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UN GRAN ESCRITO DE GALARZA

El mismo día que enterramos a mi madre supe que la maleta del terremoto
sería para mí y mis hermanos. Siempre escuché que ella guardaba allí las
cosas que había que salvar en caso de una catástrofe, pero nunca la había
visto. Era un bolso común. Como esos maletines negros que suelen dar en los
congresos a los participantes. Esa noche, después de que volviéramos del
cementerio y de cenar con mi padre, mi hermano, mi hermana y yo nos
encerramos en la habitación de Daniel, el mayor. Doris Puente, mi madre,
había dejado para nosotros una carta en las páginas de un cuaderno de espiral.
Con tinta azul y en caligrafía cursiva detallaba lo que debíamos hacer con el
contenido de la maleta. Quien prepara una valija en caso de desastres está de
acuerdo con la idea de que algo malo puede suceder. Mi madre había aceptado
su muerte, esa que a nosotros nos parecía todavía repentina, y dejó una lista de
indicaciones para aliviarnos el trauma del luto. Había escrito qué hacer con
sus joyas, el dinero, algunos objetos. Nos repartía los tres anillos de oro que
conservaba de mi abuelo y que siempre me habían gustado por su aspecto de
mafioso. Sonreí al ver que eran tan grandes que no podría usar el mío nunca.
Pedía convocar a las tías más cercanas para un té. Hacer trámites bancarios.
Hablar con la funeraria sobre su apariencia. Que fuera todo tan organizado en
realidad no era lo que más nos sorprendía, pues ella siempre fue así. Pero
hacía sólo algunas semanas que sabíamos que estaba enferma. La velocidad de
su deterioro y su repentina muerte se aligeraban con la estupefacción que nos
causaban sus previsiones. Uno siempre escucha de los líos familiares al
repartir cuantiosas herencias en los periódicos, pero todo el mundo pasa por el
mismo problema. Acumulamos objetos condenados a sobrevivirnos. A mi
madre la enterramos con su ropa favorita, y del resto tendríamos que
encargarnos ahora. Esa noche, después de despedirla, mis hermanos y yo no
tuvimos que decidir qué hacer con sus cosas más valiosas. Ella había
dispuesto todo para el ritual.
Mi hermano mayor había sido el elegido para ejecutar sus instrucciones,
puesto que es el único de los tres que vive en Lima. Yo vivo en Madrid y mi
hermana en Seattle. Habíamos viajado para sorprenderla; no estábamos muy
seguros de la gravedad de su enfermedad. La última vez que estuvimos todos
juntos fue en 2005. Yo quería hablar con ella, llegar a tiempo. Pero la había
encontrado demasiado débil, incapaz de sostener una conversación. Mi
hermana había llegado dos días después que yo y no pudo despedirse. En las
páginas del cuaderno dejaba entrever que no estaba segura de que
alcanzaríamos a verla otra vez. La maleta del terremoto contenía una
colección de pendientes, broches, anillos. Objetos que hacía veinte años yo no
veía y que habíamos olvidado. Prendedores de mi abuela con los que yo había
jugado cuando era niño. Cada cosa estaba en un saco de terciopelo o en una de
esas curiosas bolsas plásticas que son la versión en miniatura de las que se
usan para guardar alimentos. Mi hermana contó que hacía algunos años se las
venía encargando en cada viaje a Estados Unidos. Nunca le dijo para qué las
quería. Cada una estaba rotulada con el nombre de su destinatario. Prestamos
menos atención a las cosas cuando no sabemos que están ocurriendo por
última vez, cuando no nos damos cuenta de que son parte de un episodio de la
vida que terminará por ser tan importante. Ahora no recuerdo si leímos o no la
carta de mi madre en voz alta, pero sé que mientras aprendíamos los detalles
de su enfermedad y repartíamos sus objetos, construíamos una imagen de mi
madre que se ubicaba entre la memoria y el descubrimiento.

