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8 de marzo: políticas públicas para la equidad de género

El Estado debe tomar medidas para lograr una mayor participación de las mujeres en
puestos de decisión, una distribución más justa de las tareas dentro del hogar, mejores
trayectorias laborales femeninas y el efectivo goce de los derechos sexuales y
reproductivos.

La desigualdad de género atenta contra los derechos de las mujeres y compromete sus
autonomías económica, física y de toma de decisiones. Ellas sufren diversas formas de violencia
y discriminación a raíz de su género.

Acceden a menos recursos económicos, enfrentan una mayor carga de trabajo no remunerado e
inciden menos en las decisiones en la esfera privada y pública, entre otras inequidades. Estos
fenómenos se encuentran interrelacionados. Así, asegurar la autonomía de las mujeres en todos
sus planos es esencial hacia la igualdad entre los géneros. Las inequidades asociadas al género
no puede resolverse de manera aislada.

El Estado argentino, como garante de los derechos de la población, se comprometió a generar


mecanismos para reducir la inequidad entre varones y mujeres en sus múltiples aristas.

La igualdad de género es un imperativo moral y político: requiere garantizar los derechos de las
mujeres y construir las mismas oportunidades e incentivos para varones y mujeres.

La autonomía femenina es también fundamental para el desarrollo sustentable e inclusivo. En


primer lugar, habilita el aprovechamiento del bono demográfico que la Argentina experimenta
actualmente.

En segundo lugar, la economía se beneficiaría de una mejor y mayor participación de las mujeres
en la esfera pública. La equidad de género es deseable en términos de equidad como
económicos.

Es necesario que el Estado tome las medidas para lograr una mayor participación de las mujeres
en puestos de decisión, una distribución más justa de las tareas dentro del hogar, mejores
trayectorias laborales femeninas y el efectivo goce de los derechos sexuales y reproductivos. Solo
con una perspectiva integral e interrelacionada se podrá lograr el real empoderamiento de las
mujeres.

Las mujeres que logran entrar al mercado de trabajo lo hacen en peores


condiciones que los varones. Sufren de mayores tasas de informalidad, de
precariedad laboral y de desempleo.

En Argentina, la desigualdad de género se manifiesta con intensidad en diversos indicadores


laborales, erigiéndose como un fenómeno complejo que afecta diferentes instancias de la
trayectoria laboral de las mujeres. Por empezar, solo el 56% de las mujeres argentinas trabaja o
busca trabajo, frente al 81% de los varones (CIPPEC sobre la base de EPH I-2017). La brecha de
participación se ha mantenido relativamente estable desde principios del 2000 (CEDLAS, 2017).
La situación se agudiza entre la población de menor nivel educativo, menores ingresos, que está
en pareja, que tiene hijos y entre jóvenes de entre 18 y 24 años (CIPPEC sobre la base de EPH I-
2017).
Incluso las mujeres que logran entrar al mercado de trabajo lo hacen en peores condiciones que
los varones. Así, evidencian mayores tasas de informalidad, de precariedad laboral y de
desempleo que sus pares varones de igual o menor nivel educativo (CIPPEC sobre la base de
EPH I-2017).

Al mismo tiempo, se observan dos fenómenos: las paredes y los techos de cristal. Las primeras
refieren a la segmentación horizontal en el mercado de trabajo, en donde las mujeres se insertan
mayoritariamente en sectores de menor remuneración y menor dinamismo. De forma llamativa,
las áreas más feminizadas involucran tareas que son extensiones de responsabilidades de
cuidado doméstico: Servicio doméstico, Educación y Salud. Así, el 58% de las mujeres que
trabajan lo hace en estos tres sectores, junto con Comercio (CIPPEC sobre la base de EPH I-
2017).

