo de espuelas.

Los perros de la hacienda salieron a recibirlos meneando la cola. Cuando Rosarito se


dirigió al corredor de la casona detuvo por un instante su mirada en Barrigón, el perro
negro que husmeaba el trasero de Cantuña. Don José Manuel salió presuroso de una
de las piezas con la sorpresa reflejada en el rostro. Tras él salió una mujer joven que
cerraba afanosamente la abotonadura de su vestido.

—¿¡Y quién es esa!? —le gritó Rosarito.

Se vio temblorosa y retorcida sobre el espejo de agua de un verde frío. El reflejo


espectral en el lago delató la impresión del suceso que presenció en el momento de su
reproche cuando su marido cayó fulminado por un infarto.

Regresó externamente inconmovible a la Felicia, sin derramar una sola lágrima ¾ el


martirio de su existencia había agotado tales signos de dolor¾ , llevando el cuerpo de
su marido en un ataúd de papaya cargado por varios peones.

Le resultaba difícil dormir en las noches siguientes al funeral. De nuevo le aparecía la


imagen luminosa del candil, pues le acechaba una sensación de muerte inminente.
Quemaba hojas y ramas aromáticas para espantar los espíritus y demonios que habían
reaparecido. Y al no conseguir ahuyentar la angustia se dedicaba a matar zancudos
que invadían su habitación y pulgas que brincaban en su cobija.

Una noche de invierno se metió entre las cobijas. "¿Será mi último sueño?" ¾ pensó.
Sin embargo quería, al día siguiente, volver a calorearse en el solar y contemplar una
vez más los naranjales, manzanos y palos de limón en los que se acurrujaban los
toches y se asentaban los azulejos a picotear los frutos resplandecientes. Quería
mantenerse viva y dinámica. No estaba de acuerdo con tener que morir algún día.

De pronto quedó mortalmente pálida. La mandíbula se le entumeció y se fue quedando


sin voz y sin sentido. No podía pensar algo distinto a: «¡Oh, Dios mío, la muerte ha
venido por mí!». Oyó los lamentos de Serena, que se quedó sin respuesta cuando le
ofreció el agua de malva. Oyó cuando los demás hijos rompieron en sollozos. Oyó que
hablaron de llamar al padre Santacruz para que le ayudara a bien morir. Oyó que
acordaron llamar al médico Salvador Insuasty para que certificara su deceso.

Los hijos esperaban con ansiedad al cura para que le ayudara a morir cristianamente.
Sabían que Rosarito no se preparaba con tiempo para la defunción, pero le tenía
mucho miedo al fallecimiento repentino ya que no le daría tiempo para arrepentirse. La
«buena muerte» consistía en que las faltas y pecados le fueran perdonados para llegar
en estado de gracia a la presencia de Dios.

El cura Santacruz llegó acompañado de personas que no conocían a Rosarito y que al


ver por la calle al sacerdote con viático lo siguieron hasta la habitación de la
moribunda. Hizo colocar un Cristo junto a la cabecera de Rosarito. Ordenó que
dispusieran su cuerpo de modo que el rostro mirase hacia el cielo, aunque no viera la
hoz de la luna. Le aplicó los santos óleos rociándole de la calderilla agua bendita, así
como a los espectadores y objetos que reposaban en la habitación. La santiguaba para
que Dios le perdonara los pecados y no la dejase sufrir mucho.

El médico Insuasty la examinó ante la mirada expectante de los presentes.

—No veo qué se pueda hacer —dijo.

Los hijos, llorosos, prendieron velas en derredor de la cama y comenzaron a rezar para
pedir perdón a Dios en su nombre. Los vecinos, que habían sido despertados con la
noticia, se arrodillaron con sus trajes oscuros. Rosarito trataba de abrir los párpados,
mas éstos estaban como pegados. Quería darle un puñetazo al cura que rezaba
arrodillado junto a su cama, pero el brazo no le respondía. Quería gritar que aún vivía,
pero una soga le ahogaba la voz.

Sintió pavor de que la enterraran viva.

Los primeros rayos de sol se filtraron por los resquicios de las ventanas. Los asistentes
dormitaban, cabeceaban, a pesar de las repetidas tazas de café. El gallo reventó su
grito otra vez. Se escuchó el repicar de campanas anunciando la misa de seis, en la
que el padre Cristo Santacruz pediría de nuevo con los fieles por la salvación del alma
de Rosarito.

Habían llegado dos hijas que pertenecían a la comunidad de las Hermanas Vicentinas
con los nombres de sor Ofrenda y sor Josefina. En forma inesperada Rosarito comenzó
a parpadear respirando con dificultad. Sor Ofrenda lanzó un grito y exclamó:

—¡Mamá está viva! ¡Está viva!

Los presentes se pusieron de pie, lívidos, y Rosarito que terminaba de salir de su


profundísimo sueño se limitó a decir:

—¡Qué les pasa! ¿Acaso se están embobando?