[II]

Mi madre aterrizó en Madrid por última vez a las dos de la tarde del siete de
abril de 2009. Reconstruyo su visita gracias a su agenda de ese año. Se la pedí
a mi hermano esa noche que abrimos la maleta del terremoto. Todos los años
compraba una, copiaba los números de teléfono de la anterior y la iba
decorando con recortes, tarjetas o servilletas de restaurantes y cafés que le
ocasionaban recuerdos agradables. En la de 1977 escribe el veintiséis de
setiembre «Caminó Sergio solito». Yo tenía un año y un mes. No quise
quedarme con las agendas más antiguas, pues me pareció que cuidar esas
reliquias era mucha responsabilidad. Pero en mi escritorio de Madrid guardo
la que corresponde a su última visita. Es de cuero marrón. Lleva por título
«Empezar cada día». Mi madre era muy organizada, y esto se advierte en cada
anotación que hacía. Cada gasto, por mínimo que fuera, quedaba registrado.
Anotaba hasta los pasajes de autobús, las fotocopias que hacía para sus
trámites, los antojos que se daba de vez en cuando. Ella creía en el ahorro,
mientras que yo me daba un homenaje cada vez que me pagaban por colaborar
en alguna revista aun sabiendo que en época de vacas flacas me arrepentiría.
Cuando vino a España teníamos dos años de no vernos. Esa tarde de 2009 que
la encontré en el aeropuerto me sorprendió verla tan canosa. La abracé y
conversamos sobre el vuelo. No fue un encuentro muy emotivo, no sentí ganas
de llorar como cuando me reencontré con mi hermana y mi sobrino. Noté que
había una distancia entre ambos, una que yo había puesto. La llamaba sólo por
su cumpleaños, por el Día de la Madre y en Navidad. Le escribía correos de
tres líneas, y si eran más largos era porque le pedía un favor. Tomamos el
metro, y ya en el piso se acomodó en mi habitación. Luego fuimos a la Casa
del Libro, quería enseñarle dónde había trabajado hasta hacía unos meses. Ella
no dijo nada, quizás porque estaba cansada. Me preocupaba su opinión, que
me juzgara, porque yo era un escritor a mi manera, no a la suya.
Al día siguiente de su llegada partimos hacia Galicia, a la casa que el padre de
mi novia tenía allí, aprovechando la Semana Santa. Por la mañana había
paseado un perro. Había vuelto a hacer algunos paseos; ese dinero me hacía
falta. Salimos con retraso de Madrid. Paramos cerca de la ciudad de
Benavente. La merienda la pagó mi madre y la cuenta salió 19.60 euros. Ella
tomaba fotos todo el rato mientras escuchábamos la radio y mis discos de Neil
Young, Nick Drake y Bob Dylan. En la penúltima página de su agenda mi
madre copió la letra de «Blowin’ in the wind». Su caligrafía era fina, de letra
corrida y con una ligera inclinación hacia la derecha. «How many years can
some people exist?» No supe que le había gustado tanto esta canción hasta que
tuve la agenda. Era una evidencia de cómo estaba viviendo nuestro viaje. A
las diez de la noche nos encontramos con el padre de mi novia en el
restaurante O’Barazal, a pocos kilómetros de Paradela de Moldes, donde
quedaba su casa. Se cayeron bien. A diferencia de sus hijos varones y marido,
mi madre había desarrollado eso llamado habilidades sociales. Era miembro
muy activo del club de su pueblo, de la asociación de exalumnas de su
colegio, asistía a recitales literarios, había organizado a las vecinas del barrio
después de toda una vida sin compartir nada más que las calles y consiguió
que viajaran juntas e hicieran otras excursiones, visitaba a sus parientes y se
mantenía pendiente de sus sobrinas. Podía ser encantadora, y yo no lo
apreciaba; eran otros los que me lo decían. Hay fotos de la cena en el
O’Barazal. Nos acompañan el padre de mi novia y su pareja y un par de
amigos suyos. Todos parecemos felices. Mi madre me abraza. Es una de las
pocas fotos de esa visita donde estamos juntos. ¿No debería de tener un
montón de fotos que demuestren que somos hijo y madre en su último viaje?
