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Los Siete Caminos PDF
Los Siete Caminos PDF
Siete Caminos
Por
II
III
Una noche, Lucas Romero, se hallaba tendido sobre su catre de dos plazas,
mirando el foco de 100 watt de potencia, donde una impertinente mariposa
trataba de aferrarse al cristal resplandeciente, cuando de improviso se abrió la
puerta y dio paso a Esther. Vestía una bata de dormir y tenía el cabello suelto.
Sonreía de manera extraña e iba descalza. Lucas Romero se sorprendió con la
inusual incursión a esas horas y era, según pudo apreciar el reloj de pared,
cerca de la medianoche. Se incorporó tratando de pararse, pero Esther lo
empujó con brusquedad. De dos zarpazos bien calculados lo despojó del
pijama y acto seguido saltó sobre el otoñal catre. Lucas Romero se asustó y
perdió el habla. Confundido trató de escurrirse hacia la parte baja y sus pies
chocaron con la base del catre. En ese preciso instante los dos brazos de Esther
lo sujetaron de los hombros inmovilizándolo por el momento. En su agitación
y torpeza escuchó que la bella patrona soltaba una sarta de desbordantes frases
en las que dejaba entrever su eterna espera, desde antes del inicio de la
adolescencia cuando solía soñar con un apuesto galán que la atormentaba con
su sonrisa glacial y sus bellos ojos azules, entonces ella se le acercaba con el
alevoso propósito de abrazarlo, de besarlo y de hacerlo su esclavo y en el
mejor momento, cuando ya lo tenía cerca, se despertaba sudorosa, temblando,
y con la emoción truncada por el dolor de su corazón que palpitaba
desordenadamente; y al quedar bien despierta sólo escuchaba horrorosos
truenos, lejanos ladridos, lastimeros cantos de las lechuzas y el repiqueteo de
la lluvia en los techos de zinc. Suspiraba muy afectada por la tensión del
momento, sudando con espasmos de fiebre y con un terrible miedo a cuestas.
Sobrecogida del intenso miedo que se había apoderado de todo su ser,
colocaba las manos a los costados con la recóndita y espeluznante sensación
de haber sentido una envolvente presencia que parecía observarla desde algún
lugar oscuro de la alcoba. Sin embargo, lograba tranquilizarse cuando sentía la
respiración acompasada y lenta de la sirvienta que dormía en un rincón. Y
ahora esa raigambre de ilusiones escalonadas año tras año y suspendida en un
halo de misterio se acentuó en una poderosa realidad cuyo prototipo de macho
bien dotado estaba vencido a sus pies y casi muerto de miedo.
En efecto, Lucas Romero, no sólo se hallaba suspendido en un halo de
confusión y temor que le dificultaba maniobrar sus miembros paralizados, sino
había perdido la noción de sí y no sabía cómo explicar su infortunio, su
desazón, la incapacidad de su virilidad estropeada por los amores solitarios y
la inepcia para lidiar con las mujeres porque a sus treinta años era aún virgen.
-No lo puedo creer- gritó Esther riéndose con la singular confidencia.
Entonces ella le cubrió el rostro con pequeños besos mientras le acariciaba
la cabellera húmeda, alentándole con el murmullo de su voz para que perdiera
el miedo y se olvidara de todo, le decía muy quedo al oído que mirara el
despejado cielo con sus miles de estrellas y su luna resplandeciente, que
escuchara el croar de los sapos, el lejano aullido de los perros y el lastimero
canto de las lechuzas…Poco a poco, Lucas Romero, se tranquilizó y todo
temor desapareció en el acto. Cuando los gallos cantaban, ellos continuaban en
la brega amorosa alentados por la débil luz que se cernía entre los árboles y
por el glugluteo interminable de las goteras al caer en los charcos cercanos…
Lucas Romero no se percató en qué momento se quedó dormido. Y soñó
entonces con una bella amazona de blonda cabellera que cabalgaba un potro
blanco y el caballo a medida que corría por la ampulosidad extravagante de un
hermoso campo, le nacían alas y levemente impulsado por sus patas traseras
remontó vuelo por ignotas regiones, perdiéndose pronto entre las nubes.
Despertó sobresaltado. Era ya cerca de las diez de la mañana y en la casona
no quedaba nadie. La cocinera aún no había vuelto del mercado. Desesperado
se incorporó de un salto. Para su sorpresa le dolían todos los músculos del
cuerpo y tenía la cabeza pesada. Se aseó a la ligera y como pudo se caló la
camisa floreada y bajó corriendo las gradas rumbo al pequeño puerto donde lo
esperaba el motorista.
IV
VI
VI
VII
VIII
IX
Lo que desconocía Richard Ríos era que una tarde Esther Quirós recibió la
imprevista visita de Palmira. Estaba mal trajeada y con visibles signos de
haber llorado mucho; pero a pesar del lamentable estado en que se hallaba
mostraba la magnificencia de su deslumbrante belleza.
Ni bien se vio a solas con Esther, Palmira arrancó a llorar de la manera más
desconsolada. Entre quejidos y lamentaciones, refirió que su querido esposo,
el hombre más bueno de la tierra no se aparecía y que no obstante todas las
pesquisas hechas en todo el territorio del Colorado no se habían hallado huella
alguna. Antauro Bellido, el fiel compañero de andanzas, tampoco se dejaba
ver. Sin embargo, una semana después, unos obreros encontraron un cadáver
varado en una playa desolada con verdaderas muestras de haber sido
arrastrado por el río y en completo estado de putrefacción. Y los nativos de
Puerto Luz, que habían participado en el rastreamiento por la zona, hallaron
entre la palizada a dos kilómetros río abajo, los restos del casco de la gran
canoa. Entonces ya no se especuló más. Se confirmó que había sucedido lo
peor. Lucas Romero había desaparecido tragado por las convulsionadas aguas
del Colorado. Aunque en el corazón de Palmira aún se abrigaba alguna
esperanza. “Quisiera morirme, amiga mía, mi vida no vale sin Lucas, Lucas
era el amigo, el protector, el esposo bien amado”.
Esther Quirós lloraba también aquejada por el dolor de Palmira, mientras
la consolaba con cariñosas frases de aliento, de valor y mucha resignación.
Ella era joven y todavía podía seguir adelante, edificándose un futuro pleno y
lleno de logros. En estos casos bien podría significar la palabra amistad,
amistad verdadera y sin condiciones. Ella, Esther Quirós, se la ofrecía a manos
llenas. “Pobre mi Lucas, se fue sin un adiós, sin un beso de despedida, sin que
yo pudiera enterrar sus restos, ay, amiga mía, mi vida no será nada sin Lucas
Romero…”
Esther Quirós, que se hallaba abrazada a la bella Palmira, de pronto se
quedó quietecita, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, se apoyó
contra la baranda y luchó contra la flaqueza de sus piernas y el vahído
inesperado que le nubló la vista. “Lucas Romero, dices, repitió espantada,
mirando a Palmira, se trata de tu marido”. “El mismo, amiga mía, y siento
haberte mentido alguna vez porque él me lo había ordenado de no mencionar
su nombre por ciertas cuentas pendientes con tu señor padre”.
Ambas mujeres, esta vez, entrelazadas en un significativo abrazo lloraban
desconsoladas; la una por la pérdida irreparable de un leal esposo y amigo; y
la otra por la fatal e ineludible secuencia de hechos que llegó a sus oídos sin
proponérselo. Ahora estaba asistiendo al desenlace final de una larga y tórrida
historia de amor y cuyo protagonista, al parecer, esta vez había terminado sus
días de la forma más espantosa: desparecido en las convulsionadas aguas del
Colorado. Esther Quirós lloró hasta perder la noción del tiempo y sólo cuando
se percató que empleados y clientes la observaban, se acurrucó al fondo de la
oficina de su padre y allí tras calmarse un poco y reanimar a la desdichada
Palmira, la acarició de los cabellos, mientras le decía: “niña mía, desde este
momento soy tu protectora y estaré contigo en todo momento”. Y diciendo
esto se sacó el collarcito del cuello y engarzándolo en el fino cuello de
Palmira, añadió: “tú lo necesitas más que nadie. Te ofrezco mi amuleto y
guárdalo como tu vida misma, tal vez la fotografía de mi madre te de mucha
suerte…Yo ya no la necesito, todo ha terminado para mí…” y prorrumpió en
doloroso llanto.
-Mi buen amigo Quiñones me contó luego que Esther no se dejó ver por
nadie durante una semana, las malas lenguas contaban que había estado
enferma, muy enferma por los sucesos acaecidos; pero lo que no supe jamás
fue por quién lloraba- dijo Richard Ríos.
Lucas Romero se mantuvo sereno y no dejó traslucir su terrible congoja
hasta sentir que le daba vueltas la cabeza por el excesivo consumo de cerveza.
Sólo así, ebrio y perdido, abrazado de su amigo Richard Ríos, se echó a llorar
en silencio, atragantándose con las lágrimas, lágrimas de dolor y consuelo,
lágrimas que le salían con verdadera ternura y agradecimiento a esos dos seres
puros que lo habían llorado con verdadera pasión creyéndolo muerto.
Por su parte Richard Ríos, que se hallaba sumergido en una pena terrible,
no paraba de lamentarse sobre la ingratitud y dureza de la amada que no se
había dejado ver para nada.
A partir de esa fecha, Lucas Romero, se hundió en el más espantoso
silencio y ya no se le vio sonreír. Preocupado por ese extraño comportamiento
de su compañero de cuarto, Richard Ríos, preguntó:
-¿Te sientes bien, amigo mío?
Lucas Romero despejó toda duda y valiéndose de sus excelentes dotes
histriónicas, exaltó la magnificencia de su hospitalidad, del calor y cariño de
los esposos Ríos, que sin escatimar esfuerzos, lo habían acogido infundiéndole
valor, entereza y mucho coraje para sobreponerse a la desgracia y que a pesar
de hallarse abandonado, se sentía desbordado de cariño y amor, bondades que
le habían hecho creer de nuevo en la vida y reafirmar su afán de seguir
luchando hasta el último. Terminó su perorata, pidiendo que le dejaran
marchar a Laberinto a arreglar cuentas y asuntos familiares y que pensándolo
bien sobre la oferta propuesta, tal vez volvería de nuevo; pues su precaria
situación actual no le ofrecía ninguna garantía para encauzar su vida por los
linderos del negocio ambulatorio. Había dicho: muerto el socio, muerta la
empresa.
-Pero volverás, amigo mío- le había dicho Richard Ríos, despidiéndolo en
una canoa que salía hacia Laberinto.
Lucas Romero llegado el momento de desembarcar en laberinto, se
envolvió un trapo en la cabeza a manera de turbante y se colocó unos lentes
ahumados para que nadie pudiera reconocerlo. Estaba por tomar el camino a la
pequeña población, cuando se sintió atraído por el paso de una canoa nueva
que remeció las aguas del puerto. Acababa de llegar y sus dos tripulantes
saltaron a tierra. En el acto los reconoció. Se trataba de la José y la bella
Palmira. Quedó absorto, casi paralizado por una desconocida emoción al ver a
Palmira que estaba vestida de negro. Los vio avanzar en dirección al poblado y
él no quiso moverse de su sitio, quedó plantado sobre sus pies por una fuerza
de proporciones devastadoras. Percibió que su entorno se saturaba de una
ligera conmoción, que los árboles danzaban y que el gran río hablaba.
Sobrecogido por la terrible secuencia de imágenes que pasó por su cerebro,
apenas alcanzó a recostarse contra un árbol para no caerse al piso y esperó con
la desolada mirada de sus ojos y el tableteo de su corazón, el paso de la bella
que lo hacía a paso cansino. Se iban acercando, indiferentes, lo miraron con
desprecio y pasaron dejando un agradable perfume como a rosas en floración.