Luego del suceso en que sintió abandonar el mundo para siempre, le encomendó su
alma a Dios. Y ordenó que le llevaran leche caliente de cabra con cortados de
quereme.

En el otoño el maestro Tomás Bustos había moldeado su capacidad en la Escuela de


Tallas de Barcelona con la estirpe de imagineros españoles que dedicaban su vida
artística más sublime al servicio de Dios. Por encargo de la dadivosa Rosarito, o
Saringa como la llamaban cariñosamente sus hijos y nietos, fabricó en su taller la que
se llamaría la Virgen de los Dolores de la Felicia.
Amiga de todos, pobres y ricos, viejos y niños, Rosarito regaló al pueblo la Dolorosa.
Era una obra maestra, la más hermosa y perfecta entre las vírgenes labradas por el
cincel del maestro Bustos. Este regalo, añadido a sus obras de beneficencia, equivalía
a quedar en paz con su conciencia atormentada desde la muerte de su marido.

Tiempo después no pudo levantarse de la cama por una grave enfermedad que eclipsó
su vida. Quedó postrada el día correspondiente en el santoral cristiano al Papa Adriano
III.

Otras muertes fueron certificadas no sólo por el galeno Salvador Insuasty. Los hijos
derramaban lágrimas, cerraban las ventanas y contraventanas, encendían las velas,
colgaban el Cristo en la baranda superior de la cama en que yacía la supuesta
fenecida, les daban la noticia a los vecinos, contrataban plañideras y les mandaban a
avisar a los hermanos y familiares distantes.

En pleno velorio Rosarito se incorporaba en su lecho de muerte, regañaba a los


asistentes por haber perturbado el sueño que le representaba imágenes de la infancia,
ordenaba desalojar la pieza y fijaba a sus hijas las tareas del día:

—¡Tiendan las camas, saquen las bacinillas, barran la casa, sacudan los baúles,
nocheros y escaparates, preparen el desayuno con café negro, tostadas con
mantequilla, requesón y pandeyucas, para el almuerzo hagan sancocho de espinazo y
de sobremesa mazamorra y dulce de brevas... y para la comida, ya veremos!

A los días llegaban sus hijos finqueros y comerciantes de los lugares más apartados del
país, dispuestos a llevarle ramos de flores a su tumba y acompañar a los otros
hermanos en la pena.

Y se encontraban con tamaña sorpresa.

Cuando los hijos se marchaban de nuevo el estado comatoso retornaba. Mandaban a


llamar al cura para que le aplicara la extremaunción, al médico para que certificara su
muerte, a los familiares de otras partes y contrataban plañideras. Le mandaban a
avisar a los vecinos del barrio y a las amistades de las fincas aledañas. El padre
Santacruz y el galeno Insuasty se marchaban convencidos de que ya no regresarían
por enésima vez, cansados de que la vieja se muriera tantas veces en la vida.

Sin embargo, Rosarito se erguía sobre su lecho con más fuerza que nunca, mandaba
que a los presentes —y por supuesto a ella— les sirvieran chocolate caliente con
clavos, canela, nuez moscada, pandequesos, tamales y aguacates, órdenes que sus
hijas cumplían al pie de la letra.

Por fin, a los 100 años de edad, el corazón de Rosarito se detuvo, dando paso a la más
tranquila de las muertes. Dos días después, en la iglesia de la Plaza del Libertador
estaba plantada la Dolorosa con la mirada clavada alta en la cruz, llorando sus
lágrimas de diamante, ahogándose de angustia, entre dos hileras de seis candelabros
con doce cirios encendidos, a la espera del cuerpo de su dueña. Llegaron más hijos y
nietos con el ataúd de cedro a hombros y sin tarima lo descargaron al pie de la virgen,
sobre la alfombra roja que atravesaba el centro de la iglesia desolada, con la única
presencia de los familiares que vivían en la Felicia.
La estancia se llenó del olor del incensario que batía un monaguillo. El padre Santacruz
entonó responsos en voz baja. Los vitrales con escenas de la pasión de Cristo se
encendieron a la luz de los cirios. Resonaron alegres las voces del órgano. Y las
lágrimas no rodaron esta vez por las mejillas.

EL TELEGRAMA
De David Sánchez Juliao

[justify]Con la persistencia que solo los colombianos tienen, un monteriano se


enfrentaba aquella tarde a una entrevista más para intentar conseguir un empleo.

Llegando a la oficina que le indicaron, frente al entrevistador, esto fue lo que sucedió:

- ¿Cuál fue su último salario?

- Salario mínimo - responde El monteriano

- Pues me alegra informarle que si usted es contratado por nosotros, su salario será de
USD$10.000 por mes.

- ¿Jura...?

- Por supuesto!. Y dígame, ¿qué carro tiene usted?

- La verdad es que yo tengo un carrito para vendé raspao' en la calle, y una carretilla
pá transportar escombros...

- Entonces, sepa que si usted viene a trabajar con nosotros, inmediatamente, le


daremos un BMW convertible último modelo, y un Audi A6 para uso de su esposa,
ambos cero kilómetros.

