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Los Incas, el pueblo de los Felices

En el transcurrir de la historia de la humanidad los hombres han levantado


civilizaciones que han ido sucediéndose unas a otras, conformando una espiral
que avanza a través del tiempo. Cada cultura, cada pueblo, ha sido y será
sucedido, irremediablemente, por otro, siguiendo uno de los principios orgánicos
de la vida: todo lo que nace muere, y las civilizaciones no son una excepción;
todas experimentan un inicio, un desarrollo, un apogeo y un declive que conlleva
el germen del nacimiento de una nueva forma de vivir en sociedad.

Al igual que no todos los seres mueren por vejez, las civilizaciones pueden
desaparecer en pleno desarrollo debido a causas muy variadas; este es el caso
de los incas, una sociedad altamente desarrollada que fue atacada de forma
violenta. Se trata de un pueblo extraordinario que comenzó a constituirse entre
el siglo XII-XIII de nuestra era y que desapareció bajo la espada de Pizarro en
1533 con la conquista de América. Con la civilización inca desapareció una
cosmovisión, una mentalidad emparentada con todas las antiguas civilizaciones
de América y de otros continentes: la egipcia, el Imperio Romano, Grecia, el
pueblo maya, hindúes, tibetanos etc. Y es que los incas conservan en su mito de
los orígenes, en su organización, en sus conocimientos y en sus costumbres,
muchos paralelismos con la forma de vida de estas otras sociedades.

A través de los restos arqueológicos que han resistido el paso del tiempo, de
la tradición popular, de los pocos documentos que no fueron destruidos y de los
relatos de aquellos que los conocieron, podemos descubrir la historia de unos
hombres que organizaron un imperio que abarcó gran parte de lo que hoy
conocemos como Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Chile y Argentina; es decir,
una extensión parecida a Europa pero con una gran diferencia respecto a su
geografía: las tierras de esta zona, cuyo núcleo se sitúa en Perú, nos muestran
una topografía ruda, de suelo ingrato, coronado por la cordillera de los Andes,
cuyos picos se elevan con facilidad por encima de los 4.000 m., con precipicios,
torrentes y una vegetación frondosa, a la vez que desiertos estériles; todo ello
dificulta mucho las comunicaciones.

Los incas se establecieron originalmente en un valle de la meseta interandina,


en donde construyeron una ciudad que llamaron Cuzco. Tal nombre se puede
traducir como «ombligo del mundo», es decir, era el centro de su mundo, pues
desde allí se fueron extendiendo. Otras ciudades en la antigüedad también
fueron bautizadas con el mismo significado, como Delfos, en Grecia. Son
ejemplos de una mentalidad para la cual la sociedad surge de un centro mítico;
ese origen sagrado incluía una explicación de los principios que iban a regir a
aquellos hombres y mujeres. Cada ser humano tiene unos principios, unas
creencias y una forma de ver la vida que se refleja en todos sus actos,
pensamientos y sentimientos; cuando este centro se pierde hay desequilibrio y
la persona pierde el sentido de sus acciones. En las civilizaciones ocurre
exactamente lo mismo. De ahí la importancia de tener un Cuzco que cohesionara
el Imperio y le diera un orden y un sentido a su existencia.

Manco Capac fue el primer inca que clavó la vara en el valle sagrado.
Representa a ese primer grupo que, viniendo de una civilización anterior
desaparecida, recogió todo su legado y lo adaptó a un nuevo período, a unas
nuevas necesidades. Los incas eran una raza diferente a la autóctona de
Sudamérica; sus rasgos, su tez más clara tenían un origen que formaba parte de
su enigma ya que, a ciencia cierta, no se sabe de dónde proceden, si bien hay
mitos que narran la llegada de unos hombres de estas características desde el
Atlántico hace muchos miles de años.

Los incas traían consigo una civilización mucho más avanzada respecto a los
pueblos que habitaban la región, con sistemas más precarios de supervivencia.
Desarrollaron una sociedad agraria en un territorio poco fecundo y con una
extensión tal que necesitó de una estricta organización para poder salir adelante.
Establecieron una red de carreteras que les permitió unificar y comunicar su
imperio de punta a punta. Se dice, a modo de anécdota, que el monarca inca,
viviendo en Cuzco, podía comer pescado fresco todos los días si quería, tal era
la eficacia de los chasquis o mensajeros; estos, sin sistema de locomoción iban
corriendo en relevos con gran agilidad, y en un solo día llevaban los comunicados
gubernamentales a todos los rincones.

Sus métodos de conquista de nuevos pueblos para anexionarlos a su modo de


vida eran pacíficos; una delegación de los incas acudía a visitar al curaca o jefe
del pueblo en cuestión y exponía las ventajas para todos sus habitantes si se
sumaban a su proyecto civilizatorio; les explicaban su organización económica,
traían maquetas de puentes, acueductos, sistemas de regadío e ingeniería…,
para demostrarles el beneficio incuestionable de todo ello y respetando en todo
momento la lengua autóctona -si bien el quechua era la lengua oficial-, las
costumbres y la religión. Acostumbraban a llevar al panteón de Cuzco los nuevos
dioses de otras tierras como símbolo de aceptación de que todas las creencias
eran válidas pues si bien las formas y los nombres cambiaban, en esencia eran
lo mismo.