Las paredes de cristal, junto con la menor cantidad de horas trabajadas, contribuyen
significativamente a la brecha de ingresos que caracteriza al mercado de trabajo. Esta brecha
asciende, en promedio, al 27%, agravándose entre la población de menores ingresos, menor nivel
educativo y con hijos a cargo (EPH I-2017). En este contexto, es importante destacar que
existe evidencia que sugiere que la internalización de los roles de género tradicionales que
impacta sobre las decisiones educativas y profesionales futuras se da en una edad muy
temprana.

Por otro lado, los techos de cristal aluden al hecho de que las mujeres tienen más dificultades
para acceder a puestos de decisión que los varones (lo que se denomina segregación vertical).
De acuerdo a información del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (MTEySS), en el
tercer trimestre de 2016 las mujeres ocupaban solo un 34% de los cargos directivos y un 28% de
las jefaturas. Además, aun cuando las mujeres logran acceder a puestos jerárquicos, persiste la
lógica de segregación horizontal que impera en el resto de la economía, por lo que las mujeres
ocupan cargos gerenciales en áreas con menores remuneraciones (administración, recursos
humanos, etc.) que aquellas típicamente masculinas (finanzas, ventas, etc.).

Detrás de estas brechas, la desigual distribución del trabajo doméstico no remunerado,


particularmente del cuidado de niños y adultos mayores, aparece como uno de los determinantes
fundamentales de la situación desventajosa de las mujeres en el mercado de trabajo. El 89% de
las mujeres realiza este tipo de tareas frente al 58% de los varones (CIPPEC en base a III-EAHU
2013). Además, ellas le dedican casi el doble del tiempo en promedio (6,4 horas diarias) que ellos
(3,4 horas diarias) y dicha brecha se duplica durante la edad reproductiva de las personas. Así,
las mujeres cargan con una doble jornada laboral, que no solo se compone de las horas
dedicadas al trabajo remunerado, sino también de las dedicadas al trabajo doméstico no
remunerado. Esto compromete seriamente las trayectorias laborales femeninas y la calidad de
vida de las argentinas, que frecuentemente se ven sumergidas en la inactividad, la pobreza y que,
aun cuando logran acceder al mercado de trabajo, ven truncadas sus carreras laborales.

Nota sobre el gráfico: el tamaño de las burbujas es proporcional a la proporción de mujeres en el


sector. Celeste: varones sobrerrepresentados. Rojo: mujeres sobrerrepresentadas.

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Las mujeres representan la mitad de la población pero ocupan menos de un tercio de las posiciones de
liderazgo en el mundo público. Se encuentran sub-representadas en los órganos directivos de los partidos
políticos, en las listas de candidatos, y en el Congreso.

En 2017 el Congreso nacional sancionó la Ley de Paridad. Ahora las listas de candidatos para la
elección de senadores nacionales, diputados y parlamentarios del Mercosur deberán integrarse
ubicando de manera intercalada a mujeres y varones. También en 2017 la provincia de Buenos
Aires estrenó su propia Ley de paridad. Estas reformas son a la vez una conquista y un
reconocimiento de que después de 35 años de democracia y 25 de vigencia del cupo en la nación
y las provincias, todavía hay un techo de cristal que condiciona el desarrollo político de las
mujeres.

Ellas representan la mitad de la población y, sin embargo, ocupan menos de un tercio de las
posiciones de liderazgo en el mundo público. Se encuentran sub-representadas en los órganos
directivos de los partidos políticos (28% entre las principales fuerzas nacionales) y en las listas de
candidatos (sólo 3 de cada 10 listas para diputados nacionales estuvieron encabezadas por
mujeres en 2017). En el Congreso, las diputadas ocupan el 37% y las senadoras el 41% de la
bancas, permanecen segregadas de las posiciones de autoridad y concentradas en algunos
temas como educación, protección social o salud pública. En las legislaturas provinciales también
están son minoría. En cargos ejecutivos, actualmente sólo hay dos ministras en el gabinete
nacional y 4 gobernadoras sobre 24 mandatarios provinciales. Sin datos oficiales, se calcula que
un 10% de las intendencias de todo el país son ocupadas por mujeres. En el Poder Judicial son
mayoría en los cargos administrativos pero minoría entre los camaristas (26%) y jueces (36%).