- ¿Jura...?

- Sí señor!. ¿Usted viaja con frecuencia al exterior?


- Bueno compa,... lo más lejos que yo viajé, fue a Moñito, a visitar unos parientes.

- Pues si usted trabaja aquí, viajará por lo menos 10 veces por año, con agendas entre
Paris, Londres, Roma, Mónaco, New York, Moscú... entre otros países.

- ¿Jura...?

- Es como le digo, señor.... y le digo más: el empleo es casi suyo!. No puedo


confirmarle 100% ahora, porque tengo que cumplir un requisito de informarle antes a
mi Gerente, pero está casi garantizado!

Si hasta mañana viernes, a las 12:00 de la noche, usted no ha recibido un telegrama


de nuestra empresa cancelando todo el proceso, significa que puede venir a trabajar el
lunes a las 8:00 de la mañana...!

El monteriano salió radiante de la oficina!. Ahora era sólo esperar hasta la medianoche
del viernes, y rezar para que no apareciera ningún maldito telegrama.

Al día siguiente todo era optimismo... no podía haber existido un viernes más feliz que
aquel. El monteriano reunió a toda la familia y les contó las buenas nuevas. Después
convocó al barrio entero, y les informó que estaba comenzando un asado gigante, con
música en vivo y ron pá todo el mundo, al cual estaban todos invitados.

Cuando eran las 5:00 de la tarde, ya se habían mamado varias cajas de cerveza y ron
y muchos kilos de carne asada al carbón.

Conforme avanzaba el día, más personas llegaban y la alegría desbordaba.

A las 9:00 de la noche el barrio estaba extasiado y la fiesta hervía!

La papayera tocaba sin parar en tarimas improvisadas, el pueblo bailaba y comía,


mientras el ron rodaba sin cesar. A las 10:00 de la noche la mujer del monteriano
empezó a preocuparse, pues le parecía que aquello ya era demasiada exageración...
pero todo continuaba.

La vecina buenota, la apetecida del barrio, ya comenzaba a bailar descaradamente y a


apretarse contra el monteriano, haciéndole descarados coqueteos.
La banda seguía tocando, el volumen aumentaba, la cerveza corría por litros, el ron ni
se diga, el pueblo bailaba desaforado, la carne humeaba en las parrillas y era
consumida en cantidades....

A las 11:00 de la noche el monteriano ya era el rey del barrio!.

Las cuentas de gastos, para divertir y para llenar la barriga del pueblo, a esas alturas
ya sumaban cifras gigantes... pero todo sería por cuenta del primer salario!. La mujer
del monteriano seguía medio afligida, medio preocupada, medio celosa, medio
resignada, medio alegre, medio boba y medio asustada.

Once horas y cincuenta minutos... y doblando la esquina, al final de la calle, aparece


un motociclista vuelto loco, entrando en la calle de la fiesta a toda velocidad y tocando
insistentemente el pito de la moto.

Era el cartero...!!!

La fiesta paró en 1 segundo...

la banda se silenció al unísono...

el primo del monteriano se atragantó con un trozo de yuca...

un borracho eructó...

un perro comenzó a aullar...

Dios mio...!!!.... ¿Y ahora quien va a pagar la cuenta de esta fiesta?

'Pobrecito el corroncho...!!', era la frase que la multitud murmuraba, y se repetían


unos a otros.

Tiraron unos baldes de agua encima de las parrillas de la carne, y hasta los carbones
humeantes parecían llorar. Desconectaron los refrigeradores que contenía los barriles
de cerveza. Los músicos se bajaron de la tarima.
La mujer del monteriano se desmayó cuando la moto del correo paró frente a su casa,
y preguntó:

- ¿Señor Lawandio Barguil De la hoz?

- Si, sí... si se... si señor... soy... soy yo...

La multitud no resistió más. Un 'Oooohhhh' apesadumbrado se escuchó en todos los


alrededores. Algunos comenzaron a recoger sus cosas para retirarse a sus casas.
Mujeres lloraban abrazadas.

Los hombres se daban palmaditas de consuelo en los hombros, los unos a los otros. El
mejor amigo del monteriano estrellaba repetidamente su cabeza contra la pared. La
vecina buenota se componía la falda y se arreglaba el cabello.

- Telegrama para usted...!

El monteriano no lo podía creer. Agarró el telegrama con sus manos temblorosas y con
los ojos llenos de lágrimas. Irguió la cabeza y miró con valentía y tristeza a toda la
multitud que aguardaba expectante. Un silencio total se apoderó del barrio...

Respiró profundo y comenzó a abrir el telegrama. Sus manos temblaban y una lagrima
se deslizó, cayendo sobre el pavimento.

Miró de nuevo a todos los que hacía unos minutos lo idolatraban; todo era
consternación general. Logró sacar el telegrama del sobre, lo abrió y comenzó a leer.
El pueblo aguardaba en silencio y se preguntaba: '¿Y ahora quien va a pagar toda esta
cuenta?'