Antes de su visita a España nos habíamos visto en Lima en 2007. Fue también
mi último viaje al Perú previo al de su muerte. Yo había regresado a Lima
para hacer el cambio de visado que me permitiría trabajar en España. Había
sido un mal viaje, volvía sin la novia con quien me había ido y trabajaba
paseando perros. Estaba agotado. Necesitaba aclarar mis ideas, pero volver a
casa no me parecía el lugar adecuado para hacerlo. La familia no era una
compañía que me ayudara. En algún momento intenté acercarme a mi madre,
pero confesarle mis dudas y penas hubiera sido admitir que fracasaba pese a
que había logrado que me reeditaran un libro. Recuerdo que hojeó esa nueva
edición sin decir nada.
El mes y medio que pasé allí mi madre me cocinaba un plato distinto cada día;
decía que había adelgazado mucho y que me engordaría. Algunos días no
probé su comida por salir con los únicos amigos que me quedaban en Lima, a
fumar frente al mar y a recordar un pasado que apenas me arrancaba una
sonrisa. En casa, mi padre y sus delirios políticos me exasperaban. Mi madre y
sus intentos por vincularme con parientes que había rescatado del olvido me
agobiaban. ¿Para qué quería presentármelos? Nunca los había visto en mi
vida, pero ella se sentía orgullosa de mí. Yo sólo quería regresar a Madrid. El
mismo día que me largaba otra vez de Lima mi madre entró en mi habitación
y cerró la puerta. Nos sentamos en mi cama y me dijo que no le había gustado
verme deprimido. Confiaba en que me iría mejor. Se había dado cuenta de que
había estado fumando marihuana casi a diario.
—Lo tengo controlado.
—Eso espero.
Me abrazó y me arengó.
—Fuerza, cholo. ¡Adelante!, como decía tu abuelo.
Mi madre fue hija única. Su padre fue un carpintero que en el curso de su vida
perdió tres dedos en las dos manos. Mi abuelo había tenido otra familia y
mientras sus otros hijos habían asistido a una universidad privada, ella vivió
en una pensión cuando se fue a estudiar a Lima y trabajó como profesora de
inglés en un colegio para pagarse sus gastos. Dos años después de esa
despedida accidentada, yo cobraba un subsidio de desempleo, trabajaba
llevando a unas niñas al colegio y tenía una novia maravillosa que había
perdido a su madre hacía un par de años a causa del cáncer. Me preocupaba lo
que mi madre pensara de mi vida. ¿La defraudaría? Una vez me había dicho la
cantidad de dinero que había costado mi educación, y yo lo recordaba cada
vez que recogía la mierda de los perros que paseaba. ¿Tanto dinero invertido
para acabar así?
Durante sus primeros años como estudiante de Derecho en la Universidad
Nacional Mayor de San Marcos, mi madre frecuentó círculos de poetas, y
guardaba con orgullo unos poemas que le escribió Rodolfo Hinostroza, el
autor de Consejero Del Lobo, entonces un joven de pelos alborotados que
enamoraba a las chicas guapas. Una vez le pregunté por qué no había seguido
frecuentándolos. Me dijo que ella prefería la bohemia de otro modo. No se
emborrachaba ni fumaba marihuana. Era una estudiante responsable. Le
gustaba sentarse a hablar de literatura en un café hasta que veía que era hora
de ir a estudiar y se marchaba. Su vocación era el Derecho, hacer justicia, y
pensaba que en ello también había arte. En la carta que dejó con las
instrucciones para la maleta del terremoto decía que conforme fuera
sintiéndose mal avisaría a sus clientes que ya no los podría atender.