La desigualdad de género en la representación política es sistemática y está determinada por


barreras de distinto tipo: barreras culturales que imponen roles generizados, hacen que las
mujeres sean pobres de tiempo, cuestionan la capacidad de las mujeres para liderar y producen
una “brechas de interés y de ambición”. También hay un techo de billetes: la poca presencia de
mujeres en posiciones de poder en el sector privado, en las conducciones de los partidos y en los
lugares más sobresalientes del poder político es una limitante en la oferta de financiamiento dado
que existen fuertes tendencias de solidaridad de género en los aportes. En la Argentina, sólo una
cuarta parte del dinero donado por individuos a partidos y campañas es aportado por mujeres. Del
lado de la demanda están los partidos, que tienen el monopolio de las candidaturas y, por lo
tanto, un rol crucial en la distribución de las oportunidades para las carreras políticas. Si el acceso
de mujeres a cargos electivos sigue siendo minoritaria es porque los partidos dan prioridad a los
varones para ocupar las candidaturas más salientes y las mejores posiciones de las listas.
(Archenti y Tula, 2017).

Por eso la Ley de Paridad es sólo un nuevo comienzo, remover las barreras a la representación
política paritaria requiere de otras políticas. En especial, desarrollar los recursos técnicos y
humanos para garantizar el cumplimiento de la paridad y el igual trato a las mujeres durante el
proceso de oficialización de candidaturas. Esto incluye tanto automatizar la oficialización de
candidaturas para fortalecer el control como concientizar y capacitar a la autoridad de aplicación y
los representantes de los partidos para garantizar el cumplimiento sin restricciones. También
monitorear, sistematizar y difundir información oficial sobre la participación política y electoral de
las mujeres para que puedan tomarse decisiones informadas y se facilite el control social; discutir
la adopción de mecanismos específicos para permitir el acceso de las mujeres al financiamiento
público de partidos y campañas y fomentar la apertura de espacios para la promoción de las
mujeres dentro de las organizaciones políticas.

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Solo 2 de los 21 ministerios; 9 de las 77 secretarías; y 18 de las 111 subsecretarías están a cargo de
mujeres (sin considerar los cargos vacantes). Es decir, con respecto a 2017, cayó 3% la presencia de
mujeres en estos puestos.

Si bien en la Argentina hubo primeras mandatarias en tres períodos presidenciales, siguen siendo
pocas las mujeres en posiciones de jerarquía de la administración pública nacional. Esta
tendencia se agravó en los últimos años.

Más de la mitad de los empleados del Estado nacional son mujeres (52%, excluyendo a la policía
y las fuerzas armadas). Pero su presencia se concentra en la base de la pirámide de los
ministerios y organismos.
Tras el decreto 174/2018, solo 2 de los 21 ministerios; 9 de las 77 secretarías; y 18 de las 111
subsecretarías están a cargo de mujeres (sin considerar los cargos vacantes). Es decir, con
respecto a 2017, cayó tres puntos porcentuales la participación de las mujeres sobre el total de
cargos políticos (de un 17% a un 14%).

Si no se designan mujeres en las nuevas secretarías y subsecretarías, o se reemplazan varones


por mujeres en las ya existentes, la presencia femenina será nula en al menos sieteministerios.
Estos son los casos de Ambiente y Desarrollo Sostenible; Hacienda; Finanzas; Cultura; Trabajo;
Empleo y Seguridad Social; Interior, Obras Públicas y Vivienda; y Ciencia y Tecnología.
Adicionalmente, sólo en un ministerio la presencia de mujeres en cargos políticos supera el 30%
(Educación y Deportes).

La situación mejora a menor jerarquía. A fines de 2017, había mujeres a cargo de 33% de las
direcciones nacionales y 40% de las direcciones generales, aunque resta observar el impacto del
decreto 174/2018 (y sus normas complementarias) en la distribución de estos puestos.