El monteriano comenzó a leer el telegrama. A medida que lo hacía, su rostro cambiaba


de expresión y fue quedando muy, muy serio.

Terminó su lectura y se quedó abstraído, mirando hacia la nada.

Levantó de nuevo el papel y volvió a leerlo. Al final dejó caer los brazos, levantó
lentamente la cabeza, sacó pecho y miró al pueblo que lo esperaba.
Entonces... una sonrisa comenzó a dibujarse lentamente en el rostro del monteriano!.
En ese momento comenzó a saltar, a aullar de felicidad, brincando como un niño,
abrazándose con los que estaban a su lado en la mayor demostración de felicidad ya
vista, mientras gritaba eufórico:

- Menos mal Hij….......Se murió mi mamá...................!!!!! HIJUE…............


Se murioooooó! NOJODA!!!!

Todo el pueblo brincó de alegría y continuaron festejando el nuevo empleo de


Lawandio Barguil De la Hoz.

ESPUMA Y NADA MAS

Hernando Téllez (1908 -1966)

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y
cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero el no se dio cuenta. Para disimular
continué repasando la hoja. La probé luego contra la yema del dedo gordo y volví a
mirarla, contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de
donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima
coloco el quepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y deshaciendo el nudo
de la corbata, me dijo: "Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme". Y se sentó en
la silla. Le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca
de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar
minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el
recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto
subió la espuma. "Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo." Seguí
batiendo la espuma. "Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos
vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos." "¿Cuantos
cogieron?", pregunté. "Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos.
Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno." Se echó para atrás en la
silla al verme con la brocha en la mano, rebosante de espuma. Faltaba ponerle la
sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al
cuello de mi cliente. El no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios
del orden. "El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día", dijo. "Sí", repuse
mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. "Estuvo
bueno, ¿verdad?" "Muy bueno", contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre
cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo
había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio
de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con el un instante.
Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del
hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro
desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se
llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quien se le
había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre
determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la primera
capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados. "De buena gana me iría a dormir un
poco —dijo—, pero esta tarde hay mucho que hacer." Retiré la brocha y pregunté con
aire falsamente desinteresado: "¿Fusilamiento?" "Algo por el estilo, pero más lento",
respondió, "¿Todos?" "No. Unos cuantos apenas." Reanudé de nuevo la tarea de
enjabonar la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse
cuenta de ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera.
Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa
impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con
cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo
poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos
no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel quedara limpia, templada, pulida, y de
que al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era
un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de
la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.
Tomé la navaja, levanté en ángulo obtuso las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé
la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo
se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo
poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos
de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la
badana de nuevo y me puse a asentar el acero, porque yo soy un barbero que hace
bien sus cosas. El hombre, que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una
de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a
quedar libre de jabón, y me dijo: "Venga usted a las seis, esta tarde, a la escuela".
"¿Lo mismo del otro día?", le pregunté horrorizado. "Puede que resulte mejor',
respondió. "¿Qué piensa usted hacer?" "No sé todavía. Pero nos divertiremos." Otra
vez se echó hacia atrás y cerró tos ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. "¿Piensa
castigarlos a todos?", aventuré tímidamente. "A todos." El jabón se secaba sobre la
cara. Debía apresurarme. Por el espe¬jo miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la
tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos y
veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo.
Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos
sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé,
mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía
manejar con habilidad la hoja, pues el pelo, aunque en agraz, se enredaba en
pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar
su perla de sangre, Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a
ningún cliente. Y és¬te era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había
ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? Mejor
no pensarlo. Torres no sabía que yo era su enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los
demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese
informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo
que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar
revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y
lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.
La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos
años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre
con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja
Torres rejuvenecía, sí, porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo
sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre
esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero el no tiene
miedo. Es un hombre sereno,que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde
con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y
puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no
puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un
revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece.
¿Lo merece? ¡No, qué diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de
convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los
primeros matan a los segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo
es un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zas!, ¡zas! No le daría tiempo
de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo
de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría
un chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo.
Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia,
imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata. Estoy
seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría.
¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas,
refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar conmigo. "El asesino del
capitán Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía." Y por otro
lado: "El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el
barbero del pueblo. Nadie sabia que él defendía nuestra causa..." ¿Y qué? ¿Asesino o
héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la
mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como el
caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre, y la sangre
siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como esta no traiciona. Es la mejor de mis
navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no, señor. Usted vino para que yo lo
afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo... No quiero mancharme de
sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero.
Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.
La barba había quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó para
mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.
"Gracias", dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del quepis. Yo
debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la
hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y luego de alisarse maquinalmente
los cabellos, se puso el quepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas para
pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se
detuvo un segundo y volviéndose me dijo:
"Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es
fácil. Yo sé por qué se lo digo." Y siguió calle abajo.

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen
madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza
montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos
que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas,
sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con
cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía
a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes
y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero
trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos
gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió
trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada
de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

-Papá.