Cuando quise dejar la carrera de Derecho para estudiar periodismo tuvimos
nuestras discusiones más fuertes. Ella argumentaba que había grandes
escritores que se habían graduado de abogados. En esa época yo tenía miedo
de decirle que quería viajar por Europa como un personaje ribeyrano,
hambriento, enamorado, con un malestar existencial que alimentara mi
escritura. Mi madre había publicado por su cuenta un libro con los poemas de
su juventud. Me entró algo de miedo cuando supe que lo haría. Ni siquiera
recuerdo si fui a la presentación o si la hubo. Leí sus poemas algunas veces y
me sorprendió que fueran buenos, transparentes como ella, sin palabras
rebuscadas o versos crípticos. Nunca se lo dije.

[III]

Perdíamos por dos goles. Era el primer partido del Torneo Primavera 2011, la
última oportunidad de la temporada para ganar algo, y yo necesitaba ganar ese
algo. Hacía un mes que tramitaba la visita de mis padres a Madrid, y en dos
semanas todo había cambiado. Durante la madrugada había chateado con mi
hermana que vive en Seattle, y me había confirmado que el cáncer de nuestra
madre estaba generalizado. Eso significaba que se había extendido a otros
órganos del cuerpo, lo que se llama metástasis, sinónimo de fin. Mi madre
moriría en Lima y yo no estaría para acompañarla con pena y gratitud por
haberme ayudado a partir a España, donde tuve que buscarme un lugar seguro,
lejos de la familia y del afecto que habíamos construido y que desperdicié
durante los últimos años. Lo que más me preocupaba era no saber si habría
tiempo para sentarnos a conversar cara a cara. ¿Por qué siempre intento
arreglar las cosas cuando parece que no hay oportunidad? Que mi madre
enfermara de pronto me sacó de mi ensimismamiento. Los últimos meses me
había dedicado a pensar en mi soledad y en mi futuro como escritor. Hablaba
con mi madre y nos escribíamos, pero no recuerdo haberle preguntado «¿cómo
estás?». Ella me contaba sus actividades, tantas que parecían las de todos sus
parientes, amigos y vecinas juntas. Los hijos asumimos que a partir de cierto
momento la vida de nuestros padres es lineal y que un piloto automático lo
hará todo y nada les pasará.
Disfruto jugar al fútbol más que escribir. Pero en el fútbol todo queda en la
cancha. El marcador no se puede editar a favor cuando ocurre una derrota. En
la literatura sí. Pero en este texto no podré editar la enfermedad de mi madre.
Si alguien piensa que exagero, se equivoca. Porque esa tarde empatamos con
un tiro libre que se comió el portero contrario, y después metimos dos más que
nos dieron la victoria. Jugábamos en el Polideportivo Barrio de La
Concepción en Madrid, donde había conocido hacía seis años a mi equipo de
fútbol once: el Celta de Pinos. Era la primavera de 2011 y el sol pegaba como
un látigo a las tres de la tarde. Nunca bajamos los brazos. Que yo recuerde, es
uno de los pocos partidos en que sólo he gritado para celebrar los goles. Suelo
tomarme cada partido como si fuera una final, y espero que todos lo asuman
como yo. Al marcar el tercer gol me arrodillé en el medio del campo y grité lo
más fuerte que pude. Al final de un partido saco mis estadísticas. Si un error
mío ocasionó un gol en contra, esa noche no duermo. Detesto perder. Una vez
mi madre me tomó una foto después de haber llorado porque jugué mal. Lo
hizo para que recordara dos cosas: nunca jugaría mal si daba lo mejor de mí.
Llorar no arregla nada. En esta ocasión, ganar ese partido era un asunto más
urgente.
Regresé a casa con una felicidad que necesitaba compartir. Soy cerrado como
mi padre y sentimental como mi madre. Parece una contradicción, pero ese
modo de ser me protege cuando no quiero a nadie a mi alrededor y otras veces
me ayuda, si necesito hacer visibles mis afectos. Por eso, obedeciendo a mi
lado materno, esa tarde llamé a casa desde un locutorio. Le relaté el partido a
mi padre y después a mi hermano. Luego pusieron el altavoz del teléfono para
que mi madre pudiera escucharme. Ella no dijo nada. No podía. Volví a casa y
me encerré en mi habitación. Estaba en shock. ¿Cuánto tiempo le quedaba?
