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La máquina de mirar: 5.

El siglo latinoamericano

Cualquier discusión en torno a América latina y el cine debe incluir dos conceptos que para
muchos están pasados de moda. Centro y Periferia.

Consideradas redundantes en un mundo presuntamente globalizado como el que habitamos, esas


nociones aún tienen validez en el plano del audiovisual por una razón muy simple: Hollywood y
Europa aún imperan en, prácticamente, todas las carteleras del mundo. Y en proporción
abrumadora. El cine latino es periférico incluso en su propio continente de origen, y al respecto no
hay pero que valga.

Es por lo mismo que no hace mucho sentido caracterizar al cine de nuestro continente como un
David luchando contra un Goliat industrial. Seguir creyendo en ese paradigma es perder la guerra
antes de entrenar a los ejércitos. Además, ello implicaría tener que definirse en todo momento
“contra algo” y pasar por alto muchos de los momentos más bellos de nuestras cinematografías.

De modo que, sacando a los gringos de la ecuación, lo que tenemos en nuestro continente son
básicamente tres cinematografías desarrolladas: México, Brasil y Argentina. Fue en estos países
que el mercado demostró ser lo bastante grande para dar abasto a una producción ininterrumpida
durante el siglo XX. Fue en ellos, también, que las crisis del medio se manifestaron de forma más
salvaje.

¿Y el resto? ¿Fueron el arroz y la ensalada del plato de fondo? No exactamente. Pero cuando uno
observa el trayecto del cine en Chile se hace evidente hasta qué grado imitamos, hasta donde
fuimos –somos y seremos- dependientes de lo que sucede allá afuera.

No se trata de un escenario muy distinto al del resto de los países en la era de la mundialización:
influidos por lo que les llegaba desde el centro, la mayoría creaba material a imagen y semejanza
de este y, sólo con la llegada de los años 60, esta estructura se vería cuestionada y desafiada a
transformarse. Pero antes de discutir eso vamos a:

LOS ALBORES
¿El mayor problema de esos años? La escasísima infraestructura con que contaban estos
aventureros, quienes incluso entonces ya observaban de lejos la capacidad de producción y la
sofisticación de las películas facturadas desde el “centro”. El magnetismo que estas generaban fue
lo bastante intenso como para hacer de los años 20 los más productivos del siglo cinematográfico
chileno. Sólo en 1925 se estrenaron 25 cintas, con El Húsar de la Muerte, de Pedro Sienna,
convocando a 125 mil espectadores.

Sin embargo, todo ese esfuerzo quedó en nada. Nuestra incipiente industria se desarmó a causa
de la crisis económica del ’29, el creciente desinterés empresarial en torno al cine y una audiencia
muy pequeña para sustentar el gasto de filmar en el país. Fue en esos años, también, que los
estudios estadounidenses comenzaron a instalar las primeras oficinas distribuidoras, cerrando el
paso a los emprendedores que originalmente compraban las películas americanas y con esas
ganancias financiaban sus propias aventuras en el ramo. En la década del 30, nuestras salas sólo
exhibirían productos importados.

El resto de América no estaba mucho mejor, pero Brasil y Argentina se las arreglaron para generar
una producción doméstica que les permitió crecer a punta de comedias y dramas. Argentina tenía
de su lado el boom del tango y sus estrellas. Brasil perfeccionó su propio estilo de melodrama -
bautizado como “chanchada”, y que en el futuro sentaría las bases de la teleserie moderna. Pero
nadie en América latina dominó el tercio central del siglo XX como México.

MÉXICO AL TOPE

La de México fue una “edad de oro”, en toda regla.

No sólo tenían el mercado hispanoparlante más grande del mundo -lo que fue vital, al momento
de la aparición del sonido-, sino que fueron los grandes ganadores del continente durante la
coyuntura de la segunda guerra: sumida en el conflicto, Europa dejó de exportar nuevos títulos,
mientras que Argentina, el otro gran mercado del cine latino, fue bloqueado económicamente tras
apoyar a los nazis. Los embarques de celulosa (esencial para elaborar el celuloide, materia prima
de las copias de exhibición) dejaron de llegar a Buenos Aires, y México quedó libre para inundar a
todo el continente sus dramas, comedias y musicales. Y al hacerlo, desarrolló su propia industria
hacia límites insospechados. Su cine no era una imitación del estadounidense o del europeo.
Poseía conciencia histórica, sentido melodramático e identificación con las Américas y creó sus
propias estrellas, autores, arquetipos y subgéneros.
Algunos creen que su momento estelar se produjo en 1946, cuando Emilio Fernández ganó el Gran
Prix del Festival de Cannes (antecesor de la Palma de Oro) con su extraordinaria María Candelaria.
Para otros, es la aparición de Cantinflas y su prodigioso sentido del lenguaje. Las comedias de Tin
Tan fueron las primeras en poner en escena a un nuevo tipo de personaje, el “pachuco” -los
muchachos latinos influenciados por Estados Unidos y el pop- y en algunos casos, la fusión con los
gringos fue total: talentos como el actor Pedro Arméndariz o el director de fotografía, Gabriel
Figueroa, simplemente trabajaban y eran respetados en ambos lados de la frontera. México, por
último, tenía una arma para nada secreta: un gigantesco abanico musical que iba del folclore a la
balada romántica; impulsado por el cine en toda latinoamérica, ejercería una influencia
incalculable en nuestra propia identidad cultural. Y eso es válido incluso hoy.

