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Los

Siete Caminos

Por

Ángel A. Quispe Atamari




Cuando los hermanos Olivera arribaron al Campamento Minero en un


caluroso medio día de finales de febrero, lo primero que les llamó la atención
fue la presencia de un menudo anciano que revolvía el contenido de una gran
paila. Era intenso el vapor que se desprendía de la cocina esparciendo por el
ambiente un agradable olor a comida bien sazonada. El anciano se hallaba
virtualmente ensimismado en su labor y cuidaba que sus brazos no sufrieran
daño alguno por las furiosas llamaradas que chisporroteaban lanzando
pequeños proyectiles a los costados, mientras que una envolvente humareda
oscurecía gran parte del patio. Tres mujeres jóvenes y robustas rondaban en
torno cumpliendo a cabalidad las tareas asignadas. La una atizaba el gran
fogón con un tridente de fierro cuya manecilla tenía un protector de baquelita;
y la otra acarreaba abundante leña desde el fondo del patio donde existía una
especie de cobertizo con techo de palma y paredes de pona; y la última había
delineado sobre una gran mesa de rústica factura una suerte de utensilios de
los más variados tamaños y colores. Al parecer esperaba impaciente que la
olla de emoliente se enfriara al influjo de un cristalino chorrito de agua que
caía por un tubo de bambú. En ese sector el vapor era tan intenso que, a cada
irregular flujo del líquido al moverse los helechos de la acequia principal,
espantaba a millones de mosquitos y zancudos.
-¡Ya llegamos!- gritó un robusto muchacho que tenía la cabeza cubierto
con los restos de un camisón floreado.
Poco a poco se produjo una irrefrenable avalancha de hombres. Llegaban
sudorosos, agotados, pero felices. En completo orden ocuparon sus asientos y
entre imprecaciones, silbidos y risas demandaban los jarros de refresco.
La cocinera encargada pronto satisfizo el pedido de los trabajadores
colocando varias jarras de emoliente tibio, y se retiró toda confundida por los
piropos, pellizcos y suaves empujones que le propinaban desde todos los
flancos. Mientras tanto las dos cocineras encargadas de las viandas, habían
colocado sobre la mesa grandes pocillos llenos de mote de haba y maíz. Pronto
varios platos desfilaron en completo orden, mostrando un suculento guiso de
pallares acompañado de arroz y estofado. Los comensales habían dejado de
cuchichear y devoraban más que comían y esperaban duplicar otro tanto.
Sudaban a chorros y a pesar de tener los torsos desnudos, sentían que se
sofocaban y hubieran dado cualquier cosa por tener en ese momento una tenue
garúa o en el peor de los casos un suave vientecillo, pero helado.
Los trabajadores del campamento habían notado la presencia de los dos
extraños que supusieron eran los nuevos contratados. Conversaban con el
patrón animada y despreocupadamente, mientras comían con aparente calma.
Sabían que al día siguiente serían incorporados en las cuadrillas y entonces
comenzarían a sentir en carne propia el cansancio, la sed devoradora, el
escozor de las picazones de zancudos y mosquitos y el ardor insoportable de
los mortíferos rayos del sol; sabían además que siempre se comenzaba de la
mejor manera, sentado a la mesa del gran comedor de don Víctor, para luego
terminar al fondo junto a la acequia y protegido por la sombra de los árboles y
arbustos; asimismo el desinterés aparente por las comidas sería sólo por el
primer día, y luego con el transcurso de los días y la fuerte y agotadora faena
del trabajo en el lavado del oro, los convertiría en hombres siempre dispuestos
a despacharse no uno sino varios platos de comida y una cantidad asombrosa
de emoliente tibio.
Por eso, cuando los Olivera apreciaron a los semidesnudos obreros que se
reagrupaban para marchar de nuevo al monte, sintieron una antelada
crispación de sus carnes. Habían advertido en brazos y piernas laceraciones
producto tal vez de accidentes pequeños o rasguños de palos. Muchos de ellos
tenían los pies envueltos en trapos sucios a manera de toscas botas. Don
Víctor, el patrón, antes de marcharse al monte, advirtió a los hermanos que
formarían parte de las cuadrillas al día siguiente y que por el momento bien
podrían efectuar un paseo por las riberas del Araza, y tal vez refrescarse un
poco en sus aguas frías. Los hermanos Olivera festejaron la ocurrencia, y
vieron marchar a propietario y obreros por la única senda que existía al final
del patio. Se internaron en el umbroso enjambre de árboles y lianas que se
entretejían en una red verdusca de disímiles formas, aspecto y textura. La gran
selva húmeda, umbrosa y hambrienta, pronto los absorbió a todos ellos. Una
aparente calma reinó en el ambiente y sólo de cuando en cuando, arrastrado
por el ligero vientecillo, llegaba el rumor suave del caudaloso río que discurría
lento, majestuoso.
Las tres mujeres y el cocinero se habían cobijado debajo de una gran
palmera y comían en completo silencio sin importarles que los millares de
mosquitos se cebaran en brazos y piernas. Fue el mayor de los hermanos
Olivera, quien se aproximó al grupo y tras un respetuoso saludo, dijo:
-Me llamo Manuel Olivera y mi hermano menor José, llegamos en busca
de trabajo y espero que aquí se pueda hacer algo. Parece don Víctor un buen
hombre y todos ustedes lo son según veo.
Las mujeres se sintieron un poco halagadas por el cumplido y tras lanzar
una risita tímida, se miraron entre ellas sin poder responder.
El anciano seguía comiendo su ración sin prestar atención al desconocido;
pero cuando vio al segundo hermano que se había acercado poco a poco y
miraba receloso desde una prudencial distancia, dejó de masticar y
visiblemente impactado por algún recuerdo o tal vez impresionado por la
juvenil presencia de aquel muchacho que parecía casi un niño, farfulló apenas:
-Tu eres muy joven para el trabajo, pobrecito pues. Si no te enfermas tal
vez morirás de cansancio…
Las mujeres se miraron intrigadas frente a la inoportuna salida del anciano
y algo indispuestas, se llevaron el índice a la sien, indicando que aquel
vejestorio estaba loco y si decía todo aquello era tal vez parte de sus desvaríos.
Sin embargo, José Olivera, al sentirse aludido, compadecido y vaticinado,
sonrió satisfecho. Temeroso se acercó al anciano y sin que mediara invitación
alguna se sentó sobre un tocón. Desde su nueva posición lo observó a sus
anchas. Observó su arrugado rostro, su mirada vaga y sin vida, y lo que le
llamó la atención fue el gran tajo del orbicular izquierdo y parte de la frente.
Herida que debió ser profunda y mortal por la espantosa cicatriz que había
quedado como una huella terrible.
-Sí, abuelo, seré joven sin experiencia, pero no cobarde; trabajaré tan igual
como cualquier antiguo y no me moriré. Tú serás mi protector, mi guía, mi
amigo…
El anciano se revolvió en su asiento muy inquieto. Miró de hito en hito a
aquel advenedizo. Se diría que esa mirada perdida, casi estúpida no revelaba
un ápice de inteligencia; pero una lumbre de satisfacción brilló en aquellos
ojillos. Se sentía emocionado por aquel arranque de sinceridad del muchacho,
que buscaba con cierta ingenuidad, protección, consejo y amistad; esta
circunstancia no dejó de conmoverlo por lo que respondió en el acto:
-Está bien- dijo depositando el plato a medio consumir sobre un tablón que
hacía las veces de mesa-. Yo, Lucas Romero, me ofrezco a cuidarte como si
fueras mi hijo, tú serás como el hijo único que quiero conocer y que no
conozco aún.
Alargó los dos brazos y tomando de los hombros al emocionado José
Olivera, lo estrechó con efusión.
Las cocineras no se entusiasmaron ni les causó sorpresa alguna el inusual
arranque de afabilidad del anciano y consideraban más bien que era uno de sus
peculiares y extravagantes estados de ánimo. Don Víctor y casi todos los
obreros estaban convencidos que aquel vejete estaba loco; pero loco pacífico
que no molestaba a nadie. Eso sí como cocinero era un verdadero prodigio
digno de alabanza y aprecio únicos. Además todos sabían que algunas noches,
el taciturno anciano narraba maravillosos sucesos acaecidos en diferentes
épocas y lugares, y su extraordinaria capacidad de imaginación había
desbordado los límites de lo normal para adentrarse en sucesos que estaban
lejos de ser verosímiles y que entre suspiros, asomo de lágrimas, había
manifestado muchas y repetidas veces que era dueño de un tesoro, un gran
tesoro de pequeñas planchas de oro cuyo peso oscilaba entre los quince kilos.
De hecho que nadie le creía y en la mayoría de los casos causaba la hilaridad y
la compasión total. “Abuelo, le decían al verlo retozón y alegre, cuándo nos
llevas a rescatar tu oro”. “¡Nunca!, respondía muy seguro de sí, ese oro no es
para Ustedes, tira de inútiles”. Entonces lo dejaban en paz y festejaban la
ocurrencia con estruendosas carcajadas.
En esta ocasión, José Olivera pidió permiso al anciano para retirarse y tras
un corto alejamiento, volvió trayendo una botella de pisco, una cajetilla de
cigarrillos y una bolsa de coca. Regalos que hizo presente a su nuevo
protector. El anciano no sólo quedó satisfecho por aquel hermoso gesto de
amistad, sino dejó entrever en sus desarticuladas frases de agradecimiento que
haría todo por trasmitirle la real historia de su vida.
De esa singular manera, José Olivera, ratificó su amistad con aquel
extraordinario anciano. A partir de ese momento, el bondadoso cocinero
ofrecía a su protegido las mejores viandas. Pronto esta situación causó el
malestar y la envidia de más de uno, que amenazó con contárselo al patrón
aquel despilfarro y desigualdad; sin embargo, todo continuó con la misma
regularidad de siempre y la camaradería entre todos los habitantes del
campamento siguió su curso sin problemas.
Por las noches, los trabajadores se agrupaban para jugar a los casinos,
algunos a los dados y otros preferían cantar huaynos y mulisas. En cambio,
Lucas Romero, José Olivera y las tres mujeres se reunían en la cocina
alrededor del fogón que aún mantenía algo de brasa. Entonces el anciano daba
rienda suelta a su imaginación y contaba extravagantes historias y sucesos
acaecidos en distintas épocas. Al final, las cocineras, solían lanzar frases de
aburrimiento:
-Bah, abuelo, ya nos tienes cansadas con las mismas historias.
A lo que el anciano respondía muy ofendido:
-Yo sé muchas historias pero no quiero contarles porque no saben escuchar,
y es más no saben ni lo que quieren; en cambio aquí José, sí es un buen oyente
y escucha en silencio y siempre festeja mis ocurrencias.
El primer domingo advino para José como la fecha más hermosa, más
esperada. Con verdadera ilusión propia de su edad cargó con los bultos llenos
de ropa sucia, y marchó tras el anciano. Pronto llegaron a una playa en
apariencia desolada, pero muy acogedora. Allí abundaban las enormes rocas
pulidas, y los árboles remecían sus ramas al influjo de la suave brisa y algunos
arbustos pequeños sucumbían entre las lianas y enredaderas. Una variedad de
hermosas flores amarillas festoneaba el abovedado recinto lleno de arena fina.
El río en esa parte formaba una playa segura, amplia y muy limpia, lo que
indicaba que el lugar no era frecuentado por los trabajadores del lavadero.
De primera instancia, el menudo anciano remojaba las prendas y una a una
empezaba a jabonarlas sobre una piedra plana, mientras iba acumulando a un
costado. José Olivera se encargaba de refregarlas con sus poderosas manos y
en menos de lo previsto ya tenían las ropas limpias, colgadas de las ramas de
los troncos y expuestas al sol sobre las rocas azules.
Una vez concluida la faena, Lucas Romero, buscaba un lugar aparente para
extender un mantel blanco. Luego sacaba una fuente llena de arroz con pollo,
yuca sancochada y ensalada. En amable conversación se despachaban hasta
dos raciones. Satisfechos de la frugal merienda arrojaban los restos a las
riberas del río y veían complacidos cómo una variedad de sardinas se
disputaban los huesos y los trozos de yuca, incluso una regular víbora de agua
asistió al festín. Luego los dos entrañables amigos bebieron abundante chicha
de jora, al final remataron con un par de copas de Pisco. Lucas Romero volvió
a servirse un vaso lleno y poco a poco, sorbiendo apenas, haciendo chasquear
la lengua de placer, bebió mientras observaba el fondo de la encañada.
Satisfecho se recostó contra un tronco seco y sacando la alforja de coca,
empezó a chacchar en tanto encendía un cigarrillo. José Olivera, asistió a esta
singular ceremonia muy orgulloso de ser elegido por aquel anciano que al
parecer lo estimaba con creces.
Lucas Romero extendió una servilleta delante de sus pies, y tomando un
manojo de coca lo desparramó mirando con sumo interés la disposición de
cada una de las pequeñas hojas verdes. Sonrió muy feliz al distinguir la
lozanía de una triada de hojas que, dispuestas en orden, señalaban el curso del
río. Estornudó por varias veces para aclarar la voz y volviendo a tomar otro
sorbo de pisco, dijo como hablando consigo mismo y sin mirar al turulato
muchacho:
-Los Siete Caminos, sí, Los Siete Caminos… mientras siga vivo no podré
vivir en paz si no declaro abierta y sinceramente que mis sueños son terribles,
acusadores, y en las noches oigo las gimientes voces de aquellos que
sucumbieron en el monte por un puñado de oro…
Señalaba el fondo verdusco de la selva, la confluencia de las altas
montañas en la parte baja hasta donde sus ojos alcanzaban a distinguir.
-Hoy es un día hermoso y mi conciencia está muy tranquila. Yo, Lucas
Romero, soy poseedor del secreto de Los Siete Caminos, sólo yo y nadie más.
Debo confesar que siempre quise que mis ocasionales oyentes me creyeran
que todo lo acontecido en los Siete Caminos era cierto; pero nadie,
absolutamente nadie dio crédito a mis relatos y más bien creían que eran
simples fabulaciones productos de mi supuesta insania. Todos se han burlado
de mí y se han reído en mi cara, llamándome loco.
-Pero no lo estás, don Lucas- interrumpió la acezante voz del muchacho
que se había contagiado de la euforia del anciano.
Lucas Romero pareció recapacitar de repente, como si hubiera recibido una
pequeña descarga. Se revolvió en su asiento y tomando conciencia del estado
en que se hallaba, miró a su pequeño compañero. Entonces se desparramó en
un tropel incontrolable de recuerdos y todo su ser se transfiguró de tal manera
que, visto desde una distancia considerable, parecía una estatua de piedra, un
sagrado monolito con la mirada dirigida hacia el fondo de la selva.

II

Sabía que desde el comienzo de su trajinar por la gran selva de Madre de


Dios siempre había trabajado de cocinero. Al principio eran algunos meses,
luego uno a dos años. Cumplido el contrato se retiraba con un dineral entre
manos. Lo primero que hacía era viajar a su terruño donde tenía a sus padres
ya ancianos y una pequeña hermana. Compartía la exigua fortuna con sus
queridos seres y distribuía el resto a sus demás familiares. Sin embargo, pronto
se encontraba tan pobre como al principio y de nuevo volvía a la selva. De esa
manera había estado en Quebrada Seca, Nueva Fortuna, Playa Dorada,
Mazuco, Huaypetue, Río Puquire, Laberinto, Río Colorado y Nueva
Esperanza. Lugares que conocía como la palma de su mano y juraba que nadie
como él había tenido tanta suerte como para no sucederle desgracia alguna. Al
parecer la suerte estaba de su parte hasta el nefasto año en que fallecieron sus
padres, uno seguido del otro, en tan solo un mes. La pobre anciana, no había
podido soportar la partida de su cónyuge. Lucas Romero, después de este
infausto acontecimiento, creyó hundirse para siempre. Renunció a su eventual
empleo y sin rumbo fijo marchó a la deriva. Pronto se entregó a la bebida. Por
el momento creía desvincularse de su gran pena; pero pasado los efectos del
alcohol volvía a recaer en lo mismo. Ya no era el diligente y pulcro joven. Sus
ropas estaban desgastadas y sucias. Por su aspecto se asemejaba a uno de los
muchos mendigos que había visto en algunas calles del Cusco. Se entregó de
lleno a la dilapidada vida de empedernido bebedor de cañazo. Algunas veces,
cuando la suerte estaba de su lado, se colaba a las desordenadas y bacanales
fiestas que armaban antiguos compañeros de trabajo y que a la sazón eran
prósperos mineros, quienes haciendo una pueril ostentación de riqueza,
cerraban cantinas durante dos días y sus noches, y se entregaban a una
maratónica proeza de beber cantidades pasmosas de cerveza. Las cantineras
armaban escandalosas orgías y muchas veces amanecían desnudas sobre las
mesas y eran objeto de lascivas miradas de algunos viandantes que se daban
tiempo para observar a través de las rendijas de la puerta.
Lucas Romero, las más de las veces, deambulaba por las calles de Mazuco
totalmente desastrado con el cabello desordenado y la barba crecida. Dormía
donde podía y comía lo que encontraba a paso.
Por las inmediaciones del poblado había un establo de cebús. El cuidante
era amigo suyo y siempre que la ocasión le era propicia, dejaba que su perdido
y ocasional compañero ocupara una de las tantas habitaciones que servían de
depósito para la avena seca, la alfalfa y los granos de maíz. Los Quirós,
prósperos comerciantes y propietarios de la granja, se aparecían sólo de vez en
cuando a echar una meticulosa inspección a las muchas reses que ya estaban
marcadas para ser sacrificadas en el camal del poblado. Por esta circunstancia
la propiedad estaba delimitada por un cerco de alambres de púas y ningún
extraño podía entrar sin autorización del dueño. Lucas romero entraba y salía
con regularidad y muchas veces se adentraba a la parte baja colindante con el
río Inambari, donde existía hermosos sitios muy propicios para descansar bajo
los arbustos después de un tonificante baño. Medio kilómetro más arriba,
sobre una planicie, rodeada de un cerco de lianas y enredaderas, se divisaba la
casa de campo de los Quirós y que en la mayoría de los días permanecía
deshabitada. Sólo por las noches, las muchas ventanas de los pisos superiores
se iluminaban cuando el generador dejaba escuchar su potente rugido. El
establo de inmediato se iluminaba y todas las reses dormían bajo el acariciante
resplandor de los faroles.
Lucas romero había encontrado un lugarcito muy fresco al pie de un
frondoso árbol siempre que no salía a beber. Pasaba las horas echado sobre
una rústica hamaca, mirando el paso de las canoas. Y cuando arreciaba el sol
se arrojaba a las turbulentas aguas y nadaba río adentro, desafiando los tumbos
y pequeños remolinos. Braceaba con ímpetu y muchas veces lograba cruzar a
la banda opuesta con aparente facilidad. Fue en estas circunstancias cuando le
cupo la oportunidad de ser protagonista de un hecho que a la postre le
cambiaría el rumbo de su desordenada vida. Se hallaba tendido sobre un
pedazo de lona, dejando que su esbelto cuerpo se tonificara con los rayos del
sol, cuando sin preverlo escuchó desesperados gritos de una mujer que partía
de algún lugar del río. Aguzó entonces los oídos y volvió a escuchar
estridentes gritos de auxilio. Al incorporarse, distinguió una pequeña cabeza y
unos brazos en la mitad del terrible río y en la parte de más correntada; pensó
que se trataba de alguna bañista que se estaba divirtiendo a sus anchas,
dejándose arrastrar por la impetuosidad del Inambari. Pero debió comprender
que no era así, cuando advirtió que los agónicos gritos eran reales y que la
persona debía estar en serios apuros. Sin pensarlo, en el estado en que se
hallaba, se arrojó desde las rocas y en menos de cinco minutos logró dar
alcance a la desfalleciente mujer. La cogió de los cabellos y dando
desordenados brazadas, poco a poco, logró sacarla de la correntada y veinte
metros más al fondo recaló en una playa silenciosa. Arrastró a la bella joven y
cuando la tendió sobre el césped, se le heló la sangre y quedó paralizado de
terror. La joven era Esther Quirós, quien abriendo los ojos vio a su salvador
que estaba desnudo y casi muerto de miedo. Se incorporó a medias y volvió a
observar al hombre que le había salvado la vida. Tenía frente a sí a un
extravagante espécimen con el cabello crecido, esbelto, y los ojos desorbitados
por el terror; pero mostrando un extraordinario físico que saltaba a la vista.
-Gracias, señor, por salvarme la vida...
Lucas Romero en vez de tranquilizarse se asustó tanto al ver a la bella
joven sonreír con cierta malicia. Sin saber qué hacer, se tapó con las manos
toda su intimidad y no sabía si quedarse allí o echarse a correr por el campo
abierto.
Esther Quirós al verlo confundido se echó a reír de buena gana. Trató de
incorporarse apoyándose en las manos; pero no lo logró pese a sus denodados
esfuerzos. Lanzó un débil grito y cayó de rodillas al suelo, quejándose que aún
le dolía uno de los muslos:
-¡De nuevo el calambre, ay, me muero…!
Lucas Romero al verla retorciéndose de dolor, olvidó su azoramiento y
corrió presto en su ayuda. Tomándola con suavidad de los hombros y en
actitud paternal, dijo:
-Échese al suelo, señorita, trataré de frotarle la parte adolorida y verá cómo
se le suavizan las articulaciones.
Con presteza y haciendo alarde de conocer el asunto friccionó la parte
adolorida por varios minutos hasta sentir que la sangre fluía con normalidad.
Luego rogó a la joven que efectuara movimientos de flexión del miembro
adolorido. Satisfecho por los resultados se incorporó en silencio y volvió a su
lugar.
-Me llamo Esther Quirós y soy dueña de esta propiedad y no me explico
cómo logró entrar aquí, aunque en el fondo me alegro de su presencia porque
de no ser por usted ya me hubiera ahogado…Se lo agradezco de corazón. Fui
acometido por un intenso calambre cuando nadaba frente a mi casa…pues,
jamás de los jamases conocí lo que era un calambre y hoy casi me cuesta la
vida. De hoy en adelante debo ser más cuidadosa. A propósito, si no es una
molestia, ¿Quién es usted y qué hacía por aquí?
Lucas Romero empezó a sudar a chorros. En ese momento se hallaba
avergonzado, abatido y fuera de sí. Sin embargo, alcanzó a responder con
cierto temor:
-Conozco a los Quirós, sé que invadí una propiedad privada y le pido mil
disculpas; pero sólo lo hice para refrescarme en aquella playa- y señaló el
fondo de donde había salido-. La verdad soy forastero y estaba de pasada,
mejor dicho trabajé en Laberinto por cerca de dos años y salía a casa cuando
se me ocurrió quedarme en Mazuco por un par de semanas. Usted
comprenderá los amigos y el largo encierro en los lavaderos me obligaron a
quedarme y hoy debo alegrarme por haberme quedado, pues nunca pensé
servir a una linda niña como es usted… Aunque en el intento haya perdido mis
ropas y todo lo que tenía conmigo, incluso mi dinero…Bueno, qué se hace. Lo
importante es que salvé una vida…
Lanzó una tímida sonrisa y adoptando una actitud de total resignación,
trató de retirarse.
-¡Espera, mi salvador!- gritó la joven-. Aún no me ha dicho su nombre.
-Bueno, me llamo Lucas Romero… A sus órdenes.
-Bien, Lucas, esta acción tuya no debe quedar en un simple
agradecimiento, yo te gratificaré y mi padre se pondrá muy contento cuando
sepa que tú me salvaste la vida. Escóndete entre los arbustos y espera que me
comunique con uno de mis hombres.
Esther Quirós se incorporó de un salto y toda su anatomía desbordante en
opulentas carnes se mostró tal cual era. Al caminar con soltura y altanería
movía las caderas y dejaba que sus torneados muslos aparecieran más bellos
de lo normal. La cabellera suelta y desordenada le cubría las espaldas hasta la
cintura y unos pechos firmes y grandes completaban la grácil figura de una
verdadera belleza, cuyo rostro pálido contrastaba con el fulgor de unos ojos
negros y vivaces.
La bella joven se encaramó a un tronco caído y desde allí, ahuecando las
manos, lanzó repetidos gritos. Pronto los dos perros de la granja empezaron a
ladrar desde el patio y minutos después corría un hombre al encuentro con su
ama. Lucas Romero, desde su escondite, reconoció a su gran amigo. Su
sorpresa llegó a estados inconcebibles cuando lo vio acercarse acompañado de
Esther.
Los dos hombres intercambiaron inteligentes miradas en las que
expresaban mutuo silencio; pero los dos canes, ajenos a estos escrúpulos,
levantaron los hocicos y pronto se echaron a los pies del sorprendido Lucas
Romero. Éste había adoptado una actitud de temor a los canes y retrocedía
poco a poco hasta quedar aprisionado entre las ramas del pequeño arbusto.
Esther explicó el embarazoso incidente con la consiguiente secuela de
hechos que los había llevado a ese estado y ordenó que marchara en busca de
las ropas de su salvador. El granjero partió raudo y al poco rato volvió con un
pedazo de lona y una pequeña toalla, únicas prendas halladas en el lugar
indicado.
Lucas Romero cubrió su desnudez con la toalla y así en ese estado arribó a
la granja donde se le proveyó de convenientes prendas, mientras Esther partía
a la casa principal con el humilde encargo de esperarlo a las siete de la noche,
hora en que llegaban a la casa Manuel Quirós acompañado de su hijo Ricardo
y esposa, para, según recalcó una y mil veces, retribuirle un formal
agradecimiento con toda la familia presente.
Y fue así. Don Manuel se emocionó bastante al conocer los hechos y la
valerosa acción de un verdadero caballero que había preferido perderlo todo
para salvar la vida de su única y adorada hija, y que en agradecimiento no sólo
le devolvería lo perdido, sino además exigía que se le pidiera cualquier cosa
que él gustoso complacería en el acto.
Lucas Romero se vio rodeado de aquellas buenas personas que le
prodigaban su agradecimiento de la forma más expresiva, y en su
atolondramiento sudaba a chorros y no sabía cómo desenvolverse en aquel
ambiente familiar. Con las ropas nuevas y finas, y el cabello recortado y la
barba rasurada, aparecía ante sus nuevos amigos como un agradable y sencillo
muchacho; pero que irradiaba cierta altanería.
-Salvar a mi hija ha sido lo más heroico de tu vida, hijo- dijo don Manuel-
Cualquier otra persona no se hubiera arriesgado así por así, y tú has preferido
quedarte sin nada todo para salvar a mi hija. Yo te gratificaré de tal forma que
quedarás satisfecho.
Lucas Romero, ni bien terminó de hablar don Manuel, contestó:
-Señor Quirós, el haber socorrido a su hija ha sido un acto de solidaridad
hacia un ser que pide ayuda, en este caso actué con la naturalidad propia que
mi instinto de conservación me ordenaba. Salvar una vida era como salvar mi
propia vida y al hacerlo me alegro mucho que fuera su hija…y si su buen
corazón me dice que seré retribuido de todas las pérdidas materiales sufridas,
pues debo decirle que no aceptaré su recompensa ni la devolución del dinero
que perdí junto a mis documentos. Me basta el halago de su digna persona, de
su señor hijo y esposa y de su encantadora hija. La verdad me siento muy
reconfortado y necesitaba de esta noche para cambiar en algo la errónea
noción que tenía sobre la vida y sus disparatados contrastes…Más bien le
rogaría señor, si no es una molestia, que me aloje por un par de semanas en su
granja y luego regresaré a mi antiguo trabajo en Laberinto.
Don Manuel y sus hijos habían quedado mudos al escuchar hablar a Lucas
Romero; pero cuando vieron a aquel valiente joven adoptar una actitud de
doliente resignación, lo rodearon con verdaderas muestras de cariño. Y entre
palmadas y pequeños pellizcos, lo obligaron a sonreír.
-No faltaba más- gritó don Manuel rebosante de alegría-, vaya que tengo
suerte…Hablabas de alojamiento hijo, claro, la casa es tuya y ya tienes tu
cuarto en el piso superior y te quedarás no dos semanas sino toda tu vida.
Precisamente necesitaba de un administrador para mis dos lavaderos y mi
aserradero…Y yo, Manuel Quirós, te ofrezco este puesto porque sé que no me
negarás. ¿Para qué volver a Laberinto? No, hombre, aquí está tu puesto y
desde hoy quedas contratado. He dicho.
Las dos cocineras trajeron varias botellas de cerveza. Lucas Romero se
hallaba desconcertado y no sabía cómo desenvolverse en ese ambiente familiar
que no le correspondía. Después pensaría el dichoso joven que existían
momentos difíciles en la vida de un hombre en los que se le presentaban
ocasiones de triunfo o derrota, de prosperidad o ruina, de vida o muerte. El
haber aceptado la proposición de un respetable trabajo sin existir condiciones
ni circunstancias que traben su libertad y su libre albedrío, le reportaban no
sólo momentos gratos, sino sublimes.
De esa singular manera quedó instaurado en su nuevo domicilio, y los
Quirós lo acogieron como un miembro de la familia.
La casona era un pequeño fortín situado en una prominencia de terreno,
muy cerca al río. Desde las ventanas del segundo piso se podía apreciar la
extensa masa de árboles que se extendía en lontananza, el gran poblado de
Mazuco con sus casas de madera y sus techos de zinc, la eterna cadena de
montañas que se divisaba a muchos miles de kilómetros y el curso del gran
Inambari. Río turbulento que fluía en un incesante rumoreo de aguas turbias y
alocadas. Una gran pared alta circundaba el edificio, donde lianas y
charamuscas habían reptado entre las rojizas tejas y formaban una singular
masa verdusca llena de flores y extraños frutos. Una infinidad de pájaros y
pequeños loros había construido sus nidos y durante el día armaban una
verdadera algazara.
A Lucas Romero le designaron el último cuarto que colindaba con el
precipicio. Era una verdadera delicia poder observar desde la ventana el río en
toda su magnitud, incluso en alguna oportunidad había pensado arrojar un
sedal para pescar por las noches; pero desistió de hacerlo por los innumerables
bichos y mosquitos que se metieron en grandes cantidades. Los tres cuartos
contiguos estaban vacíos y que él supiera nunca los había visto por dentro. Las
dos habitaciones colindantes con el extenso campo de la granja, estaban
ocupadas por Esther. En el primer piso vivían Ricardo Quirós y esposa. Don
Manuel habitaba en el extremo opuesto junto a la gran cocina; las tres
habitaciones restantes eran la sala, el comedor y la despensa. Dos pequeños
cuartos con acogedoras ventanas habían sido empotrados en una de las paredes
colindantes con el precipicio y que a la sazón estaban destinadas para cuartos
de hospedaje en caso de visitas de familiares y amigos.
La gran casona quedaba deshabitada durante el día. Los Quirós marchaban
a la ciudad donde tenían el más grande almacén de Mazuco. Una gran
construcción de madera dividida en secciones presentaba los más variados y
surtidos artículos, desde herramientas pequeñas hasta motores de canoa; allí se
podían encontrar una diminuta aguja, carretillas, palas, picos, barretas y
combas. Hileras de motobombas y rollos de manguera abarrotaban los
estantes. Si de medicinas se trataba, existían fabulosos lotes de todas las
marcas y laboratorios. Al fondo, colindante con el patio, era el gran almacén
de comestibles. Cientos de costales de arroz, azúcar y menestras, junto a las
bolsas de fideos y harinas, conformaban el inmenso lote de productos de
primera necesidad en miles de toneladas. Por este hecho los Quirós eran muy
respetados y cuando el Banco Minero no se abastecía en la compra del oro, los
eventuales mineros confluían al almacén y podían vender el preciado metal sin
que existiera tope alguno.
Don Manuel y su hijo Ricardo eran los encargados de coordinar los
pedidos con los cinco empleados que cumplían con meticulosa precisión cada
encargo de los clientes. Esther había quedado como encargada de la caja
principal; algunas veces era la cuñada la que se quedaba más tiempo cuando
no había negocio de ropas, perfumes y medicinas, sección cuya exclusividad
detentaba por su pericia, capacidad y cierta desenvoltura en el manejo de
jeringas y sueros. En cambio, Lucas Romero, nunca había tenido injerencia en
el gran almacén. Muy de madrugada partía en la canoa de la familia río abajo a
inspeccionar los dos campamentos de lavado de oro. Coordinaba acciones con
los encargados y recibía a diario la arenilla acumulada en baldes de plástico.
Algunas tardes, cuando disponía de tiempo, cogía la camioneta y partía rumbo
a los aserraderos distante a cinco kilómetros. Cada fin de semana entregaba a
don Manuel el informe de su trabajo y presentaba el oro azogado en una
pequeña bolsita de lona. Después, en forma casual, cuando se hallaba
compartiendo un par de cervezas con su amigo Silverio, el granjero, supo que
la cantidad de oro entregado semana a semana reportaba un incremento de casi
un treinta por ciento.
Por las noches, después de la cena, aceptaba a don Manuel una partida de
ajedrez, algunas veces tediosos juegos de casino; pero en la generalidad de los
casos se despachaban una botella de buen pisco mientras charlaban horas de
horas. Ricardo y su mujer siempre se retiraban temprano y preferían escuchar
música en su dormitorio; en cambio Esther sucumbía a la lectura de buenos
libros que le traían del Cusco cada fin de mes, cuando arribaban los empleados
y cobradores de las distintas firmas de comestibles y ferretería.
Lucas Romero se había acostumbrado al nuevo régimen de vida y se
mostraba más dinámico y locuaz, y su apariencia física había mejorado de tal
forma que ya no presentaba esa antigua catadura de hombre famélico y
enclenque. Se sentía rebosante de energías y como nunca le había sonreído la
fortuna, dotándole de un protector y de una familia si se podría decir. Todos lo
apreciaban y lo trataban como si fuera un pariente. La relación con Esther se
hizo más estrecha y en muchas oportunidades decidió acompañarla a nadar en
el río Inambari. Ella le había comentado que el antiguo temor del calambre la
acometía de continuo y siempre vivía atemorizada, pero como estaba
resguardada, no desperdiciaba la ocasión para meterse a la parte más peligrosa
donde la correntada formaba pequeños tumbos. Gustaba de nadar en sentido
contrario al recorrido de las aguas, lo hacía por simple impulso de derrochar
energías y al verse vencida se dejaba arrastrar una centena de metros entre
gritos y pataletas. Lucas Romero temblaba cada vez que presenciaba estos
actos de imprudencia de la bella joven y siempre a la expectativa nadaba a
corta distancia sin perderla de vista y entre sí pensaba que burlarse de las
fuerzas de la naturaleza podría, tarde o temprano, acarrear posibles desgracias.
Sabía dentro de su corazón que el gran río no era de fiarse y que en su largo
trajinar por todos los ríos de la selva había presenciado desapariciones de
expertos nadadores en circunstancias extrañas. Como buen cristiano rezaba en
silencio para que nada malo sucediera y sólo se tranquilizaba cuando salían a
la orilla a tenderse sobre las piedras.

