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¿Hola?

¿Hay alguien ahí?

¿Hola?

¿Me escucha alguien?

¿Me ve alguien?

¿Me siente alguien?

¡ESTOY ACÁ!

¡RESPONDAN!

¡DIGAN ALGO!

¡GRITEN!

¡GRITEN COMO YO LO HAGO!

¡ESCUCHEN!

¡VEAN!
¡SIENTANME, COMO YO LO HAGO!

Los veo, los estoy viendo a través de estas pestañas selladas de tanto mundo, a través de
mis yemas sobrenadadas en caricias, de mi intuición. Mi puta intuición que nunca falla.
Los veo. No se hagan los ignorantes detrás de toda esta vorágine de certezas. Dejen de
ignorarme. Dejen de elegirlo. Qué peor que un ignorante que elige serlo. ¿Saben qué?
No solo los veo, los entiendo. Sí, los entiendo. Si pudiese yo me ignoraría a mí misma.
Ignoraría toda esta situación de falsas caras largas, inocuas lágrimas, orgullo enfermo y
soberbia leprosa. Me regocijaría con no saber un carajo de mi persona. Con no adivinar
cuándo voy a llorar o cuando voy a reír, pero ya lo dije, mi puta intuición. Sin embargo
me dejo arrastrar por el tumulto de situaciones predecibles, desemboco directo en tu
boca, directo en tu cama. Directo acá. No hay preámbulos. Quizás la puta sea yo y no
mi intuición… ¿Lo pensaste? ¡Claro! ¡Qué ciega fui! ¿Ven? Ojos sellados de tanto
mundo… Es eso exacto lo que pensás.

Podría ignorar mis pies cansados de caminar, golpeando puerta a puerta, pidiendo
migajas de amor. Sí, una migaja. Eso te estoy pidiendo, infeliz. Una migaja. Ah. ¿No te
queda? ¿Tampoco te quedan forros1? ¿Puchos2 sí te quedan, no? Siempre tenés puchos.
De esos no quiero migajas, siempre me los tatuabas de manera ardiente en la base de
mis muñecas. Después me costaba escribirle cartas a mamá. Quizás era una señal para
que no se las escribiese. Quizás el dolor al escribirle era el mismo que ella sentía al
leerme. Era fuego en mis manos. Era fuego en sus ojos.

La vieja. «Canas y quejas» así le decía yo cuando todavía no buscaba migajas, ni forros,
ni pucho. Yo le enseñé a leer. ¡Que lo tiró!3 Leer. Arma de doble filo la cuestión. Una
después no sabe si quiere leer o ser leída, esta última… ¡qué joda! Para las que no
tenemos el arte en los ovarios ser leídas es más como ser diseccionadas pedazo por
pedazo. Letra por letra. Mierda por mierda.

A mí me enseñó a leer Él.

Cierto día llegué a su puerta, esa vez preguntando por diarios viejos, algo que prendiera
chispa en ese frío que taladraba el aire. Me invitó a pasar adentro a tomar un té. La vieja
me decía que nunca aceptase entrar, que miban aieva’4, así que dije que no. Trajo el té
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preservativo/condón cigarro/cigarrillo Expresión de indignación/sorpresa parecida a -¡Qué cosa!-4 ‘Me iban a
llevar’
afuera, y trajo uno para él también. Dijo que no tenía diarios pero me dio leña. ¡Mucho
mejor! Empezó con un discurso boludo que poco recuerdo, algo como que él no
prendería fuego algo escrito, por muy hipócrita que fuese el periódico en esas épocas.
Lo miré. Era un tipo que me sacaba unos diez años. Intentando restarle importancia
comenté que no sabía leer y tomé el té de manera tembleque, no sé si por el frío, por el
hambre, o porque me daba vergüenza no saber leer. Pareció atragantarse con el té y,
escudriñando quién sabe qué detalle mugroso de mi cara, soltó que la mejor manera de
soportar el gélido invierno era una buena historia y sentenció, con una ferviente
convicción, que me enseñaría a leer.

Frecuenté su casa. Su living con variedad de olores, algunos toscos otros dulces como
canela. Frecuenté su ducha caliente y el jabón con perfume. El pan salidito del horno
con dulce de leche. Frecuenté sus libros que traía uno a uno como cuentagotas dulce y
eterno de una vasta biblioteca que tenía en su habitación. Ya no tenía noción de qué era
el hambre. Ya tenía lleno el estómago, y mucho más importante, ya tenía llena el alma.

Siempre me invitaba a su habitación.

Nunca entraba a su habitación.

Hasta ese día.

Frecuenté su cama. Frecuenté su sexo. Frecuenté su deseo más visceral. Olvidé por esos
días todos los libros que leí, todas las migajas que pedí, todo el frío que pasé, toda el
hambre que gruñí.

Después de un tiempo no volvió a abrirme la puerta. No volvió a traerme té al pórtico,


ni a darme leña. Ni a darme un carajo. Desapareció. Se fue, el muy hijo de puta. Se
había ido pero el invierno no. Golpeé su puerta, grité a su puerta. Lloré en su puerta
hasta desmayarme y hacerme pis encima. Entonces sumida en la aflicción no reparé
cuando, de un momento a otro, comenzaron a frecuentarme unas manos. Seis. Seis
manos. Frecuentaron mi sexo dormido, mis senos helados, me arrancaron mechones de
pelo en el forcejeo entre ellos mismos y me tumbaron de nuevo, al lado de su puerta,
para que siguiera llorando, para que me vuelva a hacer pis encima.