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Las mujeres y la vulneración de sus derechos sexuales y


reproductivos
1. El aborto como problema de política pública

Entre 2010 y 2014 se estima que se produjeron en todo el mundo 25 millones de abortos
peligrosos al año, lo que representa el 45% de todos los abortos llevados a cabo y se concentra
en amplia medida en los países en desarrollo de África, Asia y América Latina (Ganatra y otros,
2017). Dentro del universo de abortos peligrosos, la amplia mayoría se categorizan como “menos
seguros”, es decir, aquellos practicados por un profesional calificado que utilizó un método poco
seguro o aquellos en manos de personas no calificadas, incluso si utilizaron métodos seguros
como el misoprostol. Los abortos “nada seguros”, por su parte, son aquellos realizados por
personas no calificadas con métodos peligrosos, asociados en incluso mayor medida con
complicaciones que pueden incluir el aborto incompleto, la hemorragia, lesiones vaginales,
cervicales y uterinas, e infecciones (OMS, 2017). El subtipo “menos seguro” es el que está
ganando mayor terreno en América Latina y representa la mayor proporción de abortos inseguros
en la región, dado el mayor acceso a y autoadministración de misoprostol por fuera del sistema
de salud, lo que de igual modo no cumple con los estándares de la Organización Mundial de la
Salud (OMS) para que un aborto sea seguro (OMS, 2017). Los impactos múltiples del aborto
peligroso sobre la vida de las mujeres que recurren a la práctica en esas condiciones configuran a
este fenómeno como un verdadero problema de política pública.

Con respecto a los esfuerzos por documentar la incidencia del fenómeno específicamente en
Argentina, cabe destacar que los datos oficiales disponibles distan en buena medida de ser útiles
a los efectos de proveer un diagnóstico situacional completo y confiable en la materia. Este
desafío debe entenderse en el marco más amplio de las deficiencias del conjunto de registros
sanitarios del país, vinculadas con problemas en el registro y carga de datos, limitaciones de las
clasificaciones estandarizadas para dar cuenta correctamente de la condición de los pacientes y
el hecho de que los registros oficiales no incorporan estadísticas de los efectores de salud que no
son públicos (Amnistía Internacional, 2017a). Este escenario se acentúa en el caso del aborto,
dado que durante más de 90 años, la interrupción legal del embarazo (ILE) “no fue una prestación
sanitaria disponible en los servicios de salud pública del país y los abortos se realizaban en
servicios privados y clandestinos” (Amnistía Internacional, 2017a). A esto se suma que, incluso en
la actualidad, las cifras generadas desde la Dirección de Estadísticas e Información en Salud del
Ministerio de Salud de la Nación (DEIS) (específicamente, los “egresos hospitalarios”
relacionados con la práctica) no diferencian instancias de aborto legal o ILE de aquellas de aborto
realizado por fuera del marco legal, no permiten registrar los abortos ambulatorios o que no
requieren internación ni aquellos realizados en el nivel de atención primaria, así como tampoco
las prestaciones de ILE realizadas en los subsistemas de obras sociales y medicina prepaga
(Amnistía Internacional, 2017a).

Los datos asociados con el indicador “egresos hospitalarios por aborto”, por lo tanto, deben
entenderse como una aproximación muy limitada al fenómeno que no da cuenta de su magnitud
real (legal y por fuera del marco legal) y que resultan difíciles de comparar con otros países. En
Argentina, se produjeron en 2013 48.949 egresos hospitalarios por aborto a nivel nacional y para
la totalidad de los grupos etarios (DEIS, 2013) (último dato disponible, publicado en 2015).
Existen algunas investigaciones que han desarrollado modelos teóricos específicos para estimar
la totalidad del aborto inducido (por oposición al espontáneo) en una jurisdicción, que combinan
las estadísticas limitadas existentes con información obtenida de encuestas a informantes clave
(Amnistía Internacional, 2017c). Las metodologías probadas por las investigadoras Pantelides y
Mario (2005) se encuadran en este enfoque y, aunque no llegan a cifras exactas y poseen serias
debilidades, las estimaciones en torno a la existencia de 450.000 abortos anuales en 2005
pueden resultar útiles como órdenes de magnitud que informen el debate (Amnistía Internacional,
2017c).

No obstante estas limitaciones respecto de las posibilidades de documentar la magnitud y alcance


de esta práctica, es preciso tener en cuenta que los datos sí sugieren que el aborto se ubica
desde hace tiempo como la principal causa de muerte materna a nivel nacional. Según el anuario
de la DEIS, de las 245 mujeres embarazadas que en 2016 fallecieron por distintas causas, un
17,6% lo hizo como resultado de un “embarazo terminado en aborto.

2. ¿Qué muestra la evidencia?

En investigaciones recientes como el estudio llevado a cabo por Ganatra et al., se destaca
una fuerte asociación entre la permisividad del marco normativo vigente a nivel nacional y
las tasas de abortos peligrosos. Del cruce de ambas variables, emerge que casi 9 de cada 10
abortos fue realizado de manera segura en aquellos países donde la interrupción voluntaria del
embarazo es legal bajo supuestos amplios, lo que contrasta con el caso de los países donde el
aborto se encuentra completamente prohibido o está admitido únicamente como excepción para
preservar la vida y la salud de la madre, donde solo 1 de cada 4 abortos se realizó de manera
segura (Ganatra y otros, 2017).

La evidencia histórica también demuestra el impacto significativo de la penalización del


aborto sobre la mortalidad materna por aborto inseguro: cuando en noviembre de 1965 el
gobierno rumano decidió criminalizar abruptamente el aborto, las tasas de mortalidad materna por
esta causa aumentaron significativamente y solo descendieron cuando se dio marcha tras con la
penalización (Shah y Faúndes, 2015). Evidencia de Sudáfrica y Portugal también contribuye a
reforzar este punto (Bombas, 2014) (Jewkes y Rees, 2005). Este impacto introduce en el debate
una dimensión vinculada con la equidad: en un escenario de aborto penalizado, son en buena
medida las mujeres pertenecientes a sectores socioeconómicos más vulnerables las que se
someten a prácticas menos seguras (OMS, 2016), dada su menor posibilidad de costear prácticas
seguras fuera del marco legal.

Por otro lado, si bien la despenalización del aborto se vincula con menores tasas de aborto
peligroso y con una menor incidencia de mortalidad materna por esta causa, la evidencia
comparada también demuestra que la despenalización no incrementa la tasa de aborto, como
se suele asumir. Si bien en las experiencias de algunos países se exhibe un incremento inicial a
partir de la despenalización, no existe forma de comprobar si se trata de un aumento real o si
refleja el efecto del mayor registro en estadísticas oficiales de abortos antes realizados
clandestinamente que a partir de la despenalización ya no son ocultados (Shah y Faúndes, 2015).
La experiencia en Francia, Italia, Turquía y Portugal muestra que las tasas caen continuamente o
se mantienen estables luego de los primeros dos a tres años posteriores a la despenalización
(Shah y Faúndes, 2015). Con esta óptica puede también interpretarse la todavía reciente
experiencia uruguaya. Si bien el número de IVE (Interrupciones Voluntarias del Embarazo)
aumentó entre 2013 y 2016, se evidencia un progresivo amesetamiento de la cantidad de casos
en los años más recientes: mientras el número absoluto de abortos realizados aumentó un 20%
entre 2013 (año base de la despenalización) y 2014, solo registró un 9% de aumento entre 2014 y
2015 y las cifras preliminares de 2016 exhiben un 3,8% de incremento (Ministerio de Salud
Pública, 2017). Los datos uruguayos, de igual modo, se mantienen significativamente por debajo
de las estimaciones de abortos anuales previas a la estrategia de despenalización (ONGSSyR
Uruguay, 2017).