III

Una noche, Lucas Romero, se hallaba tendido sobre su catre de dos plazas,
mirando el foco de 100 watt de potencia, donde una impertinente mariposa
trataba de aferrarse al cristal resplandeciente, cuando de improviso se abrió la
puerta y dio paso a Esther. Vestía una bata de dormir y tenía el cabello suelto.
Sonreía de manera extraña e iba descalza. Lucas Romero se sorprendió con la
inusual incursión a esas horas y era, según pudo apreciar el reloj de pared,
cerca de la medianoche. Se incorporó tratando de pararse, pero Esther lo
empujó con brusquedad. De dos zarpazos bien calculados lo despojó del
pijama y acto seguido saltó sobre el otoñal catre. Lucas Romero se asustó y
perdió el habla. Confundido trató de escurrirse hacia la parte baja y sus pies
chocaron con la base del catre. En ese preciso instante los dos brazos de Esther
lo sujetaron de los hombros inmovilizándolo por el momento. En su agitación
y torpeza escuchó que la bella patrona soltaba una sarta de desbordantes frases
en las que dejaba entrever su eterna espera, desde antes del inicio de la
adolescencia cuando solía soñar con un apuesto galán que la atormentaba con
su sonrisa glacial y sus bellos ojos azules, entonces ella se le acercaba con el
alevoso propósito de abrazarlo, de besarlo y de hacerlo su esclavo y en el
mejor momento, cuando ya lo tenía cerca, se despertaba sudorosa, temblando,
y con la emoción truncada por el dolor de su corazón que palpitaba
desordenadamente; y al quedar bien despierta sólo escuchaba horrorosos
truenos, lejanos ladridos, lastimeros cantos de las lechuzas y el repiqueteo de
la lluvia en los techos de zinc. Suspiraba muy afectada por la tensión del
momento, sudando con espasmos de fiebre y con un terrible miedo a cuestas.
Sobrecogida del intenso miedo que se había apoderado de todo su ser,
colocaba las manos a los costados con la recóndita y espeluznante sensación
de haber sentido una envolvente presencia que parecía observarla desde algún
lugar oscuro de la alcoba. Sin embargo, lograba tranquilizarse cuando sentía la
respiración acompasada y lenta de la sirvienta que dormía en un rincón. Y
ahora esa raigambre de ilusiones escalonadas año tras año y suspendida en un
halo de misterio se acentuó en una poderosa realidad cuyo prototipo de macho
bien dotado estaba vencido a sus pies y casi muerto de miedo.
En efecto, Lucas Romero, no sólo se hallaba suspendido en un halo de
confusión y temor que le dificultaba maniobrar sus miembros paralizados, sino
había perdido la noción de sí y no sabía cómo explicar su infortunio, su
desazón, la incapacidad de su virilidad estropeada por los amores solitarios y
la inepcia para lidiar con las mujeres porque a sus treinta años era aún virgen.
-No lo puedo creer- gritó Esther riéndose con la singular confidencia.
Entonces ella le cubrió el rostro con pequeños besos mientras le acariciaba
la cabellera húmeda, alentándole con el murmullo de su voz para que perdiera
el miedo y se olvidara de todo, le decía muy quedo al oído que mirara el
despejado cielo con sus miles de estrellas y su luna resplandeciente, que
escuchara el croar de los sapos, el lejano aullido de los perros y el lastimero
canto de las lechuzas…Poco a poco, Lucas Romero, se tranquilizó y todo
temor desapareció en el acto. Cuando los gallos cantaban, ellos continuaban en
la brega amorosa alentados por la débil luz que se cernía entre los árboles y
por el glugluteo interminable de las goteras al caer en los charcos cercanos…
Lucas Romero no se percató en qué momento se quedó dormido. Y soñó
entonces con una bella amazona de blonda cabellera que cabalgaba un potro
blanco y el caballo a medida que corría por la ampulosidad extravagante de un
hermoso campo, le nacían alas y levemente impulsado por sus patas traseras
remontó vuelo por ignotas regiones, perdiéndose pronto entre las nubes.
Despertó sobresaltado. Era ya cerca de las diez de la mañana y en la casona
no quedaba nadie. La cocinera aún no había vuelto del mercado. Desesperado
se incorporó de un salto. Para su sorpresa le dolían todos los músculos del
cuerpo y tenía la cabeza pesada. Se aseó a la ligera y como pudo se caló la
camisa floreada y bajó corriendo las gradas rumbo al pequeño puerto donde lo
esperaba el motorista.

IV

Aquel tórrido, desarticulado romance se repitió noche tras noche. Esther


chillaba como una poseída y hacía tal destrozo en el dormitorio que al día
siguiente amanecía las colchas y frazadas regadas por el suelo; y un día
estuvieron a punto de ser descubiertos cuando lidiaban grotesca y brutalmente
y el otoñal catre de cedro colapsó partiéndose en dos. Fue tal el ruido
producido en el maderamen del dormitorio que repercutió en toda la casona
con resonancias de cataclismo, despertando a todos los habitantes de la planta
baja.
-¡Qué pasa allá arriba!- espetó la voz aguardentosa de don Manuel, que
había salido al patio armado de su predilecta escopeta de dos cañones.
Lucas Romero, sobreponiéndose al tremendo susto, se caló la bata y
abriendo a medias la puerta, contestó con seguridad:
-Un murciélago se metió a mi cuarto y al tratar de espantarlo, perdí el
equilibrio y caí casualmente sobre el velador. No fue nada don Manuel, no se
preocupe por mí que me hallo sin novedad.
-Cierra las ventanas, hijo- concluyó don Manuel satisfecho con la
explicación.
En lo sucesivo tuvieron cuidado de destrozar las cosas, y un nuevo catre de
madera más resistente ocupó el lugar del anterior. Tomaron todas las
precauciones del caso y fabricaron dos cerrojos y una tranca para la puerta;
pero Esther se opuso a pasar las veladas a oscuras, y como siempre chillaba a
más no poder, espantando a los búhos que solían posarse sobre la tapia lateral.
Don Manuel, en una de esas oportunidades, dejó entrever su enojo por cierto
gato techero que según él maullaba todas las noches y juró que en la primera
oportunidad lo despacharía de un certero tiro.
-Pobre animalito, papá- intervino Esther mofándose del fastidio de su
progenitor. Todos los seres tienen derecho a la vida y nadie está facultado a
quitársela, es más los gatitos son nocturnos y salen en busca de pichones.
Maúllan porque tienen miedo.
Lanzó una escandalosa risa mientras miraba a Lucas Romero, que había
perdido el aliento y estaba más pálido que la cera y temblaba como si estuviera
afectado de terciana. Un frío sudor perlaba su frente y miraba a hurtadillas a
don Manuel; pero cuando vio que la conversación cambió de tema, se
sobrepuso a duras penas, sorbiendo un largo trago de pisco.
Siempre que podía, y cuando todos estaban reunidos a la mesa después de
la opípara cena, Esther sacaba a colación sobre el gato maullador y entre
efusivas carcajadas escuchaba a su padre que ya no se molestaba por el
animalillo, al contrario le era tan familiar que le había dado incluso un
nombre: Tobías.
-¿Y si fuera hembra, papá?
Don Manuel acogió de buena gana la ocurrencia de la hija y algo
desconcertado, se dirigió al taciturno y enfebrecido Lucas Romero.
-¿Qué nombre le pondrías?
Un ligero vahído lo asaltó en ese momento, haciéndole trastabillar sobre la
silla, y casi lloroso por una emoción desconocida, temblando como una hoja al
influjo del viento, contestó:
-Eva, sí, Eva…
-Vaya nombre- se burló Esther- ¿Y por qué Eva?
-Pues, pues, si es gatita debe ser hermosa como la primera Eva…
Todos rieron complacidos y para festejar la ocurrencia se sirvieron varios
copetines de pisco. La velada duró hasta la medianoche.
Advino el verano y por lo tanto se hicieron más frecuentes los chapuzones
en el caudaloso río. Lucas Romero logró convencer a la impetuosa Esther para
que desistiera de su alocado e impertinente propósito de desafiar los embates
del caudaloso Inambari. Prefirieron en lo sucesivo buscar un aparente remanso
y lo hallaron a un centenar de pasos en un recodo. Nadaban horas de horas
zambulléndose entre gritos de alegría. Habían comprobado que en ese sector la
profundidad no pasaba de los dos metros, por lo tanto no existía peligro de
remolinos ni rocas escondidas. Una pared lisa y cortada a pique refrenaba el
choque de las aguas, donde lianas y ramas de arbustos conformaban una red
verdusca cubriendo como una cortina. Fue Esther quien se dio cuenta de este
escondite y había descubierto una porción de roca salediza como si fuera un
pequeño balcón. A primera vista no parecía gran cosa, pero tras una
conveniente limpieza de todas las hojas podridas, restos de palos secos y
excrementos de aves y telarañas suntuosas, quedó expedita como para que dos
personas pudieran sentarse con cierta comodidad. Lucas Romero, avizoró la
posibilidad de poder construir allí un acogedor y confortable nido de amor.
Para ello se valió de restos de alambres, varillas de bambú y lona embreada
para formar la pared interna que luego cubriría las lianas y la abundante
vegetación que colgaba de los intersticios de las rocas superpuestas. Incluso, al
final, Lucas romero, hizo un pequeño forado al costado como una pequeña
ventana. Recortó algunas ramas para dejar pasar el aire y complacido vio que
el habitáculo era lo bastante amplio y bien ventilado. Desde ese mirador se
podía apreciar el gran avance del río y toda la amplia vastedad verdusca de la
selva.
Esther cuando vio terminado su escondite lanzó desarticulados saltos y
estuvo a punto de clavarse con un filudo palo de no haber sido por la oportuna
intervención de Lucas Romero. Las ramas entretejidas conformaban una suerte
de malla fibrosa y resistente. Con desparpajo propio de su edad, la bella joven
logró sacar la cabeza por entre las ramas y visto desde afuera parecía una gran
anaconda sacando la cabeza por entre su enrollado cuerpo. En ese escondite
los dos amantes se entregaban a desordenadas y espantosas sesiones de amor.
Esther ya no chillaba sino gritaba cuanto podía y daba rienda suelta a su
excesiva vitalidad y nunca se preocupaba de ser escuchada porque en ese
sector el río bramaba por la abundancia de rocas. Más de una vez pasó a
escasos tres metros canoas repletas de pasajeros y nadie pareció percibir la
intermitente y gloriosa exhalación de sus pulmones. La cocinera era la única
persona que conocía de este escondite, pero desconocía de la existencia del
singular nido de amor. Un día llegaron dos empleados del almacén con la
orden de encontrar a Esther para conducirla ante su padre, quien,
desconociendo el movimiento de ciertas cuentas pendientes, necesitaba de
urgencia la presencia de la hija. Dos ejecutivos de la más importante empresa
de motores habían llegado del Cusco. Los empleados rastrearon toda la playa
desde el caserío hasta el final de la propiedad. Lo único que encontraron sobre
una toalla rosada fueron las prendas de Esther y debajo de un frondoso árbol,
el pantalón y la camisa de Lucas Romero; pero de ellos no había rastro alguno.
Entonces se temió que estaban desaparecidos y en un santiamén informaron a
don Manuel. De inmediato se formaron cuadrillas de voluntarios y dos canoas
repletas recorrieron las playas en busca de los cadáveres. Don Manuel, a pesar
de su serenidad, terminó deshaciéndose en llanto por lo que el motorista
aleccionado por los empleados y amigos viró en redondo. Dos horas después
arribaron al caserío. Estaban subiendo las graderías de la escalinata que
conducía hacia el patio, cuando todos pudieron ver al fondo, debajo de un
árbol, a la bella Esther en ropa de baño. Se hallaba sentada como si no hubiera
pasado nada y diez metros, cerca de la orilla del río, Lucas Romero miraba el
fondo de la encañada donde una pequeña canoa subía roncando
estrepitosamente. Era una de las embarcaciones que volvía después de rastrear
las playas. Don Manuel se puso rojo de cólera y casi avergonzado se desvió
hacia el pequeño bosquecillo seguido de su comitiva y en dos trancos se plantó
ante la exuberante belleza de la hija. Con los puños cerrados y los bigotes que
le temblaban, gritó mientras pateaba el piso:
-¡Pero mujer! ¿Dónde te habías metido?
Esther se incorporó sorprendida y miró a su progenitor que presentaba un
espectáculo pésimo con su catadura de hombre rudo y casi vulgar.
-¿A qué viene todo esto, papá?
-¿Cómo? Pero si mandé buscarte con dos de mis empleados y al no hallarte
por ningún lado pensamos en lo peor.
-¡Qué dices, papá, por favor! Estuve dentro del río y acabo de salir…Es
que a veces soy medio sirena, buceo y me gusta dormir dentro del agua, ¿No
es así Lucas?
Lucas Romero se hallaba desconcertado y temblaba como un débil arbusto
y no sabía qué responder.
-Está bien- dijo don Manuel-, te necesito de urgencia en el almacén, dos
ejecutivos del Cusco esperan tu presencia.
-Pues, papá, dígale a esos señores que los atenderé mañana a primera hora.
Y tomando su anterior posición se recostó de bruces, dejando sin habla a
don Manuel, que no tuvo otra salida que alejarse del lugar. Había recobrado su
buen ánimo y algo reconfortado por el feliz desenlace, invitó a pasar al salón
donde dijo tenía varias cajas de cerveza. Total la ocasión valía la pena
festejarlo. Esperaron en el dintel del portón la llegada de los demás tripulantes.
Al quedar solos, Esther y Lucas, saltaron de felicidad y entre risa y risa
festejaron el chasco y no sabían cómo expresar su alegría que les desbordaba
por todos los poros del cuerpo. Se abrazaron con entusiasmo y unidos por un
tierno beso se miraron por toda una eternidad.
Lucas Romero se sintió el hombre más feliz de la tierra, había obtenido
todo lo que su imaginación desbordante había maquinado noche tras noche. Se
hallaba emocionado y estaba resuelto a desflorar el secreto de su corazón.
Había derramado algunas lágrimas en las gemebundas tardes cuando caía un
feroz aguacero con rayos y truenos; y en las mañanitas tibias cuando el
amanecer difuso mostraba la inmensidad de la selva aureolada de copiosas
nubes, entonces en ese momento suspiraba profunda y eternamente y a solas
había gritado a los cuatro vientos el sagrado nombre de Esther, por quien no
solo daría la vida, sino después de muerto la arcilla blanca de sus huesos
compenetrado en la esencia pura de la bella mujer, viviría por siempre y para
siempre y cada sonrisa de la amada, cada llanto de sus negros ojos y cada
latido de su noble corazón serían suyos en el tiempo y en el espacio. Pensaba y
pensaba y sonreía satisfecho; ahora en este momento sublime cuando creía
estar en el cielo mirando la profundidad de aquellos ojos juguetones, dijo casi
en un susurro:
-¡Esther de mi alma… Sabes…Quiero casarme contigo para adorarte todos
los días de mi vida…!
Una terrible conmoción sacudió aquel bello cuerpo. Su radiante y angelical
rostro se transfiguró de tal manera que adoptó un gesto de rechazo, de abierto
desprecio. Retrocediendo un paso, como a la defensiva, dijo:
-Ni lo sueñes, papacito, jamás…
Ofendida, cogió sus cosas y se marchó dejando plantado a Lucas Romero.
El pobre hombre quedó sin aliento, frío, insensible a la quemazón del sol. Vio
la grácil figura de Esther subir las gradas de piedra y ondear sus cabellos al
viento. Suspiró aguijoneando por un terrible dolor que le nacía del corazón.
Entonces cerró los ojos para no ver la gloriosa exhalación de la masa verdusca
que se perdía en la inmensidad; ni siquiera pudo apreciar las aguas turbias del
río que lanzaban pequeñas bolitas azules contra las salientes rocas y al caer
entre las ramas y arbustos de la orilla formaban copos de espuma blanca. En
torno, desde la copa de los árboles en floración partía una manada de
guacamayos azules lanzando sus atronadores gritos, y en la lejanía cual si
fueran impertinentes vigías planeaban los gallinazos moviendo sus rojas
cabezas. Cerca, muy cerca, desde el intrincado cañaveral un achahuanco
graznaba dolorosamente.
Entonces, en ese momento terrible, último, sin sentido, sopesó la diferencia
entre un suceso y otro. Y al parecer podía dar fe de que siempre había vivido
con las vendas puestas y nunca que él supiera habíase dado cuenta de este
hecho. Ahora todo se aclaraba y podía ver con los ojos del alma. Recordó, por
ejemplo, el primer año como administrador en una fiesta de cumpleaños del
patrón donde asistieron las principales familias, autoridades y altos ejecutivos
invitados del Cusco y Lima. Esa vez se tiró la casa por la ventana y la fiesta
resultó de lo mejor. Hubo comida y tragos a raudales. Dos orquestas y una
banda de músicos amenizaban el cumpleaños. Don Manuel y su hija eran el
centro de atenciones y mimos, y todos pugnaban por bailar con la bella Esther.
En aquella ocasión, recordaría Lucas Romero, que fue marginado y hecho
de lado. Esther ni lo había mirado, ni siquiera se molestó en bailar una pieza.
Lo había tratado con la superioridad y la altanería propia de la patrona con su
empleado. Claro que él supuso que su obligación como dueña de casa era
halagar y satisfacer a los invitados; pero no de aquella manera. La indiferencia
con que lo había tratado en los dos días y sus noches lo había molestado en
extremo; pero supo disimular su malestar porque en el otro rincón del salón
habían formado su grupo todos los amigos y empleados y lo estaban pasando
de lo lindo a su manera.
Ahora cuando estaban presentes algunos distinguidos vecinos del lugar, lo
ignoraba. Muchos de los vástagos de estas pudientes familias la rondaban con
mucho interés, entonces aceptaba sus invitaciones y paseos; pero siempre sola.
Todos los jóvenes suspiraban al verla y los hombres adultos no se resistían a
voltear la cabeza. La enigmática presencia de aquella beldad los atormentaba.
Entonces la halagaban con zalamerías y regalos, con suntuosas invitaciones a
clubes privados, a fungir como madrina de tal o cual festividad, a ser la
representante en competencias de nado, baile y hasta en un concurso regional
de belleza por la zona y luego por el departamento. No aceptó porque supuso
que su adorable complexión bien delineada no estaba acorde con la finura y
elegancia de una reina. Esto lo dijo con humildad, y además, dijo a sus amigos
que no valía la pena competir porque sabía que no existía beldad alguna que
reuniera las mínimas condiciones para hacerlo; y es más, el encanto de la fácil
victoria no sólo la afectaría emocionalmente sino hasta podría sumirla en la
depresión. Bastaba saber que ella emanaba una atracción sensual y todos
cuantos la conocían se morían por verla de cerca. En cambio las candidatas a
estos eventos de reinados en su mayoría eras unas mujercitas débiles,
escuálidas, ojerosas, nada atrayentes y considerando que estaban más
embadurnadas de maquillaje que parecían estatuas de yeso. Concordaba con la
opinión de una gran mayoría de hombres que ponderaba la belleza femenina
en su real originalidad, sin retoques. Esther Quirós era dueña de una belleza
pura, salvaje, casi enigmática; y sin muchos remilgos de ninguna clase había
concluido que era la mujer más bella de estos lados, aunque tal apreciación
pecara de una fatuidad insoportable.
Donde demostró que era una belleza insuperable fue cuando se presentó en
el salón del caserío vestida de un traje negro ceñido a su cuerpo casi perfecto
donde no sobraba ni faltaba nada. La cabellera suelta con una flor roja al
costado izquierdo y mostrando una sonrisa subyugante, no sólo paralizó a los
casi doscientos invitados, sino que los dejó en un mar de suspiros y
prolongados movimientos de cabeza. Las mujeres, que estaban mortificadas,
murmuraban entre ellas y algunas, muy pocas, estaban orgullosas y
comentaban que era el prototipo de mujer que nacía en esta parte de la selva.
Entre los invitados había personajes de Lima, Arequipa y Cusco, que como
ejecutivos de venta de las distintas casas comerciales habían sido invitados
para los veinte años de Esther Quirós, cumpleaños efectuado en la mayor
opulencia y derroche de fastuosidad. Tres orquestas llegadas desde la capital
del departamento, amenizaban con valses de Johan Strauss, hijo.
Don Manuel Quirós como orgulloso padre comenzó con el primer vals y
luego fue cediendo su puesto a una hilera de ansiosos invitados, que entre
jóvenes y adultos, habían formado una interminable cola. Al final de los
brindis se improvisó una alocución alusiva a los cumpleaños y cada cual
ponderó las cualidades y belleza de Esther Quirós; pero quien se ganó el
aprecio general, a pesar de ser el último en hacerlo, fue el gerente de la
Compañía “Halcón”. Se trataba del Ingeniero de Minas Gonzalo Mendoza,
quien plantándose delante de la radiante beldad y ofreciendo un manojo de
bellas flores, dijo entre otras cosas:
-Hermosa Esther, ojos de gacela, estatua de carne y huesos, grabado con el
cincel de la perfección; leda sinfonía de música plena, comienzo y fin de lo
bello, sangre y latido de un corazón noble; flor y semilla que adormece al más
tozudo de los mortales. Salve, oh reina de mis sueños y acepta que incline mi
dócil frente ante la pertinaz finura de tu blonda cabellera y deja que imprima
un beso en la esencia pura de tus manos blancas.
Entregó el manojo de flores y trémulo, dichoso, recibió de la bella Esther
un suave beso en la mejilla, mientras que el auditorio atronaba el recinto con
calurosos aplausos y estridentes hurras.
La fiesta se reanudó y esta vez las orquestas interpretaron boleros, huaynos
y marineras. La algarabía llego a extremos inconcebibles y en aquella
oportunidad, el premiado de la noche resultó el apuesto ingeniero. Hasta el
amanecer no se despegó de Esther. Desde su rincón preferido, ebrio, casi
muerto de celos, observaba Lucas Romero y su desconsuelo más terrible lo
había de experimentar media hora después cuando quiso pavonearse frente a
sus amigos anunciándoles que él bailaría con la misma Esther, aunque tal
privilegio no le correspondía por ser empleado. Pero lo haría con la plena
convicción de no ser rechazado. Ni bien Esther lo vio aproximarse, pidió
permiso a su eventual acompañante y antes que los concurrentes pudieran
darse cuenta, le susurró al oído:
-¡Vete a dormir! Estás borracho y no me indispongas frente a mis
invitados.
Sutil y calurosamente le estampó un besito acompañado de una ligera
palmada como quien aparecía un cumplido, un saludo.
Lucas Romero, asimiló la advertencia y buscando una excusa que a los
ojos de los amigos resultó razonable, se retiró canturreando un huayno en
quechua. Después de todo no podía desvincularse de sus raíces y sentía que en
estos casos afloraba toda la ternura de su terruño con sus casuchas humildes y
sus corrales de ovejas.
En sucesivos y cordiales encuentros, cuando Esther encontraba al taciturno
Lucas engolfado en una terrible tristeza, le explicaba con las más tiernas
palabras:
-Por Dios querido mío, no te pongas así…No es que te margine o te
desprecie, no. El asunto es éste y escucha bien. Los que me conocen, mis
admiradores y cuanta persona existe cuando se presenta la oportunidad de
bailar conmigo lo hacen con verdadero entusiasmo. Yo soy toda para ellos, no
puedo ni debo destrozar sus ilusiones. ¿Qué pasaría si me presento con mi
novio o con mi pareja? Piensa en lo fatal que resultaría para mí y para ellos.
La alegría desaparecería y todos se sumergirían en la tristeza y las fiestas
serían desastrosas y ya nadie asistiría a mis salones. Después de todo tú me
absorbes día y noche, me ves y me tocas cuando quieres. No crees acaso que
quieres comportarte como un egoísta, como un vulgar cualquiera.
A regañadientes aceptaba la explicación y después de un tórrido beso y
algunas caricias tiernas sonreía resignado a su suerte y volvía a mostrarse el
mismo de todos los días.
Sin embargo, ahora, el rechazo brutal a su formal proposición de
matrimonio lo había reducido a una despreciable masa sin valor alguno.
Estaba convencido, esta vez, de la determinación que iba a tomar en lo
sucesivo. Recogió sus bártulos y sin prestar atención a las desarticuladas frases
de alegría que lanzaban los tripulantes de las dos canoas, pasó por delante de
la puerta del salón y percibió el característico olor a cerveza y humo de
cigarrillos. Se cerró en su cuarto y tomando una porción de tostado de maíz de
un pocillo hondo que la cocinera había colocado sobre el velador, se puso a
comer mientras se recostaba sobre el sillón. Un poco calmado, miró a través
de la ventana el paso de varias cotorras por el fondo verdusco del gran bosque.
Después de todo, la vida continuaba y cualquier eventualidad por más
desagradable que fuera no lograría hundirlo, al contrario pensó que cuantos
más obstáculos se le presentaban en el camino era cuando más empeño debería
tomar para conseguir lo deseado.

Las incursiones al río se hicieron a diario por la temporada de verano.


Horas de horas nadaban entre gritos y chapaleos y cuando menos lo pensaban,
reptaban a su nido de amor y se entregaban a calurosas sesiones amatorias. En
ese apacible escondite hurgaban afanosos cada recoveco de sus cuerpos y
convencidos de la inutilidad de su infructuosa búsqueda, quedaban enterrados
entre hojas secas y las ramas desgajadas de los troncos. Se quedaban
quietecitos respirando apenas, apoyados contra la roca y jugueteando con los
pies fuera del recinto. Se miraban sudorosos, felices, como dos niños que han
cometido un error y en su afán por remediar el mal se funden en una
complicidad de silencio. Cogidos de las manos se abrazaban, se besuqueaban
y se decían cositas lindas al oído. Ella empalagosa como una gata que se
relame después de una fructífera merienda y él como un gran león adusto y
fiero, silencioso y altivo.
-Espero que no estés molesto conmigo- principiaba Esther acurrucándose a
su lado.
Lucas Romero lo cogía de la hermosa nariz, fingiendo ponerse furioso
trataba de levantarse contrayendo los músculos de la cara y luego gruñía como
una bestia salvaje.
-Mi vida, mi cielo, mi todo, preferiría morirme antes de estar molesto
contigo.
-Me alegro por mí y por ti- dijo Esther.
-Claro, mejor sería si nos casáramos como Dios manda- objetó Lucas
Romero tomando el asunto con la serenidad propia del momento.
-Espera, chico mío, no te apresures…todo llegará a su tiempo y yo por el
momento quiero ser libre, quiero ser reina y señora de mis dominios, donde
mis admiradores se cuentan por miles y deja que goce aún de mi libertad para
seguir siendo lo que soy: La bella flor del Inambari…
Lucas Romero se puso tenso y de repente se echó a reír mientras se cogía
del estómago.
-Flor del Inambari, ja, ja, ja vaya que sí es gracioso; la más bella flor del
Inambari, sí, sí…La flor del Inambari, la única.
Desde aquella vez al parecer quedó zanjado todo resentimiento e
inseguridad para Lucas Romero. En la plenitud de su dicha había aceptado las
condiciones por parecerle muy razonable y esperó el momento que como una
situación lógica llegaría en cualquier instante. Se entregó en cuerpo y alma a
fortalecer ese vínculo de amor y cada día de promesas, suspiros, besos y
abrazos sirvió para edificar el pedestal de su dicha. Sin embargo, detrás de esa
virtual confianza por la vida, se cernía la desventura, la muerte, demostrando
que nada era imperecedero, que detrás de la efímera felicidad estaba al acecho
la mala suerte. Situación que debía experimentar un caluroso miércoles,
miércoles para desgracia. Habían nadado contra la corriente, dejándose
arrastrar río abajo y habían vuelto a remontar al remanso donde buceaban
siempre y al final agotados se dirigieron al nido de amor, ansiosos por
desfallecer entre la lluvia de hojas verdes, cuando Lucas por ser el primero en
aferrarse a la entrada de la cueva, quedó una milésima de tiempo estático. Y
rápido como sus reflejos se lo permitían impulsó su cuerpo contra el río en el
preciso instante que una formidable shushupe enroscada dentro de la cueva,
lanzó su mortífero ataque pero sin lograr su objetivo. Esther vio a su amado
caer al río de espaldas y convencida que algo andaba mal, se zambulló para
luego reaparecer a su lado.
-¡Pronto, pronto a la correntada!- alcanzó a gritar.
Pero al verla indecisa, volvió a gritar para que se lanzara a la correntada.
Dos minutos después se hallaban a un centenar de metros río abajo. Salieron a
todo correr y subieron hacia la parte alta. Cuando creyeron sentirse seguros, se
abrazaron en silencio. Esther lo miraba espantada y no alcanzaba a
comprender el porqué de aquel escándalo.
Lucas Romero trató de explicar el incidente mientras temblaba y sudaba.
Esther al enterarse del asunto que ella había considerado una broma de mal
gusto, rompió en llanto y calmarla fue casi imposible. Abrazada al hombre que
la había vuelto a salvar la vida, lloró casi dos horas. Ese día por una fatal y
feliz coincidencia el primero en llegar al escondite había sido Lucas Romero,
cuando en la generalidad de los casos lo había hecho Esther siempre. Y ella en
su torpeza jamás se habría percatado de nada, en su ingenuidad pensaba que la
pequeña cueva era de su pertenencia; pero nunca se imaginaría que una
asquerosa alimaña los arrojaría para siempre.

VI

Cerca de dos semanas dejaron de remojarse en el río, el terrible incidente


los había unido como nunca y preferían sucumbir a los placeres de la
equitación. En dos briosos corceles recorrían las inmediaciones de la
propiedad y recalaban siempre en el gran almacén de trigo y harina. Esther
conocía una entrada secreta por la parte posterior y sin que nadie se diera
cuenta penetraban en el gran edificio de madera y calamina, donde estaban
apilados ciento de sacos de trigo, harina y fideos. Por la parte delantera, dos
empleados entraban y salían con regularidad, llevando a cuestas los pedidos de
la clientela.
Valiéndose de una gran cabuya que pendía de una de las armazones y
apoyándose entre el maderamen de la pared lateral, lograban escalar a la parte
alta de los costales de harina y a pesar de llegar hasta cerca del techo había una
especie de hoyo, un formidable escondite y seguro por todos los costados.
Esther lanzó un chillido de felicidad y Lucas se apresuró a esconder la
cabeza por si alguien lo notara, pues había visto a los dos empleados recorrer
por la parte baja y cincuenta metros más al fondo Ricardo y su mujer, estaban
encargados de la sección ferretería. Sus voces se escuchaban como si
estuvieran a dos pasos y desde el lado opuesto, en la parte principal, don
Manuel vociferaba a los empleados para que se apresuraran con los pedidos.
Se recostaron sobre los costales y mirando el gran techo se echaron a reír
cuando se cruzaron sus miradas, mientras se deshacían de las engorrosas ropas
y zapatos. Entonces se amaron con frenesí, con inusual libertad, disfrutando
del riesgo a ser descubiertos y Esther tuvo que refrenar sus chillidos tapándose
la boca con un pañuelo. El nuevo nido resultó confortable pero nada duradero,
hasta el momento crucial, fatal, de aquella lluviosa tarde de diciembre cuando
en el fragor de la contienda amorosa, no percibieron que por la parte baja iban
cediendo los costales y de repente se produjo una terrible catástrofe. Las tres
cuartas partes de harina se desmoronaron y parte de los costalillos se abrieron
despanzurrándose en una avalancha blanca que inundó gran parte del recinto.
Esther y Lucas sucumbieron enterrados entre la masa blanca y
providencialmente cogidos de las manos lograron salir a flote como si se
tratara de dos estatuas de yeso. Consternados evaluaron el daño efectuado y
antes de ser descubiertos se escurrieron por la puerta de escape así en el estado
que se encontraban y salieron al traspatio donde, debajo de un cobertizo,
permanecían los dos caballos; pero al ver a las dos extrañas personas cubiertas
de harina se pusieron a orejear y bufar y patear el piso con sus cascos
herrados. Se calmaron cuando Esther los palmeó en las ancas. Habían
reconocido a su ama.
Lucas Romero en vez de usar caronas, había preferido usar frazadas, y
cuando vio las prendas debajo de las sillas silbó de alegría. Ni bien se
cubrieron con las frazadas, saltaron sobre los caballos y enrumbaron a la
casona que distaba a un kilómetro de distancia. La cocinera se sorprendió al
verlos llegar en tal estado.
-Perdimos la ropa en el río, el aguacero nos agarró de sorpresa.
Se cambiaron de ropa y luego reunidos en el dormitorio de Lucas, se
estuvieron riendo por cerca de dos horas, festejando el suceso como una de las
pocas y locas aventuras jamás realizadas por nadie que ella supiera.
-Pronto nos encerrarán en el manicomio a los dos- gritaba Esther sin poder
contenerse de una agradable sonrisa-, y a ti te colgaran de alguna parte cuando
descubran tus prendas dentro de la harina.
-Es verdad- recapacitó Lucas Romero poniéndose triste-, esto es muy grave
y no sé qué pasará luego.
-Nada- dijo Esther-. Yo me encargo de todo. Mañana contrataré a dos
peones de la calle y vigilaré que nadie se acerque al lugar. Con decirte que tus
sucias botas habrán contaminado la harina.
-Y qué, ¿y las tuyas?
Simularon enojarse y arrufados como dos bestias en combate, el uno con
los puños cerrados y la otra con las uñas afiladas, se lanzaron suaves golpes en
la cara y en los brazos.
Esther empezó a lanzar chillidos desesperados y toda su frondosa cabellera
se había enroscado en las manos de Lucas. En ese estado se acurrucaron como
si fueran niños y pronto se quedaron dormidos.

