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Un vistazo por caminos al viento

Por: Luis Carlos Hernández Díaz

Durante nuestro curso de Poéticas e identidades del caribe colombiano fueron abordadas, desde
distintas perspectivas, todo un ensamblaje de temáticas que propiciaron la construcción de
diversas estructuras literarias que le otorgaron a nuestra región un estilo y la construcción de
modelos narrativos basados en la retrospectiva histórica, metafísica e individual de una época,
clase o contexto cultural, adquiridas bajo la representación de autores como Raúl Gómez Jattin,
Héctor Rojas Hérazo, Rómulo Bustos, Giovanny Quessep, Jaime Manrique Ardila, Pedro Blas Julio
Romero y Vito Apüshana, la pluma caribeña colombiana se instaura como el epicentro de este
legado literario.

Aunque las poéticas de éstos autores se caracterizan cada una por conservar un estilo propio y
diferente, es cierto también que tienen puntos en los que convergen; algunas por retratar sucesos
acontecidos en el mismo contexto social, como acontece en Cartas al soldado desconocido, de
Pedro Blas Julio Romero y algunos poemas de Giovanny Quessep: otras por hacer hincapié en las
temáticas de la infancia, tales como En el traspatio del cielo, de Rómulo Bustos y algunos poemas
de Raúl Gómez Jattin; otras por plasmar ideales piedracielistas, como Héctor Rojas Hérazo y
Giovanny Quessep. Lo cierto es que de cada autor contrasta alguna particularidad que lo hace
único.

Su obra poética se ha caracterizado principalmente por ir en contra de lo convencional. Es un


poeta en contracorriente que cuestiona, en primer medida, al ser interior; desenmascarando cada
uno de los matices o velos que nos han tenido cegados desde nuestros primeros años como lo son
la culpa heredada de nuestros ancestros, el no reconocimiento de nuestra calidad humana, en
contraste con lo que él nos propone: un reconocimiento a la dicotomía inseparable de las
polaridades. El admitir las tristezas y las alegrías, las dichas y penas, la ilusión y la realidad como
parte sustancial de la vida.

En el caso de Giovanny Quessep, es constante hallar en sus poemarios una constante alusión a un
dios personificado en el concepto de la trascendencia, como aquello ubicado entre la carne y el
espíritu, el cielo y la tierra, la vida y la muerte. Así como también el amor en su plena ambigüedad
de un paraíso principal y perdido. Eso explicaría tanto Cielo y tanta Muerte en la poesía de
Quessep. Categorías polares de un mismo sentimiento: el Eros que, como el río, empieza a morir
apenas nace.
Durante nuestras clases concluimos que su obra poética se ha caracterizado principalmente por ir
en contra de lo convencional. Es un poeta en contracorriente que cuestiona, en primer medida, al
ser interior; desenmascarando cada uno de los matices o velos que nos han tenido cegados desde
nuestros primeros años como lo son la culpa heredada de nuestros ancestros, el no
reconocimiento de nuestra calidad humana, en contraste con lo que él nos propone: un
reconocimiento a la dicotomía inseparable de las polaridades. El admitir las tristezas y las alegrías,
las dichas y penas, la ilusión y la realidad como parte sustancial de la vida.

El secreto de Giovanni Quessep es tal vez uno solo: el secreto del ritmo. El alquimista que sabe
manejar el rigor de sus mezclas, el dibujante que tiene el secreto de la línea, el pintor que expresa
con colores y formas una armonía intensa nacida de sus profundidades, no corren el menor peligro
de que en el resultado los elementos disuenen. Todo entra en la mezcla y produce la combinación
adecuada.

Qué fortuito es encontrarme en estos instantes de la vida con un poeta al estilo Quessep que, me
recordase el abismo que hay dentro de mí, pero también que se hallase suspendida en el vacío la
soga en la que podría trepar al resplandor del cielo, pero no trepar no por desconocimiento, sino
por querer purgar la pena en el abandono de la soledad. Una soledad infame que llega sin ser
invitada a traerme de regalos recuerdos que azotan el alma de aspiraciones fracasadas; como las
de aquel niño que soñó con ser un destacado y honorable político que, bajo el ideal de la
autarquía, lograría del estado yanqui la independencia económica; o como aquel que era en las
canchas de fútbol una insignia de la destreza y, el avatar del tiempo lo fue alejando y abrumando
en el rincón intempestivo de la decrepitud; o como aquel primario académico al que las banderitas
y los aplausos no le faltaron y la realidad lo envuelve hoy, en un vano sendero de desencantos. O
también como aquella vez que se soñó con conquistar el corazón de aquella doncella de cuentos
de hadas de la que, su armoniosa voz, acompañada por las cuerdas de su guitarra eran el aliciente
predilecto de aquel individuo que, domingo tras domingo era puntual en la parroquia para
disfrutar del goce que significare el escuchar entre fragmentos de la misa, aquella inconfundible
voz que hace estremecer hasta el alma de una piedra; pero aquel individuo expectante de aquel
espectáculo también fue intrépido, al ingeniárselas para lograr conocer a aquella diosa del Olimpo,
consiguiendo la victoria de su anhelo; el júbilo, la dicha y el orgullo se convirtieron en las insignias
de aquel joven, hallándose en el más alto peldaño de la cúspide universal.
Entre el abismo y la cúspide oscila el ser humano, “entre la sombra y la luz” como diría Quessep, se
halla la esencia de la humanidad. A veces con matices de tristeza, a veces de alegría; a veces de
dichas, a veces de penas.