-Qué.

-Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con
los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los
trabajos terminados, dijo:

-Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer,
sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-Papá.

-Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la


fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba
el revólver.

-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.


Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de
la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero
en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus
ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los
dedos y dijo suavemente:

-Siéntese.

-Buenos días -dijo el alcalde.

-Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y


se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de
madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una
ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el
dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela
dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia -dijo.

-¿Por qué?

-Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de


trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas
frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y
fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde
no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo
caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies
y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió
la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de


lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de
las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus
cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se
desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El
dentista le dio un trapo limpio.

-Séquese las lágrimas -dijo.


El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el
cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos
muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de
agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y
se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-Me pasa la cuenta -dijo.

-¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.

-Es la misma vaina.

El Secreto de la Estatua
Elisa Mujica|

Muy temprano, antes de meterse en el obrador donde desaparecía el tiempo y pintaba


horas y horas, a Gregorio le gustaba subir a la azotea de su casa.

Era una mañana de un azul que se introducía por los poros como si flotara en el
espacio. El vapor de agua que, como un espeso capuchón arropa los cerros de Santafé
de Bogotá la mayor parte del día, se convertía de repente en un aire dorado y
transparente, quieto y fresco. No había nada que se le comparara en ninguna parte del
mundo.

Entonces Gregorio olvidaba sus años. Era de nuevo el muchacho que madrugaba a
trepar a los cerros, en busca de aquellas plantas de las que los indios extraían tintes
para fabricar sus mantas de algodón. No había otros más firmes y brillantes. Una
mujer, vieja como una momia que vivía en una cueva del cerro de La Peña y a la que
Gregorio regalaba bizcochuelos y chocolate, le había enseñado que los colores azules y
violáceos se sacan de las maticas de árnica.

Para ese objeto resultaba también muy a propósito la uvilla de Bogotá, lo mismo que
el espino puyón. Daban un hermoso tono morado indeleble. De la guaba lo mismo que
de la cochinilla, procedía el carmín. Para los tonos sepias aprovechaba los líquenes y
musgos, tan abundantes. Al tocarlos, Gregorio daba gusto no sólo a sus manos sino a
su alma.

Igualmente la vieja lo había informado sobre los mejores sitios para conseguir arcillas
de distintos colores y clases. A Ráquira mandaba un muchacho, a buscar tierras
doradas.

Maceraba todo en una piedra instalada en el huerto de la casa. (Aún estaba allí en la
época en que otro pintor, Roberto Pizano, escribió la biografía de Vásquez; a lo mejor
sigue en el mismo lugar, y algún niño la encontrará, si mira bien. Será como si se
apoderara de un tesoro).

Gracias a las fórmulas de la vieja india, que era sabia, Gregorio había aprendido a
echar una goma elástica sobre los colores para que brillaran más. Si no hubiera sido
por esa mujer que lo quería como a un hijo, Vásquez no pintaría con aquella maestría
que todos le admiraban.

Los cerros santafereños no le regalaban únicamente las plantas y las tierras. Le


ofrecían otro don: los venados. Cuando surgían en los bosquecillos, con sus
movimientos nerviosos y ágiles, Gregorio los devoraba con los ojos. Para que nunca se
escaparan, quería meterlos en sus lienzos.

En sus buenos tiempos había sido un arrogante cazador. Ayudado por sus buenos
galgos y sabuesos practicaba el ojeo, la batida y la cetrería. Portaba en su diestra un
halcón dotado de la velocidad del rayo.

En la laguna de La Herrera, cerca a Santafé, a la que acudían miles de patos


emigrantes, hacía con frecuencia buena provisión de aves, que entregaba a su esposa
Jerónima para que los guisara.

Qué dulce, paciente, segura y maternal había sido siempre ella. Hacía las delicias de
un marido fiel y rendido como Gregorio. Parecía un ángel cuando le servía de modelo
para pintar a la reina de los cielos.

Pero ya hacía años que la muerte se la había llevado. El dolor lo punzaba como el
primer día. Esa mañana volvió a herirlo. Los ojos se le llenaron de agua.

Dios le había concedido un consuelo en la hija de Jerónima, Feliciana. Nunca se


separaba de su lado. Era el retrato vivo de su mujer, su único amor sobre la tierra. No
sólo tenía la misma cara de su madre, sus gestos, su sonrisa. También había heredado
del padre lo más raro: el talento para pintar.

Revelaba tanta finura y delicadeza que Gregorio caía como en éxtasis al contemplarla.
Esa niña había nacido para ser feliz como lo prometía su nombre. Estaría a su lado
hasta el último minuto. Sería su báculo. Le cerraría los ojos.

Feliciana representaba el premio a los esfuerzos realizados por Gregorio en su


juventud, cuando a pesar de ser el más pobre y desamparado de los alumnos de los
maestros Figueroa, se propuso convertirse en el mejor artista de la Nueva Granada.

