La vida es una rueda de la fortuna y se, con decepción asentada, que no es una analogía novedosa. Se nos va la existencia en cosas que, a veces, valen la pena. Sin embargo la mayoría del tiempo nos incomoda el anhelo del absoluto. El absoluto no existió, no existe, no existirá. Olvídate de esa mierda. Algunas veces conozco un pequeño gramo de eternidad. Digamos que es cuando se anestesia a eso que le llamo “el respiro de azufre”. Digamos que es cuando la eternidad se siente embalsamada; cuando se puede sustituir el alma por aserrín. El respiro de azufre llega cuando ni hay alma ni hay aserrín. No soporto escuchar a las personas decir que en la infancia todo es fácil. En la infancia todo es difícil, todo es insoportable, todo es respirar azufre. Recuerdo el ritual blasfemo de mi infancia: Levantarme temprano para que mi madre me llevase a la escuela. Llegar a casa. Hacer tareas. Ver telenovelas idiotas que mi madre veía. Ver su gesto amargo por la ausencia de mi padre. Dormir temprano gracias al arrullo de una música que era verdaderamente el aserrín de la existencia. La primera vez que sentí ese respiro insulso pero insoportable fue cuando tenía seis años. Mi padre, quien se emborrachaba al menos tres veces a la semana, siempre tuvo ese idiota deseo de pertenecer a un mundo al que no pertenecía. Recuerdo la primera vez que lo sentí, o, mejor dicho, la primera vez que lo sentí profundamente. Mi padre no llegaba y yo me sentía ansioso por su paradero ya que tenía un día completo sin pararse en casa y era evidente que estaba borracho. Las horas pasaban lentas. Mi padre, de vez en cuando, subía al cerro del águila a cazar. Tenía, pues, un rifle que escupía diábolos. Al llegar, en ese ocaso de la infancia, trato de abrir la puerta pero su estado no le permitió hacerlo. Mi madre y yo, antes de su regreso, comíamos angustiados y cada bocado era, más bien, una piedra que abría la garganta y la garganta se sentía como una herida. Entró a la casa con el suficiente equilibrio para enojarse con mi madre “por tardarse tanto en abrir la puerta”. Después, al tropezarse con una figurilla de un dinosaurio de plástico, perdió el control y reprochó que yo era un niño que debía crecer cuanto antes y deshacerme de mis juguetes. Él, en una ocurrencia necia, fue por el rifle que usaba para cazar. Mi madre trato de detenerlo, pero él puso resistencia. Ella, angustiada, se fue a la habitación y, para ser honesto, me sentí absolutamente solo en aquello. Cargó el arma, puso mi dinosaurio de plástico al extremo de la cocina, me puso el arma en los brazos y me obligo a dispararle a aquella figurilla. Al soltar el gatillo empecé a llorar y supe que mi padre tenía razón: tenía que matar esa figurilla infantil. Después, con un tono de indiferencia, salió de la cocina y le gritó a mi madre para que le calentara comida, ella bajó pasiva y yo subí a mi cuarto habiéndole disparado al ser infantil que vivía en mí. Cuando se es niño no se cuantifica el peso que tienen esas cosas, pero se genera odio y, más adelante, culpa de odiar a tus padres porque, pese a todo, en un pueblo se endiosan, a veces sin lógica, a “los seres que te dieron la vida”. Nunca he dicho que mis padres fueran monstruos sin conciencia. Después de los años me di cuenta que ellos tenían pesares heredados de mis abuelos y, francamente, peores que los que yo heredé. Esa fue la primera vez que se ausentó el alma y la primera vez que no encontré aserrín para embalsamar mi cuerpo, ni con música, ni con figurillas, ni con nada. No recordaba qué se sentía el profundo respiro de azufre, ese que vacía las entrañas. No lo recordaba hasta ayer. Ayer que con un tono dulce me dijeron lo que ya había barruntado: seré padre.