Lucas Romero, a pesar de su aturdimiento, alcanzó a solazarse con la real
belleza de ese alguien que fue parte importante en su vida y que hoy por
cuestiones del azar había pasado a ser parte de un glorioso ayer. Respiró hondo
y su desconsuelo fue que no lo habían reconocido, tal vez por su apariencia
medio regordeta, vaya que sí los cuidados y mimos de doña Juana habían
modificado los contornos de su rostro antes anguloso. Con esta seguridad se
aderezó mejor el disfraz y resuelto a ser protagonista de otro episodio que
supuso lo redimiría de su primer fracaso, lo encaminaron a la callejuela que
tantas veces cruzó y que conocía en sus más nimios detalles. Cruzó el
puentecillo de troncos con pasamanos de fierro y su asombro iba creciendo a
cada paso cuando se topaba con algunos conocidos, al parecer no reparaban en
él y se pasaban con la indiferencia propia del lugareño con el foráneo. Siguió
avanzando a paso lento, observando las casuchas con sus ventanas abiertas y
sus chimeneas humeantes. Al aproximarse a la casa de doña Eulalia, se topó
con Onassis, el gran perro de los vecinos. Lo olió con curiosidad y de repente
se abalanzó jubiloso, muy afectado por la presencia del hombre que solía
obsequiarle con panecillos y apetitosos huesos. Lo reconoció a pesar de su
disfraz; pero bastó una orden de Lucas Romero para que el obediente perro se
quedara quietecito, sin molestarlo. Llegó delante de la puerta de doña Eulalia,
se paró para observar la ventana abierta del cercano cuarto y su osadía le costó
una afrentosa llamada de la hija, que en ese momento salía con dirección al
mercado.
-Se le ofrece algo, señor.
Lucas Romero acentuó el tono de su voz, y contestó:
-Busco al señor Romero que me ofreció venderme un par de motobombas
grandes con sus respectivas mangueras.
-Pues verá, el señor Romero nos dejó hace poco…Si gusta puedo ponerlo
en contacto con la viuda.
Lucas Romero fingió asombrarse con la fatal noticia y adoptando una
actitud de respeto por los difuntos, inclinó la cabeza y siguió de largo, dejando
a la pobre mujer en estado de suspenso y muy confundida.
Compendió que era mejor ser olvidado, que su alejamiento sería
provechoso para todos aquellos que con su funesta muerte se beneficiaría con
creces, dotándole de una posición envidiable como el caso de la José. Recordó
que desde siempre el callado nativo lo había odiado dura y acremente, cuando
sin notarlo lo desplazó al unirse con su cuñado Bellido. Lo odió apenas supo
que ya no tendría acceso a fastuosas cantinas y opíparos banquetes que los
clientes ofrecían siempre que las condiciones eran bastante favorables. Si no lo
mató fue por Palmira, por la pequeña hermana a quien apreciaba con
verdadera pasión. Alguna vez desistió de poner la flecha en el arco y apuntar a
ese espantapájaros de cuñado que le había robado su precaria suerte de
buhonero. Se resistió a su ferviente deseo de desaparecerlo de sus ojos para
volver a reconquistar al bueno de Antauro, que después de todo era
empalagoso pero franco en su trato y muy dado a cometer las mismas
barbaridades que él. Borrachos y pendencieros, muchas veces se enfrascaban
en burdas peleas todo por un par de botellas de cerveza y algunos disparates
que cometían en contubernio con algunos atorrantes como era el rapto de
mujeres ebrias, a quienes se las llevaban a lejanas playas. Se dulcificaban la
vida haciéndolas cantar desnudas, mientras bailaban palmoteando al compás
de una olla que hacía las veces de tambor. Y al final las obligaban a seguir
bebiendo hasta que caían exhaustas, sin conocimiento; entonces las devolvían
al mismo lugar de donde las habían sacado y desaparecían muy felices por tan
extraordinaria aventura. Las pobres mujeres al despertar de su letargo,
contaban que habían soñado en paradisiacas islas donde sus cantos y bailoteos
habían convertido a los hombres en sus esclavos. Muchas creían recordar algo
y preferían callar para no atormentarse con el pavoroso recuerdo de que habían
sido utilizadas. Muchos maridos, hermanos y padres que sabían de estos
desordenados encuentros, los habían marcado y esperaban la primera
oportunidad para saldar cuentas. Pero ellos, impávidos, desaparecían del lugar
para largarse a otros puertos, a otros villorrios donde sus atrocidades de
desnaturalizados y par de zoquetes eran muy celebradas.
Lucas Romero consiguió averiguar todo cuanto quiso saber. La bella
Palmira, según versiones de los comerciantes, motoristas y dueños de cantinas,
estaba navegando por todas las rutas que su marido recorrió en vida con el
motorista Antauro Bellido. Sus eventuales clientes, aceptaron tener una
pequeña deuda con Lucas Romero y estaban pagando dispuestos a cancelar
hasta el último centavo. Además, algunas personas allegadas a doña Eulalia,
comentaban que Palmira tenía en proyecto agrandar el almacén de Puerto Luz
y surtirlo con mercadería que Esther iría enviando cada regular tiempo.
Pensaba dentro de poco retirarse de la navegación fluvial y dejar la canoa en
manos de la José, pues supuso que enfrentarse con las fuerzas de la naturaleza
era tarea de hombres rudos y fuertes. Y ella no dejaba de ser una mujer débil.
Sin embargo, villorrios, puertos, caseríos y todos los afluentes del gran Madre
de Dios, eran visitados por Palmira que dejaba a su paso un reguero de alegría,
de simpatía y estupor en la mayoría de casos. Hombres y mujeres se agolpaban
en los puertos, muchos quedaban absortos viéndola descender de la gran
canoa, amigable, bella, sonriente y derrochando carisma a raudales. Viéndola
casi una niña y viuda por desgracia se le acercaban para adquirir algunos
productos y aprovechaban la ocasión para ofrecerle toda su fortuna a cambio
de un beso. Algunos descocados la halagaban con zalamerías y llegado el
momento se propasaban proponiéndole matrimonio. Y ella, sonriente y altiva,
perspicaz y locuaz, respondía que su destino de viuda era guardar el gran
recuerdo del hombre a quien había amado con verdadera vocación,
entregándole la pureza de su corazón. Prefería seguir sola porque así se sentía
mejor y toda su venturosa vida la pasaría dilapidándola en viajar día y noche
por los ríos caudalosos de la selva.
Los asedios y propuestas continuaban con la misma preferencia de antes y
con el denodado arraigo del lugareño que no cede ante la beligerante belleza
de una mujer. Eran muy frecuentes los encuentros en cantinas y bares de los
poblados donde se hablaba de Palmira con entusiasmo, con exagerada grosería
refiriéndose a su escultural cuerpo. Se dio incluso el caso de un minero del
Manú, que haciendo alarde de riqueza, ofreció a Palmira cinco kilos de oro si
se desposaba con él y otro tanto si dejaba de navegar; o en el peor de los casos
un kilo por un solo beso. La apuesta debió ser formal con el resto de
compañeros, pues esperaban ansiosos el desenlace, y arremolinados miraban
estupefactos a la sonriente Palmira, enmudecer ante semejante asedio. Sin
embargo, supo sortear el peligro ofreciendo besos sólo por amistad a uno y
otro. Todos en su momento ofrecieron las mejillas por el solo placer de sentir
la suavidad de unos bellos labios. Al final la aclamaban y saltaban felices
porque habían sido marcados por el fuego irresistible de unos ojos negros y la
sonrisa de una boca sensual.
Lucas Romero admiró el talante y la finura de Palmira ante la adversidad y,
a pesar de hallarse orgulloso, apuró el trago amargo de la despedida definitiva,
tomando de nuevo el camino de retorno a la playa en busca de alguna canoa
que lo llevara de nuevo a Los Siete Caminos. Laberinto y los alrededores
estaban, a partir de ese momento cerrados para él. Prefirió desvincularse de
todos los recuerdos y amistades por una simple cuestión de principios y
porque comprendió que todo había acabado por su bien. La abundancia de
datos y evidencias sobre su desaparición en las aguas del Colorado eran más
que suficientes las razones como para alejarlo de allí para siempre.
Comprendió que era mejor para su persona perderse en el anonimato de un
seudónimo si el caso se daba; pero prefirió continuar con su verdadera
identidad.
Richard Ríos, no sólo se alegró por el retorno de Lucas Romero, sino
expresó su determinación de conducirlo ante su padre para tomarlo como su
ayudante personal, por no decir su guardaespaldas.
De esa singular manera comenzó frecuentando Mazuco; pero evitando en
lo posible acercarse a los almacenes de los Quirós. Con explicar a Richard
Ríos que lo hacía por una simple cuestión de respeto a no interferir en materia
amorosa, se alejaba del lugar y prefería sucumbir a los efectos de una
agradable cerveza helada en el primer bar que encontraba al paso. Claro está
tomando las debidas precauciones para no ser reconocido, precauciones fútiles
considerando que nadie lo reconocería por tener el cabello bien crecido.
Richard Ríos se perdía por ese día y aparecía por la noche en el hotel de los
Zaldívar muy alegre y pleno de vitalidad. Bastaba verlo para comprender el
resto. Entonces abrazaba a Lucas Romero y ambos salían a los bares de la
población. Los Ríos eran muy populares y bastaba la presencia del mayor de
los hermanos para que los eventuales clientes lo acoplaran a su mesa. Ese era
el comienzo de bestiales borracheras, donde Lucas Romero aceptaba
entregarse a los desórdenes de una truculenta juerga, pero guardando la debida
compostura y sin embriagarse demasiado, aunque aparentaba estarlo sólo para
desconcertar a los demás que sí sucumbían a los excesos, y con el concurso de
cuatro o cinco damiselas armaban tal desbarajuste que terminaban en una
bestial orgía y desenfrenos únicos. Al día siguiente, muy temprano, ebrios aún
los dos amigos se despedían de sus compañeros de juerga y tomaban el
camino hacia el cercano puerto. Ni bien llegaban a Huaypetue se instalaban en
la pensión de los Baca y pronto sucumbían a los beneficios de una música de
moda y sin proponérselo ya tenían abarrotadas de cervezas la mesa contigua
donde sus ocasionales amigos celebraban algún suceso. Sin objeción alguna,
Richard Ríos aceptaba el convite; pero Lucas romero, simulaba hallarse
indispuesto y prefería echarse a dormir, cuando en realidad, atento, vigilaba
que los preciados bienes se mantuvieran a salvo de los muchos ladrones y
reducidores que estaban al acecho.
Pronto llegó a oídos de don Juan los desmanes de su hijo mayor, a quien
consideraba la oveja negra de la familia. Borracho empedernido, irresponsable
y atrevido algunas veces, eterno enamorado de una mujer a la que idolatraba,
había perdido dos brillantes oportunidades para forjarse un brillante futuro
como soldado del Ejército la primera vez, y como aviador la segunda. No
quiso aceptar el padrinazgo de un diputado, amigo de su padre; y los dos kilos
de oro invertidos se fueron al diablo así de simple como su categórica
respuesta: “la cachaquería nunca me ha gustado…Yo de cachaco, bah,
tonterías. Yo no estoy hecho para pasarme la vida en los cuarteles con un
uniforme espantoso y algunos galones de pacotilla que de nada me servirían
llegado el momento de una supuesta guerra. Para qué si nuestra honrosa
trayectoria militar, que yo sepa, está signada por continuas y vergonzosas
derrotas”.