Le tocó vencer obstáculos tan grandes como no poder estudiar en persona la obra de
los grandes pintores que habían vivido en Europa. Tenía que contentarse con unas
pocas copias mal hechas y no en colores sino en blanco y negro.

El mismo fabricaba sus pinceles de pelo de cabra o de perro, que metía en cañones de
pluma de ganso. Empleaba lienzos de tejido desigual y separado, llamados "de la
tierra". Aún hoy los tejen los indios de algunas regiones.

A pesar de tantas dificultades el número de sus cuadros ya casi llegaba al medio millar.
Nunca le faltaban pedidos de los priores de los conventos y de los prelados, de los
nobles, los oidores de la Real Audiencia y demás funcionarios. Lo único malo consistía
en que le pagaban muy poco por sus obras. Y a él le gustaba vivir bien y no medir los
gastos.

Había decorado casi lujosamente su casa. Se entraba por un zaguán de piedrecillas


blancas y redondas y huesecillos llamados "tabas", sacados de los animales que iban a
morir al matadero.

En la esquina occidental de la casa del maestro, ubicada frente a la iglesia de La


Candelaria, habitaba una de las familias más distinguidas de Santafé, la de los
Caicedo. Con frecuencia compraban lienzos al artista, para adornar su oratorio y sus
salones. Pero jamás lo invitaban a sus fiestas.

Eran demasiado orgullosos y pensaban que su dinero y los muchos títulos y honores
que les concedía el rey de España, los hacían superiores a un simple pintor que recibía
una paga.

Al fin y al cabo, a Vásquez, ¿qué le importaba? Le bastaba Feliciana. Con ella no temía
a la vejez, ni a la enfermedad, ni a la pobreza, ni a nada.

Ya era hora de empezar el trabajo en el obrador. No había una habitación más clara y
bonita en toda la casa. Se hallaba adornada con cortinajes, brocados de oro, sedas,
terciopelos y armaduras para que las portaran los personajes de sus cuadros.

Cuando terminaba de darles la última mano los lienzos se animaban. Los santos, los
reyes, los profetas, las vírgenes y los ángeles invadían el obrador. No eran imágenes
sino seres de carne y hueso que lo miraban y le hablaban. Gregorio se lo agradecía a
su pincel. Hacía milagros.

A media mañana Feliciana acudía sin falta a llevarle algún refrigerio y mirarlo pintar.
Eran los momentos más felices de Gregorio. Su hijita adivinaba sus menores deseos y
lo complacía en lo que tenía a su alcance. Gustosamente el padre daría la vida por ella.

¿Por qué sería que en las últimas semanas parecía distraída y lejana? Su cutis había
perdido el lindo color rosado. Estaba pálida. Quizá era consecuencia del cansancio. Los
cuidados que prodigaba a Gregorio, unidos a las faenas del hogar, y al trabajo de
pintar sus biombos y miniaturas, ejecutados con primor, sin duda la habían agotado. El
padre le pediría que reposara un poco. No necesitaba afanarse tanto.

Como él ya había terminado el retrato de San Agustín, realizado por encargo del prior
de La Candelaria, decidió enviárselo. Aprovecharía para ese oficio a una esclava. Así
Feliciana no se ocuparía en llevarlo y podría descansar un poco.

Invariablemente almorzaba en compañía de su hija. Pero ese día, cuando apenas


habían tomado dos o tres cucharadas de sopa, entró de improviso en el comedor el
prior de los agustinos. Parecía bravo. Se aproximó a Vásquez y le dijo:

Maestro: el retrato que me entregó la esclava no es el de nuestro padre San Agustín


que yo le había pedido. Es el de don Fernando de Caicedo, el vecino de al lado.
De una ojeada comprendió Vásquez que la tela que le mostraba el prior se debía al
pincel de Feliciana.

Representaba a un joven de pelo negro rizado, ojos brillantes y espeso bigote,


Fernando de Caicedo. ¿Qué habría ocurrido? ¿A quién le entregaría la confundida
esclava el retrato de San Agustín, que Vásquez había puesto en sus manos?

Lanzó una mirada interrogadora a su hija. Roja hasta la raíz del pelo, y sin saber qué
hacer, Feliciana se apretaba las manos, a punto de romper en llanto.

¿Por qué hiciste el retrato de ese joven? –le preguntó Vásquez–.


¿Por qué no me informaste nada?

Feliciana no fue capaz de contestarle la verdad. Desde hacía mucho amaba a


Fernando. Aprovechó la orden dada por Vásquez a la esclava, para pedir a ésta que
buscara a su novio y le entregara el retrato pintado por ella. Pero la servidora cambió
las telas y colocó en las manos del uno lo que pertenecía al otro.

Lo peor ocurrió cuando el padre se enteró de que Feliciana esperaba un hijo muy
pronto.

Si las cosas hubieran sido distintas, nada habría alegrado más al viejo: un nietecillo,
un heredero que corriera por los cuartos de la vieja casa como si los llenara de luz. Un
fruto de su querida Feliciana.