Era imposible imaginarla enferma, tirada en la cama, sin hacer otra cosa más
que ver televisión. Ella daba charlas prematrimoniales en la iglesia y era
abogada especialista en divorcios. Tenía blogs de creación literaria y de
recetas de cocina. Iba a misa los domingos a mediodía y leía el tarot los martes
y jueves. Acumulaba y organizaba colecciones: en los años ochenta se
aficionó a las campanas y a los elefantes en miniatura. Alguna vez participó
como extra en una película del director peruano Francisco Lombardi. Viajaba
a Seattle para cuidar a sus nietos. Mi madre fue a la mayoría de mis partidos
cuando estaba en las divisiones menores del equipo del colegio San Agustín
en Lima. Jugábamos los domingos. Ella me alentaba. Yo era suplente, pero
siempre entraba en la segunda parte. Cuando no me ponían y quería dejarlo,
ella decía que necesitaba entrenar el doble. Mi madre no me consolaba, me
arengaba. Estoy mal acostumbrado a que alguien, desde la tribuna, celebre mis
jugadas. La culpa es suya. Decía que le gustaba cómo me llevaba el balón y
apilaba rivales, aunque mis jugadas fueran sólo ejercicios de habilidad que no
acababan en gol. Hay una foto del día en que regresamos ganadores de un
campeonato en Santiago de Chile cuando yo tenía once años. En ella mi madre
sonríe a la cámara con una pancarta que saluda al equipo y un ramo de flores.
El pronóstico de vida que le habían dado era más tiempo del que habíamos
pasado juntos durante los últimos seis años y menos del que uno espera pasar
con sus padres. Yo sólo quería que no sufriera. Siempre dijo que cuando le
tocara morir, prefería que fuese rápido: un infarto. Mejor si era durmiendo. La
noche que supe sobre su diagnóstico no pude dormir, ni escribir ni leer.
¿Y si le aplicaban algún tratamiento?
Me habían contado casos en los cuales el enfermo superaba varias crisis y
sobrevivía unos años, los suficientes para ver lo que le faltaba. Hasta hacía
unas semanas mi madre tenía planes de venir a visitarme a España otra vez.
Pero ahora debía alimentarse mejor, recuperar las fuerzas y sólo entonces
podría recibir cualquier tratamiento que le devolviera la voz. En la librería
donde trabajo vendemos libros sobre terapias, como la homeopatía, las flores
de Bach, el ayurveda y lo que yo considero otros timos sin base científica.
Desde que leí ¿Tenían Ombligo Adán Y Eva?, de Martin Gardner, empecé a
burlarme de la ignorancia de quienes creen en esas dietas y terapias. Gardner
desbarata con argumentos científicos las teorías que algunos listillos han
construido para aprovecharse de la desesperación de la gente. ¿Estaría
desesperada mi madre? Mi hermano mayor había decidido que no le diríamos
el diagnóstico final. ¿Cuál era la gravedad real en su caso? Recordaba El Año
Del Pensamiento Mágico, de Joan Didion, ese testimonio sobre su vida
después de la muerte de su esposo y la enfermedad de su hija. Como Didion,
yo también necesitaba asirme de algo que pareciera inteligible, aunque fuera
sólo para mí. Uno de los pasos en el camino del duelo consiste en negociar
con uno mismo. Algunas personas corren maratones y prometen llegar a la
meta. Otras recaudan fondos para fundaciones benéficas. También hay
quienes hacen peregrinaciones a sitios sagrados. Apenas supe que estaba
enferma hice un trato conmigo mismo: si mi equipo ganaba todos sus partidos,
mi madre se recuperaría.

[IV]

Que me contaran que mi madre no se levantaba de la cama era lo que más me


llamaba la atención. Estaba deprimida; era lógico en una mujer que nunca
paraba de hacer cosas. A sus sesenta y ocho años no había dejado de trabajar.