Apenas, a rastras, comprando a casi todos los profesores del colegio había
logrado acabar la secundaria con la seguridad y el eterno convencimiento de
que los números y las letras no le servirían de mucho para lavar oro. En
cambio sus compañeros de promoción se desvivían por estudiar y prepararse
para ingresar a la universidad en busca de un cupo en alguna facultad. Él se
burlaba de todos ellos y los recriminaban de su deplorable actitud al perder el
tiempo en bagatelas, cuando deberían acompañarlo al bar a tomar algunas
cervezas en compañía de hembritas, para eso tenía plata y su padre le enviaba
una suma tal que triplicaba el sueldo de un profesor. Se fue quedando solo, sin
amigos, pronto la gloriosa promoción de la que fue integrante, se disgregó y a
pesar de sus escandalosas tropelías en cantinas y bares, en busca de nuevos
amigos, se vio de repente sorprendido por la inesperada decisión del padre de
no girarle más dinero porque argumentó en una escueta carta que no podía
seguir manteniendo a un vago, un taimado y un bruto cuya única aspiración se
había circunscrito a ser mero consumidor y un botarate en potencia. Entonces
se vio en la disyuntiva de quedarse con los amigos o emigrar a la selva. Optó
por lo primero y su desengaño le trajo una serie de enemistades y
contratiempos con muchos acreedores que de inmediato le cerraron el crédito.
Comprendió entonces que no existían amigos, y si los había eran de los pocos
que aún pensaban escarbar un poco en su esmirriada riqueza. Claro de
momento salió del mal paso reuniendo todos los trastos hasta el extremo de
quedarse con las ropas en el cuerpo y las dos únicas frazadas. Cuando ya no
tuvo que vender, tocó una y otra puerta que antaño se le abría con el mágico
sésamo de sus repletos bolsillos y ahora para desgracia suya, todos los amigos
se hacían los desentendidos y preferían ignorarlo. Decepcionado, pero no
vencido, logró de un camionero amigo suyo que lo llevara a Mazuco junto a
las cargas y cajas de frutas.
Una lluviosa tarde de abril recaló en los Siete Caminos. Su padre lo acogió
con los brazos abiertos y de inmediato lo destinó a la cuadrilla de los peones y
prohibió a la madre que se entremetiera en asuntos de hombres.
A partir de esa fecha trabajó como obrero en una de las cuadrillas y se le
trató como tal sin opción a visitar la casa paterna. A pesar de sentirse un tanto
amoscado por la decisión paterna, acogió de mal talante el hecho de dormir,
comer y vivir junto a los trabajadores que alguna vez los miró con la
despreciativa sonrisa de niño de casa; pero en los noventa días de brega, en las
noventa noches de charla con aquellos seres aprendió a valorar la esencia de
las cosas, sin preverlo se le escurrió la venda de los ojos y admiró la verdadera
amistad de sencillos y rudos hombres, cuya única aspiración era el deseo de
superación. Cada día de labor, era un día de gozo, y completar los tres meses
significaba que habían triunfado y recibir el esperado pago constituía el
producto de su esfuerzo y lucha a brazo partido y cada sol ganado estaba
bañado con el sudor de sus frentes. Llegado el momento de la liquidación
todos comparecieron frente a don Juan y recibieron sus pagos. Richard Ríos,
por primera vez, vio su plata, el producto de su esfuerzo y sonrió satisfecho.
Con cuatro de sus colegas, se marchó rumbo a Mazuco. Antes de partir se
despidió de sus padres y dijo que se iba a trabajar a otro lavadero, pues no le
había gustado la comida y deploraba el mal trato.
La madre lloró un poco; pero don Juan ocultó una sonrisa socarrona entre
sus juguetones bigotes y lo despidió como si fuera un extraño.
Richard Ríos y los cuatro obreros ni bien arribaron a Huaypetue se
asomaron a la tentativa baranda de un bar donde dos rollizas camareras
mostraban sus protuberantes caderas y sin mediar excusa alguna pidieron una
rueda de cervezas para la sed; pronto se achisparon y las cajas de cerveza se
fueron amontonando y llegó un momento en que envalentonados y dueños del
mundo, vociferaban a todos cuantos los escuchaban que eran mineros muy
prósperos y que su condición de tales los insuflaba de ciertos derechos y
privilegios y que por lo tanto ordenaban al dueño del local a cerrar puertas y
ventanas. Pronto los acordes de una cumbia ensordecían el ambiente y los
amigos se disputaban los favores de las dos camareras, que ebrias ya se
dejaban arrastrar entre risas y risas. Cansados se apretujaban alrededor de la
inmensa mesa y teniendo entre Las rodillas a las muchachas, seguían bebiendo
mientras iban hurgando afanosos los rollizos muslos y lanzando pellizcos a los
brazos y caderas. Estimulados por el jolgorio del momento, sacaban a relucir
fajos de billetes y cheque a cheque iban introduciendo entre los abultados
senos de las muchachas como un anticipo de propina. Entonces, el más osado,
cogía a una de las mujeres y se perdía tras las cortinas de un cuarto, luego el
resto sucumbía a la misma necesidad. Después continuaban con la juerga
resueltos a seguir brindando hasta las últimas consecuencias. El cantinero se
hallaba atento a cualquier pedido y corría mantel en mano; al final, cuando ya
estaba por amanecer, caían exhaustos en cualquier rincón. La pequeña fortuna
les duraba dos a tres días y cuando se veían sin un sol encima, el propietario
del bar los conminaba a retirarse y como los ánimos se agriaban por la
insistente orden, perdían los controles y empezaban a lanzar botellas vacías y a
vociferar sandeces y media, objetando airados que los arrojaban porque ya no
tenían dinero, pues bien ya se verían con quienes trataban. Dos o tres robustos
vecinos ayudaban al tendero a despejar el ambiente. Bastaban sendos
puntapiés propinados en los traseros de los borrachos para arrojarlos al medio
de la calle. Así humillados recogían sus bártulos y tomando conciencia de la
realidad abrumadora que los atenaceaba, se miraban confusos y tal vez
aquejados del mismo sentimiento, así borrachos, tomaban de nuevo la senda
de retorno a los Siete Caminos. Don Juan los volvía a recibir sin preguntarles
la razón, causa o motivo; bastaba observarlos para comprender el resto. Doña
Juana no dejaba de murmurar asustada sin alcanzar a comprender la estupidez
de los hombres que derrochaban el dinero ganado con cuanto dolor en tan sólo
dos noches de juerga. Miraba a su hijo con lástima; pero cuando volvía la vista
hacia su marido lo encontraba sereno, casi feliz, acariciándose los bigotes.
-Mi hijo se vendrá a vivir con nosotros o yo me voy de esta casa- decía
mientras acariciaba a su primogénito.
Don Juan se encogía de hombros y se marchaba al puerto a revisar las
canoas, dejando a la apesadumbrada esposa conversar con su hijo.
Richard Ríos volvió a instalarse en su cuarto y su vida cambió a partir de
ese día. La relación con sus antiguos compañeros de cuadra era de lo más
entrañable en el sentido de que no existía esa barrera entre patrón y trabajador.
Por este hecho era muy apreciado y toda orden salida de sus labios era
cumplida con verdadera pasión. Incluso cuando quedó en dos o tres
oportunidades como único, absoluto señor y amo de los Siete Caminos por el
intempestivo viaje de sus progenitores, realizó verdaderas fiestas con
abundancia de cervezas y suculentas comidas. En el momento menos pensado
se producía una creciente con aguaceros torrenciales y todas las actividades en
las playas se paralizaban; bastaba que un empedernido bebedor de cerveza
sacara unas cuantas latas escondidas para mostrárselo al resto de curiosos,
entonces la enfebrecida ansiedad de emborracharse, los trastocaba en
fervientes consumidores. Formaban pequeños grupos y envalentonados se
acercaban a Richard Ríos para pedirle un pequeño adelanto; y él, no sólo
entregaba los gramos de oro solicitado, sino acotaba su parte con una suma
respetable.
Lurigancho, el motorista, escogía a dos expertos ayudantes y pronto
encendía el motor de la canoa. No obstante estar cargado el río, arrancaba con
soltura y se enfrentaba a las turbulentas aguas efectuando capciosas esguinces
cada vez que chocaba con pequeños escollos.
Mientras tanto las cocineras se aprestaban a preparar suculentos caldos de
pollo y algunos guisos. Pronto llegaban los comisionados y se armaba una
verdadera fiesta a los acordes de una cumbia de moda y todos enardecidos y
felices bailaban sin importarles que no tuvieran pareja, armando un
descontrolado bullicio donde se escuchaban silbidos, gritos y aplausos. El gran
patio se llenaba de latas vacías, restos de comida y colilla de cigarros.
Por estos arranques de franqueza de Richard Ríos era bien apreciado y
nadie decía nada y nunca comentaban sobre los sucesos acaecidos en ausencia
de los esposos Ríos. Hubo oportunidades incluso que corría la noticia de la
llegada de prostitutas de Bolivia, Chile y el Brasil. Decían que estaban
recorriendo campamento por campamento ofreciendo sus servicios a medio
gramo por peón y un gramo por los patrones. Richard Ríos se contactaba con
los cafiches y advertidos sobre un formal acuerdo y dentro del más estricto
secreto, llegaban al antiguo y polvoriento campamento donde se habilitaba una
habitación y todos los obreros en fila desfilaban a cumplir con sus atrasadas
funciones que tanto necesitaban dado el forzado enclaustramiento de meses.
-Mientras exista mujeres para tirar y abundante cerveza para chupar, nunca
faltará oro; conviene satisfacer al diablo y el resto que se vaya a la mierda-
gritaba Richard Ríos mientras era aplaudido por su gente.
Los obreros no se cansaban de aclamarlo hasta el cansancio. Al parecer la
estrategia daba resultados inesperados. La peonada se entregaba al trabajo con
más empeño y los frutos eran considerables. Un día perdido era recuperado
con creces y don Juan Ríos jamás supo sobre estos desmanes; pero por otras
fuentes se fue enterando del libertinaje de su hijo y de sus frecuentes
encerronas en los bares de Mazuco y Huaypetue con borracheras que duraban
un día y su noche. Encuentros desastrosos donde se perdía muchas botellas
rotas por el impulso de los jóvenes que a veces se excedían en sus actos, con el
consiguiente destrozo de mesas y silletas. Al día siguiente la exorbitante
cuenta los dejaba turulatos; pero repuestos del mal momento, arrojaban los
billetes con el desenfreno propio del que sabe que el oro paga todo. Don Juan
supuso entonces que su hijo le estaba robando, de no ser así de dónde sacaba
el dinero para pagar esas bacanales reuniones; no obstante rendirle cuentas que
se ajustaban a las exigencias del caso. Entonces empezó a indagar valiéndose
de terceras personas que le iban informando de todo cuanto sucedía, incluso
recurrió a Lucas Romero, el infaltable compañero de contertulios, y fue él
quien lo sacó de dudas, al responderle con la habitual franqueza de siempre:
-Muchas cosas son ciertas don Juan, y si yo participo de estas reuniones es
porque en mi condición de acompañante de Richard debo cuidarlo y vigilarlo
de cerca; por mí, hablando con sinceridad, detesto visitar esos lugares y
preferiría mil veces quedarme en casa antes de soportar malas noches sin
dormir.
Explicación más que suficiente como para que don Juan quedara
satisfecho; pero en el fondo sentía una terrible cólera porque todo aquel
desbarajuste no se ajustaba a su modus vivendi. Claro que no reprochaba a su
hijo por el comportamiento propio de un joven, sino lo que lo aterraba y tal
vez le destrozaba anímicamente era el hecho de acostarse con mujerzuelas
cuya trayectoria en el bajo mundo estaba revestida de robos y hasta crímenes
cometidos por dopar con fortísimas drogas a sus eventuales víctimas.
Por eso un buen día, cuando Richard se disponía a marchar con su
cuadrilla, don Juan lo retuvo y esperó que toda la gente se fuera. A solas, en la
hermosa terraza de la suntuosa casa de madera, le increpó dura y ásperamente,
llamándolo pervertido, incapaz, irresponsable y mal hijo.
Richard Ríos al principio se sorprendió con la apabullante avalancha de
improperios, que en vez de molestarlo le hacían gracia y más bien resaltaban
su honrosa personalidad de buen muchacho, alegre y parrandero.
