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XXV

ESCUDOS INVISIBLES

Al día siguiente de aquel en que Catalina escribió el mensaje que acabamos de copiar, el gobernador del
castillo entró aparatosamente en la celda de Coconnas. Lo acompañaban dos alabarderos y cuatro hombres
de toga.
Coconnas fue invitado a descender a una sala donde le aguardaban el procurador general Laguesle y dos
jueces que habían de interrogarle de acuerdo con la acusación formulada por Catalina.
Durante los ocho días que llevaba en la prisión, Coconnas había reflexionado mucho. Además, tuvo
ocasión de conversar a diario con La Mole, gracias a la amabilidad del carcelero, quien, sin decirles nada a
los dos amigos, les preparó tan grata sorpresa que, según todas las apariencias, no se debían a su sola
filantropía. En estas entrevistas, La Mole y él se habían puesto de acuerdo con respecto a la conducta que
observarían, y que en resumidas cuentas se reducía a negar absolutamente todo. Por lo tanto, Coconnas
estaba persuadido de que, con un poco de habilidad, su asunto marcharía muy bien, dado que los cargos
formulados contra ellos no eran más graves que los que pesaban sobre los demás. Enrique y Margarita no
habían hecho ninguna tentativa de fuga, de modo que no iban los dos gentiles hombres a verse envueltos
en un pleito cuyos principales culpables estaban en libertad. Coconnas ignoraba que Enrique habitaba el
mismo castillo, y la complacencia de su carcelero le dejaba adivinar que sobre su cabeza se cernían
protecciones, a las que él llamaba «escudos invisibles».
Hasta entonces, los interrogatorios se habían limitado a averiguar los proyectos del rey de Navarra, sus
planes de huida y la parte que los dos amigos hubieran tomado en ellos. A todas aquellas preguntas,
Coconnas había respondido de una manera vaga y sumamente hábil; se disponía a seguir contestando de la
misma forma y hasta tenía preparadas por anticipado algunas respuestas, cuando de pronto advirtió que el
interrogatorio cambiaba de rumbo.
Se trataba de una o de varias visitas hechas a Renato y de una o de varias figuras de cera fabricadas a
instigación de La Mole.
Coconnas, preparado como estaba, creyó notar que la acusación perdía gran parte de su gravedad, pues
ya no se trataba de haber hecho traición a un rey, sino de la fabricación de una estatuita real. Además, la
estatuita en cuestión sólo tenía ocho o diez pulgadas de tamaño.
Respondió, pues, de la manera más divertida, diciendo que tanto él como su amigo habían dejado hacía
mucho tiempo de jugar a las muñecas y advirtió, con harto placer, que varias veces sus respuestas tuvieron
el privilegio de hacer sonreír a sus jueces.
En aquel entonces aún no se había dicho en verso: j' ai ri, me voilà désarmé, pero sí se decía en prosa, de Commented [L1]: Reí, pero heme aquí desarmado.
modo que Coconnas, en cuanto vio sonreír a sus jueces, creyó haberlos desarmado por lo menos a medias.
Una vez terminado el interrogatorio, volvió a su celda cantando y escandalizando de tal modo que La
Mole, a quien estaba dedicado todo aquel bullicio, debió sacar en conclusión los más felices augurios.
Cuando le tocó bajar, La Mole vio con asombro que la acusación ya no seguía el mismo camino, sino
otro bien distinto. Le interrogaron acerca de sus visitas a Renato. Contestó que sólo había estado una vez
en casa del florentino. Le preguntaron si en aquella ocasión había encargado una figurita de cera. Respondió
que Renato le había enseñado aquella figurita ya terminada. Le preguntaron si la figurita representaba a un
hombre. Dijo que representaba una mujer. Le preguntaron si el sortilegio no tenía por objeto la muerte de
aquel hombre. Repuso que su objeto fue lograr el amor de aquella mujer.
Las preguntas fueron hechas de cien modos distintos, pero siempre, y fuera cualquiera el aspecto con que
se presentasen, La Mole contestó lo mismo que la primera vez.
Los jueces se miraron entre sí con cierta indecisión, sin saber qué hacer ni qué decir ante semejante
sencillez, hasta que un mensaje, recibido por el procurador general, puso término a sus dudas.
Decía así:

Si el acusado niega, recurrid al tormento.


C.