¿Cómo poder generar un efecto parecido en Chile?

Una posibilidad era conseguirlo a través de la ayuda estatal. La conversación al respecto se había
iniciado a fines de los años 30, pero con la llegada a poder del Frente Popular, esto se convirtió en
realidad en 1942, cuando nace Chile Films, una filial de CORFO, cuyo objetivo no era sólo la
promoción sino la realización de cine chileno.

En ese sentido, se trataba de una iniciativa paralela a la creación de la Orquesta Sinfónica de Chile,
el Ballet Nacional Chileno y el Teatro Experimental. Pero, al contrario de éstas, desde el principio
estuvo condenada al fracaso: su modelo no era nacionalista en el sentido mexicano. En vez de
perseguir eso, trató de imitar a Hollywood, sin tener ni las estrellas, ni las infraestructura ni las
espaldas financieras.

La fantasía alcanzó a durar cinco años. Para 1947, Chile Films se había transformado en una
empresa de arriendo de estudios, cámaras y administradora de salas de cine. Y así permanecería
por un cuarto de siglo.

LAS NUEVAS OLAS

De hecho, el control estatal de un sector económico como el audiovisual no sólo generó


problemas en Chile: fue instrumental en la caída de México como potencia fílmica. Dañada por la
avalancha de producto hollywoodense y la creciente influencia de la televisión, la industria
cinematográfica mexicana fue intervenida por los gobiernos del PRI, a fines de los años 50. Nunca
se recuperaría.
Para entonces, la atención ya se había desplazado a Argentina, que después del derrocamiento de
Perón (1955), experimentaba una renovación cultural en muchos planos. En 1957, se creó el
Instituto Nacional de Cinematografía, el que combinado con políticas de apoyo estatal, la creación
de nuevas escuelas de cine y un boom editorial, generarían el perfecto caldo de cultivo para algo
que ha sido llamado “Generación del 60” y también “Nueva Ola del Cine Argentino”, de la cual
emanarían realizadores como Rodolfo Kuhn, Leopoldo Torre Nilsson y el brillante discípulo de
éste: Leonardo Favio.

Pero ¿dónde estaba lo nuevo?

Tal como ocurría en ese mismo momento en otras partes del mundo, esta Nueva Ola expresaba su
oposición a lo que ellos entendían por “colonialismo cinematográfico”. Filmar los propios
problemas y emociones del país, pero con ojos y técnicas ajenas. Y atención, que ello no ocurría en
Argentina, sino también en el resto de América. Era como si, de pronto, el continente al completo
se estuviese poniendo al día con la historia y las problemáticas de medio siglo de cine. El nuevo
cine argentino. El Cinema Novo, de Brasil. El cine de la Revolución Cubana. Y claro, el Nuevo Cine
Chileno.

En el curso de la nueva década, todos esos movimientos produjeron material en una suerte de
división tripartita. Había:

– Cine político. Realizado en tono de protesta y liberación. La obra del brasileño Glauber Rocha o
La hora de los hornos (1968), el documental de Pino Solanas y Octavio Getino, son excelentes
ejemplos al respecto.

– Cine intelectual. Producido con la intención de problematizar los problemas existenciales del
hombre de los años 60, y por lo mismo, con fuerte influencia del cine europeo de ese momento.
Las primeras obras del joven Raúl Ruiz caen dentro de esta categoría, pero quizás el mejor
exponente aún sea la cubana Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea.

– Cine artístico. Ligado explícitamente a la vanguardia y las corrientes del Underground. Piensen
en El Topo (1970) o La montaña sagrada (1973), del joven Alejandro Jodorowsky.
La transición hacia el nuevo lenguaje no fue fácil. En Brasil, el cine politizado siempre ocupó un
lugar en los márgenes de la industria (y la progresiva radicalización de Glauber Rocha no ayudó
mucho a este respecto). En Cuba, la oficialización de la cultura terminó lanzando al exilio a
aquellos talentos más “europeizados y despolitizados”, como el director de foto Néstor
Alméndros.