Si el curaca no aceptaba esta conquista amigable entonces intervenía el


ejército -sólo se conoce un pueblo en las tierras de Chile que resistió a la
invasión-. Después, y en vez de tomar represalias, los incas colocaban al mando
al mismo curaca y se procedía a aplicar la nueva estructura.
Uno de sus mayores objetivos era que ningún habitante pasara hambre. Para
ello había un estricto control estadístico: cada diez familias tenían un
responsable, y cada diez responsables había, a su vez, un supervisor; así se iba
extendiendo hasta llegar a los gobernadores, y, finalmente a los cuatro virreyes
que estaban bajo la dirección directa del monarca. No hay que olvidar que el
nombre original de su imperio fue Tavantinsuyu, que significa «las cuatro partes
del mundo». Era tal la eficacia de este sistema que cuando alguien robaba, cosa
poco usual, si el motivo había sido injustificado era castigado; pero si se debía al
poco cuidado de su responsable, éste era castigado por no haber velado por su
manutención.

Las tierras se dividían en medidas llamadas tupus, que cada año se


reasignaban a las familias en función de su número, como se hacia en Egipto;
los tupus sobrantes se dividían en las tierras del Sol, cuya cosecha se guardaba
en pirúas o graneros que servirían de reserva en caso de hambruna; llegaron a
contar con excedete para diez años, tal era su previsión; finalmente, las otras
tierras eran del Inca gobernante, que como tributo cobraba su cultivo.

Era tal la seguridad que ofrecía el estado que cuando una pareja se unía
recibía una modesta vivienda, pero a prueba de terremotos; una pareja de
llamas, animal imprescindible en los Andes; y dos mudas de ropa, además de
las tierras familiares.

La edad laboral se situaba entre los 25 y los 50 años; antes o después también
podían realizar labores varias, pero para la familia. El trabajo era obligatorio de
forma estricta, aunque con unas condiciones totalmente humanas y beneficiosas
para toda la comunidad: gracias a la labor común todos podían vivir en buenas
condiciones. No hay que olvidar que contaban con numerosos días de descanso:
se llegaron a contabilizar 158 días festivos al año.

Su modo de vida era austero y frugal: en cuanto a la comida, maíz, legumbres


y verduras como principal alimento; y en cuanto a sus pocas comodidades, la
riqueza no consistiría en tener mucho, sino en necesitar poco. Los incas eran
conscientes de que el apego y el deseo a las posesiones es fuente de infelicidad
y trataron de inculcar una moral de pocos deseos materiales. Su educación era
ética hasta el punto de acostumbrar a saludarse por la calle diciendo: «No
mientas, no robes, no seas mentiroso». No les fue muy mal, ya que no en vano,
junto a los egipcios, han pasado a la historia como el «pueblo de los felices».
¿Se podrá decir lo mismo de nuestra civilización en el futuro?
Pero todo este sistema no se entendería sin lo más importante: los incas o
gobernantes recibían desde su infancia una estricta formación en todos los
sentidos. Ésta corría a cargo de los amautas o consejo de sabios que instruían
sobre matemáticas, astronomía, estadística, teología, historia, política, música y
medicina. Todo ello sin olvidar la formación del carácter con difíciles pruebas que
debían superar para demostrar su templanza y autogobierno, estando de este
modo capacitados para gobernar con más rectitud. Los que superaban las
pruebas eran recibidos por el monarca que les perforaba los lóbulos de las orejas
y les colocaba aretes cuyo tamaño iba en relación al nivel interno que se les
reconocía.

Las mujeres también eran valoradas con sus funciones en la sociedad y su


formación en los templos, en donde un grupo de sacerdotisas se encargaban de
mantener el fuego encendido todo el año, símbolo de la divinidad, que
representaban en Inti, el Sol, causa primera de la vida en nuestro Sistema Solar.
En su honor hicieron un gran templo en Cuzco recubierto con láminas de oro,
símbolo del sudor del Sol, al igual que Quilla, la Luna, su complemento femenino,
que tenía su templo recubierto con láminas de plata. Los metales preciosos no
tenían más valor que el meramente estético, ya que no servían como moneda.

Esta mentalidad fue totalmente incomprensible para doscientos españoles, en


su mayoría eran analfabetos y estaban sedientos de codicia. Conquistaron con
astucia este imperio cercenando de forma rápida y violenta la cabeza, es decir,
a los incas gobernantes a los que se encargaron de masacrar por completo. Su
éxito ante tanta diferencia numérica se debe a ciertas alianzas que establecieron
con pueblos rivales de los incas y a una incipiente guerra civil entre los dos incas
con derecho al trono: Huáscar y Atahualpa. Finalmente acabaron con este
sistema de vida y comenzó la supervivencia de un pueblo que pasó en dos años
de doce millones de habitantes a ocho, por la explotación inhumana en las minas
de metales preciosos, por las malas condiciones de vida -la edad laboral se
amplió de 15 a 60 años-, por el hambre y por los abusos de los supuestamente
civilizados europeos.

Evidentemente la historia la escriben los vencedores y no siempre es ecléctica


y objetiva; en este caso, por poco que se investigue no se puede por menos que
sentir vergüenza por un hecho que incluso con el tiempo se ha ido valorando
como un logro incuestionable. Hace falta eliminar muchos prejuicios y falsos
esquemas de lo que consideramos el progreso y aprender a contemplar la
historia bajando del pedestal de superioridad que nuestra mentalidad actual tiene
respecto al hombre en la antigüedad: hubo momentos muy oscuros, por
supuesto, pero también los hubo que pueden aportar ideas muy buenas a
nuestra actual forma de vida. Atreverse a conocer el pasado nos puede hacer
más librepensadores y eclécticos, incluso tal vez pueda ampliar nuestros
horizontes acerca del ser humano hasta límites insospechados. Vale la pena
sumergirse en esta apasionante aventura para evitar cometer los mismos errores
y extraer la experiencia de otros hombres que vivieron, sintieron y pensaron de
forma no muy diferente a la nuestra, pues el hombre no es el que cambia sino
sus formas de vida.

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