-Así como andas- decía el exaltado padre-, ¿Cómo puedes enamorar a la
señorita Quirós? Yo conozco a su honrosa familia y sé de la rectitud de su
padre y dudo que su única, adorable hija se junte con un perdido como tú, no
te da vergüenza que, llegado el momento, si es que se da, te arrojen a
patadas…
Richard Ríos escuchó a su padre en silencio. Desde su posición se divisaba
el fondo lacrimoso del río que se perdía en un recoveco forzado formado por
la confluencia de un montículo de arena y palos y el cercano bosque.
Impresionante resultaba la visión de la extensa selva vista desde la terraza y la
ubicación de los Siete Caminos era excepcional como punto de partida a
diferentes sitios.
-Hablaremos luego de mi regreso de Sicuani, recuerda que tu madre y yo
estamos de cargo en la fiesta Patronal de la virgen Inmaculada y por lo tanto te
quedarás a cargo de todo. Espero que te comportes como un hombre juicioso y
quiero buenos resultados.
Richard Ríos respiró hondo, absorbiendo con imperceptible alegría el
suave perfume de las flores del cercano jardín. Exaltado por la buena noticia
se retiró casi corriendo y mientras se embarcaba en el peque-peque, se
enfrascó en una serie de descabellados planes y como primera medida, pensó,
sería aprovechar al máximo durante el corto tiempo que duraría su condición
de encargado; luego podía hacer de su vida y ya no tendría que soportar la
vigilancia y el asedio pertinaz de sus progenitores. Después de todo contaba
con veintisiete años y era momento para labrarse un futuro digno. Como
primera medida, se reunió con todos los encargados de las seis cuadrillas y tras
un formal acuerdo los dejó marchar con la formal promesa de mejorar el
rancho y algunas regalías al final del contrato con cinco gramos adicionales si
se mejoraba la producción.
La gente no sólo recibió la noticia con alegría sino puestos de acuerdo
empezaron a trabajar con mayor decisión porque sabían que todo ofrecimiento
de Richard Ríos era cumplido.
Asimismo una cuadrilla se repartió para efectuar exploraciones dentro del
monte. Las playas ofrecían muy poco oro, y la renuente posición de su padre
por ampliar la explotación más allá del río, los había reducido a simples
conformistas, cuando más de uno de los vecinos, con verdaderas miras de
engrandecer sus lavaderos, habían encontrado cortes muy ricos y estaban en la
explotación abierta y eficaz con buenos resultados. Se sabía que los parceleros
de la margen opuesta habían encontrado a cinco metros de profundidad
material muy rico en chispas de oro, y ahora último estaban explotando día y
noche.
Las primeras buenas noticias se dieron después de un mes de infructuosa
búsqueda dentro del monte. Se hallaron tres sectores distantes a casi medio
kilómetro del río. La escasez del agua y la apabullante frondosidad del bosque
con la ingente cantidad de alimañas y mosquitos, habían sido los primeros
obstáculos. Richard Ríos, evaluó los materiales de cada uno de los sectores
que bautizó como Rojo, Gris y Oscuro respectivamente. Rojo y Gris
presentaba una cantidad más que regular como para una explotación acelerada.
Hizo los cálculos necesarios y llegó a la conclusión de que su gente debía
acostumbrarse a los trabajos dentro del monte y ordenó el descargue de
material que no excedía de un metro.
En cambio en el sector Oscuro, el material se hallaba a mayor profundidad
pero presentaba tal cantidad de chispas que bien se podría considerar un corte
rico. Reunidos todos los encargados discutieron como primera medida abrir
trochas de entrada a cada sector y en un claro de bosque entre el sector Rojo y
Gris, levantaron el campamento.
Lucas Romero y seis hombres más recibieron la orden de Richard Ríos
para habilitar el sector Oscuro, talando los árboles en una extensión de más de
dos hectáreas.
En efecto, como estaba previsto el descargue en el sector Rojo duró casi
dos semanas, al cabo de las cuales se instalaron los caballetes y sus respectivas
tolvas. Era miércoles para beneplácito de todos cuando comenzaron con el
ansiado lavado del material. Las motobombas impulsaban el agua turbia de los
pozos y el resultado al final del día fue de real sorpresa. Habían encontrado un
corte muy rico.
Se laboraba día a día con verdadero entusiasmo, pese a la presencia de los
molestosos mosquitos y la falta de aire fresco. El endemoniado calor los
sofocaba hasta la desesperación. Estuvieron bregando durante casi dos meses
y ya se disponían a realizar un nuevo descargue donde se suponía continuaba
el depósito de arena con abundante oro, cuando una lluviosa noche se produjo
la creciente del río y todo aquel lugar se llenó de agua turbia. Las viviendas
rústicas que se habían construido sobre gruesos tocones a un metro de altura,
soportaron la incontenible afluencia de las aguas desbordadas. Todo se echó a
perder en un instante. Los montículos de arena lavada volvieron a ser
arrastradas a los cortes junto al lodo y la basura de los alrededores.
Dos exploradores marcharon al sector Gris a constatar los destrozos de la
inundación. Se hallaba fuera de peligro y el agua no había llegado a ese lugar
por estar ubicado a mayor altura.
Por su parte, Lucas Romero y toda su cuadrilla se aparecieron en el
campamento donde hallaron a sus compañeros sumidos en el más espantoso
aburrimiento, adormilados en sus camastros, esperando que las aguas se
retiren a su cauce original. Lo cual estaba lejos de suceder por el momento.
Richard Ríos evaluó los destrozos y comprobó que nada se podía hacer
mientras no desaparezca el lodo. Entonces se reunió con los encargados y tras
deliberar la engorrosa situación, ordenó que la gente limpiara la trocha de
salida con el fin de averiguar el estado de la canoa que había quedado
amarrada a un árbol. En el campamento sólo quedaron las dos cocineras y un
peón que se hallaba resfriado. Todos iban felices chapuzando en el lodo y
luchando con los pequeños troncos que flotaban en abundancia. Habían sido
notificados para marchar al nuevo almacén de los Solís, distante a dos
kilómetros río abajo casi junto a la aldehuela de los nativos. Richard Ríos,
había manifestado que no podrían trabajar por varios días y esos días debían
utilizarlos en algo provechoso como por ejemplo alegrar el cuerpo con una
visita a los Solís.
Los casi treinta hombres iban silbando, riendo y cantando. Pronto avistaron
el gran río que estaba bien cargado y rugía presentando sus aguas de bote en
bote. La canoa había sido recostada contra los árboles de la ribera y se
mantenía a flote sin haber sufrido mella alguna en su recia estructura.
Lurigancho, con ayuda de dos buenos ayudantes, saltaron sobre la cubierta
de la embarcación con el fin de ponerla en condiciones como para que toda la
peonada se acomodara en los asientos. El gran motor dejó escuchar su
entrecortado tableteo y la hélice hirió el fondo del río con un rebullir intenso
de las aguas. La canoa enrumbó al centro del caudaloso río con toda su carga
humana, se deslizó por entre los tumbos y pequeñas palizadas.
Un cuarto de hora después recalaban en el rústico puerto del
establecimiento de los Solís, quienes sorprendidos vieron descender a muchos
hombres. Se alegraron bastante y prestos corrieron a recibirlos. Las dos
camareras se sacaron los mandiles y se arreglaron las ropas.
El establecimiento era una construcción de madera dividido en tres
ambientes. Presentaba en su frontis una especie de terraza con sólidas
barandas y repleta de mesas y sillas.
Richard Ríos y toda su gente prefirieron pasar al interior del local por el
ligero frío que hacía en esos momentos, y tomando asiento en sillas y bancas,
juntaron las mesas en hilera y sin más dilaciones pidieron cerveza en botellas.
Las tres mujeres y don Alberto Solís presentaron vasos y botellas y en un abrir
y cerrar de ojos prendieron el pequeño generador de luz. Todo quedó bien
iluminado. Richard Ríos ordenó cerrar todas las puertas y en exclusividad
tomaba en asalto la cantina para su gente sin opción a ser molestados por
persona alguna hasta que ellos se fueran. Pronto una radiograbadora dejó
escuchar unas cumbias de moda y muy populares entre los obreros. Richard
Ríos, como siempre alegre y locuaz, cogió a una de las camareras, a la más
hermosa, y entre aplausos y vivas de sus hombres bailó haciendo derroche de
gracia y altivez.
Las botellas de cerveza circulaban de mano en mano y ya vacías
terminaban en los cajones, y que la habilidad de la tendera llevaba la cuenta
sin equivocarse. Como esposa de Solís se hallaba sentada muy cerca vigilando
que todo marche a la perfección. Sin embargo, en el momento de mayor
dedicación a su labor de observadora, se vio acosada por varios hombres que
le suplicaban bailar una pieza. Con el consentimiento del esposo, lograba
satisfacer el deseo de los clientes hasta el momento en que ya pasados de
tragos se estaban aventurando a cogerla de la cintura con riesgo de estropear el
lazo corredizo de su falda o se llenaban la boca de lisonjas y piropos subidos
de tono. Debió el marido reparar el aprieto que pasaba su mujer, por lo que
pidiendo permiso a uno y otro logró tomarla de los brazos y lo alejó del lugar
con el pretexto de que iría a sacar más cerveza de la despensa; pero ya no
volvió, se encerró en su cuarto y dejó toda la carga al esposo y a las dos
empleadas que después de todo eran muy astutas.
Como los ánimos ya estaban caldeados, se habían formado grupos y
conversaban entre gritos y risas; y otros, los menos revoltosos seguían
disputándose a las dos camareras. Ellas, chillando a más no poder, se dejaban
arrastrar por uno y otro sin que aquello las molestara en absoluto, y ya algo
ebrias farfullaban frases de disgusto cada vez que alguno lo estrechaba entre
sus brazos. Llegó un momento en que fueron rodeadas por casi diez
mozalbetes, que entre sonrientes y felices, las levantaron en vilo y dando
grandes voces las pasearon por todo el perímetro del almacén, exhibiéndolas
casi semidesnudas porque en el desorden las habían destrozado los vestidos.
Al alboroto se acoplaron los demás hombres y en el colmo del asombro
observaban que aquel bello espectáculo se estaba poniendo muy interesante
porque habían visto el torso blanquecino de las camareras refulgir a los rayos
de los reflectores y aunque pareciera extraño aquello los puso al borde de la
locura y entre gruñidos desesperados esperaban verlas bailar sobre el tablado.
En efecto, las dos féminas, que se habían dado cuenta del inusitado interés de
los presentes por verlas actuar, se resbalaron de entre sus captores y chillando
de suprema felicidad, se ubicaron en medio de las mesas, arrojando a su paso
botellas y vasos.
Ante el jolgorio y el desmesurado entusiasmo de la treintena de
observadores, se sacaron los restos de ropa y arrojándolas como despojos, se
quedaron en calzones, mostrando una envidiable desnudez. Entonces
empezaron a bailar moviendo las caderas con increíble facilidad. Una
atronadora exclamación de voces roncas, aullantes, hizo retemblar el techo de
zinc. Al final volvieron a danzar esta vez una cumbia de moda y todos
quedaron anonadados, suspendidos en un halo de desconcierto que los había
reducido a bestias en celo y ya no se miraban como amigos sino como
contrincantes. Llegó un momento en que una de las bailarinas se sacó el
calzón y enarbolándolo por encima de su cabeza, empezó a bailar con mayor
disposición de ánimo, mientras gritaba:
-¡Viva la vida!
-¡Viva!- le respondían los enfervorizados borrachos.
La otra compañera al ver el éxito de su amiga, también se sacó la
minúscula prenda y arrojándolo a la enfervorizada muchedumbre mostró la
real belleza de un despampanante cuerpo bien proporcionado y bello en toda
su expresión.
Poco después, las dos bailarinas saltaron al piso y pronto fueron rodeadas
por una abrasadora fuerza de fuelles y una infinidad de brazos afiebrados que
se disputaban por apresarlas. Sin embargo, lograron aquietarse ante la
estentórea orden de Richard Ríos:
-¡Paso a las señoritas!
