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ESCUDOS INVISIBLES
Al día siguiente de aquel en que Catalina escribió el mensaje que acabamos de copiar, el gobernador del
castillo entró aparatosamente en la celda de Coconnas. Lo acompañaban dos alabarderos y cuatro hombres
de toga.
Coconnas fue invitado a descender a una sala donde le aguardaban el procurador general Laguesle y dos
jueces que habían de interrogarle de acuerdo con la acusación formulada por Catalina.
Durante los ocho días que llevaba en la prisión, Coconnas había reflexionado mucho. Además, tuvo
ocasión de conversar a diario con La Mole, gracias a la amabilidad del carcelero, quien, sin decirles nada a
los dos amigos, les preparó tan grata sorpresa que, según todas las apariencias, no se debían a su sola
filantropía. En estas entrevistas, La Mole y él se habían puesto de acuerdo con respecto a la conducta que
observarían, y que en resumidas cuentas se reducía a negar absolutamente todo. Por lo tanto, Coconnas
estaba persuadido de que, con un poco de habilidad, su asunto marcharía muy bien, dado que los cargos
formulados contra ellos no eran más graves que los que pesaban sobre los demás. Enrique y Margarita no
habían hecho ninguna tentativa de fuga, de modo que no iban los dos gentiles hombres a verse envueltos
en un pleito cuyos principales culpables estaban en libertad. Coconnas ignoraba que Enrique habitaba el
mismo castillo, y la complacencia de su carcelero le dejaba adivinar que sobre su cabeza se cernían
protecciones, a las que él llamaba «escudos invisibles».
Hasta entonces, los interrogatorios se habían limitado a averiguar los proyectos del rey de Navarra, sus
planes de huida y la parte que los dos amigos hubieran tomado en ellos. A todas aquellas preguntas,
Coconnas había respondido de una manera vaga y sumamente hábil; se disponía a seguir contestando de la
misma forma y hasta tenía preparadas por anticipado algunas respuestas, cuando de pronto advirtió que el
interrogatorio cambiaba de rumbo.
Se trataba de una o de varias visitas hechas a Renato y de una o de varias figuras de cera fabricadas a
instigación de La Mole.
Coconnas, preparado como estaba, creyó notar que la acusación perdía gran parte de su gravedad, pues
ya no se trataba de haber hecho traición a un rey, sino de la fabricación de una estatuita real. Además, la
estatuita en cuestión sólo tenía ocho o diez pulgadas de tamaño.
Respondió, pues, de la manera más divertida, diciendo que tanto él como su amigo habían dejado hacía
mucho tiempo de jugar a las muñecas y advirtió, con harto placer, que varias veces sus respuestas tuvieron
el privilegio de hacer sonreír a sus jueces.
En aquel entonces aún no se había dicho en verso: j' ai ri, me voilà désarmé, pero sí se decía en prosa, de Commented [L1]: Reí, pero heme aquí desarmado.
modo que Coconnas, en cuanto vio sonreír a sus jueces, creyó haberlos desarmado por lo menos a medias.
Una vez terminado el interrogatorio, volvió a su celda cantando y escandalizando de tal modo que La
Mole, a quien estaba dedicado todo aquel bullicio, debió sacar en conclusión los más felices augurios.
Cuando le tocó bajar, La Mole vio con asombro que la acusación ya no seguía el mismo camino, sino
otro bien distinto. Le interrogaron acerca de sus visitas a Renato. Contestó que sólo había estado una vez
en casa del florentino. Le preguntaron si en aquella ocasión había encargado una figurita de cera. Respondió
que Renato le había enseñado aquella figurita ya terminada. Le preguntaron si la figurita representaba a un
hombre. Dijo que representaba una mujer. Le preguntaron si el sortilegio no tenía por objeto la muerte de
aquel hombre. Repuso que su objeto fue lograr el amor de aquella mujer.
Las preguntas fueron hechas de cien modos distintos, pero siempre, y fuera cualquiera el aspecto con que
se presentasen, La Mole contestó lo mismo que la primera vez.
Los jueces se miraron entre sí con cierta indecisión, sin saber qué hacer ni qué decir ante semejante
sencillez, hasta que un mensaje, recibido por el procurador general, puso término a sus dudas.
Decía así: