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Selva peruana

Da lo mismo todo lo que uno publicó, leyó, escuchó o vio antes: cuando uno llega a un lugar
desconocido, parte de cero. Estar frente a un nuevo destino de viaje es, en gran medida, volver a
comenzar. El cronista que se ufana de ser un conocedor del mundo, antes de salir de casa, es
mejor que se quede ahí. Cuando llegué por primera vez al Amazonas sabía, de antemano, muchas
historias y leyendas. Había leído 54 libros, visto películas y escuchado anécdotas de gente que
viajó antes. Me habían pedido que escribiera algo del Amazonas, pero no la historia típica sobre
un “río salvaje”. Estaba navegando en un viejo barco que hace cruceros por el rio, cuando uno de
los tripulantes me comentó en una charla nocturna que varias “gringas” le habían pedido
matrimonio. Su confesión informal me volvió a la cabeza cuando, al día siguiente, un viejo guía del
barco me contó muy orgulloso que sus dos hijos peruanos se habían casado con americanas y
vivían en Estados Unidos, “en el primer mundo”. A los dos días, entre los peruanos del barco,
había acumulado media docena de esas historias. Como la de Ricky, un peruano que estaba
buscando a la turista que le ofreciera mejores oportunidades en algún país desarrollado. Ricky se
define como un Amazon boy. Él es un veinteañero criado en la selva de Perú y lleva algunos años
en la industria del turismo. Su nombre es Ricardo Hurraga Guerra, pero todos le dicen Ricky.
Ahora se queja de que su español está cada día peor porque todo el tiempo habla en inglés con
los turistas. Ricky es la estrella de la nueva camada de guías. Usa perfume, cinturón de cuero,
linterna, repelente alemán en sus brazos oscuros y está aprendiendo a pasarse bloqueador solar
por los labios. La historia terminó llamándose Amazon Boy y en ella hablan peruanos en busca de
novias, y tu- 55 ristas gringas en busca de noviazgos selváticos. Y aunque no es una historia de
amor, sí tiene mucho que ver con matrimonios.

Mi vaca es argentina

No hay un elemento determinado a partir del cual contar una historia. Desde hace un tiempo, casi
dos años, estoy tratando de contar la historia de un país, de Argentina, donde vivo hace cuatro
años. Y lo estoy haciendo a partir de una vaca. Muy probablemente, ese sea mi próximo libro. En
Argentina el tema de las vacas y los frigoríficos y las carnicerías está en los titulares de los diarios,
en los debates televisivos, en las encuestas radiales. El gobierno hace decretos para mantener fijo
el precio de los cortes vacunos, y el valor de la carne hace rato que parece el principal valor
nacional. La carne como el gran conflicto de la Argentina. Sin ir más lejos, hace unos días, un
vegetariano holandés que fue de vacaciones a Buenos Aires me decía: “Vuelvo a Ámsterdam
intoxicado de tanto bife”, y eso que en las dos semanas de viaje, el flaco de anteojos no probó ni
una gota de vaca. Mi llegada al tema de la carne viene de mayo de 2004, cuando me compré una
ternera recién nacida. Mi propia vaca: La Negra. 56 La idea es simple. Compré una vaca argentina,
para engordarla y mandarla al matadero. Contar el desarrollo de una ternera recién nacida hasta
verla fileteada en los supermercados. Una trama nada de original, si se piensa que es el mismo
proceso productivo que le espera a los 50 millones de vacunos que pastan en la Argentina. No hay
cifras exactas (el mercado negro nunca ingresa a los censos oficiales), pero de ser ciertos los 50
millones, mi participación es del 0,000002 del mercado local de la carne. A medida que La Negra
ha ido creciendo, su historia fue publicándose en medios de países como México, Colombia y
España. He mostrado videos de ella en mi blog en Clarín.com y he tenido que hablar de ella en
radios de Chile y Perú. Con sus primeras apariciones públicas, hasta hoy, me llegan mensajes y
correos para que no mate a la vaca. Me conmueven esas personas que mientras se comen un bife
de 900 gramos me dicen lo malo que soy por criar una ternera para matarla. Pese a ellos, y hasta
ahora, sigo creyendo que lo mejor para contar esta historia es que mi vaca termine donde llegan
casi todas: al plato. La vaca crece en el campo San Lorenzo, un predio de 400 hectáreas que está
camino a Magdalena, unos 40 kilómetros al sur de La Plata. Me la vendió Juan Jorajuría y el pacto
lo sellamos con un apretón de manos: “En el campo todavía se hacen negocios pensando en la
buena fe de la gente”, me dijo con orgullo la mañana del trato. Casi dos hora en autobús, 57
desde Buenos Aires, demora el recorrido para ver a la vaca. Apenas dos horas bastan para llegar
donde las vacas hacen su propio trabajo de oficinistas: rumiar tardes enteras, transformando el
pasto en futuros bifes. Ajena a la estridencia mediática, La Negra sigue engordando. Diariamente.
Pastando en su oficina en espera de la muerte. Como si ella lo tuviera más claro que todos: es sólo
una vaca más en el país de la carne. Veremos en qué termina su historia. En este caso, lo
importante es lo que se pueda escribir a partir de ella.