Las dejaron pasar con el estremecimiento de sus carnes y la sedienta
mirada de sus ojos que devoraban la sinuosa anatomía de aquellos bellos
cuerpos. Pronto las vieron perderse en la trastienda para luego reaparecer
vestidas con nuevas ropas. Esta vez aceptaron bailar con uno y otro, sin
importarles que les lanzaran procaces frases de admiración.
La fiesta continuó con el mismo entusiasmo hasta el amanecer. Muchos
terminaron agotados y muy pocos alcanzaron a llevarse a las dos camareras,
que no obstante haber ingerido abundante cerveza se mantenían lúcidas y en
sus cabales. Richard Ríos pagó la cuenta y todo quedó en paz cuando se
retiraron al medio día con visibles signos de estar aún ebrios.
Lurigancho, que era un experto motorista y un bebedor de cerveza que
nunca empinaba los codos, logró enrumbar la canoa hasta el campamento sin
ninguna novedad.
El agua se había retirado del bosque, dejando a su paso restos de palos,
yerbajos, lianas y abundante lodo. En el campamento pudieron constatar
consternados el destrozo del corte, que se hallaba lleno de agua y barro.
Por ese día los hombres se echaron a dormir en completa paz; pero al
amanecer del día siguiente marcharon al sector Gris, llevando todas las
herramientas necesarias como para rozar una hectárea de bosque.
La descarga de material resultó penosa por la abundancia de raíces muy
profundas. Sin embargo, lograron su propósito cuando comprobaron que el
material era muy rico en oro. Entusiasmados comenzaron con la ansiada
explotación hasta el día que hizo su llegada don Juan Ríos. Llegó echando
rayos por los ojos. Pronto se entrevistó con el hijo, amonestándole dura y
acremente por contravenir sus órdenes de continuar explotando en las playas;
pero cuando el diligente Lurigancho le mostró los baldes de arenilla con
buenas cantidades de oro, se calmó un tanto y supo disimular su enojo.
Richard Ríos explicó a su padre que el trabajo en el monte tenía sus
limitaciones en el sentido de que en cualquier momento podía desaparecer el
oro, como también se daba el caso de que podría ser una ingente reserva
explotable por meses e incluso años.
-Pero hijo, el descargue de material es una pérdida de tiempo, y los salarios
siguen corriendo, las provisiones siguen agotándose, entonces…
-Está bien, padre, pero es un riesgo que vale la pena probar. Y si gustas
puedo demostrarte la cantidad de oro que contiene cada balde.
Al final llegaron a un acuerdo favorable. En el sector Gris quedarían dos
cuadrillas. El resto de gente marchó al caserío principal donde se dispuso lo
necesario para seguir laborando en las playas. Es más, la última creciente
había dejado regado entre la lama abundante oro, y a esta circunstancia se
debía el enojo de don Juan, cuando comprobó que la única cuadrilla no se
abastecía para nada, y supuso que su gente se estaba desperdiciando en el
monte.
Por su parte, Richard Ríos, continuó bregando en el sector Gris, efectuando
pruebas en cada roce y su desengaño fue terrible cuando comprobó que sólo
existía oro en una franja estrecha de apenas tres metros. Pronto se abrió una
zanja profunda y era curioso observar la trayectoria sinuosa que iba
adquiriendo a medida que avanzaban entre las raíces y el bosque tupido. Valió
la pena el esfuerzo de los quince hombres al final de la producción, cuando
don Juan constató la cantidad de oro obtenido.
Todos los obreros y la única cocinera abandonaron el campamento y se
reintegraron a las demás cuadrillas, esta vez a órdenes del encargado principal.
Ni bien llegaron al caserío principal, se dieron con la sorpresa de hallar a
varios nativos de Puerto luz que estaban de pasada por los Siete caminos,
ofreciendo sus hermosas artesanías: collares multicolores, alforjas, aves
disecadas, hermosas plumas acondicionadas como abanicos, frotaciones
especiales contra el reumatismo y dolores musculares, tónicos afrodisiacos y
el famoso masato en porongos; en fin una serie de baratijas y adornos.
Lucas Romero se sobresaltó de tal manera al reconocer entre la comitiva a
varios parientes de Palmira y a una de las hermanas mayores, la gorda Isabel.
Se envolvió la cabeza con un pedazo de tela y dejando caer los bucles de su
larga cabellera, se aderezó los bigotes y frunció el ceño. Richard Ríos compró
dos gallitos de la roca disecados y una docena de pulseras con sus respectivos
collares. En cambio, Lucas Romero compró un pote de grasa de shushupe con
yerbas medicinales contra los dolores musculares y cuya efectividad conocía
de antaño. Conversó con varios de ellos y supo entre otras cosas que Palmira
tenía un gran almacén y era la viuda más asediada del Colorado. Para su suerte
nadie logró reconocerlo.
Se despidieron de todos, invitándolos a su tribu donde les ofrecerían
muchas novedades.
Richard Ríos dejó traslucir su inquietud al manifestar que deseaba conocer
a la bella Palmira. Dos días después marchaba a Mazuco, llevando los
hermosos presentes a su amada Esther. Lucas Romero habíale insinuado la
forma cómo debía presentar sus regalos. Antes de bajar del vehículo, Lucas
volvió a recordarle: “no te olvides de decirle: esta pequeñez es para ti por ser
la más bella flor del Inambari. Y verás que te recibirá muy complacida”.
Y fue así. Richard Ríos llegó esa noche al hotel radiante de felicidad y
como nunca dejó de asistir a los bares de su preferencia. Se pasó la velada
suspirando y rememorando los inolvidables momentos de idilio. Luego contó
que la bella Esther se había emocionado bastante y esa fue la causa para que
disfrutaran la tarde con efusivos besos y caricias. Besos que para Richard Ríos
significaban el comienzo de su dicha.
Y ni bien llegó a los Siete Caminos, se entrevistó en privado con su padre.
Luego de una acalorada discusión en el que sacaron a relucir sus diferencias,
llegaron a un satisfactorio acuerdo. Richard Ríos se desvinculaba para siempre
de sus padres para encauzar su vida por el único camino que supuso le abriría
las puertas del éxito: el trabajo. Dejó bien planteado su posición de seguir
explotando oro en el monte umbroso. Don Juan se adjudicó el derecho de
seguir explotando los sectores Rojo y Gris.
La madre se emocionó bastante y abrazando a su hijo mayor, le entregó
una cantidad de cheques y el padre se comprometió a brindarle todo lo
necesario durante los tres primeros meses.
Tres peones que ya salían de baja recibieron la jugosa propuesta de
Richard Ríos para formar el grupo. Artidoro Solís, brazo derecho de don juan
y su infaltable ayudante, el cholo José Huamaní, también se acoplaron al
equipo porque convinieron en que trabajarían como socios, aportando cada
uno una considerable suma de dinero.
Lucas Romero se alegró bastante cuando supo que contarían con una canoa
pequeña pero segura. Ese fue el gesto más noble de don Juan. Cuando
verificaron el fondo de la embarcación, encontraron que estaba atiborrado de
palas de corte, picos, mangueras, tolvas con sus respectivas zarandas, una
pequeña motobomba, tres carretillas casi nuevas y varias tablas de cedro.
Se instalaron en un claro de bosque, en la parte más alta. Las rústicas
cabañas estaban asentadas sobre tocones de pona a un metro de altura. El
techo estaba cubierto de gruesos plásticos y parte de las paredes estaba
revestida de lona embreada.
Entonces los siete hombres empezaron con el descargue de material. Era
una tierra oscura, muy fértil, que estaba llena de raíces, troncos y malezas. Fue
una ardua lucha trasladar toda la tierra hacia la parte baja, donde tras varios
piques efectuados comprobaron que era pobre en chispas de oro y es más sin
preverlo chocaron con abundante agua.
Durante un mes, exhaustos, pálidos por falta de aire puro, tenían frente a sí
una regular extensión de terreno abierto y listo para explotar.
Empezaron armando el equipo por la parte baja y a pesar de contar con
bastante agua, se hizo difícil lavar el material; pero alentador al final de cada
jornada cuando clarificaban el material. El primer balde resultó algo especial y
esa noche al amparo de la fogata, Richard Ríos, ratificó su posición de
compartir el oro entre los cuatro socios.
Dos meses después Richard Ríos partió a Mazuco a proveerse de víveres y
comprar de paso una motobomba grande y algunos metros de manguera. Por
el momento el corte quedaría a cargo de Lucas Romero, por ser el llamado a
ocupar el cargo de segundo. Actitud que no le pareció la correcta a Artidoro
Solís, que en el silencio de la noche, no dejó de comentarlo con su acólito; y
ambos, descontentos, desorientados y muy amargados, miraban al advenedizo
de Lucas Romero con cierta cólera y trabajaban a desgano sin importarles que
el resto se estaba rompiendo el lomo.
Cuando volvió Richard Ríos, traía como acompañante a una joven de unos
veinte años. La instaló en su cabaña y manifestó que trabajaría como cocinera.
Nadie dijo nada. Lucas Romero tuvo que mudarse a la cabaña de los peones.
Con la nueva motobomba de mayor potencia y la adquisición de nuevas
mangueras, se logró captar abundante agua y el trabajo se hizo menos pesado.
En cada ocasión y para beneplácito de todos, los baldes y tinas de material
acumulado se pusieron en fila delante de las cabañas, recubiertas con algunas
ramas de palma.
Durante el día el calor era insoportable y la abundancia de mosquitos era
tal que como pequeñas nubes se arremolinaban alrededor de los hombres
sudorosos. Lucas Romero se sintió algo mortificado por la presencia de la
cocinera que lo había alejado de Richard Ríos. Éste, a pesar de su jovialidad,
se mostraba parco y reservado y sólo se limitaba a ordenar y ordenar mientras
gruñía como un cerdo. Después supo que Esther se había negado a aceptarlo
como pareja y que en el atardecer de una brumosa tarde de abril habíale
ratificado su negativa aduciendo que lo pensaría por lo menos un año.
-Piensa Lucas, un año para darme la respuesta; no, por eso opté traerme
una querida, en fin soy joven y el resto me importa un comino…
Lucas Romero argumentó en su condición de amigo y consejero que la
actitud de Esther era la correcta. Una buena y honesta mujer siempre se daba
el suficiente espacio como para que lo respeten y acepten sin condiciones.
Terminó observando el mal proceder de Richard Ríos, que estaba dejándose
arrastrar por sus instintos primitivos al juntarse con la cocinera. Situación
embarazosa que le estaba quitando autoridad y respeto por parte de sus
trabajadores. Además resultaba afrentoso, increíble, inaudito, el hipócrita
juramento de amor, sumisión y eterno rebullir de sus falsos sentimientos a la
dama de sus sueños, al traicionarla de aquella mísera y vulgar manera, todo a
espaldas suyas.
-Tal vez tengas razón, amigo mío. Pero lo hecho, hecho está y no hay
vuelta que darle.
Volvió a cometer el mismo error cinco meses después, cuando la cocinera
presentó signos de anemia, y unas heridas hondas, supurantes, en las dos
piernas la habían afectado terriblemente y su salud decayó de tal manera que
Richard Ríos se puso a temblar cada vez que la veía desmayarse en el
momento menos pensado.
Cargó con los enseres de la muchacha y partió a Mazuco, dejándola en
manos de unos buenos amigos que se encargarían de hacerla curar. Para tal
efecto dejó pagado los medicamentos y los honorarios del enfermero. Dalila,
la cocinera, por su parte recibió de manos de su eventual empleador, cien
gramos de oro. Se despidieron con la certeza de que nunca volverían a verse.
Volvió a los Siete Caminos esta vez con una nueva cocinera. Era una
alegre y grácil muchachita de unos dieciocho años, proveniente de un
pueblecito de Abancay. Era menudita y perspicaz y bastante asequible. Desde
un primer momento congenió con todos los trabajadores y se ganó el aprecio
general.