VI

Algunas mañanas cuando Lucas Romero partía a los lavaderos de oro, de


repente se aparecía Esther y rogaba para que la llevara a conocer esos lugares.
Como buen empleado, Lucas Romero primero consultaba con don Manuel
sobre este hecho.
-A esta loquita no hay quien la detenga- decía el patrono encogiéndose de
hombros.
Feliz y victorioso, Lucas Romero, bajaba corriendo las gradas y daba la
orden de partir. En los campamentos los peones se quedaban asombrados
cuando veían a la bella patrona cocinar, aderezar y mejorar la comida. A veces
llegaban a la hora del desayuno y la felicidad cundía a raudales. Esther
ordenaba a las cocineras que prepararan arroz con huevo y tocino y leche con
avena.
-Si tu padre supiera este derroche- objetó Lucas Romero-, no sólo me
despediría sino que vería mermar sus ganancias.
-Sí, pero nunca lo sabrá. Además esta pobre gente es la que trabaja y da de
ganar a mi padre.
De regreso a la ciudad, Esther lograba convencer al motorista para que le
enseñara a conducir la gran canoa; y él, gustoso, siempre a la expectativa, no
sólo logró impartir sus más íntimos secretos, sino al mes bien podría jactarse
de poseer una discípula excelente y capaz de demostrar sus conocimientos al
más experto de los motoristas. De este hecho jamás se enteró Don Manuel.
Lucas Romero asistía a estos arranques singulares de su bella amada y en
silencio gozaba al verla seria y disciplinada en el aprendizaje; luego, ya en la
intimidad, trataba de hacerla comprender que su comportamiento frente a los
trabajadores no era el correcto.
-Al diablo con tus consejos, tontito mío- se burlaba ella revolcándose como
una gatita consentida, sonriendo feliz y mostrando los níveos dientes
delineados en las rosadas encías.
Era adorable verla con su hermoso rostro, su pequeña nariz medio
respingada, sus pómulos rosados y sus dos ojos negros sombreados de
pestañas espesas. La grácil figura de su agradable cuello cubierto de un sedoso
pelo negro que cubría hombros y espaldas mostraba un collarcito de oro cuyo
adorno era un pequeño corazón redondo, festoneado por pequeños rubíes.
Aquella hermosa joya había sido obsequio de uno de sus admiradores y
consecuentes galanes que suspiraba día y noche sin obtener la ansiada
respuesta. Como gerente de la Compañía Minera “Halcón”, el Ingeniero de
Minas Gonzalo Mendoza no sólo había invertido una pequeña fortuna en la
compra de costosas joyas, sino para impresionar al vecindario y a la
escurridiza dama de sus sueños, había logrado traer desde la capital de la
República un numeroso grupo de mariachis que en el difuso amanecer de un
vigésimo cumpleaños, le dedicó una sonada serenata. Única y memorable en
los anales del poblado de Mazuco. Si Esther usaba el collarcito no era por
sentimentalismo ni siquiera por agradecimiento al apuesto ingeniero, sino
porque le gustaba los finos engarces de los diminutos eslabones y además
porque el pequeño corazoncito se abría y mostraba una plancha donde se
hallaba pegada una minúscula fotografía de una mujer de mediana edad: era la
fotografía de su madre, de su querida madre que la había perdido cuando
contaba apenas los diez años. En el reverso, a pesar de las protestas de Lucas
puso su fotografía.
La gran canoa permanecía la mayor parte de los días, amarrada a un
tronco; y el motorista prefería marcharse a la ciudad a emborracharse en las
cantinas.
Esther ex profeso le regalaba apetecibles propinas para que no estorbara en
sus planes. Lucas y ella, pertrechados de anzuelos, sedal y carnada, partían río
arriba a la confluencia del Inambari con el Araza. Según los entendidos en
pesca de la zona aseguraban que en el extraordinario pero peligroso cañón
donde hervían terribles remolinos, abundaban zúngaros otoñales, doncellas y
pacos y sábalos. La primera vez que llegaron al lugar vieron consternados que
las aguas giraban formando pequeños remolinos y que la pequeña canoa
luchaba para no ser absorbida al fondo o ser expulsada contra las rocas. Lucas
Romero comprendió que no tenía el coraje, la fuerza y la valentía de un
verdadero hombre. Sudaba a chorros y temblaba de pies a cabeza; pero estaba
aferrado a la tangana mirando atento el curso de la canoa que abría una brecha
en el desordenado avance de las aguas turbias. De cuando en cuando, para
darse algo de valor, volvía la cabeza a echar un vistazo a su adorada. Todos
sus infundados temores se derretían frente a la valiente y serena actitud de la
bella motorista, que segura de sí enrumbaba la canoa y rompía la fuerza del
agua con calculada y rítmica maniobra. Habían llegado a la mentada
confluencia, y Esther enrumbó la canoa hacia el Araza, donde las cristalinas
aguas dejaban ver el aquietado fondo azulino, lleno de espuma blanca. Lucas
arrojó la cabuya contra el más cercano árbol. Saltaron sobre una roca plana y
echaron una minuciosa inspección al lugar. Un pequeño trecho de arena de
unos tres metros cuadrados formaba una acogedora playa sombreada de
arbustos y lianas. El piso estaba tapizado de abundante hoja seca y pequeños
troncos de árboles. Sobre las rocas, impávidas, se soleaban pequeñas víboras y
algunas de regulares tamaños en las que destacaban las jergonas y algunas
shushupes. Esther y Lucas se detuvieron espantados y optaron por volverse
paso a paso hacia la canoa.
-Este lugar es virgen y nadie posó sus plantas en estos lados y por eso
abundan las víboras- observó Lucas-. Parece que nosotros los primeros en
llegar a este lugar.
Cogió la tangana y desde una distancia prudente reunió varios montones
de hojas y palos. Su asombro no tuvo límites cuando observó pequeñas
víboras escondidas entre los escombros. Roció abundante gasolina en las
malezas acumuladas. Desde una distancia prudente encendió una cerilla y
pronto se levantó una densa humareda. La materia seca ardió entre espantosos
crujidos. Dos horas después la acogedora playa quedó limpia de alimañas, de
troncos y basura.
-Ahora esta playa nos pertenece y se llamará la flor del Araza- dijo Esther
disponiéndose a desnudarse para nadar un poco en las tranquilas aguas.
-No, no corazón mío- objetó Lucas Romero-, esta playa es aún salvaje, está
llena de víboras y no sabemos qué peligros existirán dentro del rio, de repente
estamos en un nido de peces eléctricos o lo que sea…No, por favor, mira los
remolinos.
Esther miró consternada el profundo fondo del rio, las escarpadas rocas de
los costados y las abundantes ramas de los árboles que tapaban el paso de los
rayos del sol.
-Las viboritas ya no volverán, muchas han muerto carbonizadas y conviene
encender una nueva fogata.
Cogieron los machetes y algunas cabuyas. Se treparon a los arbustos más
sólidos y empezaron con la tala indiscriminada, arrojando ramas y lianas al
fondo del rio. Pronto se volvió a llenar la playa de hojas, ramas y flores. En
ese momento, una infinidad de avispas empezó a revolotear al ser destruidos
sus colmenares. Lucas y Esther se aovillaron entre los troncos y
permanecieron quietecitos por espacio de una hora. Al cabo de los cuales
saltaron al piso y empezaron a limpiar el amplio espacio abierto, arrojando
todos los desechos al río.
Pasado el mediodía, Esther extendió un mantel sobre la arena y trasladó la
olla, los platos y la pequeña vasija del refresco. Pronto una deliciosa fragancia
saturó el ambiente. El arroz con pollo, acompañado de abundante plátano frito
era la merienda del día. Comieron en amable compañía con unos pequeños
pececillos que se disputaban los restos de carne arrojados a la orilla. Luego, al
amparo de las ramas de los arbustos, se echaron a dormir un buen rato. En ese
profundo cañón corría una agradable brisa que atemperaba el ambiente.
Al finalizar la tarde pescaron un poco y se retiraron satisfechos.
En lo sucesivo llevaron abundante leña seca y prendieron una gran fogata
en medio de la playa. Las escasas víboras huyeron para siempre y las mismas
avispas desaparecieron del lugar.
La pesca resultaba abundante y en la casona don Manuel degustaba de
tiernos zúngaros y apetecibles sábalos. La cocinera preparaba suculentos
chilcanos y decía entre bromas que el caldillo era un afrodisiaco eficaz para
tener hijos y miraba a don Ricardo, que en sus diez años de casado no tenía
prole a pesar de sus esfuerzos.
Don Manuel celebraba día y noche el consumo de pescado hasta el tedioso
día en que se enteró que su intrépida, descabellada y loca hija remontaba el río
hasta la confluencia del Inambari con el Araza, cañón que según él y algunos
expertos motoristas consideraban de muy peligroso por la cantidad de
remolinos y rápidos que existían en todo el trayecto. Entonces la casa se llenó
de gritos y blasfemias. Fuera de sí y casi al borde de la locura, demandó la
presencia del motorista y antes de cualquier cosa lo abofeteó por dos veces,
mientras gritaba:
-¡Te prohíbo que vuelvas a llevar a mi hija a ese maldito cañón, entendido!
El pobre motorista, que desconocía por completo las andanzas de su
patrona, se retiró todo apesadumbrado y muy afectado por la golpiza.
-Desde mañana, la canoa no se moverá para nada durante el día- volvió a
gritar don Manuel.
Esther Quirós supo disculparse del motorista obsequiándole cien gramos
de oro a cambio de su silencio. Asimismo le obsequio a la mujer un juego de
ollas, ropas para los niños y víveres para un mes. Don Manuel a diario enviaba
a un empleado para espiar el fondo del embarcadero.
La intrépida muchacha se dedicaba a otras actividades hasta que pasara el
vendaval. Ahora último había estado visitando la granja y su verdadera pasión
por las crías de cebú surgió así de improviso cuando Silverio, el granjero,
informó que había nacido un hermoso becerro blanco como la nieve. Verlo fue
toda una delicia. Esther sucumbió a la ineludible belleza del animalillo y
decidió bautizarlo como Pablito. El rollizo ternero resultó retozón. Tenía dos
hermosos ojos negros y le habían colocado al cuello una hermosa cinta roja.
Era una delicia verlo corretear por el establo, atormentando a la madre que se
desvivía mugiendo. Esther chillaba como una chiquilla correteando tras su
mascota sin lograr apresarlo. En el caserío no se agotaba de contar las proezas
y diabluras de Pablito. Don Manuel festejaba la pasión maternal de su hija. Un
día decidió visitar la granja y comprobó que en efecto el pequeño becerro era
inquieto, arisco y bello. Verlo inspiraba una sensación de cogerlo y estrujarlo
entre los brazos, y peor aun cuando se paraba de frente con la mirada fija, las
fosas nasales abiertas y sudorosas y en actitud de embestir. Muchas veces
habían tratado de cogerlo; pero el escurridizo bicho lanzaba sus patas traseras
al aire y levantando el rabo emprendía una desordenada y frenética carrera.
Lucas Romero muy raras veces visitaba la granja, en las pocas
oportunidades que pasaba llevando algún encargo del patrón, debía quedarse
todo el día por el inolvidable agasajo que le brindaba su buen amigo Silverio.
En esta oportunidad se vio obligado a visitar a diario acompañando a Esther y
luego comentaría en el caserío que su afán por apresar a Pablito había
resultado un desastre. Aquel diablillo de ternero era una verdadera saeta. Se
contentaban con verlo retozar y muy decepcionados se volvían a casa. La más
afectada resultaba la bella Esther, se sentía rechazada, imposibilitada para
satisfacer un capricho más. En lo sucesivo debió resignarse a verlo crecer
desde lejos.
Una noche de luna, Esther, se enfrentó con Lucas Romero y le propuso
hacer una visita al cañón del Inambari. Don Manuel se hallaba de viaje y por
lo tanto no existía impedimento alguno.
-De noche es muy peligroso- objetó Lucas-, podemos chocar con una roca
escondida o algo parecido.
-Para ti es peligroso, pero para mí no significa nada. Es más yo conozco la
ruta como la palma de mi mano. ¿O es que tienes miedo?
Lucas Romero aceptó a regañadientes y de inmediato se puso a acarrear
leña, dos frazadas y los implementos de pesca. Esta vez cogieron los anzuelos
más grandes y en vez de sedal llevaron varios cientos de metros de cabuya
delgada. Pescarían en el Araza y habían decidido coger zúngaros y doncellas.
La noche estaba tranquila y una claridad argentina, mostraba la sinuosidad
del río que se perdía al fondo, entre la masa de árboles.
Partieron no sin advertir a la cocinera que volverían por la madrugada. Por
si acaso encendieron la lámpara de petromax. La travesía resultó sin novedad
y dos horas después recalaban en la flor del Araza. De primera instancia
trasladaron la leña a la playa y prepararon tres fogatas, dejando un espacio
libre al centro. Les habían advertido que las shushupes solían salir por las
noches y un desagradable encuentro con estos bichos no resultaba nada
halagador, considerando que atacaban sin previo aviso. Habían llevado la
escopeta de retrocarga y dos buenos machetes. Pronto la pequeña playa y los
alrededores se iluminaron, dejando ver los contornos aceitosos de las rocas y
el fondo espumoso del gran Araza que formaba en la confluencia con el
Inambari un remanso lleno de remolinos. Asimismo habían podido distinguir
no sin cierto temor grandes víboras que huyeron al primer resplandor,
coligieron que se trataba de shushupes.
Lucas Romero llevó de la canoa un retazo de lona y las dos frazadas.
Preparó una especie de cama en medio de las fogatas y se echó de espaldas.
Observó el despejado cielo. La hermosa luna rielaba en el horizonte. Algunas
ramas de los cercanos árboles se bamboleaban produciendo un suave rumor
por el impulso del humo de las fogatas. Esther Quirós vio a su pareja tendido
en el suelo y medio molesta por el denso humo se recostó a su lado.
-Descansaremos un ratito antes de pescar- pidió Lucas Romero mientras se
acurrucaba junto a su pareja.
Ni bien sintió el aliento tibio de Lucas sobre su oreja izquierda, Esther se
incorporó a medias, arrojó la blusa al costado y se sacó los pantalones. Lanzó
las botas al piso y se encaramó sobre su pareja. Fue una lucha breve, cariñosa,
se revolcaron como dos púgiles en contienda y a la luz de la luna con el
resplandor amarillento de las fogatas que ya se consumían, se amordazaron en
un beso infinito y libres de toda traba emocional, sin importarles que por la
parte alta, entre la sinuosidad desbordante del camino carretero pasaban los
camiones, se amaron de la manera más extravagante. Esther, podía gritar y
gemir cuanto quisiera, espantando a las lechuzas que revoloteaban por los
alrededores.
Se hallaban sudorosos, felices, pero mortificados por la abundancia de
mosquitos y zancudos. Desde su posición observaron la parte alta del cañón.
Entonces vieron con desenfado las luces de un camión repleto de pasajeros
que pasaba bordeando el acantilado. Por la distancia no se veía sino las dos
luces amarillentas y desde arriba seguro sólo distinguían las agónicas
llamaradas de las tres fogatas. Sonrieron satisfechos y tras un caluroso beso se
apresuraron a calarse las ropas. Era insoportable el asedio pertinaz de los
mosquitos.
Ya en la canoa prepararon los anzuelos. Lucas Romero puso como carnada
apetitosos suris. Con cierta destreza arrojó la primera cabuya a regular
distancia. El segundo cordel cayó a mayor distancia. Sujetaron las cabuyas al
borde de la canoa. Se sirvieron varios copetines de pisco y encendieron
cigarrillos. Cogidos de las manos miraban el fondo lacrimoso del cañón. En
torno reinaba un silencio casi sobrecogedor; pero de cuando en cuando gemían
algunas lechuzas, sus plañideros graznidos causaban una sensación de
abandono y tristeza. Innumerables y escurridizos murciélagos pasaban por
miles, produciendo un suave ruido de aleteos, mientras lanzaban estridentes
chillidos.
-Somos los únicos locos en venir a este espantoso lugar- dijo Lucas
Romero sobrecogiéndose de terror.
-En cambio para mí este sitio significa el lugar ideal para una noche de
amor, no te parece romántico que tú me abraces y me beses al borde de una
canoa con el vaivén lento de las aguas.
-Sí, es muy lindo, digno de recordar; pero insoportable por los zancudos.
-Sigue fumando, el humo los espanta…
Una terrible conmoción remeció la canoa y los dos amantes de poco se
fueron de espaldas al agua. La botella de pisco cayó al río y pronto se hundió
en un glugluteo desesperante. Uno de los sedales se puso tenso e inclinó la
embarcación. Lucas cogió la cabuya e impulsó su cuerpo hacia atrás.
Desilusionado y asustado debió sentirse frente a la tensión de la cabuya.
Supuso que la presa era grande y pesada por las fuertes sacudidas que efectuó
en ese momento. La endeble canoa se ladeó de costado. Esther se aferró al
borde opuesto para contrapesar la inclinación y fue oportuno porque en ese
instante volvió a escucharse otro ruido espantoso en el fondo del río y la
segunda cabuya se puso tensa. Lucas Romero midió sus fuerzas y comprobó
que en esta ocasión el sedal cedía con cierta facilidad. A veinte metros, entre la
superficie oscura del río, se produjo el primer aletazo y una gigantesca masa
emergió en toda su magnitud. Esther ayudó a recoger el sedal y saltando sobre
las rocas de la playa, logró amarrar uno de los extremos en el primer tronco
que halló a paso. Se trataba de un zúngaro de proporciones medianos que
golpeaba sus aletas y la cola con verdadera furia. El hermoso ejemplar media
casi un metro y su peso era considerable cuando lo vieron sobre la arena.
Lucas Romero cogió el otro extremo del sedal que estaba amarrado a la proa
de la embarcación. La aseguró a un árbol mediano luego de rodear a otro
tronco más sólido. La canoa libre de toda presión se enderezó. Esther y Lucas
Romero pronto se convencieron que la presa cobrada era gigantesca por el
crujido de la cabuya al deslizarse por el tronco verde. En el fondo brumoso del
Inambari, casi cerca a la pared lateral opuesta sintieron rebullir las aguas con
verdadera intensidad. Lucas Romero probó medir fuerzas, impulsando su
cuerpo con ayuda de una enorme roca que le sirvió de palanca. Su esfuerzo
tuvo resultados halagadores. La cuerda cedía. Esther corrió a su lado, cogió la
cabuya y de inmediato se apresuró a envolverla en el siguiente árbol. Fue
oportuno. En ese momento se produjo un espantoso aleteo y Lucas Romero
cayó al suelo. Era inútil seguir luchando por el momento. Se dirigió a la canoa
en busca de otra botella de pisco y algo de cigarrillos. Esther se hallaba
tendida sobre las frazadas y trataba de cerrar los ojos. En ese momento arribó
Lucas con el pisco y además traía una bolsa de coca.
-Dejaremos que el pescado se agote un par de horas- explicó Lucas
Romero-, mientras tanto tenemos todo el tiempo como para vaciar esta botella.
-Me asusta que el pescado no sea pescado si no un monstruo.
-Por lo que veo debe ser gigante- dijo Esther tomando un sorbo de pisco.
Fumaron cigarro tras cigarro. Pronto el efecto del alcohol en sus cuerpos
los reanimó de tal manera que empezaron a besuquearse y en el colmo del
desenfreno y la inopinada fluencia de energías, se revolcaron entre las
frazadas, desparramando las hojas de coca y vaciando el resto de pisco. Así
abrazados se quedaron dormidos. Se despertaron al amanecer cuando una
difusa claridad enmarcaba los lindes del imponente cañón. La luna había
desaparecido entre los árboles, y aún humeaban las tres fogatas.
Se incorporaron de mala gana y lo primero que pudieron apreciar, a
escasos metros, fue el bulto oscuro que no era sino el zúngaro. Estaba lleno de
hormigas, mosquitos y una infinidad de bichos. Lucas Romero cogió un balde
de agua y prolija, concienzudamente bañó el resbaladizo cuerpo del enorme
pescado. Luego cogió la cabuya que estaba amarrada al pequeño árbol y
comprobó que estaba tensa. Entonces probó recogerla y muy feliz sintió que
cedía poco a poco. De repente se produjo un borbotón en el río y una masa
oscura y enorme lanzó un coletazo, disparando abundante agua a los costados.
Fue en ese momento que Esther se dio cuenta que el enorme pescado avanzaba
hacia la orilla. Aprovecharon esta brillante oportunidad para ganar algunos
metros de cabuya y antes que nada lo amarraron entre las rocas.
Estaban convencidos de que habían logrado vencer al enorme pescado. De
inmediato salvaron el estrecho espacio que los separaba de la canoa y cuando
subieron a la cubierta, vieron una descomunal masa que se movía a escasos
metros, cuyo torso ancho y lustroso emergía casi a flote. La bestia estaba casi
vencida.
-¡Santo cielo!- exclamó Lucas Romero observando el gigantesco zúngaro
de casi dos metros-. Jamás vi algo parecido…
-A mí me contaron que alguna vez habían pescado enormes zúngaros por
estos lados, hasta que ahora lo puedo comprobar- dijo Esther temblando de
miedo.
Desde ese lugar pudieron apreciar la enorme cabeza achatada, sus
pequeños ojos y la disposición de las barbillas. El pescado estaba agotado y
abandonado por el momento a su triste suerte. Apenas movía las aletas
dorsales y la enorme cola. Lucas Romero calculó los escasos dos metros de
distancia que lo separaba del zúngaro. El enorme torso era ancho y lustroso.
-Le dispararemos un tiro en la cabeza y no podremos fallar- Explicó Lucas.
-No puede ser de otro modo- Dijo Esther.
-Necesitamos diez hombres juntos para vencer a esta bestia y apenas
somos dos.
Cogió la escopeta que estaba cargada, y tomando la posición correcta
apuntó y disparó. Se produjo una terrible conmoción y una cantidad
asombrosa de agua mezclada de sangre inundó la canoa, arrojando a sus
ocupantes al piso de madera. Cuando Lucas y Esther se incorporaron pudieron
apreciar espantados el agua rojiza y el enorme pescado que se extinguía entre
desesperadas convulsiones.
Ambos saltaron a tierra y recogieron los enseres. Lucas Romero desató la
cabuya y aseguró unos de los extremos al vértice de la popa, junto al motor,
dejando libre un par de metros.
Pronto la canoa se puso en marcha y cuando llegaron al embarcadero los
esperaban todos los miembros de la casa. Pronto pudieron ser testigos de algo
que nunca habían visto hasta entonces. La cocinera corrió por gente mientras
el motorista tasajeaba el otro zúngaro de la cubierta.
Don Manuel a su retorno del Cusco no se enteró de nada. Todas las
personas que habían participado en la singular faena de despedazar los
enormes zúngaros prometieron no abrir la boca. Por su parte, Lucas Romero y
Esther, declinaron de por vida nunca volver a la flor del Araza porque la
espantosa experiencia les había resultado muy penosa y fatigante. Debieron
convenir en que se había estropeado el espíritu de la pesca al recurrir al
escopetazo.
Por esa época se produjo una devastadora muerte de cebús por la fiebre
aftosa. Las primeras reses en sucumbir fueron las crías y entre ellas estaba
Pablito, el rollizo ternero de la cinta roja y los ojitos negros. Esther se abrazó
al inerte cuerpecito de su mascota y lloró por varias horas. Convencerla para
que se levantara resultó casi imposible. Sólo aceptó cuando le propusieron
enterrarlo donde ella indicara. Dos robustos obreros excavaron un hoyo junto a
la playa donde por primera vez había sido rescatada de las aguas del Inambari.
A la ceremonia asistieron don Manuel y algunos empleados del almacén.
Habían llevado consigo un arbolito de naranjo.
Esther, con lágrimas en los ojos, dejó constancia de su extraña
determinación al explicar que en ese mismo lugar había vuelto a nacer hacía
tres años y ahora asistía a un doloroso hecho en el que se enterraba su ilusión y
afecto a un pequeño ser que sin proponérselo había logrado atraparla con su
voluntarioso afán de vida y gozo. Al dejar el árbol de naranja entre la tierra
removida estaba perennizando el recuerdo de Pablito, para que sus ojos
siempre lo vieran como un frondoso árbol.
Una semana después llegó un veterinario del Cusco. Era un robusto
hombre de mediana edad bastante parlanchín y muy respetuoso. Lo
acompañaba un muchacho enclenque y paliducho. Era su ayudante.
Esther Quirós, al parecer, después de la muerte de Pablito, quedó sumida
en una desconcertante tristeza. Permanecía callada durante la mayor parte de
los días y no hablaba con nadie.
El veterinario y su ayudante fueron instalados en los dos cuartos de
huéspedes y todas las veladas a partir de esa fecha se hicieron muy
interesantes por la verborrea y amplia cultura del visitante. Asistía formal y
puntualmente a todas las preguntas que se le hacía, asimismo se propuso
contar ciertos aspectos de su vida y entre otras cosas manifestó que había
llegado a ser alumno de ingeniería por dos años, y luego, por el expreso
pedido de una hermosa chica que le había sorbido los sesos, había aceptado
ingresar a la facultad de medicina humana. Luego esa chica no sólo aceptó
casarse con él, sino al año le gratificó con un par de mellizos. Toda su ilusión
se vino abajo cuando se vio en la terrible encrucijada de seguir estudiando o
trabajar para mantener a tres bocas sin contar la suya. Se decidió por la
segunda opción y de esa manera ocupó el puesto de ayudante de veterinario.
El Dr. Tejada, al vuelo captó la imaginación y la desbordante vocación de
aquel muchacho que sí demostraba todas las aptitudes necesarias para el
empleo. Federico Ibarra había encontrado su destino sin proponérselo y
contando con la ayuda del Dr. Tejada, seis años después se graduaba de
veterinario. Por esa época nació su tercer hijo. Después comentaría a sus
amigos, que le puso el nombre de Jorge, tal vez en agradecimiento al patrono y
hoy colega.
Esther Quirós encontró en aquel meticuloso e inteligente veterinario a la
persona ideal para reforzar sus escasos y rudimentarios conocimientos de
todas las ciencias que había logrado adquirir gracias a la lectura de libros y
novedades que solían enviarle del Cusco y Lima.
En el brumoso amanecer de la selva, el veterinario y su ayudante,
evaluaban las reses tomando notas de cada mejoría o recaída. Esther Quirós
fungía de aplicada ayudante y era la encargada de llevar las medicinas,
pastillas y jeringas. Por las tardes solían efectuar agotadores paseos por playas
y caminos y se enfrascaban en tediosos debates sobre el rol de la mujer en la
sociedad; para el Dr. Ibarra sus conclusiones eran tajantes cuando decía que la
mujer era más mujer cuando se dedicaba a las tareas domésticas.
-Es una apreciación machista y no estoy de acuerdo- objetaba Esther,
medio molesta.
-Yo sólo dije que la mujer se ve mejor atendiendo a los hijos.
-Como una esclava, sin opción a dedicarse a otras tareas- terminaba
Esther-. Yo por este hecho no me caso ni pienso casarme, prefiero gozar de mi
libertad como las aves del bosque, como las eternas mariposas que vuelan por
los prados deslumbrando con su etérea belleza.
Al despedirse del polifacético veterinario, Esther, se encerraba en su cuarto
y se hundía en una terrible congoja. Sus atropellados pensamientos fluían uno
tras otro y la apabullaban hasta reducirla en una despreciable masa, sin lograr
encontrar una real solución a su terrible desgracia. Se cogía de los cabellos con
cierta furia y se golpeaba la cabeza en el respaldar del sillón. Así en ese
estado, hundida entre sus brazos se entregaba a un copioso llanto. Lloraba
hasta sentirse abrumada por el dolor de sus ojos y sólo salía de este lamentable
estado cuando escuchaba la voz de su padre que le llamaba desde el comedor.
Entonces corría hacia el espejo y miraba su rostro ajado con una extraña
sensación de cansancio impreso en sus ojos. Sin embargo, lograba serenarse y
corría a su lugar en la mesa. Intercambiaban saludos con Lucas y se miraban a
hurtadillas con la misma naturalidad de siempre.
Lucas Romero miraba a la mujer de sus sueños con cierta preocupación y
desencanto. Hacía un regular tiempo que no se entregaban a sus locuras, ni a
las cotidianas sesiones de natación en las aguas del Inambari, ni a las
interminables caminatas por los vericuetos perdidos de la extensa propiedad.
Todo había cambiado desde el arribo de aquel veterinario, incluso la dinámica
Esther se mantenía reservada y aquejada por no se sabe qué pensamientos.
Muchas veces la había pillado en el salón, cabizbaja y nerviosa murmurando a
solas. Pero lo que más le molestaba era que siempre, a todas horas y en todo
lugar, estaba junto al veterinario enfrascada en amicales intercambios de ideas.
Entonces el gusanillo de los celos empezó a roerle el alma y convencido de
que algo andaba mal, quiso conocer los detalles de aquellas conversaciones y
tal vez valiéndose del escurridizo ayudante lograría desentrañar el misterio.
Una mañana lo llamó a un aparte y tras un formal acuerdo le entregó una
respetable cantidad de cheques:
-Averíguame todo lo que sepas y tendrás más cheques y una porción de
oro.
Entonces, el ayudante informó en el acto lo que sabía. En efecto los había
visto conversando en privado, incluso en tres ocasiones se encerraron en las
habitaciones de la segunda planta.
-¿En el cuarto de la señorita?
-Sí, en el mismo cuarto.
-No puede ser- dijo Lucas Romero perdiendo el aliento.
Por su enfebrecido cerebro cruzó una serie de absurdos pensamientos y
muy afectado en lo más íntimo de su ser, se retiró cabizbajo, vencido y muy
apenado.
El escurridizo ayudante de veterinario ponía a su alcance todos los
pormenores de cada encuentro y algunos fragmentos de conversaciones
discretas. Dos semanas después, Lucas Romero, fue abordado por el
informante cuando se disponía a embarcarse con rumbo a los lavaderos. Por la
forma cómo lo miró comprendió que el asunto era algo bueno. Entonces
canceló el viaje para el día siguiente. Tomaron el caminillo que conducía a la
playa. Se sentaron sobre un tronco caído, miraron el fondo del río donde una
embarcación surcaba las ondulantes aguas con dirección a la parte alta.
-¿Novedades?- preguntó ansioso.
-Sí, señor- dijo el muchacho-. Ayer vi salir del cuarto a mi patrón y a la
señorita Esther que parecía había llorado y logré escuchar que decía
desesperada: “sólo tú puedes ayudarme, por favor, por favor”. Y mi patrón le
respondía: “Señorita, por favor, yo soy doctor en animales y no en personas,
recuérdelo”. Le juro señor que algo está sucediendo. La señorita Esther parece
que está pasando por un mal momento y no sabría decirle con exactitud el
motivo de tanta congoja.
Lucas Romero pagó la información y se marchó confuso sin comprender
nada de nada. Sólo tenía en claro que Esther le estaba escondiendo algo muy
grave; pero lo que no alcanzaba a entender era las continuas visitas del
veterinario al mismo cuarto de su amada, cuarto que él jamás tuvo acceso
aunque lo quisiera. Desconcertado subió las gradas y cuando se disponía a
entrar en el patio se encontró cara a cara con la misma Esther, que en ese
instante salía con rumbo a la granja. Se miraron sonrientes y tras un caluroso
beso, bajaron hacia la cercana playa. Se sentaron en el mismo tronco de todos
los días y sin decirse palabra alguna miraron el fondo del río. Un extraño y
desacostumbrado silencio los tuvo quietecitos por espacio de cinco minutos.
-Esther, Esther de mi vida- dijo Lucas Romero tomando la iniciativa-.
Debemos hablar de lo nuestro y es menester que yo sepa sobre tu persona.
Ahora último nos hemos distanciado un poco, todo desde la llegada de ese
señor, de ese maldito veterinario. No sabes cómo lo odio, cómo…
-Basta- dijo Esther-, ya comienzas con tus celos. Tienes que dejarme
tranquila por el momento, es necesario para mí; entiendes.
-Está bien, Esther- dijo Lucas Romero-. Sé que me ocultas algo y yo sólo
quiero saber si te pasa algo, eso es todo y te juro que no te molestaré.
-Mira, Lucas, a mí no me pasa nada. Si tuviera un problema grave en todo
caso tú serías el primero en enterarte, pues verás estoy muy bien. No te
preocupes.
Vio la confusión enmarcada en aquel bello rostro y tuvo la certeza de que
algo andaba mal. Se contuvo de seguir hablando porque en ese instante, Esther
se puso de pie.
-Sabes, Lucas, debo de marcharme a la granja. Cualquier noche te visito y
hablaremos de lo nuestro, te suplico que me comprendas.
Se despidieron con un caluroso beso. Esther tomó el camino a la granja y
pronto se perdió entre los árboles. Lucas Romero se quedó cariacontecido y
muy preocupado, sin atinar qué partido tomar. En su ofuscación ni se atrevió a
acompañarla como lo hubiera hecho en similares casos. Miró la lejana
circunvalación de árboles que a estas horas del día resplandecía un vivísimo
color tornasol. Lejos, muy lejos, se escuchaba el plañidero graznido de un
tucán.
Lucas Romero, en ese momento terrible, se sintió invadido por una
melancolía desesperante y en ese estado, de pronto, como si recibiera un
formidable puyazo en la nuca cayó en la horrorosa cuenta de que la bella
Esther, la única, la más bella flor del Inambari, lo había cambiado por otro. Se
notaba a ojos vistas por la indiferencia que mostraba a su persona desde hacía
varias semanas. Y ese otro era el hombre más aborrecible, el advenedizo, ese
miserable charlatán, que en las calurosas noches solía relatar curiosas historias
y en algunas oportunidades cantaba con una deliciosa voz hermosas canciones
de amor. Ese maldito veterinario lo había desplazado sin proponérselo, y
victorioso había logrado que la bella Esther cayera en sus redes así de fácil.
Adolorido, avergonzado, próximo a desvanecerse en el piso por la eterna
presión de su fracaso se escabulló en su cuarto y allí se enterró entre las
almohadas, vencido, marginado, apabullado y mil veces derrotado. Así estuvo
horas de horas hasta que sintió hambre y comió un poco, apenas un pedazo de
pan y unos cuantos sorbos de leche; y por la noche cuando lo llamaron no se
presentó argumentando que se hallaba resfriado. Todas las noches buscó un
pretexto para no bajar al comedor y puso doble cerrojo a su puerta. Ni bien
amanecía salía a escondidas de su cuarto y se escurría hacia el campo, hacia la
parte baja de la extensa propiedad, donde esperaba al motorista. Prefería
desayunar y almorzar en el campamento y algunas veces se quedaba a cenar
con los peones. Por último, se perdió una semana y sólo apareció el sábado en
la oficina de don Manuel llevando el oro azogado. Conversaron un buen rato y
allí don Manuel le exigió que no debiera faltar a casa, pues su alejamiento
había causado zozobra y honda preocupación a pesar de todo. El aceptó con la
única condición de no asistir por las noches al comedor porque adujo estar
indispuesto por ciertos malestares estomacales que supuso eran temporales si
no estaba equivocado.
Prefería acostarse temprano, pero antes de hacerlo solía observar desde su
ventana el fondo del bosque, las inmensas nubes posadas en los cercanos
cerros como copos de nieve y al reflejo de las estrellas miraba las entorpecidas
aguas del Inambari. Suspiraba repetida y dolorosamente cuando pensaba que
todo aquello desaparecería de su vida y sin conocer qué rumbo tomaría el día
de su partida, se dejaba caer en su camastro y pronto se quedaba dormido.
Durante esos días de zozobra, Lucas Romero se las ingenió para no
encontrarse con Esther, pues su presencia no sólo lo afectaría en los más
íntimo de su ser, sino sentiría tal vez que todo su rechazo se desmoronaría
viendo la dulce sonrisa de sus labios, la angelical mirada de sus ojos. Ella,
solícita, preocupada, trataba en vano de encontrarlo y él, muy diestro en el
camuflaje, se escurría en las mañanitas frías y sólo aparecía cuando estaba
seguro de no ser hallado. Entonces por las noches, cuando todos dormían,
Esther, muy dolida, tocaba la puerta repetidas veces y al no recibir respuesta
alguna se retiraba muy apenada sin hacer mucho ruido. En el silencio de las
noches, Lucas Romero, a pesar de su dureza y su execrable determinación de
cortar de raíz aquella hermosa historia de amor nacida entre la más pura
ilusión de dos seres que se habían jurado amarse para siempre, se ponía a
llorar como un energúmeno y aquejado de fuertes dolores de cabeza por los
continuos desvelos de pesar y llanto, se decidió por fin terminar con aquella
pesadilla.
Un día cualquiera por la noche, desbarató cómodas y cajones en busca de
sus más preciados objetos. Arrojó algunas ropas sucias al piso, cogió lo
indispensable y ya se disponía a levantar el pesado colchón donde tenía su
pequeña fortuna escondida en una de las esquinas, cuando crujió la puerta y
apareció Esther, radiante, bella, magnífica como nunca. Lucas Romero, en su
ofuscación, había olvidado ponerle cerrojos a la puerta y aquel descuido le
ocasionó el más terrible momento de su vida y se vio en una encrucijada
espantosa. Sin embargo, decidió mantenerse firme en su propósito de no ceder
para nada ante la dulzura de aquella criatura angelical que lo miraba sonriente.
La bella Esther se había quedado plantada viendo al hombre amado,
impertérrito, fuera de sí, encallecido y brutalizado por no se sabe qué
circunstancias. A pesar de ello, avanzó resuelta, extendiendo los brazos.
-¡Hola, mi vida!- dijo.
Lucas Romero, retrocedió un paso, eludiendo el abrazo y con una extraña y
ronca voz, respondió:
-¡Eres una puta!
Esther se detuvo espantada, abriendo los ojos con desesperación. Pronto se
operó un cambio en aquel hermoso rostro y adoptando una actitud altanera, de
desprecio y abierto rechazo frente al ignominioso vituperio lanzado con la más
cruda y espantosa rudeza, avanzó un paso y se plantó con energía en sus
piernas. Escrutó aquel rostro que le era tan familiar y que en el aciago
momento en el que se cruzaron sus miradas, comprendió que estaba asistiendo
al final de su dicha, entonces dijo con aplomo:
-¡Miserable!
Lanzó dos terribles sopapos y se volvió sobre sus pasos. En la gemebunda
noche un búho lanzó un agorero canto, y lejos muy lejos un perro aullaba.
Si Lucas Romero hubiera asistido al cuarto de Esther, la habría encontrado
en un lamentable estado, hundida y destrozada, anegada en un mar de
lágrimas, mientras invocaba a su querida madre para que se lo llevara a su
lado. Enronquecida, agónica, lloró toda la noche sin hallar consuelo a su
honda pena. En cambio Lucas Romero cerró la puerta, trastornado por la
infausta secuencia de sucesos que nunca esperó vivir. Como un poseído, fuera
de sí, logró poner a buen recaudo la pequeña fortuna fruto de tres años de
trabajo. Entonces se desmoronó en su real magnitud de hombre al fin y al cabo
débil. Lloró porque pronto dejaría a la más bella y excelsa criatura que lo
había cambiado en la vida y que en el devenir de los años lo había arrastrado a
este crucial momento. Levantó sus anegados ojos por la suntuosidad de la
habitación, observó las limpias paredes y cuando vio la ventana abierta y al
fondo en la inconmensurable quietud del cielo, suspendida, la luna, creyó
perder el juicio. Consideró que su malhadada suerte ya estaba escrita y
retroceder hubiera sido contravenir a los designios del destino; por eso, sin
pérdida de tiempo cogió un papel y un pedazo de lápiz. Escribió en estos
términos:
“Hermosa reina de mis sueños, bella flor del Inambari, perdóname. Sé que
no te merezco, lo sabía siempre y por eso viví en zozobra todo el tiempo que
estuve a tu lado; sin embargo, nunca quise resignarme a este hecho hasta que
llegó el momento, el terrible momento y debo convenir que mi corazón lloró
sangre al saber que me abandonabas por otro, por ese otro que usurpó mi
lugar, que me arranchó de las manos la única felicidad de mi vida. Imagínate
que quise en primera instancia matarme de un escopetazo, debo admitir que
soy torpe y un despreciable cobarde, me faltó valor y preferí estar vivo para no
empañar tu felicidad con mi muerte. Te deseo lo mejor y me marcho muy
lejos, tan lejos que nunca sabrás nada de mí. Me marcho para siempre pero me
llevaré en el corazón el gran recuerdo de nuestro amor y nunca te olvidaré. Tú
serás mi sino, mi guía, mi tormento. Honraré siempre tu nombre y vivirás en
mi recuerdo para siempre y por siempre.
“Adiós.
“Lucas”.
Dobló el papel en dos. Tembloroso estampó un postrero beso. Estaba algo
humedecido por las lágrimas que había derramado mientras escribía la nota.
Apesadumbrado lo arrojó sobre la cómoda. Esperó aovillado, destrozado, que
amaneciera.
Muy de madrugada, la cocinera recibió el papel de manos de Lucas
Romero, que no era el mismo sino un espectro que no sabía ni lo que decía. La
cocinera asustada corrió en busca de su ama y su asombro no tuvo límites,
cuando la halló recostada sobre el sillón desecha en llanto y con visibles
signos de no haber dormido nada. Sin embargo, Esther, ni bien leyó el tenor de
la carta, se levantó como una loca. Cogió al azar el primer libro y tomando la
primera página blanca escribió la respuesta en grandes caracteres:
“Amor mío, vida de mi vida, la verdad estoy decepcionado por tus
apreciaciones infantiles con respecto a mi persona y yo no sé de dónde sacas
todo este enredo que no tiene pies ni cabeza. ¿De qué otro me hablas? ¿A
quién te refieres? Ya basta de niñerías y recapacita que somos lo que somos y
que llegamos hasta donde llegamos por el eterno amor que nos juramos
mañana, tarde y noche de todos los días. O acaso lo olvidaste. Mira, todo tiene
su explicación y yo te demostraré que estás equivocado y entonces sabrás la
verdad, conocerás por fin por qué buscaba consejo en otra persona que no eras
tú y que llevado por tus enfermizos celos pensabas otra cosa; no, no es así.
Hoy conocerás el gran secreto que te oculté y prefiero decírtelo yo misma.
Entonces me pedirás perdón de rodillas, te arrastraras a mis pies, me besarás
las manos y serás el hombre más dichoso de la tierra. Yo por mí ya te perdoné
y sólo espero tu regreso. Tuya, sólo tuya.
“Esther”
La cocinera salió volando con la carta entre las manos. Corrió más que
anduvo el kilómetro de distancia que separaba del pueblo. Para su suerte
encontró al desvariado Lucas Romero, que ya se disponía a subir a un camión.
Leyó la carta con sumo interés, temblando y sudando. Dobló el papel con
sumo cuidado y se lo guardó en el bolsillo, y dirigiéndose a la cocinera que
seguía parada, dijo:
-Dígale a la señorita Esther que agradezco su amabilidad y…Ya voy por
allá…
La cocinera se llenó de alegría y saltando como una niña se retiró en el
acto. La doble propina que le había ofrecido Esther si lograba su propósito, la
hacía apresurar los pasos.