Pero la familia Caicedo no aceptaría nunca que don Fernando se casara con la hija de
un simple pintor. Según ellos, Gregorio Vásquez no valía nada. No tenía un título ni era
millonario. Cuando nacía en España un heredero del trono, la Real Audiencia no
nombraba alférez mayor a Vásquez, para que echara al pueblo montones de monedas.
A los que nombraba era a los Caicedo.

Por ningún motivo darían el sí. Las pocas veces que Gregorio entraba a la casa vecina
lo hacía con el objeto de obedecer una orden. Los dueños lo recibían como a un
servidor, nunca un igual. No lo invitaban a comer, ni siquiera a sentarse. A esa gente
no le importaba que los jóvenes se amaran.

Vásquez sintió que la sangre se le subía a la cabeza. En un ataque de rabia gritó a


Feliciana que no quería volver a verla y que se marchara de la casa.

Como si un artista desconocido le hubiera pintado la muerte en la cara, la muchacha


salió sin entender qué pasaba. Humildemente posó sus pies en el zaguán de tabas de
ternero y piedrecitas blancas y redondas recogidas en el río. Jamás volvería a cruzarlo.

El viejo se quedó solo, llorando su pena. Tembloroso y pegado a las paredes para
sostenerse porque ya casi no podía andar, entró una mañana por última vez en su
obrador. Parecía una cueva abandonada y cubierta de telarañas.

Con mano temblorosa cogió el pincel y trazó de memoria en el lienzo un rostro de


mujer. Era el de su Jerónima a la vez que el de su Feliciana, unidas las dos con la reina
de los ángeles.
Entonces se repitió lo que allí había ocurrido tantas veces. Las imágenes se
convirtieron en personas de verdad. Apareció en toda su gloria la Virgen María,
rodeada de pequeños querubines y llevando de la mano a Jerónima y a Feliciana. Las
tres cerraron los ojos del hombre que las había amado tanto.

La misma esclava que en un tiempo ya lejano trastocó el destino de los dos retratos
corrió al convento de los agustianos a pedir que dispusieran la iglesia para efectuar un
entierro. Por eso no alcanzó a oír estas palabras, pronunciadas por un angelito de los
que acompañaban a la Virgen:

La casa de los Caicedo está condenada. No quedará de ella piedra sobre piedra. Al
cabo de los años nadie sabrá cómo era. En el preciso sitio donde está ahora la sala a la
que le prohibieron la entrada al gran artista santafereño Gregorio Vásquez Arce y
Ceballos, orgullo de su ciudad y de su raza, se elevará una estatua. Así quedará
demostrado que el talento y la constancia valen más que el dinero y los títulos
heredados.

Respiró fuerte para descansar porque no tenía costumbre de hablar mucho. (Los
ángeles se entienden entre sí sin necesidad de pronunciar palabra).

Pero agregó en seguida:

Hay también un castigo para el padre que no tuvo piedad de su hija. El espíritu de
Gregorio Vásquez quedará encerrado en el bronce de su estatua. Ahí permanecerá
hasta que venga una anciana y les cuente esta historia a los niños.

Frida
|YOLANDA REYES

De regreso al estudio. Otra vez, primer día de colegio. Faltan tres meses, veinte días y
cinco horas para las próximas vacaciones. El profesor no preparó clase. Parece que el
nuevo curso lo toma de sorpresa. Para salir del paso, ordena con una voz aprendida de
memoria:

–Saquen el cuaderno y escriban con esfero azul y buena letra, una composición sobre
las vacaciones. Mínimo una pági-na por lado y lado, sin saltar renglón. Ojo con la
ortografía, y la puntuación. Tienen cuarenta y cinco minutos. ¿Hay pre-guntas?

Nadie tiene preguntas. Ni respuestas. Sólo una mano que no obedece órdenes porque
viene de vacaciones. Y un cuaderno rayado de cien páginas, que hoy se estrena con el
viejo tema de todos los años: "¿Qué hice en mis vacaciones?"

"En mis vacaciones conocí a una sueca. Se llama Frida y vino desde muy lejos a visitar
a sus abuelos colombianos. Tiene el pelo más largo, más liso y más blanco que he
conocido. Las cejas y las pestañas también son blancas. Los ojos son de color cielo y,
cuando se ríe, se le arruga la nariz. Es un poco más alta que yo, y eso que es un año
menor. Es lindísima.
Para venir desde Estocolmo, capital de Suecia, hasta Cartagena, ciudad de Colombia,
tuvo que atravesar prácticamente la mitad del mundo. Pasó tres días cambiando de
aviones y de horarios. Me contó que en un avión le sirvieron el desayuno a la hora del
almuerzo y el almuerzo a la hora de la comida y que luego apagaron las luces del avión
para hacer dormir a los pasajeros, porque en el cielo del país por donde volaban era de
noche.

Así, de tan lejos, es ella y yo no puedo dejar de pensarla un solo minuto. Cierro los
ojos para repasar todos los momentos de estas vacaciones, para volver a pasar la
película de Frida por mi cabeza.