Con una poética muy parecida a la anterior, Rómulo Bustos nos presenta una consonancia de
aspectos. Si tomásemos la poesía de Bustos a modo general, podríamos enmarcarlo como un
escritor de trazos terrenos y celestes, carnales y espirituales, de espada y de alas; puntos polares
de materias diversas de las que abstrae lo mejor de cada una y las moldea entre líneas como una
terapia basada en la auto-conocimiento del ser en su esencia misma, un reconocimiento del todo
con el todos; otorgándole así, a cada lector una experiencia única e individual de transitar por los
caminos pocos recorridos de su naturaleza interna humana. Es esa misma naturaleza de la que los
individuos creen vivir, siguiendo un ritmo a la deriva, casi improvisado, confiándose al azar del
tiempo y a un “destino” o en sus palabras “un hilo que nos guiará en nuestro laberinto”, pero el
mismo autor nos lo recalca en su poemario y nos presenta una alternativa para recorrer tal
laberinto: el adentrarse a las entrañas e identificar cada uno de esos vacíos que se van generando
en el trascurso del camino del ser. Una idea muy parecida nos presentó un popular filósofo de las
artes: Juan Jacobo Rousseau, en su máxima: “Si todos los humanos fueran contratados para
desempeñar una misma labor, darían todos los mismos resultados” –Discurso de las artes y la
igualdad entre los hombres.

Sin duda alguna, el llamado que hace Juan Jacobo Rousseau hace casi tres siglos sigue teniendo
eco en nuestra cotidianidad, hoy que la sociedad, distraída por los ruidos del mundo, no asume las
riendas de su existencia, teniendo en cuenta que parte fundamental de lo que implica asumir las
riendas, es el auto-conocimiento del ser en concordancia con los pasos que se darán en el camino.
Es complejo el querer dejar huellas en el mundo, cuando aún no se palpan las huellas del infante; y
ésta es una temática que nos presenta Bustos más específicamente en su poemario En el traspatio
del cielo, del que relata los hechos de su infancia y los encuentros y desencuentros con el ser
autóctono que, metaforiza sus pensamientos bajo la figura del árbol de sus años de infancia.

De esta forma, la poesía de Bustos se nos manifiesta como puente entre el individuo y el ser en su
complejidad, bajo figuras multiformes de las que se vale para recrear la esencia de su poesía.

Por una vertiente muy parecida, Pedro Blas Julio Romero nos propone su visión de mundo; una
visión desde lo marginal y oprimido con miras a una restauración. Por ello, casi que en forma de
un diario personal, Pedro Blas Julio Romero nos presenta, por medio de la voz lírica, la opresión
como protagonista de un contexto militar que más allá de describir hechos, nos presenta una
metáfora del ser en relación con sus tensiones en un entorno que le niega las posibilidades de
definirse en libertad.

Pedro Blas en su prosa sabe retratar a cabalidad cada uno de los vejámenes y atrocidades a los
que están expuestos los soldados en su ámbito; un ámbito plagad de censuras, opresión y
aturdimiento en el que, permite traslucir una voz sumida al vaivén de una convención social en la
que el fin último es la propagación de la muerte.

Vito Apüshana, por su parte, rescatando todos estos relatos de la tradición oral indígena, nos
presenta una poética que mezcla caracteres de lo espiritual junto con lo cultural, es esto lo que le
otorga una originalidad vinculada fuertemente al contexto de la comunidad Wayuu. El mismo
autor nos relata en una de sus entrevistas que su poética es fruto de la tradición oral de sus
antepasados, los cuales, bajo un árbol se dedicaban a narrarles a los niños las historias que a ellos
también se les contó de niños; de esta forma se iba propagando el relato oral, pero el autor, por
miedo a que se perdieran en el transcurrir del tiempo estos relatos, prefirió plasmarlos
escrituralmente y así, hacerlos más perdurables en la tradición escrita. Recordemos que muchos
de los relatos de las tribus indígenas, tanto de nuestro país como del continente, quedaron
olvidados, pues la tradición oral no admite la misma fidelidad hacia la palabra que la tradición
escrita, aunque algunos de los habitantes de las tribus se las ingeniaron para hacer de esta
tradición oral algo más perdurable; mezclaron sus relatos con música y, así, era más aceptado y
agradable el escuchar los relatos armónicos entre toda la tribu.

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