Lo hacía porque le gustaba su profesión, y también por el dinero. Como no
cotizaba en la seguridad social, en el futuro dependería de sus ahorros y quizás
de nosotros, porque no quería depender de mi padre. Un par de semanas antes
de enfermar, ella nos preguntó a sus hijos qué nos parecía vender una casa que
tenía en Acobamba, fuera de Lima. A mí ya me había contado algo al
respecto, y como le dije que esa casa podía reformarse, me mandó un dibujo
del proyecto que se le había ocurrido. Mi hermana se sumó a la idea de la
reforma; era posible con un esfuerzo económico. Pero mi hermano nos
recordó que mi madre no tendría una pensión cuando se jubilara, aunque ella
pensaba trabajar hasta que fuera una anciana, y que el dinero de la venta al
menos serviría de fondo para emergencias.
Todos estos detalles empezaban a armar un rompecabezas.
Repasaba cada escena.
Hasta agotarme.
Y no funcionaba porque siempre faltaba algo.
Me sentaba durante horas frente a la computadora mientras esperaba noticias
sobre mi madre. Chateaba con mi hermana, coordinábamos nuestras fechas de
viaje para coincidir, aunque fuera unos días. Yo debía pedir una autorización
de retorno porque aún no tenía mi nuevo documento de residencia. Cuando no
me llegaban correos con novedades, llamaba a casa. Y mi madre escribió un
último mensaje: «Toma las cosas con calma, hijito, ya sé que estamos lejos,
pero a la vez muy cerca el uno del otro. Te quiero mucho». El día que debían
darle el diagnóstico final llamé a casa desde un locutorio antes de ir al trabajo;
me tocaba el turno de tarde. En Lima eran las nueve y algo de la mañana.
Contestó mi padre. No habían encontrado al especialista que la atendía y
volverían a la mañana siguiente, más temprano. Mi madre estaba muy
agotada. Ir al hospital había sido como correr una maratón. Ya no masticaba
nada, sólo tomaba caldos, bebidas heladas y le ponían suero. Mi madre
coleccionaba campanas desde los años ochenta. Tenía una vitrina con más de
cien. Cuando demorábamos para sentarnos a la mesa, hacía sonar varias de
ellas hasta que llegábamos. Una de las campanas de su colección ahora servía
para llamar desde la cama cada vez que necesitaba algo. Le pregunté a mi
padre cómo seguía todo. Su respuesta no fue alentadora. Le pedí paciencia. Mi
hermano me había comentado que se alteraba. Entre los dos tenían que
alimentar a mi madre, llevarla al baño, estar a su lado siempre. «Tengo que
hacerlo con paciencia, ¿no, cholo?», me dijo él como si se disculpara, y tuve
ganas de llorar. Me despedí, colgué, caminé hasta una plaza y me senté en un
banco a fumar. Era un día agradable, había sol y la gente iba en manga corta
por las calles. Estaba en Madrid, donde había deseado estar, mientras a mi
madre la consumía el cáncer. ¿Qué tan egoísta había sido durante los últimos
años? Era tan inevitable como inútil sentir culpa en ese momento.
Durante un par de días acepté la incertidumbre. Mi hermano ya debía saber el
diagnóstico final y supuse que no me quería poner nervioso. Pero una noche
no pude más y le pedí a mi hermana que me contara la verdad. Ella lo sabía,
estaba seguro. Y así era. Ya no había nada que hacer. A mi madre le quedaban
entre tres y seis meses de vida.
Al día siguiente le dediqué el triunfo de mi equipo.
Hay pacientes que viven con la amenaza permanente de la muerte por el
cáncer. Los someten a radioterapia o quimioterapia, se recuperan, recaen y
otra vez pasan por el mismo tratamiento.
Lo de mi madre no era una amenaza, era una realidad.
El veintiocho de diciembre de 2009 mi madre había enviado un correo
electrónico a las personas que más quería, y decía lo siguiente: «¡En enero
cumplo sesenta y siete años! Todo un desafío enfrentar los años venideros.