Cuando me concentro bien, puedo oír su voz y sus palabras enredando el español. Yo
le enseñé a decir camarón con chipichipi, chévere, zapote y otras cosas que no puedo
repetir. Ella me enseñó a besar. Fuimos al muelle y me preguntó si había besado a
alguien, como en las películas. Yo le dije que sí, para no quedar como un inmaduro,
pero no tenía ni idea y las piernas me temblaban y me puse del color de este papel.

Ella tomó la iniciativa. Me besó. No fue tan fácil como yo creía. Además fue tan rápido
que no tuve tiempo de pensar "qué hago", como pasa en el cine, con esos besos
larguísimos. Pero fue suficiente para no olvidarla nunca. Nunca jamás, así me pasen
muchas cosas de ahora en adelante.

Casi no pudimos estar solos Frida y yo. Siempre estaban mis primas por ahí, con sus
risitas y sus secretos, molestando a "los novios". Sólo el último día, para la despedida,
nos dejaron en paz. Tuvimos tiempo de comer raspados y de caminar a la orilla del
mar, tomados de la mano y sin decir ni una palabra, para que la voz no nos temblara.

Un negrito pasó por la playa vendiendo anillos de carey y compramos uno para cada
uno. Alcanzamos a hacer un trato: no quitarnos los anillos hasta el día en que
volvamos a encontrarnos. Después aparecieron otra vez las primas y ya no se
volvieron a ir. Nos tocó decirnos adiós, como si apenas fuéramos conocidos, para no ir
a llorar ahí, delante de todo el mundo.

Ahora está muy lejos. En "esto es el colmo de lo lejos", ¡en Suecia! y yo ni siquiera
puedo imaginarla allá porque no conozco ni su cuarto, ni su casa, ni su horario. Seguro
está dormida mientras yo escribo aquí, esta composición.

Para mí la vida se divide en dos: antes y después de Frida. No sé cómo pude vivir
estos once años de mi vida sin ella. No sé cómo hacer para vivir de ahora en adelante.
No existe nadie mejor para mí. Paso revista, una por una, a todas las niñas de mi clase
(¿las habrá besado alguien?).

Anoche me dormí llorando y debí llorar en sueños porque la almohada amaneció


mojada. "Esto de enamorarse es muy duro...".

Levanto la cabeza del cuaderno y me encuentro con los ojos del profesor clavados en
los míos.

– A ver, Santiago. Léanos en voz alta lo que escribió tan concentrado.

Y yo empiezo a leer, con una voz automática, la misma composición de todos los años:
"En mis vacaciones no hice nada especial. No salí a ninguna parte, me quedé en la
casa, ordené el cuarto, jugué fútbol, leí muchos libros, monté en bicicleta, etcétera,
etcétera".

El profesor me mira con una mirada lejana, incrédula, distraída. ¿Será que él también
se enamoró en estas vacaciones?

Caperucita Roja
|
TRIUNFO ARCINIEGAS

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de
buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y
busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la
niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de
acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de
abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a
conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más
graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de
caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la
encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por
el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra
ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja
un conejo gris que nadie volvió a ver.

Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle
un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me
rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor
escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de
masticar.

– ¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?

Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién
cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me
aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto
de fastidio. Titubeando, le dije:

– Quiero regalarte una flor, niña linda.

– ¿Esa flor? No veo por qué.

– Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.

– No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.

Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin
despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me
soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.

– Mira mi reguero de lágrimas.


– ¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.

– No me caí.

– Así parece porque no te veo las heridas.

– Las heridas están en mi corazón –dije.

– Eres un imbécil.

Escupió el chicle con la violencia de una bala.

Volvió a alejarse sin despedirse.

Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre
se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor
para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta,
uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado
pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé
una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos.
Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más
desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me
tomé unas cervezas. "Bonito disfraz", me dijeron unos borrachos, y quisieron
probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a
Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado
de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.

Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.

– ¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida caí en la cuenta de que nadie asiste a
clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.

– Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?

El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.

– ¿Y qué llevas en el canasto?

– Un rico pastel para mi abuelita.

– ¿Quieres probar?

Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer?


¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y
maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a
Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella.
Dije que sí.

– Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza,
con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo
cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan
pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se
transformaba en ardor en el corazón.

– Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero


tú apareciste primero. Avísame si te mueres.

Y me dejó tirado en el camino, quejándome.

Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura.
Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se
alegró de verme.

– La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.

Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de


golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo
sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también
que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy
especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante
la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran
un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la
perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:

– Cómete a la abuela.

Abrí tamaños ojos.

– Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.

No podía creerlo.

Le pregunté por qué.

– Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.

No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por
amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí
para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y
que nunca se vuelva a saber de mí.

Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que
me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos
anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y
empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a
Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades
no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la
historia.

Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.

Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y
perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la
indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad.
Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi
destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía
molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la
navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

También podría gustarte