VII

En cambio, Lucas Romero, ni bien se vio solo, cogió el primer carro y se


embarcó rumbo a Laberinto. Desde ese momento empezó su terrible vía
crucis. Solo, abandonado a la suerte de Dios, deambulaba por las polvorientas
calles del poblado con su talega a cuestas. Dormía donde podía y comía
cuando solamente sentía hambre. En apariencia había perdido la noción del
tiempo y sin objetivos en su azarosa vida se pasaba sentado unas veces al pie
de los añosos árboles, mirando con nostalgia el paso de las embarcaciones, y
envidiando la sana alegría de los tripulantes. Muchos de ellos le enviaban
cariñosos saludos y al notarlo silencioso, sumergido en un alarmante estado de
sopor, pensaban que se trataba de un demente. Algunas veces sucumbía al
ineludible llamado de las aguas, entonces como en otros tiempos, se sacaba las
ropas y se arrojaba al inmenso y turbulento Colorado. Nadaba hasta cerca de la
mitad del río y estaba convencido que no le pasaría nada, se reía al pensar que
ni la muerte lo quería. Algunas mujeres se santiguaban cuando lo veían
aparecer entre los matorrales y confesaban a sus maridos la estrafalaria facha
de un hombre melenudo y muy flaco que asolaba las riberas del río. Lo
miraban estupefactas y ya en el silencio de sus covachas comentaban que se
habían sentido atraídas por aquella mirada subyugante y aquel andar
parsimonioso siempre con una pequeña talega a cuestas.
Pronto se formaron grupos de curiosos y puestos de acuerdo por la
seguridad de sus esposas e hijas, lo vigilaban donde iba, lo seguían con la
persistencia de un sabueso y después, sonrientes, despreocupados, habían
comentado que aquel infeliz no mataría ni una mosca, era tan inofensivo, que
se pasaba los días leyendo un papel que sacaba de uno de los bolsillos y lo
habían visto llorar a mares. Era tanto su dolor que suspiraba y suspiraba.
Entonces dejaron de espiarlo y en lo sucesivo más bien prefirieron acercársele.
Con cualquier pretexto o simulando un encuentro casual, chocaban en una
trocha o en el único camino que conducía al embarcadero. Lo miraban a
hurtadillas, y envalentonados le saludaban y él respondía con la naturalidad
propia de un ser cabal y serio. Fue la vieja Eulalia Choque, la antigua
lavandera del poblado, quien se acogió a la benevolente y perspicaz chismería
de sus congéneres, para ser ella la encargada de escarbar algo en la vida oculta
del foráneo. Se le acercó un día con su pesado bulto a cuestas, a preguntarle la
hora. Grande sería su sorpresa cuando el interpelado extrajo un hermoso y
valioso reloj automático. Dio la hora y se mostró muy amable cuando la
anciana le preguntó si había visto a una mujer de tal o cual parecido que debía
esperarla para lavar las ropas y que a la sazón era su hija.
-No vi a nadie, señora, y eso que estoy desde muy temprano aquí.
La anciana miró el amplio espacio comprendido entre las dos márgenes del
río y vio la sinuosa trayectoria de las aguas perderse entre los árboles.
-Si no molesto señor, puedo quedarme a su lado a esperar a mi hija. La
verdad me asusta esta soledad.
Lucas Romero accedió de buen grado la compañía de la señora y aceptó
muy agradecido el pan con chicharrones y un tonificante sorbo de aguardiente
que la buena mujer sacó de sus envoltorios. Conversaron por espacio de media
hora. En esta oportunidad, Lucas Romero, maquinó un embuste que dejó
satisfecha a su interlocutora.
-Perdí mi mercancía cuando se sumergió la canoa en la que viajaba y ahora
estoy a la espera de mi socio que debe pasar cualquier día.
-Ah, con razón se le ve a diario en el río- terminó la mujer muy
complacida.
Ella diría después que se sintió atraída por aquel joven cuyas maneras
decían de una persona muy sincera y culta. Entonces se mostró expansiva,
cordial. Se ofreció a ofrecerle si quería pensión y casa. Claro hasta que llegara
su socio. Lucas Romero se revolvió en su asiento, suspiró profunda y
repetidamente mirando el curso de las aguas, y dijo:
-Trato hecho, señora, necesito una casa segura y una pensión. Pagaré
adelantado por un año.
-Un año pagado dice señor- exclamó la buena mujer-. Entonces estoy a su
servicio y adelante mi patrón.
La lavandera habitaba al final de una tortuosa callejuela y tenía una
respetable casita de madera con techo de zinc y seis habitaciones, incluida la
cocina. Vivía con su única hija, madre de un menudo chiquillo de tres años
que ya farfullaba algunas palabras con cierta facilidad. Lucas Romero pagó al
contado la suma correspondiente a un año y recibió de la buena mujer el
candado y su llave. La habitación era cuadrada, amplia, con dos ventanas a los
costados. Estaba equipada con un catre de madera, un ropero pequeño, un par
de silletas y una mesa.
-Esta casa es respetable y muy segura, señor. No se le perderá nada de
nada.
-Bien, señora, me alegro. No se preocupe si no llego para la hora del
almuerzo, la cena más bien me la deja en la mesa, pues yo acostumbro
recogerme tarde.
Desde entonces los vecinos y algunos curiosos lo miraban ya no con temor
sino con curiosidad y comentaban que había caído en desgracia por la pérdida
de sus bienes. Justificaban su precaria y desastrosa afición por las bebidas
alcohólicas. A diario, en cada uno de los bares, se enfrascaba en maratónicas
sesiones de beber cerveza tras cerveza. Excluido y destrozado muchas veces se
quedaba dormido en la mesa; pero los mozos y cantineros no lo molestaban y
más bien cuidaban que nadie se le acercara. Aquel taciturno bebedor era un
cliente bien pagador y muy pacifico. Y cuando estaba ebrio silbaba la misma
tonada de siempre: “Valicha”. Y a nadie le molestaba su extraño
comportamiento, mientras se sumergía en un doloroso llanto. Lo compadecían
de veras y comentaban que aquel singular personaje debía sufrir algo más que
una pérdida material, su corazón se desangraba de a poquitos y nadie conocía
el real motivo de aquel abandono. La vieja Eulalia vigilaba sus pasos día y
noche, y muy afectada en lo más profundo de su ser miraba no sin cierto pesar
el lento deterioro de la salud de aquel muchacho que muchas veces ni comía;
pero ella, puntual, seguía con sus porfiadas atenciones lavándole las ropas y
manteniendo en orden la casa con las frazadas y sábanas limpias. Su condición
de casera la facultaba de cierta libertad para velar por su inquilino. Valiéndose
de mil artimañas y con ayuda de la hija lo espiaban a hurtadillas y sabían
dónde se hallaba, qué hacía y a qué hora se recogía. Al parecer su eterna
espera del socio que había de llegar no llegaba nunca. Sin embargo, los hechos
sucedieron de la manera más simple y casual.
Se hallaba Lucas Romero enfrascado en beber una de las tantas cervezas
ya consumidas durante el día, cuando he ahí se presentó un hombre moreno,
alto y bien fornido. Se hallaba medio borracho y llevaba entre manos una
botella de cerveza llena. Saludó con mucha cortesía y pidió permiso para
sentarse:
-Antauro Bellido, señor, a sus órdenes…
Y sin más preámbulos se desbarató en una elocuente perorata. Contó sus
proezas y desventuras, su innata predisposición al peligro y su gran amor por
los ríos. Dijo que se hallaba de paso y que su canoa estaba en el embarcadero
llena ya de víveres y que su destino sería Puerto Luz, el campamento nativo
donde tenía su morada y una esposa, hija del Curaca Pateache.
-Soy pues comerciante, señor. Mi canoa y yo recorremos todos los ríos,
llevando víveres, algunas veces me acompaña mi cuñado José; pero la José es
un empedernido borracho y un irresponsable como ninguno, a causa de él
estoy en la ruina; pero ya no lo necesitaré más.
Lucas Romero lo escuchó en silencio y festejó entre sí la simpleza de aquel
desconocido y comprendió que había de todo en la vida: buenos y malos,
callados y parlanchines, huraños y asequibles. Aquel buen hombre se hallaba
en un término medio, por eso preguntó sin ambages que si estaba dispuesto a
servirle de guía porque en su condición de comerciante deseaba conocer todos
los lugares. Antauro Bellido se entusiasmó bastante y en un arranque de
franqueza abarrotó la mesa de cervezas y pronto se enfrascaron en una
calurosa, fraternal charla. Se entendieron a las mil maravillas y al promediar la
tarde, felices, eufóricos, cantando al dúo bajaron al embarcadero. Bellido,
orgulloso, mostró una hermosa y formidable canoa con un motor casi nuevo.
Lucas Romero, observó decepcionado un pequeño montículo de enseres,
envuelto en una lona azul. Un barril que supuso era gasolina, algunas cajas de
galletas y un saco de harina. Tres bidones de plástico era todo lo que había y
apenas ocupaba la parte media de la embarcación.
-Yo espero un cargamento de víveres; pero mi socio no llega y yo ya estoy
perdiendo la paciencia- mintió Lucas Romero sentándose en el asiento de
madera.
Bellido quedó meditabundo, observó la lejana circunvalación de árboles y
arrojando la botella vacía al caudaloso río, dijo:
-Amigo Romero yo puedo servirlo con mi canoa, tal vez si se da el caso
podemos ser socios, yo conozco la zona y tengo mis clientes; pero verá que yo
no me abastezco por no contar con suficientes fondos.
Lucas Romero se quedó de repente absorbido por no se sabe qué
pensamientos. Miró el fondo de la canoa, cogió un pequeño balde sin asa, lo
palpó con detenimiento como si con este sencillo gesto se armaría de valor y
habló por primera vez con calculada y fría determinación, dejando bien en
claro su posición, su forma de trabajo y al final impuso una condición. El
almacén sería en la casa de doña Eulalia y Bellido debía vocear a todo el
mundo que siempre había sido su socio. Festejaron el acuerdo y esa noche, en
la humilde casa de la lavandera se armó una pequeña fiesta. Doña Eulalia y su
hija se encargarían de mantener el depósito de víveres en completo orden y en
retribución cada fin de mes recibirían sus pagos.
Lucas Romero invirtió parte de su pequeña fortuna en la compra de
víveres. De los almacenes de los Quirós pronto llegaron sacos de arroz, harina,
fideos y azúcar. Tres barriles de gasolina, cuatro generadores de luz, seis
motobombas pequeñas, mangueras, medicinas, dulces, ropas, pilas secas en
pequeños cajones, algunos artefactos de radio, escopetas y docenas de bidones
de cañazo y, en fin, una serie de chucherías en las que no faltaba ni un
pequeño botón. Incluso cargaron con una cantidad asombrosa de cerveza
enlatada.
-Este cargamento no es para nosotros, amigo- se burló Lucas Romero
cuando vio los afectados ojos de su socio achinarse de puro gusto.
-Claro que no mi patrón, yo la verdad soy un buen administrador.
Se lanzaron cariñosos golpes y de esa singular manera, una mañana, Lucas
se despidió de doña Eulalia e hija, prometiéndoles volver lo antes posible.
En efecto recorrieron campamento por campamento y en cada ocasión, las
ganancias eran regulares y el roñoso cuaderno de Bellido anotó las deudas en
la sección marcada y escrita con torpes manos: “relación de clientes del señor
Romero y socio”.
Un mes después de arduo trabajo y luego de casi tres visitas al almacén de
la tía Eulalia, Bellido invitó a su socio a visitar el campamento de los nativos
en Puerto Luz. Adujo que su mujer lo extrañaba seguro y necesitaba llevar
víveres.
Lucas Romero no sólo aceptó gustoso, sino que convenientemente
preparado, llevó consigo una suerte de regalos de los más variados, en los que
se podían contar hermosas telas multicolores. Pues Bellido le había contado
que Pateache tenía diez hermosas hijas y comenzar una relación favorable con
el cacique sería por ese lado, halagando la vanidad de las hijas, si querían
contar con el apoyo de la tribu y si se proponían ampliar los negocios por esos
lados y por consiguiente establecer un pequeño almacén.
Inolvidable resultaría el recibimiento de la familia del cacique. Asombrado
observaría cómo todos los enseres de la gran canoa desfilaron a una de las
viviendas que luego supo era la de su socio. El cacique Pateache quedó
halagado con los regalos y esa noche ofreció un pequeño agasajo en su
formidable vivienda. Asistieron al evento las tres esposas y toda la parentela,
incluida las diez hijas que estaban bien ataviadas con las telas nuevas.
Comieron abundante yuca sancochada, picuro asado y abundante suri frito. La
cena resultó maravillosa y todos muy felices con la presencia de Romero,
finalizaron la velada bebiendo masato. Pronto los efectos de esta fuerte bebida
los puso más alegres y cada cual a su manera empezó a danzar sobre el
entarimado de pona.
Lucas Romero, dejándose llevar por su acostumbrado arranque de
franqueza, susurró al oído de Bellido que trajera unos tres sacos de cerveza
enlatada como para una noche entera. Pronto entonces se armó una verdadera
fiesta. Pateache, que era un empedernido amante de la cerveza, no sólo se puso
a bailar con una de sus esposas, sino en su dialecto se dirigió a Romero
ofreciéndole que tomara como pareja a una de sus hijas y se pusiera a danzar
como lo hacía él. Bellido fungió de traductor y Romero cogió al azar a una de
las nativas y resultó siendo una agraciada joven, robusta y muy alegre.
Cansados se sentaron en grupos y cogiendo las latas bebían con la naturalidad
propia del nativo que consume y bebe en cantidad. Habían traído del almacén
dos bidones de aguardiente para los que deseaban beber y una caja de
cigarrillos. Todos pugnaban por fumar porque sabían que eran suaves y había
algunos mentolados. De las contiguas viviendas, nativos y nativas se
acoplaron al jolgorio y pronto en el gran patio se armó una verdadera fiesta.
Bellido volvió a sacar dos bidones más de cañazo y colocó sobre una repisa
una grabadora. Los acordes de una cumbia de moda, alegró el ambiente. Para
entonces los ánimos ya estaban caldeados y Pateache con un grupo de nativos
discutía asuntos que no venía al caso. Sin embargo, se tranquilizaron y
siguieron bailando. Lucas Romero era el centro de atracción de las mujeres
que pugnaban por bailar con él. A cada una de ellas las dejó satisfechas y al
final cuando las primeras luces del amanecer festoneaban los lindes del
umbroso bosque, Pateache ordenó a su gente que lo escuchara. En altisonantes
frases comenzó con una larga disertación en la que simplificaba su cariño y
afecto al nuevo amigo de la tribu y él con el gesto y la autoridad de padre y
curaca, según el dictado de su corazón y tal vez siguiendo la costumbre
milenaria de sus antepasados, en esta oportuna y bella ocasión, ofrecía a Lucas
Romero a una o dos de sus hijas, como esposas. Y por lo tanto la ceremonia
debía realizarse en el acto. Bellido fue traduciendo cada una de las frases del
curaca al desconcertado Romero. Al final le dijo con el mayor desparpajo:
-Acepta, amigo, no te queda otro remedio…A mí igual me casaron,
perdona que no te conté este asunto.
Se volvió a disculpar como pudo tartajeando algunas frases incoherentes
en las que dejaba entrever que en su condición de elegido y futuro yerno de
Pateache, debía demostrar a todo el mundo su gratitud con regalos y
zalamerías y amén de otros caprichos a los amigos. Entonces Lucas Romero,
se llevó aparte a Bellido y con los ojos que lanzaban chispas le dijo sin que
nadie los escuchara:
-Tú me arrastraste aquí, pedazo de animal y tú encárgate de hacer los
regalos.
Hizo una rápida enumeración de los bienes que pasarían a engrosar los
almacenes de Pateache y familiares.
Pateache, con el pequeño generador de luz y la escopeta de retrocarga,
quedó más que gratificado, mudo. Para las tres esposas, juegos de ollas y
algunas telas y para las demás personas que habían abarrotado el gran patio
mandó traer los tres últimos sacos de cerveza y cinco bidones de cañazo.
Todos se entusiasmaron y lanzaron vivas, aplaudiendo. Pateache, haciéndose
cargo del asunto, ordenó despejar el pequeño balcón de su vivienda y
colocando en hilera a sus diez bellas hijas, se acercó a Romero y en su lengua
le ofreció a acompañarlo. Bellido se puso a un costado. Se plantaron delante
de las muchachas y Pateache dio una orden a Romero para que eligiera. Éste
paseó una rápida ojeada a las diez bellas nativas y vio que eran gráciles
mujeres, fuertes y aptas para ser buenas concubinas. Pero no se decidió por
ninguna. Trastabilló y de no haber sido por Bellido, tal vez hubiera caído de
espaldas. Este acto involuntario no pasó desapercibido a los ojos de los
concurrentes y todos coincidieron que el apoteósico momento no era para
poco.
Lucas Romero volvió a evaluar a las elegidas y sus ojos se posaron en la
última de las doncellas, había distinguido a la última de la cola y viendo aquel
angelical rostro en el que se notaba un gesto de inocencia y una tímida y dulce
sonrisa aflorar a sus labios, dijo:
-¡Ella!
Una terrible conmoción se produjo y el griterío fue general. Aprobaban el
buen gusto. Pateache y la madre, abrazados, lloraban. La niña apenas de
catorce años ya estaba casada.
-Te llevas a la más dulce de mis hijas- dijo Pateache.
Bellido explicó a Romero que la pareja debía retirarse a su nueva morada.
Precedidos por toda la tribu avanzaron hasta el extremo de la planicie y
recalaron en una amplia, hermosa vivienda nueva. Estaba ya equipada y en el
corredor había dos hamacas y en el primer cuarto se podía observar un
camastro con algunas sábanas limpias.
Romero y Palmira, fueron introducidos a la habitación y tras cerrar la
puerta, se retiraron entre gritos de felicidad a seguir festejando el relámpago
matrimonio. Lucas Romero, que se hallaba desconcertado y muy cansado, se
sacó las botas y en el acto se dejó caer al crujiente catre. Grande sería su
sorpresa cuando vio a Palmira, serena, con la natural predisposición de su raza
para someterse al hombre de su vida, sacarse las floreadas telas y quedar como
vino al mundo. Romero, admiró la grácil voluptuosidad de unas torneadas
caderas y el incipiente nacimiento de unas pequeñas mamilas. Tenía la
cabellera suelta que le cubría los hombros y la espalda y un fino cerquillo que
le daba a su rostro una gracia especial, donde fulguraban unos hermosos ojos y
la sonrisa a flor de labios, esperando una orden del hombre que la miraba
atento.
Poco después, como una gata, se deslizó al lado del hombre y cubriéndose
con las sábanas se acurrucó a su lado, respirando muy agitada. Romero, a
pesar de su aturdimiento, la cogió de las manos y sintió que temblaba. Con
mucho cuidado la abrazó y depositando un suave beso en uno de los pómulos,
dijo:
-Duerme mi niña.
Se acomodó sobre la dureza del entarimado y pronto se quedó dormido.
Después, en los continuos viajes que efectuó a Laberinto, trajo una serie de
cosas nuevas para equipar la casa, innovó y mejoró el balcón colocando en
lugar de las hamacas un juego de comedor con seis hermosas silletas y un
aparador de pura madera con relucientes espejos.
El generador de los Pateache no sólo proveía de luz a las viviendas, sino a
la pequeña plaza donde se puso un foco. Era hermoso ver a los niños jugar
desastrosos partidos de fútbol con una pelota de trapo.
Lucas Romero evitaba hablar con Bellido sobre su vida conyugal. En lo
más íntimo de su ser, ocultaba el gran secreto de su vida. Jamás había
consumado el matrimonio y respetaba a Palmira como si fuera una hija o una
hermana menor aunque tuvieran que dormir juntos. La docilidad y encanto de
la pobre niña, eran subyugantes y a pesar de las trabas que existían entre ellos
una por el lenguaje y otra por la abismal diferencia de edades, se
compenetraban el uno al otro y vivían muy felices. Lucas Romero debió
admitir en su fuero interno que había cometido la peor estupidez de su vida al
enlazarse con aquella nativa, pero halagador en el sentido de que era una
compañía muy especial y toda ella emanaba una extraña y rara sensación de
dulzura y paz. Mientras estuviera ella por los pasadizos y la gran cocina,
atareada en ordenar y limpiar, Lucas Romero se sentía muy feliz y había
olvidado en parte su anterior pena; pero siempre la imagen de la bella Esther
lo hacía suspirar de vez en cuando y lo atenaceaba en cada momento que
necesitaba entregarse a sus recuerdos. En cambio, Palmira, era una bella
criatura que el destino le había deparado como su ángel guardián, era la luz de
sus ojos, el aliento que necesitaba su corazón; pero no era la persona amada de
sus sueños. Por el momento su azarosa vida tenía un motivo para luchar, para
seguir bregando contra la adversidad y juraría que el destino le había jugado
una de sus más curiosas y caprichosas pasadas. En cada ocasión que visitaba
Laberinto buscaba las novedades en ropa femenina, zapatos y zapatillas,
pequeños aretes en oro de 18k. y cadenitas finas con muchos adornos y
ganchos de diversos colores, peinetas con mango de nácar, finos jaboncillos de
tocador, perfumados champús y una variedad de colonias, perfumes y polvos
aromáticos y una hermosa cajita de música cuya tapa era un espejo. Asimismo
visitó a un médico que le indicó vitaminas y tónicos especiales como para una
niña en desarrollo. Dentro de las provisiones que llevaba a casa había
aumentado la ración de leche, huevos, verduras, frutas y abundante espinaca.
Entonces, haciendo alarde de buen cocinero, enseñaba a Palmira a preparar
riquísimos platos, habiendo excluido de la dieta las harinas y la yuca. Con
semejante alimentación sana y balanceada, al año, Palmira, había sufrido una
transformación aparente por no decir total. El cutis de su rostro se puso suave
y el color cetrino se fue tornando medio blanquecino y una coloración suave
matizaba sus pómulos. El perfil de su cuerpo se fue acentuando y mostraba
una vertiginosa cadencia de hermosa figura y los pechos se llenaron con la
ampulosidad avasalladora de dos limones maduros. Era impresionante el
cambio operado. Y Lucas Romero sentía miedo. Y cada vez experimentaba
que su cuerpo se escarapelaba al rozamiento con aquella dulzura de niña hecha
mujer.
Un día, el menos pensado, Palmira se le acercó radiante, jubilosa, con olor
a jaboncillos finos y le dijo así por así:
-Llévame a conocer Laberinto y Mazuco.
Lucas Romero por primera vez en su vida se sintió perdido, y sin poder
responder a la demanda que le hacía Palmira, se volvió de espaldas y con una
ronquera en la voz, dijo:
-Es muy peligroso la travesía, está muy lejos; pero quizá te lleve en el
próximo viaje.
Consultó con Bellido sobre este incidente y le volvió a recordar que para
nada le llamara por su nombre, menos cuando estuvieran en Mazuco. Pues
explicó que debía una fuerte suma a los Quirós. Un desembolso de dinero a
estas alturas significaría la ruina. Asimismo doña Eulalia al enterarse lloró de
felicidad; pero se sorprendió cuando Lucas Romero le explicó que se había
casado por puro compromiso y que nunca había consumado el matrimonio.
El día que llegó Palmira a Laberinto, la gente se alborotó de sobremanera.
Los hombres se quedaron pasmados viendo a una hermosa nativa ataviada de
un minúsculo traje floreado, con la cabellera suelta y dos aretes de oro que
oscilaban al cadencioso andar de tigresa altiva. Flanqueada por Lucas Romero
y Antauro Bellido llegó al caserío de la lavandera seguido por una veintena de
jóvenes que desde el anonimato de una rechifla y la punzante sátira,
vociferaban:
-Suegrito lindo, qué bonita hija tienes…
Doña Eulalia lloró abrazada de Palmira y se admiró que fuera una niña
muy bella, de una extraordinaria belleza que escapaba por cada uno de sus
poros.
Las tiendas de Laberinto quedaron chicas frente a la voracidad de gustos y
pareceres que afectaban a Palmira. Cada vestido, cada joya era envuelto en
diferentes bolsas y formaban un rimero escandaloso que Antauro Bellido
cargaba sin soltar una sola palabra. Fue toda una locura para Lucas Romero
exhibirse con Palmira y fue el centro de atenciones y halagos por parte de los
tenderos que le felicitaban por tener una hija tan linda que jamás hubo por
estos lados.
Al día siguiente marcharon a Mazuco. Lucas Romero se caló un sombrero
de fieltro y usó unos lentes ahumados. Palmira se burló tanto por su facha y
siguió siendo objeto de escarnio durante todo el trayecto, hasta que Bellido en
el dialecto machiguenga le explicó los motivos más que sobrados para actuar
así.
Ni bien arribaron a Mazuco, la conmoción fue general y no dejaban de
admirarse por el porte, la gracia y el donaire de aquella esbelta criatura que
había descendido de las nubes, belleza sólo comparable con Esther, y muchas
mujeres vociferaban que había salido del averno para desgracia del pueblo. Se
preguntaban muy confusas de dónde había llegado y adónde iba. Y en ese
descabellado tráfago por las polvorientas calles del poblado en busca de
novedades, llegaron al almacén de los Quirós. Lucas Romero se escabulló
entre la gente que esperaba movilidad y así camuflado se sentó sobre una
piedra, sintiendo terribles escalofríos en el cuerpo.
Ni bien Palmira entró en el espléndido local, Esther y Elisa, se
sobresaltaron por la enigmática presencia de aquella hermosa criatura. De
inmediato se pusieron en contacto y muy solícitas la abordaron para
preguntarle si deseaba algo especial. Fue Bellido quien explicó:
-Es la hija del curaca Pateache de Puerto Luz, ella desea que Ustedes bellas
señoras la asesoren en todo cuanto pida.
-No pensé que las nativas fueran tan bellas- susurró Elisa al oído de Esther,
que había quedado desconcertada, casi humillada. Sin embargo, la cogieron de
las finas manos y muy solícitas la hicieron pasar a la sección de ropas. Fue
todo un desbarajuste y un loquerío la ruma de prendas que se fue acumulando
sobre la vitrina. Dos a tres vestidos de muselina fue todo lo que encantó a
Palmira y unas cuantas prendas íntimas. Luego se encaminaron a la sección
joyería. Allí la pobre niña quedó deslumbrada ante tanta belleza junta. Escogió
tres diferentes anillos y un brazalete muy costoso; luego se encariñó con un
collarcito cuyo adorno era un imán; pero en el momento que Esther se
agachaba a ordenar las joyas, dejó entrever el inseparable collarcito de su
cuello con el diminuto corazón. Palmira se quedó deslumbrada por la finura de
la joya, y con la ingenuidad propia de una niña pidió que se lo regalara.
-Ay, niña mía, si pudiera regalarte lo haría; pero es un recuerdo muy
íntimo.
Se lo sacó del cuello y por un breve instante estuvo en las manos de
Palmira. El corazoncito al abrir su tapa mostró la foto de una mujer y al
reverso la de un hombre. Palmira observó primero la foto de la señora. Y al
mirar la pequeña foto del hombre que estaba al reverso, se sobresaltó de tal
manera que dijo con aplomo:
-Es igualito a mi marido…Esta foto si no es de mi marido debe
corresponder a un hermano gemelo.
Esther engarzó la joya en su cuello y sorprendida, preguntó:
-¿Eres casada?
-Sí, ya llevo junto a mi marido un año.
-Y cómo se llama tu marido, tal vez lo conozca.
-Él, él- titubeó recordando la advertencia- Se llama la José, la José
Troncoso…
Respiró aliviada. Miró de soslayo la finura de un hermoso cuello y el
comienzo de unos bellos hombros. Experimentó a pesar suyo una real
admiración por aquella criatura que apenas era una niña y ya casada. Sabía que
las mujeres nativas empezaban su vida conyugal siendo casi púberes. Movió la
cabeza repetidas veces, y dirigiéndose al armario donde se exhibían bellas
gargantillas, ofreció a Palmira el más reluciente en calidad de regalo. Luego
avanzaron a la siguiente sección donde se exhibía toda suerte de perfumería.
Allí, Elisa, mostró ser la indicada al enumerar los artículos de los más
variados. Colocó sobre el escaparate una colección de lápices labiales y
haciendo una demostración de su uso, se endulzó los labios con un color
carmín y sabor a fresas. Palmira, en el colmo de la felicidad por el asedio de
las dos damas, se dejó pintar sin chistar, incluso le sombrearon un poco los
ojos y le pusieron unas ligeras chapitas en los pómulos. Al final del proceso
aquello resultó una obra maestra. Palmira fulguraba radiante con tremenda
gargantilla de oro y su belleza se acentuó de tal modo que cientos de
eventuales clientes se quedaron extasiados observando a dos hermosas reinas;
pero reafirmaron su preferencia por Palmira y al final se quedaron
boquiabiertos cuando supieron que era una nativa.
Antauro Bellido pagó la exorbitante suma sin chistar; pero respiró aliviado
cuando supo después que le habían descontado en un cincuenta por ciento.
Palmira, Elisa y Esther se despidieron como buenas amigas,
comprometiéndose a verse pronto. Antes de retirarse del almacén, Palmira,
ratificó su deseo de invitarlas un día de paseo por el campamento de su padre.
Cuando Lucas Romero supo sobre la amistad con Esther se quedó
anonadado y estuvo sumergido en un hondo pesar sin comprender hasta qué
punto podía el destino ofrecerle sorpresas; pero cuando Palmira contó el raro
parecido de la foto con su rostro, dijo casi muerto de miedo:
-Los hombres nos parecemos, y tú te pareces a Esther.
-Bah, tonterías- dijo Palmira-, esa bella señora es única y yo soy una fea
frente a ella.
-Pero te pareces- insistió Lucas Romero tratando de reforzar su posición-.
Solamente que ella es algo madura.
No volvieron a hablar sobre el asunto y todo quedó como estaba hasta el
día en que Palmira contó con la mayor seriedad la invitación que había hecho
a Elisa y Esther para visitar el campamento.
-Ni lo sueñes- gritó Lucas Romero, levantándose furioso del camastro-.
Eso jamás, nunca.
Salió furioso al corredor y se le vio perderse en el caminillo que conducía
al embarcadero.
Palmira, por vez primera se asustó. Y nunca pensó que el hombre a quien
amaba con verdadera pasión fuera un terrible déspota; pero luego se calmó y
en seguida cogió un bastón y tomó el mismo camino por donde lo había visto
perderse. Lo encontró cerca a la orilla sumido en la más terrible pena. Palmira
se le acercó con sigilo y depositando un beso en los húmedos cabellos de su
marido lo cogió de los hombros. Poco después, tomados de las manos, como
dos niños felices, subieron la pendiente mientras reían a gusto.
Siempre que necesitaba viajar a Mazuco, Palmira, pedía permiso a Lucas
Romero con una semana de anticipación. En estas ocasiones viajaba
acompañada de una de sus hermanas mayores y de la José, que como buen
machiguenga era parco y no abría la boca para nada. Desde Laberinto, el
asedio a la bella Palmira se hacía incontrolable. Todos los jóvenes y algunos
adultos le lanzaban escandalosos silbidos y besos volados. Ni bien arribaba a
Mazuco se producía el mismo fenómeno. Toda la población se alborotaba y
salía a curiosear y observar a la bella nativa y su asombro no dejaba de
desconcertarlos cuando se enteraban que los dos acompañantes eran sus
medios hermanos. Los muchachos la seguían admirados por el derroche
inusual de joyas y ropas finas. Y lo que más les llamaba la atención era el
perfecto, envidiable talle donde todo resaltaba con una agradable ampulosidad.
Aunado a todo esto un angelical rostro con una naricita fina y medio
respingada. La piropeaban, la llamaban por su nombre, algunos lanzaban sus
gorros y camisetas al piso para que pasara la reina de sus sueños, y ella
agradecida sonreía limitándose a levantar una de sus manecitas finas y
blancas. Los dos hermanos preferían quedarse rezagados y se limitaban a
vigilar que nadie se le acercara más de lo debido. Palmira, pronto hacía su
entrada en el almacén de los Quirós. Ni bien la veían entrar, Esther y Elisa,
dejaban de lado sus actividades y la rodeaban solícitas, prodigándola de las
más corteses atenciones. Revolvían las nuevas adquisiciones de ropa, joyas y
perfumería. En el interior de un cuartito, Palmira, se probaba los diferentes
vestidos y cuando creía conveniente se quedaba con la prenda puesta. Sus dos
amigas le presentaban entonces los aretes más bellos con piedras preciosas, y
siempre terminaba quedándose con el más caro. Luego, Palmira, asaltaba la
sección perfumería y se llevaba una dotación de artículos como para un año.
Todo lo adquirido cancelaba en gramos de oro. Al final, satisfechas las tres
amigas conversaban sobre diferentes cosas y entre otras nimiedades se
preguntaban qué sería de ellas si no hubiera novedades en ropas. Entonces,
Palmira, con la socarronería y alegría propia de sus catorce años, decía:
-Pues andaría desnuda…
Se reían cuanto podían y entre cariñosos besos se despedían hasta una
nueva oportunidad.
Ni bien Palmira salía del almacén ataviada de nuevas ropas, luciendo
hermosos aretes de oro, sus admiradores no se resistían a seguirla hasta verla
embarcarse en el camión de regreso a Laberinto.
Desde entonces sus admiradores se contaban por cientos, para ellos la bella
Palmira era soltera y no casada como decían. Desde Laberinto se desplazaban
en canoas a Puerto Luz y sin previo aviso irrumpían en el campamento de los
nativos. El curaca Pateache ya notificado de la fama de su hija menor, los
recibía de buen grado y los invitaba a pasar a su amplia vivienda, donde los
invitaba abundante comida y masato. La reunión se revestía de atenciones y
mimos por parte de las nueve hijas restantes. Eran bellas, bien formadas pero
no tenían el encanto de Palmira. Los visitantes sabían de sobra que sólo
Palmira podía enloquecerlos. Pues ni bien la veían aparecer vestida con
sencillez, lanzaban vivas y hurras y a una sola se levantaban para seguirla. De
buena gana aceptaban un paseo por toda la tribu. Ella les mostraba sus
viviendas, la disposición de sus calles, la artesanía de su gente, la fabricación
de sus telas multicolores y la elaboración de sus túnicas, flechas y arcos. Les
mostraba el par de cotorras que recitaba de memoria el Himno Nacional y al
final visitaban los grandes cultivos de plátano, yuca y maíz. Cautivados los
visitantes no dejaban de admirarse por la locuacidad y el gusto exquisito de la
bella Palmira, que los iba guiando por caminillos tortuosos en busca de
mariposas extravagantes.
Cansados pero satisfechos se regresaban en las canoas, llevándose
suntuosos regalos consistente en carne de picuro, flechas ornamentales, telas
multicolores, abalorios insignificantes pero hermosos hechos con semillas
duras. Algunos preferían llevarse abundante yuca y unos cuantos porongos de
Masato. Sin embargo, lo que más preferían eran los brebajes que los
curanderos preparaban con yerbas medicinales y troncos aromáticos, en los
que se podía contar uno como tónico afrodisiaco y otro para las mujeres que
no podían concebir y una maravillosa pomada con grasa de shushupe para los
dolores más rebeldes. Se marchaban agradecidos mientras canturreaban
hermosas canciones de amor.
Volvían siempre que podían conveniente pertrechados de regalos y sacos
de cerveza. Brindaban a la salud del curaca y sus nueve hijas. Entonces el
viejo sucumbía a los efectos de la bebida y ofertaba a sus hijas. Los visitantes
agradecían la deferencia, pero preferían marcharse antes que aceptar el
inesperado ofrecimiento. Palmira era la única mujer que les interesaba. Lucas
Romero, no decía nada ni le molestaba en absoluto la presencia de los jóvenes,
prefería esconderse en algún lugar y dejaba que su joven esposa los atendiera a
su manera.
Los visitantes, en el sopor de las calurosas tardes, armaban escandalosos
bailes y juegos en los que participaban algunos nativos. Se divertían de lo
lindo y cuando sucumbían a los estragos del cansancio, se dejaban caer
exhaustos a la sombra de los árboles mientras se despachaban refrescos de
cocona, que la diligente Palmira había preparado en varias ollas.
-De tus manos aunque sea veneno- decían los entusiastas jóvenes.
-Ni que fuera asesina, chicos- respondía Palmira lanzándoles cariñosas
palmadas.
Un día, uno de los muchachos le preguntó a Palmira cuando ésta miraba el
fondo del río donde una embarcación se alejaba y su único tripulante era un
insignificante puntito, qué haría si se quedaba sola por la muerte de su marido,
claro está en un supuesto nada más, rectificó viendo que la pregunta no sólo la
había molestado, sino indispuesto de tal manera que se puso a llorar.
-No lo sé- respondió reponiéndose del mal momento-, tal vez me moriría,
pero eso sí no volvería a casarme por nadita del mundo.
-Ni conmigo- dijo un chistoso, mostrando su alegre rostro.
-Dije que nunca volvería a casarme. Para mí, Lucas, es y será el único
hombre en mi vida. Como él no hay otro.
Un desaliento general reinó en torno y todos, ese aciago día, se despidieron
de la bella Palmira para nunca más volver.
Lucas Romero se alegró bastante cuando supo que los amigos de Palmira
ya no alborotaban con su presencia la tribu. A partir de esa fecha reinó una
aparente calma y Palmira desistió de viajar a Mazuco y prefirió dedicarse a
otras actividades más provechosas. Lucas romero se había propuesto enseñarle
a leer y escribir y ahora último estaba deletreando los hermosos cuentos de
Andersen. Además la tía Eulalia la había enseñado a bordar y tejer chompas.
En sus ratos libres, reunía a todas las mujeres de la tribu y las iba enseñando a
cocinar nuevos platos, a preparar cocteles y bocaditos, a freír el pescado con
especies aromáticas y a preparar panecillos en hornos portátiles. Asimismo les
mostró el uso del brassiere, las bondades de la minúscula prenda para que los
senos se mantuvieran firmes y muy satisfecha les enseñaba la forma cómo
debían prepararse uno con pedazos de tela suave. Las mujeres todas maduras y
con varios hijos a cuestas, se admiraban de la perspicacia y buen juicio de la
bella Palmira, que no era sino una niña recién salida del cascarón; pero la
admitían con verdadero agrado y recibían de buen grado todas las lecciones.
Palmira, con el paso de los años se fue haciendo una bella adolescente.
Lucas Romero temblaba al verla de cerca y sabía que ya no estaba tratando
con la niña ingenua del primer día, sino con una mujer bien cuajada, seria y
muy amable. Su relación con ella se hizo de los más entrañable y cada vez era
intenso el amor que se profesaban; pero Palmira no alcanzaba a comprender al
buen compañero por el extraño comportamiento en el silencio del lujoso
dormitorio. Seguía tratándola como el primer día con apenas ligeros besos en
los pómulos. Resignada a su suerte se acostumbró de tal manera que muchas
noches expresó su alegría por no contar con hijos como sus demás hermanas
que eran verdaderas máquinas de procrear, y que en el desesperante trajinar de
sus vidas habían perdido todos sus encantos y se mostraban más llenas de
carnes y algo envejecidas.
Un día Esther le preguntó como la cosa más natural del mundo si no
pensaba ser madre. Ella antes de responder pensó un buen rato, y dijo:
-Si mi marido no se decide razones tendrá, yo lo respeto, con decirte que
jamás me tocó.
Esther se quedó admirada y no se dio por satisfecha. Volvió a insistir en su
pregunta y esta vez, Palmira, le calló la boca:
-A mis diecisiete años aún soy virgen, mujer. Tal vez muera, así como vine
al mundo. En fin, ya estoy acostumbrada y no me interesa el resto.
Esther suspiró entristecida mientras refería que tenía un hijo de siete años,
cuyo padre fue el amor de su vida. Y ahora estaba consagrada a ese nuevo ser
brindándole todo su amor de madre para que no sufra la ausencia del padre.
Era dichosa y cada vez que podía no dejaba de agradecer al buen Dios por ese
niño que era y sería su alegría por toda la vida. Había jurado que jamás se
volvería a casar.
-O sea que por el momento no vives con tu marido- preguntó Palmira.
-No- mintió Esther-. Murió hace muchos años.