¿Y en Chile?

Aquí, estábamos en plena contradicción. Por un lado un cine popular y criollo, de vocación
turística y folclórica creada a imitación del viejo estilo mexicano. Por otro, el Nuevo Cine Chileno,
de inspiración moderna y temática social, anclada también en las raíces populares, pero sin
adornos ni disfraces.

Como suele ocurrir en esta clase de coyunturas, el paraguas del “nuevo cine” acogía a gente muy
diversa, desde publicistas que se habían convertido en directores (Patricio Kaulen), pasando por
amateurs que habían pasado al profesionalismo (Aldo Francia) a estudiantes universitarios, con
formación en teatro y televisión (Miguel Littin, Raúl Ruiz).

Y algo parecido ocurría con las temáticas: el realismo poético (Largo viaje, 1967) convivía con el
neorrealismo (Valparaíso mi amor, 1969), el cine histórico (Caliche sangriento, 1970), el relato
denuncia (El chacal de Nahueltoro, 1968) y el lenguaje del absurdo (Tres Tristes Tigres, 1968).

AÑOS RADICALES

Fueron justamente los “Tigres” de Ruiz los que al momento de su estreno -a mediados de
noviembre de 1968- encarnaron toda la tensión acumulada en el ambiente, al ser atacados por
Germán Becker, director de Ayúdeme Usted Compadre, el gran éxito del año y la década. Para
Becker, se trataba de una película mala y que le hacía daño al cine chileno: “Así como la mujer
tiene el deber de publicar su mejor fotografía en vida social el día que se case, un país debe
mostrar hacia afuera su mejor cara. La gente va al teatro simplemente para entretenerse, no para
que le inculquen ideas, ni menos sus debilidades. ¡Cómo pretenden que les paguen encima por ver
sus flaquezas!”, declaró para la revista Ercilla ese mismo diciembre. Ruiz se dio por aludido y
contestó en el mismo medio que Becker “persigue hacer una revista, yo, una novela. Como revista,
la de Becker no me gustó tampoco. Con ella le hace un gran daño al país. Lo está enfermando de
chauvinismo, más de lo que ya está. No pretendo llevar adelante ninguna idea. Sólo quiero hacer
cine. En “Tres Tristes Tigres” muestro la vida de un santiaguino medio. Nada de lo que le ocurre es
realmente importante. Si pasa algo importante, no se da cuenta.”

Cómo ocurrió en diversos países del continente, esta polémica sólo se intensificaría hacia el final
de la década, alcanzando su punto más álgido en las posturas radicales exhibidas durante el
Segundo Festival de Cine Latinoamericano de Viña del Mar, en 1969, el punto de llegada de toda la
energía desatada en esos años. Más allá de los cineastas y los filmes convocados fue una instancia
de radicalización e intento por proclamar una independencia continental que tenía más historia
recorrida que camino por andar.

El festival fue sinónimo de otra cosa, también. La culminación de la carrera de una figura central
del cine chileno: Aldo Francia.

A su manera, el doctor Francia había hecho el recorrido completo. Vacacionando en París, a fines
de los años 40 había visto Ladrón de bicicletas (1948), y la impresión fue lo bastante grande como
para motivarle a comenzar a filmar películas caseras, a fundar cineclubes, armar un festival de cine
amateur, construir la primera sala de Cine Arte en Chile, expandir el festival a los profesionales,
luego invitar a directores de América latina y, por último, entusiasmarse con hacer su propia
película. Espectador, educador, crítico y cineasta. Pocos recorrieron tanto camino. Pocos llegaron
tan lejos.

Francia, además, encarnaba la contradicción del cine chileno a la perfección. Su interés por lo
social lógicamente se expresaría de forma más y más radical conforme el país adoptaba el
socialismo con la Unidad Popular y él mismo filmaría uno de las películas emblema del período: Ya
no basta con rezar (1972). Era evidente que su cine y su visión del país quedaría al margen tras el
golpe militar, cuando -efectivamente- el cine chileno quedó partido en dos. Entre aquellos
cineasta que marcharon al extranjero y los que se quedaron en el país tratando de continuar un
legado audiovisual que quedaba violentamente interrumpido.

En cierto modo, ambos generaron cines “exiliados”. Tanto los que se fueron como los que
siguieron y la huella de ese proceso la seguimos viviendo hoy.

Pero ya nos encargaremos de esa historia.

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