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Platero

Platero1 es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que
no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache2 de sus ojos son duros cual dos escarabajos de
cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas
apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas…3 Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y viene a
mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal… Come cuanto
le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar,4 los higos
morados, con su cristalina gotita de miel… Es tierno y mimoso igual que un niño, que una
niña…; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos,
por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se
quedan mirándolo:

CXXXI - MADRIGAL

Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la pista, tres vueltas en redondo por el
jardín, blanca como la leve ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. Me la
figuro en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo a través de la cal. Mírala. Ya está
aquí otra vez. En realidad, son dos mariposas: una blanca, ella; otra negra, su sombra. Hay,
Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden otras ocultar. Como en el rostro tuyo los
ojos son el primer encanto, la estrella es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son del jardín
matinal. Platero, ¡mira qué bien vuela! ¡Qué regocijo debe de ser para ella el volar así! Será
como es para mí, poeta verdadero, el deleite del verso, Toda se interna en su vuelo, de ella
misma a su alma, y se creyera que nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín. Cállate,
Platero...

Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura y sin ripio.

CXXIX - LA TORRE

No, no puedes subir a la torre. Eres demasiado grande. ¡Si fuera la Giralda de Sevilla! ¡Cómo
me gustaría que subieras! Desde el balcón del reloj se ven ya las azoteas del pueblo, blancas,
con sus monteras de cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de añil. Luego, desde
el del Sur, que rompió la campana gorda cuando la subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve
el Diezmo, y se ve, en la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se ven cuatro pueblos
y el tren que va a Sevilla, y el tren de Riotinto y la Virgen de la Peña. Después hay que guindar
por la barra de hierro y allí le toca rías los pies a Santa Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza,
saliendo por la puerta del templete. entre los azulejos blancos y azules, que el sol rompe en
oro, sería el asombro de los niños que juegan al toro en la plaza de la Iglesia, de donde subiría
a ti, agudo y claro, su gritar de júbilo. ¡A cuántos triunfos tienes que renunciar, pobre Platero!
¡Tu vida es tan sencilla como el camino corto del Cementerio viejo!

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