El procurador se guardó el papel en el bolsillo, sonrió al acusado y le despidió cortésmente. La Mole


regresó a su celda casi tan tranquilo y alegre como Coconnas.
«Creo que todo marcha bien» se dijo.
Una hora después oyó pasos y vio entrar un papel por debajo de su puerta, sin ver la mano que por allí lo
echaba. Lo recogió pensando que se trataba de un aviso del carcelero.
Al desdoblarlo, una esperanza casi tan dolorosa como una decepción surgió en su alma. Esperaba que
fuera de Margarita, de quien no había tenido ninguna noticia desde que estaba preso. Sus manos le
temblaban, y al ver la letra con que estaba escrito estuvo a punto de morirse de alegría:
«Valor -decía el billete-, yo velo por vos.»
-¡Ah! Si ella lo dice -exclamó La Mole cubriendo de besos el papel que había tocado una mano tan
querida-,estoy salvado.
Para que La Mole comprenda el sentido de este mensaje y para que confíe en lo que Coconnas llamaba
sus «escudos invisibles», es preciso que se traslade el lector a aquella casita, a aquella habitación donde
ocurrieron tantas escenas de embriagadora dicha, donde aún quedaban tantos perfumes apenas evaporados
y en la que tan dulces recuerdos, transformados después en angustias, destrozaban el corazón de una mujer
reclinada sobre unos almohadones de terciopelo.
-¡Ser reina, sentirse fuerte, joven, rica y hermosa y tener que sufrir lo que estoy sufriendo! -exclamaba la
mujer-. ¡Oh! ¡Es imposible!
En su agitación se ponía de pie, andaba, se detenía de repente, apoyaba su frente febril contra un frío
mármol, volvía a incorporarse, pálida, con el rostro bañado en lágrimas, se retorcía los brazos gritando y
caía por fin extenuada sobre una butaca.
De pronto, se abrieron las cortinas que separaban el departamento de la calle de Cloche-Percée del de la
calle Tizon. Se oyó un crujido de sedas en la puerta y apareció la duquesa de Nevers.
-¡Oh! ¡Por fin! -exclamó Margarita-. ¡Te esperaba con impaciencia! ¿Qué noticias tienes?
-Nada buenas, mi pobre amiga. Catalina dirige personalmente el asunto y precisamente ahora está en
Vincennes.
-¿Y Renato?
-Ha sido detenido.
-¿Antes de que pudieras hablarle?
-Sí.
-¿Y nuestros presos?
-Tengo noticias de ellos.
-¿Por conducto del carcelero?
-Como siempre.
-¿Qué tal están?
-Se ven todos los días. Anteayer los registraron. La Mole rompió lo retrato antes que entregarlo.
-¡Querido La Mole!
-Annibal se rió en las barbas de los inquisidores. -¡Estupendo Annibal! ¿Y qué más?
-Esta mañana los interrogaron acerca de la huida del rey y de sus proyectos de rebelión en Navarra, pero
ellos nada dijeron.
-¡Oh! Ya sabía que guardarían silencio; pero ese silencio los condena lo mismo que si hablaran.
-Sí, pero nosotras los salvaremos.
-¿Has pensado, pues, en nuestra empresa?
-No hago otra cosa desde ayer.
-Cuéntame.
-Acabo de ponerme de acuerdo con Beaulieu. ¡Ah, mi querida reina! ¡Qué hombre más difícil y venal!
Nuestro propósito costará la vida de una persona y trescientos mil escudos.
-¡Y dices que es difícil!... Sin embargo, no pide más que una vida humana y trescientos mil escudos...
¡No es mucho que se diga!
-¡Casi nada!... ¡Trescientos mil escudos!... Pues ni con tus joyas y las mías tenemos bastante.
-¡Oh! ¿Qué importa? El rey de Navarra contribuirá, el duque de Alençon y mi hermano Carlos contribuirá
..., o si no...
-Estáis discurriendo como una loca. Yo tengo los trescientos mil escudos.
-¿Tú?
-Sí, yo.
-¿Y cómo lo los has procurado?
-¡Ah!...
-¿Es un secreto?
-Para todo el mundo, excepto para ti.
-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Margarita sonriendo en medio de sus lágrimas-. ¿Los has robado?
Juzga por ti misma.
-Veamos.
-¿Te acuerdas del horrible Nantouillet?
-¿El ricachón, el usurero?
-El mismo.
-¿Y qué?
-Que un día, al ver pasar a cierta dama rubia, de ojos verdes, adornada con tres rubíes colocados uno en
la frente y los otros dos en las sienes, tocado. que le sienta muy bien, a ignorando que esa dama era una
duquesa, el ricachón, el usurero exclamó: «¡Por tres besos dados en el lugar de esos tres rubíes, daría tres
diamantes de cien mil escudos cada uno!»
-¡Enriqueta!
-¡Margarita! El caso es que obtuve los diamantes y los vendí.
-¡Oh! ¡Enriqueta! ¡Enriqueta! -murmuró la reina.
-¡Ya ves! -exclamó la duquesa con un acento de impudor, ingenuo y sublime a la vez, que resume el siglo