Esta vez los obreros se sintieron muy alegres. Poseídos por una irresistible
fuerza de proporciones desconocidas, se desvivían en buscarla día y noche. La
buscaban cuando Richard Ríos dormía a pierna suelta y en el silencio de la
noche y tras unas mantas la poseían turnándose en completo orden y con la
consigna de mantenerse alerta; pero la alegre, dicharachera y robusta joven
chillaba como una energúmena y se burlaba de todos ellos por ser unos tontos
cobardes.
Lucas Romero sabía de estos encuentros y desde su cabaña simulaba no
enterarse de nada. Al día siguiente miraba a la cocinera y al verla atareada en
la cocina con su carita inocente de mosca muerta, quedaba apabullado y no
quería aceptar que estaba frente a una verdadera loba cuyo correcto
comportamiento frente a los hombres podía desconcertar al más conspicuo
observador. Es más, los trabajadores, a la hora de la merienda desfilaban frente
a la cocina demostrando mucha seriedad y respeto; pero ni bien se recogían a
sus cabañas, después de la cena, esperaban ansiosos en sus escondrijos. Una a
dos horas después la veían aparecer en ropas ligeras. Y ella comentaba con el
mayor desparpajo que Richard Ríos ya estaba roncando a más no poder hasta
el amanecer. Celebraban la ocurrencia con risas forzadas y trataban de bajar la
voz en previsión a ser escuchados por Lucas Romero y tal vez por el mismo
Richard Ríos; pero, Julia Rosa, la menuda chiquilla de los pezones de vaca, se
moría de la risa, mientras que el más desenvuelto de sus acompañantes, lo
jalaba al rincón preferido donde ya estaba habilitada una mullida cama.
Lucas Romero supo tiempo después, que la escurridiza Julia Rosa se valía
de ciertos somníferos que aplicaba a la taza de café de Richard Ríos, para
sedarlo y tener la noche libre.
Los cinco peones estaban felices de la vida y como nunca se pasaban las
jornadas de lavar el material, silbando y cantando, sin importarles el terrible
calor y los millares de mosquitos que asolaban el corte. Richard Ríos y Lucas
Romero se hallaban más que satisfechos por la excepcional cantidad de oro
que recogían cada tarde y habían calculado que por cada balde estarían
obteniendo un mínimo de cien gramos. Además habían efectuado pruebas a un
metro más de profundidad y resultó halagador cuando presenciaron que las
chispas iban en aumento y hasta pensaron que habían chocado con un
botadero. Depósito que en miles de años se acumuló en ese sector y que al
pasar los siglos el antiguo cauce del río se cubrió de árboles y plantas
pequeñas y que la floreciente selva se glorificó al cubrir con sus desechos
orgánicos todo vestigio de arenilla.
Para suerte de Richard Ríos y trabajadores, don Juan no se aventuró a
meter sus narices en el nuevo corte. Sabían que se hallaba ocupado y no
disponía de tiempo para una formal visita. Sus playas estaban llenas de rico
material y por el momento no necesitaba recurrir a la explotación de ningún
corte. Alguna vez había manifestado que sólo lo haría en un supuesto pero
improbable caso de un inesperado desviamiento del rio por su antiguo cauce
Todo podía pasar en la naturaleza y sabía de sobra que el bullicioso río
Puquire era como una mujer voluble acostumbrada a sorpresas imprevisibles;
pero por el momento el gran río seguía rugiendo por sus tierras, seguía
asolando las desérticas playas con sus continuas crecientes, y la vida
continuaba con ese lento discurrir como las mismas aguas.
Cuando las torrenciales lluvias azotaban la frondosa selva, toda actividad
dentro del monte se suspendía por la acumulación de agua y barro que
imposibilitaba el continuar trabajando aunque lo quisieran. Por eso Richard
Ríos y su gente se abocaban a frotar la arenilla de los baldes con azogue y
pronto las bateadoras iban captando codiciadas porciones de oro. Estas
porciones blancas eran quemadas luego entre las brasas del fogón y el
resultado eran unas planchas amarillentas y que a los ojos de los hombres
representaba toda una fortuna, considerando que aún contaban con ingente
material depositado en un tonel de plástico. Julia Rosa, la pequeña cocinera,
atisbaba inquieta los codiciados trozos pasar de mano en mano y llegado el
momento de poder apreciar la aspereza del material que pesaba dado su
tamaño, se quedó pasmada cuando Richard ríos dijo que cada planchita
oscilaba entre los trescientos gramos.
Todo el oro fue depositado en un cofrecillo de madera y colocado sobre la
única mesa que había dentro de la cabaña de Richard Ríos. Para mayor
seguridad se puso un buen candado y las llaves entregadas a Artidoro Solís. -
Las llaves quedan en buenas manos- dijo Richard Ríos-. Esto es para evitar
suspicacias y es más el oro es de todos y ya llegará el día en que nos
repartamos como quedó acordado. Por el momento continuaremos trabajando
hasta donde se pueda.
Artidoro Solís protestó por ser elegido y a regañadientes aceptó las llaves
asegurando que era una responsabilidad muy delicada. A partir de esa fecha,
las dos llaves amarillentas colgaban del cuello de Solís y jamás se desprendía
de ellas. En cuanto a las visitas nocturnas de la menuda Julia Rosa a los cinco
ansiosos noctámbulos, se vio frustrado por el repentino cambio de horario de
Richard Ríos en acostarse. Prefería estar despierto hasta la medianoche
elaborando intrincados planos de supuestos cortes que existían dentro del
monte y que su afiebrado cerebro se afanaba en hurgar por los vericuetos
perdidos de un remoto recorrido del antiguo río, primitivo y lejano, lleno de
chispas de oro en su cauce turbio. Elaboraba supuestos recorridos tomando
como referencia el comienzo de Los Siete Caminos y a través de sesudas
observaciones había concluido que por la parte baja, muy cerca de donde se
hallaba el terreno era tan llano que continuamente se inundaba el gran bosque
y las posibilidades eran muchas, de ahí que había encontrado los tres sectores
en un radio de apenas un kilómetro cuadrado; pero el sector Oscuro era tal vez
un antiguo recodo de río por la abundante cantidad de arena depositada a cinco
metros de profundidad y lleno de chispas de oro. Elaboró un croquis teniendo
en consideración la posición y el desnivel del terreno que se adentraba siempre
hacia el este, hacia el fondo brumoso del gran bosque profundo y eterno. Por
alguna razón o capricho de la naturaleza, el actual lecho de río avanzaba
paralelo a este desnivel cerca de tres kilómetros para luego desviarse hacia el
original y antiguo cauce porque supuso que siempre había sido así.
Una mañana, Artidoro Solís, que se hallaba aquejado de fuertes dolores
estomacales, salió hacia el monte tomando el camino que bordeaba los
profundos zanjones, y se volvió de inmediato al campamento. Comunicó a sus
compañeros que el lugar del trabajo estaba lleno de agua. Richard Ríos explicó
que ya se hallaban al nivel de los pozos de la parte baja. Lamentó esta
desagradable eventualidad que los dejaba sin trabajo por el momento. No
quedaba otro remedio que rozar el monte en la parte superior con el fin de
arrojar el descargue hacia la pequeña laguna.
Tras sucesivos piques en diferentes lugares comprobaron que se hallaban
dueños de un nuevo corte con igual cantidad de chispas de oro que el anterior
corte inundado. Pronto se armaron las tolvas y el trabajo se inició sin
contratiempos.
Una noche, la menuda Julia Rosa se presentó de sorpresa en el lugar de
siempre y comunicó a sus amigos de velada que había salido solamente por un
instante con el fin de llegar a un acuerdo si querían seguir gozando de sus
favores. En escueta y atropellada explicación manifestó sus pretensiones de
seguir visitándolos si accedían a prestarle ochenta gramos de oro por cabeza o
de lo contrario cortaba toda relación y asunto concluido.
-¡Tanto oro!- gritaron los exaltados obreros perdiendo la paciencia.
Pero ella se mantuvo impertérrita en sus pretensiones y además ratificó su
pedido aduciendo que necesitaba de urgencia una regular cantidad de dinero
para construir una pequeña casita en San Lorenzo donde contaba con un
regular terreno y que a la sazón estaba habitado por su madre y una hermana,
quienes ya estaban hartas de vivir en una covacha de carrizos y techo de
palma.
Artidoro Solís y sus compañeros quedaron en que lo pensarían mejor y tal
vez cualquier día llegarían a un satisfactorio acuerdo. Por las noches, a partir
de esa fecha, preferían cantar dulces huaynos mientras iban bebiendo masato.
Esta aparente resignación no duró por mucho tiempo y el primero en mostrar
signos de debilidad fue el propio Solís, quien en un momento de nostalgia dejó
notar su pesadumbre al comentar que la dura faena en el corte lo estaba
aniquilando a pesar de su esfuerzo por mantenerse sereno y juraría que cada
jornada le resultaba penosa y muy difícil de sobrellevar dado el infernal calor
y la abundancia de mosquitos. Entonces se armó de valor y en representación
de sus compañeros habló con Richard Ríos sobre un pequeño adelanto, y su
sorpresa no dejó de abatirlo cuando escuchó que no sólo les daría la cantidad
solicitada, sino que estaba resuelto para dejarlos partir por una semana de
vacaciones a Mazuco.
Con el oro entre manos, los hombres se apresuraron a buscar a Julia Rosa y
sin mucho esfuerzo la abordaron en la cocina. Hablaron lo necesario y
llegaron a un satisfactorio acuerdo.
Todo volvió a su normalidad y las faenas resultaron aparentemente livianas
y no se pensó en otra cosa que no fuera lavar el material con verdadera pasión.
Terminada la jornada antes de las cuatro de la tarde cuando el sol arreciaba en
todo su esplendor, se daban un reconfortante duchazo. Para tal efecto
disparaban el agua a los árboles y gozaban de las frías gotas que caían a
raudales. Luego se echaban a dormir hasta las siete, hora de la cena.
Alumbrados por un potente petromax, conversaban, reían y bromeaban
mientras jugaban a los casinos y esperaban que Richard Ríos se retire a su
cabaña y que el taciturno Lucas Romero ocupe su camastro de siempre.
Luego, uno a uno, se escurrían al escondite preferido y esperaban ansiosos la
llegada de Julia Rosa. Habían preparado un reducto amplio y cubierto de un
mosquitero. Cuando las noches eran tranquilas y sin visos de aguacero,
preferían quedarse en el lugar. Y fue esta mala costumbre que los perdió a
todos. Sin preverlo se habían quedado dormidos y cerca al amanecer, cuando
ya se vislumbraba sobre la copa de los árboles una tenue claridad, los despertó
Richard Ríos:
-¡Qué significa esto!
Miró a sus hombres con estupor y a la menuda Julia Rosa que estaba
desnuda en medio de todos ellos. Ésta no pareció inmutarse frente a este hecho
y muy al contrario con la desfachatez propia de su edad, tomó su bata y se
escurrió sin prestar atención a las humildes disculpas de Solís que no sabía
cómo explicar el hecho.
Richard Ríos se retiró encolerizado por la actitud de la cocinera. La
encontró disponiéndose a preparar el desayuno. Se le acercó con una
avalancha de improperios en las que dejaba traslucir todo su enojo y amargura
al burlarse de su persona de la manera más burda e inconcebible con sus
propios hombres.
-Yo no tengo por qué darle explicaciones, señor- dijo la iracunda Julia
Rosa, enfrentándose con resolución a su desarticulado patrón.
Luego de arrojar algunos leños al fogón, añadió:
-Es más, yo soy libre de hacer de mi vida lo que se me plazca, tú no eres
mi padre y yo no te pertenezco…
Y como viera que Richard Ríos continuaba con sus denuestos, subió a la
cabaña a recoger sus enseres y haciendo un pequeño envoltorio salió hacia
afuera. Sin despedirse de nadie se marchó por la trocha rumbo al río. Sabía
que de todas maneras pasaría una canoa en cualquier momento. De no ser así
conocía de sobra el monte y estaba en condiciones de llegar al campamento
principal de los Siete Caminos.