¿Cuántos? No sé, pero desearía que fueran sólo aquellos en los que pueda
valerme por mí misma. Cuando miro en retrospectiva, los recuerdos fluyen
con la nitidez que nos dan los días sumados, apilados unos sobre otros. Pasan
escenas desde mis primeros años hasta el momento». Agradecía a sus padres,
a su esposo e hijos, a sus nietos, por lo que cada uno le había enseñado. Y
agregaba: «Creo que no terminaré de aprender hasta el último momento de mi
existencia. Cada vez que he traspasado fronteras y visitado otros lugares he
ido almacenando en mi disco duro, la memoria, paisajes, actitudes, gestos
amables, colores, sonidos, que me alimentan a diario. […] Espero seguir
aprendiendo en los años que aún me queden de vida. Un abrazo a todos y cada
uno de ustedes y Feliz Año 2010!!! Y los que vengan». Vendría sólo uno y
medio más.

[V]

Mi madre sabía que se estaba muriendo y no se lo dijo a nadie.


Durante el vuelo a Lima no paré de revisar la copia del informe médico que
me había enviado mi hermano mayor. Me llamó la atención que en el apartado
«Ocupación» pusiera «su casa» y no «abogada». En «Enfermedad actual»,
puso: «Paciente de sesenta y ocho años, quien desde hace cuatro notó tumor
en la mama izquierda completamente asintomático y solo ahora consultó con
facultativo quien la deriva a nuestro instituto. La paciente refiere cefaleas y
mareos desde hace quince días, hace una semana noto aumento de volumen
del abdomen con nauseas y vomitos». En el apartado «Examen físico», decía:
«En la mama izquierda presenta una gran tumoracion de 7 x 6 cm ulcerada en
los cuadrantes inferiores la ulceracion mide 4 x 4 cm, además una tumoración
de 2 x 2 cm paraesternal izquierda. en la axila se palpan ganglios de hasta 1.
cm». Y sigue explicando cosas como que el hígado está trece centímetros por
debajo del reborde costal. Cuando recibí el informe llamé a un amigo médico
en Barcelona, cuyo padre había fallecido de cáncer. Fue sincero, me dijo que a
mi madre quizás sólo le esperaban los cuidados paliativos. Yo no quería que
sufriera.
Me remordía algo que no quisiera recordar. Mi madre había comentado hacía
unos años que había notado un «bultito» en el pecho, pero que no era nada.
Usó el diminutivo para restarle importancia. Y nadie se la dio. Ella en cambio
vivía pendiente de su familia. ¿Qué tan pendiente estaba yo de ella? Empecé a
preguntarme por qué no había actuado como ella lo habría hecho si yo le
hubiera dicho que tenía un tumor o cualquier enfermedad. ¿Por qué no había
existido esa reciprocidad? Yo quería a mi madre. ¿Pero la quería lo
suficiente?, ¿era mi egoísmo?, ¿cómo se produce esa desconexión entre un
hijo y sus padres?
El avión aterrizó de madrugada y pensé que estaba preparado para lo peor. Me
recogió mi padre. Se me cayeron algunas lágrimas al abrazarlo. Lo vi agotado,
preocupado, nunca lo había visto así. Estaba más canoso y había vuelto a
llevar bigote. En el coche, camino a casa, le pedí que me pusiera al tanto de
todo, con detalles. Era la madrugada del viernes veinte de mayo de 2011,
había gastado mis escasos ahorros para despedirme de mi madre; durante el
vuelo en mi agenda anoté: «La peor comida de avión de mi vida». Mi
hermano me recibió en el pasillo del segundo piso cuando llegamos a casa.
Sus ojeras eran dos túneles. Me avisó que mi madre se había despertado y que
podía aprovechar para saludarla. Entré en la habitación. Ella dormía de lado,
mirando hacia el armario empotrado en la pared que daba hacia el patio
interior. El espacio que su cuerpo ocupaba era el mismo de siempre. Subí a la
cama y susurré «mamá». Cuando giró la cabeza supe que no serían entre tres y
seis meses. Este era un adiós. Apreté los dientes y sonreí como pude.

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