VIII

La relación de Antauro Bellido y Lucas Romero se solidificó de tal manera


que en cinco años de sociedad habían logrado crecer y estaban asegurados por
el resto de sus días. Contaban con dos almacenes bien surtidos. En Laberinto,
la tía Eulalia supo conducirse como una buena administradora y en Puerto
Luz, la bella Palmira controlaba el segundo almacén sin hacer derroches.
Los dos socios habían logrado ampliar su radio de acción hasta el mismo
Huaypetue por el río Puquire y por el otro lado habían llegado hasta las
cabeceras del Manú. Fue en una de estas incursiones que llegaron a Palmeras,
una aldehuela de nativos cuyo curaca era Pedro Kuón. Grande sería la sorpresa
de los comerciantes, que sin proponérselo, se enteraron que eran parientes por
una de las esposas del curaca Pateache. El curaca Kuón explicó que Margarita
Kuón era prima suya y Palmira su sobrina.
Antauro Bellido esa vez tuvo la oportunidad de ensalzar la belleza de
Palmira, exagerando que tenía cientos de pretendientes por no decir miles, a
pesar de estar casada. Mostró al orgulloso marido que no sabía cómo ocultar
su desembarazo porque la nutrida pléyade de oyentes lo miraba a hurtadillas y
se refrenaba para no echarse a reír.
Pedro Kuón escuchó en silencio al deslenguado de Bellido y terminó con
una explicación que aclaró todo el enigma. Margarita Kuón era hija de un
misionero italiano llegado hacía treinta años atrás a Puerto luz. Era explicable
la desbordante belleza de Palmira porque por sus venas corría sangre italiana.
Lucas Romero y Antauro Bellido quedaron desconcertados y tristes e hicieron
promesas de que nunca develarían tal secreto. Era mejor dejar las cosas como
estaban, y Pedro Kuón los despachó con muchos regalos y con el encargo para
su primo Pateache que pronto lo visitaría como en los antiguos tiempos
cuando eran los mejores guerreros de la tribu.
Fue por esta época de torrenciales lluvias cuando un antiguo cliente de la
cabecera del Puquire, solicitó de los socios un par de motobombas y varios
cientos de manguera.
Antauro Bellido, diría siempre en todo momento, que tenía más miedo a
los ríos pequeños que a los grandes ríos como el Colorado, el Manú y el gran
Madre de Dios. Por eso no dejó de mostrar su desconsuelo cuando supo que
navegarían por el Puquire. Aceptó porque sabía que las ganancias eran muy
buenas y porque supuso que el pequeño río estaba bien cargado. Partieron de
Laberinto al promediar el día y la travesía resultó sin novedad hasta cerca de
las seis de la tarde, cuando fueron sorprendidos por un torrencial aguacero.
Pronto se oscureció la selva y Lucas Romero, que estaba a la proa con su
infaltable tangana dejó sentir su preocupación al manifestar que el río estaba
creciendo y había notado pequeñas palizadas. Antauro bellido lanzó su
acostumbrada carcajada de desprecio al peligro y envalentonado por su gran
pericia en estos menesteres, ratificó su deseo de avanzar un poco más hasta
encontrar una playa y por el momento no se distinguía ninguna. Se hallaban en
un sector cuyas riberas estaban llenas de árboles. Rugía el gran motor y la
canoa se desplazaba con una velocidad envidiable rompiendo las aguas con
desenvoltura y precisión; pero he ahí, de repente, Lucas Romero lanzó un
postrer grito: un pedazo de tronco se acercaba y la colisión fue espantosa.
Lucas Romero salió disparado hacia adelante mientras recibía un golpe en
uno de los tobillos. Cayó aparatosamente a las turbulentas aguas y en su
ofuscación alcanzó a apreciar la formidable caparazón de la proa de la canoa
caer destrozada en una lluvia interminable de pedazos y el gran motor rebullir
por un instante. Gritó espantado llamando a Antauro Bellido mientras luchaba
por mantenerse a flote. Las convulsionadas aguas tenían una fuerza ilimitada y
lo arrastraban como a una pluma. Sin embargo, luchó cuanto pudo y poco a
poco se fue acercando hacia la orilla más cercana y llegó un momento en que
logró aferrarse a una gran raíz de árbol. En ese sector el río rugía desbrozando
el cúmulo de ramas rotas y lianas entretejidas en la fastuosidad desbordante de
la gran selva.
Salió como pudo y se acurrucó en la base de un árbol. La noche estaba
oscura y continuaba el aguacero. Por primera vez en su vida lloró lanzando
gritos de desesperación, llamando a su bien amado compañero; pero en el
fondo, en su fuero interno, sabía que nunca más volvería a verlo.
Amaneció y en la difusa claridad avizoró con detenimiento el borroso
sector causa de su estado y comprobó que estaba en una encañada medio
forzada. Allí el río bramaba y lanzaba sus aguas turbias a las riberas con
verdadera furia. Probó avanzar por entre las lianas y sintió un dolor agudo en
el tobillo izquierdo. Había perdido las botas y los pies descalzos sufrían
punzadas feroces de espinos y palos resecos. Como pudo logró salir a un
sector medio despejado. Sobre unas ramas de setico, se dejó caer y esperó
medio tendido el paso de una canoa o la muerte inminente por inanición. Sabía
que su condición era muy delicada, considerando que no contaba con un
machete, y lo peor y grave de su situación, tenía el tobillo tumefacto y de un
color verdoso que no le dejaba andar. Sonrió resignado a su triste suerte,
esperando que pudiera suceder un milagro. Sabía que no estaba del todo
perdido y aún restaban muchas probabilidades para salir airoso de este trance.
Pasaron las horas y el dolor se incrementó con el calor. Una infinidad de
zancudos y mosquitos empezó a atacarlo. Sin fuerzas se recostó contra una
rama y cerrando los ojos se entregó a un conciliador sueño. Harto lo
necesitaba. Soñó que cientos de tambores resonaban a la distancia, en el lejano
bosque. Intranquilo por tanto ruido se fue acercando por la espesura del
bosque, observando siempre que nadie lo notara y de repente pisó un palo,
tropieza, pierde el equilibrio y entre rebotes desesperados cae junto a la orilla
de un caudaloso río, cuyas aguas bramaban al chocar contra las rocas y en su
afán por aferrarse a cualquier cosa, estira los brazos. Coge algo suave y
percibe que es una liana que se descuelga de un añoso árbol. Y la liana se
desprende y una conmoción espantosa de ramas, troncos y hojas verdes se
precipitan para aplastarlo. Y él, en el último esfuerzo de su vida, lanza un grito
espantoso y se echa a un costado…Despertó asustado y comprobó que se
había ladeado de costado y estaba aferrado a la rama de un árbol. A través de
las hojas y lianas, los rayos del sol se filtraban como hirientes cuchillos. Todo
estaba despejado y era una hermosa tarde. Lucas Romero se hallaba debilitado
por falta de alimentos y agua y porque sentía que el tobillo estaba demasiado
hinchado y le dolía mucho. Entonces volvió a cerrar los ojos, a tranquilizarse,
y adoptando una correcta posición, esta vez se quedó quitecito, paralizado,
aguijoneado por un inesperado y lejano traqueteo de un motor que al parecer
provenía de la parte baja, a varios cientos de metros río abajo. En efecto se
trataba de una pequeña embarcación que avanzaba río arriba. Lucas Romero
pugnó por levantarse, apoyándose en el resbaladizo tronco de un setico, se
sacó la camisa y agitándola, gritando con las escasas fuerzas que le quedaban,
logró llamar la atención del único tripulante de la embarcación. El hombre
aminoró la marcha, hizo un forzado viraje y poco a poco se recostó contra la
orilla.
El motorista era un hombre joven, mediano y corpulento, estiró una de las
manos y ayudó a subir al herido. Lucas Romero se dejó caer entre los bultos y
agradeció la ayuda con una ligera sonrisa. Pronto la embarcación volvió a
surcar por el encrespado río con la misma ligereza del primer momento. En el
fragor del espantoso ruido, dijo el hombre:
-A mí me conocen como Lurigancho, señor. Soy el motorista de don Juan
Ríos y voy de regreso a Los Siete Caminos. Como verá llevo dos barriles de
gasolina y algo de víveres. ¿Y usted, me podría decir quién es y por qué se
halla mal herido?
Lucas Romero, en una atropellada explicación dejó entender que era un
náufrago y que en la creciente de la noche anterior la canoa en la que viajaba
junto a su socio había naufragado con todo su valioso cargamento de motores
y abundantes víveres, sin contar las medicinas y los sacos de cerveza con los
bidones de aguardiente y aceite. Lo peor de todo esto era que estaba perdido
su gran amigo, socio y concuñado. Con todo el dolor de su corazón suponía
que su entrañable compañero había muerto. De no ser así seguro que se
hubiera topado con él en alguna playa.
Lurigancho expresó su hondo pesar lanzando maldiciones al río traidor.
Luego agradeció a Dios por su retraso en Laberinto, de no ser así tal vez él
hubiera corrido la misma suerte. Era muy frecuente esta clase de accidentes
por estos lados, terminó el buen motorista, alcanzando una botella de pisco a
Lucas Romero, que tanto necesitaba para recobrar las fuerzas.
Llegaron a Los Siete Caminos cuando ya oscurecía. Don Juan Ríos y
esposa de inmediato dispusieron lo necesario como para socorrer al
infortunado náufrago y de primera instancia lo destinaron a una habitación
limpia, amplia y bien ventilada, donde se podía apreciar dos camastros casi
juntos, un ropero al costado y en el extremo opuesto una mesa y varias sillas.
-Esta es la habitación de mi hijo mayor que por el momento se halla de
viaje a Mazuco, en cualquier momento llegará y no debe preocuparse, él lo
acogerá con los brazos abiertos- dijo doña Juana Román, mientras atendía el
tobillo herido, que no presentaba fractura alguna.
Lucas Romero sintió que el dolor del tobillo afectado desaparecía luego
que las caritativas manos le colocaron algunas hierbas medicinales con cierto
ungüento amarillo y viscoso que supuso era grasa de shushupe. Al final lo
vendaron con sumo cuidado y don Juan Ríos le colocó una inyección para
bajar la hinchazón.
Dos días después, en efecto, hizo su arribo Richard Ríos, un apuesto joven
medio maduro y muy amable. Ni bien se enteró de la presencia de un náufrago
corrió a su habitación. Observó al extraño con una curiosidad tal que en su
ofuscación creía haberlo visto en alguna parte, pero que por el momento no
alcanzaba a recordar aunque lo quisiera. Se presentó como el hijo mayor de los
Ríos. Por su parte, Lucas Romero comprendió en el acto que ese entusiasta
joven sería un buen amigo. Y no estaba equivocado.
En las tediosas noches de verano se enfrascaban en calurosas y largas
charlas en las que dejaban escapar sus más recónditos deseos, afanes y
nostalgias. Cada uno refería a su manera los episodios de su vida, sus fracasos,
sus triunfos y sus amores. Richard Ríos tenía una dotación de piscos, vinos y
latas de cerveza escondidos dentro del gran ropero, por lo que cerrando la
puerta con buenas trancas y, cerveza tras cerveza, entre risas y bromas, se
despachaban toda la fastuosa dotación de licores. Ya en el sopor de la
borrachera, Richard Ríos, suspiraba una y otra vez y entonando un nostálgico
huayno lloraba quejándose de su desdichada suerte porque no era
correspondido por una ingrata. Adosado a la mesa y con la mirada fija en el
farol dejaba que su entreverada lengua aborte todo el cúmulo de recuerdos y
desazones que había sufrido cerca de cinco años, que su obsesión era pensar
día y noche en la amada sin poder conciliar el sueño y que sólo se calmaba
cuando la veía cada dos semanas. Era tan bella, tan dulce que no sabría cómo
explicar el gran amor que sentía por ella.
Sirviéndose nuevos vasos de cerveza, continuaba explicando al silencioso
Lucas, que la mujer de sus sueños vivía en Mazuco y era cajera en un gran
almacén de comestibles y ferretería. Su nombre Esther Quirós…
Lucas Romero se sobresaltó de sobremanera, soltó una nerviosa carcajada,
y cogiéndose el rostro apergaminado, susurró:
-La conozco, amigo, y debo confesar que yo también la admiro porque es
una real belleza.
Entonces Richard Ríos siguió contando sus infructuosos afanes por
seducirla en todos los cumpleaños y fiestas de navidad y año nuevo. Incluso
había logrado permanecer una noche entera a su lado. Y había visto derretirse
de cólera a su eterno rival el Ing. Gonzalo Mendoza; pero jamás había logrado
hacerla suya. Ella en cada ocasión, le había dado una remota esperanza de tal
vez algún día aceptarlo. Y siempre que podían, salían a pasear por las riberas
del Inambari y allí se enfrascaban en tediosas conversaciones y, de esa manera,
supo entre otras cosas que la mantenía ocupada un hijo de siete años. Aquel
niño era la razón de existir de su vida y era a él a quien había consagrado su
vida. Por considerar delicado el asunto, jamás preguntó por el padre del niño;
pero ella muy a la ligera como una referencia lamentó la cobardía de algunos
hombres que sólo buscaban hacer el mal y entre otras cosas supo que Esther
Quirós tenía miedo a enamorarse de nuevo.
-Entonces tiene un hijo- murmuró Lucas Romero, alelado, hierático,
sintiendo que todo su ser se revolvía, que su corazón empezaba a sobresaltarse
en el pecho y que, en el terrible momento de la inesperada noticia, dejó
escapar de sus manos la lata de cerveza.
Con los cuidados y mimos de doña Juana Román, a los quince días ya
podía caminar algo con la ayuda de un bastón. Había expresado su deseo de
marcharse a Laberinto ni bien se pusiera en condiciones de viajar. Por aquellos
días, Richard Ríos, como siempre marchó a Mazuco a recoger provisiones y
vender algo de oro. No tardó ni tres días y cuando estuvo de vuelta se le
notaba apesadumbrado y sin ánimos para hablar con sus padres, quienes no
sabían a qué extraño suceso se debía aquel comportamiento. Se enclaustró en
su cuarto y apenas se vio solo con su confidente, se apresuró a desbordar el
cúmulo de emociones y penurias que al parecer lo aquejaban. Sacó todas las
reservas de vino y cerveza. Entre vaso y vaso se embarulló en un relato
confuso y lleno de sucesos extraños y ajenos a su persona; pero que de algún
modo le había perjudicado para que no pudiera ver a su amada.
-No la vi porque me dijeron que se hallaba algo enferma. Al parecer
guardaba luto por alguien que fue persona muy querida para ella…La verdad
nadie podía darme más informes, alguien me informo que días antes la había
visitado su gran amiga Palmira y eso era todo.