En el campamento todos quedaron apesadumbrados y ese día se laboró en
el más completo silencio y sin mucho entusiasmo. Lucas Romero quedó a
cargo de la cocina. En cambio Richard Ríos, a pesar de hallarse avergonzado y
muy dolido por la partida de Julia Rosa, no dejó de expresar su ligereza al
conducirse como un tonto. Y sin poder remediar su imperdonable error,
observó la producción del día. Por la noche comunicó que marcharía a
Mazuco a conseguir una nueva cocinera. Además aprovecharía la ocasión para
proveerse de víveres y adquirir un barril de gasolina. Volvió con la novedad de
un pequeño generador de luz y una potente radio grabadora y una variedad de
cintas. Además le acompañaban dos jóvenes agraciadas y altas. Eran las
hermanas Alarcón.
En el campamento se vivió momentos de alegría por el advenimiento de
las dos féminas que resultaron ser muy parlanchinas y muy aficionadas a las
bebidas espirituosas. La Mayor era alta, corpulenta y de formas voluminosas
bien proporcionadas. Era la más alegre y se llamaba Rosa Elvira. En cambio la
hermana menor era hermosa de rostro y medio delgada, decía llamarse María
Esther. Desde un principio intimaron con los peones y los trataban como si
fueran viejos amigos.
Los cinco obreros alabaron la gracia y el donaire de cada una de ellas; pero
todos se inclinaron por Rosa Elvira, los atormentaba tal vez sus abultados
pechos que parecían demasiados grandes para caber en una ligera bata.
Richard Ríos, por su parte, no se interesó por ninguna y prefirió que su
gente se distraiga a sus anchas y que en el iluminado campamento
improvisaran noche tras noche desordenados bailes. Algunas veces participaba
en la reunión y bebía algunos vasos de masato y acompañaba a las hermanas a
cantar hermosos huaynos cusqueños. Ambas tenían una deliciosa y bien
modulada voz que subyugaba al solo escucharlos. El característico acento
melancólico que imprimían a sus canciones, producía en los obreros un
verdadero sentimiento de hondo pesar, y tocados en lo más sensible de su ser,
lloraban abrazados.
Richard Ríos había logrado que su gente se infunda de valor, de coraje y
voluntad, para trabajar con más empeño; y los resultados estaban siendo
halagadores en el sentido de que la producción había aumentado después de la
llegada de las cocineras.
El actual corte seguía ofreciendo su dádiva a tan solamente tres metros de
profundidad. Por decisión unánime se desistió avanzar hacia el fondo por
temor a una nueva filtración. Se continuó avanzando hacia adelante, siguiendo
el sinuoso curso de la arenilla que a intervalos cortos parecía perderse entre la
tierra repleta de raíces. Sin embargo el entusiasmo general crecía cuando, al
final del día, clarificaban la arenilla y podían observar el ribete amarillo que se
dibujaba como una pestaña grande en el plástico.
Esta aparente felicidad, de pronto se vio interrumpido por un inesperado
hecho que desbarató en segundos toda la magnífica organización. Richard
Ríos, una mañana, salió de su cabaña lanzando desesperados gritos. Al
alboroto acudieron todas las personas y presenciaron atónitos el gran forado
efectuado en la lona embreada de la parte trasera colindante con el bosque.
-¡Señores!- dijo Richard Ríos- Nos han robado el oro.
Todos se miraron desconcertados y nadie osó preguntar por el supuesto
ladrón. Las evidencias estaban claras por la ausencia de José Huamaní. Fue
María Esther, quien explicó a grandes rasgos haberlo visto por la madrugada
esfumarse entre los árboles, cargando un pequeño bulto en el costado
izquierdo y llevando un machete en la mano derecha.
La sorpresa del robo los dejó paralizados y nadie decía nada, hasta que
Lucas Romero levantó la voz y dijo que Huamaní no debía estar muy lejos
considerando que el avance por el monte tupido se hacía muy tedioso por la
abundancia de lianas y zonas pantanosas. Por las señas y el rumbo tomado,
Huamaní se dirigía al sector Gris de donde le sería fácil llegar a las riberas del
río.
-¡Maldito traidor!- gritó Artidoro Solís-. Hay que seguirlo.
De inmediato se caló el sombrero, y tomando un machete y la escopeta de
retrocarga, saltó cuan ligero era los pequeños montículos de arena y en un
abrir y cerrar de ojos, desapareció en el bosque.
Mientras tanto, Richard Ríos, ordenó que cada dos hombres marcharan a la
salida de los sectores Gris y Rojo. Él por su parte marchó hacia el
campamento principal de los Siete Caminos, con el fin de notificar a toda la
peonada sobre el ladrón cuya cabeza tenía un precio.
En el campamento quedaron las dos hermanas y sin mucho apuro se
pusieron a preparar el almuerzo sin importarles en absoluto todo aquel
desbarajuste porque desconocían la cantidad de oro hurtado.
Al atardecer volvieron los hombres sin ninguna novedad. Richard Ríos
refirió que en el campamento ya todo estaba vigilado y todos estaban ansiosos
por ganarse la jugosa recompensa.
Por su parte, Artidoro Solís, volvió casi al anochecer con las botas llenas
de barro y lodo. Mostraba un rostro tranquilo y parecía no estar preocupado.
Depositó la escopeta sobre el montículo de leña y colgando su sombrero en
una saliente de palo se reportó con Richard Ríos: No había podido seguir las
huellas porque los había perdido entre la densa floresta, el habilidoso Huamaní
se había esfumado en el bosque.
Lucas Romero, como el encargado de guardar las herramientas y armas,
recogió los machetes que estaban tirados por el suelo, asimismo cogió la
escopeta por el cañón y lo observó al derecho y al revés. Consternado
comprobó que el arma había sido utilizado porque se sentía el olor a pólvora
fresca. No dejo de transmitir su preocupación a Richard Ríos con un
disimulado guiño. Artidoro Solís continuaba hablando sobre el desertor y
aseguraba de todas maneras que caería tarde o temprano. Una noche en el
bosque era lo más atroz de la vida por la asolada de una infinidad de alimañas
y terribles víboras. Divertido se echó a reír de buena gana y aceptó una taza de
café. Sus compañeros lo miraban a hurtadillas y estaban confundidos por la
falta de apetito de aquel grandulón cuando todos sabían que era el más glotón.
Los tres obreros pidieron hablar con Richard Ríos. Ya llevaban un buen
tiempo a su lado y habían optado por marcharse. Solicitaban sus pagos como
se había acordado. Lucas Romero y Artidoro Solís, propusieron que la
sociedad se disuelva por una simple cuestión de seguridad y para evitar en lo
sucesivo desagradables sorpresas. Richard Ríos estuvo de acuerdo y prometió
que sería justo con cada uno de ellos.
Como primera medida empezaron por azogar todos los baldes y tinas de
arenilla y provistos de bateadoras captaron las bolas blancas para depositarlas
en pequeños moldes de zinc. Tras muchas penalidades, al final, lograron reunir
setentaitrés planchitas de oro.
Los tres obreros recibieron sus pagos más una cantidad razonable por
colaborar en todo momento. Las hermanas Alarcón previendo que ya no sería
necesaria su participación en la cocina, decidieron marcharse tras los tres
obreros. Richard Ríos en vano trató de retenerlas, aduciendo que contrataría
nuevos peones para seguir explotando el corte que aún tenía bastante oro. Pero
ellas prefirieron marcharse porque habían comprobado que no existía
seguridad alguna. Es más desconfiaban de todos los hombres y les causaba
terror la libidinosa mirada de Artidoro Solís y su consecuente obsesión por
enamorarlas día y noche.
Por lo tanto en el campamento quedaron tan sólo los tres hombres: Richard
Ríos, Artidoro Solís y Lucas Romero.
Las planchitas de oro entonces fueron alineadas sobre una mesa que había
en el patio y tras formar tres grupos, Richard Ríos hizo una exposición sobre
la bondad de la naturaleza al ofrecerles una regular cantidad de oro, y que en
esta oportunidad deseaba cumplir con lo pactado. Estaban frente a los tres
montones y podían coger su parte sin apelar a los acostumbrados estados de
descontento y amargura que arrastraba esta clase de faenas. Entonces Solís se
plantó sobre sus robustas piernas y adoptando una postura bravucona propia
del miserable que se siente corroído por la codicia, dijo en estos términos:
-Don Richard Ríos, seamos prácticos y muy leales a nuestros principios.
La explotación del sector Oscuro se efectuó con la participación de cuatro
socios. Lamentablemente uno desertó de la manera más cobarde llevándose
una buena cantidad de oro y tal osadía tal vez le costó la vida. Esto es muy
probable y no nos interesa el resto; pero Huamaní es mi compadre y como tal
mi vecino, conozco a la mujer y a sus cinco hijos y yo me tomo la libertad de
coger su parte para entregárselo a mi comadre…
Richard Ríos quedó pensativo y muy confundido. Observó al taciturno
Lucas Romero, que impertérrito tenía la mirada puesta en el fondo del bosque
donde una manada de monos aulladores habían hecho su aparición y
avanzaban desgajando ramas y frutos. En efecto, Romero hubiera preferido
correr tras los monos que escuchar a aquel deslenguado, hipócrita y traidor,
que fungía estar dotado de un noble corazón, cuando en realidad lo que le
hacía abortar toda aquella sarta de mentiras en el fondo era su roñoso apetito
por apercollar con la mayor cantidad de oro.
-Escucha bien amigo Solís- dijo Richard Ríos-, la suerte nos ha gratificado
con bastante oro…Aquí tenemos tres porciones y yo cumplo con mi
ofrecimiento. Ahora si gusta lo toma o lo deja. Es más yo no tengo que ver
nada con Huamaní, en ningún momento lo arrojé ni le causé molestia alguna
para aburrirlo. Desde el momento que cometió el robo para mí es un vulgar
ladrón y no me interesa que esté vivo o muerto. Por lo tanto no tengo ninguna
obligación de cumplir con su familia.
La mofletuda cara de Solís se tornó rojiza. Gruesas gotas de sudor
empezaron a correr por su agrietado rostro, arrastrando todo el aceite y
suciedad de los cabellos desordenados. Sus ojos eran dos ascuas que giraban
en los orbiculares mirando el montón de oro y a los dos hombres. Tragó con
dificultad la saliva y aclarando la voz con estornudos innecesarios volvió a
argumentar que su condición de amigo y vecino le irrogaba ciertos derechos
como para cautelar los intereses de toda la familia de su compadre.
Los dos hombres se enfrascaron entonces en acre discusión, disponiéndose
ya a liarse a golpes y cada cual, arrufados como dos bestias en acecho,
arrojando espumarajos de las bocas, se miraban furiosos. Fue en ese momento
crucial, Lucas Romero trató de mediar y apaciguar los alterados ánimos y con
la parsimoniosa calma de todos los días se dispuso a hablar. De pronto silbó un
pesado leño maniobrado por Solís y tras una rápida parábola trazada en el aire,
se estrelló en un sordo golpe propinado en la frente de Romero, quien no tuvo
el necesario tiempo como para eludir el golpe y cayó al suelo sin proferir un
grito y manando abundante sangre de la terrible herida que se abrió como una
rosa en floración.
Richard Ríos lanzó un pavoroso grito de espanto, saltó hacia un costado y
corriendo al lado del caído amigo que agonizaba al parecer, trató de
reanimarlo sacudiéndolo de los hombros y sólo consiguió mancharse de sangre
las manos y parte de los antebrazos.
-¡Asesino, asesino maldito!- gritaba Richard Ríos-. Lo has matado sin
causa alguna.
Solís tenía aún entre las manos el pesado leño y sonreía con los ojos
desorbitados por la intensa emoción sin importarle en absoluto el dolor de su
antiguo patrono y socio.