Una camioneta se estacionó en la vereda de enfrente. Mi puta intuición.

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preservativo/condón cigarro/cigarrillo Expresión de indignación/sorpresa parecida a -¡Qué cosa!-4 ‘Me iban a
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«Meievaron»5 como decía mamá. Volví a bañarme con jabón en una ducha compartida
con altas, bajas, gordas, flacas, viejas, jovencitas… Volví a comer pan calentito con
dulce de leche que la Doña Buitra me alcanzaba después de mi turno de «El juapo»,
porque a él le gustaba pegar cuando estaba excitado.

Yo lo excitaba mucho.

Comencé a coleccionar los libros que pedía como pago por frecuentar mi sexo, pero
cuando llegué a catorce –porque Él también me enseñó a contar- ya no tenía tiempo
para leerlos, ni ganas. Tenía los ojos cansados, las manos quemadas, el cuerpo roto, el
júbilo agrietado y mucho miedo de enfermarme, o peor, de embarazarme. Ya me dijeron
lo que le hacen a las embarazadas. Y yo no quiero prender fuego mis libros para
soportar otro invierno afuera.

«La que lee» así me pedían a Doña Buitra, y casi como una cargada cuando estaba por
cobrar, ella decía que tenían que traer, adicionalmente, algo para leer. Quizás era esto lo
que les gustaba –o lo que no les gustaba-. Lo bizarro. Lo diferente. La loca de mierda
que pedía algo para leer además de los setenta pesos. Algunos traían diarios, y yo
lloraba mucho recordándolo a Él, y se violentaban conmigo. «Por maricona» decían.

«¿No te gusta enterarte de lo que pasa afuera, pelotuda?» El Juapo siempre recalcaba
la palabra afuera como si yo estuviese viviendo en un antro. Yo solo lloraba mientras
perdía la cuenta de cuántos chirlos me daban cuando los clasificados se teñían de rojo.

Un día…volvió. Él volvió con el invierno que se lo había llevado.

Lo advertí apenas Buitra abrió la puerta. El olor a canela invadió el recinto y me asomé
un cachito al pasillo. No pidió por «la que lee». Dijo mi nombre, como nadie lo había
dicho en tres años y medio.

Mi nombre. El que me enseñó a escribir. Jimena. Ni Buitra sabía cómo me llamaba


¿Cómo culparla? Ni yo sabía, en ese momento, cómo me llamaba. Volver a verlo me
devolvió la identidad. Estás jodida cuando otra persona es dueña de tu identidad. No
hablo de la trata de mujeres de la que yo era partícipe –víctima, sí, pero partícipe-.
Hablo de otro tipo de identidad. ¿Y cómo no iba a ser Él dueño de la mía? ¡Yo! Que soy
todo lo que leo, que soy todo lo que escribo, ¡Que él me enseñó a escribir y a leer!

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preservativo/condón cigarro/cigarrillo Expresión de indignación/sorpresa parecida a -¡Qué cosa!-4 ‘Me iban a
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Lo primero que hizo fue mirarme fijo a los ojos, ojos que no sé cómo encontró tras la
cascada de llanto que solté apenas lo tuve en frente. Me abrazó. Dijo mi nombre de
nuevo. Lo dijo tan dulcemente que me sentí real. Se disculpó y se largó a llorar
conmigo.

Estuvimos sumidos en este vaivén de miseria y lamentos, redescubrió mis manos, ahora
ardidas, redescubrió mi pelo, aunque ahora estuviese calva en algunas partes, y frenó su
curiosidad en mis ojos, y ahí se quedó, hasta el turno de las ocho de la noche. Dejó no
sé cuánto dinero por toda la noche conmigo. A mí me trajo cinco libros. Empezamos a
leer uno juntos y entre pausas le pregunté si él podía llevarle algo a mí mamá.
Respondió que sí, que incluso yo misma se lo podía dar porque esa sería mi última
noche en ese lugar de mierda, le pregunté qué iba a pasar con Doña Buitra y con
Karina, «la chiquita» –que sí, que yo era «la que leía», pero había otras que eran «la
chiquita», «la fácil», «la zorrita», «la cumbierita», «la cajetuda»-.

Que no, que todas íbamos a irnos de ahí al día siguiente.

Me quedé dormida. El no frecuentó mi sexo, ni yo el suyo.

Meses después, o años después ¿Qué más da? ¡Fue después y al carajo! Me internaron
en una clínica cerca de la nueva casa de Él, una clínica bonita, limpia, amplia, como su
casa también.

Estaba enferma. «Pero al menos no embarazada» quise encontrarle el lado positivo


mientras me ponían el suero.

La vieja se sentía desgarrada, Él se sentía desgarrado.

Yo me sentía sedada.

Después no sentí nada.

Ni frío

Ni hambre

Ni ganas de leer.

Nada
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