IX

Lo que desconocía Richard Ríos era que una tarde Esther Quirós recibió la
imprevista visita de Palmira. Estaba mal trajeada y con visibles signos de
haber llorado mucho; pero a pesar del lamentable estado en que se hallaba
mostraba la magnificencia de su deslumbrante belleza.
Ni bien se vio a solas con Esther, Palmira arrancó a llorar de la manera más
desconsolada. Entre quejidos y lamentaciones, refirió que su querido esposo,
el hombre más bueno de la tierra no se aparecía y que no obstante todas las
pesquisas hechas en todo el territorio del Colorado no se habían hallado huella
alguna. Antauro Bellido, el fiel compañero de andanzas, tampoco se dejaba
ver. Sin embargo, una semana después, unos obreros encontraron un cadáver
varado en una playa desolada con verdaderas muestras de haber sido
arrastrado por el río y en completo estado de putrefacción. Y los nativos de
Puerto Luz, que habían participado en el rastreamiento por la zona, hallaron
entre la palizada a dos kilómetros río abajo, los restos del casco de la gran
canoa. Entonces ya no se especuló más. Se confirmó que había sucedido lo
peor. Lucas Romero había desaparecido tragado por las convulsionadas aguas
del Colorado. Aunque en el corazón de Palmira aún se abrigaba alguna
esperanza. “Quisiera morirme, amiga mía, mi vida no vale sin Lucas, Lucas
era el amigo, el protector, el esposo bien amado”.
Esther Quirós lloraba también aquejada por el dolor de Palmira, mientras
la consolaba con cariñosas frases de aliento, de valor y mucha resignación.
Ella era joven y todavía podía seguir adelante, edificándose un futuro pleno y
lleno de logros. En estos casos bien podría significar la palabra amistad,
amistad verdadera y sin condiciones. Ella, Esther Quirós, se la ofrecía a manos
llenas. “Pobre mi Lucas, se fue sin un adiós, sin un beso de despedida, sin que
yo pudiera enterrar sus restos, ay, amiga mía, mi vida no será nada sin Lucas
Romero…”
Esther Quirós, que se hallaba abrazada a la bella Palmira, de pronto se
quedó quietecita, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, se apoyó
contra la baranda y luchó contra la flaqueza de sus piernas y el vahído
inesperado que le nubló la vista. “Lucas Romero, dices, repitió espantada,
mirando a Palmira, se trata de tu marido”. “El mismo, amiga mía, y siento
haberte mentido alguna vez porque él me lo había ordenado de no mencionar
su nombre por ciertas cuentas pendientes con tu señor padre”.
Ambas mujeres, esta vez, entrelazadas en un significativo abrazo lloraban
desconsoladas; la una por la pérdida irreparable de un leal esposo y amigo; y
la otra por la fatal e ineludible secuencia de hechos que llegó a sus oídos sin
proponérselo. Ahora estaba asistiendo al desenlace final de una larga y tórrida
historia de amor y cuyo protagonista, al parecer, esta vez había terminado sus
días de la forma más espantosa: desparecido en las convulsionadas aguas del
Colorado. Esther Quirós lloró hasta perder la noción del tiempo y sólo cuando
se percató que empleados y clientes la observaban, se acurrucó al fondo de la
oficina de su padre y allí tras calmarse un poco y reanimar a la desdichada
Palmira, la acarició de los cabellos, mientras le decía: “niña mía, desde este
momento soy tu protectora y estaré contigo en todo momento”. Y diciendo
esto se sacó el collarcito del cuello y engarzándolo en el fino cuello de
Palmira, añadió: “tú lo necesitas más que nadie. Te ofrezco mi amuleto y
guárdalo como tu vida misma, tal vez la fotografía de mi madre te de mucha
suerte…Yo ya no la necesito, todo ha terminado para mí…” y prorrumpió en
doloroso llanto.
-Mi buen amigo Quiñones me contó luego que Esther no se dejó ver por
nadie durante una semana, las malas lenguas contaban que había estado
enferma, muy enferma por los sucesos acaecidos; pero lo que no supe jamás
fue por quién lloraba- dijo Richard Ríos.
Lucas Romero se mantuvo sereno y no dejó traslucir su terrible congoja
hasta sentir que le daba vueltas la cabeza por el excesivo consumo de cerveza.
Sólo así, ebrio y perdido, abrazado de su amigo Richard Ríos, se echó a llorar
en silencio, atragantándose con las lágrimas, lágrimas de dolor y consuelo,
lágrimas que le salían con verdadera ternura y agradecimiento a esos dos seres
puros que lo habían llorado con verdadera pasión creyéndolo muerto.
Por su parte Richard Ríos, que se hallaba sumergido en una pena terrible,
no paraba de lamentarse sobre la ingratitud y dureza de la amada que no se
había dejado ver para nada.
A partir de esa fecha, Lucas Romero, se hundió en el más espantoso
silencio y ya no se le vio sonreír. Preocupado por ese extraño comportamiento
de su compañero de cuarto, Richard Ríos, preguntó:
-¿Te sientes bien, amigo mío?
Lucas Romero despejó toda duda y valiéndose de sus excelentes dotes
histriónicas, exaltó la magnificencia de su hospitalidad, del calor y cariño de
los esposos Ríos, que sin escatimar esfuerzos, lo habían acogido infundiéndole
valor, entereza y mucho coraje para sobreponerse a la desgracia y que a pesar
de hallarse abandonado, se sentía desbordado de cariño y amor, bondades que
le habían hecho creer de nuevo en la vida y reafirmar su afán de seguir
luchando hasta el último. Terminó su perorata, pidiendo que le dejaran
marchar a Laberinto a arreglar cuentas y asuntos familiares y que pensándolo
bien sobre la oferta propuesta, tal vez volvería de nuevo; pues su precaria
situación actual no le ofrecía ninguna garantía para encauzar su vida por los
linderos del negocio ambulatorio. Había dicho: muerto el socio, muerta la
empresa.
-Pero volverás, amigo mío- le había dicho Richard Ríos, despidiéndolo en
una canoa que salía hacia Laberinto.
Lucas Romero llegado el momento de desembarcar en laberinto, se
envolvió un trapo en la cabeza a manera de turbante y se colocó unos lentes
ahumados para que nadie pudiera reconocerlo. Estaba por tomar el camino a la
pequeña población, cuando se sintió atraído por el paso de una canoa nueva
que remeció las aguas del puerto. Acababa de llegar y sus dos tripulantes
saltaron a tierra. En el acto los reconoció. Se trataba de la José y la bella
Palmira. Quedó absorto, casi paralizado por una desconocida emoción al ver a
Palmira que estaba vestida de negro. Los vio avanzar en dirección al poblado y
él no quiso moverse de su sitio, quedó plantado sobre sus pies por una fuerza
de proporciones devastadoras. Percibió que su entorno se saturaba de una
ligera conmoción, que los árboles danzaban y que el gran río hablaba.
Sobrecogido por la terrible secuencia de imágenes que pasó por su cerebro,
apenas alcanzó a recostarse contra un árbol para no caerse al piso y esperó con
la desolada mirada de sus ojos y el tableteo de su corazón, el paso de la bella
que lo hacía a paso cansino. Se iban acercando, indiferentes, lo miraron con
desprecio y pasaron dejando un agradable perfume como a rosas en floración.
Lucas Romero, a pesar de su aturdimiento, alcanzó a solazarse con la real
belleza de ese alguien que fue parte importante en su vida y que hoy por
cuestiones del azar había pasado a ser parte de un glorioso ayer. Respiró hondo
y su desconsuelo fue que no lo habían reconocido, tal vez por su apariencia
medio regordeta, vaya que sí los cuidados y mimos de doña Juana habían
modificado los contornos de su rostro antes anguloso. Con esta seguridad se
aderezó mejor el disfraz y resuelto a ser protagonista de otro episodio que
supuso lo redimiría de su primer fracaso, lo encaminaron a la callejuela que
tantas veces cruzó y que conocía en sus más nimios detalles. Cruzó el
puentecillo de troncos con pasamanos de fierro y su asombro iba creciendo a
cada paso cuando se topaba con algunos conocidos, al parecer no reparaban en
él y se pasaban con la indiferencia propia del lugareño con el foráneo. Siguió
avanzando a paso lento, observando las casuchas con sus ventanas abiertas y
sus chimeneas humeantes. Al aproximarse a la casa de doña Eulalia, se topó
con Onassis, el gran perro de los vecinos. Lo olió con curiosidad y de repente
se abalanzó jubiloso, muy afectado por la presencia del hombre que solía
obsequiarle con panecillos y apetitosos huesos. Lo reconoció a pesar de su
disfraz; pero bastó una orden de Lucas Romero para que el obediente perro se
quedara quietecito, sin molestarlo. Llegó delante de la puerta de doña Eulalia,
se paró para observar la ventana abierta del cercano cuarto y su osadía le costó
una afrentosa llamada de la hija, que en ese momento salía con dirección al
mercado.
-Se le ofrece algo, señor.
Lucas Romero acentuó el tono de su voz, y contestó:
-Busco al señor Romero que me ofreció venderme un par de motobombas
grandes con sus respectivas mangueras.
-Pues verá, el señor Romero nos dejó hace poco…Si gusta puedo ponerlo
en contacto con la viuda.
Lucas Romero fingió asombrarse con la fatal noticia y adoptando una
actitud de respeto por los difuntos, inclinó la cabeza y siguió de largo, dejando
a la pobre mujer en estado de suspenso y muy confundida.
Compendió que era mejor ser olvidado, que su alejamiento sería
provechoso para todos aquellos que con su funesta muerte se beneficiaría con
creces, dotándole de una posición envidiable como el caso de la José. Recordó
que desde siempre el callado nativo lo había odiado dura y acremente, cuando
sin notarlo lo desplazó al unirse con su cuñado Bellido. Lo odió apenas supo
que ya no tendría acceso a fastuosas cantinas y opíparos banquetes que los
clientes ofrecían siempre que las condiciones eran bastante favorables. Si no lo
mató fue por Palmira, por la pequeña hermana a quien apreciaba con
verdadera pasión. Alguna vez desistió de poner la flecha en el arco y apuntar a
ese espantapájaros de cuñado que le había robado su precaria suerte de
buhonero. Se resistió a su ferviente deseo de desaparecerlo de sus ojos para
volver a reconquistar al bueno de Antauro, que después de todo era
empalagoso pero franco en su trato y muy dado a cometer las mismas
barbaridades que él. Borrachos y pendencieros, muchas veces se enfrascaban
en burdas peleas todo por un par de botellas de cerveza y algunos disparates
que cometían en contubernio con algunos atorrantes como era el rapto de
mujeres ebrias, a quienes se las llevaban a lejanas playas. Se dulcificaban la
vida haciéndolas cantar desnudas, mientras bailaban palmoteando al compás
de una olla que hacía las veces de tambor. Y al final las obligaban a seguir
bebiendo hasta que caían exhaustas, sin conocimiento; entonces las devolvían
al mismo lugar de donde las habían sacado y desaparecían muy felices por tan
extraordinaria aventura. Las pobres mujeres al despertar de su letargo,
contaban que habían soñado en paradisiacas islas donde sus cantos y bailoteos
habían convertido a los hombres en sus esclavos. Muchas creían recordar algo
y preferían callar para no atormentarse con el pavoroso recuerdo de que habían
sido utilizadas. Muchos maridos, hermanos y padres que sabían de estos
desordenados encuentros, los habían marcado y esperaban la primera
oportunidad para saldar cuentas. Pero ellos, impávidos, desaparecían del lugar
para largarse a otros puertos, a otros villorrios donde sus atrocidades de
desnaturalizados y par de zoquetes eran muy celebradas.
Lucas Romero consiguió averiguar todo cuanto quiso saber. La bella
Palmira, según versiones de los comerciantes, motoristas y dueños de cantinas,
estaba navegando por todas las rutas que su marido recorrió en vida con el
motorista Antauro Bellido. Sus eventuales clientes, aceptaron tener una
pequeña deuda con Lucas Romero y estaban pagando dispuestos a cancelar
hasta el último centavo. Además, algunas personas allegadas a doña Eulalia,
comentaban que Palmira tenía en proyecto agrandar el almacén de Puerto Luz
y surtirlo con mercadería que Esther iría enviando cada regular tiempo.
Pensaba dentro de poco retirarse de la navegación fluvial y dejar la canoa en
manos de la José, pues supuso que enfrentarse con las fuerzas de la naturaleza
era tarea de hombres rudos y fuertes. Y ella no dejaba de ser una mujer débil.
Sin embargo, villorrios, puertos, caseríos y todos los afluentes del gran Madre
de Dios, eran visitados por Palmira que dejaba a su paso un reguero de alegría,
de simpatía y estupor en la mayoría de casos. Hombres y mujeres se agolpaban
en los puertos, muchos quedaban absortos viéndola descender de la gran
canoa, amigable, bella, sonriente y derrochando carisma a raudales. Viéndola
casi una niña y viuda por desgracia se le acercaban para adquirir algunos
productos y aprovechaban la ocasión para ofrecerle toda su fortuna a cambio
de un beso. Algunos descocados la halagaban con zalamerías y llegado el
momento se propasaban proponiéndole matrimonio. Y ella, sonriente y altiva,
perspicaz y locuaz, respondía que su destino de viuda era guardar el gran
recuerdo del hombre a quien había amado con verdadera vocación,
entregándole la pureza de su corazón. Prefería seguir sola porque así se sentía
mejor y toda su venturosa vida la pasaría dilapidándola en viajar día y noche
por los ríos caudalosos de la selva.
Los asedios y propuestas continuaban con la misma preferencia de antes y
con el denodado arraigo del lugareño que no cede ante la beligerante belleza
de una mujer. Eran muy frecuentes los encuentros en cantinas y bares de los
poblados donde se hablaba de Palmira con entusiasmo, con exagerada grosería
refiriéndose a su escultural cuerpo. Se dio incluso el caso de un minero del
Manú, que haciendo alarde de riqueza, ofreció a Palmira cinco kilos de oro si
se desposaba con él y otro tanto si dejaba de navegar; o en el peor de los casos
un kilo por un solo beso. La apuesta debió ser formal con el resto de
compañeros, pues esperaban ansiosos el desenlace, y arremolinados miraban
estupefactos a la sonriente Palmira, enmudecer ante semejante asedio. Sin
embargo, supo sortear el peligro ofreciendo besos sólo por amistad a uno y
otro. Todos en su momento ofrecieron las mejillas por el solo placer de sentir
la suavidad de unos bellos labios. Al final la aclamaban y saltaban felices
porque habían sido marcados por el fuego irresistible de unos ojos negros y la
sonrisa de una boca sensual.
Lucas Romero admiró el talante y la finura de Palmira ante la adversidad y,
a pesar de hallarse orgulloso, apuró el trago amargo de la despedida definitiva,
tomando de nuevo el camino de retorno a la playa en busca de alguna canoa
que lo llevara de nuevo a Los Siete Caminos. Laberinto y los alrededores
estaban, a partir de ese momento cerrados para él. Prefirió desvincularse de
todos los recuerdos y amistades por una simple cuestión de principios y
porque comprendió que todo había acabado por su bien. La abundancia de
datos y evidencias sobre su desaparición en las aguas del Colorado eran más
que suficientes las razones como para alejarlo de allí para siempre.
Comprendió que era mejor para su persona perderse en el anonimato de un
seudónimo si el caso se daba; pero prefirió continuar con su verdadera
identidad.
Richard Ríos, no sólo se alegró por el retorno de Lucas Romero, sino
expresó su determinación de conducirlo ante su padre para tomarlo como su
ayudante personal, por no decir su guardaespaldas.
De esa singular manera comenzó frecuentando Mazuco; pero evitando en
lo posible acercarse a los almacenes de los Quirós. Con explicar a Richard
Ríos que lo hacía por una simple cuestión de respeto a no interferir en materia
amorosa, se alejaba del lugar y prefería sucumbir a los efectos de una
agradable cerveza helada en el primer bar que encontraba al paso. Claro está
tomando las debidas precauciones para no ser reconocido, precauciones fútiles
considerando que nadie lo reconocería por tener el cabello bien crecido.
Richard Ríos se perdía por ese día y aparecía por la noche en el hotel de los
Zaldívar muy alegre y pleno de vitalidad. Bastaba verlo para comprender el
resto. Entonces abrazaba a Lucas Romero y ambos salían a los bares de la
población. Los Ríos eran muy populares y bastaba la presencia del mayor de
los hermanos para que los eventuales clientes lo acoplaran a su mesa. Ese era
el comienzo de bestiales borracheras, donde Lucas Romero aceptaba
entregarse a los desórdenes de una truculenta juerga, pero guardando la debida
compostura y sin embriagarse demasiado, aunque aparentaba estarlo sólo para
desconcertar a los demás que sí sucumbían a los excesos, y con el concurso de
cuatro o cinco damiselas armaban tal desbarajuste que terminaban en una
bestial orgía y desenfrenos únicos. Al día siguiente, muy temprano, ebrios aún
los dos amigos se despedían de sus compañeros de juerga y tomaban el
camino hacia el cercano puerto. Ni bien llegaban a Huaypetue se instalaban en
la pensión de los Baca y pronto sucumbían a los beneficios de una música de
moda y sin proponérselo ya tenían abarrotadas de cervezas la mesa contigua
donde sus ocasionales amigos celebraban algún suceso. Sin objeción alguna,
Richard Ríos aceptaba el convite; pero Lucas romero, simulaba hallarse
indispuesto y prefería echarse a dormir, cuando en realidad, atento, vigilaba
que los preciados bienes se mantuvieran a salvo de los muchos ladrones y
reducidores que estaban al acecho.
Pronto llegó a oídos de don Juan los desmanes de su hijo mayor, a quien
consideraba la oveja negra de la familia. Borracho empedernido, irresponsable
y atrevido algunas veces, eterno enamorado de una mujer a la que idolatraba,
había perdido dos brillantes oportunidades para forjarse un brillante futuro
como soldado del Ejército la primera vez, y como aviador la segunda. No
quiso aceptar el padrinazgo de un diputado, amigo de su padre; y los dos kilos
de oro invertidos se fueron al diablo así de simple como su categórica
respuesta: “la cachaquería nunca me ha gustado…Yo de cachaco, bah,
tonterías. Yo no estoy hecho para pasarme la vida en los cuarteles con un
uniforme espantoso y algunos galones de pacotilla que de nada me servirían
llegado el momento de una supuesta guerra. Para qué si nuestra honrosa
trayectoria militar, que yo sepa, está signada por continuas y vergonzosas
derrotas”.
Apenas, a rastras, comprando a casi todos los profesores del colegio había
logrado acabar la secundaria con la seguridad y el eterno convencimiento de
que los números y las letras no le servirían de mucho para lavar oro. En
cambio sus compañeros de promoción se desvivían por estudiar y prepararse
para ingresar a la universidad en busca de un cupo en alguna facultad. Él se
burlaba de todos ellos y los recriminaban de su deplorable actitud al perder el
tiempo en bagatelas, cuando deberían acompañarlo al bar a tomar algunas
cervezas en compañía de hembritas, para eso tenía plata y su padre le enviaba
una suma tal que triplicaba el sueldo de un profesor. Se fue quedando solo, sin
amigos, pronto la gloriosa promoción de la que fue integrante, se disgregó y a
pesar de sus escandalosas tropelías en cantinas y bares, en busca de nuevos
amigos, se vio de repente sorprendido por la inesperada decisión del padre de
no girarle más dinero porque argumentó en una escueta carta que no podía
seguir manteniendo a un vago, un taimado y un bruto cuya única aspiración se
había circunscrito a ser mero consumidor y un botarate en potencia. Entonces
se vio en la disyuntiva de quedarse con los amigos o emigrar a la selva. Optó
por lo primero y su desengaño le trajo una serie de enemistades y
contratiempos con muchos acreedores que de inmediato le cerraron el crédito.
Comprendió entonces que no existían amigos, y si los había eran de los pocos
que aún pensaban escarbar un poco en su esmirriada riqueza. Claro de
momento salió del mal paso reuniendo todos los trastos hasta el extremo de
quedarse con las ropas en el cuerpo y las dos únicas frazadas. Cuando ya no
tuvo que vender, tocó una y otra puerta que antaño se le abría con el mágico
sésamo de sus repletos bolsillos y ahora para desgracia suya, todos los amigos
se hacían los desentendidos y preferían ignorarlo. Decepcionado, pero no
vencido, logró de un camionero amigo suyo que lo llevara a Mazuco junto a
las cargas y cajas de frutas.
Una lluviosa tarde de abril recaló en los Siete Caminos. Su padre lo acogió
con los brazos abiertos y de inmediato lo destinó a la cuadrilla de los peones y
prohibió a la madre que se entremetiera en asuntos de hombres.
A partir de esa fecha trabajó como obrero en una de las cuadrillas y se le
trató como tal sin opción a visitar la casa paterna. A pesar de sentirse un tanto
amoscado por la decisión paterna, acogió de mal talante el hecho de dormir,
comer y vivir junto a los trabajadores que alguna vez los miró con la
despreciativa sonrisa de niño de casa; pero en los noventa días de brega, en las
noventa noches de charla con aquellos seres aprendió a valorar la esencia de
las cosas, sin preverlo se le escurrió la venda de los ojos y admiró la verdadera
amistad de sencillos y rudos hombres, cuya única aspiración era el deseo de
superación. Cada día de labor, era un día de gozo, y completar los tres meses
significaba que habían triunfado y recibir el esperado pago constituía el
producto de su esfuerzo y lucha a brazo partido y cada sol ganado estaba
bañado con el sudor de sus frentes. Llegado el momento de la liquidación
todos comparecieron frente a don Juan y recibieron sus pagos. Richard Ríos,
por primera vez, vio su plata, el producto de su esfuerzo y sonrió satisfecho.
Con cuatro de sus colegas, se marchó rumbo a Mazuco. Antes de partir se
despidió de sus padres y dijo que se iba a trabajar a otro lavadero, pues no le
había gustado la comida y deploraba el mal trato.
La madre lloró un poco; pero don Juan ocultó una sonrisa socarrona entre
sus juguetones bigotes y lo despidió como si fuera un extraño.
Richard Ríos y los cuatro obreros ni bien arribaron a Huaypetue se
asomaron a la tentativa baranda de un bar donde dos rollizas camareras
mostraban sus protuberantes caderas y sin mediar excusa alguna pidieron una
rueda de cervezas para la sed; pronto se achisparon y las cajas de cerveza se
fueron amontonando y llegó un momento en que envalentonados y dueños del
mundo, vociferaban a todos cuantos los escuchaban que eran mineros muy
prósperos y que su condición de tales los insuflaba de ciertos derechos y
privilegios y que por lo tanto ordenaban al dueño del local a cerrar puertas y
ventanas. Pronto los acordes de una cumbia ensordecían el ambiente y los
amigos se disputaban los favores de las dos camareras, que ebrias ya se
dejaban arrastrar entre risas y risas. Cansados se apretujaban alrededor de la
inmensa mesa y teniendo entre Las rodillas a las muchachas, seguían bebiendo
mientras iban hurgando afanosos los rollizos muslos y lanzando pellizcos a los
brazos y caderas. Estimulados por el jolgorio del momento, sacaban a relucir
fajos de billetes y cheque a cheque iban introduciendo entre los abultados
senos de las muchachas como un anticipo de propina. Entonces, el más osado,
cogía a una de las mujeres y se perdía tras las cortinas de un cuarto, luego el
resto sucumbía a la misma necesidad. Después continuaban con la juerga
resueltos a seguir brindando hasta las últimas consecuencias. El cantinero se
hallaba atento a cualquier pedido y corría mantel en mano; al final, cuando ya
estaba por amanecer, caían exhaustos en cualquier rincón. La pequeña fortuna
les duraba dos a tres días y cuando se veían sin un sol encima, el propietario
del bar los conminaba a retirarse y como los ánimos se agriaban por la
insistente orden, perdían los controles y empezaban a lanzar botellas vacías y a
vociferar sandeces y media, objetando airados que los arrojaban porque ya no
tenían dinero, pues bien ya se verían con quienes trataban. Dos o tres robustos
vecinos ayudaban al tendero a despejar el ambiente. Bastaban sendos
puntapiés propinados en los traseros de los borrachos para arrojarlos al medio
de la calle. Así humillados recogían sus bártulos y tomando conciencia de la
realidad abrumadora que los atenaceaba, se miraban confusos y tal vez
aquejados del mismo sentimiento, así borrachos, tomaban de nuevo la senda
de retorno a los Siete Caminos. Don Juan los volvía a recibir sin preguntarles
la razón, causa o motivo; bastaba observarlos para comprender el resto. Doña
Juana no dejaba de murmurar asustada sin alcanzar a comprender la estupidez
de los hombres que derrochaban el dinero ganado con cuanto dolor en tan sólo
dos noches de juerga. Miraba a su hijo con lástima; pero cuando volvía la vista
hacia su marido lo encontraba sereno, casi feliz, acariciándose los bigotes.
-Mi hijo se vendrá a vivir con nosotros o yo me voy de esta casa- decía
mientras acariciaba a su primogénito.
Don Juan se encogía de hombros y se marchaba al puerto a revisar las
canoas, dejando a la apesadumbrada esposa conversar con su hijo.
Richard Ríos volvió a instalarse en su cuarto y su vida cambió a partir de
ese día. La relación con sus antiguos compañeros de cuadra era de lo más
entrañable en el sentido de que no existía esa barrera entre patrón y trabajador.
Por este hecho era muy apreciado y toda orden salida de sus labios era
cumplida con verdadera pasión. Incluso cuando quedó en dos o tres
oportunidades como único, absoluto señor y amo de los Siete Caminos por el
intempestivo viaje de sus progenitores, realizó verdaderas fiestas con
abundancia de cervezas y suculentas comidas. En el momento menos pensado
se producía una creciente con aguaceros torrenciales y todas las actividades en
las playas se paralizaban; bastaba que un empedernido bebedor de cerveza
sacara unas cuantas latas escondidas para mostrárselo al resto de curiosos,
entonces la enfebrecida ansiedad de emborracharse, los trastocaba en
fervientes consumidores. Formaban pequeños grupos y envalentonados se
acercaban a Richard Ríos para pedirle un pequeño adelanto; y él, no sólo
entregaba los gramos de oro solicitado, sino acotaba su parte con una suma
respetable.
Lurigancho, el motorista, escogía a dos expertos ayudantes y pronto
encendía el motor de la canoa. No obstante estar cargado el río, arrancaba con
soltura y se enfrentaba a las turbulentas aguas efectuando capciosas esguinces
cada vez que chocaba con pequeños escollos.
Mientras tanto las cocineras se aprestaban a preparar suculentos caldos de
pollo y algunos guisos. Pronto llegaban los comisionados y se armaba una
verdadera fiesta a los acordes de una cumbia de moda y todos enardecidos y
felices bailaban sin importarles que no tuvieran pareja, armando un
descontrolado bullicio donde se escuchaban silbidos, gritos y aplausos. El gran
patio se llenaba de latas vacías, restos de comida y colilla de cigarros.
Por estos arranques de franqueza de Richard Ríos era bien apreciado y
nadie decía nada y nunca comentaban sobre los sucesos acaecidos en ausencia
de los esposos Ríos. Hubo oportunidades incluso que corría la noticia de la
llegada de prostitutas de Bolivia, Chile y el Brasil. Decían que estaban
recorriendo campamento por campamento ofreciendo sus servicios a medio
gramo por peón y un gramo por los patrones. Richard Ríos se contactaba con
los cafiches y advertidos sobre un formal acuerdo y dentro del más estricto
secreto, llegaban al antiguo y polvoriento campamento donde se habilitaba una
habitación y todos los obreros en fila desfilaban a cumplir con sus atrasadas
funciones que tanto necesitaban dado el forzado enclaustramiento de meses.
-Mientras exista mujeres para tirar y abundante cerveza para chupar, nunca
faltará oro; conviene satisfacer al diablo y el resto que se vaya a la mierda-
gritaba Richard Ríos mientras era aplaudido por su gente.
Los obreros no se cansaban de aclamarlo hasta el cansancio. Al parecer la
estrategia daba resultados inesperados. La peonada se entregaba al trabajo con
más empeño y los frutos eran considerables. Un día perdido era recuperado
con creces y don Juan Ríos jamás supo sobre estos desmanes; pero por otras
fuentes se fue enterando del libertinaje de su hijo y de sus frecuentes
encerronas en los bares de Mazuco y Huaypetue con borracheras que duraban
un día y su noche. Encuentros desastrosos donde se perdía muchas botellas
rotas por el impulso de los jóvenes que a veces se excedían en sus actos, con el
consiguiente destrozo de mesas y silletas. Al día siguiente la exorbitante
cuenta los dejaba turulatos; pero repuestos del mal momento, arrojaban los
billetes con el desenfreno propio del que sabe que el oro paga todo. Don Juan
supuso entonces que su hijo le estaba robando, de no ser así de dónde sacaba
el dinero para pagar esas bacanales reuniones; no obstante rendirle cuentas que
se ajustaban a las exigencias del caso. Entonces empezó a indagar valiéndose
de terceras personas que le iban informando de todo cuanto sucedía, incluso
recurrió a Lucas Romero, el infaltable compañero de contertulios, y fue él
quien lo sacó de dudas, al responderle con la habitual franqueza de siempre:
-Muchas cosas son ciertas don Juan, y si yo participo de estas reuniones es
porque en mi condición de acompañante de Richard debo cuidarlo y vigilarlo
de cerca; por mí, hablando con sinceridad, detesto visitar esos lugares y
preferiría mil veces quedarme en casa antes de soportar malas noches sin
dormir.
Explicación más que suficiente como para que don Juan quedara
satisfecho; pero en el fondo sentía una terrible cólera porque todo aquel
desbarajuste no se ajustaba a su modus vivendi. Claro que no reprochaba a su
hijo por el comportamiento propio de un joven, sino lo que lo aterraba y tal
vez le destrozaba anímicamente era el hecho de acostarse con mujerzuelas
cuya trayectoria en el bajo mundo estaba revestida de robos y hasta crímenes
cometidos por dopar con fortísimas drogas a sus eventuales víctimas.
Por eso un buen día, cuando Richard se disponía a marchar con su
cuadrilla, don Juan lo retuvo y esperó que toda la gente se fuera. A solas, en la
hermosa terraza de la suntuosa casa de madera, le increpó dura y ásperamente,
llamándolo pervertido, incapaz, irresponsable y mal hijo.
Richard Ríos al principio se sorprendió con la apabullante avalancha de
improperios, que en vez de molestarlo le hacían gracia y más bien resaltaban
su honrosa personalidad de buen muchacho, alegre y parrandero.
-Así como andas- decía el exaltado padre-, ¿Cómo puedes enamorar a la
señorita Quirós? Yo conozco a su honrosa familia y sé de la rectitud de su
padre y dudo que su única, adorable hija se junte con un perdido como tú, no
te da vergüenza que, llegado el momento, si es que se da, te arrojen a
patadas…
Richard Ríos escuchó a su padre en silencio. Desde su posición se divisaba
el fondo lacrimoso del río que se perdía en un recoveco forzado formado por
la confluencia de un montículo de arena y palos y el cercano bosque.
Impresionante resultaba la visión de la extensa selva vista desde la terraza y la
ubicación de los Siete Caminos era excepcional como punto de partida a
diferentes sitios.
-Hablaremos luego de mi regreso de Sicuani, recuerda que tu madre y yo
estamos de cargo en la fiesta Patronal de la virgen Inmaculada y por lo tanto te
quedarás a cargo de todo. Espero que te comportes como un hombre juicioso y
quiero buenos resultados.
Richard Ríos respiró hondo, absorbiendo con imperceptible alegría el
suave perfume de las flores del cercano jardín. Exaltado por la buena noticia
se retiró casi corriendo y mientras se embarcaba en el peque-peque, se
enfrascó en una serie de descabellados planes y como primera medida, pensó,
sería aprovechar al máximo durante el corto tiempo que duraría su condición
de encargado; luego podía hacer de su vida y ya no tendría que soportar la
vigilancia y el asedio pertinaz de sus progenitores. Después de todo contaba
con veintisiete años y era momento para labrarse un futuro digno. Como
primera medida, se reunió con todos los encargados de las seis cuadrillas y tras
un formal acuerdo los dejó marchar con la formal promesa de mejorar el
rancho y algunas regalías al final del contrato con cinco gramos adicionales si
se mejoraba la producción.
La gente no sólo recibió la noticia con alegría sino puestos de acuerdo
empezaron a trabajar con mayor decisión porque sabían que todo ofrecimiento
de Richard Ríos era cumplido.
Asimismo una cuadrilla se repartió para efectuar exploraciones dentro del
monte. Las playas ofrecían muy poco oro, y la renuente posición de su padre
por ampliar la explotación más allá del río, los había reducido a simples
conformistas, cuando más de uno de los vecinos, con verdaderas miras de
engrandecer sus lavaderos, habían encontrado cortes muy ricos y estaban en la
explotación abierta y eficaz con buenos resultados. Se sabía que los parceleros
de la margen opuesta habían encontrado a cinco metros de profundidad
material muy rico en chispas de oro, y ahora último estaban explotando día y
noche.
Las primeras buenas noticias se dieron después de un mes de infructuosa
búsqueda dentro del monte. Se hallaron tres sectores distantes a casi medio
kilómetro del río. La escasez del agua y la apabullante frondosidad del bosque
con la ingente cantidad de alimañas y mosquitos, habían sido los primeros
obstáculos. Richard Ríos, evaluó los materiales de cada uno de los sectores
que bautizó como Rojo, Gris y Oscuro respectivamente. Rojo y Gris
presentaba una cantidad más que regular como para una explotación acelerada.
Hizo los cálculos necesarios y llegó a la conclusión de que su gente debía
acostumbrarse a los trabajos dentro del monte y ordenó el descargue de
material que no excedía de un metro.
En cambio en el sector Oscuro, el material se hallaba a mayor profundidad
pero presentaba tal cantidad de chispas que bien se podría considerar un corte
rico. Reunidos todos los encargados discutieron como primera medida abrir
trochas de entrada a cada sector y en un claro de bosque entre el sector Rojo y
Gris, levantaron el campamento.
Lucas Romero y seis hombres más recibieron la orden de Richard Ríos
para habilitar el sector Oscuro, talando los árboles en una extensión de más de
dos hectáreas.
En efecto, como estaba previsto el descargue en el sector Rojo duró casi
dos semanas, al cabo de las cuales se instalaron los caballetes y sus respectivas
tolvas. Era miércoles para beneplácito de todos cuando comenzaron con el
ansiado lavado del material. Las motobombas impulsaban el agua turbia de los
pozos y el resultado al final del día fue de real sorpresa. Habían encontrado un
corte muy rico.
Se laboraba día a día con verdadero entusiasmo, pese a la presencia de los
molestosos mosquitos y la falta de aire fresco. El endemoniado calor los
sofocaba hasta la desesperación. Estuvieron bregando durante casi dos meses
y ya se disponían a realizar un nuevo descargue donde se suponía continuaba
el depósito de arena con abundante oro, cuando una lluviosa noche se produjo
la creciente del río y todo aquel lugar se llenó de agua turbia. Las viviendas
rústicas que se habían construido sobre gruesos tocones a un metro de altura,
soportaron la incontenible afluencia de las aguas desbordadas. Todo se echó a
perder en un instante. Los montículos de arena lavada volvieron a ser
arrastradas a los cortes junto al lodo y la basura de los alrededores.
Dos exploradores marcharon al sector Gris a constatar los destrozos de la
inundación. Se hallaba fuera de peligro y el agua no había llegado a ese lugar
por estar ubicado a mayor altura.
Por su parte, Lucas Romero y toda su cuadrilla se aparecieron en el
campamento donde hallaron a sus compañeros sumidos en el más espantoso
aburrimiento, adormilados en sus camastros, esperando que las aguas se
retiren a su cauce original. Lo cual estaba lejos de suceder por el momento.
Richard Ríos evaluó los destrozos y comprobó que nada se podía hacer
mientras no desaparezca el lodo. Entonces se reunió con los encargados y tras
deliberar la engorrosa situación, ordenó que la gente limpiara la trocha de
salida con el fin de averiguar el estado de la canoa que había quedado
amarrada a un árbol. En el campamento sólo quedaron las dos cocineras y un
peón que se hallaba resfriado. Todos iban felices chapuzando en el lodo y
luchando con los pequeños troncos que flotaban en abundancia. Habían sido
notificados para marchar al nuevo almacén de los Solís, distante a dos
kilómetros río abajo casi junto a la aldehuela de los nativos. Richard Ríos,
había manifestado que no podrían trabajar por varios días y esos días debían
utilizarlos en algo provechoso como por ejemplo alegrar el cuerpo con una
visita a los Solís.
Los casi treinta hombres iban silbando, riendo y cantando. Pronto avistaron
el gran río que estaba bien cargado y rugía presentando sus aguas de bote en
bote. La canoa había sido recostada contra los árboles de la ribera y se
mantenía a flote sin haber sufrido mella alguna en su recia estructura.
Lurigancho, con ayuda de dos buenos ayudantes, saltaron sobre la cubierta
de la embarcación con el fin de ponerla en condiciones como para que toda la
peonada se acomodara en los asientos. El gran motor dejó escuchar su
entrecortado tableteo y la hélice hirió el fondo del río con un rebullir intenso
de las aguas. La canoa enrumbó al centro del caudaloso río con toda su carga
humana, se deslizó por entre los tumbos y pequeñas palizadas.
Un cuarto de hora después recalaban en el rústico puerto del
establecimiento de los Solís, quienes sorprendidos vieron descender a muchos
hombres. Se alegraron bastante y prestos corrieron a recibirlos. Las dos
camareras se sacaron los mandiles y se arreglaron las ropas.
El establecimiento era una construcción de madera dividido en tres
ambientes. Presentaba en su frontis una especie de terraza con sólidas
barandas y repleta de mesas y sillas.
Richard Ríos y toda su gente prefirieron pasar al interior del local por el
ligero frío que hacía en esos momentos, y tomando asiento en sillas y bancas,
juntaron las mesas en hilera y sin más dilaciones pidieron cerveza en botellas.
Las tres mujeres y don Alberto Solís presentaron vasos y botellas y en un abrir
y cerrar de ojos prendieron el pequeño generador de luz. Todo quedó bien
iluminado. Richard Ríos ordenó cerrar todas las puertas y en exclusividad
tomaba en asalto la cantina para su gente sin opción a ser molestados por
persona alguna hasta que ellos se fueran. Pronto una radiograbadora dejó
escuchar unas cumbias de moda y muy populares entre los obreros. Richard
Ríos, como siempre alegre y locuaz, cogió a una de las camareras, a la más
hermosa, y entre aplausos y vivas de sus hombres bailó haciendo derroche de
gracia y altivez.
Las botellas de cerveza circulaban de mano en mano y ya vacías
terminaban en los cajones, y que la habilidad de la tendera llevaba la cuenta
sin equivocarse. Como esposa de Solís se hallaba sentada muy cerca vigilando
que todo marche a la perfección. Sin embargo, en el momento de mayor
dedicación a su labor de observadora, se vio acosada por varios hombres que
le suplicaban bailar una pieza. Con el consentimiento del esposo, lograba
satisfacer el deseo de los clientes hasta el momento en que ya pasados de
tragos se estaban aventurando a cogerla de la cintura con riesgo de estropear el
lazo corredizo de su falda o se llenaban la boca de lisonjas y piropos subidos
de tono. Debió el marido reparar el aprieto que pasaba su mujer, por lo que
pidiendo permiso a uno y otro logró tomarla de los brazos y lo alejó del lugar
con el pretexto de que iría a sacar más cerveza de la despensa; pero ya no
volvió, se encerró en su cuarto y dejó toda la carga al esposo y a las dos
empleadas que después de todo eran muy astutas.
Como los ánimos ya estaban caldeados, se habían formado grupos y
conversaban entre gritos y risas; y otros, los menos revoltosos seguían
disputándose a las dos camareras. Ellas, chillando a más no poder, se dejaban
arrastrar por uno y otro sin que aquello las molestara en absoluto, y ya algo
ebrias farfullaban frases de disgusto cada vez que alguno lo estrechaba entre
sus brazos. Llegó un momento en que fueron rodeadas por casi diez
mozalbetes, que entre sonrientes y felices, las levantaron en vilo y dando
grandes voces las pasearon por todo el perímetro del almacén, exhibiéndolas
casi semidesnudas porque en el desorden las habían destrozado los vestidos.
Al alboroto se acoplaron los demás hombres y en el colmo del asombro
observaban que aquel bello espectáculo se estaba poniendo muy interesante
porque habían visto el torso blanquecino de las camareras refulgir a los rayos
de los reflectores y aunque pareciera extraño aquello los puso al borde de la
locura y entre gruñidos desesperados esperaban verlas bailar sobre el tablado.
En efecto, las dos féminas, que se habían dado cuenta del inusitado interés de
los presentes por verlas actuar, se resbalaron de entre sus captores y chillando
de suprema felicidad, se ubicaron en medio de las mesas, arrojando a su paso
botellas y vasos.
Ante el jolgorio y el desmesurado entusiasmo de la treintena de
observadores, se sacaron los restos de ropa y arrojándolas como despojos, se
quedaron en calzones, mostrando una envidiable desnudez. Entonces
empezaron a bailar moviendo las caderas con increíble facilidad. Una
atronadora exclamación de voces roncas, aullantes, hizo retemblar el techo de
zinc. Al final volvieron a danzar esta vez una cumbia de moda y todos
quedaron anonadados, suspendidos en un halo de desconcierto que los había
reducido a bestias en celo y ya no se miraban como amigos sino como
contrincantes. Llegó un momento en que una de las bailarinas se sacó el
calzón y enarbolándolo por encima de su cabeza, empezó a bailar con mayor
disposición de ánimo, mientras gritaba:
-¡Viva la vida!
-¡Viva!- le respondían los enfervorizados borrachos.
La otra compañera al ver el éxito de su amiga, también se sacó la
minúscula prenda y arrojándolo a la enfervorizada muchedumbre mostró la
real belleza de un despampanante cuerpo bien proporcionado y bello en toda
su expresión.
Poco después, las dos bailarinas saltaron al piso y pronto fueron rodeadas
por una abrasadora fuerza de fuelles y una infinidad de brazos afiebrados que
se disputaban por apresarlas. Sin embargo, lograron aquietarse ante la
estentórea orden de Richard Ríos:
-¡Paso a las señoritas!
Las dejaron pasar con el estremecimiento de sus carnes y la sedienta
mirada de sus ojos que devoraban la sinuosa anatomía de aquellos bellos
cuerpos. Pronto las vieron perderse en la trastienda para luego reaparecer
vestidas con nuevas ropas. Esta vez aceptaron bailar con uno y otro, sin
importarles que les lanzaran procaces frases de admiración.
La fiesta continuó con el mismo entusiasmo hasta el amanecer. Muchos
terminaron agotados y muy pocos alcanzaron a llevarse a las dos camareras,
que no obstante haber ingerido abundante cerveza se mantenían lúcidas y en
sus cabales. Richard Ríos pagó la cuenta y todo quedó en paz cuando se
retiraron al medio día con visibles signos de estar aún ebrios.
Lurigancho, que era un experto motorista y un bebedor de cerveza que
nunca empinaba los codos, logró enrumbar la canoa hasta el campamento sin
ninguna novedad.
El agua se había retirado del bosque, dejando a su paso restos de palos,
yerbajos, lianas y abundante lodo. En el campamento pudieron constatar
consternados el destrozo del corte, que se hallaba lleno de agua y barro.
Por ese día los hombres se echaron a dormir en completa paz; pero al
amanecer del día siguiente marcharon al sector Gris, llevando todas las
herramientas necesarias como para rozar una hectárea de bosque.
La descarga de material resultó penosa por la abundancia de raíces muy
profundas. Sin embargo, lograron su propósito cuando comprobaron que el
material era muy rico en oro. Entusiasmados comenzaron con la ansiada
explotación hasta el día que hizo su llegada don Juan Ríos. Llegó echando
rayos por los ojos. Pronto se entrevistó con el hijo, amonestándole dura y
acremente por contravenir sus órdenes de continuar explotando en las playas;
pero cuando el diligente Lurigancho le mostró los baldes de arenilla con
buenas cantidades de oro, se calmó un tanto y supo disimular su enojo.
Richard Ríos explicó a su padre que el trabajo en el monte tenía sus
limitaciones en el sentido de que en cualquier momento podía desaparecer el