-Ahora somos dos y ya no podrás imponer tus caprichos- grito el asesino-.
Romero y tú pensaban deshacerse de mí, no. Pero ahora somos los dos solitos
y por lo tanto me corresponde la mitad.
Richard Ríos miró asombrado al encargado de su padre, al hombre fuerte,
dócil, fiel y muy servicial, respetado por los Ríos y temido por los peones que
veían en aquel hombre el prototipo de mayordomo inflexible y muy apegado a
cumplir con la orden impartida y escrupulosamente celoso con la puntualidad;
pero nunca ambicioso. Al contrario se le conocía como un hombre recto y muy
respetuoso del bien ajeno. Richard Ríos captó la faceta oculta del ocasional
socio y todas las sospechas sobre la desaparición del infortunado Huamaní en
el monte se vieron ratificadas en ese crucial momento cuando miró los ojillos
inyectados en sangre del brutal asesino. Entonces incorporándose de su
incómoda posición, por última vez dejó sentada su posición de repartir en tres
porciones el oro. La parte correspondiente a Romero quedaría depositada en
manos de su padre, en el supuesto de un futuro reclamo. Cogió la bolsa de
lona y pedazo por pedazo los pequeños lingotes fueron desapareciendo en el
fondo. Solamente quedó el montón destinado a Solís.
-¡Un momento!- gritó Solís fuera de sí-. Dije que me corresponde la mitad
y no aceptaré tus caprichos.
Había avanzado un paso y tenía entre las manos el pesado leño
ensangrentado. Ya no sonreía sino miraba con los ojos entornados y una
expresión feroz que espeluznaba al sólo verlo.
Richard Ríos se mantuvo a la expectativa y midió a su oponente. Coligió
que su intención ya no era la de un hombre pidiendo su parte sino tenía frente
a sí a un engendro del infierno dispuesto a llegar hasta las últimas
consecuencias con tal de obtener la mayor cantidad de aquellos preciados
lingotes.
-Mira Solís- dijo Richard Ríos tratando de mantenerse sereno-,
arreglaremos cuentas en el campamento de mi padre, por el momento coge tu
parte…
-Dije aquí y yo no tengo por qué ir al campamento de tu padre. El trato es
contigo.
-Pues, ya tienes tu parte y adiós.
Se volvió de espaldas llevándose el pequeño talego. Ni bien dio dos pasos,
un terrible golpe le impactó en las espaldas, arrojándolo al suelo y quitándole
el aire de los pulmones. Por mero instinto se volvió levantando las dos piernas
al aire y esta oportuna maniobra le salvó de recibir nuevos golpes en los
órganos nobles. Una lluvia de desordenados palazos le cayeron en las botas y
algunos que fueron esquivados se estrellaron contra la cercana mesa, que salió
disparada por los aires con los pedazos de oro. Esta milésima de tiempo le
sirvió a Richard Ríos para incorporarse de un ágil salto y tomando un leño
similar se enfrentó al desconcertado Solís, que empezó a bailotear en torno,
buscando un ángulo para lanzar su ataque; pero nunca se imaginaría que
Richard Ríos, muy seguro de sí y con una extraña guardia lo esperaba muy
atento al menor movimiento.
Los dos adversarios se midieron esta vez por un buen rato. Habían quedado
con los palos en alto y no se movían para nada. Sin embargo, Richard Ríos se
ladeó de costado haciendo un quite a la derecha y con una rápida maniobra de
sus caderas, se enderezó y atacó por el flanco izquierdo que estaba
desguarnecido y logró descargar el palo en el rostro de Solís. Recogió el brazo
armado y aprovechando el momento de confusión y terror de su enemigo,
volvió a descargar otro feroz golpe entre las manos haciéndole soltar el pesado
leño. Aulló de dolor el sorprendido Solís y rugiendo como un loco se abalanzó
sobre su presa con las manos hechas garfios. Un nuevo impacto en plena
coronilla lo dejó en su sitio, trastabillante y próximo a caer en el piso. Richard
Ríos, acezante, fuera de sí, se quedó quieto y muy temeroso de lo que había
hecho. Entonces arrojó el palo a un costado y se aprestó a marcharse, cogiendo
la bolsa de lona. Esta actitud desenfadada y torpe sería el peor error de su vida,
cuando sin proponérselo volvió la vista y alcanzó a ver al energúmeno de Solís
que gritando a más no poder se le abalanzaba armado de un filoso machete.
Apenas tuvo el escaso tiempo para coger el primer leño y a pesar de sus
escrúpulos, bloqueó un terrible machetazo dirigido a su cabeza. Entonces, esta
vez, comprendió que la cosa ya no era un simple lío de golpes sino la
intención de aquel sujeto era liquidarlo. Por vez primera sintió un sudor frío y
un terrible miedo a la muerte. Después de todo la vida era un hermoso don que
valía la pena conservarla y en aquella oportunidad adquiría un valor único en
esa mañana de agosto y viernes para desgracia, viernes trece. Vaya terrible
coincidencia. El sol refulgía entre las ramas de los árboles y a la distancia
algunas nubes parecían copos de nieve. Una bandada de hermosos
guacamayos cruzaba el espacio lanzando alegres chillidos y desde alguna parte
del monte plañía un tucán. Richard Ríos, retrocedió tratando de esquivar la
andanada de golpes que llovía desde todos los flancos. Sin poder coordinar sus
movimientos, lanzó un terrible grito cuando sintió el primer machetazo abrirle
una profunda herida en el antebrazo derecho, de donde empezó a manar
abundante sangre. Esto lo enfureció y luchando por su vida lanzó el primer
golpe sobre el rostro de Solís, logrando romperle la nariz y parte del pómulo.
Éste retrocedió un paso, trastabilló un poco y gritando a más no poder, dejó
caer el machete en un feroz mandoble como para partir en dos a su oponente si
es que lograba alcanzarlo. Oportuno resultó el salto que efectuó Richard Ríos,
pero no lo suficiente como para eludir un refilón muy peligroso en el muslo
izquierdo, desgarrándole al parecer un tendón, pues a pesar de sus denodados
esfuerzos por mantenerse en pie, cayó al piso de espaldas sobre la ruma de
leña. Se produjo un ensordecedor ruido de la madera seca al desmoronarse al
piso. Fue en ese momento que Richard Ríos vio la escopeta al alcance de sus
manos y sin más dilaciones ni perjuicios y viendo que se estaba debilitando
por la pérdida de sangre, miró a Solís que se le echaba encima ya con la
seguridad de rematarlo de una vez por todas. Entonces jaló la palanca con
decisión en el preciso instante que un terrible golpe de machete se le estrellaba
en la cabeza y se producía un estremecedor estampido de escopeta. En el
último momento de nebulosa observación alcanzó a divisar a su pesado
enemigo caer a sus pies y en su afán por mantener abiertos los ojos vio la
circunvalación de los eternos árboles que bailoteaban en torno y lejano, muy
lejano escuchaba el alboroto de las aves espantadas que remontaban el vuelo.
Poco a poco, debilitado en extremo por la pérdida de sangre se fue sumiendo
en una opresora, lenta oscuridad…
Dos horas después de este infausto suceso donde se apreciaba el desorden
y manchas de sangre coagulada entre los leños, Lucas Romero volvió en sí.
Muy debilitado por el estado en que se hallaba y casi mareado por el intenso
dolor que le aguijoneó el cerebro, se incorporó a medias y paseó la mirada por
el teatro de los hechos y comprobó in situ la catástrofe, el final de una lucha de
dos hombres que divergían en sus apreciaciones y apetencias, en sus sueños y
codicia.
Apremiado por la terrible realidad que sus sentidos alcanzaron a sopesar el
terrible final, se incorporó como pudo y avanzó hacia el rincón donde Richard
Ríos, recostado sobre la ruma de troncos, cogía aún la escopeta. Grande sería
su desconsuelo cuando comprobó que el buen amigo había sucumbido por las
profundas heridas que le causaron una hemorragia profusa. En su lívido rostro
se había enmarcado un rictus de tranquilidad y al parecer había muerto muy
resignando y en completa paz con su alma.
Apesadumbrado y con un fuerte dolor en toda la cabeza, se dirigió a la
cocina donde encontró varias tinas de agua fría. Con mucho cuidado se lavó la
frente y se remojó un poco la cabeza. En el colgador encontró una sábana
limpia y rompiéndola en pequeñas tiras se envolvió la herida, sintiendo de
inmediato una mejoría. Sabía que en el dormitorio de Richard Ríos había
muchas botellas de buen pisco, por lo que bebió varios sorbos. Esta bebida lo
reconfortó y pronto sintió alivio y recobrando fuerzas volvió al patio. Algo
calmado evaluó el desorden. Debió haber sido terrible el enfrentamiento por
cuanto todo estaba regado por los suelos. Recogió el oro desparramado en una
bolsa de lona. Separó cuatro planchitas y el resto lo lanzó al pozo de agua.
Sabía que las cincuenta planchitas de oro quedarían a buen recaudo en aquel
profundo pozo. Recogió algunas ollas, platos, bancas, leños, baldes y tinas de
plástico y los fue arrojando a la enorme boca. Luego cogió la carretilla y una
pala y empezó trasladando arena del desmonte. Poco a poco sin hacer muchos
esfuerzos logró rellenar las tres cuartas partes del boquerón. Se dio un
pequeñísimo descanso. La herida empezó a latirle y sintió un ligero mareo. A
pesar de la hora avanzada no tenía hambre pero sí mucha sed. Recordó que en
una de las ollas de la cocina aun sobraba abundante avena. Era necesario pues
recuperar las fuerzas a como dé lugar. Media hora después terminaba de
rellenar el pozo y todo quedaba al ras del suelo luego de disimular en algo la
tierra removida con algunas ramas verdes.
Luego se encaminó a la cabaña de Richard Ríos y empezó con un prolijo,
concienzudo saqueo de todo cuanto existía. Entre las ropas y el cajón de la
mesa encontró buena cantidad de billetes y en el bolsillo de un pantalón una
pequeña botella llena de esquirlas de oro azogado. Recogió todo lo que pudo y
salió afuera. Habiendo tomado todas las precauciones del caso, cogió el talego
donde estaban sus enseres y se encaminó por la única trocha que lo conduciría
a los Siete Caminos.
En el campamento, don Juan Ríos al enterarse de la fatal noticia, se
desmoronó en un rincón y empezó a gritar que la culpa era suya al permitir
que su primogénito se enfrascara en una aventura descabellada, donde se
preveía que el fracaso sería inevitable por falta de oro. En cambio, el resto de
la gente comentaba que había algo oculto detrás de esas muertes.
Por orden de don Juan, el cadáver de su hijo fue sepultado en el sector
Oscuro muy cerca a las cabañas. Al final, todos los amigos cubrieron las
tumbas con pequeñas piedras y fabricaron rústicas cruces.
Lucas Romero, a partir de esa terrible fecha, quedó marcado de por vida.
Las imágenes de los dos muertos perduraban en su ser atormentándolo día y
noche. Eran terribles sus sueños y frecuentes las espeluznantes pesadillas que
le hacían saltar de la cama en el momento menos pensado. Por lo que, al mes
de hallarse alojado en los Siete Caminos, pidió encarecidamente a don Juan
Ríos que lo dejara marchar a su tierra donde pensaba encontrar algo de paz,
porque manifestó condolido que su actual vida no era una vida normal, sino
todo aquello era un verdadero calvario que lo estaba conduciendo a la locura.
Al marcharse juró que ya no volvería nunca más. Por un breve instante se
detuvo al borde del camino y miró la circunvalación de los eternos bosques
que se divisaban desde los Siete caminos. Y, a hurtadillas, como temiendo
despertar el lado oscuro de su vida, dirigió una dolorosa mirada al fondo
donde sabía se hallaba el sector Oscuro. Derramó algunas lágrimas mientras
murmuraba una pequeña oración por el alma de sus dos compañeros.