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Vivir la ciudad es una experiencia entre las vivencias actuales y las pasadas. Y el pasado de
Salta hierve de historias fantásticas para ser contadas.
La Fundación de Salta fue el punto cero de una historia que se echó a correr hasta
nosotros.
Juan Matienzo, oidor de la Audiencia, ya en 1556 en su obra “Gobierno del Perú” nombra al
Valle de Salta punto estratégico para poder llevar las riquezas del Potosí hasta el Atlántico.
El Virrey Toledo envió a tal fin, expediciones infructuosas.
Por su parte, aquellos primeros pobladores debieron soportar enfermedades, insectos, y el
ataque de los indios que quemaron la aldea más de 10 veces. Era tal el asedio de los
originales, que para ser considerado “vecino”, el ciudadano debería por lo menos asistir
dos veces a la “pacificación” de los “salvajes”.
Una vez fuera Lerma, el gobierno interino de Salta estuvo a cargo del capitán Alonso de
Cepeda, hasta la llegada del nuevo gobernador, don Juan Ramírez de Velasco, quien
administró la región hasta 1596. En su gobierno fueron cientos los funcionarios atacados
por malestares mentales y nerviosos, desconocidos por la medicina colonial. Por eso,
aquellos males fueron catalogados como “hechizos” o “encantamientos”. Con la suerte de
sus tres predecesores -dos degollados y otro muerto en la cárcel-, el miedo sobrenatural
de Ramírez de Velazco lo empujaría a combatir la brujería a cualquier costo. Según
documentos de la época, el gobernador consiguió autorización real para aplicar, además de
los tormentos de uso corriente, la hoguera y el destierro perpetuo. El añoso molle frente a
la Catedral recuerda aquellos tiempos de sangre, confusión y locura, ya que era el lugar
elegido para aplicar penas. Un espíritu terrible, que se extendería luego a lo largo de
nuestra historia.
La triste historia del Fundador de Salta
Como buen sevillano, el ánimo de Hernando no era de los más pacíficos.
“Es un marrano”, “¡Un tirano!”, iban levantándose los chismes en torno a Lerma.
Su carácter altivo lo enfrentaría primero al deán Francisco de Salcedo y luego al
obispo Victoria, quienes desde el púlpito arengarían a los pobladores en su
contra. Todos en aquella época de alguna manera tenían algo para esconder: no
había sobre el continente un acto ajeno a la codicia.