oro, como también se daba el caso de que podría ser una ingente reserva
explotable por meses e incluso años.
-Pero hijo, el descargue de material es una pérdida de tiempo, y los salarios
siguen corriendo, las provisiones siguen agotándose, entonces…
-Está bien, padre, pero es un riesgo que vale la pena probar. Y si gustas
puedo demostrarte la cantidad de oro que contiene cada balde.
Al final llegaron a un acuerdo favorable. En el sector Gris quedarían dos
cuadrillas. El resto de gente marchó al caserío principal donde se dispuso lo
necesario para seguir laborando en las playas. Es más, la última creciente
había dejado regado entre la lama abundante oro, y a esta circunstancia se
debía el enojo de don Juan, cuando comprobó que la única cuadrilla no se
abastecía para nada, y supuso que su gente se estaba desperdiciando en el
monte.
Por su parte, Richard Ríos, continuó bregando en el sector Gris, efectuando
pruebas en cada roce y su desengaño fue terrible cuando comprobó que sólo
existía oro en una franja estrecha de apenas tres metros. Pronto se abrió una
zanja profunda y era curioso observar la trayectoria sinuosa que iba
adquiriendo a medida que avanzaban entre las raíces y el bosque tupido. Valió
la pena el esfuerzo de los quince hombres al final de la producción, cuando
don Juan constató la cantidad de oro obtenido.
Todos los obreros y la única cocinera abandonaron el campamento y se
reintegraron a las demás cuadrillas, esta vez a órdenes del encargado principal.
Ni bien llegaron al caserío principal, se dieron con la sorpresa de hallar a
varios nativos de Puerto luz que estaban de pasada por los Siete caminos,
ofreciendo sus hermosas artesanías: collares multicolores, alforjas, aves
disecadas, hermosas plumas acondicionadas como abanicos, frotaciones
especiales contra el reumatismo y dolores musculares, tónicos afrodisiacos y
el famoso masato en porongos; en fin una serie de baratijas y adornos.
Lucas Romero se sobresaltó de tal manera al reconocer entre la comitiva a
varios parientes de Palmira y a una de las hermanas mayores, la gorda Isabel.
Se envolvió la cabeza con un pedazo de tela y dejando caer los bucles de su
larga cabellera, se aderezó los bigotes y frunció el ceño. Richard Ríos compró
dos gallitos de la roca disecados y una docena de pulseras con sus respectivos
collares. En cambio, Lucas Romero compró un pote de grasa de shushupe con
yerbas medicinales contra los dolores musculares y cuya efectividad conocía
de antaño. Conversó con varios de ellos y supo entre otras cosas que Palmira
tenía un gran almacén y era la viuda más asediada del Colorado. Para su suerte
nadie logró reconocerlo.
Se despidieron de todos, invitándolos a su tribu donde les ofrecerían
muchas novedades.
Richard Ríos dejó traslucir su inquietud al manifestar que deseaba conocer
a la bella Palmira. Dos días después marchaba a Mazuco, llevando los
hermosos presentes a su amada Esther. Lucas Romero habíale insinuado la
forma cómo debía presentar sus regalos. Antes de bajar del vehículo, Lucas
volvió a recordarle: “no te olvides de decirle: esta pequeñez es para ti por ser
la más bella flor del Inambari. Y verás que te recibirá muy complacida”.
Y fue así. Richard Ríos llegó esa noche al hotel radiante de felicidad y
como nunca dejó de asistir a los bares de su preferencia. Se pasó la velada
suspirando y rememorando los inolvidables momentos de idilio. Luego contó
que la bella Esther se había emocionado bastante y esa fue la causa para que
disfrutaran la tarde con efusivos besos y caricias. Besos que para Richard Ríos
significaban el comienzo de su dicha.
Y ni bien llegó a los Siete Caminos, se entrevistó en privado con su padre.
Luego de una acalorada discusión en el que sacaron a relucir sus diferencias,
llegaron a un satisfactorio acuerdo. Richard Ríos se desvinculaba para siempre
de sus padres para encauzar su vida por el único camino que supuso le abriría
las puertas del éxito: el trabajo. Dejó bien planteado su posición de seguir
explotando oro en el monte umbroso. Don Juan se adjudicó el derecho de
seguir explotando los sectores Rojo y Gris.
La madre se emocionó bastante y abrazando a su hijo mayor, le entregó
una cantidad de cheques y el padre se comprometió a brindarle todo lo
necesario durante los tres primeros meses.
Tres peones que ya salían de baja recibieron la jugosa propuesta de
Richard Ríos para formar el grupo. Artidoro Solís, brazo derecho de don juan
y su infaltable ayudante, el cholo José Huamaní, también se acoplaron al
equipo porque convinieron en que trabajarían como socios, aportando cada
uno una considerable suma de dinero.
Lucas Romero se alegró bastante cuando supo que contarían con una canoa
pequeña pero segura. Ese fue el gesto más noble de don Juan. Cuando
verificaron el fondo de la embarcación, encontraron que estaba atiborrado de
palas de corte, picos, mangueras, tolvas con sus respectivas zarandas, una
pequeña motobomba, tres carretillas casi nuevas y varias tablas de cedro.
Se instalaron en un claro de bosque, en la parte más alta. Las rústicas
cabañas estaban asentadas sobre tocones de pona a un metro de altura. El
techo estaba cubierto de gruesos plásticos y parte de las paredes estaba
revestida de lona embreada.
Entonces los siete hombres empezaron con el descargue de material. Era
una tierra oscura, muy fértil, que estaba llena de raíces, troncos y malezas. Fue
una ardua lucha trasladar toda la tierra hacia la parte baja, donde tras varios
piques efectuados comprobaron que era pobre en chispas de oro y es más sin
preverlo chocaron con abundante agua.
Durante un mes, exhaustos, pálidos por falta de aire puro, tenían frente a sí
una regular extensión de terreno abierto y listo para explotar.
Empezaron armando el equipo por la parte baja y a pesar de contar con
bastante agua, se hizo difícil lavar el material; pero alentador al final de cada
jornada cuando clarificaban el material. El primer balde resultó algo especial y
esa noche al amparo de la fogata, Richard Ríos, ratificó su posición de
compartir el oro entre los cuatro socios.
Dos meses después Richard Ríos partió a Mazuco a proveerse de víveres y
comprar de paso una motobomba grande y algunos metros de manguera. Por
el momento el corte quedaría a cargo de Lucas Romero, por ser el llamado a
ocupar el cargo de segundo. Actitud que no le pareció la correcta a Artidoro
Solís, que en el silencio de la noche, no dejó de comentarlo con su acólito; y
ambos, descontentos, desorientados y muy amargados, miraban al advenedizo
de Lucas Romero con cierta cólera y trabajaban a desgano sin importarles que
el resto se estaba rompiendo el lomo.
Cuando volvió Richard Ríos, traía como acompañante a una joven de unos
veinte años. La instaló en su cabaña y manifestó que trabajaría como cocinera.
Nadie dijo nada. Lucas Romero tuvo que mudarse a la cabaña de los peones.
Con la nueva motobomba de mayor potencia y la adquisición de nuevas
mangueras, se logró captar abundante agua y el trabajo se hizo menos pesado.
En cada ocasión y para beneplácito de todos, los baldes y tinas de material
acumulado se pusieron en fila delante de las cabañas, recubiertas con algunas
ramas de palma.
Durante el día el calor era insoportable y la abundancia de mosquitos era
tal que como pequeñas nubes se arremolinaban alrededor de los hombres
sudorosos. Lucas Romero se sintió algo mortificado por la presencia de la
cocinera que lo había alejado de Richard Ríos. Éste, a pesar de su jovialidad,
se mostraba parco y reservado y sólo se limitaba a ordenar y ordenar mientras
gruñía como un cerdo. Después supo que Esther se había negado a aceptarlo
como pareja y que en el atardecer de una brumosa tarde de abril habíale
ratificado su negativa aduciendo que lo pensaría por lo menos un año.
-Piensa Lucas, un año para darme la respuesta; no, por eso opté traerme
una querida, en fin soy joven y el resto me importa un comino…
Lucas Romero argumentó en su condición de amigo y consejero que la
actitud de Esther era la correcta. Una buena y honesta mujer siempre se daba
el suficiente espacio como para que lo respeten y acepten sin condiciones.
Terminó observando el mal proceder de Richard Ríos, que estaba dejándose
arrastrar por sus instintos primitivos al juntarse con la cocinera. Situación
embarazosa que le estaba quitando autoridad y respeto por parte de sus
trabajadores. Además resultaba afrentoso, increíble, inaudito, el hipócrita
juramento de amor, sumisión y eterno rebullir de sus falsos sentimientos a la
dama de sus sueños, al traicionarla de aquella mísera y vulgar manera, todo a
espaldas suyas.
-Tal vez tengas razón, amigo mío. Pero lo hecho, hecho está y no hay
vuelta que darle.
Volvió a cometer el mismo error cinco meses después, cuando la cocinera
presentó signos de anemia, y unas heridas hondas, supurantes, en las dos
piernas la habían afectado terriblemente y su salud decayó de tal manera que
Richard Ríos se puso a temblar cada vez que la veía desmayarse en el
momento menos pensado.
Cargó con los enseres de la muchacha y partió a Mazuco, dejándola en
manos de unos buenos amigos que se encargarían de hacerla curar. Para tal
efecto dejó pagado los medicamentos y los honorarios del enfermero. Dalila,
la cocinera, por su parte recibió de manos de su eventual empleador, cien
gramos de oro. Se despidieron con la certeza de que nunca volverían a verse.
Volvió a los Siete Caminos esta vez con una nueva cocinera. Era una
alegre y grácil muchachita de unos dieciocho años, proveniente de un
pueblecito de Abancay. Era menudita y perspicaz y bastante asequible. Desde
un primer momento congenió con todos los trabajadores y se ganó el aprecio
general.
Esta vez los obreros se sintieron muy alegres. Poseídos por una irresistible
fuerza de proporciones desconocidas, se desvivían en buscarla día y noche. La
buscaban cuando Richard Ríos dormía a pierna suelta y en el silencio de la
noche y tras unas mantas la poseían turnándose en completo orden y con la
consigna de mantenerse alerta; pero la alegre, dicharachera y robusta joven
chillaba como una energúmena y se burlaba de todos ellos por ser unos tontos
cobardes.
Lucas Romero sabía de estos encuentros y desde su cabaña simulaba no
enterarse de nada. Al día siguiente miraba a la cocinera y al verla atareada en
la cocina con su carita inocente de mosca muerta, quedaba apabullado y no
quería aceptar que estaba frente a una verdadera loba cuyo correcto
comportamiento frente a los hombres podía desconcertar al más conspicuo
observador. Es más, los trabajadores, a la hora de la merienda desfilaban frente
a la cocina demostrando mucha seriedad y respeto; pero ni bien se recogían a
sus cabañas, después de la cena, esperaban ansiosos en sus escondrijos. Una a
dos horas después la veían aparecer en ropas ligeras. Y ella comentaba con el
mayor desparpajo que Richard Ríos ya estaba roncando a más no poder hasta
el amanecer. Celebraban la ocurrencia con risas forzadas y trataban de bajar la
voz en previsión a ser escuchados por Lucas Romero y tal vez por el mismo
Richard Ríos; pero, Julia Rosa, la menuda chiquilla de los pezones de vaca, se
moría de la risa, mientras que el más desenvuelto de sus acompañantes, lo
jalaba al rincón preferido donde ya estaba habilitada una mullida cama.
Lucas Romero supo tiempo después, que la escurridiza Julia Rosa se valía
de ciertos somníferos que aplicaba a la taza de café de Richard Ríos, para
sedarlo y tener la noche libre.
Los cinco peones estaban felices de la vida y como nunca se pasaban las
jornadas de lavar el material, silbando y cantando, sin importarles el terrible
calor y los millares de mosquitos que asolaban el corte. Richard Ríos y Lucas
Romero se hallaban más que satisfechos por la excepcional cantidad de oro
que recogían cada tarde y habían calculado que por cada balde estarían
obteniendo un mínimo de cien gramos. Además habían efectuado pruebas a un
metro más de profundidad y resultó halagador cuando presenciaron que las
chispas iban en aumento y hasta pensaron que habían chocado con un
botadero. Depósito que en miles de años se acumuló en ese sector y que al
pasar los siglos el antiguo cauce del río se cubrió de árboles y plantas
pequeñas y que la floreciente selva se glorificó al cubrir con sus desechos
orgánicos todo vestigio de arenilla.
Para suerte de Richard Ríos y trabajadores, don Juan no se aventuró a
meter sus narices en el nuevo corte. Sabían que se hallaba ocupado y no
disponía de tiempo para una formal visita. Sus playas estaban llenas de rico
material y por el momento no necesitaba recurrir a la explotación de ningún
corte. Alguna vez había manifestado que sólo lo haría en un supuesto pero
improbable caso de un inesperado desviamiento del rio por su antiguo cauce
Todo podía pasar en la naturaleza y sabía de sobra que el bullicioso río
Puquire era como una mujer voluble acostumbrada a sorpresas imprevisibles;
pero por el momento el gran río seguía rugiendo por sus tierras, seguía
asolando las desérticas playas con sus continuas crecientes, y la vida
continuaba con ese lento discurrir como las mismas aguas.
Cuando las torrenciales lluvias azotaban la frondosa selva, toda actividad
dentro del monte se suspendía por la acumulación de agua y barro que
imposibilitaba el continuar trabajando aunque lo quisieran. Por eso Richard
Ríos y su gente se abocaban a frotar la arenilla de los baldes con azogue y
pronto las bateadoras iban captando codiciadas porciones de oro. Estas
porciones blancas eran quemadas luego entre las brasas del fogón y el
resultado eran unas planchas amarillentas y que a los ojos de los hombres
representaba toda una fortuna, considerando que aún contaban con ingente
material depositado en un tonel de plástico. Julia Rosa, la pequeña cocinera,
atisbaba inquieta los codiciados trozos pasar de mano en mano y llegado el
momento de poder apreciar la aspereza del material que pesaba dado su
tamaño, se quedó pasmada cuando Richard ríos dijo que cada planchita
oscilaba entre los trescientos gramos.
Todo el oro fue depositado en un cofrecillo de madera y colocado sobre la
única mesa que había dentro de la cabaña de Richard Ríos. Para mayor
seguridad se puso un buen candado y las llaves entregadas a Artidoro Solís. -
Las llaves quedan en buenas manos- dijo Richard Ríos-. Esto es para evitar
suspicacias y es más el oro es de todos y ya llegará el día en que nos
repartamos como quedó acordado. Por el momento continuaremos trabajando
hasta donde se pueda.
Artidoro Solís protestó por ser elegido y a regañadientes aceptó las llaves
asegurando que era una responsabilidad muy delicada. A partir de esa fecha,
las dos llaves amarillentas colgaban del cuello de Solís y jamás se desprendía
de ellas. En cuanto a las visitas nocturnas de la menuda Julia Rosa a los cinco
ansiosos noctámbulos, se vio frustrado por el repentino cambio de horario de
Richard Ríos en acostarse. Prefería estar despierto hasta la medianoche
elaborando intrincados planos de supuestos cortes que existían dentro del
monte y que su afiebrado cerebro se afanaba en hurgar por los vericuetos
perdidos de un remoto recorrido del antiguo río, primitivo y lejano, lleno de
chispas de oro en su cauce turbio. Elaboraba supuestos recorridos tomando
como referencia el comienzo de Los Siete Caminos y a través de sesudas
observaciones había concluido que por la parte baja, muy cerca de donde se
hallaba el terreno era tan llano que continuamente se inundaba el gran bosque
y las posibilidades eran muchas, de ahí que había encontrado los tres sectores
en un radio de apenas un kilómetro cuadrado; pero el sector Oscuro era tal vez
un antiguo recodo de río por la abundante cantidad de arena depositada a cinco
metros de profundidad y lleno de chispas de oro. Elaboró un croquis teniendo
en consideración la posición y el desnivel del terreno que se adentraba siempre
hacia el este, hacia el fondo brumoso del gran bosque profundo y eterno. Por
alguna razón o capricho de la naturaleza, el actual lecho de río avanzaba
paralelo a este desnivel cerca de tres kilómetros para luego desviarse hacia el
original y antiguo cauce porque supuso que siempre había sido así.
Una mañana, Artidoro Solís, que se hallaba aquejado de fuertes dolores
estomacales, salió hacia el monte tomando el camino que bordeaba los
profundos zanjones, y se volvió de inmediato al campamento. Comunicó a sus
compañeros que el lugar del trabajo estaba lleno de agua. Richard Ríos explicó
que ya se hallaban al nivel de los pozos de la parte baja. Lamentó esta
desagradable eventualidad que los dejaba sin trabajo por el momento. No
quedaba otro remedio que rozar el monte en la parte superior con el fin de
arrojar el descargue hacia la pequeña laguna.
Tras sucesivos piques en diferentes lugares comprobaron que se hallaban
dueños de un nuevo corte con igual cantidad de chispas de oro que el anterior
corte inundado. Pronto se armaron las tolvas y el trabajo se inició sin
contratiempos.
Una noche, la menuda Julia Rosa se presentó de sorpresa en el lugar de
siempre y comunicó a sus amigos de velada que había salido solamente por un
instante con el fin de llegar a un acuerdo si querían seguir gozando de sus
favores. En escueta y atropellada explicación manifestó sus pretensiones de
seguir visitándolos si accedían a prestarle ochenta gramos de oro por cabeza o
de lo contrario cortaba toda relación y asunto concluido.
-¡Tanto oro!- gritaron los exaltados obreros perdiendo la paciencia.
Pero ella se mantuvo impertérrita en sus pretensiones y además ratificó su
pedido aduciendo que necesitaba de urgencia una regular cantidad de dinero
para construir una pequeña casita en San Lorenzo donde contaba con un
regular terreno y que a la sazón estaba habitado por su madre y una hermana,
quienes ya estaban hartas de vivir en una covacha de carrizos y techo de
palma.
Artidoro Solís y sus compañeros quedaron en que lo pensarían mejor y tal
vez cualquier día llegarían a un satisfactorio acuerdo. Por las noches, a partir
de esa fecha, preferían cantar dulces huaynos mientras iban bebiendo masato.
Esta aparente resignación no duró por mucho tiempo y el primero en mostrar
signos de debilidad fue el propio Solís, quien en un momento de nostalgia dejó
notar su pesadumbre al comentar que la dura faena en el corte lo estaba
aniquilando a pesar de su esfuerzo por mantenerse sereno y juraría que cada
jornada le resultaba penosa y muy difícil de sobrellevar dado el infernal calor
y la abundancia de mosquitos. Entonces se armó de valor y en representación
de sus compañeros habló con Richard Ríos sobre un pequeño adelanto, y su
sorpresa no dejó de abatirlo cuando escuchó que no sólo les daría la cantidad
solicitada, sino que estaba resuelto para dejarlos partir por una semana de
vacaciones a Mazuco.
Con el oro entre manos, los hombres se apresuraron a buscar a Julia Rosa y
sin mucho esfuerzo la abordaron en la cocina. Hablaron lo necesario y
llegaron a un satisfactorio acuerdo.
Todo volvió a su normalidad y las faenas resultaron aparentemente livianas
y no se pensó en otra cosa que no fuera lavar el material con verdadera pasión.
Terminada la jornada antes de las cuatro de la tarde cuando el sol arreciaba en
todo su esplendor, se daban un reconfortante duchazo. Para tal efecto
disparaban el agua a los árboles y gozaban de las frías gotas que caían a
raudales. Luego se echaban a dormir hasta las siete, hora de la cena.
Alumbrados por un potente petromax, conversaban, reían y bromeaban
mientras jugaban a los casinos y esperaban que Richard Ríos se retire a su
cabaña y que el taciturno Lucas Romero ocupe su camastro de siempre.
Luego, uno a uno, se escurrían al escondite preferido y esperaban ansiosos la
llegada de Julia Rosa. Habían preparado un reducto amplio y cubierto de un
mosquitero. Cuando las noches eran tranquilas y sin visos de aguacero,
preferían quedarse en el lugar. Y fue esta mala costumbre que los perdió a
todos. Sin preverlo se habían quedado dormidos y cerca al amanecer, cuando
ya se vislumbraba sobre la copa de los árboles una tenue claridad, los despertó
Richard Ríos:
-¡Qué significa esto!
Miró a sus hombres con estupor y a la menuda Julia Rosa que estaba
desnuda en medio de todos ellos. Ésta no pareció inmutarse frente a este hecho
y muy al contrario con la desfachatez propia de su edad, tomó su bata y se
escurrió sin prestar atención a las humildes disculpas de Solís que no sabía
cómo explicar el hecho.
Richard Ríos se retiró encolerizado por la actitud de la cocinera. La
encontró disponiéndose a preparar el desayuno. Se le acercó con una
avalancha de improperios en las que dejaba traslucir todo su enojo y amargura
al burlarse de su persona de la manera más burda e inconcebible con sus
propios hombres.
-Yo no tengo por qué darle explicaciones, señor- dijo la iracunda Julia
Rosa, enfrentándose con resolución a su desarticulado patrón.
Luego de arrojar algunos leños al fogón, añadió:
-Es más, yo soy libre de hacer de mi vida lo que se me plazca, tú no eres
mi padre y yo no te pertenezco…
Y como viera que Richard Ríos continuaba con sus denuestos, subió a la
cabaña a recoger sus enseres y haciendo un pequeño envoltorio salió hacia
afuera. Sin despedirse de nadie se marchó por la trocha rumbo al río. Sabía
que de todas maneras pasaría una canoa en cualquier momento. De no ser así
conocía de sobra el monte y estaba en condiciones de llegar al campamento
principal de los Siete Caminos.
En el campamento todos quedaron apesadumbrados y ese día se laboró en
el más completo silencio y sin mucho entusiasmo. Lucas Romero quedó a
cargo de la cocina. En cambio Richard Ríos, a pesar de hallarse avergonzado y
muy dolido por la partida de Julia Rosa, no dejó de expresar su ligereza al
conducirse como un tonto. Y sin poder remediar su imperdonable error,
observó la producción del día. Por la noche comunicó que marcharía a
Mazuco a conseguir una nueva cocinera. Además aprovecharía la ocasión para
proveerse de víveres y adquirir un barril de gasolina. Volvió con la novedad de
un pequeño generador de luz y una potente radio grabadora y una variedad de
cintas. Además le acompañaban dos jóvenes agraciadas y altas. Eran las
hermanas Alarcón.
En el campamento se vivió momentos de alegría por el advenimiento de
las dos féminas que resultaron ser muy parlanchinas y muy aficionadas a las
bebidas espirituosas. La Mayor era alta, corpulenta y de formas voluminosas
bien proporcionadas. Era la más alegre y se llamaba Rosa Elvira. En cambio la
hermana menor era hermosa de rostro y medio delgada, decía llamarse María
Esther. Desde un principio intimaron con los peones y los trataban como si
fueran viejos amigos.
Los cinco obreros alabaron la gracia y el donaire de cada una de ellas; pero
todos se inclinaron por Rosa Elvira, los atormentaba tal vez sus abultados
pechos que parecían demasiados grandes para caber en una ligera bata.
Richard Ríos, por su parte, no se interesó por ninguna y prefirió que su
gente se distraiga a sus anchas y que en el iluminado campamento
improvisaran noche tras noche desordenados bailes. Algunas veces participaba
en la reunión y bebía algunos vasos de masato y acompañaba a las hermanas a
cantar hermosos huaynos cusqueños. Ambas tenían una deliciosa y bien
modulada voz que subyugaba al solo escucharlos. El característico acento
melancólico que imprimían a sus canciones, producía en los obreros un
verdadero sentimiento de hondo pesar, y tocados en lo más sensible de su ser,
lloraban abrazados.
Richard Ríos había logrado que su gente se infunda de valor, de coraje y
voluntad, para trabajar con más empeño; y los resultados estaban siendo
halagadores en el sentido de que la producción había aumentado después de la
llegada de las cocineras.
El actual corte seguía ofreciendo su dádiva a tan solamente tres metros de
profundidad. Por decisión unánime se desistió avanzar hacia el fondo por
temor a una nueva filtración. Se continuó avanzando hacia adelante, siguiendo
el sinuoso curso de la arenilla que a intervalos cortos parecía perderse entre la
tierra repleta de raíces. Sin embargo el entusiasmo general crecía cuando, al
final del día, clarificaban la arenilla y podían observar el ribete amarillo que se
dibujaba como una pestaña grande en el plástico.
Esta aparente felicidad, de pronto se vio interrumpido por un inesperado
hecho que desbarató en segundos toda la magnífica organización. Richard
Ríos, una mañana, salió de su cabaña lanzando desesperados gritos. Al
alboroto acudieron todas las personas y presenciaron atónitos el gran forado
efectuado en la lona embreada de la parte trasera colindante con el bosque.
-¡Señores!- dijo Richard Ríos- Nos han robado el oro.
Todos se miraron desconcertados y nadie osó preguntar por el supuesto
ladrón. Las evidencias estaban claras por la ausencia de José Huamaní. Fue
María Esther, quien explicó a grandes rasgos haberlo visto por la madrugada
esfumarse entre los árboles, cargando un pequeño bulto en el costado
izquierdo y llevando un machete en la mano derecha.
La sorpresa del robo los dejó paralizados y nadie decía nada, hasta que
Lucas Romero levantó la voz y dijo que Huamaní no debía estar muy lejos
considerando que el avance por el monte tupido se hacía muy tedioso por la
abundancia de lianas y zonas pantanosas. Por las señas y el rumbo tomado,
Huamaní se dirigía al sector Gris de donde le sería fácil llegar a las riberas del
río.
-¡Maldito traidor!- gritó Artidoro Solís-. Hay que seguirlo.
De inmediato se caló el sombrero, y tomando un machete y la escopeta de
retrocarga, saltó cuan ligero era los pequeños montículos de arena y en un
abrir y cerrar de ojos, desapareció en el bosque.
Mientras tanto, Richard Ríos, ordenó que cada dos hombres marcharan a la
salida de los sectores Gris y Rojo. Él por su parte marchó hacia el
campamento principal de los Siete Caminos, con el fin de notificar a toda la
peonada sobre el ladrón cuya cabeza tenía un precio.
En el campamento quedaron las dos hermanas y sin mucho apuro se
pusieron a preparar el almuerzo sin importarles en absoluto todo aquel
desbarajuste porque desconocían la cantidad de oro hurtado.
Al atardecer volvieron los hombres sin ninguna novedad. Richard Ríos
refirió que en el campamento ya todo estaba vigilado y todos estaban ansiosos
por ganarse la jugosa recompensa.
Por su parte, Artidoro Solís, volvió casi al anochecer con las botas llenas
de barro y lodo. Mostraba un rostro tranquilo y parecía no estar preocupado.
Depositó la escopeta sobre el montículo de leña y colgando su sombrero en
una saliente de palo se reportó con Richard Ríos: No había podido seguir las
huellas porque los había perdido entre la densa floresta, el habilidoso Huamaní
se había esfumado en el bosque.
Lucas Romero, como el encargado de guardar las herramientas y armas,
recogió los machetes que estaban tirados por el suelo, asimismo cogió la
escopeta por el cañón y lo observó al derecho y al revés. Consternado
comprobó que el arma había sido utilizado porque se sentía el olor a pólvora
fresca. No dejo de transmitir su preocupación a Richard Ríos con un
disimulado guiño. Artidoro Solís continuaba hablando sobre el desertor y
aseguraba de todas maneras que caería tarde o temprano. Una noche en el
bosque era lo más atroz de la vida por la asolada de una infinidad de alimañas
y terribles víboras. Divertido se echó a reír de buena gana y aceptó una taza de
café. Sus compañeros lo miraban a hurtadillas y estaban confundidos por la
falta de apetito de aquel grandulón cuando todos sabían que era el más glotón.
Los tres obreros pidieron hablar con Richard Ríos. Ya llevaban un buen
tiempo a su lado y habían optado por marcharse. Solicitaban sus pagos como
se había acordado. Lucas Romero y Artidoro Solís, propusieron que la
sociedad se disuelva por una simple cuestión de seguridad y para evitar en lo
sucesivo desagradables sorpresas. Richard Ríos estuvo de acuerdo y prometió
que sería justo con cada uno de ellos.
Como primera medida empezaron por azogar todos los baldes y tinas de
arenilla y provistos de bateadoras captaron las bolas blancas para depositarlas
en pequeños moldes de zinc. Tras muchas penalidades, al final, lograron reunir
setentaitrés planchitas de oro.
Los tres obreros recibieron sus pagos más una cantidad razonable por
colaborar en todo momento. Las hermanas Alarcón previendo que ya no sería
necesaria su participación en la cocina, decidieron marcharse tras los tres
obreros. Richard Ríos en vano trató de retenerlas, aduciendo que contrataría
nuevos peones para seguir explotando el corte que aún tenía bastante oro. Pero
ellas prefirieron marcharse porque habían comprobado que no existía
seguridad alguna. Es más desconfiaban de todos los hombres y les causaba
terror la libidinosa mirada de Artidoro Solís y su consecuente obsesión por
enamorarlas día y noche.
Por lo tanto en el campamento quedaron tan sólo los tres hombres: Richard
Ríos, Artidoro Solís y Lucas Romero.
Las planchitas de oro entonces fueron alineadas sobre una mesa que había
en el patio y tras formar tres grupos, Richard Ríos hizo una exposición sobre
la bondad de la naturaleza al ofrecerles una regular cantidad de oro, y que en
esta oportunidad deseaba cumplir con lo pactado. Estaban frente a los tres
montones y podían coger su parte sin apelar a los acostumbrados estados de
descontento y amargura que arrastraba esta clase de faenas. Entonces Solís se
plantó sobre sus robustas piernas y adoptando una postura bravucona propia
del miserable que se siente corroído por la codicia, dijo en estos términos:
-Don Richard Ríos, seamos prácticos y muy leales a nuestros principios.
La explotación del sector Oscuro se efectuó con la participación de cuatro
socios. Lamentablemente uno desertó de la manera más cobarde llevándose
una buena cantidad de oro y tal osadía tal vez le costó la vida. Esto es muy
probable y no nos interesa el resto; pero Huamaní es mi compadre y como tal
mi vecino, conozco a la mujer y a sus cinco hijos y yo me tomo la libertad de
coger su parte para entregárselo a mi comadre…
Richard Ríos quedó pensativo y muy confundido. Observó al taciturno
Lucas Romero, que impertérrito tenía la mirada puesta en el fondo del bosque
donde una manada de monos aulladores habían hecho su aparición y
avanzaban desgajando ramas y frutos. En efecto, Romero hubiera preferido
correr tras los monos que escuchar a aquel deslenguado, hipócrita y traidor,
que fungía estar dotado de un noble corazón, cuando en realidad lo que le
hacía abortar toda aquella sarta de mentiras en el fondo era su roñoso apetito
por apercollar con la mayor cantidad de oro.
-Escucha bien amigo Solís- dijo Richard Ríos-, la suerte nos ha gratificado
con bastante oro…Aquí tenemos tres porciones y yo cumplo con mi
ofrecimiento. Ahora si gusta lo toma o lo deja. Es más yo no tengo que ver
nada con Huamaní, en ningún momento lo arrojé ni le causé molestia alguna
para aburrirlo. Desde el momento que cometió el robo para mí es un vulgar
ladrón y no me interesa que esté vivo o muerto. Por lo tanto no tengo ninguna
obligación de cumplir con su familia.
La mofletuda cara de Solís se tornó rojiza. Gruesas gotas de sudor
empezaron a correr por su agrietado rostro, arrastrando todo el aceite y
suciedad de los cabellos desordenados. Sus ojos eran dos ascuas que giraban
en los orbiculares mirando el montón de oro y a los dos hombres. Tragó con
dificultad la saliva y aclarando la voz con estornudos innecesarios volvió a
argumentar que su condición de amigo y vecino le irrogaba ciertos derechos
como para cautelar los intereses de toda la familia de su compadre.
Los dos hombres se enfrascaron entonces en acre discusión, disponiéndose
ya a liarse a golpes y cada cual, arrufados como dos bestias en acecho,
arrojando espumarajos de las bocas, se miraban furiosos. Fue en ese momento
crucial, Lucas Romero trató de mediar y apaciguar los alterados ánimos y con
la parsimoniosa calma de todos los días se dispuso a hablar. De pronto silbó un
pesado leño maniobrado por Solís y tras una rápida parábola trazada en el aire,
se estrelló en un sordo golpe propinado en la frente de Romero, quien no tuvo
el necesario tiempo como para eludir el golpe y cayó al suelo sin proferir un
grito y manando abundante sangre de la terrible herida que se abrió como una
rosa en floración.
Richard Ríos lanzó un pavoroso grito de espanto, saltó hacia un costado y
corriendo al lado del caído amigo que agonizaba al parecer, trató de
reanimarlo sacudiéndolo de los hombros y sólo consiguió mancharse de sangre
las manos y parte de los antebrazos.
-¡Asesino, asesino maldito!- gritaba Richard Ríos-. Lo has matado sin
causa alguna.
Solís tenía aún entre las manos el pesado leño y sonreía con los ojos
desorbitados por la intensa emoción sin importarle en absoluto el dolor de su
antiguo patrono y socio.
-Ahora somos dos y ya no podrás imponer tus caprichos- grito el asesino-.
Romero y tú pensaban deshacerse de mí, no. Pero ahora somos los dos solitos
y por lo tanto me corresponde la mitad.
Richard Ríos miró asombrado al encargado de su padre, al hombre fuerte,
dócil, fiel y muy servicial, respetado por los Ríos y temido por los peones que
veían en aquel hombre el prototipo de mayordomo inflexible y muy apegado a
cumplir con la orden impartida y escrupulosamente celoso con la puntualidad;
pero nunca ambicioso. Al contrario se le conocía como un hombre recto y muy
respetuoso del bien ajeno. Richard Ríos captó la faceta oculta del ocasional
socio y todas las sospechas sobre la desaparición del infortunado Huamaní en
el monte se vieron ratificadas en ese crucial momento cuando miró los ojillos
inyectados en sangre del brutal asesino. Entonces incorporándose de su
incómoda posición, por última vez dejó sentada su posición de repartir en tres
porciones el oro. La parte correspondiente a Romero quedaría depositada en
manos de su padre, en el supuesto de un futuro reclamo. Cogió la bolsa de
lona y pedazo por pedazo los pequeños lingotes fueron desapareciendo en el
fondo. Solamente quedó el montón destinado a Solís.
-¡Un momento!- gritó Solís fuera de sí-. Dije que me corresponde la mitad
y no aceptaré tus caprichos.
Había avanzado un paso y tenía entre las manos el pesado leño
ensangrentado. Ya no sonreía sino miraba con los ojos entornados y una
expresión feroz que espeluznaba al sólo verlo.
Richard Ríos se mantuvo a la expectativa y midió a su oponente. Coligió
que su intención ya no era la de un hombre pidiendo su parte sino tenía frente
a sí a un engendro del infierno dispuesto a llegar hasta las últimas
consecuencias con tal de obtener la mayor cantidad de aquellos preciados
lingotes.
-Mira Solís- dijo Richard Ríos tratando de mantenerse sereno-,
arreglaremos cuentas en el campamento de mi padre, por el momento coge tu
parte…
-Dije aquí y yo no tengo por qué ir al campamento de tu padre. El trato es
contigo.
-Pues, ya tienes tu parte y adiós.
Se volvió de espaldas llevándose el pequeño talego. Ni bien dio dos pasos,
un terrible golpe le impactó en las espaldas, arrojándolo al suelo y quitándole
el aire de los pulmones. Por mero instinto se volvió levantando las dos piernas
al aire y esta oportuna maniobra le salvó de recibir nuevos golpes en los
órganos nobles. Una lluvia de desordenados palazos le cayeron en las botas y
algunos que fueron esquivados se estrellaron contra la cercana mesa, que salió
disparada por los aires con los pedazos de oro. Esta milésima de tiempo le
sirvió a Richard Ríos para incorporarse de un ágil salto y tomando un leño
similar se enfrentó al desconcertado Solís, que empezó a bailotear en torno,
buscando un ángulo para lanzar su ataque; pero nunca se imaginaría que
Richard Ríos, muy seguro de sí y con una extraña guardia lo esperaba muy
atento al menor movimiento.
Los dos adversarios se midieron esta vez por un buen rato. Habían quedado
con los palos en alto y no se movían para nada. Sin embargo, Richard Ríos se
ladeó de costado haciendo un quite a la derecha y con una rápida maniobra de
sus caderas, se enderezó y atacó por el flanco izquierdo que estaba
desguarnecido y logró descargar el palo en el rostro de Solís. Recogió el brazo
armado y aprovechando el momento de confusión y terror de su enemigo,
volvió a descargar otro feroz golpe entre las manos haciéndole soltar el pesado
leño. Aulló de dolor el sorprendido Solís y rugiendo como un loco se abalanzó
sobre su presa con las manos hechas garfios. Un nuevo impacto en plena
coronilla lo dejó en su sitio, trastabillante y próximo a caer en el piso. Richard
Ríos, acezante, fuera de sí, se quedó quieto y muy temeroso de lo que había
hecho. Entonces arrojó el palo a un costado y se aprestó a marcharse, cogiendo
la bolsa de lona. Esta actitud desenfadada y torpe sería el peor error de su vida,
cuando sin proponérselo volvió la vista y alcanzó a ver al energúmeno de Solís
que gritando a más no poder se le abalanzaba armado de un filoso machete.
Apenas tuvo el escaso tiempo para coger el primer leño y a pesar de sus
escrúpulos, bloqueó un terrible machetazo dirigido a su cabeza. Entonces, esta
vez, comprendió que la cosa ya no era un simple lío de golpes sino la
intención de aquel sujeto era liquidarlo. Por vez primera sintió un sudor frío y
un terrible miedo a la muerte. Después de todo la vida era un hermoso don que
valía la pena conservarla y en aquella oportunidad adquiría un valor único en
esa mañana de agosto y viernes para desgracia, viernes trece. Vaya terrible
coincidencia. El sol refulgía entre las ramas de los árboles y a la distancia
algunas nubes parecían copos de nieve. Una bandada de hermosos
guacamayos cruzaba el espacio lanzando alegres chillidos y desde alguna parte
del monte plañía un tucán. Richard Ríos, retrocedió tratando de esquivar la
andanada de golpes que llovía desde todos los flancos. Sin poder coordinar sus
movimientos, lanzó un terrible grito cuando sintió el primer machetazo abrirle
una profunda herida en el antebrazo derecho, de donde empezó a manar
abundante sangre. Esto lo enfureció y luchando por su vida lanzó el primer
golpe sobre el rostro de Solís, logrando romperle la nariz y parte del pómulo.
Éste retrocedió un paso, trastabilló un poco y gritando a más no poder, dejó
caer el machete en un feroz mandoble como para partir en dos a su oponente si
es que lograba alcanzarlo. Oportuno resultó el salto que efectuó Richard Ríos,
pero no lo suficiente como para eludir un refilón muy peligroso en el muslo
izquierdo, desgarrándole al parecer un tendón, pues a pesar de sus denodados
esfuerzos por mantenerse en pie, cayó al piso de espaldas sobre la ruma de
leña. Se produjo un ensordecedor ruido de la madera seca al desmoronarse al
piso. Fue en ese momento que Richard Ríos vio la escopeta al alcance de sus
manos y sin más dilaciones ni perjuicios y viendo que se estaba debilitando
por la pérdida de sangre, miró a Solís que se le echaba encima ya con la
seguridad de rematarlo de una vez por todas. Entonces jaló la palanca con
decisión en el preciso instante que un terrible golpe de machete se le estrellaba
en la cabeza y se producía un estremecedor estampido de escopeta. En el
último momento de nebulosa observación alcanzó a divisar a su pesado
enemigo caer a sus pies y en su afán por mantener abiertos los ojos vio la
circunvalación de los eternos árboles que bailoteaban en torno y lejano, muy
lejano escuchaba el alboroto de las aves espantadas que remontaban el vuelo.
Poco a poco, debilitado en extremo por la pérdida de sangre se fue sumiendo
en una opresora, lenta oscuridad…
Dos horas después de este infausto suceso donde se apreciaba el desorden
y manchas de sangre coagulada entre los leños, Lucas Romero volvió en sí.
Muy debilitado por el estado en que se hallaba y casi mareado por el intenso
dolor que le aguijoneó el cerebro, se incorporó a medias y paseó la mirada por
el teatro de los hechos y comprobó in situ la catástrofe, el final de una lucha de
dos hombres que divergían en sus apreciaciones y apetencias, en sus sueños y
codicia.
Apremiado por la terrible realidad que sus sentidos alcanzaron a sopesar el
terrible final, se incorporó como pudo y avanzó hacia el rincón donde Richard
Ríos, recostado sobre la ruma de troncos, cogía aún la escopeta. Grande sería
su desconsuelo cuando comprobó que el buen amigo había sucumbido por las
profundas heridas que le causaron una hemorragia profusa. En su lívido rostro
se había enmarcado un rictus de tranquilidad y al parecer había muerto muy
resignando y en completa paz con su alma.
Apesadumbrado y con un fuerte dolor en toda la cabeza, se dirigió a la
cocina donde encontró varias tinas de agua fría. Con mucho cuidado se lavó la
frente y se remojó un poco la cabeza. En el colgador encontró una sábana
limpia y rompiéndola en pequeñas tiras se envolvió la herida, sintiendo de
inmediato una mejoría. Sabía que en el dormitorio de Richard Ríos había
muchas botellas de buen pisco, por lo que bebió varios sorbos. Esta bebida lo
reconfortó y pronto sintió alivio y recobrando fuerzas volvió al patio. Algo
calmado evaluó el desorden. Debió haber sido terrible el enfrentamiento por
cuanto todo estaba regado por los suelos. Recogió el oro desparramado en una
bolsa de lona. Separó cuatro planchitas y el resto lo lanzó al pozo de agua.
Sabía que las cincuenta planchitas de oro quedarían a buen recaudo en aquel
profundo pozo. Recogió algunas ollas, platos, bancas, leños, baldes y tinas de
plástico y los fue arrojando a la enorme boca. Luego cogió la carretilla y una
pala y empezó trasladando arena del desmonte. Poco a poco sin hacer muchos
esfuerzos logró rellenar las tres cuartas partes del boquerón. Se dio un
pequeñísimo descanso. La herida empezó a latirle y sintió un ligero mareo. A
pesar de la hora avanzada no tenía hambre pero sí mucha sed. Recordó que en
una de las ollas de la cocina aun sobraba abundante avena. Era necesario pues
recuperar las fuerzas a como dé lugar. Media hora después terminaba de
rellenar el pozo y todo quedaba al ras del suelo luego de disimular en algo la
tierra removida con algunas ramas verdes.
Luego se encaminó a la cabaña de Richard Ríos y empezó con un prolijo,
concienzudo saqueo de todo cuanto existía. Entre las ropas y el cajón de la
mesa encontró buena cantidad de billetes y en el bolsillo de un pantalón una
pequeña botella llena de esquirlas de oro azogado. Recogió todo lo que pudo y
salió afuera. Habiendo tomado todas las precauciones del caso, cogió el talego
donde estaban sus enseres y se encaminó por la única trocha que lo conduciría
a los Siete Caminos.
En el campamento, don Juan Ríos al enterarse de la fatal noticia, se
desmoronó en un rincón y empezó a gritar que la culpa era suya al permitir
que su primogénito se enfrascara en una aventura descabellada, donde se
preveía que el fracaso sería inevitable por falta de oro. En cambio, el resto de
la gente comentaba que había algo oculto detrás de esas muertes.
Por orden de don Juan, el cadáver de su hijo fue sepultado en el sector
Oscuro muy cerca a las cabañas. Al final, todos los amigos cubrieron las
tumbas con pequeñas piedras y fabricaron rústicas cruces.
Lucas Romero, a partir de esa terrible fecha, quedó marcado de por vida.
Las imágenes de los dos muertos perduraban en su ser atormentándolo día y
noche. Eran terribles sus sueños y frecuentes las espeluznantes pesadillas que
le hacían saltar de la cama en el momento menos pensado. Por lo que, al mes
de hallarse alojado en los Siete Caminos, pidió encarecidamente a don Juan
Ríos que lo dejara marchar a su tierra donde pensaba encontrar algo de paz,
porque manifestó condolido que su actual vida no era una vida normal, sino
todo aquello era un verdadero calvario que lo estaba conduciendo a la locura.
Al marcharse juró que ya no volvería nunca más. Por un breve instante se
detuvo al borde del camino y miró la circunvalación de los eternos bosques
que se divisaban desde los Siete caminos. Y, a hurtadillas, como temiendo
despertar el lado oscuro de su vida, dirigió una dolorosa mirada al fondo
donde sabía se hallaba el sector Oscuro. Derramó algunas lágrimas mientras
murmuraba una pequeña oración por el alma de sus dos compañeros.