y la mujer de entonces-. ¡Ya ves si quiero a mi Annibal!
-Cierto -dijo Margarita sonriendo y ruborizándose a un tiempo-, le amas mucho, demasiado quizá.
Después le estrechó la mano.
-De modo que, gracias a los tres diamantes, tengo los trescientos mil escudos y el hombre.
-¿El hombre? ¿Qué hombre?
-El hombre que hay que matar; olvidas que hay que matar a un hombre.
-¿Y encontraste al hombre que hace falta?
-Sí.
-¿Al mismo precio? -preguntó sonriendo Margarita.
-Al mismo precio hubiera hallado mil -respondió Enriqueta-; no, mediante quinientos escudos tan sólo.
-¿Y por quinientos escudos encontraste un hombre capaz de dejarse matar?
-¿Qué quieres? ¡Es preciso vivir!
-Mi querida amiga, no lo comprendo. Veamos, habla con claridad; los enigmas requieren para ser adi-
vinados un tiempo que en nuestra situación nos es precioso.
-Muy bien, escucha: el carcelero que tiene a su cargo la custodia de La Mole y Coconnas es un antiguo
soldado que sabe lo que son las heridas; quiere ayudarnos a salvar a nuestros amigos, pero sin perder su
puesto. Una puñalada hábilmente administrada resolverá el asunto. Nosotras le daremos una recompensa y
el Estado una gratificación. De este modo, el buen hombre saldrá ganando por los dos lados y repetirá la
fábula del pelícano.
-Pero -dijo Margarita- una puñalada...
-Puedes estar tranquila, será Annibal el encargado de dársela.
-En realidad-dijo riendo Margarita-, dio tres estocadas y tres puñaladas a La Mole sin causarle la muerte;
de modo que hay razones para suponer...
-¡Bribona! Merecerías que no continuara.
-¡Oh! No, por favor, os lo suplico, dime el resto. ¿Cómo los salvaremos?
-Pues bien, he aquí lo dispuesto: la capilla es el único sitio del castillo donde pueden entrar las mujeres
que no estén presas. Nos ocultaremos detrás del altar, y, debajo del paño que lo recubre, ellos encontrarán
dos puñales. La puerta de la sacristía estará abierta de antemano. Coconnas hiere al carcelero, que cae
fingiéndose muerto; aparecemos nosotras, echamos una capa sobre los hombros de nuestros amigos, huimos
con ellos por la puerta de la sacristía, y como tenemos el santo y seña, salimos sin inconvenientes.
-¿Y una vez que estemos fuera?
-Dos caballos los aguardan a la puerta; saltan sobre ellos, abandonan Ille-de-France y se dirigen a Lorena,
de donde de vez en cuando vendrán a vernos de incógnito.
-¡Oh! ¡Me devuelves la vida! -dijo Margarita-. ¿De suerte que crees que los salvaremos?
-Casi podría responder de ello.
-¿Y llegaremos a tiempo?
-Dentro de tres o cuatro días, Beaulieu nos avisará.
-¿Y si lo reconocen en los alrededores de Vincennes? Esto podría perjudicar nuestros planes.
-¿Cómo quieres que me reconozcan? Voy disfrazada de monja, con una cofia que sólo me deja des-
cubierta la nariz.
-Es que todas las precauciones que tomemos serán pocas.
-¡Ya lo sé, voto al diablo!, como diría el pobre Annibal.
-¿Y has preguntado por el rey de Navarra?
-No faltaba más.
-¿Cómo está?
-Más contento que nunca, según parece; ríe, canta, come con apetito y no pide más que una cosa, y es
que le vigilen bien.
-Tiene razón. ¿Y mi madre?
-Ya os lo he dicho; es la que hace todo para que el proceso siga adelante.
-Sí, sí, ya lo sé, pero ¿no sospecha nada de nosotras?
-¿Cómo quieres que sospeche? Todos los que están enterados de nuestro plan tienen interés en guardar
el secreto. ¡Ah! Supe que dio orden para que estuvieran dispuestos los jueces de París.
-Obremos rápidamente, Enriqueta. Si nuestros desdichados presos cambian de prisión, habrá que co-
menzarlo todo de nuevo.
-Tranquilízate. Deseo tanto como tú verlos en libertad.
-¡Oh! Ya lo sé y gracias, gracias mil veces por lo que has hecho para conseguirlo.
-Adiós, Margarita, vuelvo a ponerme en acción.
-¿Estás segura de Beaulieu?
-Eso creo.
-¿Y del carcelero?
-Me dio su promesa.
-¿Y los caballos?
-Serán los mejores que haya en las caballerizas del duque de Nevers.
-¡Te adoro, Enriqueta!
Margarita se arrojó en brazos de su amiga, separándose después las dos mujeres, no sin antes prometerse
que se verían al día siguiente y todos los demás días, en el mismo lugar y a la misma hora. Aquellas dos
encantadoras y abnegadas criaturas eran las que Coconnas llamaba con razón sus «escudos invisibles».

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