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Publicado el 13 de Abril en Página12

Joyce y Beckett: dublineses


Por Patricio Orozco*

Beckett llegó a París a principios de noviembre de 1928, en un programa de intercambio de


graduados entre Trinity College y la Ecole Normale. París se había recuperado bien luego de la
Primera Guerra Mundial, y los años 20 fueron en general una época agradable e interesante,
aunque prevalecía un cierto pesimismo general que estaba casi “de moda”. Un día Beckett fue
invitado a una cena en la casa de James Joyce. Joyce era en ese entonces uno de los
escritores de avantgarde más reconocidos en el mundo, y desde luego el joven Beckett aceptó
contento esta invitación. La casa de los Joyce era un lugar alegre, donde no era raro que se
pusieran a cantar y bailar. La noche que Beckett fue invitado había otra gente que iba a
concurrir a cenar, y Beckett resultó ser el invitado número trece, lo cual creaba un gran
problema ya que Joyce era altamente supersticioso, pero otro de los invitados canceló, de
manera que este inconveniente fue resuelto. Joyce sin duda causó un gran impacto en Beckett,
y pronto empezó a desarrollarse una importante relación entre ellos. Joyce escribía
regularmente y las lecturas de corrección se dificultaban cada vez más, ya que él estaba
perdiendo casi por completo su visión. Ayudarlo en esta tarea sería una de las primeras tareas
que realizaría Beckett para el autor.

Joyce y Beckett tenían muchas cosas en común. Además de ser ambos irlandeses, cortos de
vista, políglotas y especializados en lenguas romance, eran agnósticos –aunque utilizaban y
estaban muy familiarizados con el lenguaje religioso tradicional que venía de sus familias– y
apolíticos, y ninguno de los dos compartía las ideas del nacionalismo que había dominado la
política irlandesa durante la vida de ambos. Los dos tenían un interés por las relaciones
numéricas, siendo Joyce abiertamente supersticioso mientras que Beckett tenía simplemente
gran curiosidad por los patrones de números. Y, además, compartían un gran sentido del
humor. No podría decirse que su relación fuese de “almas gemelas” ni que Joyce hubiese visto
en Beckett a un discípulo que fuese una gran promesa literaria, pero había comenzado a
llamarlo dubliner, lo cual claramente significaba cierto reconocimiento y más confianza entre
ellos dos. Aunque Joyce muchas veces aclaraba que su capacidad para querer realmente
estaba limitada sólo a su familia. Joyce era muy egocéntrico, y en realidad no buscaba ni
necesitaba una relación de gran reciprocidad de afecto y compañerismo, sino más bien
rodearse de gente que lo admirara, pero la realidad es que sus necesidades afectivas estaban
satisfechas dentro de su familia. Beckett admiraba sin duda a Joyce, y adquirió muchos de sus
hábitos: comenzó a usar sus mismos zapatos, a veces iba a bares y pedía el mismo vino –lo
que lo llevó a tomar bastante alcohol– aunque, al igual que Joyce, se proponía no tomar antes
de cierta hora de la tarde.

Para Joyce, Beckett era un inteligente y eficiente joven irlandés que compartía muchos de sus
intereses y visiones de la vida y que le brindaba algo de la admiración que él buscaba, aun a
costa –quizás– de perder algo de su propia identidad. Entre Beckett y Joyce, los silencios eran
una parte muy importante de la comunicación. Estos silencios que –como Beckett decía– se
dirigían entre sí jugaban un rol fundamental. Juntos solían dar grandes caminatas por el borde
del Sena, de lo que hay una mención en Ohio Impromptu. Las discusiones con Joyce eran
muchas veces filosóficas, y como él era gran admirador de Aristóteles y Aquino, no tenía real
respeto por ningún sistema de pensamiento salvo el escolasticismo católico. En parte gracias a
esta actitud que observó en Joyce y de sus lecturas de Dante, Beckett se fue volviendo más y
más consciente de la complejidad de la teología católica. Esto dejaría una marca importante en
el escepticismo y la lógica de su propio trabajo. Aunque Joyce rara vez discutía literatura con
Beckett, sí expresó en alguna ocasión su opinión sobre la poesía, la cual, a su modo de ver,
debía rimar –con lo que Beckett no estaría del todo de acuerdo– y sólo concebía que escribiese
alguien para alguna noviecita o enamorada. Beckett recordaría, luego de la muerte de Joyce,
una frase que éste solía decir: “puedo justificar cada palabra que he escrito”, y también que
alguna vez habría dicho que Ulysses estaba demasiado construida o elaborada. Joyce varias
veces charlaba con Beckett acerca de la incomprensión de su trabajo por parte de la crítica,
preguntándose por qué nadie veía el humor en ellas. Curiosamente, Beckett en aquel entonces
escucharía a Joyce decir esto sin imaginarse que de alguna manera lo mismo le sucedería a él
con su obra mucho más adelante.

* Director de teatro e investigador. Escribe actualmente una biografía de Beckett.

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