Al mismo tiempo, la evidencia remarca que no existe una relación de causalidad directa entre la
despenalización y la caída en las tasas de aborto, sino que la reducción en los casos de mujeres
que solicitan la práctica se puede retrotraer a una disminución de los embarazos no deseados o
no intencionales, asociada con mejoras en el resto de las prestaciones de salud sexual y
reproductiva como el acceso a métodos anticonceptivos modernos y a información y educación
sexual integral, factores que también acompañan las estrategias de despenalización. La
legalización, no obstante, sí genera un marco propicio que facilita las oportunidades de
prevención, dado que cuando la interrupción del embarazo es legal y accesible o gratuita en el
sistema de salud, operaría un incentivo para fortalecer el acceso al resto de las prestaciones que
hacen innecesario el recurso a la práctica de interrupción, motivación que no está presente
cuando el aborto se halla criminalizado y los proveedores clandestinos lo conciben como un
negocio (Shah y Faúndes, 2015). Además, y aún más importante, como ya fue mencionado la
despenalización no genera un aumento automático en las tasas de aborto en el mediano
plazo.

3. ¿Cómo reacciona actualmente el Estado argentino?

Marco normativo nacional

En Argentina, la interrupción voluntaria del embarazo se halla regulada desde hace casi cien años
por el Código Penal de la Nación (1921). Siguiendo la interpretación que realizó de este cuerpo
normativo la Corte Suprema de Justicia de la Nación en 2012 (“Fallo F.,A.L., s/ medida
autosatisfactiva”), el Código establece como regla la penalización del aborto y como excepción el
derecho a la no punibilidad del aborto o interrupción legal del embarazo (ILE), de mediar una tres
causales: 1) cuando el embarazo representa un peligro para la vida de esa mujer, niña o
adolescente que no puede ser evitado por otro medio; 2) cuando el embarazo representa un
peligro para la salud de esa mujer, niña o adolescente que no puede ser evitado por otro medio;
3) cuando el embarazo proviene de una violación a una mujer, niña o adolescente, posea o no
una discapacidad intelectual o mental.

A su vez, siguiendo los parámetros establecidos en el “Protocolo para la atención integral de las
personas con derecho a la interrupción legal del embarazo” (MSAL, 2015), las causales de peligro
para la salud y peligro para la vida deben entenderse en el marco de una concepción integral de
la salud, definida como el “completo estado de bienestar físico, psíquico y social, y no solamente
la ausencia de enfermedades o afecciones” (OMS, 2006). Asimismo, y en cuanto a la causal
violación, el Fallo F.A.L. estableció que no es necesario para acceder a la prestación disponer de
autorización judicial ni denuncia policial alguna, bastando únicamente la presentación de una
declaración jurada donde la mujer que busque ejercer su derecho conste que el embarazo es
producto de una violación. También aclara que ante la existencia de dudas sobre la ocurrencia de
la violación, prima y es prioritario el acceso al servicio de ILE, que no puede obstruirse o
demorarse (CSJN, 2012).

Marco normativo provincial


Sin perjuicio de la superioridad de la norma nacional, el Fallo F.,A.L también exhortó a los
gobiernos subnacionales y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a “remover todas las barreras
administrativas o fácticas [para acceder a la ILE] a través de la implementación y operativización
de protocolos hospitalarios para la atención de abortos no punibles” (Amnistía Internacional,
2017). Hasta fines de 2017, no obstante, las distintas jurisdicciones del país exhiben escenarios
disímiles respecto del marco normativo para el acceso a la ILE. Solo 9 de las 25 jurisdicciones
(Chaco, Chubut, Jujuy, La Rioja, Misiones, Santa Cruz, Santa Fe, Tierra del Fuego y Entre Ríos)
poseen protocolos de atención de ILE que se correspondan con los lineamientos fijados por la
CSJN en el Fallo F.A.L. Otras 7 jurisdicciones (Ciudad de Buenos Aires, Córdoba, La Pampa,
Neuquén, Provincia de Buenos Aires, Río Negro y Salta) dictaron protocolos que no respetan los
principios emanados del fallo del máximo tribunal e imponen requisitos y criterios que dificultan el
acceso a la práctica. Finalmente, las restantes 8 provincias Catamarca, Corrientes, Formosa,
Mendoza, San Juan, San Luis, Santiago del Estero y Tucumán) no han dictado protocolo alguno.
Así, más de la mitad de las jurisdicciones del país no cuenta con una normativa que asegure el
acceso a ese derecho (Amnistía Internacional, 2017)(ADC, 2015)[1].

