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Una vez visité a Nicol en el hotel en el que se quedaba en la Caracas con 22.

Le
llevé un pollo con papa salada y unos plátanos cocinados que estaban a punto
de pudrirse, como le gustaban. Puse la bolsita con el pollo en la cama y me senté
en un banquito mientras volvía del baño que era público. La pieza estaba en el
segundo piso y mientras ella llegaba, esperándola en la pieza con la puerta
abierta, entró una niña como de 6 años de rasgos mongoloides. Su único saludo
fue el asombro de verme a mí, que soy tan alto, torciéndome por caber con toda
mi enormidad en el banco que parecía una versión torpemente amplificada de
algún accesorio de juguetes para niños. Noté que su atención se fijó en el calor
concentrado de la bolsa y que su estómago hizo como si me saludara en otro
idioma. Abrí la bolsa y le di dos presas, no recuerdo muy bien cuáles, tal vez
haya sido las dos piernas porque tengo el prejuicio familiar tan calado en mí de
que las piernas del pollo son para los niños que probablemente así lo hice. Me
acordé cuando mi mamá me advertía que no le recibiera nada a extraños; si ella
supiera ahora que soy uno de esos extraños de los que me advertía nunca recibir
nada…Nicol entró y el pelo se le veía como una flor en un charquito de
alcantarilla, porque el pelo lo llevaba pintado como –a ella no le gustaban las
metáforas y me decía, marica, ya vas a empezar, marica…-, bueno, un pétalo.
Agarró la toalla que estaba tendida en la cabecera de la cama y unos trocitos de
óxido salieron volando. No me saludó, así que supuse que algo le había pasado.
Se secó el pelo y se le veía esponjado, como hidrolizado. Asomé la cabeza por
la ventana y vi que dos transmilenios estaban esperando el cambio de semáforo.
El semáforo cambió a verde.
—Le traje pollo, y no estoy borracho…
—Gracias.
—¿Qué le pasó?
—Nada.
—¿Nada?...
La puerta continuaba abierta; me estiré y la cerré. Me volví a sentar.
—¿Ya se va?
—¿Qué le pasó?

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