Se instaló en Mazuco. Alquiló un cuartito en el segundo piso de una casa


de familia y volvió a la vida normal. Empezó frecuentando las riberas del
Inambari por los mismos lugares que anduvo años atrás y sin preverlo, un día
chocó con un frondoso naranjo repleto de jugosos frutos. Su asombro no tuvo
límites cuando recordó que el tal árbol, era el mismo que Esther había
mandado plantar en la tumba de Pablito. Sin querer revivió esos lejanos
recuerdos, dulces e inolvidables, y se puso nostálgico. A pesar de hallarse
sereno, sintió un terrible nudo en la garganta y sin saber cómo se emocionó
bastante hasta el extremo de soltar algunas lágrimas. Parecía mentira, en esos
momentos, sentía renacer ese antiguo amor, el único, el más fuerte y sincero
que jamás tuvo; por otro lado pensaba en Palmira, pero debía admitir en su
fuero interno que aquella hermosa criatura sólo le causaba compasión, cariño
filial como si se tratara de una pequeña hija. Sin embargo, al encontrarse solo,
abandonado, sin nadie que le dirigiera la palabra, pensaba en lo hermoso que
sería la vida junto a la dama de sus sueños.
Como eran frecuentes sus paseos por los vericuetos perdidos de la densa
floresta, de pronto un día se animó a refrescarse en las límpidas aguas del río
Inambari y escogió para este fin el inolvidable remanso donde alguna vez tuvo
su acogedor nido de amor. Buceó y nadó a gusto por espacio de una hora.
Luego tomando las debidas precauciones del caso, tiritando de miedo, se
aproximó a la boca de la pequeña cueva. Lo encontró tapiado por una
exuberante vegetación. Desgajó las ramas de la entrada e hizo algunos
agujeros en los costados para que pasara algo de luz. Aún quedaban los restos
de una lona podrida que al simple contacto con las manos se deshizo en mil
pedazos. En el piso se había formado una especie de colchón por la
acumulación de hojas y algo de tierra. Con la ayuda de un resistente palo,
logró limpiar el pequeño espacio y media hora después quedó habilitada para
ser utilizado como guarida. Al día siguiente trajo una nueva lona embreada y
lo reforzó con alambres. Pronto encendió un poco de palosanto y el ambiente
húmedo se impregnó de agradable olor. En los sucesivos días cogió un buril y
dibujó sobre la piedra las iniciales de su nombre junto a la de Esther y un
pequeño corazoncito con una flecha atravesada. Se recostó satisfecho de su
ocurrencia y muy seguro de sí se echó a dormir por más de cinco horas.
Todas las mañanas solía sentarse en un banco de madera que uno de los
tenderos había colocado delante de su establecimiento. Sabía que la bella
Esther pasaba por allí todos los días a la misma hora. Lucas Romero la
observaba con un terrible impulso de saltar a su lado, abrazarla y besarla; pero
se reprimía y sólo se limitaba a observarla. Pese al tiempo transcurrido aún se
mantenía soberbia con un ligero pero imperceptible sobrepeso. El cutis de su
rostro aún mantenía la lozanía de antaño sin mostrar signos de vejez.
Aparentaba la misma edad. Lucas Romero había notado una ligera pero
imperceptible tristeza en esos ojos negros, que de alguna forma deslucía la real
belleza de su semblante. Él la observaba a sus anchas y a veces la seguía a
cinco pasos, esperando que por alguna circunstancia volteara el rostro. Pero
nada de esto ocurría pese a su permanente deseo de encontrarse cara a cara.
Desalentado y perdido realmente le intrigaba el hecho de que no reparara en su
presencia y jamás de los jamases ni siquiera lo tomó en cuenta. Andaba con la
graciosa exuberancia de una distraída reina que no se fija en sus súbditos.
Lucas Romero se dejó crecer el cabello. Y la rebelde barba mostró la
impertinencia de unos pelos blancos medio ensortijados, imprimiéndole a su
rostro un marcado estado de cansancio. Se había mirado al espejo una y mil
veces para apreciar el tremendo tajo en la frente y la horripilante arruga de la
piel medio hundida en su parte media. Aquella espantosa cicatriz afeaba su
rostro. Sólo sus dos ojos zarcos eran vivos, muy hermosos. Diríase que eran
dos lumbres que fulguraban siempre en todo momento.
Una mañana se aseó de madrugada en el río Inambari y se puso sus
mejores ropas. Cogió una plancha de oro, la más pesada, y se dirigió al
establecimiento de los Quirós. Para esta ocasión llevó una pequeña mochila.
Al ingresar al local vio que los empleados estaban atareados en limpiar y
acomodar las cosas. Sabía que a esas horas de la mañana la atención al público
era restringida. Por lo que paseó la mirada en rededor y como quien se orienta
avanzó hacia la caja donde columbró la regia presencia de Esther, que a esas
horas se pintaba las uñas. Saludó cortésmente quitándose la gorra y sin más
preámbulos se asomó a la barandilla colocando el pequeño lingote de oro.
Esther observó al extraño de hito en hito y sus bellos ojos se posaron sobre
aquellos ojos zarcos y creyó adivinar el real significado de aquella mirada fija
que al parecer la devoraba con inusual atrevimiento.
-Deseo vender un poco de oro, señora.- dijo Lucas Romero.
Pero Esther al ver el gran pedazo de oro, creyó oportuno informar al
desconocido que el Banco Minero ya había abierto sus puertas.
-Mire señora, yo soy cliente del almacén y deseo vender aquí mi oro.
-Está bien, señor- se disculpó Esther-. Pero le rogaría que espere un
poquito, aún no llega el empleado encargado de quemar el oro.
Lucas Romero convino en esperar. Y como quien no tiene apuro se puso a
observar los contornos paseándose con las manos en los bolsillos. Esta actitud
parsimoniosa y característica de andar debió llamar la atención de Esther,
quien algo interesada en conocer la identidad del extraño le llamó cuando
Lucas Romero observaba una motobomba de 16H.P.
-Tal vez yo pueda atenderlo mientras llega el empleado.
-Sería un placer, señora- dijo Lucas Romero entregando el pedazo de oro.
Observó las finas manos de Esther coger los alicates y encender el soplete.
Luego con inusitada rapidez empezó a retacear la planchita de oro en
pequeños pedazos para requemarlo de nuevo en el crisol. Mientras se avivaba
el soplete, Esther se volvió sonriente y se puso de frente.
-Es Usted nuevo por aquí, la verdad no lo había visto antes- dijo mirando
de costado al extraño.
-¿Nuevo? No, señora, yo soy viejo cliente de la casa y debo admitir que
soy el más antiguo casero, siempre compré en su casa, lo que pasa es que
Usted ya no me reconoce por la barba y el cabello crecido; en cambio yo la
conozco desde siempre y alabo su real belleza. Y créame que soy un
admirador suyo.
Esther agradeció el cumplido con una nueva sonrisa. Volvió a observarlo
con cierto detenimiento, tratando de recordar cada detalle de aquel rostro que
se le figuraba un rostro conocido de hacía muchos años, quizá décadas;
entonces haciendo memoria se recostó sobre el respaldar del sillón y
entornando los pícaros ojos como quien recuerda, se fue dando cuenta que
aquella presencia formaba parte de un lejano pasado y su primer impulso fue
que aquel rostro le era familiar y juraría que alguna vez lo había visto pero que
la imprecisión del recuerdo se esfumaba en el remoto e injustificado olvido.
-¿Y qué le pasó en la frente?- preguntó Esther viendo la enorme cicatriz
medio escondida entre los cabellos.
Lucas Romero no dejó de sonreír frente a esta pregunta. Sus hermosos ojos
se pusieron tristes, y contestó:
-La canoa en la que viajaba chocó con un tronco y yo salí volando sobre
otro tronco más grande, de milagro logré salvar la vida y aquí me tiene vivito
y coleando. En aquella ocasión perdí la canoa y ya no volví a surcar los
afluentes del gran Madre de Dios.
-Entonces- dijo Esther-, Usted debe conocer a Palmira Pateache.
-Uf, claro señora mía, ella es una gran mujer, valiente y bella y al quedar
viuda sigue remontando por todos los ríos como si se tratara de cualquier
cosa…
-¿Y no tendrá miedo?
-No creo, señora. Parece que la muy bandida es una verdadera amazona.
Se quedaron silenciosos, cada cual abstraído en sus pensamientos. Esther
colocó los pedazos de oro en el crisol y avivó la potencia del soplete.
-En mi condición de comerciante por los grandes ríos de la selva- Continuó
Lucas Romero-, conocí a muchas personas y entre ellas al inolvidable Richard
Ríos, el único y fiel amigo…
Se le quebró la voz mientras agachaba la cabeza, Esther se volvió en el
acto dejando el soplete sobre la mesa, y preguntó:
-¿Qué pasa con Richard.
Lucas Romero volvió a bajar la cabeza y sin poder evitarlo se enjugó una
escurridiza lágrima.
-Pues- continuó el hombre-, ya no está entre nosotros, falleció hará dos
meses atrás y yo estuve a su lado hasta el último momento. Y fue en aquella
ocasión que me confío un secreto que debo confesarle en el más…
-¡Que dices!- gritó Esther tapándose la cara mientras empezaba a llorar
desconsoladamente-. Que desgraciada soy, toda mi vida ha estado llena de
muertes y desgracias…Y ahora esta última noticia…No, por Dios, no…¿Por
qué me suceden estas cosas a mí?
-Como le decía, señora mía, el gran Richard antes de encomendar su alma
a Dios me entregó este collarcito que es para Usted y me dijo que se lo
entregara a Ud. en prueba de su eterno amor aun después de la muerte, y dijo:
“este collarcito es para la más bella flor del Inambari”.
Esther Quiroz recibió la bella joya y ahogándose en un copioso llanto se
acurrucó en un rincón hasta sentirse algo mejor. A esa hora el almacén
permanecía silencioso por ser muy temprano.
-Lamento señora ser portador de malas noticias, pero algo más debo
confesarle, soy yo un inoportuno y brutal emisario que sólo trae malas
noticias; discúlpeme por favor, se lo pido de corazón.
-Al contrario Usted me simpatiza y debo admitir que siempre lo conocí y
parece mentira que se lo diga así…
-En este punto ha dicho la mejor de las verdades y ha sido muy directa,
señora.
-Señorita- rectificó Esther-, siempre señorita.
-Perdón, señorita Esther, lo siento.
Esther Quirós puso sobre el mostrador la pequeña balanza y trasladando
con una pinza todo el oro requemado sobre el platillo, comenzó a pesar y con
una significativa mueca de satisfacción, dijo:
-294 grs. Señor…Disculpe su apellido…
-Mario Baca, comerciante, a sus órdenes señorita Quirós.
Contó los fajos de billete y puso algunas monedas sueltas sobre el
mostrador. Esther Quirós volvió a observar a Lucas Romero con detenimiento
y no dejó de sonreírse muy aliviada por alguna extraña circunstancia que
sentía cernirse sobre su cabeza.
-Bueno, señorita Quirós, fue un placer y espero volver a verla en
circunstancias más favorables, por el momento me retiro muy satisfecho; pero
antes debo confesarle que soy portador de otro encargo y quiero transmitirle el
mensaje a pie juntillas. La persona que me encargó entregarle una cosa muy
querida y suya, dijo que lo había llevado consigo durante varios años bien
envuelto en varios plásticos y juraría que el tal objeto significó parte de su
vida y fue un pequeño amuleto que lo acompañó hasta el último. Parece
mentira, gracias a este pedazo de joya siguió vivo y sigue vivo aún y que en
esta ocasión quiere deshacerse porque ya no puede sobrevivir a la eterna
condena de una irreparable infamia producto de un error humano. El amuleto
aquel del que le hablo nunca se perdió, ni se deterioró aun cuando cayó al gran
Colorado. En esta ocasión se deshace de este objeto para siempre porque
quiere seguir viviendo sin llevar a cuestas el pesado yugo de su conciencia
estropeada por los muchos males que le sucedieron en estos años…
Lucas Romero dejó caer un pequeño envoltorio que estaba protegido en
varias capas de plástico de diferentes colores. Y salió apresuradamente hacia
la calle.
-¡Adiós, señorita!- dijo desde el umbral de la puerta.
Lucas Romero apresuró los pasos y tomando el camino a la playa se
esfumó entre los árboles. A lo lejos escuchó una vocecilla fina que lo llamaba
desde el almacén:
-¡Lucas, Lucas…!
Lucas Romero, esa misma noche desapareció del poblado. Se marchó a las
playas del río Inambari donde buscó un lugar para construir una covacha. Le
habían notificado dos amigos suyos que en el poblado lo estaban buscando e
incluso habían ofrecido una jugosa gratificación al primero que diera noticias
sobre su paradero.
Por su parte la bella Esther recibió el paquete de manos del extraño y
cuando logró sacar en limpio el pedazo de papel, reconoció su propia letra y si
no sufrió un colapso fue porque ya estaba preparada para este momento y su
primer impulso fue salir a la calle y mirar en torno mientras gritaba a voz en
cuello llamándolo por su nombre. Por simple asociación de recuerdos, creyó
estar segura que era él, su instinto de mujer le indicaba que aquellos ojos eran
los mismos, que aquellos labios y la nariz eran los mismos y que sólo la voz
había cambiado un poco; pero su característico andar eran los mismos,
Entonces pensó muy nerviosa que no había muerto y que estaba vivo. ¿Y
quién sería aquel Lucas Romero que la bella Palmira había mencionado alguna
vez? Sobresaltada por tan electrizante noticia volvió al almacén y reuniendo a
los empleados los repartió para que salieran en busca del hombre de la cicatriz
en la frente. Al parecer se había esfumado y nadie lo había visto; por la noche
antes de cerrar la puerta, se presentó una jovencita muy nerviosa y dijo que el
tal hombre era su inquilino y que se había retirado una hora antes y no sabría
decirle qué rumbo había tomado. Gratificó a la niña con un buen fajo de
billetes y le rogó que la mantuviera informada si sabía algo sobre el extraño.
Lucas Romero instaló su guarida al pie de un frondoso árbol, cuyas altas raíces
habían formado una concavidad de regulares dimensiones. Con ayuda de una
pala de mano y un hacha pequeño logró desgajar los arbustos y lianas que
crecían en abundancia por los alrededores. Un pedazo de lona reforzado con
alambres y palos cubrió la parte alta a manera de techo. Todos los resquicios y
aberturas los rellenó con hojas de palma y pronto el habitáculo quedó lo
suficientemente amplio como para guardar algunos enseres. La puerta lo
cubrió con otro pedazo de lona y sólo dejó libre uno de los vértices que
recogido con un cordel dejaba pasar la luz durante el día. En medio del
travesaño mayor colgó una lámpara pequeña para alumbrarse cuando la
ocasión lo requería. La hamaca estaba colgada a un metro de altura del
húmedo piso y ocupaba una cuarta parte del recinto.
El gran árbol estaba ubicado a escasos diez metros del acantilado. El río en
ese sector golpeaba con verdadera furia las paredes laterales llenas de
pequeños arbustos. En apariencia el lugar era infranqueable por todos los
costados. Sólo existía un estrecho caminillo que bordeaba el precipicio y que
por lo accidentado presentaba una serie de escollos, indicando que el lugar
jamás había sido visitado por humano alguno. Desde ese sector, por hallarse
en una prominencia, se divisaba el poblado de Mazuco, la granja de los Quirós
y la gran mansión de campo; cuya estructura blanca se divisaba a una distancia
de casi un kilómetro.
Lucas Romero, algunas noches visitaba el poblado tomando todas las
precauciones del caso para no ser reconocido. Se abastecía de víveres, ropas y
combustible. En sus continuas incursiones a los bares y tiendas escuchó no sin
desagrado que su cabeza estaba buscada y que la recompensa ofrecida por
Esther era muy tentadora. Por eso muchas personas habían formado grupos de
vigilancia en cada sector del poblado. Por lo tanto, Lucas Romero solamente
se sentía seguro en su escondite. Sabía que todo aquel sector de la playa no era
visitado por extraños, tal vez los únicos en hacerlo eran el pastor de cebús y
algunos obreros que solían bañarse en el río.
Durante el día prefería pescar un poco y cuando se hallaba aburrido,
recorría los contornos hasta las proximidades del gran remanso donde se
hallaba ubicado su nido de amor; y era costumbre que terminara sucumbiendo
a los placeres de la natación y luego ya exhausto se dejaba caer rendido en el
pulcro recinto de sus recuerdos.
Un día, por hallarse distraído no se dio cuenta que una embarcación
surcaba el río repleto de pasajeros. Esconderse lo hubiera denunciado, pero
mantenerse tranquilo y sin prestar atención a la tripulación que lo observaba
fue lo más cuerdo de su parte. Sin embargo, a pesar de su desconcierto logró
avistar inusitadas muestras de alegría de la gente que lo señalaba con el dedo.
Lo habían descubierto. Por lo tanto debía desaparecer del lugar como medida
de seguridad. Precaución más que acertada cuando al día siguiente vio a varios
hombres que merodeaban por los alrededores en busca de algo. En lo sucesivo
se abstuvo de visitar el remanso y prefirió bañarse a escasos metros de su
guarida.
Para no aburrirse de la vida, compró una variedad de herramientas de
carpintería: un juego de escoplos, una garlopa mediana, clavos, martillos,
serruchos y una azuela.
Conseguir un árbol de cedro no le fue difícil. Por las riberas había muchos.
Los Quirós habían mantenido intacto la selecta floresta e incluso habían
seleccionado los mejores ejemplares marcándolos con pintura blanca.
Lucas Romero empleó varios días para trasladar las ramas y palos menores
a las inmediaciones de su escondite. Preparó troncos de dos metros y
valiéndose de pequeños cinceles y una comba, obtuvo rústicas maderas de
diferentes grosores. Asimismo preparó cintas, cuartones y vigas. El material
preparado lo almacenó en distintos lugares donde existían espacios libres.
Con prolija paciencia empezó a devastar todas las maderas y poco a poco,
con el transcurso de las semanas y meses, obtuvo una dotación apetecible de
material listo para ser empleado en la construcción de una cabaña.
Entonces llegó el día señalado para desbaratar la rústica covacha. Es más el
pequeño patio se había apelmazado extraordinariamente, facilitando que el
armado de la estructura se efectuara sin contratiempos. Luego empotrada
sobre las altas raíces, la armazón quedó fijada en el piso. Clavar las tablas y
acomodarlas sin ofrecer resquicios fue tarea delicada. La pequeña
construcción tenía una puerta en la fachada principal y una ventana hacia el
patio. La pequeña habitación era una verdadera obra de arte visto desde todos
los ángulos. Como sobraba viguetas y listones, Lucas Romero fabricó una
sólida verja con una sola puerta.
En cuanto al interior todo estaba preparado. El camarote ocupó su lugar
detrás de la puerta. Delante se colocó la mesa y dos silletas. En cambio la
cocina se adecuó en la parte posterior en el oscuro hoyo que habían formado
las dos aletas de raíz. Allí se colocó sobre una piedra plana la pequeña
cocinilla de dos hornillas y de factura artesanal. Entre el techo y la parte
media, Lucas Romero preparó un tabique para que el humo no contamine el
ambiente de la habitación y en la parte posterior encastró una chimenea
reforzada con malla metálica.
Lucas Romero respiró satisfecho cuando vio su obra concluida. Había
logrado asentarse en un pequeño pero paradisiaco lugar muy próximo a la
vivienda de su amada. Y su regocijo triunfal era la de siempre. Pensaba que
también ella respiraba el mismo aire y disfrutaba de la contemplación del
mismo paisaje. Era mejor así según su apreciación nacida de la necesidad de
substraerse a un hecho muy delicado en el sentido de que él, a pesar de sus
escrúpulos, había sido el causante del rompimiento de una hermosa relación al
sucumbir a los desmanes de una infundada secuela de celos, y que con el
transcurso de los años y un conspicuo análisis de los hechos, él había actuado
como un verdadero estúpido. Y ahora su verdadera cobardía residía en no
tener la suficiente capacidad moral para enmendar dicho mal y prefería seguir
escondido en su nueva morada hasta el momento en que ya no podría vivir
sumergido en una eterna soledad. Y resultaba sobrecogedor los anocheceres
cuando arreciaba los terribles aguaceros, y qué decir de los rayos cuando
desgajaban las ramas de los árboles, y los truenos que retumbaban en el
amplio espacio haciendo estremecer la tierra ubérrima. Además el golpe de las
aguas contra las rocas, arrojaban borbotones de líquido turbio hasta el mismo
patio. Sobrecogido de ansiedad y terror, Lucas Romero, sentía que él gran
árbol crujía al soplo del viento huracanado. En esos momentos terribles se
sentía el hombre más desgraciado de la tierra, no obstante estar muy seguro
entre las abrigadas paredes de su cabaña.
En las últimas visitas al poblado había adquirido una radio a transistores y
su único consuelo era escuchar música andina, música que le sumía en honda
tristeza por la recargada melancolía de sus notas. En ese tiempo había
aprendido a cantar muchas canciones de sus artistas favoritos. Algunas veces
se le ocurría cantar acompañándose de una caja de cartón y una botella vacía.
A su manera armaba un concierto, regocijándose que su voz se expandía por
los contornos y que el constante choque de las aguas contra las rocas producía
una especie de ruido muy hiriente a los oídos.
El cantar por las noches lo denunció irremediablemente, cuando un
pescador que pasaba por el lugar distinguió la pequeña cabaña por cuya
ventana se destilaba una mortecina luz. Se las ingenió el visitante para llegar
hasta las verjas del pequeño patio y escondido entre los arbustos distinguió al
extraño habitante de tan singular lugar. Su alegría no tuvo límites cuando
reconoció al hombre de la cicatriz. Esa noche ya no echó los anzuelos al río,
sino se refugió en su hogar muy deseoso de contárselo a Esther Quirós, cuya
oferta seguía en pie. No durmió y estuvo en vela pensando en la jugosa
gratificación que recibiría ni bien amaneciera.
Esther Quirós no sólo gratificó al buen hombre con una buena suma de
dinero, sino que le ofreció brindarle otro tanto si accedía a llevarla al mismo
lugar.
Esther Quirós comprobó en efecto que la información era real y se dio el
gusto de asomarse al patio y admirar la disposición de la pequeña cabaña. El
hombre que cantaba con dolida voz era Lucas Romero.
Se retiró transida de dolor; pero satisfecha en el fondo porque estaba
dispuesta a recuperar al hombre de su vida después de su regreso del Cusco.
Eran los primeros días de diciembre y a mediados sería el baile de Promoción
de su querido y único hijo que a los quince años terminaba la secundaria. Y
ella, como orgullosa madre, asistiría a la ceremonia por invitación del señor
Director, que en una calurosa misiva la felicitaba por ser madre del mejor
alumno de la promoción y por lo tanto el virtual becado para el ingreso directo
a la universidad.
Esther Quirós volvió a recordarle al buen pescador sobre su silencio y tras
una recompensa jugosa, le citó para dentro de dos semanas.
Lucas Romero, desconociendo por completo que era observado, seguía con
sus interminables serenatas. Cada dos noches visitaba el poblado a informarse
de todas las novedades y de paso se abastecía de víveres. Al parecer nadie
reparaba de su presencia, incluso entraba a los bares, pedía un par de cervezas
y fumando algunos cigarrillos, se deleitaba con la música del momento y se
distraía viendo bailar a los eventuales parroquianos con las despampanantes
camareras, quienes haciendo alarde de gracia movían las redondas caderas. A
veces, desde la calle, observaba a los revoltosos enfrascarse en brutales peleas
donde corrían piedras, botellas y palos.
Una noche, la terrible noche de un martes 12 de diciembre, fecha que había
de recordar siempre visitó el poblado y de primera instancia degustó un caldo
de cabeza de cordero, que doña Juana preparaba en la puerta de su casa y que
los parroquianos asistían a partir de las siete de la noche.
Las cinco mesas se hallaban repletas de comensales y todos comían
conversando animada y bulliciosamente. Lucas Romero, sentado a la mesa, en
el rincón más oscuro, sorbía el caldo con verdadera pasión. A sus oídos
llegaba la conversación de la cercana mesa y uno de ellos decía:
-Dice que el chofer quedó atrapado entre los fierros y mañana será el
levantamiento del cadáver; en cambio la señorita Esther se salvó de milagro
por hallarse en la segunda caseta. Pero afirman que su estado es muy grave…
-Tan grave es- dijo uno de ellos- que no quiso ser llevado al hospital de
Puerto Maldonado. Don Manuel Quirós ya viajó en busca de médico. Por el
momento le asiste un enfermero.
Lucas Romero soltó la cuchara y derramó la sopa sobre la mesa,
produciendo un espantoso ruido. Todos se volvieron para observarlo. Se había
levantado con brusquedad y como un loco corrió junto a doña Juana y entre
entrecortadas frases que se le atragantaba en la garganta, preguntó:
-¿Qué desgracia le sucedió a la señorita Esther?
Doña Juana, dejando de servir y limpiándose las manos en una servilleta,
contestó:
-¿Cómo? No sabe usted que la camioneta en la que viajaba hacia el Cusco
volcó hace dos horas. Aquí cerquita nomás, pasando el puente Inambari, en
una curva cerrada.
Entonces la buena señora informó con lujo de detalles que el chofer había
muerto y que una cuadrilla de vecinos había logrado sacar de entre los fierros
retorcidos a la hermosa señorita y que su estado, según versiones de los que lo
habían visto, era muy grave. Pues presentaba fracturas en diferentes partes del
cuerpo con profusas hemorragias y contusiones terribles. Según los entendidos
decían que no pasaría de esta noche y que sólo un milagro la salvaría.
-¿Y dónde está ahora, señora?
-En su casa pues- dijo doña Juana, dejando sin habla a Lucas Romero.
Pagó el plato a medio consumir y ahogándose en un copioso llanto, rogó a
doña Juana que le guardara la mochila hasta su regreso.
Se le vio correr como un loco en la oscura calle rumbo a la propiedad de
los Quirós.
En la mansión de los Quirós todo era lloriqueos y lamentaciones. Se habían
encendido todas las luces del patio y de los pasadizos. Había una terrible
cogestión de hombres y mujeres que pugnaban por subir al segundo piso; pero
don Ricardo les rogaba que no era el momento. En ese preciso instante llegó
Lucas Romero y su primera impresión fue echar una rápida ojeada al gran
solar donde había vivido hacía muchos años. Se le atragantó la saliva en la
garganta y una incontenible emoción se apoderó de su ser. Sentía ahogarse y
su estado era desesperante en el sentido de que su rostro estaba anegado de
lágrimas. De cualquier manera se limpió la cara y decidido avanzó hacia la
escalera, abriéndose paso a fuerza de empujones y codazos. Pronto se vio
frente a la destemplada mirada de don Ricardo.
-Soy sacristán- dijo Lucas Romero-, tal vez sirva de algo si acudo en ayuda
de la señorita Quirós…
Don Ricardo observó al extraño que presentaba un gran tajo en la frente.
Entonces llamó a Elisa para que acudiera a su lado. Pronto se escuchó unos
menudos pasos y apareció la mujer bañada en lágrimas. Enterada sobre la
pretensión del forastero y tras una suspicaz y rápida observación de la extraña
catadura del hombre, volvió a subir las gradas y minutos después regresó
medio nerviosa:
-Esposo mío, Esther pide que suba el sacristán y juraría que se alegró
cuando le dije que un hombre con un tajo en la frente deseaba verla.
-¿Y qué dice el enfermero?
-Pues, dijo que si la señorita deseaba la presencia del sacristán no se lo
negaría. Además todo está controlado y ya no hay hemorragias.
Elisa rogó a Lucas Romero que tuviera la amabilidad de esperar un poco.
Necesitaba llevar una almohada y unas sábanas limpias. Sus apresurados pasos
se perdieron pronto en el segundo piso y minutos después, desde arriba, invitó
a subir. Lucas Romero, que conocía la disposición de las escaleras, pronto
llegó a la puerta semiabierta de donde se filtraba la luz de un fluorescente.
Observó un gran camastro y a Elisa que acomodaba un pequeño paquete en la
cabecera de Esther. La pobre mujer estaba tendida en la cama con un vendaje
en la cabeza. Le habían cortado la cabellera en su totalidad y mostraba las
vendas manchadas de sangre. Ni bien distinguió al supuesto sacristán, su
rostro se animó y sus desfallecientes ojos se encendieron y una suave sonrisa
se asomó a sus labios. Indicó con las manos que la dejaran sola.
-Por favor- dijo el enfermero-, evite que la señorita se agite demasiado,
cualquier emoción fuerte puede ser fatal…
Lucas Romero bajó la cabeza en actitud sumisa y dejó entender que todo
estaba claro.
Elisa y el enfermero salieron cerrando la puerta tras sí.
Ni bien Lucas Romero se vio solo, corrió como un loco y cayendo de
rodillas y llorando a mares empezó a pedir perdón mientras besaba las manos
de Esther.
-Siempre supe que llegarías- dijo Esther-, te esperaba y ahora me alegro
que estés a mi lado.
Y contó que hacía unos dos días atrás lo había visitado a su escondite y que
lo había escuchado cantar con voz melodiosa.
Lucas Romero, en su ofuscamiento, pensó que la pobre Esther deliraba.
Pero al verla sonriente, lúcida, se convenció que decía la verdad. Por alguna
fuente había logrado descubrir su escondite.
-Nunca tuve el valor para presentarme ante ti y tal vez de rodillas pedirte
perdón por lo que hice, no sé si tuve la culpa yo o fuiste tú la causante de mi
partida; pero al volver después de muchos años de ausencia necesitaba verte y
por eso me instalé muy cerca a la casa. Y todas las mañanas te veía correr por
la pradera y yo me regocijaba viéndote tan feliz, entonces agradecía al buen
Dios por conservarte linda, lozana, siempre como la más bella flor del
Inambari…
Esther Quirós lo había cogido de las manos y lo miraba sonriente. Se le
notaba en el rostro un pincelazo de sublime felicidad. Incluso un tenue rubor
embellecía aquel hermoso rostro donde, sin embargo, se traslucía un
imperceptible agotamiento.
Empezó con una dura, acre recriminación a sí misma. Dijo que cuando se
hallaba embarazada de su hijo, a los dos meses había deseado abortarlo. En
ese momento crucial para ella no deseaba para nada el advenimiento de ese
nuevo ser y había recurrido a todas las posibilidades, incluso se puso en manos
de una comadrona profesional; pero cuando supo de los terribles
procedimientos utilizados por la mala mujer, desistió de su intento y prefirió
tomar las repugnantes pócimas que recetaban los machiguengas de las riberas
del Colorado. Esto es sin resultado alguno. Maldijo el momento, la hora y la
impertinente intromisión en su vida de aquel pequeñín que había cambiado el
curso de la historia, imponiéndole ciertas condiciones que ella se negaba a
aceptarlas, tales como el asco a ciertos alimentos. Antojos continuos a ciertas
frutas y golosinas acompañados de náuseas y vómitos y dolores de cabeza. Ah,
el odio, el mal humor y la repugnancia que sentía por algunas personas a las
que aborrecía con verdadera crueldad. El conversar con su padre le resultaba
espantoso y había preferido solamente consultar sus asuntos con el veterinario
de la familia el doctor Ibarra, persona muy comprensiva y bastante inteligente.
Desde un principio supo lo de su problema y él con la dulzura y el cariño de
un padre supo explicarle los mecanismos de la maternidad, ponderando la
naturaleza femenina al hacer de una mujer, una madre; pero ella reacia a estos
circunloquios trataba de hacerle comprender que su deseo era deshacerse del
nonato recurriendo al aborto y que si realmente era amigo, pues, que aplicara
sus conocimientos en su persona. Así como hacía abortar a las vacas, bien
podría hacer algo por ella. El pobre veterinario quedaba destrozado, envilecido
e insultado en su condición de hombre probo, honesto y de una conducta
intachable. Y si no lanzaba abyectas palabrotas era por respeto a una mujer,
pero no dejaba de replicar con enérgico tono que él era médico de animales y
no de personas y si lo fuera, toda su actividad la dedicaría a salvar vidas.
-Muchas veces me cerré en mi cuarto con el veterinario para pedirle
consejo y él, siempre solícito y muy amable, me explicaba que ser madre era
lo más bello de la vida. Pero yo no lo escuchaba, no quería escucharlo y
buscaba salir del paso a cualquier precio…Ah, cuán equivocada estuve
entonces y ahora en estos momentos estoy pagando por mis culpas, por mis
pecados que son muchos.
Se calló abatida y muy dolida por un inoportuno recuerdo que la
martirizaba al parecer. Lucas Romero había enterrado el rostro entre las
sábanas y lloraba en silencio. Había empezado a comprender toda la verdad
que fluía, lenta, inexorablemente de aquellos bellos labios.
La bella Esther, tras una pausa, continuó con su doloroso relato y dijo que
en esos momentos terribles acaeció una verdadera desgracia, la súbita partida
del amado que se marchó sin causa aparente y dos meses después la partida
del veterinario cuya estadía ya no era justificable por el fin de la epidemia de
aftosa. Entonces, Esther Quirós, vivió los momentos más crueles de su
existencia. Pensó quitarse la vida porque ya no hallaba razón alguna para
seguir sobrellevando una eterna pena que la había sumido en el más espantable
abandono; pero he ahí que el buen padre, el hermano y la cuñada no sólo
bailaron de alegría cuando supieron que un bebé alegraría sus días, sino
organizaron una gran fiesta en honor a la más hermosa mamá jamás visto en
estos lados.
Entonces nació el niño y resultó un bebé rollizo y muy gritón. Desde el
primer día se aferraba a los pezones de la madre con verdadera pasión y
siempre que podía berreaba a más no poder. Don Manuel, feliz de la vida,
pasaba el mayor tiempo junto al niño.
Esther Quirós, al fin, sucumbió al ineludible instinto de la maternidad y
todos sus dolorosos recuerdos de otrora quedaron sepultados por la sonrisa y el
alegre chillido del pequeño, del hermoso niño que se ganó el afecto de toda la
familia.
-Entonces mi padre le puso el nombre de Lucas…
-¡Lucas!- gritó Romero mirando a Esther Quirós, muy afectado por una
fuerte conmoción que lo dejó boquiabierto-. Entonces es…
-Es tu hijo, Lucas…Nunca quisiste escucharme y preferiste marcharte
dejándote llevar por tus enfermizos celos…
Y siguió contando con profusión de detalles que su parecido con él era tal
que parecían dos gotas. El niño resultó un travieso de primera y muy hábil
para aprender las cosas; de ahí que desde el comienzo resultó un aplicado
alumno en la escuela y después en el colegio. En todo momento demostró ser
el mejor y ahora estaba becado para ingresar a la universidad sin rendir
examen. En su última carta había manifestado su deseo de estudiar Ingeniería
Civil y este hecho la enorgullecía en extremo y con gusto se moriría en esta
ocasión.
Lucas Romero había recibido la gratificante noticia como un baldazo de
agua fría y no tenía las suficientes fuerzas como para creer que esto fuera
realidad y sólo atinaba a llorar porque no le quedaba otra opción.
Esther Quirós, viéndolo vencido, destrozado y enterrado entre las sábanas,
lo dejó que se desahogara de sus reprimidas emociones y esperó que se
repusiera del mal momento.
En efecto, Lucas Romero logró tranquilizarse. Y tomando las manos de
Esther con mucho cuidado, dijo:
-Madre mía, niña mía, si sólo pudieras perdonarme yo sería el hombre más
feliz de la tierra; volvería a vivir a tu lado para nunca dejarte, te adoraría todos
los días y nunca me cansaría de mirarte; pero supongo que no lo merezco por
lo basura e ingrato que fui al marcharme de tu lado…
Se enfrascó en una retahíla de recuerdos en el que dejó constancia de su
gran y único amor por la mujer de sus sueños. A pesar de la distancia la invocó
en todo momento y cada día de su vida la recordó con pasión y mucho amor.
Incluso se había casado por puro compromiso. Explicó las razones y su cariño
por aquella niña, que fue su ángel de la guarda, había sido un regalo del cielo;
y que, aunque pecara de cursi, jamás había consumado el matrimonio. Para él
la única mujer era la bella Esther Quirós.
-Te creo mi amor- dijo Esther sonriendo apenas.
A pesar de hallarse distante siempre se mantuvo atento ante cualquier
suceso adverso que pudiera afectar la salud y tranquilidad de la dama de sus
sueños, y a través de Richard Ríos sabía muy bien que Esther Quirós se
hallaba sola y abocada a la educación de su hijo. Si hubiera sabido en aquella
ocasión que el pequeño Lucas era su hijo tal vez habría corrido a verlo y ahora
la historia sería diferente.
Miró a Esther con profundo amor y vio que una espantosa palidez se había
apoderado de la bella mujer. Los labios resecos y medio cuarteados por falta
de saliva mostraban los níveos dientes en una hilera uniforme.
-Nuestro hijo- continuó Esther haciendo un supremo esfuerzo para hablar-
creció sabiendo que no tenía padre, nosotros le mentimos que tú habías muerto
y él se aferró a una fotografía tuya. Siempre que la ocasión era propicia, decía
que hubiera deseado conocerte.
-Entonces- dijo Lucas Romero- nunca me daré a conocer y seguiré muerto
para él. Algún día tal vez vuelva ya como profesional a visitar a su abuelo y yo
podré conocerlo, y mi eterno desconsuelo será que tengo un hijo a quien no
podré abrazar jamás.
-Y yo- balbuceó Esther Quiroz- nunca más volveré a verlo porque siento
que me muero, la vida se me va y no pasaré de esta noche.
-¡Por favor, madre!- gritó Lucas Romero, aferrándose a las manos de
Esther-. No hables tonterías, tú no morirás porque yo estoy a tu lado y porque
te necesito más que nunca.
A pesar de su coraje, prorrumpió en escandaloso llanto con lamentaciones
y quejidos de dolor, mientras observaba a la bella Esther que se iba
extinguiendo poco a poco.
-Prométeme Lucas que velarás por nuestro hijo, que llegado el momento
busques la manera de relacionarte con él. Es conveniente que lo hagas por el
bien de la familia y si algún día llegas a tener nietos, te suplico que al primer
varón le pongas tu nombre y el de mi padre, Lucas Manuel. Y si es mujercita
el de mi madre.
-No- dijo Lucas Romero-. Si es mujercita se llamará como la abuela,
Esther.
A pesar de su debilidad, Esther no dejó de sonreír y mirando con dulzura
colocó una de sus manos sobre la desordenada cabellera de Lucas, en tanto
farfullaba:
-Te amo, Lucas. Siempre te amé, por ti y por nuestro hijo me muero ahora
en completa paz…
-Y yo- contestó Lucas Romero- no sólo te amo, sino que te adoro con todas
las fuerzas de mi alma. Por ti seguiré viviendo, pero viviendo a tu lado y para
siempre…
-Es muy tarde, Lucas. Por favor, abrázame- suplicó la bella Esther.
Lucas Romero rodeó sus brazos con sumo cuidado y sintió que Esther
también lo abrazaba y en ese momento único, postrero, sintió una tenue
respiración y un murmullo suave que parecía un ronquido…De repente
percibió que había llegado la hora y lanzó un grito espantoso, eterno y cayó
desvanecido.
Cuando volvió en sí, una nutrida muchedumbre había invadido el
dormitorio. Lucas Romero fue conducido por Alberto hacia la planta baja
donde se le sirvió dos copas de pisco para reanimarlo de la fuerte impresión
sufrida por la muerte de Esther Quirós.
Toda la población asistió a los funerales de la bella Esther Quirós.
Hombres, mujeres y niños deploraban la inesperada partida de una de las más
emprendedoras mujeres de la comuna. Y cuando todos se retiraron del
camposanto, un hombre, que había permanecido oculto tras los arbustos, se
arrodilló frente a la tumba y abrazando la tierra removida se quedó en esa
posición toda la noche y sólo se retiró al amanecer completamente mojado por
el intenso aguacero de la madrugada. Ese hombre era Lucas Romero.

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