Políticas públicas para el acceso a la ILE

Garantizar la atención de la ILE se encuentra entre las principales acciones implementadas por el
Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable (PNSSyPR) para alcanzar los
objetivos establecidos en la ley de creación del programa (25.673), orientados a garantizar el
acceso al más alto nivel de salud sexual y salud reproductiva a la población. El PNSSyPR
entiende que la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente
la ausencia de afecciones o enfermedades —en consonancia con el enfoque promovido por la
OMS—, y que la salud sexual y salud reproductiva es un estado de bienestar físico, mental y
social en relación con la sexualidad que requiere un enfoque positivo y respetuoso de la
sexualidad libres de toda coacción, discriminación y violencia.

En pos de dichos objetivos, el PNSSyPR implementa acciones de sensibilización pública,


capacitación en servicio a efectores de salud de todos los niveles de atención y asistencia técnica
y legal en la atención integral de las personas. En ese sentido, considera que la interrupción legal
del embarazo (ILE) debe ser brindada bajo los mismos parámetros que otras prestaciones del
servicio de salud: respetando los estándares de calidad, accesibilidad, confidencialidad,
competencia técnica, rango de opciones disponibles e información científica actualizada. Para el
desarrollo de sus líneas de acción en materia de acceso a la ILE, el PNSSyPR trabaja en
articulación con los distintos programas provinciales de salud sexual y reproductiva, que también
desarrollan iniciativas locales propias en algunas jurisdicciones.

El acceso efectivo a la práctica más allá de la normativa, no obstante, difiere en gran medida
entre jurisdicciones, con una amplia heterogeneidad en cuanto a la existencia de efectores de
salud que realicen habitualmente la práctica, profesionales de la salud capacitados, disponibilidad
de insumos y marcos que protejan a los profesionales que efectivamente realizan la ILE en cada
jurisdicción (Amnistía Internacional, 2017b).

Aborto y políticas públicas para la garantía de derechos sexuales y derechos


reproductivos

Si a las barreras de acceso a la interrupción legal del embarazo se añade el hecho de que en
Argentina casi un 60% de las mujeres madres de todas las edades declararon en el posparto que
su embarazo no fue planificado (SIP Gestión, Consolidado 2010-2014), se evidencia una realidad
de derechos sexuales y reproductivos vulnerados.

En este sentido, es fundamental que todo debate en torno a la despenalización del aborto en el
país se ubique en el marco más abarcativo de una efectiva implementación de las políticas que
garanticen los derechos sexuales y derechos reproductivos de las personas. Una estrategia
integral de este tipo debería fundarse en al menos tres pilares:

1. Mejorar la oferta de servicios de salud sexual y reproductiva: en particular, a través de la


consejería en salud sexual y reproductiva, el acceso a métodos anticonceptivos modernos
(con énfasis en aquellos de larga duración como el DIU o implante subdérmico) y la
delegación de funciones en las obstétricas para que sean habilitadas a colocar o implantar
dichos métodos a nivel nacional;
2. Fortalecer el acceso a la información para el ejercicio de los derechos sexuales y derechos
reproductivos: a través de campañas comunicacionales de sensibilización y, para el caso
de los adolescentes, de las asesorías en salud integral en las escuelas (Programa
Nacional de Salud Integral en la Adolescencia) y de la Educación Sexual Integral;
3. Promover políticas públicas para prevenir el abuso y la violencia sexual (especialmente
contra niños, niñas y adolescentes).

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