Equipaje de mano

"Usted tiene algo que no puede llevar en el equipaje de mano", me dijo el tipo de los rayos X, en
el aeropuerto de París. Faltaban pocos minutos para el despegue y dentro de mi mochila -estaba seguro-
no llevaba ni cuchillos, ni pistolas, ni tijeras, ni un disparador de gas pimienta. Pero ahí estaba el tipo,
mirándome con cara de reparo, mientras ponía mis monedas en una bandeja antes de cruzar el detector de
metales.
En nombre de la seguridad, cada día aumenta el número y el tipo de objetos con los que no
podemos subir a bordo de un avión. He visto mujeres pedir de rodillas por la salvación de sus cremas, y
tipos despedirse de la cortaplumas de su abuelo con sincera nostalgia.
‘Usted lleva una botella de vino', me dijo el tipo, y le dije que sí, que claro, que obvio, si dicen que
el vino francés es tan bueno. Entonces, serio, me dijo: "Ya no se pueden pasar vinos".
La situación era disparatada. A dos metros de ahí, cruzando el detector de metales, podía ver
cientos de botellas de vino a la venta en el duty free parisino. Y no sólo eso, dentro del propio avión ofrecen
vino en botella de vidrio junto a la comida. Pero no había argumento posible. Esa es la nueva orden, el
dictamen. Y las alternativas para solucionarlo, pocas: regalarle el vino al tipo de los rayos X, tomármelo a un
costado, o devolverme y despacharlo.
Siempre he sido un defensor del equipaje de mano. En su nombre bauticé mi primer libro y me
sigo emocionando -a veces más, otras menos- cada vez que se escucha por los parlantes del avión a la
azafata o el piloto diciendo, "por favor, guarden bien su equipaje de mano". Sin embargo, sería ingenuo no
reconocer que el concepto está viviendo una crisis.
¿Será necesario explicar todo el tiempo que con bloqueador solar no se puede hacer una bomba?
¿Es posible que te requisen el encendedor, en aeropuertos que adentro tienen sala de fumadores? ¿Habrá
llegado la hora de quejarse en serio?
Salí del aeropuerto Charles de Gaulle a toda prisa, como si salvar la botella de vino fuera un acto
heroico. Y, en cierta manera, lo era. Claro que no era cosa de llegar y despacharla: ahora sólo se puede
despechar una botella si tiene una caja súper especial, que vende la compañía. Compré la caja, casi tan
costosa como el vino, me despedí de la botella y sin un segundo que perder volví disparado a embarcar.
‘Ahora sí', dijo el tipo de los rayos X, mientras veía pasar por la pantalla un equipaje de mano casi
vacío.

[Publicado el 10/4/2015 a las 21:48]

Cronista Juan Pablo Meneses llega a Lima.


Viajar Para Contarla
Meneses es chileno, tiene 35 años y quiere retratar a la
Argentina a través de una vaca. Relaciones peligrosas, historia de
un viaje suyo por el Amazonas, le mereció un premio internacional
de crónicas. Equipaje de mano (2003), fue considerado en su país
el mejor libro de no-ficción del año. Viene a Lima a dictar un taller
de cómo sobrevivir escribiendo historias por el mundo.

– ¿Pasaste mucho tiempo en una redacción?

–Yo renací a los 27 años. Estudié Economía y trabajaba


de ejecutivo en AT&T. Yo quería escribir, así saqué mi plata y
empecé... Mandé una crónica que fue premiada. Con esa plata me
compré un computador portátil y una cámara digital y me fui a
Barcelona a hacer periodismo portátil, como me gusta llamar a lo
Meneses presenta que hago.
“Equipaje de mano” el 20 en La
Noche de Barranco. –A veces parece que la crónica de viajes es subirse al
transporte y escribir.

–La crónica de viajes no debería existir como género. Hago crónica y el viaje es como un
accidente. El que escribe así, como mirándose el ombligo, para mí no tiene razón de ser. En mis
crónicas hay una historia que va más allá del viaje, sea en Lima o en Santiago o Estambul.

–Tienes un criterio para elegir qué escribes.

–Hay que estudiar el potencial de una historia. La de Gibsonton –un pueblo habitado por
artistas de circo deformes como la mujer barbuda y el hombre langosta–, es la anticrónica de
viajes. Nadie querría viajar a este pueblo de gente deforme y freak. Por lo general, se escribe de
viajes pensando en que vaya gente a ese lugar, sea por intereses comerciales, auspiciadores o lo
que sea… Si el lector quiere conocer a los freaks, eso ya lo decide él.

– ¿Qué es eso de la vaca?


–Es otro proyecto. Estoy haciendo una gran crónica de la Argentina a partir de la vida de
una vaca. Quiero darle una mirada moral; así que será a través de una vaca, el producto estrella
de Argentina, por la carne. (S. M.)

JUEVES 27 DE MARZO DEL 2014 | 16:06

Publican libro con crónicas de viaje y fotografías de


Ayacucho
El periodista Miguel Gutiérrez recopiló unas 50 historias de los pueblos más recónditos
del departamento peruano

(Fotos: Difusión)

El periodista peruano Miguel Gutierrez Podestá presenta su más reciente libro, "En
el corazón de la montaña - Crónica de una inmersión en Ayacucho”, donde describe a
través de crónicas y fotografías, sus viajes por pueblos, valles y ciudades del departamento
peruano.

A lo largo de cinco años, Gutiérrez recorrió pueblos como Sivia, Llochegua,


Putis, Santiago de Lucanamarca, Accomarca y Sarhua, y logró recopilar innumerables
historias que se ven reflejadas en unas 50 crónicas y 50 fotografías publicadas en esta obra.
Asimismo, reúne el testimonio de los pueblos que fueron afectados por la guerra
interna en los años 80 y 90 del siglo pasado, así como una bitácora de su paso por la selva
ayacuchana del Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM)

Según refiere el autor, su intención con esta publicación es generar "una mirada
intensa sobre la realidad ayacuchana más allá de los folletos turísticos y los lugares
comunes". “Todo lo que sucede y se cuenta en estas crónicas, nace del contacto directo y no
recurre a la ficción", explica Gutiérrez.
Recuperado de: El Comercio, del 27 de marzo de 2014.

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