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Sucedió que era el día de la paga de los soldados, y un secretario, sentado junto al rey y vestido

casi exactamente como él, estaba muy ocupado con los soldados que llegaban hasta él sin cesar.
Temeroso de preguntar cuál de los dos era el rey, porque su ignorancia no le traicionase, Mucio
eligó al azar su objetivo y, atacándolo, mató al secretario en lugar de al rey. Trató de forzar la huida
blandiendo su puñal manchado de sangre ante la gente consternada, pero los gritos produjeron
una gran excitación en el lugar; fue detenido y arrastrado por los guardaespaldas del rey ante el
Tribunal Real. Aquí, solo y desamparado, y en el mayor de los peligros, todavía era capaz de
inspirar más miedo del que él mismo sentía. "Soy un ciudadano de Roma", dijo, "los hombres me
llaman Cayo Mucio. Como enemigo, quería matar a un enemigo, y tengo suficiente valor como
para enfrentar la muerte con tal de lograrlo. Es la naturaleza romana actuar con valentía y sufrir
con valentía. No soy el único en haber tomado esta resolución en tu contra; detrás de mí hay una
larga lista de aspirantes a la misma distinción. Si es tu deseo, prepárate para una lucha en la que
habrás de combatir cada hora por tu vida y encontrar un enemigo armado en el umbral de tu
tienda. Esta es la clase de guerra que nosotros, los jóvenes romanos, te declaramos. No temerás
las formaciones, no temerás la batalla, es sólo cosa entre tú y cada uno de nosotros". El rey,
furioso e iracundo, y al mismo tiempo aterrorizado por el peligro desconocido, le amenazó con que
si no explicaba inmediatamente la naturaleza de la conjura que tan veladamente le acechaba, le
quemaría vivo. "Mira", gritó Mucio, "y aprende cuán ligeramente consideran sus cuerpos
aquellos que aspiran a una gran gloria". Entonces metió la mano derecha en el fuego que ardía en
el altar. Mientras la mantuvo allí, quemándose, fue como si estuviese desprovisto de toda
sensación; el rey, asombrado por su conducta sobrenatural, saltó de su asiento y ordenó que le
retirasen del altar. "Vete", dijo, "Has sido peor enemigo de tí mismo que mío. Invocaría la
bendición de los dioses a tu valor si se hubiese mostrado en favor de mi patria; como sea, te
envío de vuelta y exento de todos los derechos de la guerra, ileso, y a salvo". Entonces Mucio, en
reciprocidad, por así decirlo, a este trato generoso, le dijo: "Ya que honras el valor, debes saber
que lo que no pudiste obtener con amenazas lo obtendrás con la bondad. Trescientos de
nosotros, los más importante entre los jóvenes romanos, han jurado que te atacarían de esta
manera. La suerte cayó primero sobre mí; el resto, por el orden de su suerte, vendrá a su turno,
hasta que la fortuna nos de una oportunidad favorable."

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