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Mi Dios no tiene barba

Me dijeron que Dios tenía barba y era un anciano


bonachón que apacentaba a su diestra a los corderos
sumisos y aplastaba implacable a los cabros
indomables que se atrincheran a su izquierda. Me
enseñaron que el paraíso era para quienes aceptan
gozosos el sufrimiento y la explotación; al cielo
van los pobres, los miserables, los que se dejan
aplastar con santa resignación, los arrastrados que
mueren alabando a sus amos; los otros, los
hambrientos, los proletarios, los inconformes y los
revoltosos ya están condenados porque son herejes
que sueñan que el Reino de Dios comienza en esta
tierra de pecado. Me hicieron creer que los mártires
son los que perecen besando las cadenas y
bendiciendo el yugo que les arrebató el pan y la
vida; los masacrados que exigían derechos y le
gritaron a sus dueños eran revoltosos sin fe que no
aspiraban a la vida eterna. Aprendí que al cielo
sólo entran los generosos, los que inundan de
limosnas y diezmos los bolsillos de sus pastores;
aquellos nobles, vestidos de casimir, que a golpe de
látigo trasquilan a sus siervos, que apadrinan
campañas contra los vicios y comercian drogas, pero
los domingos no fallan al culto o a la misa. Escuché
que las primeras butacas del paraíso estaban
reservadas para las naguas que viven en las
sacristías, los que se congregan de lunes a viernes
y los fines de semana se la pasan en retiros y
convivios, los que sanan y hablan lenguas, la
mayordoma de la cofradía y las viejas que confiesan
los pecados de sus vecinas. Me dijeron que Dios
tenía barba y despreciaba a los rebeldes, tampoco me
emocionaba ese dios ortodoxo que repartía castigos y
vendía bendiciones. Seguí transitando la senda
herética y descubrí que campesinos humildes, mujeres
abandonadas, enfermos desahuciados y empleados
responsables, predican el amor con su ejemplo,
libran auténticas luchas por la justicia y son
guerreros anónimos que no se doblegan ni se venden.
No conocen las catedrales, pero tienden la mano al
necesitado, para ellos no existen las fronteras,
conviven con los marginados y entregan su corazón
sin condiciones ni apariencias. En esos genuinos
apóstoles de la justicia, descubrí que Dios no es el
genio de los rezos ni el brujo de las velas. Dios es
la savia que inmortaliza la lucha profética, el
viento que mueve los pasos rebeldes, el amor que
fecunda los caminos de liberación.

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